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Positivismo

La instancia antifilosófica más consistente de la modernidad procede de una interpretación


ideológica de las ciencias que tomó el nombre de positivismo. El pensamiento de su fundador,
Auguste Comte, influyó en gran medida en la visión del mundo que prevaleció en las naciones
industrializadas y desarrolladas en buena parte del siglo XIX y, desde ellas, se extendió a otros
países. Durante el siglo siguiente, esta doctrina fue reformulada de modo más preciso y sutil por el
neopositivismo. Aunque algunas de las tesis centrales del positivismo y del neopositivismo han sido
abandonadas, otros aspectos —particularmente su cientificismo y la negación de la metafísica— no
están superados: siguen presentes, aunque no tanto en el ámbito de la filosofía académica como en la
enseñanza de las ciencias, en el mundo cultural en general y en los medios de comunicación.

Características generales
Con el término “positivismo” se suele indicar una corriente de pensamiento de carácter filosófico-
cultural, dominante en Europa durante buena parte del siglo XIX, particularmente en Francia,
Inglaterra, Alemania e Italia. El movimiento alcanzó también Estados Unidos y América latina. Debe
su nombre a Saint-Simon —que lo usó por primera vez en el Cathéchisme des industriels, publicado
en 1823—, pero fue precisado y popularizado, sobre todo, por Auguste Comte (1798-1857), que es
considerado el padre del positivismo.
El término “positivo” tiene distintas acepciones. Significa lo que tiene su origen en un acto
institucional, divino o humano, que ha sido establecido; se opone, por tanto, a natural, estable o
eterno y, en este sentido, se habla, por ejemplo, de derecho positivo, o de religión positiva. Según
otra acepción, que sigue más de cerca la etimología (positum = “lo dado”, “el dato”), significa lo
dado en la experiencia y, en consecuencia, lo directamente accesible a todos. Comte asume este
segundo significado: para él, positivo indica, sobre todo, lo que es “real” (opuesto a ficticio o
abstracto, o quimérico), lo observable, lo que puede controlarse experimentalmente, de manera que
se sustrae a toda duda, es decir, lo “cierto”. En una tercera acepción, positivo significa también
“fecundo”, “eficaz”, “útil”. Este significado es aceptado también por Comte: positivo es lo útil, lo
utilizable en beneficio del hombre, sobre todo, a través del dominio de la naturaleza. Finalmente,
para el fundador del positivismo, el término positivo incluye el significado de “orgánico”, es decir,
aquello que se puede relacionar en un conjunto dotado de unidad, de sistematicidad.
Suelen distinguirse el positivismo científico y el filosófico. El primero sería un modo de entender la
ciencia, que se limita a afirmar que el conocimiento científico debe atenerse exclusivamente a los
“hechos” o fenómenos observables, a su descripción y a la formulación de las leyes que los
relacionan. Esta modalidad del positivismo no niega la metafísica, al menos explícitamente. El
positivismo filosófico, en cambio, niega a priori la metafísica, al considerar que los hechos
empíricos puros son la única base del conocimiento, vanificando la pretensión de ir más allá de lo
empírico.
«Todo lo que no es estrictamente reducible al simple enunciado de un hecho particular o general, no
puede tener ningún sentido real o inteligible» [Comte 1965: 54].
Esta versión se centra principalmente en la doctrina de Comte, que marca el inicio de lo que
propiamente se entiende por positivismo: el sistema que considera objeto de conocimiento
únicamente los hechos de experiencia y sus conexiones; se debe abandonar, por tanto, la pretensión
ilusoria de alcanzar la realidad en su esencia y en sus causas reales. El objeto de la ciencia no será ya
la investigación de la causa, sino la determinación de las leyes invariables a las que están sometidas
las realidades naturales. El positivismo limita el saber al estudio matemático de los fenómenos
sensibles [Comte 1973: 188-189].
Por otra parte, el conocimiento de las leyes no tiene otro sentido que hacer posible la previsión
racional de los hechos futuros, permitiendo el dominio sobre las cosas: conocer para prever y
dominar. El propio Comte hace notar la filiación baconiana de estas ideas, al recordar la
identificación que estableció el filósofo inglés entre ciencia y poder (scientia et potentia in unum
coincidunt). La especulación positiva no pretende ser contemplación de la verdad, visión de las
cosas, sino posesión de la ley de sucesión de los fenómenos para dominar el curso de los
acontecimientos naturales. El único valor de la ciencia consiste, entonces, en proporcionar la base
teórica para la acción del hombre sobre las cosas. En el positivismo, el conocimiento científico ha
quedado reducido a técnica, a instrumento de poder [Comte 1973: 76-77].
Comte entendió la nueva ciencia como la forma más prometedora de acceso a la realidad y como la
mejor apuesta a favor del progreso humano. Su capacidad de previsión la convertía en instrumento
perfecto para el dominio racional del universo y de la sociedad. El positivismo llegó al extremo de
ver en la ciencia un sustitutivo de la filosofía y de la religión, un saber absoluto, capaz de resolver
todos los problemas y de liberar de todas las miserias humanas: la ciencia venía a ser la religión de
los tiempos modernos.
Esta corriente de pensamiento se desarrolló en el siglo XIX, cuando las ciencias experimentales —
separadas ya de la filosofía— habían alcanzado un desarrollo antes no imaginado. En matemáticas
pueden citarse las aportaciones de Cauchy, Weierstrass, Dedekind y Cantor; en geometría, las de
Riemann, Bolilla, Lobachevski y Klein; en física los logros de Faraday, Maxwell, Helmholtz, Joule y
Clausius; en química, los trabajos de Mendeléiev y von Liebig; en biología, los de Bernard, Pasteur
y Koch. En Europa, la revolución industrial estaba cambiando radicalmente el modo de vivir. Era
una época en la que aumentó enormemente la producción y la riqueza, creció la red de intercambios
comerciales, y la medicina se mostraba capaz de vencer enfermedades que, hasta entonces, habían
angustiado a la humanidad.
Para muchos de los filósofos e intelectuales del siglo XIX, la física newtoniana era la forma
definitiva de la ciencia y, por eso, la imagen verdadera del mundo. Se pensaba que el desarrollo
científico iba a consistir en su aplicación a los diferentes ámbitos (incluido el humano). Toda la
realidad parecía estar regulada por leyes mecánicas, de tal modo que, conociéndolas, se podría
determinar con precisión el pasado y el futuro. El éxito de la ciencia newtoniana —interpretado
ideológicamente— acabó por transmutar lo que en realidad era un método válido (mecánica) en una
filosofía mecanicista. El positivismo hizo suya esta visión mecanicista y determinista de la realidad,
y difundió la idea de un progreso humano y social imposible de detener, pues la ciencia disponía —a
su entender— de los instrumentos capaces de solucionar todos los problemas.
Antecedentes inmediatos del positivismo comtiano
Antes de exponer el pensamiento de Comte, interesa considerar sus precedentes inmediatos, que se
encuentran en los movimientos filosófico-culturales dominantes en el siglo XVIII. Esos
planteamientos filosóficos influyeron y, a su vez, estuvieron influenciados por los profundos
cambios científicos y socio-políticos que acontecieron.
En efecto, en el siglo XVIII aconteció el paso del Antiguo Régimen al Nuevo Régimen,
protagonizado por la Revolución francesa. El descontento social, la falta de justicia, y el recuerdo de
las guerras de religión prolongadas durante decenios, llevaron a algunos a pensar que el Antiguo
Régimen, asentado sobre bases cristianas, carecía de recursos para conducir a la paz y a la justicia.
Se veía necesario buscar un nuevo fundamento para la sociedad y renovar las instituciones. Por otra
parte, el racionalismo y el empirismo del siglo XVII se continuaron durante el siglo XVIII,
acompañados de una creciente exaltación de la ciencia.
Éste es el contexto filosófico-cultural y social en el que surge la Ilustración, que puso en el centro de
su cosmovisión la razón científica y una gran confianza en el progreso que derivaría de su desarrollo.
Parecía vislumbrarse un futuro mejor con tal de triunfar sobre las viejas tradiciones, emprendiendo el
camino de la ciencia. La idea de progreso es típica del Iluminismo. Los ilustrados esperaban
encontrar en el conocimiento científico la instancia más profunda de unidad entre los pueblos y, con
ello, la desaparición de las guerras, del egoísmo y del dominio de unos hombres sobre otros, porque
todos se unirían en el amor universal por dominar la tierra y la materia con el instrumento de la
ciencia, conquistando así la felicidad.
Para la Ilustración, la razón humana queda autorreducida a la razón científica. De ahí que todo
fenómeno social o espiritual que la razón no pueda explicar sea, para la Ilustración, un mito o una
superstición. Por eso se rechaza la religión revelada y se propone una religión sin misterios, a la
medida de la razón (deísmo).
El principio ilustrado de autonomía absoluta de la razón se configuró como un objetivo que había
que lograr en todos los ámbitos de la existencia humana. El liberalismo filosófico acogió este ideal
de la Ilustración. La ideología liberal aspiraba a crear una vida nueva, una sociedad nueva,
considerando que el vivir pleno de todas las libertades produciría un progreso indefinido. A partir del
presupuesto básico (una libertad no limitada) y de su desconexión con Dios, el hombre buscaría, a
través del método científico, el dominio de la naturaleza, que es lo único que se le presentaba como
presumiblemente cognoscible y dominable. La ideología liberal entendió que la organización social
vigente hasta el momento, basada en la visión cristiana, había generado injusticias e impedido la
vida libre del hombre, causando infelicidad. En cambio, el ejercicio autónomo de la libertad sería la
fuente de todos los valores. A lo largo del siglo XX, el liberalismo, de suyo ya un movimiento
complejo y polivalente, sufrió una serie de modificaciones, desvinculándose en buena medida de las
doctrinas filosóficas que le dieron origen.
Las instancias de la Ilustración y del liberalismo fueron el sustrato ideológico de los cambios de la
Revolución francesa, que dispuso, además, del influjo de la masonería para impulsar en toda su
profundidad un cambio del concepto de hombre y una crítica de la religión revelada en nombre de la
razón.
Mientras la cosmovisión ilustrada encontraba su momento de apogeo, comenzaron a surgir en
Europa algunas voces críticas, entre ellas, la del Romanticismo. Fue un movimiento cultural,
artístico, literario, filosófico y musical, que se desarrolló y difundió por toda Europa entre los
últimos años del siglo XVIII y la primera mitad del siglo XIX. Tuvo su primera teorización explícita
y su expresión más importante en Alemania, donde evolucionó paralelamente al idealismo.
En Europa crecía progresivamente el desencanto en relación con las esperanzas suscitadas por la
Revolución francesa. En particular, el movimiento romántico miraba con desilusión el experimento
revolucionario y, en el ámbito teórico, rechazaba la razón científica del iluminismo y la del
criticismo kantiano, que habían negado la metafísica y, con ello, la capacidad de comprender la
realidad profunda captada por el sentido común. Por eso, los románticos buscaron otras vías de
acceso a la realidad del mundo y al Absoluto.
Por otra parte, la revolución industrial, que comenzó a finales del siglo XVIII, y la difusión del
liberalismo económico, produjeron la condición miserable del proletariado, la explotación laboral de
los menores de edad y los desequilibrios sociales. Como la Revolución no había conseguido
establecer un nuevo orden político, se hacía necesario reorganizar de nuevo la sociedad y las
instituciones. En esta coyuntura, aparece una línea de reformadores, los llamados socialistas utópicos
(Saint Simon, Fourier, Proudhon), y también un movimiento de restauración —el tradicionalismo—
que propugnaba la vuelta al pasado.
En general, los socialistas utópicos esperaban de la ciencia la solución de las cuestiones sociales,
considerándola suficientemente eficaz como para producir una evolución intrínseca del capitalismo
hacia el socialismo. Entendían que la felicidad suprema se conseguiría con la satisfacción de todas
las necesidades materiales y que, para esto, se requería que todos los gobernantes fuesen científicos;
así, siguiendo las leyes de la ciencia, la distribución de los bienes se haría según justicia.
En el extremo opuesto al socialismo utópico y como reacción a las revueltas producidas por las ideas
del Iluminismo y de la Revolución, tomó fuerza en la Francia de la Restauración un movimiento de
pensadores, literatos y escritores que revindicaron el valor de la tradición religiosa y política del
catolicismo, como elemento de cohesión cultural y social. Son los llamados “tradicionalistas” que,
para solucionar los problemas propugnaron una vuelta al pasado. Cabe mencionar a Joseph de
Maestre, Louis Ambroise de Bonald, Chateaubriand y Lamennais.
El positivismo comtiano
La variedad de actitudes y de planteamientos que se acaban de describir, constituyen el humus en el
que nace el positivismo comtiano. Su contexto es primordialmente el enciclopédico, con una
extremada valoración de la ciencia y con grandes preocupaciones de reforma social.
Auguste Comte (1798-1857) nació en Montpellier. Estudió en L’École Polytecnique de París,
prestando particular atención a las Matemáticas. Posteriormente trabajó como secretario y
colaborador de Saint-Simon, con el que completó su formación científica y filosófica. Comenzó a
tomar forma entonces en él la idea de una reconstrucción moral e intelectual de la sociedad, por
medio de la ciencia y de la técnica. En 1822 escribió el Plan des travaux scientifiques nécessaires
pour réorganiser la societé, obra que se reeditó de nuevo con el título deSystème de politique
positive. Comenzó a dar clases a un grupo de discípulos, actividad que hubo de interrumpir en varias
ocasiones debido a crisis nerviosas. Fruto de estas lecciones es el Cours de philosophie positive, del
que publicará posteriormente un sumario con el título de Discours sur l’esprit positif.
El encuentro con Clotilde de Vaux en 1845 inauguró una nueva etapa de su pensamiento en la que
imprime un carácter religioso a su filosofía, desarrollando el proyecto de una nueva religión. La
última fase del pensamiento de Comte está expuesta en el Discours sur l’ensemble du
positivisme (1848) y, sobre todo, en el Système de politique positive ou Traité de sociologie
instituant la religion de l’Humanité (1851-1854).
Toda su doctrina se apoya en la conocida ley de los tres estadios, según la cual, el desarrollo humano
individual, la historia y la evolución de cada uno de los saberes atraviesa necesariamente tres
estadios: el teológico o ficticio, el metafísico o abstracto y el científico o positivo.
El primer estadio responde a la necesidad de dar una explicación a los eventos y fenómenos.
Inicialmente, el hombre atribuyó el curso de los fenómenos a la acción de causas trascendentes. En
el estadio metafísico, se sustituyen las causas trascendentes por entidades y esencias, inmanentes a
los fenómenos y abstractas. Finalmente, llega el estadio positivo, en el que se abandona la pretensión
de lograr una explicación última de la naturaleza, para atenerse a los hechos y a la formulación de las
leyes que los coordinan. Comte afirma explícitamente que la teología sirvió como punto de apoyo
para el esfuerzo humano de comprender, y como programa inicial de la praxis que llevará
progresivamente a lo largo de la historia, hacia el dominio científico-tecnológico de la naturaleza. Es
segundo estadio es, en realidad, transitorio, mero puente de paso hacia el estadio científico-positivo,
que es el definitivo [Comte 1973: lec 1]. Una vez que la humanidad ha alcanzado este último
estadio, la religión y la metafísica tradicionales pierden cualquier valor cognoscitivo, y quedan
sustituidas totalmente en esta función por la ciencia, aunque la religión continúa existiendo para
satisfacer una exigencia puramente sentimental.
Esta ley fundamental del progreso individual, cultural y social contiene la crítica a la religión y a la
metafísica, la declaración de su positivismo y la propuesta de un nuevo sistema de las ciencias.
Omitimos aquí la valoración crítica de la ley en cuanto tal y de las descripciones de detalle de cada
uno de los estadios, para exponer brevemente la concepción positivista de la ciencia y la vertiente
sociológico-política del positivismo comtiano.
Según Comte, el método científico se caracteriza por prescindir de la búsqueda de causas reales. Las
ciencias se limitan a establecer relaciones entre los fenómenos observables y a encontrar las leyes
que los relacionan, con la finalidad de prever los hechos futuros, logrando así el dominio de la
naturaleza.
Para Comte no hay más conocimiento que el científico-positivo. En su clasificación de las ciencias,
el criterio fundamental es la exclusión de todas las disciplinas que pretendan ir más allá de los
hechos. Quedan fuera del saber la teología, la metafísica y la moral, aunque esta última la resuelve
en la sociología. El elenco comtiano de las ciencias se reduce a seis. En orden de complejidad
creciente son: Matemáticas, Astronomía, Física, Química, Biología y Física social, después llamada
Sociología. La Sociología ocupa un puesto fundamental y culminante, pues Comte pensaba que en
establecerse de esta ciencia con el método positivo, tendría como resultado el orden social. La tesis
política de Comte es clara: la unidad y la paz social a través de la unidad del método [Comte 1973:
lec 1]. Consideraba que el método positivo era la fuerza capas de realizar la unidad espiritual entre
los hombres.
En la visión comtiana, el hombre queda reducido a un ser natural, que responde a las leyes
universales en gran parte previsibles. En consecuencia, el poder político debe estar en manos de los
científicos y, concretamente, de las personas que conocen las leyes que forman la ciencia más alta, la
Sociología o Física social. Concibe así un estado regulador y planificador. Pero, al advertir que un tal
sometimiento de la libertad individual a la autoridad sólo es posible por motivos religiosos,
introduce la exigencia de religiosidad. Comte, que había declarado superada la religión con el
advenimiento del estadio metafísico y, más aún, del positivo, recurre a ella nuevamente en la época
científica como instrumento necesario para la reforma sociológica. En su etapa final, Comte propone
la Humanidad concebida como un todo, bajo el nombre de “Gran Ser” (Grand Étre) como objeto de
culto en la nueva religión positivista.
Cabe preguntarse finalmente por el lugar de la filosofía en el cuadro comtiano de los saberes. A la
filosofía corresponde, según Comte, promover el “espíritu científico”, controlando que todos los
trabajos queden dentro de este espíritu. Al comienzo de su Curso de Filosofía positiva, Comte afirma
que esta filosofía no es más que una enciclopedia de todas las ciencias, el sistema de los
conocimientos universales y científicos ofrecidos en una sola visión total.

FUENTE: BIBLIOGRÁFICA

COMTE, A., Discurso sobre el espíritu positivo, Aguilar, Buenos Aires 1965.

Curso de Filosofía positiva, Aguilar, Buenos Aires 1973.

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