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Shanghái no es Shanghái sino Shanghái, una

equivocación
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Martín Caparrós December 20, 2017

Fotografía: He Cheng (CC).

Entonces una señora del público me pregunta qué estoy escribiendo ahora y yo le contesto
que una novela que sucede en la segunda mitad del siglo XXI y que en mi mundo del
futuro el poder es más bien chino y veo las sonrisas de placer de muchos de los que han
venido esta tarde a la Biblioteca de Shanghái, y me molestan:

—Y no es un mundo donde quisiéramos vivir.

Les digo, sonriendo.

Yo soy alguien que sabe equivocarse.


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Me equivoco: otra vez me equivoco. Olivia es chiquita, piel oliva, rasgos suaves. Olivia
trabaja en la organización del Festival del Libro de Shanghái y se encarga de mí. En el
almuerzo, para hacer conversación, le pregunto dónde nació y me nombra una ciudad
mediana, sur de China. Le pregunto cuántos años tiene y me dice que treinta y tres, que
nació en 1985. Le digo que entonces serán treinta y dos y me dice que no, que en el sur
de China la edad empieza a contarse desde la concepción, no desde el nacimiento —o,
también, que como tiene treinta y dos está en su trigesimotercer año de vida. Entonces le
digo que no debe tener hermanos —en aquellos días la política del hijo único era tajante
en China— y me dice que no, que sí, que tiene una, mayor, y me explica que cuando ella
nació sus padres tuvieron que pagar una gran multa por quebrar esa ley. Entonces se me
ocurre decirle que qué privilegio, que debió ser muy amada y me mira raro, con pregunta.
Le digo que claro, que si no piensa que es un privilegio tener unos padres que la deseaban
tanto que violaron la ley para tenerla y pagaron por tenerla y me mira más raro, casi triste
—y recién entonces termino de entender: si sus padres se arriesgaron a un segundo parto
fue porque querían un varón, un hombre que continuara el nombre, un sostén para sus
años de retiro, y que ella no les trajo alegría sino la bruta decepción de saber que ya nunca
tendrían ese hijo. Me callo: tarde, tan avergonzado. Olivia también se calla, comemos en
silencio.

Viajar es equivocarse, vivir

es equivocarse.

Saber es saber

que uno se ha equivocado. Quién supiera

ignorar, saber en serio.

Y lo falsa que se ve esa pagoda con techos voladizos en medio de docenas y docenas de
edificios cuadrados, flacos, altos, sus veinte o treinta pisos de cemento y vidrio, tan
actuales. Lo auténtico, decíamos: lo auténtico.

Porque muchas veces la tarea del turista —la tarea que el turista se atribuye para sentirse
pleno— consiste en buscar, en nombre de la autenticidad, lo que hace tanto que no existe
y que los locales reproducen, mal que bien, a veces, para él.

O sin pensar en él.

Ahora tienen: carteles impresos en láser, sombrillas de un dólar para pegar los carteles,
ventiladores de mano para no morir en el intento, móviles donde mostrar las fotos de los
hijos. Y podrían hacer esto mismo en las redes sociales —chinas, por supuesto— pero
prefieren seguir viniendo a la Plaza del Pueblo, pleno centro de Shanghái, como hace
tantos años, para ver si le consiguen un marido a su hija, una mujer al hijo. Son cuadras y
cuadras de personas en los senderos del parque, entre los árboles del parque, las
sombrillas posadas en el suelo, un cartel pegado en cada una, ofreciendo a la nena o al
nene, un padre o madre sentado detrás, el calor imposible. Me dicen que la costumbre de
arreglar los matrimonios se mantiene, solo que ahora —en muchos casos— es la segunda
opción: si los chicos, jóvenes todavía, se consiguen apaño por sí mismos, todo en orden.

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Pero si pasan los veinticinco y nada asoma, los padres empiezan a buscarles esa felicidad
que solo provee el matrimonio. Y me dicen que así completan su trabajo de padres: que un
padre o madre no están hechos mientras no hayan casado a sus retoños y que entonces sí
pueden, por fin, esperar que su labor empiece a rendir frutos.

Lo cual es, por supuesto, auténtico, folclórico.

Y alrededor las calles rebosantes de personas, tan desbordadas de personas, tan


excedidas de personas, y tanta policía. Me dicen, también, que solo en el metro de
Shanghái hay treinta mil cámaras vigilantes que transmiten sus imágenes a una central con
unos programas modernísimos de reconocimiento de caras y otros rasgos, donde manejan
la seguridad. Me dicen que en Shanghái no hay problemas de seguridad.

Y no me dicen que hay, también, más de mil chinos ejecutados cada año por delitos y
crímenes diversos —asalto, asesinato, estafa, violación, drogas, corruptelas.

Lo auténtico, decíamos, el error

de lo auténtico.

Todo es mucho, grande, rumoroso. En las calles de Shanghái hay estruendo, sudor,
peligro de motitos que no paran; en las calles de Shanghái hay un flujo incesante. En las
calles de Shanghai se oyen escupidas homéricas, bronquios combatiendo. China tiene,
dice un estudio, trescientos cincuenta millones de fumadores, más que cualquier otro lugar
del mundo. Por lo cual también se puede decir que tiene, según el mismo estudio, mil cien
millones de no fumadores, más que cualquier otro lugar del mundo. Y así, muy a menudo
así. Los números pueden ser pérfidos o bobos o incluso ambos, como tantas mujeres,
como todos los hombres.

Llevo años viniendo a este país: vine, mi primera vez, hace más de veinticinco. Y cada vez
tengo la sensación de que me gustaría venir a este país: llegar a este país, entrar a este
país.

Siempre en la puerta, del otro lado de la puerta.

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Fotografía: Aly Song / Cordon.

Busco, entonces, formas de lo local: la forma que tiene el viajero de equivocarse en serio.
Digamos, un suponer: el arte de manejar la bicicleta con una sola mano para que la otra
sostenga la sombrilla. La seguridad, sus mil ejecutados; la pagoda solitaria, la censura de
internet, los ravioles de cangrejo y puerco con sopita, el desarrollo desatado, los plátanos
que trajeron los franceses, los atascos brutales, los viejos en calzoncillo y musculosa.
Pamplinas, paparruchas. Digo: ya he estado en China. Nunca, como ahora, vine a mirarla
como quien trata de entender al nuevo amo —antes de que lo sea, claro, para que tenga
interés, tenga sentido.

Para que valga la pena equivocarse.

La periodista usa esos anteojos que se llamaban culo de botella cuando las que tenían
culo eran las botellas y una risa hecha de dientes disparados, pero habla un inglés casi
sutil y me pregunta con aplomo, con audacia. Entonces yo le contesto suelto y le digo
algunas cosas, por ejemplo cuánto me incomoda en ciertas charlas tener que decir que el
país que más ha reducido el hambre en las últimas décadas es China: que lo haya hecho
un régimen que reúne lo peor de cada sistema, le digo, el autoritarismo de partido único

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del dizque socialismo con las injusticias del capitalismo más salvaje. Y le digo algunas
cosas más y ella asiente con esos dientes desbocados y al final, solo para saber cómo es
el paño, le digo bueno, pero estas cosas no las vas a publicar, ¿no?

—Ah, ¿me está pidiendo que queden off the record?

Me dice ella, cortada, y yo trato de explicarle que no quería decirle eso, que yo me hago
cargo de lo que digo, que lo que quería era entender cómo funcionan la censura y la
autocensura en China pero ya no hay caso: la barrera, la bruta desconfianza:

—¿Por qué? ¿Para qué quiere saberlo?

El sol de Shanghái es implacable.

(Y me resuena —la paladeo, saboreo— la palabra implacable.

Hasta que me rechina

la palabra implacable.)

Entonces descubro de pronto lo más obvio: si me gusta el calor es porque trae olores. En
el calor —húmedo, tropical— los olores se multiplican, se transportan. Vivimos en una
civilización del frío, dominada por señores de ciudades frías, que nos imponen su asquito
del olor. Ahora, más que nunca, vivimos bañados en olores que no son, olores falsos,
posverdad del olor, olores defensivos.

Aquí, en solo veinte metros: arroz, cilantro, meo, cerdo frito, ajo, sudor, una planta que no
reconozco y no consigo preguntar.

(Una planta que supongo sabiendo que me voy a equivocar.

¿El que sabe que se equivoca se equivoca menos?

¿El que sabe que se equivoca se equivoca más?)

Ahora los chinos empiezan a viajar, a conocer su mundo —tantos millones. Muchos van a
Europa— dicen Europa como los argentinos, como si existiera. Para ellos Europa es una
marca única y famosa y sus expertos en turismo —cuenta Evan Osnos en The New
Yorker— aconsejan a los agentes que no la desperdicien hablando de marcas subsidiarias
como Francia, España, Italia. Van y ven, poco y corriendo: constatan que son países
desordenados que viven embarrados en un pasado ni siquiera tan guau y se preguntan
satisfechos cómo va a progresar la economía de un lugar donde la gente tarda tanto en
hacerse el desayuno y donde, además, salen a la calle a pedirle cosas al Gobierno y
hacen huelgas.

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Fotografía: blake.thornberry (CC).

La tentación, entonces, de sacar conclusiones generales: de equivocarse en serio.

Pero cualquier paseo muestra lo evidente: cuando la China se quede con el mundo lo hará
con estructuras inventadas en los países ricos de Occidente a finales del siglo XIX,
principios del XX: el coche, el rascacielos, el traje, el fútbol, el partido, el avión, los
antibióticos, el plástico, el semáforo, la relatividad, la radio, la radioactividad, la aspirina, el
cine, la ametralladora, el papel higiénico, el teléfono, las zapatillas, el vacío.

Solo que todas esas cosas han conseguido deshacerse de su historia: ahora son de esas
que parecen haber estado siempre, que parecen venir de todas partes y ninguna. Es lo
que llaman la globalización, una manera de decir que el mundo entero se las ha
apoderado. Que un metro —un suponer— ya no es una forma de transporte que apareció
en París en 1900 sino un modelo universal; que un metro —otro suponer— ya no es una
forma de medir el mundo que apareció en París en 1889 sino un modelo universal: que no
transmiten cultura, ideología, que no marcan.

Para eso, también, sirven las marcas visibles de «lo occidental», esos objetos y negocios y
conductas aspiracionales que muestran que los que las poseen o practican se acercan a
esa fuente. Quedan bien, por supuesto, coolifican, pero también funcionan por oposición:
al decir esto sí es de Occidente subrayan que el resto —el coche, el rascacielos, el partido
— ya es de todos, que ya no es de nadie.

Flaqueza de la posesión: decir

esto es mío es decir

lo demás no lo es.

El café es el nuevo opio de los pueblos. A mediados del siglo XIX el Imperio Británico debió
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armar una guerra para obligar a los chinos a comprarle su opio y arruinarse con él. Ya las
cosas no funcionan así. El café no precisó ninguna guerra, porque los mecanismos están
más aceitados y porque es una droga más dura. No te enfrenta a tus fantasías; te provee
la fantasía de que eres otro, uno de ellos.

Sucedió, faltaba más, primero en los Estados Unidos: de pronto fue cool parecer
mediterráneo, soleado, casi sofisticado, uno que aprecia las cosas buenas de la vida, uno
que ya no es como mamá y papá, terribles pelagatos. Y apreciar el café verdadero —no
ese jugo de paraguas que tomaban— hacía el truco.

De allí, la moda se extendió. Ahora Shanghái —las partes nobles de Shanghái— rebosa de
tienditas de café que prometen espressos con granos etíopes y capuccinos con
salvadoreño y lattes con kenyata orgánico; que tienen nombres siempre escritos en el otro
idioma —ese que usa solo veintiocho dibujitos—; que sirven para que esos jóvenes
urbanos modernos se sientan jóvenes y urbanos y modernos, diferentes.

Distantes de un pasado que les parece tan de otros.

(China, aquella China en que unos cuantos quisieron inventar otro mundo

y fracasaron como perros.)

Y entonces recuerdo tiempos en que viajar era cambiar de escena de un modo radical.
Ahora la búsqueda del lugar radicalmente diferente es cada vez más difícil, más inútil.
Quedan algunos, todavía, pero cada vez más escasos, más parecidos a todos los demás.
El mundo se ha vuelto una versión berreta de Wisconsin, con un toque de Nueva York
pintada por un nuevo muy rico y unos polvitos de costa californiana por si acaso. La globa,
que le dicen.

Recuerdo tiempos

en que viajar era equivocarse diferente.

Shanghái, digamos: una ciudad que podría estar en casi cualquier lugar del mundo o

en casi cualquier lugar del mundo dentro de veinte años.

Son edificios para el «oh» o el «coño: oh, qué edificio tan grande», o, en mejor castellano,
«coño, qué edificio».

Son intentos deportivos, no estéticos: hechos para ganar y para impresionar, no para
placer a los sentidos o acomodar los cuerpos. Construidos como se construían las
catedrales, pirámides, palacios: para el asombro, para el respeto, para erigir poder al
erigirlos.

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Fotografía: Cordon.

Pero ahí mismo, detrás de las fachadas, entre los edificios, en vías de desaparición pero
porfiadas, esas pequeñas entradas que abren a un mundo de calles chiquititas,
encerradas, casi ajenas al ruido del progreso, con sus tiendas pequeñas, sus viejos
dormitando, sus gallinas incluso, con esas construcciones de dos o tres pisos levantadas
en los treintas o cincuentas con lo mínimo, con piezas como cuchas, sin cocina ni baño,
con esos baños colectivos en la esquina y su encargada, la señora aburrida que ahora,
mediodía, espera a los clientes, y el olor. Liao Yiwu, cronista necesario, contaba de un
cuidador de baños ya viejo que decía que su peor momento laboral fue la Revolución
Cultural maoísta, porque entonces los guardias rojos ponían a los intelectuales
aburguesados a cuidar los baños y que él entonces se quedaba sin trabajo y que encima
esos hijos de puta a menudo se ahorcaban ahí mismo sobre una letrina, como una forma
de decir mejor la muerte que esta vida y entonces él se preguntaba qué le querían decir
sobre su propia vida, pasada en esos baños —y la pregunta suena extrañamente amplia,
general.

¿Equivocarse?

¿Qué significa equivocarse?


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Lo que no entendí era por qué insistía en preguntarme si no estaba cansado: me pidió que
firmara unos libros, no era tanto. Hasta que entró en su oficina y veo una montaña: son
más de cuatrocientos, me dice mi editora, con esa mueca de vergüenza que ellos llaman
sonrisa. Le digo que bueno, qué se le va a hacer, y ella me dice que no me preocupe, que
no vamos a tardar tanto. Entonces sale y vuelve con otros cuatro empleados de la editorial
y allí mismo arman la cadena: el primero le pasa libros uno por uno a la segunda que los
abre en la página de firmar y los pone frente a mí, yo los firmo y los corro a un costado
donde el tercero los va poniendo en pilas de diez para que el cuarto se las lleve a
empaquetar. China, por fin, poco menos que auténtica.

Delicias de la cadena de montaje: no

pensar, mover algo del cuerpo, descansar

las ideas, repetir. La delicia mayor

es repetir.

Y cuando terminamos me levanto y les agradezco y les doy la mano uno por uno y me
miran como si no correspondiera: como si, al hacerlo, me pusiera en un lugar que no es el
mío. Hay culturas que se arman a partir de la idea de que uno debe salir de su lugar; hay
culturas que no soportan que nadie salga de él.

Yo salgo, siempre

salgo.

Que es otro modo de decir

que me equivoco.

Y ahora el juego es venir aquí y tratar de entender algo porque China es el futuro, puede
ser el futuro, ofrece un futuro. En un mundo que solo sabe pensarse como economía,
China dice que, en términos económicos, el suyo es el modelo que funciona. Y puede
haber otros que le crean o, incluso, puede decidir que le sirve imponerlo.

El juego de venir, equivocarse.

Hay complicaciones, todo tipo de complicaciones. Estamos acostumbrados a imaginar a


los países poderosos como sociedades ricas. China no. En China todavía hay más de cien
millones de personas que no comen suficiente y aquí mismo, en Shanghái, la pobreza
amenaza. Aunque me cuentan que cada vez más mendigos tienen su código QR para
aceptar limosnas con dinero electrónico. Eso sí que parece un futuro, la carcajada del
futuro.

Entonces me explican que no vamos a tener tiempo para que traduzcan mis respuestas:
que ya lo harán después y cuando pasen la entrevista por la tele pondrán unos subtítulos,
pero que si queremos que el intérprete traduzca durante la grabación nos perdemos toda
la mañana, así que ella —la periodista jovencita, junco, la piel una magnolia, la sonrisa un
relámpago— va a preguntarme en chino, el intérprete va a traducirme sus preguntas, yo
las voy a contestar en castellano y ella me va a mirar y sonreír y leer la siguiente pregunta
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de su lista aunque no haya entendido una palabra de lo que acabo de decirle. El
periodismo como simulación ha tenido sus buenos momentos, pero no mucho mejores que
este.

—¿Y cómo fue que tuvo la idea de escribir un libro sobre el hambre?

Ella —la junco relámpago magnolia— sonríe mucho mientras yo le hablo en castellano. Al
final, cuando le pregunte, compungido, en inglés, si no se sintió rara, me mirará sin
entender y me dirá que no, ¿por qué?

—Yo estaba haciendo mi trabajo.

Me dirá, y me dejará una de esas sonrisas que deben cotizar millones de yuans en
Alibaba: condescendiente, generosa. Como quien la regala.

Me equivoco: de nuevo

me equivoco.

Me tranquiliza: esto es, todavía,

un mundo otro.

Pero veo llegar a mil una ambulancia y pienso que si me muriera en un lugar —la China,
por ejemplo— me moriría un poco menos. Me moriría como viví, el error sería bruto y
palpable, alguien tendría que llevar mi cuerpo a alguna parte, mi vida muerto seguiría unos
días.

Después pienso que si me muriera en Shanghái

sería un idiota.

La ambulancia sigue de largo

como todo.

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Peces en los jardines Yu Yuan. Fotografía: Tinou Bao (CC).

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