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Prefacio a la primera edición

Este ensayo comenzó a escribirse hace ya cuatro o


cinco años. Un esbozo previo, bajo igual título, se
publicó en tres números sucesivos de The New English
Weekly. A partir de ese esbozo redacté una conferen-
cia llamada «Fuerzas culturales en el orden humano»,
que fue incluida en el volumen Prospect for Chris-
tendom editado por Maurice B. Reckitt (Faber, 1945);
el primer capítulo de este libro es una versión revisa-
da de esa conferencia. El segundo capítulo es la ver-
sión revisada de otra conferencia publicada en The
New English Review, en octubre de 1945.
A modo de apéndice he añadido el texto inglés de
tres charlas radiofónicas que di en alemán y se publi-
caron bajo el título de «Die Einheit der Europäischen
Kultur» (Carl Habel Verlagsbuchhandlung, Berlín 1946).
Reconozco una deuda particular a los escritos de
Canon V. A. Demant, Christopher Dawson, y el difun-
to profesor Karl Manheim, esenciales para la redacción
de estas páginas. Este agradecimiento es tanto más
necesario cuanto que no me he referido explícita-
mente en el texto a ninguno de los dos primeros, y
dado que mi deuda con el tercero es mucho mayor

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La unidad de la cultura europea

de lo que da a entender el fragmento en donde dis-


cuto su teoría.
También me ha sido muy provechosa la lectura de
un artículo de Dwight Macdonald en Politics (New
York) de febrero de 1944, titulado «Una teoría sobre la
‘Cultura Popular’»; y la crítica anónima al mencionado
artículo que apareció en la misma revista en noviem-
bre de 1946. La teoría del señor Macdonald me ha
impresionado tanto que la considero la mejor alterna-
tiva a mi propia teoría, hasta este momento.

Enero, 1948
T. S. E.

Prefacio a la edición de 1962

Estas «Notas» comenzaron a tomar forma hacia


finales de la Segunda Guerra Mundial. Cuando se
me sugirió la posibilidad de reeditarlas en «colec-
ción de bolsillo», volví a leerlas tras muchos años de
olvido, en la creencia de que algunas de mis viejas
opiniones debían matizarse. Para mi sorpresa, me
percaté de que no podía retractarme de nada, ni
había nada tampoco que mereciera mayores expli-
caciones. Volví a escribir una nota a pie de página,
la de la página 111; pero bien puede ser que, tra-
tando de decir demasiadas cosas en muy breve
espacio, todavía requiera mayor elaboración. He
intentado mejorar algunas frases por aquí y por allá,
pero sin alterar su sentido. Debo a un amigo, el
fallecido Richard Jennings, una corrección ortográfi-

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Prefacio

ca que producía una falsa etimología (autarchy por


autarky en la página 178).
Últimamente he tenido ocasión de revisar mis traba-
jos de crítica literaria de los últimos cuarenta años y
añadir algunos cambios y ampliaciones; a igual examen
pienso someter algún día mi obra de crítica y ensayo
social. A medida que los hombres crecemos y madura-
mos, adquirimos mayor experiencia del mundo y los
años aportan cambios de opinión que suelen ser más
profundos en el terreno de lo social y político, que en
el de los gustos literarios. Por ejemplo, en la actualidad,
no me definiría como «monárquico» tout court, como
hice tiempo atrás; más bien diría que estoy a favor de
conservar las monarquías en aquellos países en los que
todavía subsisten. Pero esta cuestión, así como otras
sobre las que he cambiado de parecer, o de modo de
expresarlo, no se tratan en el presente ensayo.

Octubre, 1961
T. S. E.

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Introducción

Creo que nuestros estudios deberían


carecer de cualquier cosa menos de pro-
pósito. Uno tiene que aplicarse a ellos
con castidad, como a las matemáticas.
Acton

Al escribir los siguientes capítulos no me propongo,


como podría parecer tras un ligero vistazo al conteni-
do, bosquejar una filosofía social o política. Tampoco
está este libro pensado para ser mero vehículo de mis
observaciones acerca de diversos temas. Lo que pre-
tendo es prestar mi ayuda para definir una palabra, la
palabra cultura.
Del mismo modo que una doctrina sólo tiene nece-
sidad de ser definida después de la aparición de una
herejía, no se hace necesario definir una palabra hasta
que ha sido mal empleada. Durante los últimos seis o
siete años he observado con creciente ansiedad la
evolución de la palabra cultura. Puede parecernos
natural, además de significativo, que en un período de
inusitada destructividad esta palabra haya pasado a
tener un papel importante en el léxico periodístico. En
este caso alterna, naturalmente, con la palabra civili-
zación. No me he propuesto determinar en este ensa-
yo la frontera entre los significados de estas dos pala-
bras, porque he llegado a la conclusión de que sólo
serviría para crear una diferenciación artificial, carac-
terística de este libro, que al lector le sería difícil rete-

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ner y que olvidaría aliviado al cerrarlo. Con bastante


frecuencia empleamos una de estas dos palabras en
un contexto en el cual la otra sería igualmente acep-
table; hay otros contextos en los que una de ellas
encaja sin lugar a dudas y la otra no. No creo que este
hecho nos cause desconcierto. En el tema que trata-
mos existen ya bastantes obstáculos inevitables como
para erigir otros del todo innecesarios.
En agosto de 1945 se publicó el texto de una cons-
titución, redactada para una «Organización Educativa,
Científica y Cultural de las Naciones Unidas». La finali-
dad de dicha organización venía definida en el artícu-
lo 1º del siguiente modo:

1. Desarrollar y mantener un mutuo entendi-


miento y reconocimiento de la vida y la cultura, las
artes, las humanidades y las ciencias de todos los
pueblos del mundo como base para una organiza-
ción internacional efectiva y para la paz mundial.
2. Cooperar para que todo el cúmulo de conoci-
mientos y cultura mundiales sirva a las necesidades
comunes de la humanidad, extendiéndolo y hacién-
dolo asequible a todos los pueblos y asegurando su
contribución a la estabilidad económica, la seguri-
dad política y el bienestar general de los distintos
pueblos del mundo.

Por el momento no me interesa dilucidar el signifi-


cado de estas frases. Las cito únicamente para llamar
la atención sobre la palabra cultura y para sugerir
que, antes de llevar a cabo tales resoluciones, habría
que intentar descubrir qué significa esta palabra. Este

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Introducción

es sólo uno de los innumerables ejemplos que se pue-


den citar del uso de una palabra que nadie se moles-
ta en analizar. Por regla general, este término se
emplea en dos formas: como una especie de sinécdo-
que, cuando el hablante está pensando en uno de los
elementos o representaciones de la cultura, por ejem-
plo, el «arte»; o, como en el pasaje citado más arriba, a
modo de estimulante emocional... o de anestésico1.

1
Son innumerables los ejemplos de la utilización de la pala-
bra cultura por parte de aquellos que, en mi opinión, no han
meditado previamente sobre su significado. Creo que bastará otro
ejemplo. El que cito a continuación procede del Times Educatio-
nal Supplement del 3 de noviembre de 1945 (p. 522):

¿Por qué incluir en nuestro proyecto de colaboración inter-


nacional la organización de la educación y la cultura?

Esta era la pregunta que se hacía el primer ministro dirigién-


dose a los delegados de las casi cuarenta naciones que asistieron
a la Conferencia de las Naciones Unidas para establecer una
Organización Educativa y Cultural cuando les daba la bienveni-
da, en Londres, un jueves por la tarde, en nombre del gobierno
de Su Majestad... El señor Attlee concluyó alegando que si tuvié-
ramos que conocer a nuestros vecinos tendríamos que compren-
der su cultura a través de sus libros, periódicos, radio y películas.
La ministra de educación declaró lo que sigue:

Ahora estamos todos reunidos: los que trabajan en la edu-


cación, en la investigación científica y en los diversos campos
de la cultura. Representamos a los que enseñan, a los que des-
cubren, a los que escriben, a los que expresan su inspiración
a través de la música o el arte... Por fin tenemos cultura.
Algunos podrían argüir que el artista, el músico, el escritor y
todos los creadores de las humanidades y las artes no pueden
ser organizados ni nacional ni internacionalmente. El artista,
se ha dicho, trabaja para su propio placer. Puede que este

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La unidad de la cultura europea

Al principio del primer capítulo me he esforzado


por distinguir y relacionar los tres usos principales de
la palabra y por hacer ver que cuando empleamos el
término en una de estas tres formas, deberíamos
hacerlo con conocimiento de las otras dos formas de
usarlo. A continuación intento exponer la relación
esencial que hay entre cultura y religión, clarificando
las limitaciones de la palabra relación como expresión
de esa «relación». La primera afirmación importante es
que una cultura nunca ha surgido o se ha desarrolla-
do sin una religión. Según sea el punto de vista del
observador, la cultura aparecerá como un producto de
la religión o la religión de la cultura.
En los tres capítulos siguientes hablo de lo que en
mi opinión son tres condiciones importantes de la cul-
tura. La primera es una estructura orgánica (no sim-
plemente planificada, sino capaz de evolucionar) tal

argumento se sostuviera antes de la guerra. Pero los que


recordamos los combates en el lejano Oriente y en Europa
durante los días que precedieron a la guerra abierta, sabemos
hasta qué punto la lucha contra el fascismo dependió de la
decisión de los escritores y artistas de mantener sus contactos
internacionales a fin de llegar al otro lado de unas fronteras
que se iban cerrando rápidamente.

Es de justicia añadir que, por lo que se refiere a decir dispa-


rates acerca de la cultura, no hay diferencia alguna entre políti-
cos de una facción u otra. Si las elecciones de 1945 hubieran lle-
vado al poder al partido alternativo, hubiéramos escuchado idén-
ticas declaraciones en idénticas circunstancias. La carrera política
es incompatible con la atención que requiere el utilizar los signi-
ficados exactos de las palabras en cada ocasión. Por tanto, el lec-
tor no debe burlarse ni del señor Attlee ni de la recientemente
fallecida señorita Wilkinson.

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Introducción

que favorezca la transmisión hereditaria de cultura


dentro de una cultura, lo cual requiere la permanen-
cia de las clases sociales. La segunda es la necesidad
de que una cultura pueda ser geográficamente frac-
cionable en culturas locales, lo cual plantea el proble-
ma del «regionalismo». La tercera es el equilibrio entre
la unidad y la diversidad de la religión, es decir, uni-
versalidad de doctrina y particularidad de culto y
devoción. El lector debe tener presente que no pre-
tendo dar cuenta de todas las condiciones necesarias
para la existencia de una cultura floreciente. Hablo de
tres que me han llamado particularmente la atención2.
Debe asimismo recordar que lo que yo ofrezco no es
un conjunto de instrucciones para fabricar una cultu-
ra. No digo que, por el mero hecho de ponernos a
crear esas condiciones, y otras adicionales, podamos
esperar confiadamente una mejora de nuestra civiliza-

2
En un ilustrativo suplemento del Christian News-Letter, del
24 de julio de 1946, la señorita Marjorie Reeves publica un suges-
tivo párrafo acerca de «La cultura de una industria». Si ampliara
un poco el significado de «cultura», lo que dice coincidiría con mi
propia manera de usar esta palabra. Dice, hablando de la cultu-
ra de la industria, lo que ella considera, con bastante acierto, que
tendría que enseñarse a un joven trabajador: «Incluye la geogra-
fía de las materias primas y de los mercados a que se destina el
producto final, la evolución histórica; las invenciones y antece-
dentes científicos, la economía, etc.». Es cierto que la cultura de
una industria incluye todo esto, pero para atraer el interés de algo
más que la parte consciente de la mente del trabajador, la indus-
tria tendría que ofrecerles a sus miembros un modo de vida pecu-
liar, con sus propias formas de festividad y sus costumbres. Sin
embargo, menciono esta interesante cita sobre la cultura de la
industria para mostrar que soy consciente de otros núcleos de
cultura aparte de los que se tratan en este libro.

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La unidad de la cultura europea

ción; digo únicamente que, por lo que he podido


observar, es poco probable alcanzar una civilización
superior si esas tres condiciones se hallan ausentes.
Los dos capítulos restantes del libro llevan a cabo
una ligera tentativa de disociar la cultura de la política
y la educación.
Me atrevo a afirmar que algunos lectores harán infe-
rencias políticas a partir de esta discusión, y lo más
probable es que ciertas mentalidades lean en mi texto
una confirmación o un rechazo de sus propias con-
vicciones y prejuicios políticos. El autor mismo no está
exento de esas convicciones y prejuicios, pero el
imponerlos no forma parte de sus intenciones actua-
les. Lo que intento decir es: he aquí las condiciones
que yo considero esenciales para el desarrollo y la
supervivencia de la cultura. Si entran en conflicto con
alguna apasionada creencia del lector, si, por ejemplo,
encuentra escandaloso que cultura e igualitarismo
sean incompatibles, si le parece monstruoso que
alguien pueda gozar de «privilegios de cuna», no le
pido que abdique de sus creencias, le pido simple-
mente que deje de adular a la cultura. Si el lector dice:
«El estado de cosas que yo desearía crear es el ade-
cuado (o el justo 3, o el inevitable) y, si nos conduce a

3
Debo introducir una protesta explicativa contra el mal uso
de un término corriente: «justicia social». De su significado origi-
nario: «justicia en las relaciones entre los grupos o clases», pasa a
veces a significar una opinión particular de lo que esas relacio-
nes tendrían que ser. Una línea de conducta, injusta desde el
punto de vista de la «justicia», puede llegar así a ser defendida por
el hecho de representar una meta de «la justicia social». El térmi-
no «justicia social» corre el peligro de perder su contenido racio-

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Introducción

un mayor grado de deterioro de la cultura, hay que


aceptar ese deterioro», en tal caso, no podría discutir
con él. Es más, en determinadas circunstancias, me
sentiría obligado a apoyarle. Una ola de honestidad de
ese estilo tendría como consecuencia que la palabra
cultura dejara de ser mal empleada, de aparecer en
contextos a los cuales no pertenece; y rescatar esa
palabra constituye mi máxima ambición.
En el actual estado de cosas, es corriente que quie-
nes abogan por un determinado cambio social, una
alteración de nuestro sistema político, la expansión de
la enseñanza pública o el desarrollo de las prestacio-
nes sociales, afirmen llenos de confianza que todo ello
nos conduciría a una mejora y un incremento cultura-
les. A veces, la cultura o la civilización saltan a prime-
ra línea y se nos dice que lo que necesitamos, debe-
mos tener, y obtendremos, es una «nueva civilización».
En 1944 leí un simposio en The Sunday Times (30 de
noviembre) en el cual el profesor Harold Laski, o
quien le escribiera el titular, afirmaba que estábamos
llevando a cabo el último combate para una «nueva
civilización». Al menos el señor Laski sostenía que:

Si se está de acuerdo en que los que intentan


reconstruir lo que Churchill se complace en llamar
la Gran Bretaña «tradicional» no tienen la menor
esperanza de alcanzar su objetivo, hay que deducir

nal, que sería reemplazado por una fuerte carga emocional. Creo
que yo mismo he utilizado este término. Nadie debería usarlo a
menos de que estuviera preparado a definir con claridad el sig-
nificado que le atribuye y a explicar por qué la considera justa.

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que tiene que haber una nueva Gran Bretaña en


una nueva civilización.

Podríamos murmurar «no se está de acuerdo», pero


eso sería perder de vista mi argumento. El señor Laski
lleva razón cuando dice que si perdemos algo total e
irremediablemente, debemos arreglárnoslas sin ello,
pero me parece que pretende decir algo más que eso.
El señor Laski está, o estaba, convencido de que los
cambios políticos y sociales que él desea llevar a cabo
y que considera beneficiosos para la sociedad nos lle-
varían, en razón de su radicalidad, a una nueva civili-
zación. Eso es bastante concebible, pero no justifica
que infiramos, ya sea en relación a los cambios que él
propone o a otros cambios dentro del marco social
que todo el mundo defiende, que la «nueva civiliza-
ción» fuera deseable en sí misma. En primer lugar, no
podemos hacernos una idea de cómo sería la nueva
civilización, porque las causas que intervendrían son
tantas, además de las que nosotros podamos suponer,
y los resultados de todas ellas, actuando conjunta-
mente, son tan incalculables, que no nos es posible
siquiera imaginar qué nos parecería vivir en ella. En
segundo lugar, la gente que viviera en esa nueva civi-
lización, por el mero hecho de pertenecer a ella, sería
diferente a nosotros y, por tanto, al señor Laski.
Cualquier cambio que realizamos tiende a producir
una nueva civilización, de cuya naturaleza nada sabe-
mos y en la cual todos nosotros seríamos infelices. De
hecho, a cada momento se está gestando una nueva
civilización, y la actual le parecería indudablemente
muy nueva a cualquier hombre civilizado del siglo

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XVIII. No me imagino al reformista más ardiente o


radical de la época experimentando una gran satisfac-
ción con la civilización que encontraría en la actuali-
dad. Todo lo que la preocupación por la civilización
puede impulsarnos a hacer es mejorar la que tenemos,
porque no podemos imaginarnos otra. Por otra parte,
siempre ha habido gente que creía que determinados
cambios eran buenos en sí mismos, sin preocuparse
por el futuro de la civilización y sin tener necesidad de
recomendar sus innovaciones con el especioso brillo
de promesas carentes de sentido.
Se está continuamente construyendo una nueva
civilización. El estado de cosas que vivimos actual-
mente ilustra lo que les sucede a las aspiraciones de
cada época por lograr otra mejor. La pregunta más
importante que podemos hacer es si existe algún valor
permanente por el que comparar una civilización con
otra y que nos permita hacer conjeturas acerca del
perfeccionamiento o decadencia de la nuestra. Tanto
si comparamos una civilización con otra, como si esta-
blecemos una comparación entre los diferentes esta-
dios de la nuestra, tenemos que admitir que en nin-
guna sociedad, en ningún período de esa sociedad, se
realizan todos los valores de la civilización. Puede que
no todos esos valores sean compatibles entre sí, pero
lo cierto es que al reconocer algunos perdemos la esti-
ma por otros. Con todo, somos capaces de distinguir
entre culturas superiores e inferiores, entre avance y
retroceso. Podemos afirmar con bastante certeza que
el nuestro es un período de decadencia; que el nivel
cultural es inferior al de hace cincuenta años; y que las
pruebas de esa decadencia se reflejan en todos los

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sectores de la actividad humana4. No veo razón algu-


na por la que este declinar cultural vaya a detenerse;
nada nos impide prever un período, de cierta dura-
ción, en el que no habrá cultura alguna. La cultura ten-
drá entonces que crecer nuevamente del suelo; y
cuando digo tal cosa, no quiero decir que vaya a nacer
gracias a la actividad de demagogos políticos. La pre-
gunta que se plantea este ensayo es si existen condi-
ciones permanentes en ausencia de las cuales sea
imposible alcanzar una cultura superior.
Si logramos contestar, siquiera en parte, esta pregun-
ta, debemos ponernos inmediatamente en guardia fren-
te al error de intentar crear esas condiciones con el fin
de mejorar nuestra cultura. Si en este ensayo se llega a
alguna conclusión definitiva es seguramente ésta: que la
cultura es algo que no podemos alcanzar deliberada-
mente. Es el producto de un conjunto de actividades
más o menos armónicas, cada una de las cuales se ejer-
ce por ella misma. El pintor debe concentrarse en su
lienzo, el poeta en su máquina de escribir, el funciona-
rio en la resolución justa de los problemas que se le van
presentando sobre la mesa; cada cual de acuerdo con
la situación en la que se encuentra. Incluso si esas con-
diciones de cultura que a mí me preocupan represen-
tan para el lector metas sociales deseables, no debe por
ello sacar la conclusión de que tales metas pueden
alcanzarse simplemente mediante una organización

Para confirmar esta aserción desde un punto de vista com-


4

pletamente distinto al de este ensayo, ver Our Threatened Values,


de Victor Gollancz (1946).

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Introducción

premeditada. Una división de clases sociales planifica-


da por una autoridad absoluta sería artificial e intolera-
ble; una descentralización bajo una dirección central
sería una contradicción; no se puede imponer una uni-
dad eclesiástica con la esperanza de llegar a una unidad
de fe, y la diversidad religiosa, cultivada por ella misma,
sería un absurdo. Sólo podemos llegar a reconocer que
esas condiciones de cultura son «naturales» a los seres
humanos; que, si bien la posibilidad de fomentarlas es
mínima, podemos en cambio combatir los errores inte-
lectuales y los prejuicios emocionales que se interpo-
nen en su camino. Por lo demás, deberíamos perseguir
la mejora de la sociedad del mismo modo que busca-
mos nuestra mejora individual: en detalles relativamen-
te pequeños. No podemos decirnos: «Voy a convertirme
en otra persona»; sino sólo: «Voy a dejar esa mala cos-
tumbre y a alentar esa buena». Así, en lo que concierne
a la sociedad, únicamente podemos decir: «Intentare-
mos mejorarla en ese aspecto o en tal otro, donde el
exceso o el defecto son evidentes; al mismo tiempo
hemos de procurar tener una visión lo suficientemente
amplia para evitar que al enderezar una cosa torzamos
otra». E incluso ésta, es una aspiración que se halla por
encima de nuestras posibilidades, pues la cultura de
una época difiere de la que la precedió justamente por
lo asistemático de nuestro proceder, que no compren-
de o no prevé las consecuencias.

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