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Ensayos

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BENEDICTO XVI, GUSTAVO BUENO,
WAEL FAROUQ, ANDRÉ GLUCKSMANN,
JON JUARISTI, SARI NUSSEIBEH,
JAVIER PRADES, ROBERT SPAEMANN,
JOSEPH H.H. WEILER

Dios salve la razón


Título original
Dio salvi la ragione
© 2007
para los textos de André Glucksmann, Wael Farouq, Sari
Nusseibeh, Robert Spaemann y Joseph H.H. Weiler
Edizioni Cantagalli, Siena
© 2007
para los textos del Santo Padre Benedicto XVI
Libreria Editrice Vaticana
© 2008
para los textos de Gustavo Bueno, Jon Juaristi y Javier Prades, así
como para la versión española del libro
Ediciones Encuentro, S. A., Madrid

Traducción
Lázaro Sanz

Diseño de la cubierta: o3, s.l. - www.o3com.com

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ÍNDICE

JAVIER PRADES
Un testigo eficaz: Benedicto XVI . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7

BENEDICTO XVI
Fe, razón y universidad. Recuerdos y reflexiones . . . . . . . . . 29
El mundo tiene necesidad de Dios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 43
La fe es sencilla . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 51

GUSTAVO BUENO
¡Dios salve la razón! . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 57

WAEL FAROUQ
En las raíces de la razón árabe . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 93

ANDRÉ GLUCKSMANN
El espectro de Tifón . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 125

JON JUARISTI
Teología . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 141

SARI NUSSEIBEH
Violencia: racionalidad y razonabilidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . 145
ROBERT SPAEMANN
Benedicto XVI y la luz de la razón . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 165

JOSEPH H.H. WEILER


La tradición judeo-cristiana entre fe y libertad . . . . . . . . . . . 185
Presentación
UN TESTIGO EFICAZ: BENEDICTO XVI

JAVIER PRADES

El libro que presentamos se ocupa de tres realidades decisivas


para la vida «buena» personal y social: Dios, la salvación, la
razón. Nada menos. No hay muchos problemas que afecten a los
hombres de cualquier época más que éstos. Como llenan biblio-
tecas enteras, es imposible abarcarlos. Nos conformamos con
señalar algún lugar por el que abrir la discusión. Empezaremos
por el final.

¿Está perdida la razón?

Cuando se proclama que la razón debe ser salvada es porque se


supone que se ha perdido a sí misma, ha frustrado, de modo pro-
visional o definitivo, su finalidad y su naturaleza más propia.
Quizá muchos de nuestros contemporáneos ni siquiera aceptarían
esta suposición. Si hay algo en lo que confían llenos de seguridad
es precisamente en la razón, que identifican con una cierta ideolo-
gía cientifista. Serían más bien otros los aspectos de la vida social o
personal que estarían perdidos. Quienes piensan así reflejan una
«mentalidad moderna» que sigue teniendo notable peso en nuestra
sociedad.

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Dios salve la razón

Para localizar las raíces de esa mentalidad, conviene sobrevolar,


aunque sólo sea, ese proceso clásico de Occidente que es la génesis
de la modernidad y su evolución. Muchos especialistas han docu-
mentado con detalle este recorrido cultural, filosófico y teológico
tan complejo y a ellos remito1.
Al decir que la razón se ha perdido se alude al hecho de que la
(pos)modernidad ha acuñado un concepto tan débil de razón que
la despoja de los atributos que un día la convirtieron en símbolo
del mundo moderno. ¿Cómo era la razón moderna? Se caracteri-
zaba por reivindicar una capacidad de conocer (y de poder) que no
se subordinaba a nada ni reconocía límites ajenos a ella misma. Se
ha dicho que era una razón ab-soluta, en el sentido etimológico de
la palabra (absolutum: suelto de, desligado), por dos motivos2.
En primer lugar, la razón buscaba su fundamento desligándose
de la experiencia sensible, que inducía a tantos errores, y de toda
interferencia de las pasiones. Así se separaba ineludiblemente de la
esfera afectiva y de la libertad, y con ello también de la condición
histórica y social del ser humano, no menos expuesta a la mutabili-
dad de lo contingente. Aunque ambas, razón y libertad, se reivin-
dican como las grandes conquistas del mundo moderno, no obs-
tante, han procedido desde el principio de la modernidad en
paralelo, como externas la una a la otra. El saber no se dejaba con-
taminar por la voluntad, precisamente porque la condición de su
universalidad residía en la pretensión de ser neutral y objetivo. Sin
embargo, la libertad y la dignidad de la conciencia ofrecían el moti-
vo de legitimación del sistema público de la razón, reivindicando

1 Por citar algún clásico: C. Dawson, T.S. Eliot, R. Guardini, P. Hazard o

G. de Lagarde. En perspectiva teológica siguen teniendo gran vigencia algunas


intuiciones de H. de Lubac. Una reflexión interdisciplinar e interconfesional en:
M. Ureña-J. Prades (eds.), Hombre y Dios en la sociedad de fin de siglo, Unión
Editorial-Publicaciones Universidad Comillas, Madrid 1994.
2 Véase A. Scola, La experiencia humana elemental. La veta profunda del

Magisterio de Juan Pablo II, Ediciones Encuentro, Madrid 2005.

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Un testigo eficaz: Benedicto XVI

así su primacía en la civilización naciente. El modelo teórico del


mundo moderno no consigue pensar unidos el saber y la libertad,
cuyo ejercicio se consideraba sin embargo como el distintivo de la
época.
La razón se absolutizaba, además, en una segunda acepción
radical, porque se llega a concebir como el horizonte total y com-
pleto de todo acceso a la realidad. A partir de la primera separación
mencionada, seguirá un proceso en el que cada vez iba a costar más
percibir desde dentro del dinamismo de la razón una procedencia
(de dónde) y una remisión (hacia dónde) más allá de sí misma. Ten-
dríamos pues, al final, un saber absoluto, que se fundamenta sobre
sí mismo en cuanto que se separa de su relación intencional con la
realidad (sensible, racional y afectiva) y en cuanto que no admite
ninguna instancia superior, ninguna autoridad, señaladamente la de
Dios. En un primer momento todavía se va a aceptar una cierta
existencia de Dios, bajo dos condiciones: que no intervenga en la
historia, y que quede, lo mismo que la metafísica, fuera del ámbito
de lo estrictamente racional, que es la ciencia.
En passant se puede discutir si la modernidad como tal se iden-
tifica sin más con esta concepción de la razón absoluta, por tanto
inmanentista, que estamos describiendo. No faltan voces que rei-
vindican la existencia de líneas minoritarias de pensamiento
moderno, independientes de esta que llamamos aquí «la» razón
moderna porque ha sido predominante3.
En todo caso, esa razón, liberada de las ataduras de la tradición,
de la religión o de la costumbre, podía por fin explicarse en sí y por
sí. Podía pues ofrecer un saber universal tanto en el campo de las
ciencias naturales y sociales como en el de la ética e incluso en el de
la religión, dentro de los límites de la razón. Perseguía un ideal de

3 A. del Noce, «L’idea di modernità»: VV.AA., Modernità. Storia e valore di

un’idea, Morcelliana, Brescia 1982, pp. 26-43.

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Dios salve la razón

«autocercioramiento» que ha acompañado muchas adquisiciones


de la investigación científica y de la reflexión filosófica o política de
los últimos siglos, de cuya importancia para nuestro bienestar
actual hay que dejar constancia. No es de extrañar que una razón
así entendida llegara a ser venerada como una diosa, cuya omnipo-
tencia nacía de su emancipación frente a toda instancia exterior.
Sobre ella se apoyaba una civilización que avanzaría indefectible-
mente hacia mejor.
Bertrand Russell y Stefan Zweig, dos personajes poco afines,
coincidían en que era casi imposible explicar cómo era aquel
mundo a los que no lo conocieron: confiado, sólido, destinado a un
progreso continuo. Un mundo que pereció para siempre, a juicio
de ambos, en los campos de batalla de la Gran Guerra4. Y todavía
faltaban la Segunda Guerra Mundial, la Shoah, los Gulag. La his-
toria de la cultura europea ofrece un catálogo inabarcable de filó-
sofos, ensayistas, literatos, pintores, cineastas, políticos… que a lo
largo del siglo XX han ido arrancando a la razón moderna los atri-
butos que casi la convertían en divina. En una especie de acelera-
ción uniforme, han ido superándose unos a otros en el empeño de
destituir a la razón de aquellas características.
Esta insistencia «deconstructiva» identifica el punto al que ha
llegado una «razón que quería dar razón sólo a partir de sí misma».
Si la razón moderna se caracterizaba por algo era sobre todo por la
conquista de su autonomía radical que superaba los modelos de
fundamentación heterónoma típicos de épocas premodernas. Y sin
embargo su pretensión está muy lejos de haberse confirmado,
como muestran las críticas que ha ido sufriendo, desde dentro de
su propia «tradición». Quizá el único punto —decisivo al fin y al
cabo— en el que la (pos)modernidad no renuncia a su matriz

4 B. Russell, «El filósofo pacifista. Entrevista de R. Wheeler para Wisdom,

NBC (1951)». S. Zweig, El mundo de ayer, El Acantilado, Barcelona 2001.

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Un testigo eficaz: Benedicto XVI

moderna es precisamente el de la reivindicación del carácter abso-


luto de su capacidad deconstructiva, lo que algunos llaman el ca-
rácter «deponente» de la racionalidad posmoderna5. A lo mejor
por eso nuestros contemporáneos posmodernos no acogerían de
buen grado la sugerencia de que la razón vive una condición nega-
tiva. También por este motivo, no será desmedido hablar de un
extravío de la razón (pos)moderna.
Tras un camino largo y difícil, cuyo esclarecimiento excede el
cometido de la presentación de un libro y la capacidad de quien
escribe, lo que sí resulta claro es que una razón de este tipo se acaba
reduciendo a un mero hecho aleatorio y vano, si nadie puede ates-
tiguar su necesidad y garantizar su poder de alcanzar la verdad.
Degradada de su condición divina, hoy es cada vez más habitual
reducir la razón a un puro factum, a un dato neurobiológico, al
modo de un sofisticado mecanismo cibernético, o considerarla
como un puro hecho sociológico, resultado de la autorregulación
impersonal de las estructuras sociales. En ese caso, no podría
asegurarse a partir de sí misma un sentido propio. La mera contin-
gencia experimental no puede fundamentar la razón. Éste es, a mi
juicio, el diagnóstico decisivo: la razón (pos)moderna se concibe de
tal manera que no puede dar razón de su sentido. No puede afir-
mar su sentido a partir de las premisas que ella misma establece. La
actividad racional no sería entonces más que la mirada inmóvil de
una cosa, de un «sujeto» (¿u objeto?) que se ignora a sí mismo.
Esa parálisis no afecta sólo a las discusiones de gabinete acadé-
mico, sino que ha tenido y tiene enormes repercusiones en la vida
de nuestras sociedades. Cuando la dimensión racional y la dimen-
sión afectiva-volitiva se separan desde su origen, salen perdiendo
tanto una como otra. La razón «pura» que aparecía como la gran

5 G. Bontadini, Saggio di una metafisica dell’esperienza, Vita e Pensiero,

Milano 31995.

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Dios salve la razón

herramienta especulativa para llegar incluso a la identificación


soberana de lo racional y lo real acaba por menguar hasta una sim-
ple racionalidad instrumental. Hoy es muy reconocible en la tec-
nociencia aplicada a la economía y la política, donde no sólo las
respuestas, sino incluso las preguntas sobre el sentido carecen de él.
Y la esfera afectiva, desenganchada de toda referencia racional, se
erige cada vez más en un ámbito privado, gobernado (es un decir)
por el puro sentimiento. No es tampoco extraño que muchas mani-
festaciones de la libertad sean mera reacción de violencia ante un
orden de la razón instrumental que no es capaz de contemplar las
exigencias y preguntas humanas.
Ni la globalización financiera-tecnológica ni el mercado de masas,
por una parte, ni la reducción de la política a mero pragmatismo de
poder nacional o supranacional, por otra, pueden resolver esta situa-
ción en la que, de hecho, se excluye un fundamento, un sentido del
sentido. Más que nunca resultan proféticas las advertencias de
Hannah Arendt sobre la importancia de la razón en el campo de la
convivencia social: «La preparación [para el totalitarismo] ha tenido
éxito cuando [...] los hombres pierden la capacidad tanto para la expe-
riencia como para el pensamiento. El objeto ideal de la dominación
totalitaria no es el nazi convencido o el comunista convencido, sino
las personas para quienes ya no existen la distinción entre el hecho y
la ficción, y la distinción entre lo verdadero y lo falso»6.

¿Por qué hay que salvar la razón?

Para que interese salvar la razón habrá que comprobar no sólo


que estaba perdida sino que merece la pena salvarla. A pesar de lo

6 H. Arendt, Los orígenes del totalitarismo, vol. 3, Alianza, Madrid 21987,

p. 700.

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Un testigo eficaz: Benedicto XVI

ya dicho, no parece ser una evidencia compartida socialmente.


Muchos, en el mundo universitario o cultural, podrían mantener
que si salvar la razón equivale a algo así como volver a abrir la
pregunta por su sentido y por la verdad, entonces es mejor dejar-
la como está. En cambio, querrá salvar la razón quien considere
que ésta es un bien. No un bien de cualquier tipo, sino un bien
propiamente racional, porque la razón no es un hecho bruto,
cuya utilidad es instrumental, carente en sí misma de significado
y de valor.
Si lo que hemos venido afirmando hasta ahora es correcto, el
esfuerzo ímprobo de la razón, en su acepción dominante, para cer-
tificar su propio sentido y utilidad ha fracasado. Entonces, una de
dos, o hay que resignarse a la opresión económica y política de la
razón instrumental, cuyas consecuencias sombrías podemos imagi-
narnos enseguida, o es necesario «salvar la razón». Si acogemos la
segunda opción, podemos pasar adelante y preguntarnos: ¿Quién
puede asegurar el valor de la razón? ¿Quién fundamenta el sentido
del sentido?

El mito de la edad adulta

Para responder a esta pregunta, hay que retomar el segundo


aspecto de la absolutización de la razón que habíamos menciona-
do. Ello nos obliga a volver atrás y rehacer un trecho del camino
que ha llevado a disociar a Dios y la razón, aparentemente sin
retorno. El episodio histórico no se refiere a la cuestión religiosa en
general, sino a la revelación cristiana en sentido estricto. Es un pro-
blema típico de Occidente en su lucha para emanciparse del cristia-
nismo, y sólo podía nacer en un mundo modelado por el cristianis-
mo. No parece mera coincidencia que casi al mismo tiempo surgiera
la pregunta moderna sobre una «esencia del cristianismo» cada vez

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Dios salve la razón

menos evidente para los propios cristianos7. De nuevo aquí, nos


limitamos a algunas pinceladas8.
A partir de una combinación sumamente compleja de factores
históricos y filosófico-teológicos, que viene desde la Baja Edad
Media, llegó un momento en el que muchos europeos pensaron
que la mediación de la tradición cristiana para acceder a la verdad
era algo exterior, contingente, lo cual imponía a la razón un desvío
inútil. Lo histórico no enseñaba nada universal, y la razón no debía
esperar nada de los hechos contingentes de la historia si quería
conocer verdades necesarias. Con el precedente decisivo de Spi-
noza, serán Kant y Lessing los grandes formuladores de esta «obje-
ción» de la razón moderna contra la revelación cristiana —que
ciertamente incidía también sobre las otras religiones positivas—.
La tradición remite a acontecimientos históricos particulares que la
razón no está obligada a tomar en consideración porque no les
reconoce valor universal. Por ello cuando la revelación cristiana
pretende ofrecer el sentido universal de lo Absoluto, provoca a la
razón, desafía su autonomía9. Para la razón ilustrada es una con-
tradicción pretender, como hacen los autores sagrados narrando los
hechos de la vida, muerte y resurrección de Jesús, que la verdad uni-
versal de Dios se encuentre en algo particular cambiante. El presu-
puesto que subyace a este rechazo de la mediación testimonial,
propio de la razón absoluta, es una concepción de Dios como «ser
absoluto» abstracto e indeterminado. Quizá porque la razón
moderna en el fondo imite la concepción de Dios que presupone.

7 El debate se abre con Schleiermacher y pasa por Feuerbach y Harnack, en

ámbito protestante, hasta los católicos Guardini y Adam en el siglo XX, por indi-
car algunos nombres.
8 Retomo libremente en lo que sigue algunas tesis de C. Bruaire,

«Témoignage et Raison»: E. Castelli (a cura di), La testimonianza, Istituto di


Studi Filosofici, Roma 1972, pp. 141-149.
9 J. Ratzinger, Fe, Verdad, Tolerancia. El Cristianismo y las religiones del

mundo, Sígueme, Salamanca 2005, pp. 80-81.

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Un testigo eficaz: Benedicto XVI

¿Cuál es entonces la utilidad de la tradición? Aunque la


modernidad rechazaba la pretensión de la tradición cristiana, la
podía aceptar todavía como sustituto provisional del ejercicio
autónomo de la razón. Lo cristiano en la historia sería como un
auxiliar de la evolución de la filosofía. Para Kant la revelación
cristiana, exterior, agota su misión cuando llega la auto-funda-
mentación de la razón. Lessing considera que la religión históri-
ca desempeña una función pedagógica, para guiar a la humanidad
en su infancia y adolescencia hasta la vida adulta de la razón autó-
noma, sobre todo moral. Ahora bien, cuando uno es adulto se
libera del pedagogo. La versión de Hegel es, en cierto sentido,
diferente porque considera al cristianismo como la religión abso-
luta, pero la solución final es similar: se suprime el carácter histó-
rico del cristianismo. En este caso, el cristianismo como forma
histórica no sólo es algo del pasado sino que en cuanto tal es
superado/asumido en su contenido, que es filosófico. El cristia-
nismo se resuelve en religión, y la religión en filosofía. Por eso es
absoluto, pero al precio —diríamos nosotros— de no ser ya el
cristianismo de la tradición apostólica.
Como la tesis de Lessing se ha convertido en una interpreta-
ción muy común sobre la religión, y sobre el cristianismo en par-
ticular, volvamos a ella. Nos resulta familiar el «mito de la edad
adulta». Si examinamos la tesis de Lessing veremos qué es lo que
le ha hecho tener tanto poder de convicción. Erige en sistema de
la historia universal lo que constituye una experiencia común del
aprendizaje de la razón: nadie se despierta espontáneamente al
sentido, en su forma lógica, nadie aprende a hablar el lenguaje de
la razón, sin una autoridad que responda y que atestigüe su ver-
dad. Esta relación de autoridad es necesaria e insustituible, dada
la separación que hay entre las exigencias de la vida natural y el
carácter convencional del lenguaje —como expresión del senti-
do—, que en cuanto tal es inútil para el cuerpo. El sentido no

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Dios salve la razón

corresponde a ninguna necesidad exigible en el orden biológico


ni brota de ahí. Hay que empezar por creer en el sentido, es
decir, por creer a los que dan testimonio de él (los padres res-
pecto al niño). Los padres y educadores ejercen una autoridad
muy valiosa pero provisional, ya que representan una autori-
dad que luego surgirá de la razón misma cuando se desarrolle
autónomamente. Después pueden y deben desaparecer puesto
que su función se ha agotado. Del mismo modo debe desapare-
cer la tutela de la religión histórica una vez que la humanidad
occidental ha llegado a ser adulta. Se advierte la semejanza entre
la mediación del adulto en la educación y la de la tradición cris-
tiana en la historia.
Si las cosas quedaran así, un mismo motivo serviría para jus-
tificar la suficiencia de la razón y la superación irreversible de la
tradición cristiana. Pero sigamos hasta el final el mito de la edad
adulta para ver en qué concluye. Es verdad que la educación a la
razón no puede ser sino educación a la libertad, que no debe
depender sólo de los argumentos de autoridad exterior. Pero la
búsqueda libre de la verdad no puede ser más que una continua
exigencia de un fundamento de la razón, una pregunta por el
sentido del sentido, como la cultura de Occidente siempre ha
perseguido. ¿Por qué? Porque lo racional, lo conceptual, el sen-
tido articulado lógicamente, no nace a partir de sí mismo y queda
en sí mismo sin apoyo. Un modo de ejemplificar esta dificultad
es examinar los motivos por los que la razón moderna rechaza el
testimonio histórico como fuente de conocimiento fiable
(Hume). Dada la falibilidad de ese tipo de conocimiento, no se
puede aceptar más que mediante la pretensión de ofrecer su fun-
damentación en el saber autónomo (experiencia empírica, eviden-
cia o demostración racional). Pero ciertas corrientes contemporá-
neas de filosofía del lenguaje consideran ese intento inviable.
Muestran cómo para justificar que un testimonio es fiable a partir

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