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V E I N T E CUENTOS

JATA&A

frase una vez-.

B I B L I O T E C A D E C U E N T O S M A R A V I L L O S O S

J P S E J . J o O L A N E T A , Ejüer- J e C o s t a l
EJíeióiv l i v i t a J » Je- 1.000 t j e * p i » ( " i
Erase una vez...
B I B L I O T E C A D E CUENTOS MARAVILLOSOS

14

INTRODUCCION

L a palabra Játaka (de Jati, «nacimiento») designa una colección


de cuentos tradicionales budistas que narran episodios de vidas ante-
r i o r e s d e l B u d a Sákya-muni, cuando éste, aún c o m o bodhisattva,
t o m ó c u e r p o en diversas formas humanas y animales.
Estos relatos se integran en la más antigua colección sistemática
de textos sagrados budistas de la p r i m e r a época, el Tipitaka, volumi-
noso « c o r p u s » redactado en p a l i , que sirve de Escrituras canónicas a la
r a m a p r i m i t i v a d e l b u d i s m o , el Hinayána o «Pequeño Vehículo», cir-
c u n s c r i t a básicamente, en cuanto a su localización geográfica, a C e i -
lán, B i r m a n i a e I n d o c h i n a .
1. edición, 1986
a

E l Tipitaka se c o m p o n e de tres (ti; sánscrito tri) Pitaka-s (lit.:


Diseño de Juan de Fdez.-Grande « c e s t o s » ) : el Vinaya Pitaka, dedicado a la regla monástica, el Abhi-
L a portada reproduce una ilustración para la edición original de damma Pitaka, de carácter d o c t r i n a l , y el Sutta Pitaka, consagrado a
este libro de H . Willebeek L e Mair los discursos (suttanta) de Buda.
E l Sutta Pitaka se subdivide a su vez en cinco Nikáya-s (coleccio-
(£ 1986, George G . Harrap & C o . L t d . London nes), u n a de las cuales, la Khuddaka Nikáya, incluye entre los quince
(£ 1986, para la presente edición: títulos q u e la c o m p o n e n , el Játaka,
l
compilación de 547 relatos sobre
las vidas anteriores de Buda.
José J. de Olañeta, Editor
Estos relatos en prosa se articulan en t o r n o a unos versos que
Apartado 296 - 07080 Palma de Mallorca
c o n s t a n de una o varias estrofas gnómicas (los gátha), que constitu-
ISBN: 84-85354-27-8 y e n , p o r d e c i r l o así, su quintaesencia. Y sólo estos versos, compuestos
Depósito Legal: B-7.602-1986 en u n lenguaje más arcaico, son reconocidos c o m o canónicos.

Impreso en Hurope, S. A. - Barcelona


Printed in Spain A l g u n o s de ellos tan c o n o c i d o s c o m o el Dhummupadu o el Udána.

— 9 —
L a v e r s i ó n que a q u í ofrecemos es t r a d u c c i ó n de la que presentó
n i c o » para aquellos, quienes c o b r a r á n conciencia de su unidad intrín-
en i n g l é s N u r Inayat K h a n , quien a su vez se había basado, según su
seca en la naturaleza del Buda.
p r o p i o t e s t i m o n i o , en las dos obras siguientes: The Gátakamála or
A h o r a b i e n , estos relatos, aunque budistas p o r su inspiración e
Garland of Birth-stories'1, de A y r e S ü r a , traducida del sánscrito p o r
i n t e n c i ó n , se organizan en base a u n material característicamente
J.S. Speyer ( O x f o r d U n i v e r s i t y Press), y Játaka, or Stories of Bud-
h i n d ú , t o m a n d o antiguos temas m i t o l ó g i c o s y refundiéndolos en
dba's Former Births, traducida del pali (Cambridge U n i v e r s i t y Press).
f o r m a p o p u l a r . A s í pues, pueden hallarse paralelos de los mismos en
E n su v e r s i ó n , N u r Inayat K h a n se limitó a 20 relatos, los cuales t e x t o s tan e s p e c í f i c a m e n t e hindúes c o m o el Mahdbháratha, el Pañcha-
f u e r o n igualmente simplificados, para adaptarlos, según entendemos, a tantra o los Purana-s. Por otra parte, ha p o d i d o hablarse de p r o l o n -
u n p ú b l i c o i n f a n t i l , habitual destinatario, en Occidente, de las fábulas gaciones de los m i s m o s en las fábulas y a p ó l o g o s que circularon por
de animales, p o r l o cual, en su selección, i n c l u y ó mayormente relatos O c c i d e n t e desde la é p o c a clásica, c o m o el famoso Kalüa y Dimna.
en los que el f u t u r o B u d a aparece revistiendo forma animal.
L o s Játaka han hallado e x p r e s i ó n plástica en la arquitectura sa-
E n la e c o n o m í a general del b u d i s m o , que no se l i m i t a s ó l o a la grada b u d i s t a 3 , pues stüpa-s y templos reproducen en piedra algunas
esfera del ser h u m a n o y sus intereses concretos c o m o t a l , esto no es de sus escenas m á s populares. A s í , p o r ejemplo, los stüpa-s de Sáñchí
en m o d o a l g u n o c o n t r a d i c t o r i o . Si bien el animal, c o m o t a l , se sitúa y de B h á r h u t , o el gran t e m p l o de B o r o b u d u r de la isla de Java. Ade-
g l o b a l m e n t e a u n nivel o n t o l ó g i c o inferior al del ser h u m a n o , el ani- m á s , su presencia en estos edificios, de m á s fácil d a t a c i ó n , permite si-
m a l n o b l e puede ejemplificar una perfección divina particular, mejor, t u a r m e j o r su origen y c o m p r o b a r c ó m o éste antecede en mucho a su
a u n q u e en m o d o pasivo, n o ya que u n h o m b r e v i l , lo cual está fuera puesta p o r escrito d e f i n i t i v a , r e v e l á n d o s e c o m o narraciones que circu-
de d u d a , sino incluso que el h o m b r e « c o r r i e n t e » . l a r o n desde los primeros días del b u d i s m o .
A d e m á s , en el caso de estos cuentos, el animal en cuestión apa-
rece realzado en su « s t a t u s » p o r unas características no presentes en su
15 de Febrero de 1986
c o n d i c i ó n terrena, que l o trasponen ipso facto a u n orden m í t i c o , y ,
Festividad del Maháparinirvana
s o b r e t o d o , p o r el especial c o m p o r t a m i e n t o que, c o m o vehículo del
del Buda S á k y a - m u n i
bodhisattva que es, exhibe en los mismos.
Este c o m p a r t i m i e n t o ilustra la v o c a c i ó n del bodhisattva, la cual,
basada en la c o m p a s i ó n (karuná) universal hacia todos los seres, se
i m p o n e el hacer participar a todos é s t o s de la iluminación b ú d i c a .
A s í , la caridad b ú d i c a hacia todos los seres está ordenada a la pro-
moción espiritual de los mismos y n o a u n transitorio bienestar te-
r r e n o . Y las actitudes que la vehiculan no deben confundirse, pues,
c o n aquellos sentimientos « h u m a n o s » que las reflejan imperfectamente
a u n n i v e l m u c h o m á s contingente.
E l v o t o del bodhisattva de no entrar en el Nirvana antes de l o -
grar la l i b e r a c i ó n de todos los seres supone, p o r una parte, la identi-
dad esencial de t o d o s ellos en el Tathatá, el A b s o l u t o , y p o r otra, que
los actos que él realice han de servir, b á s i c a m e n t e , de « r e c u e r d o p l a t ó -

El Játakamalá de Á r y a s ü r a es un texto en s á n s c r i t o que se integra en el M a h á -


y a n a , o « G r a n V e h í c u l o » , y en él las encarnaciones anteriores del B u d a S á k y a - m u n i se
Y t a m b i é n en la pintura, c o m o lo testimonian los famosos frescos de las cuevas
cifran en 34.
de Ajanta.

— 10-
— 11 —
Y mientras el Buda estaba sentado y todos a su alre-
dedor escuchaban, éstas fueron las historias que contó.
«Hijos míos —dijo—, no es ésta la primera vez que
he venido entre vosotros como vuestro Buda. He venido
muchas veces antes: algunas, como un niño entre los niños;
otras, entre los animales como uno de su especie, amándo-
los como os amo a vosotros ahora; y otras, en la Natura-
leza, entre las flores, yo tracé para vosotros un camino sin
que vosotros lo supierais.
Asi, vuestro Buda vino como un mono entre los mo-
nos, como un ciervo entre los ciervos, y fue su jefe y su
guia».
1
EL PUENTE DE LOS
MONOS
H u b o una vez un gigantesco mono que reinaba sobre ochenta mil
monos en las montañas del Himalaya 1 . Y por entre las rocas en las
que vivían se deslizaba el río Ganges antes de llegar al valle en el que
se levantaban ciudades. Y allí donde el agua burbujeante caía de roca
en roca, se levantaba un árbol imponente. En primavera sacaba delica-
das flores blancas, y luego se cargaba de unos frutos tan maravillosos
que no había otros que pudieran comparárseles, y los fragantes vien-
tos de la montaña les daban la dulzura de la miel.
¡Qué felices eran los monos! Comían esos frutos y vivían a la
sombra de aquel maravilloso árbol. Por uno de los lados de éste, las
ramas se extendían sobre el agua. Por tal motivo, cuando aparecían las
flores en esas ramas, los monos se las comían o las destruían para que
no pudieran dar frutos, y si uno llegaba a formarse, los monos lo
arrancaban, aunque no fuera mayor que un corazón de flor, pues su
jefe, viendo el peligro, les había advertido, diciendo: «¡Tened cui-
dado!, no dejéis que caiga ningún fruto al agua, no fuera que el río lo
arrastrase hasta la ciudad, donde los hombres, viendo el hermoso

Con un gran esfuerzo se agarró a la rama. 1


E l título original de este Jataka es el de Mahá-kapi-jdtaka, el jataka del «gran
m o n o » , en razón de la forma que adopta en él el futuro Buda. La palabra «mahá»,
emparentada con el griego «megas» y el latín «magnum», puede igualmente ser enten-
dida en un sentido espiritual, con lo cual el título de este játaka podría ser traducido,
como se ha hecho en otras versiones, como el «mono magnánimo», de «gran alma».
Este «rey de los m o n o s » nos hace evocar inmediatamente la figura de Hanumat, el
gran mono blanco que se constituye en el más eficaz aliado de Rama en el Ramayana.
Aunque los monos, desde una determinada perspectiva espiritual, encarnan, podríamos
decir, una «inversión» del estado humano, su «caricatura», y se sitúan ontológicamente,
por lo tanto, en las antípodas de éste, han podido igualmente, en virtud de otra pers-
I " . uva no menos legítima, ser presentados como símbolos de estados angélicos, como
es el caso en la tradición hindú.

— 17 —
f r u t o , podrían darse en-buscar el árbol; siguiendo río arriba hasta las tañas del Himalaya una noche, y, contemplando a lo lejos, ¿qué es lo
montañas, y encontrando el árbol, cogerían todos los frutos y noso- que vieron? Allí, bajo la luz de la luna, se levantaba el árbol objeto
tros tendríamos que abandonar este lugar». del deseo 2 , con sus frutos dorados centelleando entre las hojas.
Los monos obedecieron y durante mucho tiempo no cayó un solo ¿Pero qué se movía en las ramas? ¿Que extrañas sombras se desli-
fruto al río. Pero llegó un día en que un fruto maduro, oculto por un zaban entre las hojas?
nido de hormigas, y perdido entre las hojas, cayó al agua y fue arras- «¡Mirad!, dijo uno de los hombres, es un grupo de monos».
trado por la corriente río abajo, por las rocosas montañas hasta el valle « ¡ M o n o s ! , dijo el rey, ¡y comiendo esos frutos! Rodead el árbol
en el que se levanta la gran ciudad de Benarés a orillas del Ganges. para que no escapen. A l amanecer los mataremos y nos comeremos su
Y ese día, mientras el fruto atravesaba Benarés, arrastrado por las carne y también los mangos».
mansas ondas del río, el rey Brahmadatta se bañaba en las aguas de Estas palabras llegaron a los oídos de los monos, quienes, tem-
éste entre dos redes que unos pescadores sostenían mientras él se zam- blando, dijeron a su jefe: «¡Ah!, tú nos advertiste, amado jefe, pero
bullía, nadaba y jugaba con los pequeños destellos del sol en el agua. algún fruto debió de caer a la corriente, pues han llegado unos hom-
Y el fruto fue a entrar en una de las redes. bres hasta aquí; rodean nuestro árbol y no podemos escapar, pues la
«¡Maravilloso!, exclamó el pescador que lo vio primero, ¿en qué distancia entre este árbol y el próximo es demasiado grande para que
lugar de la tierra crece un fruto así?» Y , cogiéndolo, se lo mostró al la salvemos de un salto. Oímos palabras que salían de boca de uno de
rey con ojos centelleantes. los hombres que decían: " A l amanecer los mataremos a todos y nos
Brahmadatta contempló el fruto y se maravilló de su belleza. comeremos su carne y también los mangos"».
« ¿ D ó n d e podrá encontrarse el árbol que da este fruto?», se preguntó. « Y o os salvaré, pequeños míos, dijo el jefe, no temáis y haced
Luego, llamando a unos leñadores que estaban cerca de la orilla, les como yo os diga». Consolándolos de esta manera, el poderoso jefe
preguntó si conocían el fruto y sabían dónde podía encontrarse. trepó a la rama más alta del árbol, y rápido como el viento que pasa
«Señor, dijeron, es un mango, un magnífico mango. Este fruto por entre las rocas, dio un salto de cien longitudes de arco por el aire
no se da en nuestro valle, sino en las montañas del Himalaya, donde y t o m ó pie en un árbol que había cerca de la ribera opuesta 3 . Allí, en
el aire es puro y los rayos del sol lucen en todo su fulgor. Sin duda el la orilla del agua, arrancó de raíz una larga caña y pensó: «Ataré un
árbol que los da se levanta en la orilla del río y habiendo caído un extremo de la caña a este árbol y el otro, a mi pie. Luego, volveré a
fruto en el agua, éste ha sido arrastrado hasta aquí». saltar hasta el mango, y así se creará un puente por el que mis subdi-
El rey les pidió entonces que lo probaran, y cuando lo hubieron tos podrán escapar. He dado un salto de cien longitudes de arco; la
hecho, él también lo probó y lo dio a probar a sus ministros y servi- caña es más larga que esto, así que puedo atar uno de sus extremos a
dores. «Efectivamente, dijeron todos, este fruto es divino; no hay este árbol». Y con el corazón alborozado, saltó de nuevo hacia el
otro fruto que pueda comparársele». mango.
Los días y las noches pasaban lentamente y Brahmadatta se in- Pero, ¡ay!, la caña resultó demasiado corta y sólo consiguió asirse
quietaba cada vez más. El deseo de probar de nuevo el fruto se hacía del extremo de una rama. N o se le había ocurrido pensar que la caña
más fuerte con el paso de los días. Por la noche, veía en sus sueños el tenia que ser lo bastante larga como para dar también para la pane
árbol encantado con cien doradas copas de miel y néctar en cada una que se ataba el pie. Con un gran esfuerzo se agarró a la rama y gritó a
de sus ramas.
« ¡ H a y que encontrarlo!», dijo un día el rey y dio órdenes para Este apelativo nos evoca la d e s i g n a c i ó n del graal por parte de VC'oltram von
que aparejaran un barco para navegar río Ganges arriba, hasta las ro- I s c l i c n b a c h c o m o el « w u n s c h von P a r d i s » : obviamente, en ambos casos se trata de la
m i s m a realidad, la del A r b o l del P a r a í s o , c o m o por lo que se refiere al graal liemos
cas del Himalaya en que, quizás, se pudiera encontrar el árbol. Y el
e s t a b l e c i d o en o t r o lu^ar.
propio Brahmadatta fue con la tripulación. l'.ste salto e v o c a , precisamente, el de H a n u m . u en el Ramayanu, por el cual
Largo fue, verdaderamente, el viaje, atravesando los campos de tlcanXB la ¡ l i s de l.anka ( C e i l á n ) y loj;ra establecer un puente por el que el e j é r c i t o dé-
los m o n o s puede penetrar en la isla.
flores y de arroz, pero por fin el rey y su séquito llegaron a las mon-

— 18 — 19
sus ochenta mil subditos: «Pasad por mi espalda hasta la caña y seréis
salvos».
Uno a uno, los monos pasaron por su espalda hasta la caña. Pero
uno de ellos, llamado Devadatta 4 , saltó pesadamente sobre su espalda
y, ¡ay!, un dolor penetrante lo atravesó: le había roto la espalda. Y el
cruel Devadatta siguió su camino dejando a su jefe sufriendo solo.
Brahmadatta había visto todo lo ocurrido y las lágrimas le brota-
ban de los ojos mientras contemplaba el jefe de los monos herido. Or-
denó que fuera bajado del árbol al que todavía estaba asido, que fuera
bañado con los más fragantes perfumes y vestido con un ropaje de co-
lor amarillo, y le dieron a beber agua fresca.
Cuando el jefe de los monos estuvo bañado y vestido, se tendió
bajo el árbol y el rey se sentó a su lado y le habló. Dijo éste:
— Has hecho de tu cuerpo un puente para que los demás pasaran.
¿ A c a s o no sabías que tu vida iba a llegar a su término al hacerlo? Has
dado t u vida por salvar a tus subditos. ¿Quién eres, oh bienaventu-
rado, y quiénes son ellos?
— O h rey —respondió el mono—, yo soy su jefe y su guía. Ellos LOS PERROS CULPABLES
vivían conmigo en este árbol y yo era su padre y los amaba. N o me
pesa abandonar este mundo, pues he obtenido la liberación de mis
subditos. Y si m i muerte puede servirte a t i de lección, entonces estaré
más que contento. N o es tu espada la que hace de ti un rey, sino sólo
el amor. N o olvides que tu vida es poca cosa que ofrecer si con ello
aseguras la felicidad de tu pueblo. N o los gobiernes por la fuerza por-
que sean tus subditos, sino que gobiérnalos con el amor porque son
tus hijos. Sólo así serás rey. Cuando yo ya no esté aquí, no olvides
mis palabras, ¡oh Brahmadatta!
El Bienaventurado cerró entonces sus ojos y murió. Pero el rey y
su pueblo lloraron su muerte, y el rey construyó para él un templo
blanco y puro a fin de que sus palabras nunca fueran olvidadas.
Y Brahmadatta gobernó con amor a su pueblo y todos ellos fue-
ron felices por siempre jamás.

' Este nombre, igual al español Deodato, «dado por D i o s » , es el que llevaba en
vida del Buda Sákya-muni su principal antagonista. Primo suyo, llegó a pretender asesi-
narlo, en su atan de eclipsar su irradiación y suplantarlo con unas vistas exclusivamente
materialistas.

— 20 —
Cierto rey se paseó un día por toda la ciudad en su magnífico
carro arrastrado por seis caballos blancos. Y al anochecer, cuando re-
gresó, llevaron a los caballos a las cuadras, pero dejaron el carro en el
patio con los arreos.
Y cuando todo el mundo dormía en palacio, se puso a llover.
«Ahora es nuestra ocasión; vamos a divertirnos un poco», dijeron
los perros de palacio al ver los arreos de cuero mojados y reblandeci-
dos por el aguacero. Bajaron de puntillas al patio, y mordieron y ro-
yeron las hermosas correas. Y después de jugar así toda la noche, se
escabulleron antes del alba.
«¡Las correas del carro real, comidas... destrozadas!», exclamaron
horrorizados los mozos de cuadra al entrar en el patio a la mañana
siguiente. Y con el corazón tembloroso fueron a comunicárselo al rey.
«Benigno soberano, dijeron, los arreos del carro real han sido
destrozados durante la noche. A buen seguro que es obra de los pe-
rros, que habrán estado royendo las hermosas correas».
El rey se levantó furioso. «¡Matadlos a todos, ordenó, matad a
todos los perros que encontréis en la ciudad!».
La orden del rey fue pronto conocida por los setecientos perros
que había en la ciudad, y todos ellos lloraron amargamente. Pero ha-
bía un perro que era su jefe, pues los amaba y los protegía. Y en larga
comitiva, se pusieron en camino para ir a verlo.
— ¿Por qué os habéis congregado, hoy? —preguntó el jefe al ver-
los llorar— ¿Y qué os pone tan tristes?.
— Corremos peligro —respondieron los perros—. Los arreos de
cuero del carro real, que estuvo toda la noche en el patio del palacio,

— 23 —
han sido destrozados y se nos culpa del daño. El rey está furioso y ha — Os lo demostraré —respondió el jefe—. Ordenad que traigan
ordenado que nos maten a todos. aquí a los perros de palacio y les den a comer hierba kusa y suero de 1

«A ningún perro de la ciudad le es posible atravesar las puertas mantequilla.


del palacio —pensó el jefe—; así pues, ¿quién podría haber destrozado El rey ordenó que se hiciera tal como el jefe pedía, y los perros
los arreos sino los propios perros de palacio? Así, se perdona a los reales fueron traídos ante él y les dieron a comer hierba kusa y suero
culpables y se manda acabar con los inocentes. N o puede ser: presen- de mantequilla.
taré los culpables al rey, y los perros de la ciudad salvarán la vida». A poco que lo hubieron comido, fueron apareciendo en sus bocas
Estos eran los pensamientos del valiente jefe, y después de conso- tiras de cuero, que cayeron al suelo. Así se descubrió a los culpables.
lar a sus setecientos subditos, atravesó solo la ciudad. A cada paso en- El rey se levantó pausadamente de su trono.
contraba hombres dispuestos a matarlo, pero sus ojos desbordaban —Tus palabras son verdaderas —dijo al sabio jefe—, verdaderas y
tanto amor, que no se atrevían a tocarlo. Y entró en el palacio, y los puras como las gotas de lluvia que caen del cielo. Nunca te olvidaré
guardias reales, hechizados por su porte, le permitieron atravesar las por años que viva.
puertas. Ordenó entonces que dieran comida suculenta y atenciones reales
Entró así en el salón del trono, donde se encontraba el rey sen- a todos los perros de la ciudad todos los días de sus vidas, y todos
tado en el trono; sus cortesanos estaban de pie a su alrededor, y a la ellos vivieron felices por siempre jamás.
vista de sus enfurecidos ojos, todos permanecían callados.
A l cabo de un momento, el jefe habló.
— Gran rey — d i j o — , ¿es orden vuestra que maten a todos los pe-
rros de la ciudad?
—Sí —respondió el rey—, es orden mía.
— ¿Qué daño han hecho, oh rey? —preguntó.
— H a n destrozado los arreos de cuero del carro real —respondió
el rey.
— ¿Qué perros lo han hecho? —preguntó el jefe.
— N o lo sé —respondió el rey—; por eso he ordenado que los
maten a todos.
— ¿Han de matar a todos los perros de vuestra ciudad —preguntó
el jefe— o hay algunos a los que se les perdonará la vida?
—Sólo a los perros reales se les perdonará la vida —contestó el
rey.
— O h rey —dijo el jefe con voz dulce—, ¿es justa vuestra orden?
¿Por qué habrían de ser inocentes los perros de palacio y culpables los
de la ciudad? Aquellos a los que vos favorecéis son perdonados y han
de matar a aquellos a los que no conocéis. O h rey justo, ¿dónde está
vuestra justicia?
El rey meditó unos instantes y luego dijo:
Esta h i e r b a (poa cynosuroides), a m e n u d o c o n t u n d i d a c o n la llamada darbba,
— Sabio jefe, dime, pues, quiénes son los culpables.
1

e r a , c o m o é s t a , u n a h i e r b a sagrada usada en ciertas ceremonias religiosas (/>«¿i-s).


— Los perros reales —contestó el jefe. E s t e n o m b r e e n t r a i g u a l m e n t e en la c o m p o s i c i ó n d e l del lugar en el q u e el Buda
— Demuéstrame que tus palabras son verdaderas —dijo el rey. S á k y a - m u n i a b a n d o n ó la existencia t e r r e n a : K u s i - n a g a r a , a c t u a l m e n t e Kasia.

— 24 — — 25 —
BANIANO
¿ A quién pertenecen esos ojos de rubí que refulgen entre las som-
bras d e l bosque, esos cuernos que b r i l l a n c o m o argénteas medias
lunas? ¡ O b s e r v a d , hijos míos, qué rápido pasan entre los arbustos esas
nacaradas pezuñas! ¿ N o habéis oído hablar del ciervo dorado? «Bania-
n o » , el r e y de los ciervos, le llaman.
l

P e r o Baniano no era el único monarca del bosque de Benarés.


R e i n a b a sobre q u i n i e n t o s ciervos, y o t r o r e y , «Rama» , gobernaba a 2

otros quinientos.
E r a c o s t u m b r e del rey de Benarés cazar ciervos cada día. Antes
de llegar al bosque, tenía que atravesar innumerables campos, y el
a r r o z , el t r i g o y las plantas tiernas que cultivaban los campesinos eran
pisoteadas p o r los caballos del rey y sus nobles. «Piedad», gritaban los
c a m p e s i n o s , p e r o las trompetas sonaban y sus pobres voces se perdían
en los c a m p o s .
« ¿ C ó m o podemos cambiar esta situación?», se preguntaban los
c a m p e s i n o s . « A r r o j e m o s del bosque a todos los ciervos y hagamos
q u e p e n e t r e n en los p r o p i o s jardines del r e y ; así éste no pasará más
p o r nuestros campos para i r a cazar».
A s í , los campesinos, después de sembrar hierba y de construir es-
tanques en los bosques del palacio, llamaron a los hombres de la c i u -
«Vuelve con tu pequeño», dijo Baniano.
d a d , y c o n palos y lanzas se fueron todos al bosque para expulsar de
él a los ciervos. L o s hombres rodearon p r i m e r o el bosque, para que
los c i e r v o s n o pudiesen escapar p o r ningún lado, y luego, batiendo

E s t e es el n o m b r e de u n o de los á r b o l e s sagrados d e l b u d i s m o (Ficus


1
Benga-
liensis), l l a m a d o en s á n s c r i t o nyagrodha.
2
N o c o n f u n d i r c o n el n o m b r e del h é r o e m í t i c o h i n d ú . A q u í hemos t r a d u c i d o
así el i n g l é s « B r a n c h » c o n el q u e la a u t o r a de esta versión designa a este personaje.

— 29 —
sus lanzas y sus armas, condujeron a los ciervos hasta los bosques del —Vuelve con t u pequeño —dijo Baniano—, me preocuparé de
palacio y cerraron las entradas tras ellos. Entonces, fueron a ver al rey que otro coja tu turno.
y dijeron: Y como el relámpago atravesando las nubes, así corrió Baniano
«Señor, ya no podíamos trabajar. ¡Ay!, cuando vos y vuestros entre los árboles y los arbustos e inclinó su testuz sobre la piedra de
nobles ibais de caza, los caballos pisoteaban nuestros campos; por lo delante de la entrada del palacio.
tanto, hemos conducido a los ciervos hasta los bosques de palacio y « ¡ O h ciervo de oro! ¡Aquí, en esta piedra para ser sacrificado!
hemos plantado hierba y construido estanques para que puedan comer ¡ O h ! , ¿qué significa?», exclamó el hombre que cada día mataba un
y beber. Así, ya no tendréis necesidad de cruzar nuestros campos». ciervo para el festín del rey. El cuchillo le cayó al suelo, y él, hechi-
Desde aquel día, el rey ya no fue más allá de los bosques de pala- zado, corrió a ver al rey para contarle lo que acababa de contemplar.
cio para cazar. Cada día, observaba la hermosa manada y veía entre Igual como tú, hijo mío, correrías hacia el hermano que te es
ellos a dos ciervos dorados. « N o hay que matar a los ciervos dora- querido, así corrió el rey hacia Baniano.
d o s » , ordenó a sus hombres. Y así, Baniano y Rama nunca fueron al- — ¡ O h bello ciervo! —exclamó—, ¿qué te ha traído a esta piedra
canzados por las agudas flechas. Pero, cada día, uno de los demás era de dolor? ¿ N o sabías que había ordenado que nunca te matasen?
muerto para el festín del rey, después de haber recibido innumerables Ciervo de oro, dime qué te ha traído aquí.
heridas. Algunos ciervos eran heridos mil veces antes de caer abatidos —Señor —respondió Baniano—, hoy era el turno de una cierva
al fin por las flechas de los cazadores. blanca, madre de un cervatillo; vengo en su lugar, pues su hijo es de-
Rama, por esta razón, fue un día a ver a Baniano y le dijo: masiado pequeño todavía para dejarlo solo.
« A m i g o de los bosques, escucha con atención mis palabras. Las lágrimas resbalaron por las mejillas del rey y cayeron sobre la
Nuestros subditos no sólo son muertos, sino heridos inútilmente. dorada testuz de Baniano, a la que sostenía entre sus manos. E, incli-
¡ A y ! , cada día uno debe ser abatido, porque éste es el deseo del rey, nándose sobre Baniano, dijo:
pero ¿por qué tantos han de ser heridos antes de-atrapar a uno solo? — T u vida, oh divino, y la vida de la cierva serán perdonadas. Le-
¿ N o sería más razonable que cada día fuera uno de nuestros subditos vántate y corre hacia los bosques de nuevo.
a palacio para que lo matasen?» —Señor —dijo Baniano—, nuestras vidas serán perdonadas, pero
Baniano estuvo de acuerdo y así fue ordenado. Cada día, por ¿qué haréis con nuestros semejantes que corren por los bosques?
t u r n o , un ciervo iba al palacio y ponía su frente de blanco inmaculado —También sus vidas serán perdonadas —contestó el rey.
en la piedra que había delante de la entrada. U n día, uno de la ma- — A s í , los ciervos de los bosques de palacio se salvarán —añadió
nada de Baniano, y al día siguiente, uno de la de Rama. Baniano—, pero ¿qué será de los demás ciervos de vuestro reino, señor?
Pero, un día, una joven cierva de la manada de Rama, madre de —También todos ellos serán perdonados —contestó el rey.
un cervatillo, fue informada de que había llegado su turno. A l oír la — ¡ O h rey! —dijo Baniano—, perdonaréis a los ciervos, pero
noticia corrió hacia Rama y dijo: ¿qué haréis con las vidas de los demás cuadrúpedos?
—Señor, hoy me ha llegado el turno de ir al palacio, pero mi pe- — ¡ O h misericordioso! —dijo el rey—, todos ellos serán libres.
queño es débil y todavía necesita los cuidados de una madre. ¿ N o po- —Señor, todos ellos serán libres; pero ¿qué será de las aves que
dría ir más adelante, cuando él fuera mayor? vuelan por el espacio? —preguntó Baniano.
— ¡ N o ! —respondió Rama—, ningún otro puede coger tu turno. —También ellas serán perdonadas —dijo el rey.
Ve al palacio tal como se te ha ordenado que hagas. —Señor —dijo Baniano—, perdonaréis las vidas de los cuadrúpe-
Con el corazoncito temblando de pena, la cierva fue corriendo dos y las aves, pero ¿qué será de los peces que viven en las aguas?
hasta Baniano y dijo: —También ellos serán perdonados —contestó el rey.
— O h rey Baniano, ha llegado mi turno de ir al palacio, pero El amor había penetrado en el corazón del rey. Y éste reinó con
tengo un pequeño que todavía me necesita. ¿ N o podría ir algo más amor sobre su pueblo, y todos los seres vivos de su reino fueron feli-
adelante, cuando él fuera mayor? ces por siempre jamás.

— 30 — — 31 —
4

LA TORTUGA Y LOS
GANSOS
— V e n con nosotros, amiga Tortuga —dijeron un día dos gansos
salvajes a una vieja tortuga que vivía en una charca del Himalaya—;
1

tenemos una bonita vivienda en una cueva de oro de la montaña


Cittakutta . 2

— N o tengo alas —contestó la tortuga—, ¿cómo podría llegar a


vuestra casa?
— ¿Puedes mantener la boca cerrada? —preguntaron los gansos.
—Desde luego que sí —contestó.
—Sostén este palo, pues, entre los dientes —dijeron los gansos—
y nosotros tomaremos cada uno de los extremos con nuestros picos y
te llevaremos por el aire.
Y se fueron volando por encima de las cumbres de las montañas,
con el mundo entero extendiéndose bajo ellos. Después de algún
tiempo, volaron sobre los tejados de Benarés.
— «¡Qué extraño! —exclamaron riendo unos niños que los veían
pasar—: unos gansos llevan por el aire a una tortuga».
Doña Tortuga, oyendo estas palabras, se puso muy agitada y un
pequeñito fuego de ira empezó a arder en su corazoncito.

1
L a palabra sánscrita «hansa», emparentada con las que, de raíz celta y latina
respectivamente, han dado en castellano las palabras «ganso» y «ánsar», designa en ge-
neral un ave acuática, y en cuanto ave de paso. Pero este nombre aparece ya en el Rig-
Veda designando a una ave mítica, vehículo de los Asvins (Asvini-aevata), jinetes divi-
nos precursores de la aurora (V. infra cuento 19), y en el hinduísmo ha servido para
Y se fueron volando por encima de las cumbres de las montañas, designar el Sí (Atma), estableciendo una relación con la expresión «ahan sa»: «yo soy
Eso».
con el mundo entero extendiéndose bajo ellos. E n el budismo simbolizan la propagación de la Doctrina a todos los reinos, cos-
mológicamente hablando.
2
E n sánscrito Citra-küta, nombre del pico en el que establecieron su morada los
exiliados Rama, Lakshmana y Sita, y lugar sagrado por excelencia de los adoradores de
Rama.

— 35 —
«¿Qué os importa si me llevan por el aire?», gritó. Naturalmente,
no pudo hablar sin abrir la boca; sus dientes dejaron de agarrar el palo
y la pobre Doña Tortuga cayó, yendo a parar al patio del palacio del
rey. En un instante, toda la corte se movilizó. Ministros, nobles y
guardias reales se asomaron por todas las ventanas, por todas las puer-
tas. La nueva fue llevada al rey, quien se levantó de su trono y fue
hasta el patio con su consejero, un prudente hombre de la Corte.
«¡Pobre tortuga!, exclamó el rey, ¿cuál es la causa de que cayera
en este patio y se rompiera su bello caparazón verde? Dime —dijo a
su consejero—, ¿de dónde ha caído y por qué?»
Ahora bien, se daba la circunstancia de que el rey tenía la cos-
tumbre de hablar mucho. Era bondadoso y de buen corazón, pero en
su presencia era difícil que alguien consiguiera decir una sola palabra.
Así, el consejero, que conocía la razón de la caída de la tortuga,
pensó: «Aquí tengo la ocasión de darle una lección a nuestro hablador
rey».
«Señor, dijo, unas aves llevaban a la tortuga por el aire soste-
niendo un palo con sus picos, al cual ella se agarraba con sus dientes.
EL HADA
La tortuga oyó a los niños de la ciudad que se reían de ella. Esto, sin
duda, la irritó y no pudo contenerse de replicarles, con lo cual se de-
Y
sasió del palo y cayó. Esta es la suerte que les está reservada a los que
no pueden refrenar su lengua».
LA LIEBRE
Estas palabras penetraron en el corazón del rey; sabía que la lec-
ción iba dirigida a él, y desde aquel día, sus palabras fueron pocas y
prudentes: hablaba sólo cuando era el momento de hablar, y vivió fe-
liz por siempre jamás.
Érase una vez una joven liebre que vivía en un pequeño bosque
que había entre una montaña, un pueblo y un río. Hijos míos, hay
muchas liebres que corren por entre el brezo y el musgo, pero nin-
guna tan preciosa como ella.
Tenía tres amigos: un chacal, una nutria y un mono.
Después de las fatigas del día, ocupados buscando comida, los
cuatro se juntaban al anochecer para hablar y pensar. La hermosa lie-
bre hablaba a sus tres compañeros y les enseñaba muchas cosas. Y
ellos la escuchaban y aprendían a amar a todos los animales del bos-
que, y eran muy felices.
« A m i g o s míos, dijo la liebre un día, ayunemos mañana, y la co-
mida que obtengamos durante el día, la daremos a cualquier pobre
animal que encontremos 1 ».
Todos ellos accedieron. Y al día siguiente, como cada día, salie-
Llena de contento la liebre saltó al vivo juego. ron al alba en busca de comida.
El chacal encontró en una choza de la aldea un pedazo de carne y
una jarra de leche cuajada con una cuerda atada a cada una de las asas.
Por tres veces preguntó a voces: « ¿ D e quién es esta carne? ¿ A quién
pertenece esta cuajada?» Pero la choza estaba vacía, y , al no recibir
respuesta, se puso el pedazo de carne en la boca y la cuerda de la jarra
alrededor del cuello, y escapó veloz hacia el bosque. Poniendo esas
cosas a su lado, se dijo: «¡Qué buen chacal soy! Mañana me comeré
lo que he encontrado si nadie pasa por aquí».
Y ¿qué encontró la nutria en su recorrido? U n pescador había co-
gido unos cuantos peces de un brillante color dorado, y después de

1
Estableciendo así u n uposatha (sánscrito posadha), día consagrado en el que se
ayuna.

— 39 —
ocultarlos bajo la arena, volvió al río a coger más. Pero la nutria des- — Coge estos pescados, oh mendigo, y descansa un rato bajo este
cubrió el escondrijo, y después de sacar los pescados de la arena, gritó árbol —respondió la nutria.
por tres veces preguntando: « ¿ D e quién son estos pescados dorados?» — E n otro momento —contestó el mendigo, y siguió su camino
Pero el pescador sólo oía el murmullo del río y nadie respondió a la por el bosque.
pregunta de la nutria. Así pues, se llevó los pescados hasta su pequeña Algo más adelante, Sakka encontró al mono y dijo:
casa del bosque y se dijo: «¡Qué buena nutria soy! Hoy no comeré — Dame algo de tu fruta, te lo ruego. Soy pobre y estoy fatigado
este pescado, pero quizás otro día». y hambriento.
Mientras, el mono había subido a la montaña, y habiendo encon- —Toma todos estos mangos —dijo el mono—, los cogí para t i .
trado unos mangos maduros, los bajó al bosque y los puso bajo un — En otro momento —contestó el mendigo y no se detuvo.
árbol y se dijo: «¡Qué buen mono soy!». Sakka fue entonces adonde estaba la liebre y dijo:
Pero la liebre estaba tumbada sobre la hierba, en el bosque, con- —Hermosa liebre de los musgosos bosques, dime ¿dónde puedo
los ojos humedecidos por la tristeza. «¿Qué podría ofrecer si algún conseguir comida? Me he perdido en el bosque y estoy muy lejos de
pobre animal acertara a pasar por aquí? —se preguntaba— N o puedo casa.
ofrecer hierba, y no tengo ni arroz ni nueces para ofrecer». Pero, de —Te daré a mí misma para que me comas —contestó la liebre—.
pronto, saltó de contento. «Si alguien pasa por aquí, se dijo, me ofre- Recoge un poco de leña y haz un fuego; yo saltaré a las llamas y tú
ceré yo misma como comida». tendrás la carne de una pequeña liebre.
Ahora bien, en el bosquecillo vivía un hada con alas de mariposa Sakka hizo que de unos leños se elevaran unas llamas mágicas, y
y largos cabellos de rayos de luna. Su nombre era Sakka 2 . Sabía todo llena de contento la liebre saltó al vivo fuego. Pero las llamas eran
lo que tenía lugar en el bosque. Sabía si una hormiguita le había ro- frías como el agua, y no le quemaron la piel.
bado algo a otra. « ¿ C ó m o es eso?, preguntó a Sakka, no siento las llamas. Las
Conocía los pensamientos de todos los animales, e incluso de las chispas son tan frías como el rocío de la mañana».
pobres florecillas, pisoteadas en la hierba. Y , ese día, sabía que los Sakka tomó entonces de nuevo su figura de hada y le habló a la
cuatro amigos del bosque ayunaban y que toda la comida que pudie- liebre en una voz más dulce que ninguna otra que ésta hubiera oído
ran encontrar habían de darla a cualquier animal que encontraran. jamás.
Así, Sakka se transformó en un viejo mendigo, que andaba encor- «Querida mía — d i j o — , soy el hada Sakka. Este fuego no es real,
vado apoyándose en un bastón. sólo es una prueba. La bondad de tu corazón, oh bienaventurada, será
Se acercó primero al chacal y dijo: conocida por todo el mundo en las edades a por venir.
— He caminado durante días y semanas, y no he comido nada. Diciendo esto, Sakka golpeó la montaña con su varita, y con la
N o tengo fuerzas para buscar comida. Por favor, dame algo, oh esencia que brotó dibujó la figura de la liebre en la esfera de la luna. 4 .
chacal. A l día siguiente, la liebre se reunió de nuevo con sus amigos, y
— Coge este pedazo de carne y esta jarra de leche cuajada —dijo todos los animales del bosque se congregaron en torno de ellos. Y la
el chacal—. Lo robé de una choza de la aldea, pero es todo lo que liebre les contó a todos lo que le había ocurrido, y todos se llenaron
tengo para ofrecer. de gozo y vivieron felices por siempre jamás.
—Ya veré más tarde —dijo el mendigo, y siguió su camino por
entre los umbrosos árboles.
Entonces, Sakka fue 3 ver a la nutria y preguntó:
— ¿Qué puedes ofrecerme, pequeña? E s t a p a l a b r a t r a d u c e kappa, s á n s c r i t o kalpa, e q u i v a l e n t e a 1000 yugas, o 4.320
m i l l o n e s de a ñ o s .
4
A q u í se a l u d e a la t r a d i c i ó n p o p u l a r i n d i a que ve en las s e ñ a l e s de la l u n a , la
- E n s á n s c r i t o S a k r á . Es, en r e a l i d a d , una de los e p í t e t o s de I n d r a , u n o de los s e m e j a n z a d e u n a l i e b r e . Se c o n o c e a la l u n a c o n n o m b r e s ( c o m o sasa-dhara o sasanka)
d i o s e s p r i n c i p a l e s d e l p a n t e ó n v é d i c o , m u y i m p o r t a n t e i g u a l m e n t e en la t r a d i c i ó n b u d i s t a . que son atributivos formados a partir de la palabra « l i e b r e » (sasa).

— 40 — — 41 —
6

LAS PLUMAS DE
ORO
Erase una vez unos padres con sus tres hijas que vivían en una
pequeña cabana en el bosque, pues eran muy pobres. Y un día, el pa-
dre les dijo a su esposa y sus hijas: «Buena esposa, buenas hijas, debo
abandonaros por algún tiempo. Pero volveré cargado de riquezas y
cosas bellas. Mis hijas tendrán muchas alhajas para ponerse en el pelo,
y todas vosotras seréis felices».
Dichas estas palabras, el padre emprendió su largo viaje.
En su camino, atravesó de noche un bosque y se encontró con un
hada.
— ¿ A dónde vas, viajero, a estas horas de la noche? —le preguntó
ésta.
— V o y a buscar fortuna —contestó.
Sin otra palabra, el hada levantó su varita y le golpeó en el hom-
bro con ella, convirtiéndolo en un ganso con plumas de oro.
El pobre padre, transformado ahora en ganso, voló a la rama de
un árbol y se dijo: «¿Qué puedo hacer por mi familia ahora? N o soy
más que un ganso, no puedo ir en busca de riquezas y mi esposa y
mis hijas son muy pobres».
Estos eran sus pensamientos mientras estaba posado sobre la rama
del árbol, y estaba terriblemente triste. Pero, de pronto, miró hacia
abajo y se vio reflejado en una charca que había dejado. «¡Mis plumas
son de o r o ! » , exclamó, sacudiendo sus alas con júbilo. Y se fue vo-
lando hasta la pequeña cabana en que su esposa y sus hijas esperaban.
« ¡ M a d r e ! , se acerca hacia aquí un ganso de oro», exclamaron las
hijas. Posándose frente a la puerta, el ganso les habló así: «Buena
gente, sé que sois pobres, pero, ved, mis plumas son de oro». Y, co-
giendo una pluma de su dorso, se la ofreció diciendo: «Coged esta
pluma, pues, y vendedla. Yo vendré de nuevo más adelante». Y dicho
esto se volvió volando al bosque.

— 45 —

_
La esposa vendió la pluma y recibió mucho dinero por ella. Y
cada vez que éste se terminaba, el ganso volvía y les daba otra pluma.
Pero un día la madre les dijo a las hijas: «Hijas mías, puede que
este ganso un día se vaya y no vuelva jamás. La próxima vez que
venga, hemos de arrancarle todas las plumas».
Las hijas lloraron amargamente al ver esta muestra de ingratitud.
Pero, con todo, cuando el ganso volvió, su madre lo agarró y le
arrancó todas las plumas. Despojado de su plumaje, el ganso no podía
volar, y su egoísta mujer lo metió en un tonel y apenas le daba que
comer.
Pero las plumas que ella arrancó se volvieron blancas como las de
cualquier otro ganso, pues el hada las había hechizado, con un he-
chizo que les hacía volverse blancas si alguien en alguna ocasión se las
quitaba.
7
Después de haber vivido algún tiempo de este triste modo en el
tonel, las alas del ganso se volvieron a poblar de blancas plumas. Y
entonces se marchó volando, muy lejos, hasta un bosque en el que EL JOVEN LORO
todas las aves eran felices, y vivió feliz con ellas por siempre jamás.

— 46 —
En lo alto de una montaña, había un bosque de ceibas, y en este
bosque vivía una bandada de loros con su rey y su reina.
Y el rey y la reina tenían un hermoso hijo, más hermoso que nin-
gún otro loro del mundo.
Pasaron los años, y el rey y la reina se hicieron viejos, y su hijo
creció hasta volverse un magnífico loro, más grande que ningún otro
loro en el mundo.
Y un día les dijo a sus padres: «Queridos padres, ahora que ya
soy crecido y fuerte, iré a los campos para traeros comida».
Y cada día volaba con la bandada hasta los campos de arroz. Y
después de comer con los demás, se llevaba en el pico una buena por-
ción para dársela a sus padres.
Pero un día los loros encontraron un hermoso campo, más fértil
que ningún otro. Y desde entonces fueron siempre allí a comer.
«He de decirle a mi amo que los loros se comen su arroz», se
dijo el mozo del granjero. Y fue a ver a éste y le dijo: «Señor, nuestro
campo es fértil y , verdaderamente, el arroz es mejor que en ningún
El joven loro lleva comida a sus padres.
otro campo. Pero cada día viene una bandada de loros para comerse
los granos, y uno de ellos, más bello que los demás, después de comer
una buena ración, se marcha con el pico lleno de arroz para almace-
narlo en otra parte».
A l propietario del campo le entró un gran deseo de ver este pá-
jaro que se llevaba consigo el arroz.
«Haz una trampa de crines de caballo y atrapa a ese loro, le dijo
a su empleado, pero tráemelo vivo».
A l día siguiente, el mozo de labranza levantó una trampa, y el
joven l o r o , al ir a posarse, sintió su diminuta pata atrapada. N o gritó
ni pidió ayuda, pues se dijo: «Si mis compañeros se enteran de que

— 49 —
me han atrapado, se sobresaltarán y no comerán. Debo esperar hasta
que hayan terminado de comer, y luego los llamaré».
Y cuando ellos hubieron terminado de comer, los llamó, pero
ninguno acudió a ayudarle; todos, atemorizados, se fueron volando.
«¿Qué he hecho? —se preguntaba— ¿Por qué me abandonan?»
Poco tiempo después llegaba el labriego a la trampa, y , agarrando
jubiloso al loro, exclamó: «¡Vaya!, tú eres justamente el que yo quería
atrapar». Y lo llevó a su amo.
El propietario del terreno tomó delicadamente al loro entre sus
manos y dijo: «Bello pájaro, ¿tienes una granja en alguna parte? ¿Es
allí donde almacenas el arroz? Cuando terminas de comer en mi
campo, te vas volando con el pico lleno de grano, pájaro malo».
El loro respondió con una dulce voz humana:
8
«Cada día con un deber cumplo
Y un tesoro voy acumulando».
EL LAGO VACIO
— D i m e —dijo el propietario del campo—, ¿cuál es ese deber con
que cumples, y cuál ese tesoro que acumulas?
— M i deber —dijo el loro— es llevar comida a mis padres, que
son viejos y no pueden volar; y mi tesoro es un bosque de amor. En
ese bosque, los más fuertes ayudan a los débiles, y los que pasan ham-
bre reciben comida.
A l oír esto, el hombre sonrió: «El campo os pertenece a todos
vosotros — d i j o — ; vuelve con tus padres que te están esperando. Pero
ven a m i campo cada día».
El hermoso pájaro voló raudo al bosque, donde sus padres lo lla-
maban. Y todos los demás loros se congregaron en torno y escucha-
ron la historia del joven loro. Y todos los loros del bosque permane-
cieron unidos y vivieron felices por siempre jamás.

— 50 —
En un hermoso lago, un lago cubierto de nenúfares, se habían
congregado muchos peces; lo habían hecho para escuchar la historia
que contaba uno de ellos.
«Erase una vez -—así decía el cuento—, en este lago había un rey,
un gran rey. Era un pez como nosotros, con el lomo dorado, pero
todavía mucho más dorado. En efecto, los que viven sobre la tierra
tienen muchas estrellas en su cielo por la noche, pero él era la estrella
de nuestro cielo, y cuando todo estaba oscuro, él alumbraba el camino
por las aguas.
«Sucedió entonces que la reina Lluvia olvidó mandar aguaceros a
la tierra antes de la época de calor. Día tras día, madre Tierra y los
sedientos rayos de sol se bebieron el agua de nuestro lago. Y el rey
Viento, lanzando fuego de este a oeste, se llevó casi hasta la última
gota. ¡ A y ! , nuestro lago se convirtió en una charca, y cada día venían
las cornejas y devoraban a nuestros compañeros.
»Pero nuestro rey, nuestro querido rey, habló con una voz queda
«Erase una vez, en este lago había un rey, un gran rey». y sus palabras llegaron hasta muy por encima de la tierra. La reina
Lluvia, oyendo su llamada, bajó su mirada desde lo alto; las hadas que
conducen a las nubes por el cielo, despertaron de su sueño; y el rey
Trueno, escuchando la plegaria, se levantó y llamó a su ejército: "¡Os
ordeno a todos: fuego!".
«Inmediatamente, el mundo entero se estremeció. Las que condu-
cen a las nubes avanzaron por el cielo; los cañones del Rey Trueno
soltaron descargas de este a oeste; el ancho cielo se abrió, mostrando
su luz interior, y el agua cayó a cántaros.
»Las gotas de lluvia caían con fuerza, pero su sonido era dulce
para nuestros oídos, comunicándonos lo que las hadas decían en el
cielo. Y mientras escuchábamos, nuestras cabecitas gachas se alzaron
de nuevo.

— 53 —
»Pero nuestro rey temía que las nubes fueran retiradas antes de
que el lago se llenara, y habló más fuerte:

"Rey del Trueno, Reina de la Lluvia


Mostrad una vez más vuestro poder
Derramad agua y más agua
Hasta que nuestro lago quede como antes".

A estas palabras, el agua se precipitó de lo alto con la fuerza de


un torrente de montaña. Retumbó el trueno y el mundo entero se es-
tremeció. Los abrasadores rayos del sol se ocultaron por f i n , y las
cornejas se alejaron.
»Y descendiendo lentamente del cielo, el rey Trueno y la reina 9
Lluvia dejaron su morada y vinieron a la tierra.
»"Tu amor, dijeron a nuestro rey, es el que ha hecho que el
mundo temblara y llovieran ríos de agua. N o temas, querido; nunca
más se vaciará este lago, pues tu voz no será nunca olvidada". EL REINO DE LOS
»Y el lago se llenó, y los nenúfares volvieron a cubrir sus aguas,
y todos hemos vivido felices desde entonces». CISNES
Muchos lagos existen en el mundo, lagos azules, lagos verdes,
con blancos lotos algunos, otros con cisnes blancos nadando en sus
aguas, pero ninguno tan bello como el lago Manasa , pues sus aguas 1

brillaban con todos los colores del cielo. Flores milagrosas con gran-
des cálices encarnados llenos de néctar crecían por sus márgenes, y
cada día soltaban un poco de su belleza en el lago.
En este reino vivían sesenta m i l cisnes, gobernados por el rey
Dhritarashtra y por Sumukha, el comandante de su ejército.
2

Los cisnes eran bellos como sirenas, y el comandante de su ejér-


cito, majestuoso y fuerte, pero ninguno de ellos podía compararse con
el rey, pues las plumas de éste eran de plata reluciente, y cuando se

1
Mánasa o Mánasarowar («el lago más excelente de la Mente») es el nombre de
un lago sagrado y lugar de peregrinaje tanto para los hindúes como para los budistas, al
igual que para los practicantes de la antigua religión Bon del Tíbet.
Está situado en el Himalaya occidental, en la región del Monte Kailas (de 6.714
m . ) , éste mismo lugar sagrado por excelencia, y ambos hoy en territorio de la República
Popular China.
El lago Mánasa, situado a 4.557 m . de altitud, está considerado como el lago de
agua dulce más alto del mundo, y es el lugar de origen de los gansos salvajes, al que
emigran cada año en la época de cría.
A h o r a bien, tanto el Monte Kailas como el lago Mánasa cobran su especial signifi-
cación por el hecho de ser considerados el reflejo físico de una realidad espiritual: el
p r i m e r o es la expresión del mítico Monte Meru (en el budismo, Sumeru), centro («om-
bligo») del mundo, en cuya cima señorea Siva. Su forma se considera como represen-
tando un ¡inga, símbolo del principio masculino de la manifestación, mientras el lago,
por su parte, simboliza el principio femenino.
Se trata, respectivamente, de la representación del Espíritu Universal y el Alma
del M u n d o , que, en el hombre, corresponden al Intelecto y al alma pensante (Mánasa
deriva de manas, palabra emparentada con «mente»).
- Dhritarashtra (en pali, Dhattarattha) es el nombre de un rey del Mahábha-
ratha. En el budismo, designa a un rey de los gandharvas, seres semidivinos que ya
aparecen en el Rig-Veda.

— 57
deslizaba sobre las aguas por la noche, era como si la luna estuviera en Día tras día, hablaban del maravilloso lago de las entradas de Be-
narés, y los sesenta mil cisnes se impacientaban.
e l
°'
l a g

«¡Llévanos allá, oh rey!», pedían a Dhritarashtra cada día. Este,


En todos los palacios, los cortesanos hablaban a sus señores del
por f i n , se decidió a partir. Pero Sumukha, el reflexivo, no se
reino de los cisnes. Muchos monarcas elogiaban esa maravillosa nación
alegraba.
y se maravillaban de sus gobernantes Dhritarashtra y Sumukha. Pero
«Mi señor —dijo a Dhritarashtra—, ¿estáis completamente seguro
quien sentía mayores anhelos de ver a éstos era Brahmadatta, el rey de
de que es prudente contentar a vuestros subditos en esta cuestión? Te-
Benarés.
ned cuidado con las palabras de los hombres; dulce es ciertamente la
Así pues, un día congregó a sus cortesanos y dijo: «Fieles y pru- invitación, pero no conocemos lo que se esconde detrás de ésta. Pero
dentes cortesanos, vuestro rey nunca será feliz si no realiza determi- si, no obstante, habéis decidido que vayamos, no estemos más que un
nado deseo». solo día».
— ¿Podemos saber, señor, de qué deseo se trata? —preguntaron. Dhritarashtra accedió a esto, y a la caída de la noche, la bandada
—Anhelo conocer al rey y al comandante del lago Manasa; de- de cisnes alzó el vuelo y se dirigió a Benarés. Llegaron al lago al ama-
cidme, pues, cómo puedo ver realizado este deseo —contestó el rey. necer, y en un instante se olvidaron de Manasa y nadaron entre las
« O h rey —dijo uno de los cortesanos—, si quisierais oír mi con- flores como en un sueño. Se deslizaron majestuosamente por las pláci-
sejo: sólo existe un modo. De orden vuestra, podría construirse cerca das aguas, brillando como sesenta mil estrellas del cielo, mientras la
de la entrada de Benarés un lago más espléndido aún que el lago Ma- noticia de su llegada le era llevada a Brahmadatta, quien exclamó albo-
nasa. Y cada día deberían vocearse estas palabras: " E l rey de Benarés rozado: «¡Atrapad a Dhritarashtra y a Sumukha y traédmelos a pala-
ofrece este lago a todas las aves del mundo, que estarán bajo su cio!».
protección". Los servidores del rey no fueron tardos en colocar una trampa
»Pronto llegaría la noticia a los cisnes del lago Manasa, los cuales, entre las flores, y pronto la argéntea pata de Dhritarashtra quedó atra-
oyendo decir que existía en el mundo un lago más hermoso que el pada en ella. M u y alarmados, los sesenta mil cisnes levantaron el
suyo, se apresurarían a visitarlo». vuelo frenéticamente con agudos gritos de pena y dolor, como si su
Este consejo agradó al rey, quien dio las ordenes para que se ini- jefe hubiera sido muerto en combate. Sólo Sumukha permaneció junto
ciaran los trabajos. Fueron traídos árboles de floración perpetua desde a su señor.
lejanas tierras. Se llenó el lago con agua tan clara que podía verse na- «¡Vuelve a Manasa!», dijo Dhritarashtra a Sumukha, mis subditos
dar a los peces en su interior. Cuando el lago estuvo terminado, era no pueden ser dichosos solos. ¡Hazlo por ellos, oh Sumukha! Necesi-
mucho más grande que el lago Manasa. Y los pájaros, las abejas y las tan a su jefe para que los proteja en el lago».
mariposas acudían a millares para cantar y bailar en él. Pero Sumukha no quiso escuchar y permaneció junto a su rey.
Cada día se oía el pregón invitando a las aves de las demás tie- Cuando el servidor de Brahmadatta vio que un cisne había quedado
rras. Y éstas, llegando de todos los confines del mundo, hicieron del atrapado y que otro se quedaba esperando a su lado, los contempló
lago un lugar de reunión. asombrado.
U n día, dos jóvenes cisnes del lago Manasa abandonaron su reino « T u compañero está atrapado, dijo a Sumukha, pero tú, oh her-
para viajar por todo el mundo. Sobrevolando Benarés, vieron el en- moso cisne, estás libre. ¿Por qué te quedas ahí, pues? ¿ N o sabes acaso
cantador lago y , oyendo la invitación, descendieron y contemplaron a que los guardias pueden cogerte? Tus alas son blancas y perfectas; alé-
su alrededor. Lo que sus ojos vieron era un espectáculo de gran be- jate volando, pues, valiente cisne, y no te demores aquí».
lleza: árboles y flores que ni siquiera habían visto en sueños, e incluso Pero Sumukha respondió con voz humana: «Esta ave que habéis
guirnaldas de flores meciéndose suavemente en el centro del lago. capturado es nuestro rey. ¿ C ó m o puedo, pues, huir de aquí y vivir
« ¡ O j a l á fuera éste nuestro reino!», exclamaron. Se desplazaron de feliz lejos de él? Si quisieras complacerme, oh guardia, llévame con-
un extremo a otro del lago, y luego alzaron el vuelo y regresaron a su tigo y déjalo libre a él».
patria.
— 59 —
« N o temas, contestó el guardia, no se le hará ningún daño a tu
rey. Es cierto que su pata argéntea está atrapada, pero sólo porque
nuestro rey Brahmadatta desea verlo. Ven, pues, sobre mi hombro, al
palacio. Nuestro rey os rendirá honores a ambos».
Fue todo tal como este hombre había dicho, y cuando hubo lle-
vado a los cisnes, desatados, al palacio del rey, y hubo contado a
Brahmadatta la historia, el rey permaneció mudo de asombro y temor
reverencial. Pero Dhritarashtra le habló con una voz dulce y el cora-
zón del rey se inclinó hacia él. Conversaron juntos alegremente, y
luego que se les hubieron dispensado a los dos cines todos los favores
reales, partieron de la Corte y regresaron a Manasa.
Fue un jubiloso regreso al hogar para los sesenta mil cisnes, y
desde entonces todos ellos vivieron felices por siempre jamás.
10

LA PRUEBA DEL
MAESTRO
«Soy pobre y débil», dijo un día un maestro a sus discípulos,
pero vosotros sois jóvenes, y yo os enseño: es deber vuestro, por lo
tanto, conseguir el dinero que vuestro viejo maestro necesita para
vivir».
«¿Cómo podemos hacer eso? —preguntaron los discípulos—. Las
gentes de esta ciudad son tan poco generosas que sería inútil pedirles
ayuda».
«Hijos míos —contestó el maestro—, existe un modo de conse-
guir dinero, no pidiéndolo, sino cogiéndolo. N o sería pecado para no-
sotros robar, pues merecemos más que otros el dinero. Pero, ¡ay!, yo
soy demasiado viejo y débil para hacerlo».
«Nosotros somos jóvenes —dijeron los discípulos— y podemos
hacerlo. N o hay nada que no hiciéramos por vos, querido maestro.
Decidnos sólo cómo hacerlo y nosotros obedeceremos».
«Sois jóvenes —dijo el maestro— y es poca cosa para vosotros el
apoderaros de la bolsa de algún hombre rico. Así es cómo debéis ha-
cerlo: escoged algún lugar tranquilo donde nadie os vea, y luego aga-
rrad a un transeúnte y coged su dinero, pero no lo lastiméis».
«Vamos inmediatamente», dijeron todos los discípulos excepto
uno, que había estado callado, con la mirada baja.
El maestro miró a ese joven discípulo y dijo:
— M i s otros discípulos son valientes y están deseosos de ayu-
darme, pero a t i poco te preocupa el sufrimiento de tu maestro.
No hay lugar alguno en que nadie nos vea. —Perdonadme, maestro —contestó—, pero el plan que nos ha-
béis explicado me parece irrealizable; éste es el motivo de mi silencio.
—¿Por qué es irrealizable? —preguntó el maestro.
— Porque no existe lugar alguno en el que no haya nadie que nos
vea —contestó el discípulo—; incluso cuando estoy solo mi Yo me

— 63 —
observa. Antes cogería una escudilla e iría a mendigar que permitir
que m i Y o me viera robar.
A estas palabras, el rostro del maestro se iluminó de gozo. Estre-
chó a su joven discípulo entre sus brazos y le dijo: «Me doy por di-
choso si uno solo de mis discípulos ha comprendido mis palabras».
Sus otros discípulos, viendo que su maestro había querido poner-
los a prueba, bajaron la cabeza avergonzados.
Y desde aquel día, siempre que un pensamiento indigno les venía
a la mente, recordaban las palabras de su compañero: «Mi Yo me ve».
Así se convirtieron en grandes hombres, y todos ellos vivieron fe-
lices por siempre jamás.

11

LOS DOS CERDITOS

— 64 —
« T o c - t o c , toc-toc». «¿Quién pasa por el camino?, se preguntaron
dos cerditos al borde del camino vecinal. Se trataba de una anciana tan
encorvada como el sauce que se dobla hasta tocar las aguas del lago.
« C r a c k , crack», crujía su bastón mientras caminaba; y cuatro oji-
tos asustados atisbaban por entre la hierba.
«¿Quiénes sois, pequeños? —preguntó la anciana— ¿Os ha de-
jado solos vuestra madre? Entrad en mi cesto; os llevaré a mi casita
cerca de la entrada de Benarés y seré vuestra madre».
Y la anciana cogió a los dos cerditos y los puso en su cesto, que
estaba lleno de algodón que traía de los algodonales. Luego, siguió
andando, «toc-toc, toc-toc», hasta que llegó a su casita, donde sacó a
los cerdos del cesto y se los puso sobre las rodillas, y sonreía y reía y
se sentía muy feliz. Llamó al mayor Mahatundila y al pequeño, Culla-
tundila
Y los días y los años pasaron y la anciana alimentaba a los cerdos
y los amaba como si fueran hijos suyos.
Pero un día se celebró en el pueblo cercano un gran festín. Y los
hombres del pueblo bebieron todo el día hasta emborracharse, y , ha-
biéndose terminado toda la carne que había en el pueblo, y aún no
saciados, apetecieron más. Fueron a ver, pues, a la anciana y dijeron:
« M a d r e , aquí tienes este dinero; danos tus cerdos a cambio».
« D e ningún modo —respondió ella—; no os los daré. ¿Da al-
guien acaso a sus hijos a cambio de dinero?».

' Tundila significa « v i e n t r e p r o m i n e n t e » , y es un e p í t e t o habitualmente aplicado


a los Yaksa-s ( V . infra, n . ° 14, nota 1).

— 67 —
«Esos no son tus hijos, madre, son cerdos —dijeron los hom- Pero Cullatundila estaba perplejo: «¿Por qué habla de este modo
bres— ¿Qué harás con ellos más adelante? Dánoslos ahora, madre, y mi hermano? Nunca nos bañamos en una charca, ni encontramos per-
todas estas monedas de oro serán tuyas». fume alguno».
Pero la anciana se limitó a sacudir su astuta cabeza. Entonces, los «Dime, hermano — d i j o — , ¿qué es la charca y cuál el perfume
hombres la hicieron beber, y cuando estuvo ebria le volvieron a decir: que nunca se desvanece?»
«Madre, coge este dinero y danos los cerdos». Mahatundila contestó, y la gran multitud calló mientras él ha-
«No os puedo dar a Mahatundila, pero coged a Cullatundila», blaba: «La charca es el amor, y éste es la fragancia que nunca se des-
d i j o , y , poniendo arroz en la pequeña escudilla, dejó ésta a la puerta y vanece. N o te entristezcas, hermano; no te dé pena dejar este mundo.
llamó: «¡Cullatundila, Cullatundila!» Muchos están en él y son infelices, muchos parten y alcanzan la
Mahatundila, oyendo la llamada, pensó: «Madre nunca ha lla- dicha».
mado primero a Cullatundila; siempre me llama a mí primero. ¿Qué La dulce voz se introdujo incluso en la cúpula de marmol del pa-
peligro nos acecha hoy?» lacio del rey de Benarés, a quien le movieron al llanto.
Mientras, Cullatundila se acercó a la casita de la anciana, pero al La multitud de los miles de ciudadanos, por su parte, agitaron la
ver la escudilla a la puerta, y a tantos hombres allí con cuerdas en las mano y lanzaron fuertes gritos de júbilo. Luego, llevaron a Mahatun-
manos, volvió sobre sus pasos y se fue con Mahatundila, con el cora- dila y a Cullatundila al palacio, donde el rey dio órdenes para que los
zón temblando de miedo. dos hermanos fueran bañados en el más suave perfume y vestidos con
— Hermano — d i j o Mahatundila—, ¿por qué tiemblas así? galas de seda. Les ofrecieron joyas para colgarse alrededor de sus cue-
—Madre ha puesto nuestra escudilla a la puerta y allí hay hom- llos, y en lo sucesivo, mientras el rey vivió, ellos vivieron con él en
bres con cuerdas. Me temo, hermano, que nos acecha algún peligro palacio, y todos los litigios fueron llevados ante Mahatundila, el bie-
—contestó. naventurado, quien los resolvía.
Los bondadosos ojos de Mahatundila se posaron tiernamente so- Por f i n , cargado de años, el rey murió, y Mahatundila y su her-
bre su hermano, y con voz baja y dulce dijo: «No te aflijas. Has de mano abandonaron la ciudad para vivir en el bosque, con gran des-
saber que hemos sido criados y alimentados para este día, precisa- consuelo de la población de Benarés, que lloró a su partida.
mente. ¡Ay!, nuestra carne es lo que quieren los hombres. Ve, Culla- Pero el reinado de la justicia no terminó en esa tierra. La gente
tundila; responde a la llamada de Madre». Y a continuación, conmo- continuó viviendo junta en concordia, y todos fueron felices por siem-
vido por las lágrimas de su hermano, habló así: pre jamás.

«Báñate en la charca como en un lucido día de fiesta


Y encontrarás un perfume que nunca se desvanece».

Y mientras hablaba así, el mundo entero se transformó. Las flore-


cillas entre la hierba abrieron sus corazones para escuchar, los árboles
se inclinaron, el viento se apaciguó y los pájaros se detuvieron en su
vuelo. Los hombres y la anciana ya no estaban ebrios y las cuerdas les
cayeron de las manos. La dulce voz penetró en la ciudad de Benarés y
fue escuchada por miles de ciudadanos, ricos y pobres. A todos les
saltaron las lágrimas, y unánimemente se fueron corriendo en la direc-
ción de donde venía la voz, hasta llegar a la casita, donde, derribando
la cerca, se agolparon.

— 68 — — 69 —
12

EL BUFALO PACIENTE
U n gigantesco búfalo con poderosos cuernos estaba tumbado
durmiendo bajo un árbol.
Dos maliciosos ojos atisbaron entre las ramas, y un pequeño
mono d i j o :

«Conozco a un viejo búfalo que está durmiendo bajo el árbol


Pero yo no le tengo miedo, ni él me lo tiene a mí».

Y saltó desde las ramas sobre el lomo del búfalo. Éste abrió los
ojos y , viendo al mono bailar sobre sus ancas, los volvió a cerrar,
como si sólo se tratase de una mariposa.
Entonces, el picaro mono ensayó otra jugarreta. Saltando sobre la
cabeza del búfalo, entre sus dos enormes cuernos, y cogiendo los ex-
tremos de éstos, se balanceó como sobre un árbol. Pero el búfalo ni
siquiera pestañeó.
«¿Qué puedo hacer para que se enfade mi buen amigo?», se pre-
guntaba el mono. Y mientras el búfalo pacía en el campo, él iba piso-
teando toda la hierba que éste quería comer. Pero el búfalo se limitaba
a irse a otro lugar.
El malicioso mono cogió un palo y le golpeó al búfalo en las orejas
O t r o día, el malicioso mono cogió un palo y le golpeó al búfalo
con él. en las orejas con él. Luego, mientras el búfalo iba caminando, el
mono se sentó en su lomo y cabalgó a modo de un héroe, sosteniendo
el palo en la mano.
El búfalo no soltó ni siquiera una queja por todo esto, aún
cuando sus cuernos eran fuertes y poderosos.
Pero un día, mientras el mono cabalgaba sobre su lomo, apareció
un hada.

— 73 —
«Eres grande, oh búfalo —dijo ella—, pero conoces poco tu pro-
pia fuerza. Tus cuernos pueden abatir árboles y tus patas, triturar pie-
dras. Los leones y los tigres temen acercarse a t i . Tu fuerza y tu be-
lleza son conocidas por el mundo entero, y aun así te paseas con un
estúpido mono sobre el lomo. U n solo golpe con tus cuernos lo atra-
vesaría, y uno solo con tu pie lo aplastaría. ¿Por qué no lo arrojas al
suelo y terminas con todo este juego?»
« E s t e mono es pequeño —contestó el búfalo—, y la Naturaleza
no le ha dado mucho seso. ¿Por qué habría, pues, de castigarlo? Ade-
más, ¿por qué habría de hacerlo sufrir para ser yo feliz?».
A estas palabras, el hada sonrió y con su varita mágica ahuyentó
al mono. Y puso sobre el gran búfalo un hechizo por el cual nadie
pudiera volver a hacerlo sufrir, y él vivió feliz ya por siempre jamás.
13

EL «SARABHA»

— 74 —
Existe un ciervo que vive tan en lo profundo de cierto bosque,
que nadie lo ve jamás. Los hombres lo llaman el «Sarabha». Si prestas
o í d o s , pequeño, cuando el mundo se acalla y el sol ya está lejos, po-
drás oír su voz que llega débilmente desde el bosque.
U n día, un rey cazaba en ese bosque y penetró tanto en el
mismo, que alcanzó a ver a uno de estos «sarabhas».
«¿Quién eres tú, hermosa criatura?», exclamó. Pero el sarabha se
fue corriendo y desapareció por entre los árboles.
« ¡ L o atraparé! —exclamó furioso el rey—, ¡no se me escapará!»
Y precipitándose adelante sobre su caballo, lanzó flechas contra el
hermoso ciervo. Las flechas volaban en torno a éste, pero él no les
tenía miedo y corría sobre la hierba como un pájaro vuela por el aire.
El caballo del rey corrió cada vez más veloz, y el bosque, las
montañas y los valles se sucedieron sin que el rey reparase en ellos.
Sus monteros, su ejército, su escuadrón de elefantes quedaron atrás,
en el bosque, buscando en vano a su rey. Todos ellos fueron olvida-
dos: para el rey no existía otra cosa en el mundo que el hermoso
ciervo al que estaba persiguiendo.
« ¡ C o r r e más, más!», gritaba el rey enfurecido. Los cascos de su
caballo apenas tocaban el suelo en su galope. Pero, inesperadamente,
abocaron a un profundo abismo, que el sarabha había salvado limpia-
mente de un salto.
El rey no vio el abismo, pues sólo tenía ojos para la presa que
perseguía, pero su caballo sí lo advirtió y , no atreviéndose a saltar, se
detuvo bruscamente en el borde del mismo, saliendo despedido el rey
Escaló las abruptas paredes con una fuerza superior a la del más
y cayendo al abismo.
poderoso elefante.
« ¿ C ó m o es que ya no oigo el fragor de los cascos del caballo?
— se preguntó el sarabha— ¿Se ha vuelto el rey, o acaso ha caído en el
abismo?»

— 77 —
El sarabha miró detrás de él y vio al caballo corriendo de un lado
para otro sin jinete, y su corazón se llenó de pena.
«¡El rey ha caído al abismo! ¡Está completamente solo! ¡Su ejér-
cito está muy lejos! Sin duda, está sufriendo más de lo que sufriría
otro cualquiera en una situación así, pues él tiene un ejército, deslum-
brante de oro, un centenar de elefantes y hombres que lo guardan y
están a su servicio. Pero ahora está solo, ¡pobre rey!. Lo salvaré, si
todavía está vivo».
Estos eran los pensamientos del sarabha mientras se daba la vuelta
y regresaba al abismo. A l llegar al borde, miró abajo y vio a su ene-
migo doliéndose en el polvo. Inclinándose, le habló con voz suave:
«Rey de hombres — d i j o — , no tengas miedo de mí. N o soy un
duende de los que causan daño a los que se extravían lejos de su ho-
gar. Yo bebo la misma agua que tú bebes y como la hierba que crece
14
en la tierra. Puedo ayudarte, oh rey, y sacarte de este abismo. Confía
en mí: bajaré».
«¿Es cierto lo que ven mis ojos? —se preguntó el rey— ¿No es LA CIUDAD DE LOS
ése m i enemigo, que ha venido a auxiliarme?» Viendo al sarabha, el
corazón del rey se inundó de vergüenza. «Noble animal.—dijo-—, no
estoy muy lastimado, pues la armadura que llevo es muy fuerte. Pero
DUENDES
la idea de que he sido tu enemigo me duele mucho más que mis heri-
das. Perdóname, bienaventurado».
A l oír estas palabras, el sarabha supo que el rey confiaba en él y
sentía amor por él. Descendió al fondo del abismo y, poniendo al rey
sobre su lomo, escaló las abruptas paredes del mismo con una fuerza
superior a la del más poderoso elefante, devolviendo al rey al bosque.
El rey, entonces, lanzó sus brazos en torno del cuello del sarabha.
«¿Cómo puedo agradecértelo? — d i j o — . M i palacio, mi país son tuyos.
Ven, querido, vuelve conmigo a la ciudad. N o puedo permitir que te
quedes en este bosque para que te maten los cazadores o las fieras».
«Gran rey —dijo el sarabha—, no me pidas que vaya a tu pala-
cio. Este bosque es mi país, los árboles son mis palacios. Pero si quie-
res hacerme feliz, concédeme este favor, pues, te lo ruego: no caces
más en este bosque, para que los que viven bajo sus árboles puedan
ser libres y felices».
El rey se lo prometió de buen corazón y regresó a palacio, con
gran regocijo de su pueblo, que lo recibió con vítores. Entonces, sin
más dilación, publicó un decreto por el cual desde aquel momento na-
die podía volver a cazar en el bosque. Y el rey y su pueblo y los ani-
males del bosque vivieron felices por siempre jamás.

— 78 —
U n gran barco había sido arrojado por las embravecidas olas con-
tra la rocosa costa de una isla. Afortunadamente, la tripulación y los
viajeros, quinientos hombres en total, no se habían ahogado. Su situa-
ción, no obstante, era desventurada. Pero, al mirar en torno suyo, se
les alegró el ánimo viendo la belleza de los alrededores. «Nuestro
barco se ha hundido —dijeron—, pero sin duda esta isla alberga innu-
merables tesoros».
A l cabo de un rato, llegó a sus oídos el sonido de unas voces y
vieron acercarse a un grupo de mujeres. Pronto llegaron éstas al lugar
donde estaban los hombres y les hablaron así:
«¿De dónde venís, viajeros? ¿Se ha estrellado vuestro barco con-
tra las rocas? Los hombres de esta isla partieron ha mucho en un
barco y no regresaron jamás. ¡Venid, pues, a nuestras casas, viajeros!
Cuidaremos de vosotros y os haremos felices».
Éstas fueron las seductoras palabras de las mujeres, y mientras
hablaban así ataban a los hombres con mágicas cadenas, y sin saber
éstos que eran arrastrados por esas cadenas, siguieron a las mujeres
hasta sus casas. Y durante algún tiempo vivieron en la ciudad y co-
mieron el arroz que las mujeres preparaban en platos de oro.
Pero una noche, cuando todos los hombres dormían, uno de los
quinientos se despertó y oyó extrañas voces. «¿A quién pertenecen
esas voces? —se preguntó— ¿No son voces de duendes?»
Se levantó en silencio de la cama y se escondió detrás de una gran
piedra y observó. Pronto obtuvo recompensa su espera, pues vio que
las mujeres, transformadas en duendes, andaban por la ciudad.
«¡Es una ciudad de duendes! —exclamó el hombre horro-
1

rizado—; debo decírselo a mis compañeros. ¡Tenemos que huir de


aquí!».
Tan pronto como se le abrieron de este modo los ojos, vio que
estaba atado con cadenas. Cuando llegó la mañana, contó a sus com-
pañeros lo que había visto. Algunos no le creyeron, pero otros pre-
Los demás volvieron a su país volando a lomos del caballo de plata. guntaban con voz temblorosa «¿Cómo podemos escapar?»

1
Traducimos así literalmente el inglés «goblin». Se trata, en realidad, de Yakkkmi-s
(sánscrito Yaksini-s, femenino de Yaksa), presentadas aquí como una especie de demo-
nios femeninos que buscan, como ciertas hadas de nuestros cuentos occidentales, unirse
.1 los hombres.
Los Yaksa-s fueron originariamente considerados como una especie de genii loa,
habitantes de los bosques y las montañas y guardianes de tesoros, y se caracterizaban,
entre otras cosas, por sus abultados vientres (tundila-s).

— 81 —
« N o podemos —contestó el hombre—, estamos atados con cade-
nas mágicas».
Mientras decía estas palabras, hubo un destello de luz y del cielo
bajó u n caballo blanco , que se paró en tierra ante ellos. Y oyeron
1

una suave voz que procedía del mar que decía:

«Un caballo alado, con alas de plata, ha respondido a vuestra


llamada.
Montad en su lomo, vuestras cadenas se romperán, y él os salvará».

Y aquellos que no creyeron la historia de su compañero permane-


cerion con las mujeres en la ciudad de duendes, pero los demás vol-
vieron
felices
a su país volando a lomos del caballo de plata, y todos vivieron
por siempre jamás.
15

EL GRAN ELEFANTE

1
Se trata del caballo «Balaha», encarnación del bodhisattra Aralokitesvara.

— 82 —
M u y en lo profundo del desierto de arena había un pequeño oasis
tic palmeras y flores. Y en ese oasis vivía, como un ermitaño solitario,
un elefante, un hermoso elefante. Comía los frutos de los árboles y
bebía en un riachuelo que corría por entre las rocas. Vivía feliz, bai-
lando entre los plátanos, observando noche y día avanzar al desierto.
Pero un día, mientras avanzaba bailando, de lo lejos llegaron
hasta sus oídos unas extrañas voces.
«¿A quién pertenecen estas voces? —se preguntó— ¿No son
acaso voces de hombres, oh infelices hombres? ¿Quiénes son esos
hombres y por qué atraviesan el desierto? Sin duda están perdidos, o
quizá sufren algún terrible dolor».
Estos eran los pensamientos del hermoso elefante mientras avan-
zaba en dirección hacia donde procedían las voces. Anduvo un buen
trecho por las candentes arenas, hasta que se encontró con un nume-
r o s o grupo de hombres apretados unos contra otros y que se hallaban
a las puertas de la muerte. Y a este lastimoso espectáculo, sus ojos,
por primera vez en su feliz vida, se llenaron de lágrimas.
«¡Oh viajeros! —les dijo con voz compasiva—, ¿de dónde venís y
.1 dónde vais? ¿Os habéis extraviado en el desierto? Decidme, oh
uando los hombres llegaron al lugar, vieron la gigantesca figura hombres, a fin de que yo pueda ayudaros de alguna forma».
un gran temor se apoderó de ellos. Tan contentos se pusieron los hombres al oír estas palabras afec-
i u o s a s , que cayeron de rodillas ante él. «Bello animal —dijeron—, he-
m o s sido expulsados de nuestro país por el rey, y hemos vagado por
el desierto durante muchos días. N o hemos encontrado ni una gota de
agua para beber, ni comida alguna para restablecer nuestras fuerzas.
¡Ayúdanos, querido—suplicaron—, ayúdanos!».
«¿Cuántos sois?», preguntó el elefante.
• Tramos mil —contestaron—, pero muchos han muerto en el ca-
mino».

— 85 —
El elefante los contempló. Uno imploraba agua, otro pedía co-
mida. «Sois débiles, oh hombres —dijo—, y la ciudad más próxima
queda demasiado lejos para que podáis llegar a ella sin agua ni co-
mida. Por lo tanto, andad hacia la montaña que tenéis delante. A sus
pies encontraréis el cuerpo de un gran elefante, que os proporcionará
comida, y cerca corre un río de agua dulce».
Cuando hubo pronunciado estas palabras, salió corriendo por las
arenas ardientes y desapareció como había llegado.
« ¿ A dónde fue el gran elefante? ¿Y por qué se fue corriendo tan
aprisa?» —se preguntaron.
El elefante se fue directamente hacia la montaña, la misma que
había señalado a los hombres. Pero fue por otro camino, a fin de que
los hombres no lo vieron ir hacia ella. Subió a la cima de la montaña
y entonces, desde el punto más alto, y con un tremendo salto, fue a

estrellarse contra el suelo.
Cuando los hombres llegaron al lugar, vieron la gigantesca figura
y un gran temor se apoderó de ellos. LA RIÑA DE LAS
« ¿ N o es éste nuestro querido elefante?, exclamó uno de ellos.
« L a cara es la misma; los ojos, aunque cerrados, son los mis- CODORNICES
m o s » , dijo otro.
Y todos ellos se sentaron en la arena y lloraron amargamente. A l
cabo de un rato, uno de ellos habló.
«Compañeros —dijo—, no podemos comernos este elefante que
ha dado su vida por nosotros».
«Al contrario, amigos —replicó otro—, si no nos comemos este
elefante, su sacrificio habrá sido estéril y moriremos antes de llegar a
otra ciudad. Quedaremos sin ayuda y su deseo tampoco se verá cum-
plido».
N o hubo más palabras. Los hombres inclinaron sus cabezas sobre
la arena ardiente y comieron la carne con lágrimas en los ojos. Y ella
los hizo fuertes, muy fuertes, y pudieron cruzar el desierto y llegar a
una ciudad donde sus problemas terminaron. Nunca olvidaron al gran
elefante y vivieron felices por siempre jamás.

— So-
¡ O í d esos gritos lastimeros que atraviesan cada día el silencioso
b o s q u e ! ¡ A h ! , son los gemidos de seis m i l codornices. ¡Pobres aves!
C a d a día llega u n h o m b r e del pueblo y las cubre con una red cuando
se posan en el suelo. Después de arrojar la r e d , la recoge, atrapando
asi a centenares de codornices, que lleva al pueblo para venderlas.
A h o r a b i e n , u n día la reina C o d o r n i z d i j o : « N o lloréis más, pe-
queñas mías. Si hacéis caso de las palabras de vuestra reina, no os
atraparán n u n c a . C u a n d o arrojen la red sobre vosotras, pasad las ca-
bezas p o r los agujeros y levantad el vuelo todas juntas, elevando así la
r e d en el aire. Si entonces os posáis sobre una montaña erizada de
púas, éstas mantendrán la red p o r encima del suelo y vosotras podréis
escapar p o r debajo antes de que el aldeano llegue a la montaña. H a -
c e d l o c o m o y o os d i g o , y todas os salvaréis. Pero si algún día se le-
vanta una riña entre vosotras, y empezáis a pelearos, ese día, ¡ay!, os
atraparán y nunca más volveréis a ver el bosque».
«No lloréis más, pequeñas mías. Si hacéis caso de las palabras de Las codornices h i c i e r o n tal c o m o su reina les había aconsejado, y
vuestra reina, no os atraparán nunca». cada día, el aldeano volvía a su casa sin u n real, y su mujer se enfa-
daba m u c h í s i m o .
« N o te preocupes — l e d i j o una noche a su m u j e r — . Esas per-
versas codornices se pelearán u n día de éstos, y entonces las atraparé
tácilmente».
Y sucedió que u n día una c o d o r n i z le pisó la cabeza a o t r a .
« ¡ T e v o y a dar lo que te mereces!», gritó enfurecida la codorniz
l a s t i m a d a , saltando sobre la otra y golpeándole en las alas. «¡Fuera de
aquí, f u e r a ! » , gritaba.
La reina C o d o r n i z , viendo la pelea, d i j o a las demás: « N o nos
q u e d e m o s aquí. Estas dos infelices seguro que acabarán mal». Y se fue
v o l a n d o c o n aquellas que h i c i e r o n c'aso de su advertencia.
Y mientras las dos codornices seguían peleándose, una extraña
nube oscura cayó sobre sus cabezas: ¡era la red!
Muchas más fueron atrapadas con éstas y llevadas al pueblo para
ser sacrificadas. Pero la prudente reina Codorniz y aquellas que escu-
charon su consejo nunca fueron atrapadas. Y en el pequeño y silen-
cioso bosque, vivieron todas felices por siempre jamás.

17

FUEGO EN EL BOSQUE
«Portaos bien, pequeñas —dijo Mamá Codorniz a siete pequeñas
codornices que piaban en el nido—: Papá y Mamá pronto os traerán
gusanitos, e insectos y semillas».
Pero cada vez que Papá y Mamá Codorniz volvían al nido, seis
pequeñas codornices cogían los gusanos y los insectos, pero la séptima
sólo comía las semillas. Y así, mientras las alas de sus hermanas se
hacían firmes y fuertes, las suyas no creían nada.
Una noche, cuando la pequeña familia estaba arrebujada cómoda-
mente en el nido, fue despertada por unos tristes gemidos que llega-
ban de lo profundo del bosque. Papá y Mamá Codorniz y las siete
pequeñas codornices se asomaron fuera del nido.
¿Qué eran esas ígneas nubes rojas que se cernían sobre los árboles
a lo lejos?
Las pequeñas codornices se pusieron a llorar, y sus padres las
apretaban bajo sus alas, mientras las enormes nubes rojas bramaban.
«¡Mira, papá! —exclamó la séptima codorniz—, hay un fuego en
el b o s q u e » .
Las ardientes llamas avanzaron por el bosque a la velocidad del
viento, quemándolo todo a su paso.
La pequeña no tenía miedo; miró fijamente a las llamas con sus dos El estruendo se acercaba cada vez más, y pronto el fuego estuvo
ojillos brillantes. cerca del nido. N o había tiempo que perder y, como un rayo, Papá y
Mamá Codorniz y las seis pequeñas codornices se lanzaron a volar.
Pero la séptima se quedó sola, pues no tenía alas para volar.
Las enormes nubes rojas bramaban mientras danzaban alrededor
del nido. Pero la pequeña no tenía miedo; miró fijamente a las llamas
con sus dos ojillos brillantes, y, con su vocecita gorjeante, les habló
así:

— 93 —
« S o y pequeña y no tengo alas. ¿Por qué venís a este nido chi-
quito en el que me han dejado sola? Seguid vuestro camino, poderosas
llamas, no hay nada aquí para vosotras».
Mientras hablaba de este modo, el furioso fuego se encogió y de-
sapareció entre los árboles. El bosque quedó silencioso como después
de una tormenta.
Luego, empezaron a levantarse vocecillas del cenagal y las ranas
dieron la señal de que todo estaba despejado. Una a una, fueron aso-
mándose cabecitas desde sus escondrijos. Las nubes de humo se ha-
bían disipado y la reina Luna sonrió nuevamente por entre los árbo-
les. La pequeña codorniz también sonrió en su nido al ver despertar
de nuevo al bosque, y vivió allí feliz por siempre jamás.
18

EL FIN DEL MUNDO


U n día, una pequeña liebre sentada bajo un árbol frutal pensaba y
pensaba. ¿En qué pensaba la pequeña liebre bajo el árbol?
«¿Qué me sucederá cuando la tierra llegue a su final?», se pre-
guntaba. Y en ese preciso momento, cayó un fruto del árbol. La lie-
bre salió corriendo tan deprisa como podían llevarla sus patas, con-
vencida de que el ruido del fruto cayendo al suelo era el de la tierra
haciéndose pedazos. Y corrió y corrió, sin atreverse a volver la vista
atrás.
« ¡ H e r m a n a , hermana! —gritó otra pequeña liebre que la vio
correr—, dime por favor qué ha sucedido».
Pero la liebre siguió corriendo y ni siquiera se volvió para res-
ponder. Pero la otra liebre corrió tras ella, llamándola cada vez con
más fuerza: «¿Qué ha ocurrido, hermanita, qué ha ocurrido?»
Por f i n , la liebre se detuvo un momento y dijo: «¡La tierra se está
haciendo pedazos!»
A l oír esto, la otra liebre se puso a correr más rápido todavía.
Una tercera liebre se unió a estas dos, y luego una cuarta, una quinta,
hasta un total de cien mil liebres, que corrían a toda velocidad por los
campos. Y corrieron por el bosque y las profundas selvas, y los cier-
vos, los jabalíes, los alces, los búfalos, los bueyes, los rinocerontes,
los tigres, los leones y los elefantes, oyendo que la tierra tocaba a su
hasta una montaña que se levantaba en el camino l i n , corrieron todos locamente con ellas.
de los animales. Pero entre los que vivían en la selva había un león, un león sabio,
que sabía todo lo que tenía lugar en el mundo. Y cuando supo que tan-
tos centenares y millares de animales se iban corriendo porque creían
que la tierra se estaba haciendo pedazos, pensó: «Esta tierra nuestra
está muy lejos todavía de acercarse a su fin, pero mis pobres animales
morirán si no los salvo, pues en su espanto se arrojarán al mar».

— 97 —
Y corrió a tal velocidad, que llegó a una montaña que se levan- La pequeña liebre, después de mirar a su alrededor y ver el fruto
taba en el camino de los animales antes de que éstos llegaran hasta « I el suelo, comprobó que no había habido ningún motivo para su
ella. Y cuando pasaban por delante de la montaña, lanzó tres rugidos sobresalto. Saltó de nuevo sobre el lomo del león y volvió con los
con tanta fuerza, que todos se detuvieron en su loca huida y se queda- centenares y miles de animales que esperaban su regreso.
ron quietos unos junto a otros, temblando. El león dijo entonces a la gran multitud que el ruido que la pe-
El gran león bajo de la montaña y se acercó a ellos. «¿Por qué queña liebre había oído era el de un fruto cayendo al suelo.
corréis a esa velocidad?», preguntó. Y todos se volvieron, los elefantes a la selva, los leones a las cue-
— La tierra se está rompiendo en pedazos —contestaron. vas, los ciervos a las riberas de los ríos, y la pequeña liebre al árbol
— ¿Quién ha visto que eso ocurra? —preguntó. Irutal, y todos vivieron felices por siempre jamás.
— Los elefantes —respondieron.
— ¿ L a visteis romperse? —preguntó a los elefantes.
— Nosotros no, pero los leones lo vieron —contestaron.
— ¿ L o visteis vosotros? —preguntó a los leones.
— N o , pero los tigres lo vieron —contestaron.
— ¿ L o visteis vosotros? —preguntó a los tigres.
— Los rinocerontes lo vieron —respondieron los tigres.
Pero los rinocerontes dijeron: «Los bueyes lo vieron». Los bue-
yes dijeron: « L o s búfalos lo vieron». Los búfalos dijeron: «Los alces
lo vieron». Los alces dijeron: «Los jabalíes lo vieron». Los jabalíes di-
jeron: « L o s ciervos lo vieron». Los ciervos dijeron: «Las liebres lo
vieron». Y las liebres dijeron: «Esa pequeña liebre nos dijo que la tie-
rra se estaba desintegrando».
— ¿Viste tú que se desintegrara? —preguntó a la pequeña liebre.
— Sí, señor —respondió la liebre—, la vi desintegrarse.
— ¿Dónde estabas cuando lo viste? —preguntó.
Con voz temblorosa, la pequeña liebre contestó: «Estaba sentada
bajo un árbol frutal y pensaba: "¿Qué me ocurrirá cuando la tierra
llegue a su fin?" Y en ese momento, oí el ruido de la tierra desinte-
grándose y me fui corriendo».
El gran león pensó: «Ella estaba sentada bajo un árbol frutal; se-
guro que el ruido que oyó fue el de un fruto al caer». «¡Súbete a mi
lomo, pequeña! — d i j o — , y muéstrame el lugar en el que viste desin-
tegrarse a la tierra».
La pequeña liebre se montó sobre el lomo del león y éste voló
hacia el lugar, pero cuando se acercaban al árbol frutal, la pequeña
liebre bajó de un salto, por lo asustada que estaba de volver al lugar.
Y señalando el árbol al león, dijo: «Señor, allí está el árbol».
El león se acercó al árbol y vio el sitio en el que la liebre había
estado sentada, así como el fruto que había caído del árbol. «Acércate,
pequeña — d i j o — ; a ver, ¿dónde viste desintegrarse a la tierra?»

— 98 — — 99 —
EL GANSO DE ORO
« ¡ P o r encima de nuestra ciudad cruzan nubes de oro!», gritó un
día la gente de Benarés, pues el cielo de esta ciudad se había cubierto
de oro. N o se trataba ni de una nube ni del oro que pueda dejar una
estrella a su paso; el oro se derramaba de las alas de un ganso, un
hermoso ganso que volaba lenta y majestuosamente por el aire.
El rey miró a lo alto desde la torre de su palacio. «Gran ave
— exclamó con asombro—, sin ninguna duda tú eres el rey de los que
vuelan por el espacio».
Y llamó a sus cortesanos; sonó la música, fueron traídos guirnal-
das de flores y perfumes, honrando así el rey al bello visitante.
El ganso miró hacia abajo y, viendo al rey y sus cortesanos y las
guirnaldas de flores, y oyendo la suave música, se volvió hacia la ban-
dada de gansos qué lo seguía y preguntó: «¿Por qué me honra el rey
de este m o d o ? »
«Seguramente, señor, desea ser vuestro amigo», respondieron los
gansos.
Oyendo esto, el ganso de oro bajó a tierra y saludó al rey, y
luego volvió con sus compañeros en el cielo.
A l día siguiente, iba el rey andando por los jardines que había
cerca del lago de Anokkatta, cuando la gran ave se le acercó de nuevo,
llevando agua en un ala y polvo de sándalo en la otra. Su visita no
duró más que la anterior, pues después de asperjar al rey con el agua
y de espolvorizarlo con el polvo de sándalo, se reunió inmediatamente
con sus compañeros y voló hasta su reino de Cittakutta.
Con el paso del tiempo, el rey de Benarés anhelaba cada vez más
volver a ver al ave de oro. Cada día se paseaba junto al lago Anok-
katta, y cada día, contemplando el lejano horizonte, se preguntaba
suspirando: «¿volverá alguna otra vez mi amigo?»

— 103 —
Pero el ganso de oro estaba muy lejos, en las montañas de Citta- « ¡ H a venido mi amigo!», exclamó gozoso el rey. Y los vítores re-
kutta, con su bandada de noventa mil gansos. Todos ellos adoraban a sonaron por todo el palacio. El propio rey trajo un trono de oro para
su rey, y eran muy felices. el ave, y le rogó que entrase y se sentara con él.
Pero un día, los dos más jóvenes de la bandada fueron a ver al Y después de ofrecerle perfume para revigorizar sus alas y agua
rey y, después de una profunda inclinación, dijeron: «Venimos a ob- fresca para beber, el rey se sentó a su lado para poder conversar
tener licencia de vos, señor. Vamos a hacer una carrera con el sol». luntos.
«Pero, pequeños míos —dijo el rey—, vuestras pequeñas alas son — ¿De dónde vienes, oh bella ave? Desde que volaste sobre Bena-
demasiado endebles para competir a volar con el sol; moriríais en el rés, he anhelado volver a verte —dijo el rey.
empeño: sed, pues, juiciosos, y no vayáis». —Vengo de Cittakutta, de las montañas serenas —contestó el
Pero los jóvenes gansos persistieron en su idea. Se lo pidieron por gran ganso. Después, le contó al rey la historia de su carrera con el
segunda vez, y por una tercera, y, al recibir siempre de su rey la sol. Los ojos del rey brillaban mientras le escuchaba.
misma respuesta, decidieron partir sin su permiso. — ¿Podría ver tu carrera con el sol? —pidió humildemente el rey.
Así pues, antes de la salida del sol se escaparon al Monte Yu- — De ningún modo —contestó el ganso—; eso es algo que no
ghandara y esperaron allí a que el astro apareciera. puede verse nunca. Pero puedo demostrarte de otro modo, oh rey, la
Pero el rey supo que los dos pequeños gansos imprudentes se ha- rapidez de mi vuelo.
bían ido y que estaban en el Yughandara esperando. Voló raudo a la — ¿De qué modo, hermosa ave? —preguntó el rey.
montaña y, cuando el rojo disco solar apareció en el cielo y los dos — Llama a cuatro de tus arqueros —dijo el ave—, y ordénales que
pequeños gansos desplegaron sus alas, él los siguió. disparen sus flechas a un muro, todos a una, y antes de que las flechas
Cuando el más pequeño hubo volado unas pocas horas, el batir alcancen el muro, las habré atrapado todas con el pico.
de sus alas se hizo muy débil y éstas ya no podían llevarlo. Pero el El rey ordenó que se hiciera como el ave pedía, y cuando los cua-
rey volaba a su lado, y cuando vio que el pequeño ganso iba a caer a tro arqueros dispararon sus flechas, la gran ave las atrapó. N i una sola
tierra, se acercó a él y lo tranquilizó, llevándolo sobre sus propias alas alcanzó el muro.
hasta Cittakutta. — ¡Magnífico! —exclamó el rey—, ¿existe alguna velocidad que
Entonces, el ganso de oro volvió volando junto al otro ganso pe- supere a la tuya, oh ave portentosa?
queño, y, volando más rápido que el sol, lo alcanzó y voló a su lado. — Sí —respondió el ave—, existe una velocidad mayor que la mía.
«Señor —gritó el joven ganso—, no puedo volar más». Entonces, Cien veces, mil veces, cien mil veces mayor que la mía es la velocidad
la gran ave lo colocó delicadamente sobre sus alas y también lo llevó a del tiempo. Placeres, riquezas, palacios, a todos se los lleva el tiempo
Cittakutta. más rápido que mi más veloz vuelo.
«¿Y si rebasara al sol, que está ahora mismo en su cénit?», pensó Al oír el rey estas palabras, tembló de espanto. Pero el ave
la gran ave. Y, atravesando las nubes y el espacio, rebasó al sol mil lo consoló y le habló dulcemente: «¡Oh rey! —dijo—, no temas. Si
veces. amas a tu pueblo y tratas de hacerlo feliz, ¿qué importa si el tiempo
Pero, al cabo de un rato, pensó: «¿Qué más me da a mí el sol? corre?»
¿Por qué tengo que competir con él? Me está reservada una misión Los ojos del rey se llenaron de lágrimas. «Gran ave —dijo—, no
mucho más importante. Iré a visitar a mi amigo el rey de Benarés y le me dejes solo en la tarea de gobernar. Quédate siempre a mi lado en
diré palabras de sabiduría, y él y su pueblo serán felices». palacio y habíame, para que yo sea feliz y pueda hacer feliz a mi
Voló entonces por encima del mundo entero, de un confín a pueblo».
otro, hasta que por fin llegó a Benarés. — No —dijo el ave de oro—, no me quedaré. Un día, después de
Una vez más la ciudad se iluminó con una claridad áurea. Y, des- beber vino, podría ser que dijeras: «Matad a esa ave, para que poda-
cendiendo lentamente, el ganso de oro se posó ante una ventana del mos regalarnos con su carne».
palacio. — ¡Nunca probaré el vino mientras estés aquí! —exclamó el rey.

— 104 — — 105 —
— Las voces de los leones y las aves son claras y puras —dijo el
ganso—, pero las palabras de los hombres no son tan sinceras como
aquéllas. Regresaré, por lo tanto, a mi reino, pero si tú me amas, se-
remos amigos aunque estemos muy lejos uno de otro.
— ¿ N o te veré nunca más? —exclamó el rey.
—Quizás algún día regrese —dijo el ganso—, y entonces volvere-
mos a vernos.
Con estas palabras, desplegó sus alas y se elevó en el aire, y el
cielo cobró de nuevo un resplandor áureo, y el reino fue feliz por
siempre jamás.

20

EL NOBLE CABALLO

— 106 —
P e q u e ñ o s m í o s , ¡ c ó m o os habría gustado acariciar el sedoso pes-
c u e z o de u n animal tan bello c o m o el caballo de Brahmadatta, rey de
B e n a r é s ! E r a más b e l l o , de mejor porte que ningún o t r o caballo del
m u n d o ; v e l o z c o m o el ciervo y grácil c o m o el cisne. Sus ojos tenían
u n a l u z de b o n d a d y sus pasos eran tan majestuosos, que no podían
s i n o pertenecer a u n r e y .
Su cuadra era u n palacio. E n ella ardía noche y día una lámpara
c o n aceite o l o r o s o , y suaves cortinas de color de rosa con estrellas d o -
radas colgaban sobre su cabeza.
E n esa época, Benarés era el reino más feliz de la I n d i a . Era rico
y f l o r e c i e n t e , y m u c h o m a y o r que cualquier o t r o Estado. Por este
m o t i v o , m u c h o s otros reyes sentían envidia, y algunos de ellos deci-
d i e r o n declararle la guerra, temiendo que llegara a ser más poderoso
q u e ellos.
Siete de esos reyes j u n t a r o n sus ejércitos y marcharon sobre el
p o d e r o s o estado.
B r a h m a d a t t a llamó a u n o de sus caballeros:
— N u e s t r o s enemigos — d i j o — se a p r o x i m a n a las puertas de la
c i u d a d ; t u rey y t u país están en peligro. ¿Puedes tú, m i bravo gue-
r r e r o , l u c h a r contra siete reyes?
— N o sólo contra siete —respondió el caballero—, sino contra
cien reyes, señor, si me permitís m o n t a r vuestro noble caballo.
— C o g e m i caballo — d i j o B r a h m a d a t t a — y corre a la batalla.
De vuelta al palacio, el noble animal se desplomó al suelo.
V u e l v e a nosotros v i c t o r i o s o ; t u rey y t u patria confían en t i .
A s í , el caballero, m o n t a d o en el noble caballo, se precipitó a la
batalla y , al igual que una tormenta cruzando por encima de u n
c a m p o de t r i g o , abatió el p r i m e r ejército enemigo, capturó a su rey y
l o llevó p r i s i o n e r o a Benarés.

— 109 —
De nuevo se lanzó al campo de batalla, derrotó al segundo ejér-
cito y cogió prisionero al segundo rey.
Una suerte semejante corrieron el tercero, el cuarto y el quinto,
pero al capturar al sexto, el caballo resultó herido.
De vuelta al palacio, el noble animal se desplomó al suelo. El ca-
ballero le quitó delicadamente los arneses, pero no podía quedarse, así
que trajeron otro caballo.
Cuando el caballero estaba a punto de montar en su nuevo cor-
.cel, el caballo herido abrió los ojos y pensó: «Mi valiente jinete corre
a la muerte; nunca podrá imponerse al séptimo ejército sobre otro ca-
ballo. Benarés sera conquistada por el enemigo».
Y, llamando al caballero, le habló con una voz profunda: INDICE
«Valiente caballero — d i j o — , sé prudente. N o cojas otro caballo,
pues sólo yo puedo permitirte derrotar al séptimo ejército. Ponme los
arneses en el lomo de nuevo, y juntos obtendremos la victoria».
El caballero vendó las heridas del noble animal, montó sobre él y
salieron hacia el campo de batalla. Los enemigos eran muchos y la l u -
cha fue terrible, pero al final, el séptimo ejército fue vencido y el sép-
timo rey, capturado.
Pero cuando la batalla hubo terminado, el noble caballo cayó al
suelo sangrando. El rey se arrodilló a su lado y lo acarició.
« N o te entristezcas, mi señor —dijo el noble caballo con un
susurro—, mis heridas no me causan dolor, pues se ha conseguido la
victoria. Pero no mates a los que son ahora tus prisioneros. Déjalos
que vuelvan a sus casas, con la promesa de que no atacarán Benarés
nunca más».
Pronunciadas estas palabras, el caballo cerró los ojos y murió.
Pero su memoria pervivió durante mucho tiempo en el país, y Brah-
madatta escuchó su consejo. Los siete reyes fueron liberados y nunca
más estalló la guerra. Los pueblos de todos los reinos se amaron los
unos a los otros y todos vivieron felices por siempre jamás.
Página
INTRODUCCION 9
1. EL PUENTE DE LOS MONOS 15
2. LOS PERROS CULPABLES 21
3. BANIANO 27
4. LA TORTUGA Y LOS GANSOS 33
5. EL H A D A Y LA LIEBRE 37
6. LAS PLUMAS DE ORO 43
7. EL JOVEN LORO 47
8. EL LAGO VACIO 51
9. EL REINO DE LOS CISNES 55
10. LA PRUEBA DEL MAESTRO 61
11. LOS DOS CERDITOS 65
12. EL BUFALO PACIENTE 71
13. EL «SARABHA» 75
14. LA C I U D A D DE DUENDES 79
15. EL GRAN ELEFANTE 83
16. LA RIÑA DE LAS CODORNICES 87
17. FUEGO EN EL BOSQUE 91
18. EL F I N DEL M U N D O 95
19. EL GANSO DE ORO 101
20. EL NOBLE CABALLO 107
— 113 —

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