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LA UNIDAD DE LA IGLESIA

CUATRO CARACTERÍSTICAS DE UNA IGLESIA UNIDA (Ef 4,1-3)

I INTRODUCCIÓN

Hace varios años Marcos Vidal compuso una canción que bien puede servirnos de ilustración sobre la importancia de
la unidad y del trabajo en equipo, la llamó El arca. Tal vez ustedes la recuerdan. Al entrar Noé en el arca, con las
parejitas de animales, algunos de ellos comenzaron a lamentarse del encierro, de la rutina diaria, y hasta de Noé. El
ruiseñor, por ejemplo, todo lo veía negro y nada le gustaba. El pavo real, ni siquiera se interesaba por el resto de
animales, únicamente se ocupaba de su vanidad y de él mismo, de sus plumas y de su hermosa apariencia. Es
increíble que hubiera animales tan egoístas y vanidosos como ése, que sólo piensan en sí mismo. También estaba la
serpiente, siempre peligrosa, con sus colmillos mordaces y su veneno mortífero. Y la tortuga, que siempre llegaba
tarde a todas partes, porque nació cansada y no se recuperó de su enfermedad. Pero no todo era malo, había un animal
muy servicial: el burro, siempre tan preocupado por los demás; el problema era que todos terminaban aprovechándose
de su generosidad: “No hay derecho que me traten como esclavo, como un animal de carga y de trabajo”, decía el
burro. Finalmente apareció el ciervo, ese sí que les dio un ejemplo de humildad a todos, cada vez que había un
problema y arreciaban las quejas contra el pobre Noé, inclinaba su cabeza y oraba. Por fortuna, Marcos Vidal, que
hace de Noé, se encarga de que la historia termine bien, todos aprenden a convivir en el arca a pesar de sus
diferencias, y todos terminan reconciliados y llenos de esperanza.

Esta ilustración tal vez nos ayude a entender mejor lo que significa el valor de la Unidad. No es algo que se dé
naturalmente. Las personas no se unen porque piensen lo mismo ni porque su pastor o su líderes les resulte del todo
agradables. Más bien, lo hacen porque tienen un proyecto y un ideal de iglesia. Los miembros han llegado a la
conclusión de que su iglesia, con todo y los problemas que puede tener, es en la que mejor se sienten identificados.
Quieren llevarla adelante, pase lo que pase, y están dispuestos a soportar con una buena dosis de paciencia las
diferencias. De eso se trata este mensaje: Cómo mantener la unidad de la iglesia a pesar de las diferencias.

El capítulo cuatro de Efesios es conocido como uno de los pasajes clave sobre la unidad de la iglesia. Allí se
muestran algunas características que deben tener los miembros de la iglesia, si quieren garantizar su unidad y
permanencia.

II LA UNIDAD DE LA IGLESIA

La Carta a los Efesios se puede dividir en dos secciones principales. Los primeros tres capítulos son esencialmente
doctrinales, mientras que los capítulos cuatro al seis son totalmente prácticos. En los capítulos anteriores, Pablo ha
sentado algunas bases doctrinales muy importantes para el cristianismo. Por ejemplo, ha dicho que Dios nos llamó a
la salvación; nos llamó a ser sus hijos; nos llamó a ser miembros de su pueblo. Pero ahora, el apóstol cambia de
enfoque y comienza tratar temas eminentemente prácticos. El primer tema, y quizás el más urgente para él, tiene que
ver con la unidad de la iglesia porque de ello dependerá su madurez y crecimiento. En el capítulo cuatro versículo
uno utiliza el término andar, significando “el curso de la vida de una persona”. Ése término se encuentra también en
4,17; 5,2.8.15. El curso de nuestra vida y andar cristianos deben ser consecuentes con nuestro llamamiento.
Debemos andar la vida cristiana conforme a lo que somos. Por ejemplo, en 4,1-16, habla de andar en la comunidad
de salvos; en 4,17-5,20, de andar en el mundo; en 5,21-6,9, de andar en el seno familiar; y en 6,10-20, habla de la
lucha espiritual que conlleva ese andar.

Vamos a referirnos al hecho de “andar como cristiano” en medio de la comunidad de la iglesia, y para ello,
tomaremos únicamente los primeros tres versículos del capítulo cuatro de Efesios.

III CARACTERÍSTICAS ESENCIALES DE LA UNIDAD (Ef 4,1-3)

Hay dos palabras claves en todo este capítulo cuatro: unidad y crecimiento. La unidad es indispensable para el
crecimiento de la iglesia, y a su vez, el crecimiento fortalece la unidad. La unidad es el elemento más crucial para la
salud de la iglesia, como lo es para el matrimonio también. Vivimos en un mundo dividido por barreras raciales,
étnicas, económicas. Cada uno de nosotros tiene un trasfondo distinto, una educación, una familia y un trabajo
diferentes. Pensamos distinto y actuamos distinto. Pero gracias a Dios hemos sido reconciliados por la misma obra de
la cruz y bañados por la misma sangre. Quizás no estemos de acuerdo con todas las decisiones que toma el pastor, ni
con las canciones que interpreta el grupo de alabanza, ni con el uso de las ofrendas, o con el color de la pintura para
la iglesia, pero hemos sido llamados a conciliar. Somos llamados a unirnos en medio de la diversidad de
pensamientos, con tal que la doctrina no esté comprometida.

Pero para lograr esa unidad de iglesia, que Pablo llama unidad del Espíritu, se necesita algo más que buenas
intenciones, sobre todo, debemos esforzarnos en mantener buenas y sanas relaciones con los demás miembros de la
iglesia. Algunas veces queremos cambiar las cosas pero no es el tiempo todavía. Debemos pensar en las personas
antes que en las cosas, incluso antes que en los ministerios. No siempre los cambios garantizan el éxito. A veces se
empeoran las cosas. La unidad que cumple su objetivo es aquella que logra que la gente madure y crezca en el Señor,
y eso no se consigue haciendo apenas lo mínimo para mantener el arca a flote, necesita una gran solicitud y esfuerzo
intencionado de mantener buenas relaciones con otros. La unidad no es algo que tampoco deba darse por sentado
apenas se consiga. Al contrario debe ser sostenida por la oración, la exposición vital de la palabra de Dios y la
negación de nuestro propio yo, a fin de ser moldeados por el Espíritu Santo.

Es interesante ver que el apóstol Pablo enfatizó la importancia de mantener buenas relaciones con otros, en el
vínculo de la paz y el amor, sin nombrar el tema de la oración, aunque está implícito. Él menciona varias
características que debemos tener si queremos aspirar a la unidad de la iglesia pensando en la madurez que pueden
alcanzar las personas dentro de la iglesia. Donde hay unidad, hay madurez y donde hay madurez, habrá crecimiento
en el Señor: “Hasta que todos lleguemos a la estatura de la plenitud de Cristo”, dice el apóstol. Es lamentable que una
iglesia no crezca por la inmadurez de algunos miembros, pero es peor cuando los pocos que hay se peleen
continuamente y se dividan por diversas razones. ¿Cómo podemos reconocer de primera mano si una iglesia es
saludable o no? Alguien decía: “Cuando al final del servicio los miembros de la iglesia se quedan para hablar, para
compartir con otros, para tomarse un café y reír y orar por las necesidades de algún creyente, entonces podemos decir
que la iglesia es saludable; pero si cuando se termina el servicio, todos salen ‘disparados’, algo anda mal ahí”. Cierto
o no, esto podría ser un indicador de qué tan saludable es una iglesia y qué tan unidos son sus miembros. Como
vemos, todo pasa por las relaciones.

El apóstol nos habla de por lo menos cuatro o cinco características que debe tener una iglesia unida:

1. Humildad (tapeinofrosune): Implica una “baja autoestima” de nosotros mismos basada en la conciencia que
tenemos de nuestra propia culpabilidad y debilidad ante Dios. La humildad ha sido llamada la primera, segunda, y
tercera esencia de la vida cristiana. Pablo decía que “él era menos que el más pequeño de todos los apóstoles”. Era de
esa conciencia que él tenía de su pequeñez delante de Dios, en donde se originaba su verdadera humildad. “Por la
gracia de Dios soy lo que soy”, dijo.
Esta idea de pequeñez y auto negación y bajo perfil, es contraria al mundo. La filosofía y sicología secular enseñan
que uno tiene que estar “por encima del otro”, que uno debe procurar tener mejores argumentos que los demás, que
no debe guardarse lo que piensa sino que tiene que decirlo como lo siente. La sicología secular requiere que tengamos
un alto concepto de nosotros mismos. Pero la Biblia enseña lo contrario, requiere que el cristiano sea humilde si
quiere mantener buenas relaciones con otros y contribuir a la unidad de la iglesia.

Es fácil echar culpas, sin aceptar que tenemos errores, que nos cuesta sujetarnos y con ello impedimos el avance de
la obra del Señor. Consciente o inconscientemente, obstaculizamos la unidad de la iglesia, y por ende, su crecimiento.
Tenemos un opinómetro sobre el modelo de iglesia que queremos. El problema es que cuando cada miembro quiere
su iglesia a su manera, hay cincuenta más deseando lo mismo. ¿Podrán ponerse de acuerdo en lo más relevante, por lo
menos? ¡Ojalá que sí! Pero mientras no haya sumisión la iglesia va a sufrir. En la misma carta a los Efesios, el
apóstol resalta la sumisión voluntaria de unos a otros, la esposa al esposo, y viceversa; los siervos a los amos, los
hijos a los padres, y todo esto, como un resultado de vivir vidas llenas del Espíritu (Ef 5,18-6,8). Nunca podremos
sujetarnos, si no nos disponemos para que el Espíritu Santo nos llene y capacite para hacerlo. Permanecer llenos del
Espíritu nos ayuda a pelearnos menos dentro y fuera de la iglesia, sin poner zancadilla al hermano o a cualquiera otro.

La falta de humildad es una muestra inequívoca de la poca oración y de la inmadurez espiritual. Cuando hay
soberbia, no hay afecto fraternal con los hermanos, porque no hay verdadera comunión con Dios. No hay humildad
porque no estamos aprendiendo de Jesús: “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso
para vuestras almas”, dijo el Señor (Mt 11,28-30). Aprendemos humildad de Jesús, yendo a la Biblia. Debemos verlo
en los días más difíciles de su ministerio: el apóstol Pedro escribe así: “Quien cuando le maldecían, no retornaba
maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino remitía la causa al que juzga justamente” (1 Pe 2,23).

El cansancio de la vida no es siempre por los trabajos y fatigas diarias para ganarnos el pan, o luchando por encontrar
un puesto o un lugar digno en la sociedad; no es siempre por las deudas económicas o por los recibos o impuestos al
Estado, que se acumulan por ahí; a veces, es por algo más sutil de ver, que se esconde muy adentro, de manera
imperceptible, algo que quizás no habíamos considerado: nuestra falta de humildad. La falta de humildad permea no
solo la vida espiritual de la iglesia sino nuestra salud física. Nada peor que llevar una carga pesada porque no
soportamos a otros hermanos o a otras personas, porque no queremos verlos, y menos, tener que recibir alguna
enseñanza de Dios a través de ellos.

La falta de humildad también se evidencia en una vida pobre de oración porque: “La humildad es una presuposición
de la oración eficaz” (Pastor de Hermas). El hermano humilde reconoce que necesita a Dios. Que no es “perita en
dulce” para caerle bien a todo mundo. Que debe aprender a recibir las sugerencias y consejos de los hermanos
respecto a cómo administrar mejor los recursos de la congregación, cómo hacer que las relaciones fluyan dentro de la
iglesia, cómo seguir otros derroteros para que la iglesia crezca en calidad y en cantidad, y sobre todo, que haya amor
entre los miembros.

Se requiere humildad del miembro más pequeño de la iglesia como del ministro más elevado. ¿No dice acaso el
apóstol que los miembros del cuerpo que parecen más débiles, son los más necesarios? (1 Co 12,22) ¿Cómo recibir
de otros si primero no nos disponemos de rodillas ante Dios? Tenemos que reconocer, como ministros, que no nos las
sabemos todas. Que hay hermanos mejor dotados por Dios, con dones más extraordinarios que los nuestros. Que hay
hermanos que pasan más tiempo en oración que nosotros que ministramos. Que a veces hay más disposición de
algunos miembros de la iglesia para hacer visitación de enfermos y atender necesidades espirituales y materiales. Se
necesita humildad para reconocer esos errores y corregirlos por el bien de la iglesia. Se imaginan ustedes cómo sería
una iglesia donde cada miembro estuviera buscando la humildad activamente. Como resultado tendríamos una iglesia
unida y en amor.

2. Mansedumbre (praus): “Suave, dulce, amable, apacible, considerado, cortés”. Y, por supuesto, el ejercicio del
dominio propio sin el cual estas cualidades serían imposibles. Es también la capacidad que tiene una persona para ser
enseñable, para dejarse guiar. Denota una condición de mente y corazón. La mansedumbre manifestada por el Señor
y recomendada al creyente es resultado de poder. La suposición que se hace comúnmente es que cuando alguien es
manso es porque no puede defenderse. Pero es todo lo contrario: que teniendo todos los recursos para hacerlo, no
afirma su propio yo ni se defiende. “Mansedumbre es el poder bajo control”.
Manso es el que mantiene su temperamento controlado. No es alguien incapaz de dominar la lengua, los celos y la
envidia, sembrando cizaña y estorbando la obra de algún siervo del Señor. El manso razona bíblicamente en medio de
las dificultades. No busca defender sus derechos, sino que el reino de Dios sea extendido. Antepone los intereses de
Cristo a los personales. A veces decimos: “fulanito es fuerte de carácter, porque se enoja fácilmente”. No. El
problema que tiene esa persona es que en realidad es débil. Las circunstancias lo controlan como un monigote.
Proverbios 25,28 dice: “Como ciudad derribada y sin muro, es el hombre cuyo espíritu no tiene rienda”. Está a
expensas de las circunstancias que vienen de afuera.

Una persona que no es mansa, que no sabe dominarse a sí misma, es una persona que ve problemas en todo, como el
ruiseñor de la ilustración, ¿recuerdan?, todo lo veía negro, nada le gustaba: “Noé era un mal administrador, no sabía
dar órdenes, no preparaba bien sus sermones, no predicaba bien, no se preocupaba por los demás miembros del arca”,
etc., pero, en cambio, ¿qué hacía el ciervo?: oraba.

Martin Lloyd-Jones decía: “El que ya está en el piso, no tiene miedo de caerse”. Se necesita gente que ya esté en el
piso, que ore por su iglesia, por sus líderes, que sepa interpretar los tiempos para hablar y tomar las decisiones
correctas para el crecimiento y madurez de la iglesia. La mansedumbre, vista como la capacidad de dejarnos guiar y
enseñar por otros, y como el dominio propio de nuestro temperamento, es necesaria si queremos ver una iglesia
unida. No hay mansedumbre donde no hay humildad. La mansedumbre es un resultado de la humildad.

En el Sermón del Monte, el Señor Jesús enseñó: Bienaventurados los pobres en espíritu (los humildes, los que
reconocen su necesidad de Dios), y después dijo, bienaventurados los mansos porque ellos recibirán la tierra por
heredad (Mt 5:5). La mansedumbre y la humildad, casi siempre se las nombra juntas, por ejemplo en Mt 11,28-30, y
en Col 3,12-13: “Vestíos, pues, como escogidos de Dios, santos y amados, de entrañable misericordia, de
benignidad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos unos a otros si
alguno tuviere queja contra otro…” Pablo habló también de la “mansedumbre y ternura” de Cristo (2 Co 10,1).

Creo que el Dr. Lloyd-Jones tenía razón al enfatizar que esta mansedumbre denota “una actitud tierna y humilde
hacia otros que está determinada por una estimación real de nosotros mismos”. Señala que “es comparativamente
fácil ser honestos con nosotros mismos ante Dios y reconocernos como pecadores ante sus ojos. Pero ¡cuánto más
difícil es permitir a otros que digan cosas así acerca de mí! Por instinto me ofende tal cosa. Todos preferimos
condenarnos a nosotros mismos y no que otros nos condenen”.
El Dr. Lloyd-Jones lo resume en forma admirable: “La mansedumbre es básicamente tener una idea adecuada de uno
mismo, la cual se manifiesta en la actitud y conducta que tenemos respecto a otros. El verdaderamente manso es el
que vive sorprendido de que Dios y los hombres puedan pensar tan bien de él y lo traten tan bien como lo tratan. Esto
lo vuelve gentil, humilde, sensible, paciente en todas sus relaciones con los demás”.

3. Paciencia y longanimidad. En este punto, me gusta la traducción que hace el Dr. William Hendriksen en su
comentario al libro de Efesios, porque sigue el orden del original en griego: “Con toda humildad y mansedumbre,
con paciencia, soportándoos los unos a los otros en amor, haciendo todo esfuerzo para preservar la unidad
impartida por el Espíritu mediante el vínculo (que es) la paz”.
Primero humildad, segundo mansedumbre, tercero paciencia y cuarto soportándoos. Paciencia (macrodsumía) es “la
capacidad de ser herido una y otra vez sin quejarse”. Es la resistencia activa frente a las pruebas. Es “permanecer
ahí”. Permanecer largo tiempo bajo una presión. Tolerar el mal sin procurar vengarnos. Esta característica está unida
a la longanimidad (soportándoos= anéjomai). La idea es la misma, es decir, sufrir un agravio sin andarme quejando
de lo que me han hecho, sin devolver golpe por golpe (como dice la canción).

Más bien, siguiendo la enseñanza de Romanos 12,17-21: “No paguéis a nadie mal por mal; procurad lo bueno
delante de todos los hombres. Si es posible, en cuanto dependa de vosotros, estad en paz con todos los hombres. No
os venguéis vosotros mismos, amados míos, sino dejad lugar a la ira de Dios; porque escrito está: Mía es la venganza,
yo pagaré, dice el Señor. Así que, si tu enemigo tuviere hambre, dale de comer; si tuviere sed, dale de beber; pues
haciendo esto, ascuas de fuego amontonarás sobre su cabeza. No seas vencido de lo malo, sino vence con el bien el
mal”.

Se trata de una “benevolencia inconquistable y una bondad invencible”, dice John Macarthur. Voy a ser bueno, no
importa lo que me hagas. Nunca vas a conquistar mi bondad, no la podrás aplastar. Se trata de no estar haciendo
personal cada exhortación que nos hacen. No agrandar los problemas, no estar juzgando cada decisión. En cambio, es
procurar la paz entre todos. Y todo lo anterior, porque nos gobierna un principio de amor: “soportándoos los unos a
los otros en amor”. Aquello que debe unirnos es el amor: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si
tuviereis amor, los unos por los otros” (Jn 13,35).

Los hermanos que se comportan con humildad, mansedumbre y paciencia, que soportan las quejas, las debilidades,
los problemas de los hermanos, y que se consideran a sí mismos, son los que están siendo solícitos en guardar la
unidad del Espíritu. Solícitos (espoudazontes, en participio presente activo), es decir, que se están esforzando
continuamente en guardar esa unidad. Que lo procuran intencionalmente, que oran en sus casas por esa unidad y
crecimiento en madurez, que llegan a la iglesia con esa intención, no con la intención de dividir sino de unir, de
edificar en vez de criticar.

Cuando un miembro no cultiva esas virtudes de humildad, mansedumbre, paciencia y longanimidad en amor; sino
que siembra dudas y esparce rumores y habla mal de otros miembros y del pastor y los líderes, está siendo usado por
el diablo, y creo que ningún hermano se propone ser usado por el diablo. Pero puede ser que, sin quererlo, esté siendo
un instrumento en las manos de Satanás para promover la discordia. En aras de buscar la unidad, el crecimiento y
madurez de la iglesia, algunos hermanos tienen la mejor intención de ayudar, de sugerir a la iglesia, pero cuando no
ven resultados se desaniman y empiezan a rumorar; poco a poco están provocando una división en su iglesia y Dios
se duele de ello.

Que Dios nos ayude a mantenernos humildes, mansos y pacientes, en amor, para que la iglesia del Señor permanezca
unida y crezca. Esforcémonos, como dice la Biblia, seamos solícitos en arreglar las diferencias con los hermanos.
Pidamos perdón, reconciliémonos con aquellos con quienes hemos estado distanciados, expresemos nuestro afecto
fraternal. “Que vuestra gentileza sea conocida de todos”. Ése es el más profundo anhelo del Señor para que nos
mantengamos unidos, fuertes y saludables, madurando y creciendo en el Señor siempre. Amén.

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