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BAJO PERICLES
ATENAS
GEORGES GRAMMAT
Un lugar,
unos hombres,
una historia
En la misma colección:
Un paraje de cazadores prehistóricos,
Rouffignac
por Louis-René Nougier y Véronique Ageorges
Una ciudad fortificada en la Edad de Hierro,
Biskupin
por Grégoire Soberski
La ciudad griega bajo Pericles,
Atenas
por Georges Grammat
Una aldea en la Edad Media,
Luttrell
por Sheila Sancha
Una fortaleza en tiempo de las cruzadas,
el Crac de los Caballeros
por Phillippe Brochard
LA CIUDAD GRIEGA
BAJO PERICLES
ATENAS
GEORGES GRAMMAT
EDICIONES MENSAJERO
En nuestros días está aconteciendo un hecho curioso. Al par que la televi
sión y el cine impulsan a la mente de la juventud a descubrir el mundo
por medio de la imagen, la facilidad de cara a los viajes les hace factible
a no pocos de nuestros hijos el acudir a contemplar in situ aquello que
en otro tiempo sólo se aprendía mediante el libro y los textos.
Gracias al avión, los descubrimientos de los arqueólogos en cualquier lu
gar del globo quedan al alcance de su mano. Los mármoles del Partenón
se encuentran a menos de tres horas de vuelo de Madrid o París. Se cuen
tan por millares los turistas que cruzan cada año los Propileos, testigos ex
celsos y conmovedores del siglo de Pericles. Pero es menester aprender a
desentrañar su significado. La realidad 110 impresiona sino cuando uno es
capaz de interpretarla, y, si se trata de piedras vetustas, cuando uno está
en condiciones de volver a conferirles vida. La presente obra quiere ser un
intento de preparación del joven viajero para este ejercicio de la mente.
Una vez iniciado, podrá trasponer a otro ámbito el fruto de la presente
experiencia; ámbito nuevo que muy bien puede ser Delfos, Olimpia o De
los, por no hablar más que de Grecia. Ahora bien, antes que nada es pre
ciso que escuche cuanto le dice este paraje privilegiado del helenismo que
es la Acrópolis.
Por la época en que culmina la construcción del Partenón, brilla en todo
su esplendor la civilización ateniense, que había iniciado su desarrollo en
el siglo precedente. Distintas circunstancias económicas y políticas vienen
a colaborar en semejante expansión. El desarrollo del puerto del Pireo, la
explotación de las minas argentíferas de Laurión y de las canteras del
Pentélico proporcionan a las arcas y a la belleza de Atenas una contribu
ción sin precedentes. Los progresos de la democracia y la formación del
imperio crean las condiciones políticas idóneas para que la literatura y las
artes encuentren un terreno propicio para ver la luz. Atenas es casi el úni
co lugar de aquel tiempo en el que un pueblo libre y noble, apoyándose
tan sólo en las instituciones que se ha dado a sí mismo y en la fe en los
dioses protectores de la ciudad, forja por propia cuenta su destino.
Los atenienses son aficionados a las cosas del espíritu y al respeto para con
los valores intelectuales; por tal motivo, su ciudad atrae a los artistas y fi
lósofos. Se encuentra abierta al mundo, cuyos productos recibe a través de
sus puertos; resulta acogedora para los extranjeros. Su república no es
austera, ni severa, y deja lugar a la más amplia gama de diversiones: fies
tas religiosas, certámenes y representaciones dramáticas se van sucediendo
a lo largo de todo el año. En Atenas se respira cierto aroma de libertad
hasta en la misma vida cotidiana. La «tolerancia en las relaciones priva
das» es una de las peculiaridades de las que se jactan los oradores que ha
blan en nombre del pueblo. Nos encontramos, pues, ante un clima propi
cio para la creación artística y la reflexión filosófica.
De la eclosión que dentro de este ambiente se origina son buena prueba
las múltiples obras maestras que han llegado hasta nosotros, el Partenón
no pasa de ser una de tantas. Goza de la particularidad de un estilo en
el que no cesarán de inspirarse los siglos futuros: el amor por la belleza
dentro de la sencillez.
Al iniciarnos en la vida de cada día de los atenienses de esta época, nos
dispondremos para comprender los restos de un pasado tan prestigioso
como el que descubriremos en nuestros museos o, mejor aún, visitando
Grecia. Todo ello supuso un momento esplendoroso por demás breve den
tro de la historia humana, un equilibrio frágil. La inminente guerra se
cierne ya en el horizonte. Razón tuvo Georges Grammat al proyectar tan
siniestra sombra sobre los mármoles apenas esculpidos por el cincel del ar
tista y todavía relucientes de blancura en el Partenón.
Raúl Baladié
profesor emérito de Universidad
NO, YO NO AMO A GRECIA
No, yo no amo a Grecia, ese pequeño país monta de un proyecto referente a la ciudad de Pericles.
ñoso, recubierto de olivos, ruinas y matorrales, en La idea me interesó; con todo, mi partida hacia la
ú que el omnipotente Zeus, inducido por su mali capital helénica, armado con mis útiles de fotogra
cia, decidió bañarme con toda el agua del cielo du fía, mis lapiceros y pinceles, la hice de mala gana.
rante los tres días que pasé entre las estelas funera Pero allí velaba Atena, diosa de la sabiduría y pro
rias del Cerámico. tectora de la ciudad. Y he aquí que me sentí acogi
No, yo no amo a Grecia, esa tierra hospitalaria en do por un pueblo cuya lengua y espíritu se mantie
la que todo el mundo parece feliz a pesar de las nen perfectamente, a pesar de las vicisitudes, desde
preocupaciones, pero en la que un ateniense quis hace casi tres mil años. De pronto se alzó ante mí,
quilloso aseveró que yo hablaba la lengua de Ho sobre un desnudo peñón, el glorioso esqueleto,
mero con acento de Constantinopla. No, yo no emocionante y dorado, del Partenón. En ese mo
amo a Grecia... La adoro. Y, sin embargo... por es mento, se produjo el milagro. En un instante, la
pacio de veinte años, a la sombra de La Bastilla luz brilló sobre mí. Me sedujo la búsqueda de do
que me viera nacer, estuve contemplando la Acró cumentos, la escalada sobre vetustas piedras, las vi
polis a través de mi ventana. Por espacio de veinte sitas a los museos y las peregrinaciones a las fuen
años, comí, cené y dormí junto con Hermes, Hér tes. Me interesó Hermes, el mensajero de los dioses.
cules y Hera. Por espacio de veinte años me estuvo Gracias a éstos, pude también yo encontrar ayuda.
prohibido expresarme en francés dentro del domi Raúl Baladié, profesor emérito de Universidad
cilio familiar, en memoria de la tierra de unos an — que es quien se ha dignado prologar este li
tepasados a los que nunca había conocido. bro—, consintió en trazar rayas en mi ejemplar
El día en que cumplí los once años, mi padre me con lápiz rojo. Los conservadores de museo me
hizo toda una disertación acerca de los orígenes, la acogieron con benevolencia y Jacques Lacarrière
civilización y la perennidad del glorioso pueblo he me inspiró con sus obras. Pronto de la punta de mi
leno, concluyendo con. estas palabras: lapicero brotó la Atenas de Pericles, esa esplendo
Hijo mío, jamás olvides el siglo de Pericles. rosa ciudad del siglo V a. G.
Constituyó un momento privilegiado para la con El testimonio del antedicho amor puede antojársele
ciencia humana. a alguno desmañado e incompleto. Me gustaría
concluir con estas líneas del gran poeta Georges
¡Bah — repliqué— , Grecia en la actualidad es Seféris, premio Nobel de Literatura: «Recuerdo a
ya algo Periclitado! Una bofetada magistral san un griego inculto del siglo X I X , Makrixannis, pas
cionó mi ocurrencia. tor de oficio, que luchó en favor de la independen
-Sábete que, en el momento presente, los griegos cia de Grecia. A sus soldados, que intentaban ven
están defendiendo con ardor el suelo sagrado, en der unas cuantas estatuas a unos europeos, les dijo:
proporción de uno contra diez, frente a las hordas Aunque'os dieren 1.000 ó 10.000 táleros, no con
hitlerianas. sintáis jamás que semejantes estatuas salgan de
Iracundo, me sumí en el Egipto antiguo. Bien nuestro país. Precisamente por estas cosas es por lo
pronto ¡Ramsés II, las pirámides y los jeroglíficos que hemos combatido.» Y Seféris debió añadir:
(¡palabra griega!) dejaron de tener secretos para «Quien así hablaba no era un erudito, sino un
m!·1 ¡Al diablo los griegos! Pasaron los años... En conductor de hombres con su cuerpo cubierto de
rni interior no anidaba más que desprecio para con cicatrices. Quince compañías de académicos super-
•os expertos, humanistas y demás entusiastas del cargados de oro no valen tanto como las palabras
país de Zeus. Un buen día, cierto editor me habló de este hombre.»
Una mañana en El Pireo
Por Zeus, sobre el navio a punto de zarpar para nues
tra colonia de Thurii, se abre para mí, Licas, el anti
guo esclavo, una nueva vida. Jamás me ha resultado
tan transparente el cielo azul del Atica, ni tan luminoso
el aire como en este amanecer de Hecatombeón. Eso
no obstante, mi ánimo está lleno de tristeza ante el pen
samiento de abandonar mi preciosa ciudad.
Los marineros atienden solícitos a las jarcias. Se alza un
viento que hincha las velas. Aparece una trirreme de
la guardia marina. Sigo con la mirada la doble hilera
de fortificaciones que se extiende entre Atenas y su
puerto, El Pireo. Allá abajo brilla la Acrópolis, rodeada
por el Parnés, guarida de osos y jabalíes, el Himeto en
que liban las abejas y el Pentélico con sus canteras de
mármol. La estatua de Atena Enoplios se yergue allí,
dominando los monumentos consagrados a los dioses.
Un rayo de sol hace brillar el airón de su casco, y seme
jante brillo traspasa mi alma. Nunca jamás sentiré yo la
alegría de los marineros a la vista de ese reflejo que sa
luda su regreso.
El navio se desliza mar adentro. Lloro cuanto abando
no, así como a mi antiguo amo, Estipandro, sepultado
en el cementerio del Cerámico. Saco de mis alforjas
una tablilla de cera que me proporcionó Heródoto,
nuestro afamado viajero, con ocasión del banquete de
mi despedida. Alabando mi deseo de conocer mundo,
me aconsejó que me asentara en Thurii. Sobre la cera
de mi tablilla, voy a ir grabando los acontecimientos de
estos últimos días, y se los dedicaré a Atena, la diosa
protectora de nuestra ciudad.
Los funerales de Estipandro
Una vez muerto tú, mi buen amo, ¿quién será capaz de
consolarme? Hace quince años, tú me adquiriste de en
tre un grupo de tracios presentados en el Agora. Me
acogiste dentro de tu familia, derramando sobre mi ca
beza higos, nueces y golosinas. Me diste un nombre, Li-
( cas. Más tarde decidiste hacer de mí un médico. Con
J todo, a pesar de las ventosas, ungüentos y pociones que
te apliqué, la enfermedad te arrebató. Pero, ¡por Asele-
pió!, ello no fue obstáculo para que me libertaras an
tes de sucumbir.
La pasada madrugada te cerré los ojos. Una vez hecho
eso, las mujeres lavaron tu cuerpo con esencias aromáti
cas antes de vestirte de blanco. Luego fuiste rodeado de
bandas, envuelto en una mortaja y expuesto, con el ros
tro descubierto, frente a la puerta. Deposité unas cuan
tas rosas en torno a tu cabeza, así como un recipiente
con agua lustral cerca de la entrada, agua que purifica
rá a los visitantes de un hogar mancillado por la muer
te. Te velaron las mujeres: unas se lamentaban dándose
golpes de pecho, en tanto que otras ahuyentaban las
moscas a golpes de abanico. Una joven sirvienta derra
mó cenizas sobre su cabellera. Tus hijos palmeaban
fuerte mano contra mano. Por gracia de los dioses, no
reinó el menor silencio en torno a tus despojos. Una vez
concluidas las libaciones de costumbre, y en medio de
la noche para no manchar los rayos del sol, tu séquito
funerario partió a través de las calles del pueblo hacia el
cementerio del Cerámico.
Tu hija, al frente del cortejo, portaba el vaso de las li
baciones. Luego venía la carreta que llevaba tus restos,
seguida por tus cinco hijos. Por lo que a mí se refiere,
iba delante de las mujeres. Más atrás las mujeres, con
sus oboes, acompañaban el treno que íbamos salmo
diando.
Te aguardaba la fosa en la que había sido enterrado tu
padre. Tu viuda colocó una serie de platos y estatuillas
alrededor de tu cuerpo. A mí me correspondió depositar
junto a tu cabeza el óbolo para Caronte. Por fin, luego
de las postreras libaciones, todo el mundo partió a pre
pararse para el banquete funerario. En cuanto a mí, me
detuve ante la tumba del Sabio Solón, que nos legó y
nuestras leyes. Lamenté el que no hubiera sido enterra-^
do dentro de las murallas de la ciudad, como correspon
día a un héroe.
A lo lejos, cantó un gallo.
Volvía por la Vía Sacra, la que suele seguir la procesión
Vuelta a la ciudad de las Panateneas. Los carros del cortejo se habían
congregado ya junto a la puerta Dipilón. Perdido entre
la multitud de campesinos, me dediqué a escucharlos.
Algunos de ellos, aquéllos cuyas muías transportaban
aceite, vino y aves, mostraban su preocupación por la
venta de sus productos. Otros, los gruesos habitantes de
la Beoda, daban la sensación de encontrarse más tran
quilos: su caza y sus pescados agradan a los atenienses,
que aprecian de manera muy especial las anguilas del
lago Copais. A mi lado, dos criadores de gallos estaban
echando sus cálculos sobre los beneficios que podrían
conseguir de las apuestas cruzadas sobre sus aves. ¡Qué
pasión tan lamentable por el juego! Se me adelantó, en
silencio, un grupo de esclavos, así como el meteco
Etéocles, fabricante de lámparas de arcilla, quien alzó
la mano a guisa de saludo.
Crucé unas cuantas palabras con Cleotos, que tiempo
atrás había pagado mis atenciones con ajo y cebollas.
Tres puercos de Megara, bien rollizos, correteaban de
lante de mí. Allá lejos, en el Agora, los chacineros afila
ban ya sus cuchillos.
En el Agora
El Agora era un hervidero. M e dispuse a callejear a lo
largo de las sombreadas alamedas, sobre las que se apre
tujaban las tiendas de los mercaderes, no pocas de ellas
recubiertas de cañas y de una pieza de paño, en otras
ocasiones compuestas, simplemente, por una estera colo-
ç ' I cada bajo un quitasol. Saboreé un poco de miel, aspiré
un perfume, acaricié un tapiz y me entretuve con la dis
cusión que se traía un pescadero con su cliente. Este,
que era un hoplita, sacó, por fin, una moneda de su
bolsa y se la tendió al vendedor, antes de alejarse con
- J un trozo de atún en su casco. Un noble anciano, por su
parte, se indignaba ante el precio que tenían las sardi
nas. Un poco más lejos, un inspector controlaba los se
llos de garantía colocados sobre las ánforas de vino:
Faso, Lesbos, Quíos... Un cambista de moneda dormi
taba delante de su mostrador, pero — ¡prudente él!— lo 'H- r
íacía con un solo ojo, ¡por Hermes!
De pronto, llega a mí el grito de una bestia degollada.
\l instante, los compradores se precipitan hacia el car
nicero. Un olor a entrañas humeantes cosquilleó mis na
rices. Con el barbero, discutían tres ciudadanos. Una
nuchacha, ataviada con un vestido color azafrán, se es
aba probando unas sandalias. Sus dos sirvientas rebus
caban en un puesto repleto de objetos: espejos de bron-
;e, cintas, lapiceros para los ojos, albayalde, eléboro, re-,
iecillas, fimbrias, cosméticos, rizadores de pelo... ¡y
todavía me quedo corto! ¡Qué cantidad de cosas para
Donerse bellas!
El mercado de esclavos
Pasando por delante de las coronas de mirto para las
exequias, me dispuse a sentarme a la sombra de un plá
tano, Mientras me echaba sobre el hombro un faldón de
la capa, contemplé un espacio, que en ese momento es
taba vacío, pero que, una vez al mes, por la luna nueva,
solía convertirse en un hervidero: el mercado de esclavos.
Sí, lo recuerdo muy bien. Allí nos manteníamos en pie
tracios, frigios, lidios y otros bárbaros, sobre unos tabla
dos, vigilados por un arquero escita.
Había algunos compradores que hasta subían al estrado
y nos palpaban como si fuésemos bestias.
El precio de un niño
La desventura... o la suerte
Cratera
HicJria cántaro
arcilla fina y agua. Colocó el recipiente en un horno ya
caliente, en el que la tonalidad de la llama daba cons
tancia de su buena temperatura.
Otro alfarero estaba representando sobre una serie de
copas siempre la misma pareja de luchadores.
Un tercero daba los últimos retoques a un ánfora sobre
el torno, cuando Orcómedes volvió al taller. Con fuerte
voz, metió prisa a los esclavos:
— ¡Eh, vosotros, levantadme este friso, que Fidias no
puede esperar!
SECRETO DEL FAMOSO BARNIZ NEGRO
O s ■
VW
3. El alfarero cierra el paso de
aire. La temperatura del horno
alcanza los 950°. El oxígeno es
expulsado del hierro. El recinto
4. Vuelve el aire en cuanto lo
decide el alfarero. Las partes no
pintadas se vuelven rojas,
queda negro.
Administración
Propileos
ala Norte
Pedestal del
monumento de
Agrip
Templo de
Atena Niké
Témeno de
Atena Brauronia
LA ACROPOLIS EN EL SIGLO II A. C.
Templo de Roma y
de Augusto
Dejé a Orcómedes arreglando unos cuantos detalles con
Fidias, para dar un un pequeño paseo en dirección al
emplo — nuestro templo, el de Atena Protectora— .
Parece que fue allí donde nuestra diosa hizo brotar el
olivo sagrado. Allí fue también donde Posidón, con un
^olpe de tridente, hizo que surgiera un estanque de
agua salada. Allí veneramos a nuestros héroes: Gécrope,
Erecto, Pandroso y Boutes.
De pronto, sentí dentro de mí una inspiración. Los dio
ses viven aquí como lo hacen sobre el Olimpo: Zeus y
Hera, Apolo y Hermes, Artemis y Deméter, así como
rlefesto, que jadea en su fragua. Fue precisamente en
este lugar sagrado donde, poco antes de su muerte, mi
buen amo Estipandro me dijo:
—A partir de ahora, pasas a ser un hombre libre. Vete,
visita multitud de países. Estudia a los hombres, cuída-
’ os, compréndelos. Si así lo haces, irás captando, poco a
)oco, dónde se encuentra la felicidad.
Aquel día, decidí seguir su consejo. Mas, ¿qué sería lo
|ue encontraría en las lejanas colonias hacia las que iba
i embarcarme?
Cuarto
Calamar
La cena es la comida principal del día. Suelen incluirse en ella pescados, calamares, anguilas, salchichas y aves peque
ñas, en especial tordos. Unas cuantas legumbres, frutas y pasteles de miel completan la cena.
Alcimedes levantó su copa.
— Lic.as, ¿oíste que he casado a mi hija mayor, Onfale,
con Timeo, el hijo del cambista de moneda Calístenes,
y que, con tal motivo, sacrifiqué mi cabra más preciosa?
Nada había oído de semejante acontecimiento, y mi an
fitrión se dispuso a relatármelo.
Un día de luna llena del invierno anterior, Onfale — de
acuerdo con la tradición— consagró sus juguetes a las
divinidades protectoras y después acudió a purificarse
en las aguas de la fuente Calírroe.
Entonces Alcimedes, al son de flautas y cítaras, instaló a El casamiento
su hija, con el rostro velado, coronada y ataviada por
completo de blanco, en una carroza enganchada. Onfa-
de Onfale
le sostenía sobre su seno un cedazo y una parrilla, sím
bolo de sus futuras tareas domésticas.
Después, los parientes y amigos entonaron un cántico de
himeneo y, bajo la dirección del portador de la antor
cha nupcial, se puso en movimiento el cortejo.
El esposo aguardaba delante de su vivienda. A la llega
da de la procesión, simuló — de conformidad con la cos
tumbre— un rapto. Tras un combate aparente entre
ambos novios, el esposo tomó a su mujer en brazos,
atravesando así el umbral de su hogar.
El culto a la belleza
INSTRUMENTOS DE MUSICA
Flauta
Tras una somera colación de pan, vino y nueces, volvi
mos al estadio para asistir a las competiciones gimnás
ticas.
Un día en el estadio
Un inmenso cortejo
Un futuro incierto