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La Espiritualidad en pleno siglo XXI

Ya bien entrado el siglo XXI, nos encontramos con que el tema de la espititualidad se
nos presenta para el común de los mortales, bien como antigualla indescifrable de unos
ancestros totalmente alucinados y confundidos por la precariedad de su saber; o bien
por una especie de cajón de sastre donde cualquier elucubración sobre posibles
realidades que nos tranquilicen y reconforten de alguna manera tienen cabida. O se es
presa del más afilado escepticismo al respecto, o uno se entrega ciegamente por
completo a no se sabe muy bien qué.

Lo primero es causa, a nuestro parecer, de mucho pesar para el individuo. La persona


descreída, que por sistema se muestra categóricamente distante y escéptica ante
cualquier cuestión que se sitúe un poco más allá de lo establecido, haciendo de ello
acopio de racionalidad e intelectualidad consabidas, pierde así la capacidad de
expandirse ella misma hacia nuevos lugares que la hagan enriquecer su visión de las
cosas. Es la enfermedad del escepticismo, de no creer en nada. Una especie de
malformación del concepto -harto tecnológico, dicho sea de paso- de lo que supone
la fe. Se corre así el riesgo de quedar estático, petrificado o perenne bajo el mismo
suelo. Si hay algo que posee la fe -y que quizá no se nos haya explicado- es que tiene
la capacidad de llevarlo a uno más allá de sí mismo. O, para afinar un poco más, quizá
lo lleve a uno a postrarse delante de sí mismo, por primera vez en la vida.

Lo segundo, lleva consigo el peligro de convertir a la espiritualidad en una lata de


conservas lista para ser expuesta en el catálogo infinito de productos tipo 'usar y tirar'
que este capitalismo voraz fabrica compulsivamente. Se trata, sin duda, de convertir a
la espiritualidad en una moda más. En otro frívolo aspecto de cualidad relativa que lo
lleva a uno a estar a la última, siguiendo así los enérgicos dictados de la masa, esa que
nos conforma más bien por consenso, no por imposición de la propia voluntad
individual.

Sea por un lado -el de una falta de fe por ignorancia de su significado profundo-, o ya
sea por el otro -un producto más de consumo-, está claro que pocos son los que están
dispuestos a introducirse de lleno en esta faceta de la realidad para comprobar qué es
lo que podemos encontrar allí de valor real para nuestras vidas. Pocos son los que están
dispuestos a adentrarse en lo desconocido, vaya a ser que por el camino se les pierda
algún que otro aspecto de ese preciado y maravilloso 'yo' que todos lucimos con orgullo
y con no poco recelo. Y, por supuesto, pocos son también los que están decididos a
vaciar su mente de prejuicios y construcciones erróneas al respecto, acercándose a las
distintas doctrinas espirituales con humildad y mansedumbre, reconociendo que uno no
conoce más que la cáscara superficial del asunto.

En esta sociedad que nos supera a todos, prácticamente todo aparece bajo su
aspecto relativo, de cuasi-verdad, totalmente subjetiva. Bajo el eslógan de 'no existe lo
absoluto', todo se trivializa -con su parte de razón- debido al carácter efímero y
cambiante de todo lo que en ella se nos manifiesta. Cualquier sujeto u objeto,
sentimiento o emoción, está destinado a morir en el mismo momento en el que
aparece. Nada dura, nada es permanente. Todo es relativo, parcial e incompleto en sí
mismo. Inevitablemente, si esta es la visión que se posee de las cosas, después de
siglos de pensar y pensar para después despensar lo pensado y así hasta rozar lo
absurdo, el resultado será, obviamente, una versión del ser y de la existencia también
parcial, relativa, totalmente dependiente del tiempo e incapaz de explicarse a sí
misma. Será una visión parcial porque uno nunca se encontrará completo, siempre será
una parte dependiente de otras. De esta manera, será relativa, o, incidiendo en lo
mismo, no completa en sí misma. Dependiente del tiempo, como no podría ser de otra
manera y, por consiguiente, incapaz de contener en sí a la totalidad, que de esta
manera aparecería como negada. Se pretende resaltar aquí lo absurdo de querer
establecer un 'yo' fijo y permanente -¿quién/qué soy yo?- en un mundo material
caracterizado por lo efímero y temporal de cuanto en él se manifiesta. El mundo
material es, por lo tanto, el mundo de la manifestación de carácter psíquico, temporal
e ilusorio. Hablaremos de esto con mayor profundidad en posteriores escritos.

Nuestro punto de vista es que, en esta sociedad globalizada del 'todo vale', esto
inevitablemente es y debe ser así. No obstante, nos hemos preocupado algo en
indagar sobre la mecánica implícita en el juego dialéctico de la dualidad. Así sabemos,
parafraseando a Lao Tsé, que 'el ser y el no-ser se engendran el uno al otro'. Que 'lo
difícil y lo fácil se complementan uno a otro'; que 'lo largo y lo corto se definen uno a
otro' o que 'lo alto y lo bajo se determinan uno a otro'. Por lo tanto, siguiendo esta línea
de razonamiento, lo relativo y lo absoluto deben ser como los dos extremos de un
mismo palo. Si existe lo relativo, ha de existir también lo absoluto, manifestándose estos
dos aspectos no como antagónicos, sino más bien como opuestos que se
complementan mutuamente. ¿Qué es, por tanto, lo absoluto? Pues debe ser no otra
cosa que aquello que se nos presenta como fijo, perenne e inmutable. Como aquello
que tiene por cualidad principal el permanecer siempre tal como es en esencia.
Aquello que se nos presenta como una totalidad completa en sí misma.

El reino de lo espiritual, tiene pues la cualidad principal de hacernos participar de la


experiencia de la unidad, donde la totalidad es asimilada como una realidad que nos
lleva más allá del cambiante mundo de las formas, donde incluimos al propio 'yo'.
Debe ser pues así, y no de otra manera, como hay que encarar el asunto. Si nuestra
experiencia nos dice que, por el mero hecho de haber nacido, hemos de morir tarde o
temprano, el contacto con la trascendencia debería generarnos la sensación de ser
algo más que un simple cuerpo caduco. Algo debe establecerse en nuestro interior
como infinito e inmortal. Sin este contacto con lo numinoso, poco podremos sacar de
provecho al respecto, salvo algunas especulaciones de carácter más o menos filosófico
o más o menos intelectual. Se necesita pues un contacto con 'algo' que se sitúe más
allá de nosotros, más allá de nuestra forma, es decir, de nuestra propia definición. Algo
que nos haga salir del falso confort de nuestra propia subjetividad, finita y relativa por
definición.

De esta manera, podemos situarnos fuera de toda dualidad -que es parcial en sí


misma- y observarla desde el afuera. No en balde, hablaban ya los antiguos alquimistas
de llevar a cabo la coniunctio o 'matrmonio alquímico', que sería un estado mental
donde la realidad ya no es percibida como fragmentada en infinidad de polaridades,
sino más bien entendida e integrada como un todo completo que resulta mayor que la
suma de sus partes constituyentes. Otro ejemplo claro de ello lo tenemos en la doctrina
védica, en particular en la versión advaita del Vedanta, donde se explica con pelos y
señales el proceso de salir de los mecanismos psíquicos duales para adentrarnos en lo
que allí llaman Samadhi, que se define como la inclusión en un campo abierto no-dual
y de manera simultánea de toda la información existente en el universo. Esta forma de
dirigirse hacia lo transcendental, a través de un conocimiento y entendimiento perfectos
de todos los aspectos del Ser Supremo, se conoce como Jñana Yoga o 'Yoga del
Conocimiento'.

Sin embargo, ¿qué le supone a la persona lo espiritual frente a lo material? Tal como lo
hemos planteado, si bien son complementarias, ambas realidades se presentan como
radicalmente antagónicas. Es aquí donde la cosa se complica: ¿cómo conciliar ambas
realidades? Según los textos védicos -los más antiguos que el ser humano conserva- la
aparición de una debe suponer la muerte de la otra. Pero no con carácter de exclusión,
sino más bien de comprensión y fusión de ambas. Surge aquí el sacrificio como requisito
previo a dicha integración; pero, ¿sacrificio de qué? Los antiguos sabios aseguraban
que existe una muerte en vida. Una pequeña muerte que se deriva de ofrecer con
sumisión lo que uno es -el yo material ligado al disfrute y goce de los sentidos y finito en
sí mismo- en pos del nacimiento de un 'nuevo yo', que los ha sustituido por otros de
alcance trascendental, o sea, de carácter eterno. Uno debe morir a lo que cree que es
en favor de que surja y se manifieste lo que realmente es. ¿Quién está dispuesto, en una
sociedad puramente materialista como la nuestra, a realizar semejante acto de
sacrificio? Si nos paseamos orgullosos y seguros de que realmente somos
individualidades importantes, algo así como soles irradiando luz por doquier que no
dudan ni por un segundo de estar bañando a todos con una luz única y necesaria.
¿Cómo hacernos pues comprender que todo lo que hemos construido sobre nosotros
mismos no es más que un conjunto de ilusiones provocado por el incomparable poder
de nuestra psique, la cual apenas llegamos a comprender y mucho menos a usar
adecuadamente? Paseamos nuestra propia subjetividad como si fuera un único
absoluto que existe por doquier. Nos tomamos a nosotros mismos como la vara con la
que medir el mundo. Actuamos como si nunca fuéramos a morir o como si todo lo que
existe estuviera ahí únicamente para nuestro disfrute personal y egoico. Nuestro 'yo' no
es más que una pura construcción mental, surgida a partir de la unión en sagrado
matrimonio alquímico de una realidad cuántica externa y un conjunto de procesos
neuronales internos. Pero no nos asustemos, esto es algo que la Neurociencia ya
contempla como tal.

Así que, ¿espiritualidad en pleno siglo XXI? Diremos que sí; pero siempre desde el ánimo
y el buen hacer tradicional de aquellas órdenes o comunidades que se dedican en
cuerpo y alma a trascender lo que en ellos hay de relativo -todo lo relacionado con el
mundo material de formas cambiantes-, para pasar a instalarse en lo absoluto, el
mundo del espíritu, eterno e inmutable por naturaleza. Nos consta que la tradición sigue
viva y que los senderos de liberación están claramente delineados en esta era. No sin
asombro, hemos descubierto que ciertos textos pertenecientes en su mayoría a la
doctrina védica constituyen un artefacto arto tecnológico. El simple hecho de leerlos
con devoción produce algo así como un recableado interno de nuestro psiquismo; el
hecho de realizarlos supone directamente mirar la realidad desde una nueva
perspectiva, mucho más global, amorosa e integradora. El camino es siempre lento y
costoso, y se va dibujando conforme se va transitando. No obstante, la recompensa no
tiene igual. Habiendo comprendido claramente que la espiritualidad es una ciencia -la
ciencia de la autorrealización y de la unión con el Ser Supremo-, ¿es que no sería
posible cambiar nuestro punto de vista hacia ella y, en lugar de tomarla como un
conglomerado de alucinaciones místicas sin fundamento, tomarla como la única vía
de salir de una vez por todas de este planeta para adentrarnos de lleno en los misterios
del Cosmos?
Muy a pesar de muchos, la espiritualidad que se ve por doquier en esta sociedad
consumista y puramente material, puede que sí tenga una vaga intención de querer
mirar al mundo con otros ojos, pero sin que uno se tenga que mover del sofá, donde se
está muy bien viendo documentales sobre las diferencias entre el Lamaísmo y el
Budismo Tibetano o sobre el poder de la mente a la hora de interpretar la realidad. Es
decir, no se sale del acto de querer engordar esa egoicidad que a duras penas somos
capaces de construir, identificándonos cada vez más con múltiples formas externas que
nos hagan reconocernos como seres independientes de una vez por todas. Mucha es
la humildad que se necesita para admitir que somos seres totamente carenciados y
que necesitamos de luz, aire, agua, alimentos, de cariño y afecto para poder sobrevivir.
Ni somos todopoderosos, ni somos controladores o disfrutadores permanentes de nada.
Somos yonquis de la forma, esa especie de espejo infinito donde poder mirarnos y
reafirmar nuestro ilusorio 'yo'. Al mundo de la espiritualidad se entra desnudo, tras haber
reconocido de corazón que uno no es nada y que está destinado a desaparecer tarde
o temprano. Es esta la muerte que se nos exige como sacrificio: la muerte del 'yo'
personal; del ahankara, el ego falso. Una muerte que, una vez comprendida con
honestidad, no resulta tan terrible como la propia palabra indica. Al final, uno se da
cuenta de que lo verdaderamente significativo del asunto es el nuevo nacimiento que
la sigue. Y tras él, unos nuevos ojos y una nueva boca. Una nueva nariz, manos y unos
nuevos oídos más vivos que nunca. Una versión 2.0 de nuestros sentidos con la
capacidad de captar todo lo que hasta el momento nos había sido velado por el
poderoso velo de Maya, la energía ilusoria. Esto ya lo anunció el poeta inglés William
Blake al afirmar que 'cuando las puertas de la percepción sean depuradas, todo se
verá tal como es, infinito'. ¿Y no es acaso ese infinito otra cosa que el Cosmos mismo?
Definitivamente, el camino para explorar otros mundos no pasa por salir del planeta a
bordo de gigantescas y costosas naves espaciales, a través de un uso burdo y primitivo
del elemento fuego. Según nuestro punto de vista, resulta mucho más bello y sutil
hacerlo a través del conocimiento y realización espirituales. La meta no es otra que la
incursión en el mundo de lo real y verdadero, en contraste con este mundo material de
carácter real pero ilusorio.

Qué es esa realidad primera y verdadera, descrita con pelos y señales en la literatura
védica, cómo adentrarse en ella y cuál es su naturaleza esencial, con o sin atributos
que la definan, es ya otra cuestión que intentaremos abordar en posteriores escritos.

Hare Krishna.

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