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G.

Bueno – La ilustración, como idea fuerza del presente

La ilustración, como idea


fuerza del presente
Gustavo Bueno

Se recapitula la cuestión de la Ilustración, tanto en sentido historiográfico como


político, partiendo de la vigencia actual de los «principios ilustrados», constatable en el
uso ingenuo de la oposición «progresistas/conservadores».


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El Catoblepas, número 156, febrero 2015, p. 2, http://nodulo.org/ec/2015/n156p02.htm, (02/02/16)
G. Bueno – La ilustración, como idea fuerza del presente

1. Definiciones denotativas y connotativas de la Ilustración


El término «Ilustración» designa (denotativamente) una categoría historiográfica
bastante precisa, a saber, el movimiento ideológico (cultural, político, social…) que
tuvo su centro histórico en el siglo XVIII y se centro geográfico en Inglaterra, Francia,
Alemania e Italia. Esto hace que el siglo XVIII, por sinécdoque (pars pro toto) suela ser
designado como el «siglo de las luces». La Ilustración fue, de hecho y ante todo, un
movimiento editorial que impulsó la publicación de opúsculos, revistas y libros (el más
voluminoso, la Enciclopedia o diccionario razonado de las ciencias, artes y oficios que
se publicó entre los años 1750 a 1780), pero también las tertulias aristocráticas (los
«salones», a los que también tenían acceso escritores de origen plebeyo) y, al final de
siglo, los conciliábulos revolucionarios.
En la denotación (atributiva o distributiva) de la idea de Ilustración figuran
nombres famosos como Locke (Pensamientos sobre la educación, 1693), Bolingbroke,
Hume, Bayle (Diccionario histórico crítico, 1696), el conde de Volney (autor de Las
ruinas de Palmira, en donde leemos cómo el «grupo pequeñísimo de sacerdotes» dice,
después de escuchar las preguntas que le hace la gente: «El pueblo está ilustrado,
estamos perdidos»), o el barón de Holbach (La moral universal; Moisés, Jesús y
Mahoma), Voltaire, Montesquieu, D’Alambert, Diderot, Lamettrie (el autor de El
hombre máquina) o, en Alemania, Christian Wolff (que sería expulsado de la
universidad de Halle, aunque luego fue repuesto por Federico el Grande) y su discípulo
Alejandro Baumgarten (que acuñó la palabra Estética), Winckelmann y, sobre todo,
Lessing (Laoconte; Nathan el Sabio). También Kant tuvo que ver mucho con la
Ilustración y, según algunos, fue su culminación, quien definió su esencia en su
opúsculo ¿Qué es la ilustración?, en donde habría dado la definición que se ha
considerado como la más profunda y filosófica (para otros, la más metafísica) de la
Ilustración: «La Ilustración [Aufklärung] es la liberación [libertad-de, salida] del
Hombre de su culpable incapacidad.»
Sin embargo es evidente que la definición denotativa de la Ilustración representa
antes el señalamiento «con el dedo» (deíctico) de un material problemático que la
respuesta a la pregunta ¿qué es la Ilustración?
La respuesta de Kant ya no es denotativa, pero a costa de ser metafísica, dada la
indeterminación de los términos abstractos que utiliza, sin referencia denotativa alguna
(«liberación», «hombre», «incapacidad culpable»…). Estas abstracciones la convierten
en una respuesta lisológica (no morfológica), extrahistórica y puramente ideológica.
Sin embargo, la perspectiva metafísica prevaleció en muchas definiciones que, sin
duda, tienen una intención histórica, como ocurre con la definición que ofrece
el Diccionario de la Academia Española: «La Ilustración es el movimiento que
propugna la razón y el progreso…» Tampoco nos garantiza esta definición, a pesar de
que los redactores académicos parecen identificarse con el movimiento (tomado como


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«concepto plataforma»), una respuesta clara y distinta, porque ni «razón» ni «progreso»


están definidos, como tampoco lo estaba «hombre» en la definición de Kant (para quien
esta idea era una de las tres ideas metafísicas que él sistematizó y que había que poner
junto a las ideas de Dios y de Naturaleza).
Pero «razón», en el contexto de la Ilustración, significa, ante todo, un
distanciamiento y oposición de la superstición, una desmitificación de los dogmas y de
las historias mantenidas y propagadas por la Iglesia católica. Pero «progreso» significa,
en el contexto de la Ilustración, no algún concepto morfológico, como pudiera serlo la
propagación de la fe cristiana, o incluso regreso hacia la vida del buen salvaje, sino el
avance de las artes, oficios o ciencias. En general, el incremento de la «felicidad
humana» (de una felicidad que, en otras ocasiones, hemos llamado «felicidad canalla»;
incluso, a veces, tenía que ver explícitamente con la felicidad prometida a través de
algunas instituciones de los adoradores de Vishnú, como el Kamasutra).
«Libertad» es, ante todo, en el contexto de la definición de la Ilustración, «libertad
de» respecto de la Iglesia católica. Por ello solía sobreentenderse, por Hegel, por
ejemplo, que el verdadero libertador fue Lutero. Y por ello puede decirse que el
racionalismo de la Ilustración tuvo como componente esencial la crítica, muchas veces
por irrisión, de las superestructuras católicas y escolásticas.
Esto quiere decir que la Ilustración puede ser concebida desde el presente, en gran
medida, como un movimiento que se produjo en función de la Iglesia católica, del
Antiguo Régimen. Pero esta función puede entenderse desde dos perspectivas opuestas,
la primera la que interpreta a la Ilustración como si ella misma fuese un concepto
plataforma, y la segunda, como si la Ilustración fuera un concepto estratiforme,
susceptible de ser contemplado desde una distancia etic.
(1) Desde la perspectiva (emic) asumimos a la propia Ilustración como plataforma
que nos permite analizar la transformación y depuración racional del catolicismo
(iniciada por la Reforma protestante) en una transformación orientada en el sentido de
un progreso que habría llevado a la Humanidad a una fase superior en la evolución
histórica. Una fase en la que se lograría la emancipación «de Occidente» de suerte que
el primado del Reino de Dios fuera suplantado por el primado del Reino de la Cultura
(Von Wiesse, Ernesto Troeltsch, Cassirer…).
(2) Desde la perspectiva (etic) de quien toma la Ilustración como un concepto
estratiforme, resultante de la transformación del Reino de la Gracia en Reino de la
Cultura. Es decir, de la transformación del mito del Reino de la Gracia en el mito del
Reino de la Cultura. Esta es la perspectiva desde la cual fue escrito en 1996 nuestro
libro El mito de la cultura.


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2. Las concepciones «reaccionarias» (etic) de la Ilustración son tan significativas


como las concepciones «progresistas» (emic)
Acaso el rasgo implícito más significativo que podemos constatar en las
definiciones connotativas, por indeterminadas que sean de la idea de Ilustración es el
rasgo relativo a su carácter polémico, al que nos acabamos de referir. La Ilustración
habría de entenderse, por de pronto, no sólo como un acontecimiento literario o
editorial, sino como un movimiento «militante» contra otras instituciones tradicionales,
vinculadas al Altar y al Trono.
Como un movimiento «rompedor», sin duda revolucionario, que preparaba o
impulsaba las revoluciones políticas que tuvieron lugar en los Estados Unidos de la
América del Norte así como en la Europa de la Revolución Francesa. Por tanto, como
un movimiento o acción (o sistema de acciones más o menos coordinadas, pero en
general convergentes) contra el Antiguo Régimen, que necesariamente provocaron
reacciones contrarrevolucionarias, llamadas precisamente reacciones(en el sentido más
peyorativo del término, entendido como freno al avance del progreso, a la libertad
política, tecnológica, científica o industrial de la Humanidad).
Y en la medida en la cual los movimientos contrarrevolucionarios implicaban una
redefinición de los movimientos revolucionarios que los determinaban. Y, a veces,
nuevas precisiones y preguntas: desde las cuestiones relativas a la resistencia o reacción
a los movimientos colonialistas de las naciones europeas del siglo XIX se definía mejor
el imperialismo que desde los estados mayores del colonialismo, que enmarcaba sus
designios con discursos sublimes sobre el amor universal a los pueblos atrasados, o en
estado de «pecaminosidad primitiva». Con esto queremos decir también que la
definición profunda de un movimiento revolucionario no queda garantizada por el
esfuerzo de quien trata de ponerse, con empatía positiva, en el punto de vista del agente
(en perspectiva emic), sino que muchas veces, asentado en el punto de vista etic de
quien lo combate, con empatía negativa (con antipatía o incluso con odio). A la
sentencia evangélica non intratur in veritatem nisi per caritatem («no se entra en a
verdad sino a través del amor») cabe oponer, en cada caso, la «sentencia demoníaca»:
«No se entra en la verdad sino a través del odio.»
Y con esto estamos diciendo que, aunque no sea más que por razones
metodológicas, hemos de mostrar tanto interés o más por las definiciones reaccionarias,
antiilustradas de la Ilustración, propuestas por el llamado «pensamiento reaccionario»
(Valsecchi, Fray Rafael Vélez, Hervás y Panduro, pero también por los reaccionarios
recelosos ante la Ilustración, al modo de Hamman, Schiller, Marx, Horkheimer o
Adorno), como por las definiciones de los propios ilustrados, las que toman la
Ilustración como concepto plataforma, para hacer propaganda del movimiento (al modo
de Von Wiese, Cassirer o Foucault).


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3. El concepto de Ilustración como concepto idiográfico y como concepto nomotético


Con lo que precede ya está dicho que el término Ilustración designa a un concepto
o a una idea que es cualquier cosa menos unívoca. Aún cuando su núcleo denotativo se
mantenga relativamente constante y firme, las connotaciones adscritas a este núcleo
pueden ser muy diversas y aún opuestas entre sí. Y el núcleo denotativo tampoco es tan
firme y constante como muchas veces se pretende. Tal es el caso de Rousseau,
considerado habitualmente como una figura clave de la Ilustración, pero que al mismo
tiempo es autor del Discurso sobre el origen de la desigualdad, de la Memoria sobre las
artes y las letras, o del Emilio, obras que no concuerdan bien con el racionalismo y con
el progresismo generalmente reconocidos como notas distintivas de la Ilustración; y por
ello se comprende que muchas veces se considere a Rousseau como un
«prerromántico».
La Ilustración puede por tanto analizarse tanto por la materia de sus contenidos
(estéticos, políticos, religiosos, filosóficos…) sino también por el formato lógico de su
propio concepto o idea. Este formato suele tener generalmente una estructura
dioscúrica, puesto que la Ilustración es un término que se relaciona, como hemos dicho,
con otros opuestos, aún cuando la materia sea diferente. Así la materia o contenido de la
primera acepción a la que nos hemos referido, la acepción emic de los mismos
ilustrados, será sobre todo de índole filosófico religiosa, basada en las oposiciones
racionalista / fideísta y progresista / reaccionario.
O bien, acaso, el término Ilustración asumirá el sentido de un rótulo deíctico, de
un movimiento idiográfico de finales del siglo XVII y del siglo XVIII; o bien tendrá el
sentido de un término nomotético (susceptible de ser aplicado distributivamente a
diferentes épocas o a diferentes «culturas», consideradas como esferas independientes,
tal como las concibió Spengler). En este contexto lógico, la idea de Ilustración se
asemeja a la idea de Renacimiento; también el Renacimiento tuvo connotaciones
nomotéticas (el «renacimiento» del Imperio romano en el reinado de Carlomagno, o en
el de Carlos V) y connotaciones idiográficas.
Cuando se interpreta la sofística griega del siglo V antes de Cristo como un
periodo característico de la edad antigua, reproducido en la edad media (la Escuela de
Chartres del siglo XII: Bernardo, Gilberto Porretano, Thierry de Chartres…) o en la
edad moderna (la interpretación del Renacimiento del siglo XVI como un periodo
ilustrado), entonces la idea de Ilustración asume el formato de un término nomotético-
distributivo, que designa una línea de episodios históricos no enteramente
desconectados (distributivos) sino de algún modo encadenados históricamente en cuanto
corrientes que transcurren a lo largo de una historia común. Spengler pudo considerar
distributivamente a la Ilustración a partir de su idea de la absoluta independencia de las
«culturas», según sus fases paralelas de desarrollo, a la manera como ocurre con los
organismos. Spengler veía a las culturas como superorganismos de unos mil años de
duración; la Ilustración sería así una fase que se repite («distributivamente») en el


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proceso de desarrollo de cada cultura (puesto que Spengler negó la historia universal, es
decir, la historia universal como un todo atributivo). De este modo Spengler podía
hablar de la ilustración de la época de los sofistas de la cultura griega, o de la ilustración
en la época de los sufíes y mutazilitas de la cultura árabe, o de la ilustración en la época
de los sankhya de la cultura india.
Sin embargo, la oposición entre los conceptos idiográficos y los conceptos
nomotéticos de Ilustración no es dicotómica o disyuntiva, porque caben conceptos que,
siendo idiográficos (como conceptos estratiformes) asuman a su vez un carácter
universal, que les permite ser utilizados como conceptos plataforma (lo que ocurre
cuando se dispone de una teoría de la historia de carácter lineal-atributivo pero a la vez
cíclico o simplemente acumulativo).
D’Alembert, considerado como uno de los personajes más relevantes de la
Ilustración (a la que habría dado un giro positivista), describe así su época, a mediados
del siglo XVIII: «En cuanto observamos atentamente el siglo en el que vivimos, en
cuanto nos hagamos presentes los acontecimientos que se desarrollan ante nuestros ojos,
las costumbres que perseguimos, las obras que producimos y hasta las conversaciones
que mantenemos, no será difícil que nos demos cuenta que ha tenido lugar un cambio
notable en todas nuestras ideas, cambio que, debido a su rapidez, promete todavía otra
mayor para el futuro… Nuestra época gusta de llamarse la época de la filosofía. La
ciencia de la naturaleza adquiere día por día nuevas riquezas; la Geometría ensancha sus
fronteras, y lleva su antorcha a los dominios de la Física… Todo ha sido discutido,
analizado, removido [pensaba ingenuamente D’Alembert, inspirado sin duda por su
perspectiva enciclopedista] desde los principios de las ciencias hasta los fundamentos de
la religión revelada, desde los problemas de la metafísica hasta los del gusto, desde la
música hasta la moral… Fruto de esta efervescencia general de los espíritus, una nueva
luz se vierte sobre nuestros objetos…»
D’Alembert está describiendo sin duda la Ilustración como un episodio
(idiográfico) de su siglo, y desde su propio interior cóncavo (emic). Aunque en el texto
citado no aparece el término «ilustración» sí aparece la metafísica de la luz, la Idea de
una estela que viene de otra parte y promete iluminar en el futuro las oscuridades
remanentes. Ernesto Cassirer, en su obra ya clásica (Filosofía de la Ilustración) y
consciente de que la Ilustración ha pasado y de que muchas de sus preguntas y
respuestas están ya «anticuadas», pero gracias a que existen las personas que pueden
considerarse como productos genuinos de la misma ilustración, intenta, sin embargo,
reactualizar la ilustración misma, como identificándose con ella o al menos tomándola
como plataforma. Kant ha hecho, según Cassirer, que no sea ya posible volver
sencillamente a las preguntas y respuestas de la filosofía ilustrada. Sin embargo, desde
su posición, de algún modo etic, Cassirer no cree que la ilustración pueda tratarse hoy
con una orientación puramente histórica: «La consigna Sapere aude! [Atrévete a saber]
que Kant señala como lema de la Ilustración se aplica también a nuestra propia relación
histórica con ella. En lugar de rebajarla y de mirarla despectivamente desde nuestra
altura, debemos osar el volvernos a medir y a confrontarnos internamente con ella».


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Es como si Cassirer, de hecho, reasumiese de nuevo la actitud emic ilustrada,


aunque fuera analógicamente, en el nuevo estadio histórico. Y así dice: «El siglo que ha
contemplado y venerado en la razón y en la ciencia la suprema fuerza del hombre, ni
puede ni debe estar pasado y perdido para nosotros».
De hecho la Ilustración ha vuelto una y otra vez a ser reivindicada como una idea
que ennoblece a cualquiera que la asuma como «hoja de ruta». En muchos textos
escolares, en periódicos, universidades, centros de enseñanza o tertulias de televisión,
llamar «ilustrado» a un político, a un científico, a un periodista, a un hombre de
negocios o a un cocinero sigue siendo el mayor homenaje que se le puede tributar. Un
homenaje similar al que comporta el adjetivo «progresista» --como opuesto al adjetivo
«conservador»-- incluso en contextos puramente denotativos, como es el caso de la
nube de periodistas que, informando sobre una determinada sentencia del Tribunal
Constitucional español dicen: «La sentencia fue votada afirmativamente por diez
magistrados progresistas y negativamente por cinco magistrados conservadores» (lo que
no dicen explícitamente los «informadores» es si ellos mismos son progresistas o si son
conservadores, aunque el lector pueda determinarlo por criterios externos a la
información explícita).
Desde la perspectiva de la exaltación generalizada de la Ilustración, poco puede
significar la mirada despectiva de algún profesor de filosofía o de algún autor de
diccionarios de filosofía (pongamos por caso el de Ferrater Mora), que cree poder
considerar a la Ilustración como un mero «periodo de divulgación» de los más grandes
sistemas filosóficos o científicos que habían ya sido alcanzados en el siglo XVII (entre
ellos los de Descartes, Espinosa, Leibniz o el propio sistema de Newton, y que
precisamente por ser divulgados habrían perdido la intensidad y rigor original). Y no
queremos decir que el juicio de estos profesores de filosofía sea gratuito. Queremos
decir que está fuera de lugar, porque cuando analizamos la Ilustración no se trata de
confrontarla gremialmente con los grandes sistemas filosóficos o científicos del siglo
XVII, porque la Ilustración no es un episodio más integrable en un supuesto curso de la
historia de la filosofía académica. La Ilustración representa un giro en la concepción del
mundo, no tanto determinada por la evolución de la «filosofía académica», sino por el
nuevo rumbo que tomaron los conflictos políticos, tecnológicos, científicos y religiosos
anteriores. La Ilustración era la ideología de la parte de la sociedad que participaba
activamente en este cambio de rumbo, una parte de la sociedad que, efectivamente,
mantenía estrecho contacto con los grandes sistemas del siglo XVII, pero para
aprovecharlos en función de sus propósitos ideológicos y, por tanto, filosofando sin
necesidad de ser profesores de filosofía (por ello el siglo de la Ilustración se llamo el
siglo de les philosophes).
La reivindicación que de la Ilustración ha tenido lugar en el siglo XX, en gran
medida en los periodos en los cuales la socialdemocracia (y también algunas corrientes
protestantes democristianas, anglicanas o prusianas), quisieron encontrar una referencia
histórica que les sirviera de punto de apoyo para establecer su propia genealogía, al
margen del marxismo, del cual la socialdemocracia política o laica, liberal, procedía.


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Más atrás del marxismo, el progresismo socialdemócrata, que se presentaba como un


avance revolucionario frente al Antiguo Régimen, se encontró con la Ilustración, y la
convirtió en un luminar que todavía hoy les parecía capaz de seguir alumbrando la «hoja
de ruta».
En España, las últimas generaciones de la democracia que quisieron (movidas por
la situación internacional determinada por la Guerra Fría) alejarse explícitamente del
marxismo y del leninismo (y que gracias a ello logró el apoyo de la socialdemocracia
alemana y de los EEUU para alcanzar un gobierno duradero a partir de 1982), fueron
también los años de la exaltación de la Ilustración. Los socialdemócratas españoles
tomaron como símbolo no tanto a algún personaje del Renacimiento, de la época de los
Reyes Católicos o de la escolástica de Salamanca, sino una figura más «moderna», la de
Carlos III. Porque Carlos III, a fin de cuentas, había nombrado ministro al Conde
Aranda y había expulsado de España a los jesuitas, y había sido considerado como «el
mejor alcalde de Madrid», sobre todo en los días de Ramoncín y «la movida»,
impulsada por un alcalde ilustrado y progresista, el «viejo profesor» Enrique Tierno
Galván. Ya en los años que antecedieron a la «transición democrática», un autor teatral
«de izquierdas», había estrenado una obra dedicada al ilustrado Marqués de Esquilache,
con el título, un poco cursi, de Un soñador para un pueblo. Pero en la época del
gobierno de González se celebró el centenario de Carlos III, se creó una universidad en
Madrid con su nombre (cuyo inspirador y rector era un conspicuo socialdemócrata
cristiano) y hasta se puso el rótulo Avenida de la Ilustración a una gran vía de la
expansión urbana madrileña. La socialdemocracia antimarxista y antileninista creyó
haber encontrado sus fuentes en un lugar y época anterior a Marx y a Lenin, en la
Ilustración.
Y, en efecto, la identificación incondicional e ingenua con los ideales de la
Ilustración, se integró en el programa de la lucha contra las fuerzas conservadoras de la
reacción, encarnadas sobre todo por la Conferencia Episcopal de la Iglesia católica. Y,
por sinécdoque, contra la España inquisitorial de la Leyenda negra (a la que tanto
contribuyeron ilustrados tan eminentes como Montesquieu y Voltaire). La
socialdemocracia española que exaltaba a Carlos III reanudaba así sus contactos con la
estrategia de la Institución Libre de Enseñanza y de sus aliados. Y tomaba un sesgo
claramente sectario al simplificar sus esquemas en el sentido del dualismo más
descarnado, expresado muchas veces por medio de la oposición en bloque entre la
«izquierda» y la «derecha», entra la acción progresista y racional de la Ilustración contra
la reacción conservadora y supersticiosa. «Una de las dos Españas (había dicho, con
simplismo zoroástrico, Antonio Machado) ha de helarte el corazón.»
Como indicio reciente de hasta qué punto esta viva identificación sectaria con la
Ilustración, cabe citar, entre otras muchas, una miniserie televisiva producida por
Renegade Pictures de Londres, dirigida por Sheila Hayman («guionista y directora»),
filmada en Londres, Lisboa, París, Berlín y Estados Unidos entre abril-septiembre de
2011, con el título inglés Heroes of the Enlightenment; para la BBC, la cadena ARTE y


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una televisión china. Esta serie se emitió en España en mayo de 2013 por TVE2 (por
cierto, un núcleo residual, a la sazón, de ideólogos socialdemócratas).
El esquema de esta serie alcanza la simplicidad pedagógica más escandalosa,
basada en esquemas adolescentes, en contraposiciones entre el progreso y la reacción, o
entre la razón y las superestructuras eclesiásticas. Según este esquema la humanidad
habría permanecido a oscuras (desde hace veinte siglos, después del esplendor de la
cultura griega) por culpa sobre todo de la acción de la Iglesia católica. Pero el siglo
XVIII trajo la luz: comenzó por Inglaterra, donde Newton ofreció por primera vez una
visión científica del universo. Fue Newton quien, según dice la serie, al ver caer una
manzana del árbol bajo el cual estaba sentado, fue el primero en formular la pregunta:
«¿Por qué cae hacia abajo la manzana y no se mueve hacia arriba?», como si Aristóteles
y tantos otros no se hubieran hecho ya esta pregunta y no hubieran dado respuestas más
o menos razonables dentro de sus sistemas respectivos. La Ilustración —dice la serie—
sigue propagándose por Francia (Diderot, D’Alembert) y por Portugal, en donde las
noticias sobre el terremoto de Lisboa habrían desacreditado a la Iglesia católica. Y
habrían dado lugar a que el Marqués de Pombal, que había expulsado del reino a los
jesuitas, reconstruyera la ciudad y el reino siguiendo la inspiración de la Ilustración. La
serie continúa: la Ilustración se extendió a la Prusia de Federico el Grande, renació en la
Inglaterra de Erasmus Darwin (quien, al descubrir fósiles en las montañas «demostró
que el relato bíblico de la creación era una patraña») y más tarde en la Inglaterra de su
nieto Carlos Darwin. En Norteamérica, la Ilustración inspiró a los «padres fundadores»:
Jefferson estuvo en Europa y asimiló las tradiciones de Bacon, Newton y Locke, y
contribuyó a una constitución política que anticipó la Declaración de los derechos del
hombre de 1789 (por cierto, el pedagogismo simplista y sectario de esta serie ni siquiera
menciona a España, como si la leyenda negra hubiera preferido darle la pena del
silencio).

4. La Ilustración y las tradiciones maniqueas y zoroástricas


La contrafigura de esta concepción simplificada de la Ilustración y de sus secuelas
sectarias la encontramos en la visión que de la Ilustración se forjó el «ala derecha» más
poderosa en el seno de la Iglesia católica, a través de publicistas tales como Claudio
Adriano Nonnote, Antonio de Valsechi, Silvestre Bergier, Luis Mozzi o, en España,
Lorenzo Hervás y Panduro (en sus Causas de la revolución de Francia en el año 1789),
por no citar a Fray Rafael Vélez (Preservativo contra la irreligión, Cádiz 1812) o a
Francisco de Alvarado, el «filósofo rancio». Toda esta tradición católica fue
reconstruida en el libro de Javier Herrero, El pensamiento reaccionario, publicado en
1971 por Cuadernos para el Diálogo, promovidos por Joaquín Ruiz Giménez, antiguo
embajador de la España de Franco en la Santa Sede de Pío XII, pero que evolucionó
después políticamente hacia la «izquierda antifranquista».


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Sin embargo, el adjetivo «reaccionario» del título del libro de Herrero tiene un
sentido peyorativo. Es decir, el sentido que el adjetivo asume en boca de un ilustrado. Y
con ello se evapora la importancia de la contrafigura de la ilustración implícita en el
adjetivo reaccionario. Porque, para el «ilustrado», el «reaccionario» no merece ser
tenido en cuenta y, por tanto, no hay que darle beligerancia en el momento de definir la
Ilustración.
Sin embargo, podremos siempre preguntarnos (al menos con el espíritu escéptico
de Sexto Empírico): ¿acaso la idea «reaccionaria» de la Ilustración no debe considerarse
como el complemento imprescindible de la idea «ilustrada»? Más aún, como la
visión etic de su convexidad (de quien sigue encerrado en su esfera), inseparable de la
visión emic de los propios ilustrados y afines que la percibían desde su concavidad (tal
como la percibieron sus agentes y propagandistas, como D’Alembert o Kant).
En efecto, la «reacción» ofreció una teoría de la Ilustración metafísica o mítica,
sin duda, pero no menos metafísica o mítica de la que ofrecían los propios ilustrados de
la Ilustración.
La teoría reaccionaria apelaba a un combate milenario entre Cristo (Dios hecho
hombre) y el Anticristo. Un Anticristo que, en los años de la invasión francesa a España
se identificó con Napoleón. Esta visión contrafigura de la Ilustración resucitó con toda
su fuerza en la interpretación de la Guerra Civil española de 1936-39 como una
Cruzada. Interpretación que había sido ya expuesta por el cardenal Gomá, o por el
cardenal Pla y Deniel y acogida por el papa Pío XII.
Precisamente es la «teoría reaccionaria de la Ilustración» la que nos advierte de la
posibilidad de regresar más atrás del siglo XVIII en el momento de determinar el origen
de la idea de ilustración. En otras ocasiones hemos sugerido la posibilidad de vincular
los movimientos de la ilustración a la herejía maniquea, a Mani, que nació en Babilonia
el año 216 después de Cristo y murió un lunes 26 de febrero de 277 (sus discípulos
llamaron «crucifixión» a su pasión y muerte). La Iglesia maniquea siguió viva, como
iglesia misionera, a pesar de las implacables persecuciones que sufrió (como la de
Diocleciano en 297), hasta que fue prácticamente aniquilada. San Agustín fue maniqueo
en su juventud, pero su característico dualismo metafísico lo mantuvo siempre, sin
perjuicio de sus cambios de expresión. Por otra parte, el dualismo cósmico teológico
maniqueo (si nos atenemos al Evangelio viviente o Gran evangelio desde Aleph hasta
Tau) está muy relacionado con otro dualismo del área irania, aquella en la que nació
Zaratustra (Azerbaiyán en la actualidad) en el siglo VI antes de Jesucristo, dos siglos
antes que Alejandro. Como es sabido, el dualismo zaratústrico enfrentaba la Luz y las
Tinieblas, Ormuz y Ariman. Un dualismo que, por cierto, fue tomado como referencia
constante, por escritores políticos del siglo XIX español, desde Julián Zugasti hasta
Manuel de la Revilla.
En otros lugares hemos sugerido (y no hemos sido los únicos, como hemos
comprobado al «descubrir» la obra del erudito colombiano Nicolás Gómez Dávila) la
conexión histórica entre los dualismos socialdemócratas español (ilustración/reacción,


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izquierda/derecha, sexo femenino/sexo masculino) y el gnosticismo del siglo II, a través


de la tradición krausista «refundida» en El ideal de la humanidad de Julián Sanz del Río
(publicado en 1860). La luz y la iluminación frente a la oscuridad y las tinieblas puedes
considerarse, por ello, como la única idea, documentada desde la antigüedad,
responsable del concepto historiográfico que conocemos como Ilustración
(iluminación, Enlightenment, Aufklärung). Dicho de otro modo, tal concepto
historiográfico sería sólo una metáfora gratuita destinada a otorgar el papel luminoso a
los ilustrados (a «las izquierdas») y el papel tenebroso a la Iglesia romana (a «la
derecha»), por las mismas razones por las cuales el pensamiento reaccionario invertirá
los papeles.

5. La crítica a la Ilustración del Romanticismo


La primera crítica importante a la autoconcepción de la ilustración, corroborada
por su contrafigura reaccionaria, procedió de Hamann, portavoz eminente del Sturm und
Drang («tormenta y empuje»), un movimiento que anunciaba la nueva época del
Romanticismo. La célebre definición metafísica de Ilustración de Kant daba por
supuesta, como «estructura dioscúrica» fundamental, el enfrentamiento entre la razón
libre y el dominio que otros ejercen sobre el sujeto racional: «La ilustración es la
liberación del hombre de su culpable incapacidad [o minoría de edad]. La incapacidad
significa la imposibilidad de servirse de su entendimiento sin la guía de otros. Esta
incapacidad es culpable porque su causa no reside en la falta de entendimiento, sino de
decisión y valor para servirse por sí mismo de él sin la tutela de otro. Sapere aude! ¡Ten
el valor de servirte de tu propia razón! He aquí el lema de la ilustración.»
Hamann, desde posiciones ya muy próximas, como hemos dicho, a las de los
románticos de finales del siglo XVIII y primeras décadas del XIX, podía ya apreciar que
la fórmula kantiana era esquemática y escolástica: «razón» y «decisión audaz de
utilizarla frente a otros» (en este caso, el pastor y tutor de la Iglesia). Porque al margen
de que la razón no estuviera definida, sino simplemente presupuesta, la «decisión
audaz» implicaba la voluntad libre, y esta voluntad libre no podía, sin más, ser atribuida
a cada sujeto por igual, puesto que cada individuo estaría siempre mediatizado por
otros, en proporciones definidas de poder, determinantes de su capacidad. Por ello
Hamann, ya en 1784, dice a Kant: «¿Con qué tipo de conciencia puede un racionalista y
especulador, atrincherado en su conciencia y en gorro de dormir, echarle en cara a los
menores de edad su cobardía, si su ciego tutor tiene como garante de su infalibilidad y
ortodoxia un numeroso ejército disciplinado?» (traducción de Volker Ruhle).
Hamann está advirtiéndonos que el aseguramiento de la libertad más sencilla e
inocua, la de hacer uso público de su íntegra razón, está dirigido al príncipe prusiano
Federico el Grande, cuya consigna: «Razonad cuanto queráis y sobre lo que queráis;
¡pero obedeced!», convierte a Kant en responsable de la distinción entre el uso


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privado y el uso público de la razón, manteniéndose éste delimitado por un ejército que
asegure a la Razón de Estado la tranquilidad pública. Hamann está advirtiendo que esa
razón, cuyo uso confiere al parecer la libertad, no es una facultad privada (subjetiva,
psicológica, diríamos nosotros) sino que implica una organización social y política (y no
únicamente religiosa) de la que puede emanar la fuerza capaz de mover a la voluntad
colectiva. La Ilustración, tal como la ha definido Kant —que anunciaba el «despotismo
ilustrado» implícito en la distinción entre el uso privado y el uso público de la razón—
resulta ser sólo un puro esqueleto escolástico, para uso de filósofos especulativos
liberales que reducen la libertad a las especulaciones más o menos sutiles que suelen
producirse cuando se sientan en torno a una estufa.
Pero la crítica trituradora de Hamann a la Ilustración, tal como fue definida por
Kant, podría extenderse fácilmente a las concepciones que de la ilustración ofrecieron
discípulos de Kant de la talla de Hegel o de Schopenhauer. Discípulos que, por otro
lado, ya habían desbordado el «dualismo dioscúrico» originario, constituido por la
oposición recíproca entre la razón autónoma (luminosa) y la fe revelada (tenebrosa).
Hegel (en su Filosofía de la Historia y en la Fenomenología del Espíritu) tomó en
serio a la Ilustración, hasta el punto de «elevarla» a la condición de una fase definida del
desarrollo del Espíritu (parece que se inspiró, para definir a la Ilustración desde su
sistema, en el Mahoma de Voltaire). Pero Hegel desbordó claramente los límites del
dualismo dioscúrico kantiano, porque en la exposición de Hegel, la Aufklärung, queda
enmarcada en otros dualismos, no menos metafísicos (Naturaleza/Espíritu, Espíritu
subjetivo/Espíritu objetivo, Materialismo/idealismo), pero con referencias histórico
positivas y sociales más precisas.

6. La crítica marxista a la Ilustración


Quien se propuso determinar los componentes positivos materialistas, aunque
concebidos también desde una coordenadas metafísicas, fue Marx, fundándose en las
evidencias que Hamann había manifestado: que la razón raciocinante no conduce a la
libertad, porque carece de fuerza para lograr que los hombres se sirvan de ella en el
proceso de su emancipación de la «minoría de edad» histórica y social.
«Los filósofos, hasta ahora, no han hecho sino tratar de conocer el Mundo, pero la
cuestión está en cambiarlo.» Los filósofos de la Ilustración tampoco cambiaron el
Mundo; tan sólo influyeron en la Gran revolución política de 1789. Pero esta revolución
no logró llegar al fondo de la naturaleza humana. Un «fondo» que Marx creyó poder
situar en el mismo proceso de la producción que, tras la unidad propia de la fase de la
«comunidad primitiva», dividió a los hombres en dos mitades, obedeciendo al molde de
dos dualismos dioscúricos, aunque muy distintos de aquel en el cual los ilustrados se
habían moldeado. Nos referimos al dualismo que sería considerado como la clave de
la alienación de la humanidad después de su fase de comunidad primitiva, el dualismo


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entre los expropiados y sus expropiadores de los medios de producción cada vez más
complejos.
Desde este punto de vista, la ilustración perdía necesariamente la importancia
histórica que la «burguesía ilustrada» le había otorgado. La Ilustración quedaba
reducida, a lo sumo, a una etapa del desarrollo de la burguesía muy importante, sin
duda, pero enteramente subordinada al desarrollo global del Género humano.

7. La crítica a la Ilustración de la Escuela de Frankfurt


La crítica marxista a la Ilustración o, si se prefiere, la redefinición marxista de la
Ilustración, no logró diluir la «concepción burguesa» originaria de la Ilustración, que
siguió fluyendo hasta nuestros días, según hemos dicho, y muy especialmente a través
de la socialdemocracia.
Hasta los años finales de la Segunda Guerra Mundial, en 1944, no aparecieron
los Fragmentos filosóficos de Adorno y Horkheimer, que contenían ya lo esencial de
la Dialéctica de la Ilustración (que apareció en 1947 como libro o edición fotocopiada
de 500 ejemplares, y que en los años 50 todavía se encontraba en las librerías).
La Dialéctica de la Ilustración, llamada a causar un gran impacto entre quienes
asumían las ideas de la Ilustración de la socialdemocracia, sin embargo, podríamos
decir, «descubrió el Mediterráneo» a quienes ya estaban al tanto de las críticas y
redefiniciones de Hamann, de Hegel, de Marx o de Spengler. Pero esto no quita la
importancia y originalidad de este libro.
Partiendo, por un lado, de la consideración, bastante común, del concepto
idiográfico de Ilustración (del siglo XVIII) como un movimiento progresista de
racionalización dirigido contra los ritos y los mitos tradicionales, Horkheimer y Adorno
comienzan inmediatamente a «elevarse» (sin advertirlo ni justificarlo explícitamente) a
una idea nomotética de mito. Pero esto equivale a considerar, como el objetivo de su
análisis, no ya tanto a la Ilustración del siglo XVIII sino a la ilustración en general. Es
decir, a una idea nomotética de ilustración, a la manera de Spengler (a quien
curiosamente olvidan, primero en los años de oposición al nazismo y, poco después, en
los años de la desnazificación).
También parecen asumir, desde el primer momento, el rechazo a la interpretación
dicotómica o disyuntiva de la oposición entre el mito y el logos (o razón). Oposición
disyuntiva que mantuvo su fuerza durante la primera mitad del siglo XX a través, por
ejemplo, de la teoría de la «mentalidad prelógica» de Lévy-Bruhl, y del libro de
Nestle, Del mito al logos.
Desde diversos puntos de partida (incluyendo a Herder, a Hegel o a Schelling) se
había abierto camino, en la segunda mitad del siglo XX, la tesis según la cual el mito es


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ya un logos, y que por tanto, la mito-logía constituía ya una racionalización de la


realidad, algo muy próximo a una filosofía; una perspectiva que se extendió
ampliamente, en gran medida, a través de la obra de Lévi-Strauss (en sus análisis sobre
el «pensamiento salvaje»). No tiene nada de asombroso que en el mismo momento en el
que Horkheimer y Adorno elevaban el concepto idiográfico de Ilustración a la condición
de idea universal o nomotética, estuvieran también vinculando la ilustración con el
mito, y el mito con la ilustración. Adorno y Horkheimer vieron esta conexión no tanto
como una paradoja, sino como la dialéctica misma de la Ilustración, dialéctica que
resumen en las dos tesis siguientes: «El mito es ya ilustración, y la ilustración se
resuelve en una mitología.»
La «dialéctica», expresada en esta fórmula, tenía la novedad de que desbordaba el
territorio nomotético en el que podían plantearse los nexos entre el mito y el logos, al
aludir al territorio histórico concreto en el cual se interpreta el logos como ilustración
(en sentido historiográfico), y la ilustración misma como mito. Sin embargo, este
«juego» de los planos idiográfico y nomotético había sido ya ampliamente ensayado por
Hegel en su Fenomenología del Espíritu (citada varias veces, como autoridad, por
Adorno y Horkheimer) y por Heidegger en Ser y Tiempo (que estos autores no citan,
precisamente durante el periodo de la desnazificación al que antes nos hemos referido).
Los pilares en los cuales Horkheimer y Adorno apoyan su «dialéctica» son, por un
lado, Bacon (y su concepción pragmática del conocimiento: «saber es poder») y
después, además de los ilustrados del siglo XVIII, de la ciencia positivista y
neopositivista y muy lejanamente el marxismo, como una suerte de «idealismo
poético», el idealismo de la «sociedad sin clases». Un marxista ortodoxo, sobre todo si
estaba educado en el Diamat, no dejaría de sorprenderse al leer las expresiones
de Dialéctica de la Ilustración en las cuales se considera a Odiseo como un «burgués»
—puesto que el modo de producción esclavista en el que solía incluirse a Odiseo no
puede confundirse con el modo de producción burgués, en el que habían florecido
«despóticamente» Voltaire o Fontenelle.
Asimismo, si bien se refieren (sobre todo Adorno, en Elementos de antisemitismo)
al fascismo, subrayando «el significado de los emblemas fascistas, de la disciplina
ritual, de los uniformes, y de todo el aparato supuestamente irracional» (con lo cual
vienen a reconocer en el fascismo hitleriano el componente mítico racional-ilustrado;
sin embargo no citan tampoco una obra de referencia, que parecía inexcusable, como
pudo serlo El mito del siglo XX, de Rosenberg). Sin embargo, sólo de pasada, mentan al
«Ejército rojo», que también se veía, emic, al igual que los batallones nazis, como
resultado de la racionalización ilustrada. Una racionalización que declara todo
acontecimiento como repetición, que reconoce el principio de la inmanencia de
cualquier acontecer histórico como repetición «y que la ilustración sostiene frente a la
imaginación misma que es el principio del mito».
Ahora bien, ¿qué tiene que ver la ilustración racionalista con el mito
racionalizado? Es decir, ¿cómo se establece el nexo entre ilustración y mito, un nexo


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que consideramos clave, sin duda ninguna, en la dialéctica de la ilustración, tal como la
presentaron Horkheimer y Adorno? Aunque los autores no lo digan explícitamente, más
bien parecen decir, como un sobreentendido, que este nexo no es otro sino el hecho de
la dominación, o la idea de dominación (que envuelve este hecho).
La razón sería, ante todo, una dialéctica de dominación, tanto en la ilustración
como en el mito. En este punto Horkheimer y Adorno se apoyan en Bacon (como
podían haberse apoyado en el verum factum de Vico). Así, los relatos míticos de
Homero (por ejemplo en la Odisea) contendrían una racionalización de la Naturaleza,
gracias a la cual «las divinidades ctónicas de los aborígenes son desterradas al infierno,
o a la región turbia del principio religioso —que perderá en la misma luminosidad de la
propia religión griega—, que en los estados más antiguos conocidos por la humanidad
fue conocida como mana».
Pero Odiseo —dicen— es un burgués del mundo antiguo, es decir, un propietario
que, pasado el nomadismo, forma parte del orden social constituido sobre la base de la
propiedad estable, en el momento en el cual dominio y trabajo se separan. Un
propietario como Odiseo —dicen los autores citando a Glotz— «dirige desde lejos un
personal numeroso y escrupulosamente diferenciado de los cuidadores de bueyes,
pastores, porqueros y servidores». Cuando Homero, en el decimosegundo canto de
la Odisea, narra el paso ante las sirenas, nos revela que lo que Odiseo busca es no ser
dominado por sus cantos irresistibles y para ello tapa con cera los oídos de los remeros
y él miso se hace atar al mástil, y más fuerte cuando más fuertemente resulta la
seducción. Lo mismo que más tarde también los burgueses se negarán la felicidad [el
ascetismo de los grandes capitalistas en el que insistió Max Weber] «y con tanta mayor
tenacidad cuanto más se le acerque el incremento de su poder». En el discurso I de su
libro («Odiseo o mito e ilustración») Adorno y Horkheimer extienden el concepto de
burguesía a las amas de casa burguesas, laboriosas tejedoras como Penélope, la esposa
de Odiseo que «examina con desconfianza, como una prostituta, al marido que ha
vuelto, no sea que se trate solo de un viejo mendigo o de un dios en busca de
aventuras». Obviamente la visión de Penélope, desde la categoría de «prostituta», no es
de Homero, sino de la cosecha hermenéutica y gratuita de los autores (acaso dispuestos
a epatar a los precursores del mayo francés) de la Dialéctica de la Ilustración.


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8. La Ilustración y la idea de Dominación


La idea de dominación que se utiliza en la Dialéctica de la Ilustración es muy
oscura y confusa, pues el dominio (ejercido por los sujetos humanos) es un genérico que
tiene especies muy distintas con propiedades diferentes, y que no cabe confundir.
Pero, ¿y si tomásemos como diferencia específica del animal que ha llegado a
hacerse humano no ya algún atributo autotético (como pudiera serlo la espiritualidad o
el peso promedio de su cerebro) sino algún atributo alotético, como pudiera serlo
precisamente la dominación que ese animal en vías de humanización fue ejerciendo de
hecho sobre los demás animales y que lo transformó en el «rey de los animales»? En
este caso el homo sapiens habría llegado a domar a los animales, no por sus atributos
espirituales o racionales (autotéticos), sino precisamente por sus atributos alotéticos,
como pueda serlo precisamente la capacidad de dominio. Dicho de otro modo: las
fuentes de la racionalidad humana manarían de su dominio progresivo sobre los
animales (de su astucia, de su bipedismo, del uso de flechas o de hondas, o de la
utilización de otros hombres, i de la dominación de otros grupos humanos, los esclavos,
considerados como bestias parlantes).
En cualquier caso, y desde coordenadas discontinuistas, propias del materialismo-
pluralista, tendremos que evitar, por razones de principio, las definiciones simples de
Ilustración ajustadas a una única fuente binario-dioscúrica. Porque la realidad material
es plural y no se puede reducir a estructuras binarias, sino a lo sumo a multiplicidades
resultantes de la acumulación de estados binarios cuyo entretejimiento sea capaz de
desbordar ya todo binarismo simple.
Tampoco tiene fundamento la consideración de la ilustración como un foco
luminoso que se enciende en el siglo XVIII (con algunos precedentes en el XVII o en el
XVI) y cuyo cono de luz se amplía en el horizonte a lo largo del siglo para continuar
iluminando a los siglos sucesivos. La Ilustración no es la estela que, a manera de un
cuerpo compacto, como el de un cometa, se aproxima hacia nosotros para retirarse
después, acaso para volver al cabo de 76 años. La Ilustración es el nombre, dado desde
fuera, a un conjunto de hilos o cursos de ideas pero inmersas o subsumidas en una
corriente más caudalosa. Una corriente que resulta de la confluencia de múltiples cursos
económicos, religiosos, tecnológicos, sociales, políticos, que avanzan dispersos.
Ninguno de estos hilos o cursos podría ser llamado «ilustrado». De donde, en todo caso,
concluiremos, por ello, que la Ilustración no tiene una causa como tal, puesto que su
realidad es más bien de índole taxonómica.
De hecho los movimientos que se agrupan en el cauce de la Ilustración se
entremezclan con otros movimientos que no son propiamente ilustrados, sino, por
ejemplo, económicos o sociales, tecnológicos o científicos, y que toman causa de los
siglos XVI, XV o XIII. Por ello tendría poco sentido tratar de ver a toda costa a la
Ilustración como un movimiento homogéneo susceptible de aparecer con mayor


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intensidad tanto en España, como en Francia o en Polonia. En cuyo caso podríamos


concluir que, si al comparar estas distintas sociedades advirtiéramos que la fase de
ilustración no aparece tan claramente en España o en Polonia como en Inglaterra o en
Francia, no es porque España o Polonia estuvieran «retrasadas», respecto de Francia o
de Alemania, en el supuesto proceso progresivo de evolución global, sino sencillamente
porque habrían evolucionado siguiendo cursos o ritmos diferentes y característicos.


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