No es tarea sencilla entender a Andy Warhol. Sus pinturas, serigrafías,
películas experimentales al extremo y su literatura no convencional parecen rozar continuamente la banalidad. Es lo que llega a advertir el ojo prejuicioso que confunde los males del posmodernismo con la instauración de la cultura pop. Creo que esa yuxtaposición es radicalmente inexacta. Warhol fue un renovador de la manera de entender el mundo en la línea de la revolución estética inaugurada por Marcel Duchamp a principios del siglo XX. Entendámonos. No estoy haciendo una apología de todos los epígonos de Duchamp, muchos de ellos impostores y, en efecto, cultores de lo banal, sino que estoy salvando de la hoguera conservadora a Warhol, que por otra parte no necesita de encomios periodísticos en tanto y en cuanto ya es un indiscutible exponente del mejor arte de, al menos, los últimos cincuenta años. Es simplemente nostálgico el juicio de quienes niegan que Warhol haya hecho arte, como antes habían dicho lo mismo de Duchamp. Mario Vargas Llosa incurrió en esa incomprensión cuando realizó una de las más desafortunadas comparaciones que recuerdo, al referirse a lo que él entiende como productos devaluados del cine contemporáneo: “ya no produce creadores como Bergman, Visconti o Buñuel. ¿A quién corona icono? A Woody Allen, que es a un David Lynch o a un Orson Wells lo que Andy Warhol a Gauguin". Woody Allen y Warhol son parte de las expresiones abominables del fenómeno que el Nobel peruano identificó como la civilización del espectáculo. No quiero imaginarme lo que pensará de Quentin Tarantino o Jean-Michel Basquiat. No es momento aquí de ocuparme extensamente de los enormes aciertos y profundos desaciertos intelectuales del autor de “La ciudad y los perros”. Ello será objeto de algún futuro comentario.
¿Qué es lo esencial de Warhol? La minuciosidad con la que fabricó un
personaje aparentemente frívolo. No voy a caer en el lugar común de afirmar que él mismo fue su mejor obra de arte porque no es así. Sus mejores obras son las serigrafías de la inmortal lata de sopa Campbell y de Marilyn Monroe, pero es indudable que su hermetismo y cavilaciones monosilábicas vuelven más disfrutable su obra. En esa línea un libro como “Mi filosofía de A a B y de B a A” es una pequeña enciclopedia del Pop Art, que es recomendable consultar tanto para entretenerse con el ingenio de Warhol como para encontrar puntos de vista que siguen siendo válidos, impactantes y originales para pensar y entender nuestra cotidianidad. Esa fue la piedra de toque de Andy Warhol: ser un hermeneuta finísimo de los aspectos conceptuales de lo cotidiano. La sopa Campbell estaba en todas las góndolas de Estados Unidos y Marilyn o Elvis eran indiscutibles íconos a lo largo y ancho del mundo, pero había que animarse a proclamar que podían ser algo más que meros objetos de consumo masivo. Andy nunca negó ser un artista comercial (si bien debe ser considerado un artista sin adjetivos) y lo expresó mediante uno de sus famosos apotegmas: “El arte comercial es mucho mejor que el arte por el arte”. Esa provocación, disfrazada de dictum snob, ha escandalizado a muchos. Más allá de la literalidad o no con la que haya que considerar ese lema, hay otro que lo ha superado en popularidad y que, de una u otra manera, parece condensar las virtudes y defectos de nuestro tiempo: “En el futuro todo el mundo será famoso durante quince minutos. Todo el mundo debería tener derecho a quince minutos de gloria”. Esa fama efímera ha sido el único triunfo del que muchos pueden jactarse. Warhol, en cambio, libre de los caprichos de las modas permanecerá como uno de las personalidades más codiciables de cualquier tiempo. Nunca sabremos del todo cómo Warhol logró que la Historia se rindiera a sus pies, como ya lo había hecho con Picasso o Dalí. Ese, tal vez, sea el último secreto del misterioso, controversial y entrañable Andy.