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El heresiarca revolvió entre los bienes abadengos.

El tratado yacía junto a


un rimero de trastos y un par de flores marchitas de helenio dividían sus
fojas como un mar rojo de papel, mas seco. Al esclarecer su vista en la
penumbra de la celda, pudo contemplar la escena del sacrificio de un
gamo en la espesura de un bosque grabado en madera de boj. Y leyó,
curioso: “Al promediar sus homilías, el capellán no podía evitar desviar su
mirada detrás del altar donde un gato negro asentía o negaba con su
cabeza según qué dijera, obligándolo a desdecirse”.

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