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Atlas del bien y del mal

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Javier Bilbao December 28, 2017

Iustración de Alejandra Acosta.

En el origen de los tiempos todo el mundo hablaba el mismo idioma y vivía en torno a un
gran árbol. En una de sus ramas se pasaba el día sentado un hombre, debido a que sus
testículos estaban hinchados por una infección parasitaria; de este modo podía tenerlos
colgados y reposando dulcemente en el suelo. Los animales se acercaban a olfatearlos
con curiosidad, siendo así fácilmente cazados de tal manera que nunca faltaba sustento a
la tribu. Cierto día un hombre malvado mató a otro para quedarse con su mujer, pero los
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familiares del difunto no perdonaron la afrenta y persiguieron a ese envidioso y a todo su
linaje, quienes tuvieron que trepar a lo alto de aquel árbol para ponerse a salvo. Los
familiares, ávidos de venganza, tiraron entonces de las lianas para inclinar el tronco lo
suficiente como para tener al alcance a sus enemigos y darles su merecido. Mala idea. Las
lianas se rompieron por la tensión y el árbol volvió a su posición original con ímpetu,
catapultando lejísimos y en diferentes direcciones al criminal, a su familia y a nuestro
protagonista de los huevos colganderos. Cada uno fundó una nueva sociedad allá donde
aterrizó, cuyas costumbres e idioma fueron así divergiendo con el paso del tiempo. Según
afirma el antropólogo Jared Diamond esta es la explicación que la tribu Sikari de Nueva
Guinea encuentra para la existencia de tantas y tan diversas tribus en torno a ellos, y
también para que la caza sea hoy en día tan difícil de obtener: ya no es como en los viejos
y buenos tiempos, ahora hay que ganarse la presa con el sudor de la frente.

No es difícil encontrar en este mito ecos de la expulsión del Edén, de un crimen cainita
originario y de la torre de Babel. Al fin y al cabo cada sociedad se explica a sí misma
mediante relatos; en ellos encuentra cohesión y sentido. Hace poco leíamos que en otra
tribu de unas islas relativamente próximas a las anteriores, en Filipinas, el talento para
contar historias se valora más que cualquier otra cosa, incluida la habilidad para conseguir
alimentos, de manera que los mejores narradores son también considerados como mejores
parejas y tienen más hijos. Es un dato curioso, pero en realidad no nos sorprende
demasiado. Entre nosotros, novelistas y cineastas juegan un papel parecido: aquellos que
saben conectar con el público gozan de enorme popularidad, acumulan grandes fortunas e
incluso los tomamos como referentes éticos y políticos buscando su opinión sobre
cualquier asunto, asumiendo con naturalidad que si saben entretenernos con historias
entonces es que saben acerca de todo lo que hay bajo el cielo. Pasamos la vida
contándonos cuentos unos a otros, montándonos películas. De un tiempo a esta parte el
periodismo y la política repiten obsesivamente los términos «relato» y «narrativa» como
claves de la comunicación. No basta con gestionar bien o tomar tal o cual medida, hay que
describirlo dentro de un arco argumental, porque si no al parecer no te votan. Tenemos
narraciones para el origen del mundo o de cada nación, para dar cuenta de cada
fenómeno meteorológico o accidente geográfico, de cada costumbre autóctona y, sobre
todo, para distinguir el bien del mal.

Sabemos que en casi todas las historias hay un bueno, un malo y también un feo, que es
el papel que solemos ejercer en la vida la mayoría de los mortales, inclinándonos hacia
uno u otro polo moral en función de las circunstancias. Pero a veces surgen excepciones y
resultan extraordinariamente interesantes. Pues bien, sobre ellas trata Atlas del bien y del
mal, de Tsevan Rabtan. Sobre personas que, en palabras del autor, «utilizaron los
resquicios de su escaso poder y, a menudo, el engaño, para mantener algo de bien en el
mundo». También sobre otras desquiciadamente crueles y despóticas que sembraron su
paso de cadáveres y dolor. La cosa se complica cuando vemos que en ocasiones la
santidad de unos sirvió para abrir el paso a la barbarie de otros, como en la historia que
cuenta sucedida en las islas Chatham, sobre la interacción entre sus nativos y los maoríes.
Incluso a veces una buena acción bajo cualquier punto de vista puede convertirse en una
maldición, como aquella que protagonizó Gabaldon con una madre japonesa durante la
Segunda Guerra Mundial. Son muchos los ejemplos y no quiero entrar en detalles de cada
uno, no tanto por miedo a un destripe, sino porque difícilmente podré contarlo mejor que el
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autor. Desfilan aventureros, duelistas, matemáticos, concubinas, diplomáticos, presidentes
americanos y carne de cañón en las trincheras, que eso es siempre lo que más ha
abundado. Ejemplos de virtud o de todo lo contrario, diseminados por todas las épocas y
por los cinco continentes, como si el árbol del conocimiento del bien y el mal los hubiera
catapultado allá y desde entonces hubieran seguido cada uno su camino, sujetos a sus
circunstancias históricas y culturales, pero con una humanidad común fácilmente
reconocible.

En definitiva, son historias reales bien documentadas, narradas de forma amena. Al


terminar cada una de ellas se me venía la misma idea a la mente: ¿por qué de esto no se
ha hecho alguna película?

Vemos la cartelera cada semana desoladoramente repleta de sagas interminables y de


refritos de toda índole, como si a Hollywood se le hubiera agotado la inventiva y solo le
quedara copiarse a sí mismo. Si alguien les pasase este libro les haría un buen favor, veo
en él al menos una docena de grandes producciones. Pero allá ellos. Mientras tanto
tendremos el placer de esta lectura, más que recomendable.

No podemos concluir sin mencionar las ilustraciones que lo acompañan, de Alejandra


Acosta, que hacen de este libro un hermoso objeto de colección.

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