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Resolver la paradoja del problema del hambre, en un continente cuya oferta alimentaria
más que triplica los requerimientos mínimos de su población es ante todo un imperativo
ético, pues viola un derecho universal inalienable.
La desnutrición es la consecuencia más directa del hambre en las personas y, como tal,
se convierte en el canal a partir del cual se desarrolla una serie de efectos negativos que
abarcan distintas dimensiones, entre las que destacan los impactos en la salud, la
educación y la productividad.
Dados sus efectos negativos, que aumentan de manera significativa los costos públicos
y privados (directos e indirectos), debido a su impacto en el consumo, la producción y el
crecimiento económico, resolver este problema implica una estrategia económicamente
racional. Por lo tanto, su mitigación conlleva un aumento importante de beneficios
privados y sociales. Según la FAO, estos costos directos podrían representar unos 30mil
millones de dólares al año a nivel global (FAO, 2004).
Cabe mencionar, sin embargo, que estos programas no están directamente orientados a
luchar contra la pobreza, sino sobre todo a mejorar los niveles de vida de los pobres, en
el caso de los programas de asistencia alimentaria, y a reducir la desnutrición crónica,
en el caso de los nutricionales; estos últimos tienen, además, un objetivo de largo plazo
asociado al alivio de las consecuencias de la pobreza. El apoyo de los programas
nutricionales debe contribuir a alcanzar una adecuada inversión en capital humano (por
ejemplo, mediante el nivel nutricional necesario para mejorar las capacidades cognitivas
y lograr un mejor rendimiento en la escuela), y de este modo aumentar las posibilidades
de escapar de la situación de pobreza en el futuro, gracias a los retornos esperados del
capital humano.
En este sentido, se debe resaltar que el análisis de los indicadores actuales de pobreza
puede subestimar los efectos potenciales de estos programas, ya que dichos indicadores
no reflejan las consecuencias de las intervenciones en el largo plazo. Por ello, en las
siguientes secciones se analizan los efectos logrados por cada uno de estos programas.
Los programas alimentarios concentran alrededor de 4,5% del gasto social, pero tienen
una gran importancia para la población sobre todo debido a su amplia cobertura. Según
la ENAHO 2003, 20% de la población accedió a por lo menos alguno de estos
programas, porcentaje que se eleva a 24% si consideramos los hogares de pobreza
moderada y a 32% tomando en cuenta solo los pobres extremos 75% de los niños que
asisten a la escuela primaria del quintil más pobre no acceden al Programa Desayunos
Escolares y 40% de los niños de entre 0 y 6 años del mismo quintil no acceden al
Programa Vaso de Leche.
Los efectos del programa, Gajate e Inurritegui (2001) estimaron su impacto nutricional
utilizando datos de la ENNIV 2000, complementada con información distrital de los
censos disponibles y los mapas de pobreza del FONCODES. El estudio se concentró en
la evaluación del impacto del programa en la nutrición de niños de hasta 5 años, usando
como variable proxy la talla para la edad, y como variables de control características del
niño, la madre y el jefe del hogar, el hogar, el distrito y geográficas.
Al igual que en el caso de la pobreza, en el Perú existe una alta heterogeneidad por
regiones. Apurímac, Amazonas, Cajamarca, Piura y Loreto sufren tasa elevadas de DCI,
de alrededor del 29% (2013), mientras que en Lima, Ica, Arequipa, Tacna y Moquegua
las tasas son de solo alrededor del 6% (2013). Asociada a la desnutrición, la deficiencia
de micronutrientes en niños y niñas menores de cinco años, reflejada en la anemia,
también presenta importantes efectos negativos a lo largo de la vida. La anemia sigue
representando un gran reto, pues el 34% de los niños menores de cinco años la padecen
en el Perú. La enfermedad se ha incrementado desde el 2011, año en el que estuvo en el
punto más bajo, 30,7%. La DCI ha disminuido como un efecto combinado del
crecimiento económico, las políticas del Programa Articulado Nutricional (PAN) y las
características de la madre, el niño y el hogar (Alcázar y otros 2015).
De acuerdo con la literatura internacional, para facilitar el análisis podemos agrupar los
programas alimentarios y nutricionales en tres grandes tipos: los asistencialistas, los
nutricionales y los de alimentación escolar.
Los programas de alimentación escolar podrían pertenecer a los dos grupos anteriores,
pero por su prevalencia y características especiales se pueden considerar un grupo en sí
mismo. Consisten en la entrega de alimentos en la escuela para promover la asistencia a
esta, aliviar el hambre de corto plazo y, de esta manera, aportar al aprendizaje de los
alumnos (Buhl 2010).
Por otra parte, los programas de alimentación escolar (PAE) son apoyados por la
evidencia internacional, pero no hay consenso respecto a su posible impacto nutricional
ni a sus posibilidades de lograr objetivos educativos. Además, existen dudas y debates
sobre dónde focalizar, si en los niños más pobres o en toda la escuela o los distritos, y
sobre qué se debe entregar en las escuelas, si solo alimentos o también componentes
nutricionales (Alderman y Bundy 2011). Sin embargo, no son la mejor opción para
combatir la desnutrición debido a que la edad crítica para intervenir es desde la
gestación hasta los 2 años, y no en la edad escolar.
FRANCKE, Pedro (2004). “Propuesta de reforma de programas nutricionales infantiles en el
Perú”. Mimeo.
GAJATE, Gissele y Marisol INURRETEGUI (2001). “El impacto de los programas alimentarios
sobre el nivel de nutrición infantil: una aproximación a partir de la metodología del ‘Propensity
Score Matching’”. Lima: Consorcio de Investigación Económica y Social. Mimeo.
Alderman, Harold y Donald Bundy (2011). School feeding programs and development: are we
framing the question correctly? World Bank Research Observer, 27(2), 204-221.
Buhl, Amanda (2010). Meeting nutritional needs through school feeding: a snapshot of
four African nations. Global Child Nutrition Foundation.