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En términos generales, la Constitución Pastoral Guadium et Spes del Vaticano II se expresa, respecto
de la cultura, con palabras de aliento y esperanza. Hace constar que la cultura es un bien muy positivo, al
servicio del perfeccionamiento del hombre y apto, efectivamente, para ello. No se trata de un valor aparente
que haya que abandonar en pleno desengaño. La Constitución nos dice que hay que utilizar la cultura con
seriedad y aliento. Resuena de nuevo el aspecto radicalmente positivo de toda inspiración cristiana.
Esta enseñanza es tanto más de apreciar, cuanto que la estimación de la cultura es hoy más bien
negativa. Diríamos que en este punto la Iglesia toma el relevo, en el momento más difícil, de aquella actitud
del espíritu, dominante en el siglo XIX, apoyada en una tesis optimista acerca del futuro histórico: la doctrina
del Progreso.
La Iglesia, en este terreno, se hace más progresiva que los progresistas, puesto que aporta su
optimismo esencial en el momento en que las ideas surgidas en el XIX han perdido fuerza y confianza, y se
han deslizado hacia diagnósticos decididamente negativos. De este modo, el pleito con el espíritu moderno
queda zanjado en lo decisivo.
Sin embargo, creo que hay que tener en cuenta los dos puntos de vista: el punto de vista cristiano y el
punto de vista de los herederos del espíritu moderno. Porque si la Iglesia es el intérprete más autorizado de
las esperanzas del hombre - dado que la Iglesia se atreve valientemente a esperar la destinación del hombre
al Bien infinito -, por otra parte los herederos de la esperanza secularizada, que ahora se encuentran
desalentados, también tienen cartas en el asunto, por ser, en último término, los sucesores de quienes
crearon uno de los tramos más importantes de la cultura humana. En este sentido me parece que es preciso
referirse sintéticamente a ese diagnóstico pesimista que enunciaré aquí siguiendo de cerca indicaciones de
W. Schultz.
Vivimos un tiempo de crisis. Pero no demos mucho énfasis a esta palabra. Crisis, escuetamente,
significa que ciertas convicciones pasadas han perdido su firmeza y no han sido renovadas. En nuestra época
aparece una conciencia de crisis, cuyas manifestaciones principales son: la crisis de la idea del cosmos,
surgida en el plano científico; la crisis de la imagen universal del hombre, motivada por razones históricas; la
crisis de la idea de que el hombre tiene un poder que se ejerce en el orden cultural, basada en la situación
actual de la técnica; la crisis de la hegemonía del espíritu, por razones de varios tipos, por ejemplo, las que
proceden de la Psiquiatría y de la Historia como ciencia. Finalmente, está en crisis la dimensión religiosa del
hombre.
LA CONCEPCIÓN DEL COSMOS
Está en crisis la idea unitaria de cosmos. Es importante esta vacilación, porque lo que el hombre
piense del universo no se puede separar de lo que piensa sobre sí mismo: el hombre y el universo no son dos
totalidades separadas; el hombre guarda una estricta relación con el universo. Porque su naturaleza, en gran
parte, está constituida por elementos del mismo; porque el universo es el gran teatro donde se desarrollan las
actividades del hombre, y, por tanto, es integrante de nuestros proyectos, en cuanto que se realizan en él, y
porque además el mundo acogerá nuestro cuerpo al final de nuestro existir. De forma que lo que pensemos
del universo influirá necesariamente en nosotros. Es obvio que las ideas actuales sobre el universo son
distintas de las que sostuvieron las culturas babilónica o griega, Galileo o Newton, o los mecanicistas del siglo
XIX. Pero, en cualquier caso, todas esas ideas coincidían en poseer un contenido unitario. Cualquiera de
esas concepciones, por absurda o incompleta que hoy parezca, era una convicción. Definiendo con tanta
precisión lo que lo es el universo, se determinaba también lo que era el hombre y lo que le iba a ocurrir en ese
gran teatro.
En cambio, la situación actual se caracteriza por carecer de una convicción global acerca del universo:
no sabemos, no tenemos ninguna concepción última de cómo es el universo. No es que no tengamos una
buena Física, ni que se haya paralizado la investigación en este campo. Es que nuestra Física y los datos
obtenidos en la investigación no nos proporcionan una imagen del universo que sea inequívoca. No podemos
lograr una visión unitaria; es decir, no podemos alcanzar lo que los griegos llamaron Cosmos. Como dice
Jaspers, el hombre se encuentra perdido entre dos infinitos: lo infinitamente grande y lo infinitamente
pequeño.
Nuestras Físicas son teorías matemáticas, que no podemos representar imaginativamente. No
podemos asegurar tampoco que aquello de que nos hablan sea real. Muchas afirmaciones científicas de hoy
se basan en premisas subjetivas no justificadas por el desarrollo teórico. Por ejemplo, la brillante física de las
partículas elementales ¿es reflejo de la realidad? No lo sabemos: son conceptos matemáticos: no cabe
decidir con seguridad si les corresponde o no realidad (o qué realidad precisa tienen. Por ejemplo, las
ecuaciones de onda no "exhiben" la carga ni la masa. Los fotones son funciones de onda... ¿?).
De este modo se puede afirmar que estamos desorientados acerca de aquello que nos rodea, y
también de nuestros proyectos, en cuanto que integrados en el universo. Con la biología ocurre igual. En el
Megalítico, en Grecia, en la Edad Media, etc., había concepciones totales de la vida. Hoy la vida es otro
enigma. Sabemos mucho de ella, pero nada definitivo.
LA IMAGEN UNIVERSAL DEL HOMBRE
Está en crisis la imagen universal del hombre, por razones históricas. Historiologías no ha habido
siempre. La reflexión histórica empezó en el siglo XIX, aunque es preciso señalar un antecedente magnífico:
el de San Agustín. El primer hombre, después de San Agustín, que se planteó seriamente el tema de la
Historia fue Hegel. En todo el siglo XIX se contempla la Historia con sentido positivo y optimista. Se está
completamente seguro de que la Historia es una continua cadena de evolución progresiva. Pero a finales del
siglo, Dilthey afirma: No podemos tener una visión total de la Historia.
El tema de la unidad de la Historia es propiamente un descubrimiento cristiano. Baste recordar que hay
tres hechos centrales en el cristianismo que tienen carácter histórico: el pecado de origen, el fin del mundo y
la Encarnación del Verbo. La Revelación es Historia de la Salvación del Pueblo de Dios.
Hegel sostiene que la Historia tiene un sentido, y un valor unitario: es un desarrollo que obedece a
leyes muy precisas y que mira a una meta. Este desarrollo es racional. La absoluta racionalidad de la Historia
está hoy en crisis, porque no vemos que la Historia tenga un sentido unitario. Se nos ha disgregado en un
conjunto de culturas, períodos, etapas, etc., que no son continuos ni están en relación con los demás, y se
hace difícil crear un sistema para articularlos entre sí. Pero, precisamente, esta disolución de la racionalidad
de la Historia afecta a la racionalidad misma del hombre.
A la razón humana se le ha atribuido siempre la universalidad como carácter que la diferencia de las
demás realidades, que son particulares: la mente humana es una facultad que universaliza, de tal modo que
los conceptos que elabora son siempre válidos más allá de lo concreto. La inmutabilidad y la universalidad
son dos caracteres que tiene la verdad con asiento en la razón. Dos más dos son igual a cuatro siempre. De
la unidad de la razón se ha querido derivar la unidad de la especie humana. Es decir, entiendemos la razón
como raíz de la comunidad. Las verdades son válidas para todos; luego la razón es común. Dos más dos son
igual a cuatro siempre y para todos.
Si la Historia tiene, en efecto, un sentido racional, no ofrecerá obstáculo a las dos notas anteriores: que
las verdades sean válidas siempre, y para los individuos de todas las épocas.
Esto hoy se presenta como objeto de duda. ¿Qué es la universalidad? Se suele afirmar que la
universalidad consiste en que la razón puede reducir a unidad toda diversidad; que la inteligencia es un
principio unificante de la diversidad, la raíz de la universalidad está en la unidad. Si es así, unificará las
unidades universales finitas y las agrupará en otra unidad suprema y única. De donde resulta que la
universalidad es creciente y deberá reducir todas las diferencias llegando a una suprema unidad. Pero, según
Dilthey, la razón no puede extender su sentido unitario a toda la Historia. Su unidad es válida para los
individuos de una época, pero no para los individuos de todas las épocas. Es el relativismo histórico. La razón
se fragmenta en la Historia, lo que equivale a decir que la unidad de la razón no triunfa sobre la Historia. La
Historia como totalidad no es racional, y, por consiguiente, existen tantos tipos de hombres como épocas (1).
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Esta conclusión no es muy rigurosa. Por una parte, la universalidad no es el único criterio de unidad; por otra,
ningún ser humano agota la esencia del hombre, por lo que la unidad de las culturas no se contrapone a la de
la Historia. Dilthey es un posthegeliano. Más que a la razón, habría que atender a las modalidades
sapienciales, es decir, a la manera de encarar el fundamento y el destino. A la descripción de dos de ellas - el
mito y la filosofía - se dedicó el primer estudio de los reunidos en este libro.
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La idea de que hay una discontinuidad entre el pasado y el futuro, de que la estructura de la
Humanidad de hace quinientos años, pongamos por caso, no se parece en nada a la actual, es la crisis de la
comunidad específica del hombre. El remedio que ofrece la hermenéutica es débil.
EL HOMBRE Y LA TÉCNICA
Está en crisis la idea de que el hombre tiene un poder que se ejerce en el orden cultural. Esta crisis
arranca de la situación actual de la técnica.
Técnica ha habido siempre, hasta el punto de que cuando se trata de fósiles con caracteres más o
menos humanos, el criterio para decidir si corresponden efectivamente a un hombre se centra en averiguar si,
en los lugares cercanos al hallazgo, se encuentran utensilios que pueden ser considerados como producidos.
Este hecho es signo de humanidad.
Los animales pueden asociar a su conducta biológica algunos elementos del mundo exterior. Pero,
desde luego, ninguno es capaz de transmitir objetivamente su modelo de conducta para ser repetido por los
demás.
Para afirmar que nos encontramos ante un instrumento técnico, la condición más importante es ésta:
que el elemento del mundo exterior que el hombre asocia a su operar quede incorporado a la Humanidad de
manera superior a la pura asimilación psicológica individual. Los hallazgos del hombre traspasan el puro ser
pensado por alguno, y quedan socializados, constituyendo el punto de partida para otros posibles inventos.
Es así como la técnica progresa, sin que esté sometida a los avatares de la existencia psicológica. En virtud
del carácter social del hombre sus ideas le sobreviven. El instrumento técnico debe tener una existencia en el
ámbito de la Humanidad que no sea puramente psicológica. Los libros, por ejemplo, no significan otra cosa
que la situación social de las ideas. Los puede leer todo el mundo. Podemos decir que no habría técnica sin
sociedad ni tampoco sociedad sin técnica. Es evidente que lo que está escrito en un libro (espíritu objetivado)
estuvo primero dentro del pensamiento (situación subjetiva de lo espiritual). La técnica progresa porque la
razón humana es objetivable de modo transpsíquico.
Hoy tenemos mucho más espíritu objetivo que capacidad subjetiva de asimilarlo. Hoy nadie es capaz
de aprender todo el saber encerrado en las bibliotecas. Se nos plantean enormes problemas de
especialización. ¿Cómo socializar la inteligencia de los hombres? A poco que se reflexione sobre estos
temas, podremos sacar la consecuencia de que lo que se llama progreso técnico nada tiene que ver con el
proceso biológico de la evolución, pues se funda en situaciones objetivadas y no en mutaciones del
organismo. Si el hombre ha progresado técnicamente, no es porque su soma se haya ido perfeccionando,
sino por que se ha apoyado en la dinámica especial de la técnica que marcha a partir de objetivaciones. El
hombre es un ser que integra objetos en su conducta y actúa a partir de esos objetos. El animal recibe un
estímulo del exterior; lo asocia en su sistema nervioso, y lo transforma en una representación que a su vez
determina una reacción del animal: una respuesta. El hombre es así en determinados moldes de su ser; pero
lo decisivo del hombre no es esto; la conducta del hombre no se desencadena desde su constitución
biológica: no es instintiva. La conducta del hombre se desencadena en la medida en que asimila el espíritu
objetivado.
La técnica progresa tomando como punto de partida el producto técnico. El hecho de que el pensar
técnico haya sido plasmado hace que a partir de esa situación pueda venir otro invento, y esto permite el
progreso. Precisamente la democracia tiene una de sus condiciones de posibilidad en el estatuto socializado
de las invenciones humanas.
La técnica funciona a partir de una situación objetivada. Paralelamente, el desarrollo de la naturaleza
de un hombre, desde que nace, no es la pura consecuencia de un crecimiento biológico, que continúa
después de la gestación materna a lo largo de las etapas de la vida. El hombre integra, se incorpora el ámbito
cultural y actúa desde él. El hombre no es viable sólo somáticamente. Como decía Aristóteles, el hombre es
tan esencialmente social que para no necesitar de la sociedad haría falta ser más que hombre (Dios) o menos
que hombre (animal). Actualmente la técnica está en crisis por el hecho siguiente: porque ese carácter
integrante del desarrollo humano que tienen sus inventos se ha hecho dictatorial. La técnica se desarrolla ella
misma cada vez más, y el hombre, al ser arrastrado por ella, ve afectada su finalidad espiritual.
Ahora bien, todas las acciones humanas tienen un sentido final: operar es operar para algo. Sin esto
no se desencadenaría ninguna acción humana. Pero la acción humana asocia los objetos técnicos, y de ello
resulta que el sentido finalista de las acciones humanas no se puede perfilar al margen de los objetos
técnicos.
El progreso técnico se articula en la medida en que conserva una objetivación y en la medida en que
esa conservación no es inerte, es decir, en la medida en que a partir de ella algo se hace posible. Una
situación técnica alcanzada, virtualmente encierra un conjunto de posibilidades.
El progreso técnico es, en último término, indefinido, ya que al alcanzar un nuevo estadio técnico se
abren nuevas posibilidades. No podemos llegar a una situación en la que la técnica no dé más de sí; la
técnica no tiene fin. Pero hemos dicho antes que las operaciones del hombre están ligadas a la técnica y
también hemos afirmado que las acciones humanas tienen un sentido final. La hipertrofia de la técnica hace
problemático que las acciones humanas alcancen su fin. La capacidad humana de llegar a alcanzar
terminativamente su finalidad queda en suspenso en la medida en que interviene el objeto técnico. Si la
acción humana se impone sobre el objeto técnico, puede alcanzar su finalidad; pero si el objeto técnico, por
su magnitud, se impone sobre la acción humana, el hombre no puede asumir su finalidad y queda
subordinado a la manera de ser de la técnica.
Si la técnica llega a imponerse es deshumanizante en la medida en que su éxito hace que el hombre
pierda su fin propio y quede sujeto al proceso de posibilitaciones de la técnica, reducido a una pieza de la
gran maquinaria. Con razón dice W. Schultz que "hoy la técnica es el conjunto de productos objetivados con
poder determinante". En esta frase, "poder determinante" significa que la estructura propia de la producción
objetivada absorbe la finalidad humana. El hecho de que la cultura no tenga determinación final se debe a la
reapertura indefinida de las posibilidades factivas. Si esto es así, resulta que la subordinación del hombre a la
marcha del progreso le encierra y le desorienta. No sabemos a dónde va la técnica. La técnica hace
imprevisible el sentido último del acontecer humano. Estamos en una línea histórica que nos impele - y no
sólo porque queramos - a la realización de una serie de posibilidades encerradas en la situación actual.
Estamos comprometidos con la técnica y no sabemos a dónde nos lleva ésta. Desde este punto de vista, el
optimismo progresista es sólo aparente.
LA CRISIS DEL ESPÍRITU
Está en crisis el concepto mismo de espíritu. La imagen clásica del hombre lo ha considerado
constituido por dos factores que no son homogéneos: espíritu y cuerpo. Hoy se piensa en amplios sectores
que, entre estos dos elementos, existe una relación tal que el espíritu está privado de toda influencia sobre el
cuerpo. Según esto, el elemento dinámico que impone su ley, es más bien el elemento no espiritual del
hombre. En el mismo instante en que afirmamos que en el hombre existen fuerzas infraconscientes o
infraespirituales - cuya índole, por otra parte, no se llega a precisar - a las que corresponde la hegemonía,
entra en crisis la imagen clásica del espíritu.
Según la imagen clásica, el espíritu es el que predomina, el que manda. Hoy, aunque todavía algunos
sectores nieguen la existencia del espíritu (lo que no constituye propiamente una crisis del espíritu), no es
esto lo decisivo. Más importante que la negación de la existencia del espíritu es que hoy no se percibe la
hegemonía del espíritu. Esta crisis es lógica: si somos incapaces de una concepción última del universo, de
dar un sentido unitario a la Historia y de realizar el fin último de nuestras acciones, ¿que fuerza puede tener el
espíritu?
La crisis del espíritu consiste en que se nos ha quedado reducida a algo superficial, impotente, o, como
diría un marxista de la vieja escuela, a algo superestructural. No se niega que el espíritu sea lo más alto en
valor. Lo que no se ve es qué influencia tiene y cómo puede imponerse a las fuerzas que podríamos llamar
inferiores.
Si no percibimos la fuerza del espíritu, y no podemos dirigir la técnica, y la técnica está íntimamente
ligada a la sociedad, resultará como consecuencia una crisis de la sociedad. La crisis de la sociedad es
patente, y puede concentrarse en dos puntos: la crisis de la Moral y del Derecho, es decir, de una Norma
espiritual y justa, y la crisis del puesto del hombre en la sociedad, que se refleja en que estamos
desorientados acerca de cuál sea el estatuto social de cada uno.
LA DIMENSIÓN RELIGIOSA DEL HOMBRE
Está también en crisis la dimensión religiosa del hombre. Es la condensación de todas las demás: si no
sabemos qué es el universo, ni vemos la unidad de la Historia, ni poseemos nuestra finalidad, ni dominamos
nuestra constitución, si no tenemos una convicción firme acerca de nada de esto, cabe concluir que el hombre
no tiene esencia, un modo de ser determinado. Esto no significa que el hombre no exista. Por el contrario,
estas crisis hacen más gravosa nuestra existencia y, entonces, percibimos más claramente que existimos; el
dolor nos remite inexorablemente al hecho de que existimos.
¿Que es la existencia? El existencialismo sostiene que el hombre existe, es un puro existir, que no
consiste en esencialidad alguna, sino en puro acontecer. Somos lo que llegamos a ser, lo que estamos
siendo, lo que nos pasa: somos como ocurrimos. Pero si el hombre es puro suceso, es radicalmente eventual
y finito, y además con una finitud insuperable. Pero de la finitud insuperable no sabemos siquiera qué puede
querer decir. Entonces la existencia humana es absurda.
Ésta es la forma más moderna de ateísmo: como nosotros estamos afectados por una finitud
insuperable, no sabemos qué quiere decir que Dios exista. Nos quedamos en la pura soledad de la
existencia. En ello estriba la crisis de la convicción teísta. (Si Dios existe, nuestra finitud no es lo único, ni
siquiera respecto de sí misma.)