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EMBRIAGUEZ

Introducción y traducción
■Cristina Rodríguez Marciel
Javier de la Higuera Espín

Granada
2014 -
S e rie C u e stio n e s A b ie rta s
Directores: Luis Sáez Rueda, Óscar Barroso Fernández y Javier de la
Higuera Espín.
Consejo Asesor: Remedios Ávila (UGR); María Eugenia Borsani (U. de
Comahue-CEAPEDI, Argentina); Antonio Campillo (U. de Murcia); Victoria
Camps (UAB); Germán Cano (U. de Alcalá de Henares); Pedro Cerezo
(Real Academia de CC. Morales y Políticas}; Andrés Covarrubias (PUC
de Chile); Manuel Cruz (tí. de Barcelona); Roberto Esposito (Instituto de
Ciencias Humanas, Italia); Marina Garcés (U. de Zaragoza); Juan Francisco
G. Casanova (UGR); Alain Jugnon {Nantes}; Johannes Kabatek (U. Zürich,
Suiza); Fernando M. Manrique (UGR); José Luis Pardo (U. Complutense
de Madrid); Paulina Rivero (UNAM, México); Johannes Rohbeck {U. de
Dresden, Alemania); Voiker Rühle (U. Hildesheim, Alemania); Miguel
Villamü (U. de San Buenaventura, Colombia).

© JEAN-LUC NANCY.
© Introducción y traducción: C. RODRÍGUEZ MARCIEL
Y JA V IER DE LA HIGUERA ESPÍN
© UNIVERSIDAD DE GRANADA
EMBRIAGUEZ
ISBN 978-84-338-5646-3. D. L. GR-1.009-2014
Edita: Editorial Universidad de Granada
Campus Universitario de Cartuja. Granada
Diseño de la cubierta: José María Medina Alvea
Dibujo de contracubierta: Carmen de la Higuera
Fotocomposición: Taller de Diseño Gráfico y Publicaciones, S. L. Granada
Imprime: Gráficas La Madraza. Atbolote. Granada
Título original: Ivresse (Paxis, Payot-Rivages, 2013)

Printed in Spain Impreso en España


INTRODUCCIÓN:
«BEBER DESATA LA LENGUA
(IN VINO DISERTUS)»

Al que bebe con tal exceso que se torna


durante cierto tiempo incapaz de ordenar
las representaciones sensibles según las
leyes de la experiencia se le llama ebrio o
borracho; y ponerse voluntaria o delibera­
damente en este estado se dice embriagarse.
Todos estos medios servirían para hacer
olvidar al hombre la carga que radical­
mente parece haber en toda vida.

Immanuel Kant,
Antropología en sentido pragmático

(En estos términos se expresa Kant). La carga, «die


Last», el fardo, una «carga que radicalmente
parece haber en toda vida». Para olvidar esa
horrible carga —fundamental, originaria, en­
raizada, acaso como también lo está un mal
asimismo radical—, escribe Kant, el hombre
necesita embriagarse, «sich berauschen». Embo­
rracharse para «olvidar» o para «no sentir» es
lo mismo en este caso. Formulado por Kant,
un filósofo, o expresado por Baudelaire, un
poeta, il faut toujours etre ivre, «es menester
estar siempre borracho». Esta finalidad de
olvido o de insensibilidad que nos insta a
ponernos en estado de embriaguez se sitúa,
también aquí en exergo, como objetivo de la
modernidad. Sin embargo, este «imperativo
de la embriaguez» que a simple vista podría
juzgarse de «hipotético», no lo parece tanto
si consideramos el fin universalizable al que se
destina: «para hacer olvidar», «para no sentir»
la carga que parece haber en toda vida, para
olvidar el fardo que es la vida y que no es
otro, Kant y Baudelaire lo comparten, que «el
fardo del tiempo», el paso del tiempo que nos
«destroza los hombros» y nos «encorva hacia
la tierra», dirá el poeta. De ese modo, podemos
ponernos «voluntaria o deliberadamente» en
estado de embriaguez, pero no podemos no
querer «olvidar» o «no sentir» esa horrible
y radical carga. Jean-Luc Nancy, a partir de
unos versos de Baudelaire, constata, en el ini­
cio del texto que aquí introducimos, cómo la
embriaguez se hace imperativa en la medida
en que el tiempo, para toda nuestra moderni­
dad, es experimentado como «fardo» (si bien el
tiempo «no es un concepto empírico extraído
de alguna experiencia», dirá Kant), como lo a
priori que nos fuerza y que nos arrastra, como
el tiempo que pasa y arrasa sin dejar nada
a su paso. «Todo sucede en el tiempo, salvo
el tiempo mismo», ha escrito Nancy en otro
lugar parafraseando a Kant, para referirse
a la clásica y metafísica representación del
tiempo como tiempo lineal, de huida, como
algo «inmóvil irreversiblem ente huidizo»1:
«primer esquema, piensa Kant: esquema del
tiempo, engendro del tiempo: añado la uni­
dad a la unidad: cuento mis presentes, para
poder presentar mis cuentas: tiempo, forma
del sentido interno, lugar de la síntesis, del
enlace, del encadenamiento de las causas, de
los progresos razonables de la humanidad,
apresurémonos, por favor, hacia más y más
tiempo»2. Non v'arréstate, ma studiate il passo,

1. Nancy, J.-L.; Lepoids d ’une pensée, Le Griffon d’argile,


Grenoble, 1991, p. 112 [El peso de un pensamiento, tra­
ducción de J. Masó y j . Bassas Vila, Ellago, Castellón,
2007.]
2 A b íd p. 109.
mentre che Voccidente non si annera. Más y más
tiempo, por tanto, tiempo de preocupaciones,
de proyectos, de acciones, de «todo lo que
confunde la verdad con la ejecución de un
proceso», oiremos decir aquí a Nancy, tiempo
de la sucesión y de las causas, un tiempo a
través del cual, a su vez, toda nuestra civiliza­
ción se ha interpretado a sí misma como «una
barbarie del tiempo». Pero, ¿y si el tiempo
pudiera ser la «cadencia de la embriaguez, el
ritmo de los impulsos y de los sopores», de
las pulsiones y de las ralentizaciones, «de los
placeres, de las locuras y del sosiego»? ¿Y si el
tiempo estuviera lleno de instantes en los que
las preocupaciones pudieran suspenderse «en
provecho de minúsculas ebriedades, infinitesi­
males, evanescentes»? La borrachera podría ser,
en consecuencia, algo capaz de abrir el tiempo,
algo que podría «abrirlo e introducirse en él
con un vaivén»3. De este modo, la cadencia
de la embriaguez le daría espacio al tiempo,
desbordándolo, espacializándolo. El tiempo
abierto, trasformado en espacio, espaciamiento
del tiempo. «El tiempo que os sea dado vivir,
que sea el tiempo, eternamente ebrio, en el
que estéis sometidos a los torbellinos de los
mundos». Embriaguémonos, entonces.

Como ya hemos podido comenzar a inferir


a partir de esta primera meditación acerca del
tiempo, que nos muestra vana y contradicto­
ria la representación lineal del tiempo como
sucesión de presentes puntuales, Embriaguez,
este librito húmedo que el lector tiene entre
sus manos, es un libro irrigado, empapado y
chorreante del pensamiento deJean-Luc Nan­
cy. Enseguida veremos que lo que parecería
ser un texto escrito para una circunstancia
puntual, cuyo tema, la embriaguez, habría
llegado impuesto como consecuencia de un
encuentro organizado en los viñedos alsa-
cianos de la ciudad de Ribeauvillé, uno de
los grandes centros de producción vinícola
de Francia, está sin embargo saturado de los
principales temas que ocupan su quehacer
filosófico, embriagado por su filosofía que se
ve aquí, de m anera muy especial, rebosada,
desbordada de y por la poesía: «después de
todo, nada expresa mejor la embriaguez que
aquella de la que están hechos los poemas,
hechos o deshechos, desligados, desenlazados».
Filosofía y poesía. Acaso el discurso de Nancy
esté motivado por la virtud de encontrar un
imposible «justo medio» en el corazón de este
quiasmo entre los extremos simples de un
discurso sobrio y de un discurso ebrio, de la
razón y de la pasión, de la filosofía y de la
poesía. Ese medio no es íacil en absoluto, es
incluso de una extrema dificultad, ya que el
«medio» no es aquí la exactitud del centro que
está entre dos extremos, sino, por una parte,
la encrucijada, el cruce de caminos, la dispo­
sición desigual de doble gesto y cruce y, por
otra, el medio como el elemento fluido en que se
produce su escritura, el lugar de ese intercam­
bio permanente o del duelo mutuo de aquellos
extremos unidos por su diferencia, logos-alogon,
nacidos a la vez y a la vez separados en el
origen mismo de occidente, como su oscuro
nacimiento4. El uno está muerto para el otro,

4. Nancy, J . i . ; «Ouverture», en La Déclosion. Déconstruc-


tion du christianisme 7, Galilée, Paris, 2005, p. 18 [La
DeclosiÓn. Deconstrucción del cristianismo 1, traducción
española de G. Lucero, La Cebra, Buenos Aires, 2008].
pero ambos viven de sus muertes recíprocas.
La apuesta es, entonces, pensar y penetrar
esa comunidad imposible entre sobriedad y
ebriedad, filosofía y poesía, abiertas, quebradas
o desdobladas cuando «un día, los dioses se
retiran...»5: Pasado de una infinita lejanía, en
el que la verdad aún no había sido despojada
de la presencia carnal (para convertirse más
tarde en búsqueda sin término de una verdad
ausente) y en el que el discurso aún envolvía
su propia verdad (antes de ser sólo el relato
ficticio cuya verdad, como afirma el Sócrates
del Fedro al contar ese inventado mito sobre el
origen de la escritura, únicamente los antiguos
podían conocer).
Se trata, entonces, de duelo y de deseo. La
filosofía enlutada por la poesía a la vez que
embriagada por ella. ¿O es acaso al revés?
Filosofía y poesía «cada una de duelo por la
otra, y cada una deseosa de la otra (la otra la

5. Nancy, J.-L.; «Un jout ; les dieuxse retirent...», William


Blake & Co. Edit, Bordeaux, 2001 [traducción española
de C. Rodríguez Marciel en La partición de las artes,
Valencia, Pre-Textos/Universidad Politécnica de Valen­
cia, 2013].
misma), pero cada una rivalizando también
con la otra en el cumplimiento del duelo y del
deseo»6. Acaso podría ocurrir que cualquier
distinción entre un discurso sobrio y un dis­
curso ebrio fuera aquí imposible, filosofía y
poesía irrumpen constantemente la una en la
otra, se interrumpen, se quitan la palabra la
una a la otra porque, en este libro, la escritura
soülographique de Nancy se desata, como la len­
gua del que bebe, antes de cualquier distinción
o separación entre ambos discursos, antes de
cualquier distinción discursiva. Beber abre así
el acontecimiento no discursivo del discurso —
indecible, farfullante, balbuciente, inarticulado
aún— desatando una lengua que precede al
habla, inminencia de la lengua in statu nascen-
di. Ni discurso sobrio ni discurso ebrio, por
tanto, sino origen del sentido como «bacanal
de la verdad». «Beber desata la lengua (in vino
disertus), pero también franquea el corazón»,
escribió Kant, paradigma del filósofo sobrio
que, sin embargo, jamás dejó de estar ebrio
sabiendo que «la reserva de los propios pen­
samientos es para un corazón puro un estado
opresivo, y [que] unos bebedores jocundos no
toleran íacilmente que nadie sea en medio de la
francachela muy moderado; porque representa
un observador que atiende a las faltas de los
demás»7. Absténganse los abstemios, entonces,
porque rechazar la embriaguez consistiría en
prescindir deliberadamente de ese franquea­
miento del corazón y de su apertura al afuera:
«el estricto rechazo de la embriaguez», escribe
Nancy, «no deja de manifestar un rechazo [...]
de la existencia y de la proximidad de un
afuera y de una ruptura de dique por donde
todo eso puede discurrir».
Dos borracheras forman, por tanto, este
espacio de alteridad radical y, al mismo tiem­
po, de máxima cercanía, ya que es el espacio
de la circulación incesante del sentido, de lo
«“sin-relación” de la relación»8, al que nuestro

7. Kant, I.; Antropología en sentido pragmático, traducción


de José Gaos, Alianza, Madrid, 1991, § 29, p. 76.
8. U « ily a» du rapport sexuel, Galilée, París, 2001, p.
23 [traducción española de C. de Peretti y P. Vidarte
en Síntesis, Madrid, 2001].
pensar, el pensar como lo-común, nosotros
mismos, está necesariamente expuesto y que
nos constituye, destituyéndonos en el mismo
gesto. Embriaguez se propone penetrar en esa
lejanía que somos nosotros mismos. Es «esta
larga divagación de ebriedad que somos
pensando, escribiendo, recitando, a través de
ficciones y veridicciones...» Para Nancy, sin
embargo, esa «larga divagación de ebriedad»
sigue un «riguroso» método que, según sus
palabras, «podría ser el método correcto»* No
tanto el método de una duda que encontrara
su máxima justificación en un genio maligno
«hecho de alcohol», ego sum, ego existo ebrius, de
resonancias tan cartesianamente irracionales,
sino el método de una racionalidad abierta a su
propia infinitud, racionalismo feliz, realizado
(racional-real) como estilo. El verdadero estilo
es siempre quizás el cruce del pensamiento
y de la vida, pensamiento de la vida en el
doble sentido del genitivo, en el que la vida
se afecta a sí misma, estilizándose y dándose
forma pero sin someterse a nada que le sea
ajeno (una forma arquetípica) o que detenga
su movimiento de exceso con respecto a sí
misma (un sentido de la vida que la colmara
o que la salvara definitivamente, entregándola
a una presencia absoluta y, sin embargo y pa­
radójicamente, relativa a ella, como Dios o la
felicidad del género humano): «...en el acto de
filosofar, la vida se afecta de su propia vacancia
de sentido»9. El estilo es siempre, por tanto,
conexión con el afuera, con una exterioridad
que es la cosa misma pensándose y haciéndo­
se, y haciéndonos pensar, fidelidad última al
sentido del mundo como apertura en que el
mundo consiste10: speculum del ser como tránsito
del afuera en cada cosa, vista efectiva de la
existencia. Deleuze lo ha intuido también en
el estilo aforístico de Nietzsche, caracterizado
por esta relación con el afuera11. O Foucault,

9. Nancy, J.~L.; «Chronique. 22 novembre 2002»,


en Rué Descartes, 2003/1, n° 39, p. 127. Publicado pos­
teriormente en Nancy, J.-L.; Chroniques philosophiques,
Galilée, Paris, 2004.
10. Véase «Répondre du sens», en La pensée dérobée,
Galilée, París, 2001, p. 176.
11. «Pensée nómade», en L ile déserte et autres textes,
Minuit, Paris, 2002 [La isla desierta y otros textos, traduc­
ción española de J. L. Pardo en Pre-textos, Valencia,
2005].
viendo en la bellísima y desértica escritura
de Blanchot un «pensam iento del afuera»12.
En el caso de Nancy, esa apuesta por el
estilo «configura el espacio de un desbroce
del sentido»13 y es la única posibilidad de
acceso a una verdad que no sea la de las
significaciones. Un estilo que no consiste,
claro está, en «estilo» en el sentido de los
«efectos literarios» ni en el de los «ornatos
del discurso» —eso a lo que Borges se refirió
como a un asunto «acústico-decorativo»14—,
sino en la exigencia de «aguzar los estilos»15
p ara que estos sean capaces de perforar,
de «agujerear el pensam iento»: «se trata
de la recuperación de una tensión interna
de toda la filosofía que le es originaria, y

12. «La pensée du dehors», en Dits et écrits, Gaílimard,


Paris, 1994, vol. I [Elpensamiento del afuera, traducción
española de M. Arranz en Pre-Textos, Valencia, 1997],
13. Véase «Style philosophique» en Nancy, J.-L.; Le
Sens du monde, Galilée, Paris, 1993, p. 38. [El sentido
del mundo, traducción española de J. M. Casas en La
Marca, Buenos Aires, 2003].
14. Idem.
15. Nancy, J.-L.; La partición de las artes, ed. cit, p. 54.
que es la tensión m ism a entre el sentido y
la verdad»16.
El reparto de estilos, en consecuencia, es la
tarea del pensamiento en la medida en que el
pensamiento no deja de tensar el espacio entre
el sentido y la verdad. En este libro vamos a
ver cómo el «imperativo de la embriaguez» al
que se refiere Nancy en el inicio de su texto
aparece, precisamente, como el imperativo de
la verdad (para que no confundamos «la verdad
con la ejecución de un proceso»), como una
verdad imperativa que no será la de la homoiosis
o adcequatio rei et intellectus, ni la de la certeza
del cogito —ya lo hemos adelantado: en estas
páginas veremos hasta qué punto ese cogito no
existe sino ebrio y veremos de qué modo su
método se «tambalea»—, ni siquiera la de una
(des)velada aletheia, sino una verdad que se
nos impone, que nos cae encima, una verdad
que «ni se busca ni se encuentra», una verdad
«donada antes de toda donación» pero que,
sin embargo, en su «delirio báquico», en su
embriaguez, abre el sentido. Un éxtasis de
la verdad que va aparejado a la apertura del
sentido, a su venida: «la verdad sólo puede
consistir, a fin de cuentas [...], en la verdad
del sentido»17. Y la verdad que sólo consiste
en la verdad del sentido (y que aquí podría
residir precisamente en la celebérrima verdad
que está en el vino —in vino veritas—) es siem­
pre algo muy diferente de una adecuación: es
un movimiento hacia afuera, una moción y
una emoción que también franquea el corazón.
Una verdad que se da como el agua en el
discurrir de una fuente y que «no debe nada»
sino a la hospitalidad de «la garganta que la
acoge». Sujeto transform ado entonces por
metonimia en su garganta y que sólo por su
estar ahí para recibir esa verdad está dando
ya cuenta de su existencia. «Yo soy» (un «yo
soy» que pronunciado no añade nada a un
«yo soy» mudo) no enuncia sino ese don de
la existencia: «yo estoy aquí, heme aquí, esté
loco, dormido o completamente atiborrado».
Así, lo que dice la Pitia embriagada por las
emanaciones del laurel es que hay que cono­
cerse a sí mismo, por supuesto, pero no para
que el autoconocimiento constituya un acceso
privilegiado y fundamental a la verdad, sino
para tratar de averiguar en qué consiste ese «sí
mismo» que hay que conocer, puesto que no
hay en la fórmula délfica ninguna «asunción
de “sí”, ninguna empresa de identificación
de sí», sino «un abismo abierto, la indistin­
ción prometida, el río sin retorno», el saber
del no saber, es decir, saber que «yo es otro»
y en el mismo momento en que se enuncia
ese «conocimiento de sí» saberse privado de
sí (y, en esta ocasión, el español, como si de
una. chanza se tratara, ha forjado un uso en
argot que nos recuerda que «privar» es tomar
bebidas alcohólicas).
Veremos también en este libro cómo la
embriaguez le permite a Nancy dar un paso
más en su operación de «deconstrucción del
cristianismo» (de igual modo que, como es­
cribe en el prefacio para la edición española,
es tam bién una «oportunidad privilegiada
para mostrar hasta qué punto es impreciso
el concepto de “secularización”»). El pan y
el vino, las santas especies en que se alteran
el cuerpo y la sangre de Cristo, y la distinción
entre ambos, vienen en este texto a confirmar,
precisamente, el «carácter espiritual» de la san­
gre y del vino frente al carácter material del
cuerpo y del pan: la sangre está del lado de la
divinidad y el espíritu «no por casualidad da
nombre a los licores más fuertes, los espíritus
del vino o los espirituosos». Y, sin embargo, la
embriaguez habría provocado asimismo la
indistinción entre el cuerpo y el alma, entre un
cuerpo duro «sólido y sustancial» y un alma
neumática «etérea y espiritual». Bebemos y nos
derramamos por dentro una «cualidad líquida»
cuya mojadura, liquidez o «licorosidad», no es
sino el espacio de confluencia, contaminación
e intercambio entre un cuerpofluido que «fluye
de venas a arterias, circula por todas partes,
impregna y empapa las carnes, los tejidos» y
un alma líquida, «la forma de una informidad
expansiva y transvasiva, la naturaleza de una
liquidez que se adapta a los contornos que se
presentan». Todo ello no es sino otra forma
de poner en circulación aquella nota postuma
de Freud que tanto ocupó a Nancy en otro
tiempo: Psyche ist ansgedehnt.
Para que todo eso tenga lugar, hay que
beber, porque la embriaguez, finalm ente,
es «condición del espíritu», escribe Nancy,
puesto que es la que nos perm ite sentir el
«carácter absoluto» del espíritu, es decir, su
total distinción, su «separación con respecto
a todo aquello que no es el propio espíritu»
pero, al mismo tiempo, y en un gesto contrario
indiscernible de éste, ese carácter absoluto
consiste en el abandono de «la absolución de
lo absoluto» donde lo absoluto se abandona
tan absolutamente que «no nos distinguirnos
ya de ello», deseo de lo propio —«más ebrio
que lo propio, no hay nada», escribe Nancy—
que desea inocularse y fluir por nuestras
venas hasta la disolución, lo absoluto como
la irrigación que penetra a través del cuerpo
del que bebe y que así pierde su carácter
separado en el «sosiego simple y transpa­
rente» de la indistinción. Un espíritu, por
tanto, que es disolución y distinción a la vez,
menos «el soplo que la penetración», escribe
Nancy en LAdoration, que «la penetración de
una acuidad que sin distender ni deshacer la
impenetrable materia —el mundo, los cuerpos,
nuestra común presencia™ sin embargo le da
a ésta su holgura, su luz, en el sentido no de
lo que esclarece, sino de lo que sfepara, en el
sentido de un orificio abierto en el seno del
espesor compacto y común»18.
Y es también la opción metódica por el estilo,
que mencionábamos líneas más arriba, la que
en Embriaguez nos permite asimismo explicar
su danza, la danza que el texto es: el sobrio
discurso (logos que está atado a su alogon como
a las espaldas de un tigre que es él mismo)
danza por estas páginas, es más bien la danza
ebria que estas páginas escriben. Hace bailar
nombres de autor, idiomas, voces, que pasan
y que vuelven, que nos hacen bailar también
a nosotros en una fiesta, o banquete, que es
la del más riguroso pensamiento.
Baile de voces y de autores, en primer lugar,
que es la condición de posibilidad del estilo del
pensamiento, del pensamiento como estilo. Tan
imposible es decir «yo, filósofo» como decir «yo,
muerto» o «yo, miento»: imposibilidad de un
decir que no se anule en el mismo momento
de pronunciarse; inmanencia plena del decir
en lo dicho y apertura radical de éste en sí

18. Nancy, J.-L.; UAdoration (Déconstruction du christia-


nisme, 2% Galilée, Paris, 2010, p. 9.
mismo. Sólo la renuncia a la propiedad del
sentido abre el pensamiento, lo abre al estilo.
La subjetividad filosófica, tradicionalmente
salvaguardada en un espacio de alteridad
exterior al mundo, está rota desde Nietzsche
en mil pedazos —o quizás ya lo estaba en los
aforismos de Heráclito—. Embriaguez no es el
discurso de su autor, es el discurrir de esas
voces y de esos nombres, ellos mismos sin pro­
piedad, a-subjetivos: Sócrates, Hegel, Holderlin,
Baudelaire, Lowry, Eurípides, Nietzsche, Cor­
tázar, etcétera. Ninguna tesis, ninguna posición
en ninguno de ellos, pero todos dicen sólo y
necesariamente una misma verdad, verdad de
la ebriedad, ya lo hemos visto, la única (in vino
ventas), puesto que es la verdad de lo absoluto
(el movimiento de lo absoluto y el absoluto
como movimiento): la Comunicación universal
(lo absoluto «disoluto»), el universal impulso
que atraviesa todo lo existente lanzándolo
fuera de sí (-ex), la inquietante extrañeza de
lo más familiar; la absolutez de la mismidad
siempre alterada, el afuera del mundo en el
mundo. Una misma razón (la razón infinita
y sin-razón, que hay en la unidad disyuntiva
logos-alogon) es afirmada en ese baile por todos
sus danzantes, unos filósofos y otros literatos,
«todos ebrios, los poetas, sí, pero no menos
que ellos, aunque de otra manera, los filóso­
fos». Unos y otros están allí, todos ellos en su
diferencia y como diferentes, en su diferencia
idiomática y en varias lenguas: no sólo el latín
y el alemán de las distinciones semánticas
(«Saciado —saoul— proviene de satis, harto.
Satura...»; «Bei, behóren, gehorerv. pertenecer...»,
etc.), sino los idiomas de las recreaciones con­
ceptuales (a la Descartes: “Ego sum, ego existo
e br i us a la Hegel: «Das Absolute ist immer schon
bei uns und will bei uns sein. Immer schon? Wie-
so?...»), los idiomas de las traducciones citadas
(Lacoue-Labarthe traduciendo a Holderlin, los
traductores franceses de Eurípides y Nietzsche)
y, finalmente, en esta relación poco exhaustiva
que quizás se podría desgranar mucho más,
las traducciones de Nancy (Hegel, Holderlin)
y las citas no literales (el pequeño pasaje de
Cortázar, el final a la Rabelais), también con
la firma tácita del propio Nancy.
En Sócrates aquella razón única es un es­
tilo de estar en el mundo como instalado en
una infinitud en acto que es el no-saber (esa
«corriente demasiado fuerte» de que habla
Heidegger, que hace de Sócrates «el más puro
pensador de occidente»)19: Sócrates ebrio y
sobrio al mismo tiempo, iniciando un Banquete
infinito (de infinita repetición) que aún nos
convida a bailar. Y Sócrates lo hace con He-
gel (o, mejor, éste con aquél): «...haciéndonos
recuperar a Hegel, cuyo cortejo báquico se
tambalea sobre los pasos firmes de Sócrates».
Lo absoluto hegeliano «quiere estar cerca de
nosotros» (son las palabras de Hegel, recuerda
Nancy), es este mismo deseo de cercanía de
lo absolutamente lejano, «ebriedad del infini­
to» como disolución de la propiedad y de la
particularidad cosificada. Y en el mismo paso
que Hegel, Schelling y Hólderlin, celebrando
la misma orgía de la verdad. Y cerca de ellos
(«Y Hólderlin cerca de ellos»: jcasi podemos
ver la escena!), Spinoza, «ebrio de Dios».
Pero en el inicio de nuestra divagación y
al final («...para acabar: retorno a la literatu­
ra»), el baile literario. Baudelaire, cantando a
la «universal borrachera», al mismo son que

19. ¿Qué significa pensar?, traducción española de H.


Kahnemann en Nova, Buenos Aires, 1978, p. 22.
Apollinaire en sus Alcoholes, como el imperativo
categórico de la modernidad: «es menester
estar siempre borracho». Acompañado de su
coetáneo Wagner, pero también del antiguo
poeta chino Li Bai. Y hasta del mismo Jean-
Luc Nancy que por un momento se presenta
como poeta («Un pensamiento, un deseo, un
libro / una pizca de escarcha / emborracha»).
En la revelación de la divinidad del vino, Bau~
delaire está acompañado del mismo Jesucristo
(«esta es mi sangre derram ada por vosotros»),
de Verlaine, de Valéry: cuerpo y alma, una
única hidra atravesada por la ebriedad de su
«mismidad siempre alterada». Lowry acaba,
con la extensa cita de Bajo el volcan, la «...diva-
gación de ebriedad que somos», con la misma
verdad ebria de una única clave de identidad,
de nuestra identidad, disuelta universalmente:
«...en algún lugar, tal vez, en una de aquellas
botellas rotas o perdidas, en una de esas co­
pas, se hallaba, para siempre, la clave solitaria
de su identidad. ¿Cómo volver atrás y buscar
ahora, husmear entre los vidrios rotos bajo
los eternos bares, bajo los océanos?»
Pero, a pesar de la declaración del propio
autor antes del texto de Lowry que acaba con
esa cita, la «larga divagación de ebriedad» no
acaba ahí. Sigue repitiéndose en un remolino
(« Wirbel»), en que el texto de Nancy se retoma
a sí mismo pero no del todo igual sino con
pequeñas variantes, lagunas, añadidos, ínfimos
matices que enfatizan más aún el carácter di­
ferencial que tiene toda repetición: lo que se
repite no es lo idéntico sino lo diferente, y se
repite infinitamente. El baile de las voces y
los nombres se ve duplicado o enredado ahora
en este otro baile que, sin embargo, sigue el
mismo son, de los matices, los énfasis y las
diferencias... de lo mismo. Las nuevas apari­
ciones vienen de ningún sitio (y van también
a ningún sitio), inesperadamente surgen del
hueco entre la prim era divagación y su remo­
lino posterior. Algunas de ellas introducen el
pequeño giro de la reflexión: la ironía infinita
de la Sátira Menipea de la virtud del Catolicón de
España, que se ríe de sí misma; la «relación
absoluta con lo absoluto, dice K.[Kierkegaard]».
O un énfasis en la reiteración y la vuelta de
sí: «Yo puesto a distancia de mi mismidad sin
poder convertirme en otro y abandonarme
completamente»; «...hasta la confusión. Gozo,
se dice, pero es más aún, porque el gozo se
pierde más allá de sí, pero aquí todo vuelve
en sí, se reúne, se colma y se harta hasta el
agotamiento». O la descripción detallada,
enumerativa, repetitiva, del desbordamiento
del cuerpo, y la pregunta, inmediatamente
respondida, acerca de cómo lo más propio es
no tener siquiera un camino.
Junto a los anteriores diferendos, el traza­
do final de este remolino en lo que parece la
sugerencia de una experiencia desnuda, sea
la experiencia mítica o ritual de arrebato y
celebración, sea su prolongación o simulación
(«...cuya voz resuena...») por el lirismo poético
y hasta la vivacidad de la imagen escénica:
La referencia, primero, a los genios bara-jile,
maestros de la cerveza en la tradición dogón
y, con ella, de la ebriedad, «...del lenguaje, los
arrebatos y las injurias»; seguida de la extensa
cita del canto dionisíaco que se nos invita a
los lectores a escuchar en vivo, de la boca del
propio Baco, después de habernos lanzado un
abrupto «¡Cállate!» que introduce el cortante
silencio en el texto (marcado con una línea
de puntos): «Pero, escucha, escucha después
de haber oído el peán délfico, escúchalo a él».
Después, la resonancia meramente literaria de
estos entusiasmos en los inspirados poemas de
Chénier, Nietzsche, Hólderlin, seguramente
del propio Nancy («El suntuoso, rugiente,
chorreante espectáculo del cortejo báquico.,.»),
cantando a Baco-Dionisos; y finalmente en las
muy fugaces escenas narrativas, casi imágenes
cinematográficas, de Las Ménades, de Cortázar,
de La gaviota^ de Chéjov y de Crimen y Castigo,
de Dostoievski.
La larga y ebria divagación de la ebriedad
sólo llega a su final cuando encuentra la so­
bria referencia del «Envío» con que se cierra
el libro, dirigido directamente al lector. Tres
piezas en esta sección postal final: un brindis
a la m anera de Gargantúa a nuestra salud,
lectores; y acompañando al brindis, dos pistas
sobre la corporalidad del sentido que circula
por la voz que en ellas habla y por la propia
materialidad de estas páginas: el pequeño y algo
inconexo poema (probablemente del propio
autor) donde el texto mismo excribe la lucidez
extrema alcanzada sólo en el máximo delirio
y extravío de quien habla; y la doble cita de
A la recherche..., de Proust, en las que se deja
entrever (se sugiere: «corriente subterránea
de sentido» lo llamaría E. A. Poe) la doble
puntualidad —finitud infinitamente finita—,
temporal y espacial, de esta divagación, que es
Embriaguez: el poder de trastornar sólo dura el
tiempo que dura la embriaguez; el frasco que
contiene la bebida embriagadora, finalmente,
es el paradójico lugar donde la ebriedad se
excede a sí misma. Como el frasco, la ebria
divagación de la ebriedad se cierra sin más
mediación que el punto final, la página en
blanco y la devolución del libro a su opacidad
de cosa.

Cristina Rodríguez Marciel


Javier de la Higuera Espín
Marzo de 2014
Cuando se dan ciertos júbilos, explica Santa
Teresa de Avila, «anda el alma como uno que
ha bebido mucho».
La embriaguez se consideró sagrada en la
mayor parte de los cultos y de las conductas
místicas, entusiastas en el sentido propio de la
palabra: poseídas por el elemento divino \divin]
—que, por una agradable casualidad, rima en
francés con «del vino» [du vin] (los traductores
encontrarán un equivalente preciso1)—.

1. En español, claro está, «divino» también rima con


«vino» (cuando Teresa de Avila se refiere al cuarto
grado de oración —a la oración de unión—, en El libro
de la Vida, hace uso, precisamente, de esa rima para
decir que el alma se emborracha y gusta de «aquel
vino divino» en que consiste la oración. Sin embar­
go, puesto que Nancy incluye en la rima el artículo
contracto «du» que hace que «didin » y «du vin» sean
en francés dos expresiones idénticamente homófonas,
no podemos en nuestra lengua llegar a tal grado de
homofonía [n. de los t.].
Se nos ofrece así una oportunidad privi­
legiada para mostrar hasta qué punto es im­
preciso el concepto de «secularización»: pues
si nos proponemos considerar la embriaguez
como algo desprovisto de divinidad, no pode­
mos sin embargo dejar de constatar que no
ha perdido nada en absoluto de su carácter
divino. Ya esté ebria de «vino, de poesía o
de virtud», como dice Baudelaire, o lo esté
«de mujeres y de pintura» como lo estaba
Seung-up, el alma arrebatada por la sustancia
que absorbe, o en la que la propia alma se
anega, deja raram ente de llamar «divino» a
ese apasionamiento.
Que en ese estado la divinidad pueda consi­
derarse alternativamente demoníaca o angélica,
hiposa o delicada, contribuye a acentuar ese
paso al límite en el que lo sagrado necesaria­
mente se divide en blanco y negro, en derecha
e izquierda, fasto y nefasto. La embriaguez
entra en contacto con la exaltación y con la
borrachería, con el hechizo y con la soülographie
(qué palabra tan extraña es esa en francés,
formada como una houtade para consignar por
escrito la borrachera o para referirse al arte
de escribir en estado de ebriedad —¿y qué
harán aquí los traductores?2™), con el ángel y
con la bestia habría podido decir Pascal, que
prescribía «titubead, tropezad y embriagaos,
pero no por una embriaguez de vino, trope­
zad, pero no por embriaguez», estando como

2. Recogiendo el guante, hacemos lo que hemos


aprendido del propio Nancy: «Soberano es el traduc­
tor que decide suspender la traducción indicando la
palabra del original. E igual de soberano es el que va
más allá y decide una solución por “equivalencia”,
como solemos decir, o por perífrasis, por analogía o
mediante cualquier otro procedimiento. Pero su deci­
sión consiste también en abandonar el orden propio
de la significación (si es que hay uno) por otro orden,
el del sentido en el sentido en que cada lengua es un
mundo de sentidos y en el que la traducción salta de
un mundo a otro mundo mediante guiños, sin ins­
trumentos ni vías de paso» («D ’un Wink divin » en La
Déclosion (Deconstruction du christianisme, 1), Paris, Galilée,
2005, p. 159. Remitimos a este hermosísimo texto en
el que Nancy esboza algo así como una teoría de la
traducción. Una solución por «equivalencia» podría ser,
en este caso, aventurando un neologismo en nuestra
lengua, «borrachilería», por ejemplo, asumiendo el
riesgo que supone hacer uso de un neologismo para
una palabra de uso familiar y habitual en francés. Los
diccionarios franceses definen el término «soülographie»
estaba él mismo despistado, titubeando entre
ebriedad y sobriedad de espíritu.
Ebriedad y sobriedad se oponen como el
estado de quien ha vaciado la botella y el de
quien ni siquiera la ha tocado (puesto que el
sobrio no es, como solemos entenderlo, aquel
que bebe moderadamente, sino literalmente
aquel que no bebe en absoluto). Pues no pro­
barla en absoluto puede llevar a beber hasta
la saciedad («á plus soif», como decimos en
francés) licores espirituales, tan divinos como
la sangre de Cristo y las emanaciones de la
Pitia. De lo espiritual a lo espirituoso no hay
más que un matiz.
Por ese motivo la filosofía no ha dejado ja­
más de beber, a pesar de todas las apariencias
que debía mantener para responder a una idea
común de la sabiduría o del conocimiento. Pero
ser filósofo consiste precisamente en saber que
sophia y sed son el mismo pensamiento.

como «hábito de beber», no obstante, algunos diccio­


narios de argot lo definen como el «arte de hacer de
la borrachera un oficio». De ahí nuestra propuesta [n.
de los t.j.
Y mis dos traductores españoles, Cristina y
Javier, son filósofos.

Jean-Luc Nancy
Marzo de 2014
Es menester estar siempre borracho. Todo
se reduce a eso: es lo único importan­
te. Para no sentir el horrible fardo del
Tiempo, que os destroza los hombros y os
encorva hacia la tierra, es menester que
os emborrachéis sin tregua. Sí, y ¿de qué?
De vino, de poesía o de virtud, a vuestro
antojo. Pero embriagaos.

(En estos términos se expresa Baudelaire


—quizás lo sabemos ya más que de sobra—,
pero, de una vez por todas, ¿por qué impo­
ner ese precepto como exergo de la moder­
nidad? ¿Por qué es menester un imperativo
de la embriaguez salvo porque se la supone
perdida, olvidada, agotada...? Pues porque el
«fardo del tiempo» se experimenta como tal,
cuando el tiempo podría ser la cadencia de
la embriaguez, el ritmo de los impulsos y de
los sopores, de los placeres, de las locuras y
del sosiego que le proporcionan su atractivo
al regreso de las borracheras...)
Recorrerá un camino vacilante,
tambaleante método
que tiene tentaciones de dar un paso atrás
hacia una iluminación más originaria,
una borrachera de revelación
o de indistinción entre el mundo
y mi conmocionado yo [Vémoi]

Dieciséis siglos antes que Baudelaire, Li Bai


escribió en su Canción del reino de Wei:

¿Cómo expulsar la pena que nos oprime?


El vino, sólo el vino tiene el poder de hacerlo.

Al mismo tiempo que Baudelaire, Wagner:

En el total suspiro
De la respiración del mundo
Embriagarse
~~Abismarse—
Sin consciencia
—Supremo deleite—
Cuando se nos anuncia un discurso sobre
la embriaguez, podemos esperarnos ver surgir
bien un análisis paciente de los caracteres
propios de este estado y de sus significados (el
entusiasmo, lo dionisíaco, la fiesta, etcétera),
o bien una exaltación fogosa del exceso, del
extravío, del transporte. Un discurso sobrio o
un discurso ebrio. Es eso lo que esperamos,
temerosos o esperanzados. Despejarnos o em­
borracharnos. Casi podríamos pensar: razón
o pasión, filosofía o poesía.

Sin embargo, es la filosofía la que dice que


«lo verdadero es el delirio báquico en el que
no hay un solo miembro que no esté borracho»
aunque, añade Hegel, eso mismo verdadero
es «el sosiego simple y transparente». Pero ese
sosiego es tal por efecto de la embriaguez,
porque, precisa el texto, «cada uno de los
miembros, distinguiéndose de los demás, se
disuelve también inmediatamente».

(Al igual que Hegel, Schelling también con­


memora la bacanal de la verdad y, Holderlin,
su aorgía. Se trata de un potente recuerdo
que es común a los tres amigos del Stift, es su
bautismo mutuo en una edad nueva. Pudimos
oírles inventar himnos al cabaret). Cualquier
distinción, cualquier separación queda abolida,
igual que el encaje mallarmeano, «en la duda
del juego supremo».

La duda suspendida entre la distinción y la


disolución, entre las figuras claras y el embaru-
llamiento, la confusión, el magma —¿es realidad
o sueño, locura o sentido común?—podría ser
el método correcto: el genio maligno estaría
hecho de alcohol pero, aun engañándome cuan-
to él quisiera, no puede negar que íqy, puesto
que bebo o creo beber cualquiera que sea el
licor de que se trate. Ego sum, ego existo ebrius.

Ese juego, el de lo verdadero, tiene como


regla que lo distinto, lo determinado, lo sepa­
rado —el individuo, la consciencia, el punto
de cruz, el punto de cadeneta™ pierda su dife­
rencia en la nítida redecilla del encaje, encaje
que se distingue con dificultad del fondo del
terciopelo o de la seda que engalana.

A quien, distinguiéndose con dificultad, le


gusta sentir que penetra en ese fondo de ter­
ciopelo, de arena o de cieno, le gusta sentirse
también penetrado por ese fondo. Penetrado
el individuo, penetrada la consciencia; eso que
siente, en definitiva, que no es ni individuo
ni consciencia, sino un animal, un demonio,
una melancolía, un frenesí.

***

De ese modo, filosofía se embriaga de poesía


¿o es más bien lo contrario?

Esa cogorza, o ese banquete, tiene lugar


desde que existen una y otra.

Antes existieron los trances, los desvaneci­


mientos por licores sagrados. Ahora bien, el
primer oficio divino que tiene lugar no es la
embriaguez, hace falta también que dios se
confunda entre el que bebe y lo que es bebi­
do. También es necesario que se anulen los
repartos entre los dioses y los mundos,

se anulen y se vuelvan a representar


en la duda
el juego
el abandono de los proyectos y de las
proyecciones,
la presentación de un presente.

Un presente en el que se habla de eros y


de belleza, sin deberle nada a nadie sino a
ambos, eros y belleza, Alcibíades y Diotima,
el excitado y la seductora.

ik k k

Sócrates, me diréis, no se emborracha. Por


la mañana se marcha sin tambalearse, habien­
do bebido más que nadie. Su embriaguez, en
realidad, precede a las demás. Su embriaguez
es inmemorial: «{Conócete a ti mismo!» —ahí
tenemos el abismo abierto, la indistinción
prometida, el río sin retorno—. El oráculo le
ha abierto de par en par las puertas de hierro
del no saber. El oráculo de Apolo, la propia
Pitia está ya borracha por las emanaciones
del laurel.

De laurel a cicuta y de sacerdotisa a sa­


cerdotisa, Sócrates es, por sí solo, un cortejo
dionisíaco. Sabe perfectamente que ese «a ti
mismo» es lo otro y lo infinito. Pero no en
fuga ni con mayúsculas: no, aquí mismo y
ahora, lo mismo en su mismísima y más in­
tensa extenuación.

De Delfos a M antinea es necesario, por


supuesto, que admitam os que Sócrates es
también poeta, ese perspicaz rival, al mismo
tiempo, de Homero y de Parménides. Y de
Pitágoras, el muy sobrio.

***

Poesía, por tanto, y filosofía, los dos deseos


de embriaguez, o bien, las dos borracheras.

Pero, ¿cuál se ha bebido a la otra? Pues


para embriagarse hay que beber. El poeta
pudo ordenarnos que nos emborrachásemos
«de vino, de poesía o de virtud, a nuestro
antojo», y, sin embargo, es tanto más cierto
que debemos comprender cómo se beben la
poesía o la virtud.

Ahora bien, la poesía y la virtud se beben,


por supuesto, de igual modo que podemos
bebemos las palabras de alguien. ¿Qué es pues
beber? Decimos que el papel secante se bebe
la tinta o bien que la sal se bebe el vino
derramado, rojo, sobre el mantel. Beber es
absorber. El alimento, para poder asimilarse,
primero debe ingerirse, después, digerirse.
La bebida, por el contrario, parece más bien
que se expande inmediatamente a través del
cuerpo. Es una impregnación, una irrigación,
una difusión y una infusión. Si existe un do­
ble simbolismo del pan y del vino —que el
cristianismo heredó de cultos más antiguos,
dionisíacos, afrodisíacos— es debido a una
doble valencia, una, sólida y substancial, la
otra, líquida y espiritual.

Como lo revela la transubstanciación cris­


tiana (verdaderamente o de m anera figurada:
en este punto ya no distinguimos), el pan y
el vino son el cuerpo y la sangre. La distin­
ción entre «cuerpo» y «sangre» confirma el
carácter espiritual de la sangre. Circulando a
través de todo el cuerpo, y dándole la vida,
el flujo sanguíneo es principio y vector antes
que sustancia y organismo.
Diferencia entre las palabras de Jesús: «Esto
es mi cuerpo entregado por vosotros. [...] Esto
es mi sangre derramada por vosotros, la sangre
de la alianza [...]. Os digo que no beberé más
el vino de la vid hasta el día en que lo beba
de nuevo con vosotros en el reino de Dios».

A la sangre se le da un trato diferente, mu­


cho más solemne. La sangre ‘es la alianza y es,
expresamente, el vino divino. La sangre es «la
preciosa agua» del sacrificio azteca alrededor
de la cual rondan los cuatrocientos dioses de
la embriaguez, hijos del agave y del pulque.

Divinidad del vino, espíritu del vino, otro


reino, otro lugar hallado en el fondo de

La honesta copa en la que ríe un poco


[del olvido divino.

Como dice Verlaine en un poema que se


term ina con «el cáliz y la hostia».

El espíritu o el alma del vino es no obstante


el propio vino: es ese prisionero de la botella
que se dirige al hombre, ese otro prisionero.
En Baudelaire también:

Una tarde, el alma del vino cantaba


[en las botellas:
Hombre, hacia ti me afano, ¡oh, querido
[desheredado!,
En mi prisión de cristal y mis lacres
[bermellones,
Un canto lleno de luz y de fra­
ternidad.

La sangre no es estrictamente hablando


ni siquiera alma, que es forma y moción del
cuerpo, sino espíritu, que es aliento impalpable
que atraviesa el cuerpo sin insertarse en él. El
espíritu, como es sabido, no por casualidad da
nombre a los licores más fuertes, los espíritus
del vino o los espirituosos, a cuya fabricación se
dirigen una fermentación o una destilación,
procesos destinados a desprender una esencia,
es decir, la verdad pura, ideal y sensata de
una substancia concreta, opaca y sensible. El
espíritu o el licor, la liquidez o la licorosidad
del espíritu no representan sino la sensibilidad
de lo insensible, la exquisita sensualidad del
Sentido puro: verdad, transcendencia, divini­
dad, revelación, éxtasis.

Podemos decir así que hay un capital es­


piritual en cualquier bebida dotada con un
mínimo de valor o de sentido distinto del
de la función saciante: con eso es con lo que
constituimos un símbolo cuando brindamos,
cuando brindamos por la salud de alguien,
cuando levantamos la copa, cuando bebe­
mos en la misma copa o cuando rompemos
ritualmente un vaso. Del mismo modo, ese
capital se da a través de las figuras míticas o
legendarias de todos los tipos de néctar y de
otras bebidas divinas derramadas en otras
tantas copas, cálices y griales, jarras sagradas
que manifiestan doblemente la excelencia de la
bebida: por la naturaleza preciosa de la jarra
que la recoge, la contiene y la presenta a los
labios, tanto como por el contenido místico
del brebaje.

El brebaje divino es al mismo tiempo el que


está reservado a los dioses, que es su secreto,
y el que se les ofrece. Es decir, la sangre: la
sangre sacrificial (la cual, en varios aspectos,
se asoció a la de las mujeres fecundas, do­
nadoras de vida) es propiamente la bebida
de los dioses, siendo ya espíritu divino en el
cuerpo del hombre o del animal. El carácter
de efusión y de infusión propio de la bebida
conlleva sus efectos divinos. Al mismo tiem­
po, los dioses se desparraman, se derram an
o brotan, y el flujo, el raudal y el chorro son
divinos por sí mismos.

La embriaguez porta el legado del sacrificio:


la comunicación, a través del fluido y a través
de su desparramamiento, con lo sacrum, la
excepción, el exceso, el afuera, lo prohibido,
lo divino. La embriaguez sería, en definitiva,
el éxito de un sacrificio cuya víctima sería el
propio sacrificador. En el límite en el que el
sacrificador de todos los sacrificios perm a­
nece intacto Bataille reconocía, finalmente,
un carácter cómico. Sin duda, la borrachera
es a su vez cómica puesto que el beodo no
desaparece en ella completamente, y regresa
de la borrachera triste, desilusionado, a veces,
desengañado de la propia borrachera.
De la misma manera: el estricto rechazo de la
embriaguez no deja de manifestar un rechazo,
incluso una ignorancia de la existencia y de
la proximidad de un afuera y de una ruptura
del dique por donde todo eso puede discurrir.

Divinas deus (Bataille): «Decidí beber y vivir


asi Toda la vida».

Lo que llamamos «cuerpo» no es más sim­


plemente sólido que etéreo lo que llamamos
«alma». Son el uno para la otra, el uno en la
otra —la forma por todas partes extendida,
expandida, y la palpitación infinita de su
mismidad siempre alterada—

Hidra absoluta, ebria de tu carne azul [...]


Que te muerdes la resplandeciente cola
En un. tumulto parecido al silencio,

(el mar, sí, siempre se trata del mar que


vuelve a encontrar su vigor en nosotros, la
marejada donde se agita el abismo, la mar
vinosa del hombre de los mil recursos y que
no acaba de regresar a sí).

El cuerpo es fluido y gaseoso tanto como


sólido. Es gaseoso en el intercambio rítmico
de la respiración, de las aletas de la nariz a los
bronquios hay un incesante intercambio de lo
impalpable con lo impalpable —el aliento, la
infra-ligera [inframince] suspensión en el más
volátil estado de la sustancia (la naturaleza, la
cosa, lo real)— En el seno de este intercambio,
el cuerpo es fluido, fluye de venas a arterias,
circula por todas partes, impregna y empapa
las carnes, los tejidos.

A lo cual se añaden tantos humores, tantas


secreciones, linfas, sueros, sinovias, bilis co­
loreadas, espermas, salivas, menstruos, líqui­
dos de deseo o de drenaje. El cuerpo es un
campo de distribución y una red de fuentes,
una arroyada, un abrevadero, una marisma,
una bomba, una maquinaria de turbinas y
de compuertas cuyo trabajo mantiene la vida
por completo en la humedad, es decir, en el
pasaje, la permeabilidad, el desplazamiento,
la flotación, la natación y el baño. No es so­
lamente en el mismo río donde Heráclito no
se baña dos veces, es en el mismo cuerpo. El
cuerpo no es jamás el propio cuerpo sin es­
tar ya anegado de extrañeza, chorreando por
nuevas mojaduras.

La forma del cuerpo —el alma por tanto, la


psyché extendida en cada punto de su ser-ahí—no
es solamente la de una estatua, aunque fuese
móvil y sensible. Es una forma mucho más
compleja y mucho menos perfilada, la forma
de una informalidad expansiva y transvasiva,
la naturaleza de una liquidez que se adapta a
los contornos que se presentan. Cada cuerpo,
por supuesto, retiene el flujo de todas sus clases
de aguas y aceites que no están destinados a
derramarse. Pero en su relativa clausura —
siempre relativa, siempre abierta en propicios
orificios— el cuerpo no deja de manar en sí.

• k - k 'k

Beber se entrega a esta irrigación, a esta


inundación. La acción de beber —el sorbo,
el trago, la succión, beber a lengüetazos— no
apaga la sed más que desparramando por den­
tro esta cualidad líquida que comienza por la
capacidad de pasar por sí misma, sin otra ley
que la de la simple gravedad y sin trabajo de
masticación, al sistema (lo mantenido-conjunto)
que en ese mismo momento la acción de beber
impregna y humecta de m anera que desde el
vientre se irradian al conjunto el propio con­
tacto, el sabor, la fragancia y el espíritu de la
bebida —ya sea agua, vino, leche o cerveza—.

De ese modo el trago sigue al sorbo: la boca


abierta y un poco hacia atrás, la lengua que al
mismo tiempo saborea y guía el sorbo, pasadas
las mejillas y los dientes, hasta el gaznate don­
de se vierte plenamente, deslizándose hacia la
panza en donde levanta un frescor o un calor
cargado de efluvios y de aromas, de especias y
de jugos. Pero lo que arrastra todo ese levanta­
miento, esa efervescencia de frutas aplastadas
es también otra cosa: es el movimiento mismo
del levantamiento, es el arrebato o la punzada
de una pulsación que se manifiesta viniendo
de más lejos y yendo más lejos que ninguna
delectación sensible: es lo sublime del sentido,
el más allá que corre por las venas, lo que en
definitiva llamamos el espíritu.
La embriaguez expresa y exprime [exprime]
en el sentido más apremiante [pressant] de la
palabra —familia de la prensa, del exprimidor
[pressoir/, de la presión [pression]— el jugo que
se transm ite por los líquidos absorbidos.
Extrae, exuda, destila, es decir, concentra,
calienta, evapora y sublima. Lo sublimado
es el espíritu, lo impalpable, lo inmaterial.
Es la inspiración, es el aliento, está fuera de
lugar, fuera de tiempo, presente concentrado
en sí y que llamamos presencia de espíritu: toque
vivo instantáneo de una verdad revelada. La
embriaguez revela —es decir, que la embria­
guez se revela, se revela a sí misma y no un
secreto— Se revela como impulso y auge del
espíritu: entusiasmo, entrada en la casa de los
dioses, desbordamiento del saber, derrama­
miento efusivo de gracia. La embriaguez es
condición del espíritu, permite que se sienta
su carácter absoluto, es decir, su separación
con respecto a todo aquello que no es el pro­
pio espíritu —todo lo que está condicionado,
determinado, relativo, encadenado—. La em­
briaguez es por sí misma la absolutización, el
desencadenamiento, la ascensión libre hasta el
afuera del mundo. La embriaguez es el goce:
es la identidad dada en el abandono al afan
que deshace lo idéntico, el cuerpo resumido
en su espasmo, en arrebatarle un suspiro o
un destello, exclamación entre lágrima y lava.

Gozar tiene lugar en ese otro lugar de lo


absoluto, en ese a-parte de todo, que no está
en ninguna parte. Surge en ese suspenso que
una sacudida retira de toda atadura, de toda
continuidad, dejando expresar al cuerpo lo
absoluto mismo: empujarlo, presionarlo hacia
afuera, fuera de todo y fuera de sí mismo.
Pero ese afuera se manifiesta como verdadero:
la embriaguez es esta verdad, este sabor tan
cierto de verdad que tienen las presencias que
se eclipsan en su venida.

Nada que ver, por tanto —para ser precisos—


con un fantasma, un delirio de enajenación
en la posesión de una absolutidad, de una
soberanía o de una divinidad. Ni posesión
de, ni posesión por...; sino lo que no tiene
lugar, el derram amiento del lugar mismo: lo
«absoluto» no es nada más (lo absoluto no
«es») que lo disoluto, lo disuelto, lo expan­
dido afuera.
Presencias que se eclipsan en un trance,
una danza, una cadencia.

Como debe ser, la caída libre tiene que ver


con todo esto. En el mismo punto de absoluto
en que se disuelven toda exterioridad y toda
interioridad, ahí se produce también el exceso.

Tenemos la costumbre de encarar el exceso


como movimiento, transgresión, franqueamien­
to, salto e impulso. Ahora bien, el exceso está
tanto, o incluso más, en un suspenso, en una
detención, en una estasis, porque de hecho no
nos excedemos, no salimos de lo posible, lo
imposible es un deslumbramiento y un estre­
mecimiento, no un movimiento proseguido. Y
ocurre de ese modo en toda embriaguez, en todo
placer. El exceso es un acceso —a lo inaccesi­
ble—. El exceso accede verdaderamente —pero
es lo inaccesible a lo que el exceso (no) llega—.
Su deslumbramiento, su trance, su sacudida es
propiamente su absolutidad; al mismo tiempo
alcanzada y remitida a su desapego absoluto.
Sin embargo, el exceso tal como lo hemos
oído llegar hasta aquí nos ha evocado otra
cosa ™a saber, al embriagado, más que la
embriaguez—. No es tan íacil separarlos o dis­
tinguirlos. No hay que apresurarse a separar
un buen uso y un mal uso de la embriaguez.
Hay borrachería en la más sublime embria­
guez: la borrachería, es decir, la dependencia
y la decadencia.

En realidad, no es fácil establecer en este


punto la diferencia entre la dependencia y la
liberación, la pesadez y la ligereza, la decli­
nación y la sublimidad. No es iacil separar la
tristeza o la cólera vinosa de la alegría dioni-
síaca que engrandece a quien la experimenta.

Spinoza: la alegría es el paso de una per­


fección menor a una más grande; y es pre­
cisamente el infinito «perfeccionamiento» el
que constituye el movimiento de lo absoluto,
hacia lo absoluto.
Spinoza, «ebrio de Dios», Gott trunken, decía
Goethe, retomado por Novaiis o Schelling.

Spinoza bebió, absorbió la sustancia —la


cosa, la naturaleza, Dios—, se dejó absorber,
inundar, irrigar, impregnar.
Y Holderlin cerca de ellos:

Y de un dios tonante nos llega la


[alegría del vino1

ic-k'Je

Apollinaire:

Escuchad mis cantos de universal


[borrachera.

Línea o verso que llega al final de «Vendi­


miado», el último de los poemas de Alcoholes,

1. « Et c’est du dieu tonnant que vient la joie du


vin», Brot und Wein, traducido del alemán al francés
por Philippe Lacoue-Labarthe.
de donde vale la pena extraer, para leerla
aquí, toda una parte del último movimiento;
pues, después de todo, nada expresa mejor la
embriaguez que aquella de la que están hechos
los poemas, hechos o deshechos, desligados,
desenlazados.

El universo concentrado por completo en este


[vino
Que contenía los mares los animales las plantas
Las ciudades los destinos y los astros que
[cantan
Los hombres arrodillados en la orilla del cielo
Y la dócil espada nuestra fiel compañera
El fuego que hay que amar como nos amamos a
[nosotros mismos
Todos los altivos difuntos que son uno dentro
[de mi cabeza
El relámpago que brilla como un pensamiento
[que nace
Todos los nombres de seis en seis los
[números uno a uno
Kilos de papel doblados como banderolas
Y aquellos que sabrán blanquear nuestras
[osamentas
Los buenos versos inmortales que se aburren de
[paciencia
Ejércitos dispuestos para la batalla
Bosques de crucifijos y mis lacustres moradas
Muy cerca de los ojos de aquella que amo tanto
Las flores que de las bocas salen gritando
Y todo eso que no sé decir
Todo eso que jamás conoceré
Todo aquello todo aquello en ese vino puro
[transformado
Del que París tenía sed
Me fue entonces presentado

Acciones bellas jornadas sueños terribles


Vegetación Acoplamientos músicas eternas
Movimientos Adoraciones dolor divino
Mundos que os parecéis y que os parecéis a
[nosotros
Os he bebido y no he sido saciado

Pero desde entonces conocí qué sabor tiene


[el universo

Ebrio estoy de haber bebido todo el universo


sobre el muelle donde veía la onda fluir y
[dormir las balandras
Escuchadme soy el gaznate de París
Y si me place me beberé otra vez el universo
Escuchad mis cantos de universal borrachera
Y la noche de septiembre se consumía
[lentamente
Se apagaban en el Sena las señales luminosas
[de los puentes
Morían las estrellas y apenas nacía la mañana

Todos ebrios, los poetas, sí, pero no menos


que ellos, aunque de otra manera, los filósofos:
quizás incluso y sobre todo para recuperar y
repetir a Sócrates, como no deja de repetirlo
una filosofía de entrada embriagada de él.

Sí, embriagada, ahíta de demasiado saber,


de no-saber, de virtud, de dominio, de diálogo,
de comadrona, y sin embargo transportada,
excitada, extraviada...

Toda la filosofía en la repetición borracha


de un asombroso bebedor que permanece
dueño de sí y que, de esta manera, entra en
una más alta ebriedad.
Porque él «nos gana a todos cuando se trata
de beber, pero nadie le ha visto jamás borra­
cho» {Banquete, 214a), como dice Alcibíades en
el Banquete; él sin embargo no deja de estar
ebrio de conciencia, de no-saber y de saber
tan verdadero que nos produce vértigo, ebrio
de Ideas de contorno tan puro que quedamos
deslumbrados por él, desconcertados, ebrio
también o desde el comienzo del arrebato de
Eros, que quiere arrastrar los bellos cuerpos
hasta su belleza reunida en «la divina belleza
en sí, en su forma única» (Banquete, 21 le). Él,
Sócrates, de quien Alcibíades sólo se decidirá
a narrar su historia verdadera bajo el efecto
del vino —de ese mismo vino que Sócrates
bebe ante él sin embriagarse™ recordando
para empezar que «el vino y los niños dicen
la verdad» (i b í d 217e).2

2. La traducción española de M. Martínez (Gredos,


Madrid, 2000, p. 273) dice «si, en primer lugar, según
el dicho, el vino, sin niños y con niños, no fuera
veraz...». Parece, señala el traductor, que Alcibíades
mezcla dos proverbios: «vino y verdad» y «el vino y
los niños dicen la verdad».
La verdad del vino y de los niños es una
verdad que no se busca ni se encuentra, que
no se prueba ni se establece: es una verdad
donada, enteramente donada, donada antes
de toda donación. No remontamos corriente
arriba a buscarla. Se da como discurriría de
una fuente, y así es como se puede beber
poesía o virtud: en la fuente, en la botella, en
una corriente que no debe nada sino a la gar­
ganta que la acoge. Poesía o virtud, imagen o
música, pensamiento, emoción: beber significa
absorber, convertirse en esponja.

Es lo que no deja de ocurrir, si consideramos


cuán a menudo se suspende la preocupación
sin que nos demos cuenta, en provecho de
ausencias minúsculas, sobrecogimientos, arre­
batos en un momento que pasa, un sabor, un
perfume, un afecto o un concepto. Minúsculas
ebriedades, infinitesimales, evanescentes, no
menos existentes pero que el encubrimiento
nos disimula, siempre recomenzado, encubri­
miento que es causado por la preocupación,
el proyecto, la acción, todo lo que confunde
la verdad con la ejecución de un proceso.
Un pensamiento, un deseo, un libro,
Una pizca de escarcha
Emborracha.

La verdad, la absoluta verdad: la separa­


da, distinta de todo —mezclada con todo y
con todos como el rasgo distintivo de la dis­
tinción misma—. La que ya conocemos, que
reconocemos sin vacilar en la ebriedad —no
como las necedades a las que abre la puerta
la ebriedad, sino como la ebriedad misma,
como la embriaguez—.

Así, haciéndonos recuperar a Hegel, cuyo


cortejo báquico se tambalea sobre los pasos
firmes de Sócrates.

Lo absoluto es lo separado, lo distinto. No


solamente lo desligado o lo destacado —solu-
tum—, sino lo completamente aparte —ab—, lo
retirado y replegado en sí, culminado para sí,
lo perfecto —perfectum—, acabado, completo,
totalmente efectuado en y para sí. Girando so­
bre sí infinitamente, volviendo hacia su centro
vertiginosamente y así, muy exactamente así,
viniendo cerca de mí, arremolinándose alrededor
y en lo más cerca de mi pesada inmovilidad.

Así es la embriaguez: nace y no se acaba.

Mir wirbelt der Kopf Heifit es, das Absolute sei


im Wirbel, bei mir ? Oder sei vielleicht der Wirbel
selbst ? Vielleicht dir Trunkenheit und der Wein,
vielleicht in Wein aufgelóst, das Dissolutum des
Absolutum?

«La cabeza me da vueltas. ¿Eso quiere decir


que lo absoluto estaría cerca de mí en ese ma­
reo?, ¿o que lo absoluto srería propiamente el
vértigo?, ¿quizás disuelto en el vino, dissolutum
de lo absolutum?»

«Lo absoluto quiere estar cerca de nosotros»:


son las palabras de Hegel. Lo quiere, lo desea.
Ahí está ya, está ahí desde siempre, y lo desea
aún, Estando cerca, desea aproximarse. Lo
próximo es deseo de estar próximo, no está
entonces próximo sin aproximarse más. Sin fin.
Lo absoluto es ese deseo, ese vértigo de deseo
infinito. Es el remolino, el desvanecimiento, el
deslumbramiento del deseo tendido hacia la
más próxima proximidad, hacia la extremidad,
hacia el exceso de lo próximo que en su exceso
se escapa más cerca que cerca, infinitamente
cerca, por tanto, siempre infinitesimalmente
lejos. Siempre más perfectamente cerca.

Ningún delirio, ninguna pretensión al decir


que lo absoluto quiere estar junto a nosotros:
es sólo que lo sabemos, que lo sentimos y que
eso no tiene nada que ver con una paranoia
de omnipotencia. No se trata de potencia sino
de evidencia (¿quién es capaz de entender así
ego sum> ego existo?, no hay ninguna asunción
de «sí», ninguna empresa de identificación de
sí. Eso significa simplemente: yo estoy aquí,
heme aquí, esté loco, dormido o completamente
atiborrado. Estoy aquí. Nadie puede dudarlo).
No es importante, no es algo fundamental: es
sólo que no podemos hacer nada contra eso.
Sino decir que «yo es otro», pero eso yo lo sé
también justam ente al decir ego sum.
Perfekt, perfecto, pleno, íntegro, incondicio­
nal. No dependiente de nada, sin tener ninguna
dependencia. Perfectamente lleno de sí mismo,
saturado, colmado, saciado. Selbstbesoffen. Sujeto
embriagado de sí.

Saciado proviene de satis, harto. Satura es


materia abundante; mezcla de frutas y ver­
duras, y mezcla de metros y géneros, genero
mezclado, sátira, miscelánea, sujeto comple­
tamente mezclado consigo, embrollado en sí,
conciencia obstruida, inconsciencia intempe­
rante, incontinente.

Saturación separada de todo y que se ríe


de todo, pero que lo visita todo, que interpela
a todas y a todos, en todas partes intrusa y
en todas partes en su casa, cogiéndome por
el brazo, por la cintura, abrazándome, enla­
zándome. Absoluta mezcla de lo absoluto,
combate de lo separado con lo destacado,
confusión de distinciones.

A cada paso esta saturación me acompaña y


me frecuenta, me roza y me envuelve, plenitud
cumplida que de un lado me deja en falta de
ella y herido, mutilado, yo mismo separado
de su separación perfecta —pero por mi se­
paración misma (yo solo, frágil, amputado,
turbado, perdido) yo participo en la suya y
soy penetrado por ella— ¡y aquí está conmigo,
esta separación soy yo, yo mismo separado,
absolutamente! Y de otro lado (pero creo que
es el mismo, es el mismo, que veo doble) esta
saturación me colma, devolviéndome a ella,
aproximándome a ella que se aproxima a mí,
haciendo de mí nada más que el deseo de
ella, su deseo de estar conmigo y mi deseo
de estar cerca de ella, nuestro deseo como
aproximación a lo más próximo y vértigo de
lo infinitamente cercano.

Derivada de lo próximo, cuanto más se


aproxima, más se aleja de aquello de lo que
la proximidad encierra promesa: del al lado
mismo, del bei, de ese «en», ese «en el domi­
cilio, en la casa, en el hogar, en la intimidad,
en la propiedad, en la pertenencia, en la de­
pendencia y la familiaridad».
(La propiedad, lo propio, lo que es propia­
mente por sí, en sí y para sí, sabemos cuánto
vacila ello, cuánto se desliza ello fuera de sí,
cuánto ello escapa. Más ebrio que lo propio,
no hay nada. Sin embargo, hay que contentarse
con ello, hay que servirse de ello —sobriamente,
por supuesto—.)

Bei, behoren, gehoren\ pertenecer, depender


de, ser propio de. Lo absoluto nos pertenece,
nos es propio, habita en nuestra casa, es de
nuestra domesticidad, de nuestra jurisdicción,
de nuestro fuero interno. Y lo absoluto quiere
serlo. Y es su querer, es su deseo pertenecemos.

¿Cómo no estaría yo en cada instante


atravesado por ese deseo; no sólo el afan de
estar desapegado, de ser absuelto de todo
lazo y saciado de mi desapego, colmado de
desligamiento, sino el deseo mismo como
desapego, como absolución y disolución de las
ataduras, como ebriedad del infinito? ¿Cómo
no estaría ebrio el infinito y cómo podría yo
no embriagarme?
Rausch, Geráusch, murmullo, rugido del viento
del espíritu. Ebriedad, ebrietas, copa vaciada y
sentidos inundados. Derramamiento de vasos
desbordados al azar. Bebida, getrdnke, trinken,
getmnken, bebido, betrunken, afectado por la
bebida. Afectado, penetrado, ahogado en el
arrebato aéreo o líquido, en el desbordamiento
de lo cumplido, en el sobrante de lo pleno.

¿Cómo podría no desbordarse la plenitud?


¿Cómo podría la perfección no pasar por
encima de lo perfecto? Cuando se dice que
la copa está llena, es que ya se desborda. El
francés vulgar dice «étre plein» (en español,
«va hasta arriba») por «estar ebrio». Se dice
también: «estar atiborrado». O tra vez: ¿cómo
discernir la ebriedad de la borrachería?

Lo separado, ab-solutum, lo desligado, lo


independiente, dependen de mí. He aquí por
qué nos embriagamos el uno al otro.

Lo independiente depende de mí. No


depende, entonces, sino que más bien yo de­
pendo de esta independencia que su infinita
proximidad me apropia como más propia de
mí que ninguna propiedad posible.

Propiedad imposible, propiedad de lo im­


posible. Yo lo poseo, me posee. Lo desligado
me liga, su ligazón me desliga. Soy absoluto,
absuelto, separado, desatado, liberado de mis
faltas, de mis pecados, de mis ataduras, de
mis tareas.

Ego te absolvo: yo te absuelvo, te absolutizo, te


separo de toda deuda, dependencia, incluso de
tu independencia, porque aquí estás atrapado
en mi dependencia absoluta.

La cabeza me da vueltas, me tambaleo, me


arremolino, me voy a pique.

Besoffen, lleno, atiborrado: saufen es el beber


de los animales, es dar lengüetadas, chupar,
atracarse de zumo —Saft—, de Suppe, de soma o
de néctar de los dioses y, como ellos, abrevar
en las fuentes de los cielos, aspirar, bombear
la savia del mundo. Suchen, estar en la Sucht,
en la necesidad malsana —siech—.
Larga enferm edad de lo absoluto, lleno
como un odre y desbordante, cerca de noso­
tros, derrumbándose y derramándose, absoluto
soluble en su propio líquido, en su liquidez
—Flüssigkeit~ fluidez y fuga, disolución per­
manente donde se arremolina y se abandona
la absolución de lo absoluto. Se abandona
absolutamente, tan cerca de nosotros que no
nos distinguimos ya de ello, lo absolutamente
distinto. Nosotros mismos separados de todo,
fuera del mundo y de nosotros, a punto de
vomitar hasta echar el corazón por la boca,
el corazón y el pensamiento derramados, di­
sueltos, absolutamente cumplidos.

Immer schon perfekt, vollendet -bei uns wie ohne


uns.

Para acabar, puesto que es necesario fingir


[que acabamos,
es necesario dormirse o divagar más allá,
de esta larga divagación de ebriedad
que somos
pensando, escribiendo, recitando,
a través de ficciones y veridicciones,
nuestra alegría, nuestro extravío,
para acabar: retorno a la literatura,

y ese texto de Malcolm Lowry —en Bajo el


volcán— esa novela que tanto le gustaba a
Philippe y que él me hizo beber:

El Cónsul bajó al fin los ojos. ¿Cuántas botellas


desde entonces? ¿En cuántos vasos, en cuántas botellas
se había escondido, solo, desde entonces? De pronto
las vio, botellas de aguardiente, anís, jerez, Highland
Queen, las copas, una babel de copas - que ascendía
como el humo del tren aquel día- construida hasta
el cielo y que luego se derrumbaba y los vasos se
volcaban y rompíanse y rodaban cuesta abajo por la
pendiente de los Jardines del Generalife, las botellas
se quebraban, botellas de oporto, tinto, blanco, botellas
de Pernod, Oxygenée, ajenjo, botellas que se hacían
añicos, botellas desechadas que caían con golpe seco
en los terrenos de losjardines, bajo las bancas, camas,
butacas de cine, ocultas en cajones de los consulados,
botellas de Calvados que al caer rompíanse o se hacían
añicos, las que caían en montones de basura, las que
eran arrojadas al mar, al Mediterráneo, al Caspio,
al Caribe, botellas que flotaban en el océano, escoce­
ses muertos en las montañas del Atlántico, y ahora
las veía, las olía a todas ellas, desde el principio:
botellas, botellas, botellas y copas, copas, copas, de
amargo Dubonnet o de Falstajf, Rye, Johnny Walker,
Vieux Whiskey blanc Canadien, aperitivos, digestivos,
demis, los dobles, los noch ein Herr Obers, los et glas
Araks, tusen taks, las botellas, las hermosas botellas
de tequila y las ollas, ollas, ollas, los millones de
ollas de hermoso mezcal... El Cónsul permaneció sen­
tado completamente inmóvil Su conciencia resonaba
apagada por el estrépito del agua. Golpeaba y gemía
con la brisa espasmódica en torno a la armazón de
madera de la casa, amontonaba, con los nubarrones de
tempestad que se veían de, las ventanas por encima de
los árboles, sus atalayas. ¿ Cómo podía encontrarse a
sí mismo, comenzar de nuevo, cuando, en algún lugar,
tal vez, en una de aquellas botellas rotas o perdidas,
en una de esas copas, se hallaba, para siempre, la
clave solitaria de su identidad? ¿Cómo volver atrás
y buscar ahora, husmear entre los vidrios rotos bajo
los eternos bares, bajo los océanosP8

3. M. Lowry, Bajo el volcán, Era, M éxico, 1974, tra­


ducción de Raúl Ortiz y Ortiz, pp. 387-389.
WIRBEL

Das Absolute ist immer schon bei uns und will


bei uns sein.

Immer schon? Wieso? Und beiganz nach, wo


denn genau? Bei uns? Bei wem denn? Und will
es? Warum? Wozu? Uns wie solí denn das Absolute
wollen? Wie Konte es nicht an sich bleiben?Absolut
sein heifit doch, an und in sich getrennt, zurückgezogen
zu bleiben? Heifit bleiben, nicht bei sein. Heifit denn
das Absolute nicht, was es heifit? Ist das moglich?
Ist das denkbar? Darf es sein?

¿Por qué no?

Lo absoluto es lo separado, lo distinto. No


solamente lo desligado o lo destacado -solu-
tum—, sino lo completamente aparte —ab—, lo
retirado y replegado en si, culminado para sí,
lo perfecto —perfectum—, acabado, completo,
totalmente efectuado en y para sí. Girando so­
bre sí infinitamente, volviendo hacia su centro
vertiginosamente y así, muy exactamente así,
viniendo cerca de mí, arremolinándose alrededor
y en lo más cerca de mi pesada inmovilidad.
Mir wirbelt der kopf. Heifit es, das Absolute sei im
Wirbel, bei mir ? Oder sei vielleicht der Wirbel selbst ?
Vielleicht dir Trunkenheit und der Wein, vielleicht
in Wein aufgelost, das Dissolutum des Absolutum?

Lo absoluto quiere estar cerca de nosotros.


Lo quiere, lo desea. Ahí está ya, está ahí des­
de siempre, y lo desea aún. Estando cerca,
desea aproximarse. Lo próximo es deseo de
estar próximo, no está entonces próximo sin
aproximarse más. Sin fin.

Lo absoluto es ese deseo, ese vértigo de deseo


infinito. Es el remolino, el desvanecimiento, el
deslumbramiento del deseo tendido hacia la
más próxima proximidad, hacia la extremidad,
hacia el exceso de lo próximo que en su exceso
se escapa más cerca que cerca, infinitamente
cerca, por tanto, siempre infinitesimalmente
lejos. Siempre más perfectamente cerca.

** *
Perfekt, perfecto, pleno, acabado, terminado,
íntegro, integral, cumplido, incondicional.
No dependiendo de nada más que de sí, no
teniendo ninguna dependencia, reposando
sobre sí mismo: substantia. Perfectamente lle­
no de sí mismo, saturado, colmado, saciado.
Selbstbesoffen. Sujeto embriagado de sí. Nada
puede ya ocurrirle, ningún accidente.

Saciado proviene de satis, harto. Satura


es m ateria abundante; mezcla de frutas y
verduras, y mezcla de metros y géneros, gé­
nero mezclado, sátira, misceláneas, sujeto
completamente mezclado consigo, riéndose
de sí, satírico, embrollado en sí, conciencia
obstruida, inconsciencia intemperante, incon­
tinente. Ironía infinita de lo que se ríe de sí
como Menipo: la Sátira menipea de la virtud del
catolicón de España y del cuidado de los estados de
París... «Pero yo estimo que el nombre viene
de los griegos, que ponían sobre los patíbulos
en las fiestas públicas a unos hombres vestidos
de Sátiros que fingían ser semidioses lascivos
y juguetones por entre los bosques.»4

4, Satyre Menipée de la vertu du catholkon d ’Espaigne et de


la tenue des estats de París: a Vaquelle est ajoüté un discours
sur Vinterpretation du mot de Higuiero del infierno & qui en
est rauteur, Ratisbona, Herederos de Mathias Kerner,
1711, p. 225 (accesible en Google Books: http://books.
Saturación separada de todo y que se ríe
de todo, pero que lo visita todo, inspectora
escéptica que interpela a todo el mundo, en
todas partes intrusa y en todas en su casa,
cogiéndome por el brazo, por la cintura, abra­
zándome, enlazándome, desprendiéndose de
mí, volviéndome a coger. Absoluta mezcla de
lo absoluto, combate de lo separado con lo
destacado, confusión de distinciones. Relación
absoluta con lo absoluto, dice K.

A cada paso esta saturación me acompaña


y me frecuenta, me roza y me envuelve, pleni­
tud cumplida que de un lado me deja en falta
de ella y herido, mutilado, yo mismo separa­
do de su separación perfecta —pero por mi
separación misma (yo solo, frágil, amputado,
turbado, perdido) yo participo en la suya y soy
penetrado por ella—;y aquí está conmigo, esta
separación soy yo, yo mismo separado, absolu­
tamente! Yo puesto a distancia de mi mismidad
sin poder convertirme en otro y abandonarme

googíe.es/books?id~JkJhPsDMi7QC&printsec=frontco
ver&hl=es#v=onepage&q&f=false)
completamente. Y de otro lado (pero creo que
es el mismo, es el mismo, que veo doble) esta
saturación me colma, devolviéndome a ella,
aproximándome a ella que se aproxima a mí,
haciendo de mí nada más que el deseo de ella,
su deseo de estar conmigo y mi deseo de estar
cerca de ella, nuestro deseo como aproximación
a lo más próximo y vértigo de lo infinitamente
cercano hasta la confusión. Gozo, se dice, pero
es más aún, porque el gozo se pierde más allá
de sí pero aquí todo vuelve en sí, se reúne, se
colma y se harta hasta el agotamiento.

***
¿Cómo no estaría yo en cada instante
atravesado por ese deseo; no sólo el aían de
estar desapegado, de ser absuelto de todo
lazo y saciado de mi absolución, colmado
de desligamiento, sino el deseo mismo como
desapego, como absolución y disolución de las
ataduras, como ebriedad del infinito? ¿Cómo
no estaría ebrio el infinito y cómo podría yo
no embriagarme, no infinitizarme? ¿Qué dices?
¿que eso sólo será una vez muerto? ¿Dices la
verdad? ¿qué verdad? In vino mortis veritas in
vino veritatis mors, mors stupebit.
Rausch, Geráusch, murmullo, rugido del viento
del espíritu. Ebriedad, ebrietas, copa vaciada y
sentidos inundados. Derramamiento de vasos
desbordados al azar. Bebida, getrdnke, trinken,
getrunken, bebido, betrunken, afectado por la
bebida. Afectado, penetrado, ahogado en el
arrebato aéreo o líquido, en el desbordamiento
de lo cumplido, en el sobrante de lo pleno.

¿Cómo podría no desbordarse la plenitud?


¿Cómo podría la perfección no pasar por alto
lo perfecto? Cuando se dice que la copa está
llena, es que ya se desborda.

¿Cómo es líquido el cuerpo? ¿No lo es por


toda su agua, por su sangre, por su linfa, por
sus líquidos genitales, sus lágrimas, sus aceites
esenciales, sus humores de bilis o de sinovia?
¿No se derram a el cuerpo en cuanto que no
tiene que ocuparse de alguna necesidad? En
cuanto que rebosa, rebosa de su propia marea.
Lo separado, ab-solutum, lo desligado, lo in­
dependiente está en mi dependencia. He aquí
por qué nos embriagamos y nos inundamos
el uno al otro.

Lo independiente depende de mí. No


depende, entonces, sino que más bien yo de­
pendo de esta independencia que su infinita
proximidad me apropia como más propia de
mí que ninguna propiedad posible. jEvohé!

Propiedad imposible, propiedad de lo im­


posible. Yo lo poseo, me posee. Lo desligado
me liga, su ligazón me desliga. Soy absoluto,
absuelto, separado, desatado, liberado de mis
faltas, de mis pecados, de mis ataduras y de
mis tareas.

¿Qué es propio? ¿Quién me es propio? de


ser susceptible de estar invadido, de titubear,
de no seguir mi camino o incluso de no tener
uno: he aquí lo que me es más propio que
ninguna otra marca supuestamente distinta.

La cabeza me da vueltas, me tambaleo, me


arremolino, me voy a pique.
Immer schon perfekt, vollendet -bei uns mié ohne
uns.

En la tradición dogón, la fabricación de la


cerveza fue enseñada a los hombres por los
genios bara-jile. Pero estos genios son ambiguos:
quieren bien y mal a los hombres. Con la cer­
veza, han entregado la ebriedad, con la ebrie­
dad, entregan al mismo tiempo los rituales del
reparto de la bebida y del lenguaje, así como
la posibilidad de los arrebatos y de las injurias.

jCállate!

Pero, escucha, escucha después de haber


oído el peán délfico, escúchalo a él:

¡He aquí a nuestro jefe Bromio, evohé!


¡Brota del suelo leche, brota vino, brota néctar
de abejas! ¡Hay un vaho como de incienso de
Siria! El Bacante que alta sostiene la roja
llama de su antorcha, marca el compás con su
tirso, impele a la carrera y alas danzas a las
errantes mujeres excitándolas con sus alaridos,
mientras lanza al aire puro su desmelenada
cabellera. En medio de los gritos de evohé
responde este bramido:

¡Venid bacantes! ¡Venid bacantes! Con la


suntuosidad del Tmolo de áureas corrientes
cantad a Dioniso, al son de los panderos de
sordo retumbo, festejando con gritos de ¡evohé!
al dios del evohé, entre los gritosy aclamaciones
frigias, al tiempo que la sagrada flauta de
loto melodiosa modula sus sagradas tonadas,
en acompañamiento para las que acuden al
monte, al monte. Alborozada entonces, como la
potranca junto a su madre en el prado, avanza
su pierna de raudo paso en brincos la bacante.
(Entra el viejo augur Tiresias, con la nébride,
el tirso y la corona de yedra, solo y ciego.).5

jOh, los gritos y los cantos, las danzas, las


trepidaciones! ¡Oh, las celebraciones que se
ofrece a sí mismo este dios vociferante, aulla­
dor, cuya voz resuena a la vez en la queja y

5. Eurípides, Bacantes, traducción de Carlos García


Gual en Biblioteca Clásica Gredos, Madrid, 2000, pp.
277-8.
en la alegría!, cuya voz resuena en la escena
de Eurípides el trágico, del idilio de Teócrito,
de Chénier, que no pudo acabar:

Ven ¡oh divino Baco! !oh inmortal Tioneo!


¡Oh Dioniso, Evio, Yaco y Lieo!
Ven, como en otro tiempo apareciste,
En los desiertos de Naxos,
Cuando tu voz tranquilizaba a la hija de
Minos...

de Nietzsche ante el crucificado:

Nicht lange durstest du noch,


verbranntes Herz!
Verheifiung ist in der Luft,
aus unbekannten Mündern bldst mich’s an,
-die grofie Kühle kommt...

«¡Pronto dejarás de estar sediento, corazón


abrasado! Hay un presagio en el aire, soplos
me llegan de bocas desconocidas: viene un
gran frescor6...»
...y la música desencadenada en la escena
de las Ménades de Cortazar...

Sin duda, en el extremo de la ebriedad


No se revela nada sino la ebriedad misma.
¿Qué es esta nada?, ¿qué cosa, qué desastre?

Holderlin:

Del Indo llega el joven Baco,


Con el vino sagrado sacando a los pueblos del
sueño;
¡Oh, vosotros también, poetas, despertad voso­
tros también!

El suntuoso, rugiente, chorreante espectáculo


del cortejo báquico,
donde se grita el nombre de Baco, el
sonoro, el declamante,

6. F. Nietzsche, Dionysos-Dithyramben, «Die Sonne sinkt»


[Ditirambos de Dionysos, «El sol se pone», traducción de
Rafael Gutiérrez Girardot, El Ancora Editores, Bogotá,
1995].
todo ese espectáculo engendra el
espectáculo entero,
la ebriedad de mostrarse y de
verse haciéndose ver,
mismo aturdimiento,
vértigo de parecer y de ofrecer a la
vista,
de hacer brotar el afuera,
no estando ya más que muy fuera de sí
el insolente surgimiento

Así habla en La gaviota Nina Mijailovna:

Ahora soy una verdadera actriz, represento


mis papeles con inmenso placer..., con entusias­
mo. ¡En escena se apodera de mí como una
embriaguez, y me siento realmente maravillosaP

O bien, o bien la joven


atrapada en la bebida
que Raskolnikov quisiera socorrer.

7. A. Chéjov, La gaviota , traducción de Manuel de


la Escalera, Unidad Editorial, Madrid, 1999, p. 95.
ENVÍO

¡Príncipe y muy ilustres bebedores!,


Bebed a mi salud y yo haré otro tanto,

El tiempo que os sea dado vivir,


Que sea el tiempo, eternamente ebrio,
En el que estéis sometidos a los
[torbellinos de los mundos.

ebrio lúcido como vaso vacío


clara presencia una existencia pura
que desaparece en su aparición
nada más que un relámpago entre dos
nubes
donde mi lucidez no existiría si
mi delirio fuese menos grande
y estuviese menos grandemente
[extraviado
«Desgraciadamente, el coeficiente que así
trastorna los valores sólo tiene poder durante
unas horas de embriaguez.» (Combray.)*

«Bien sé que se me objetará la vieja muletilla


de Augier: “¡Qué importa el frasco, con tal
que se emborrache uno!” Puede que Roberto
haya conseguido la borrachera, pero la verdad
es que no ha dado prueba de buen gusto al
escoger el frasco.» (El mundo de Guermantesf

8. M. Proust, En busca del tiempo perdido 2. A la sombra


de las muchachas en flo r , traducción de Pedro Salinas,
Alianza Editorial, Madrid, 1995, p. 446.
9. M. Proust, En busca del tiempo perdido 3. E l mundo
de Guermantes, traducción de Pedro Salinas y José
María Quiroga Plá, Alianza Editorial, Madrid, 1995,
pp. 260-261.
Introducción: «Beber desata la lengua
{in vino disertus)».................................................................. 7

Prefacio a la edición española..................................... 33

Embriaguez ...................... ...................................................39

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