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RELATOS PARA EL PROYECTO SOBRE LA NARRACIÓN

Semáforo

Esa chica de azul que espera ahí enfrente en el semáforo, ¿quién será?,
¿de dónde vendrá?, ¿adónde irá con el bolso en bandolera? Parece vulgar. No
sé nada de ella, aunque en otras circunstancias pudo haber sido quizá la
mujer de mi vida. Por la calle, entre los dos, pasa un furgón de policía y el
aire de la ciudad se rasga con sirenas de ambulancia. La chica será
secretaria, enfermera, ama de casa, camarera o profesora. En el bolso llevará
un lápiz de labios, un peine, pañuelos de papel, un bono de autobús, polvos
para la nariz y un móvil en cuya agenda tendrá el teléfono de unos primos
del pueblo, de algún amigo, de algún amante. ¿Cuántos amores frustrados
habrá tenido? Los anuncios de bebidas se licuan en la chapa de los
automóviles. Hay un rumor de motores. La alcantarilla huele a flores negras.
La joven me ve desde la otra acera y probablemente también estará pensando
algo de mí. Creerá que soy agente de seguros, un tipo calvo, muy maduro,
con esposa y tantos hijos o que tengo un negocio de peletería, un llavero en
el bolsillo, un ignorado carné de identidad, una úlcera de estómago y
veinticinco euros en la cartera. Se oyen violentos chirridos de caucho, la
tarde ya ha prendido las cornisas. El semáforo aún está en rojo.

Si esa mujer y yo nos hubiéramos conocido en cierta ocasión tal vez nos
habríamos besado, amado, casado, odiado, gritado, reconciliado e incluso
separado. Lleva un abrigo azul. Parece un poco frágil y vulgar. No sé nada
de ella. Desde el otro bordillo la chica también me observa. ¿Qué estará
imaginando? Que soy un sujeto anodino, operado de apendicitis, con
muchas letras de cambio firmadas para comprar un blue ray 3D. Sin
embargo, pude haber sido el hombre de su vida. Pude haberla llevado a la
sierra con una tortilla o a Benidorm con grandes toallas y un patito de goma.
Finalmente huye el último coche y el semáforo se abre. Por el paso de
peatones la chica avanza hacia mí y yo voy hacia ella. Los dos, al
cruzarnos, sorbemos sesgadamente nuestro rostro anodino con una mirada y
al llegar cada uno a la acera contraria ya para siempre nos hemos olvidado.
En la ciudad se oyen sirenas de ambulancia.

Manuel Vicent
Conocí a un chico que era alérgico al polen y al polvo y al serrín y al humo
provocado por combustión de carburantes y a las ensaladas y a los gatos y a las
ballenas y a las fibras sintéticas y a uno de cada dos medicamentos. Era uno de esos
chicos que no hablan con nadie. Parecía uno de los que viven en campanas de cristal,
pero era alérgico a las campanas de cristal, así que tenía que enfrentarse con todas
sus alergias. Llevaba sus alergias encima como un viajante de comercio lleva sus
maletas. Demostró legalmente que era alérgico a sus padres, así que sus padres
tuvieron que darle una pensión vitalicia sin disfrutar a cambio del consuelo de
agujerear sus zapatos con sus propias desgracias, además él ni siquiera llevaba
zapatos porque era alérgico a la piel y al caucho. Le hicieron unos zapatos de madera
pero a él le pareció que era como andar con dos ataúdes chiquititos en los pies, así que
los tiró por la ventana. Una chica que pasaba por la calle recogió los zapatos, y como
nunca había visto unos zapatos tan raros subió a ver de quién eran. El chico abrió
la puerta y la chica entró, los dos se miraron un rato y los dos eran guapos, y los dos
llevaban solos demasiado tiempo, así que se abrazaron un poco a ver qué pasaba y
resultó que la chica iba vestida con fibras sintéticas y tenía ojos de gato, y estaba
gorda como una ballena y tenía polen en el pelo y serrín en el cerebro y antibióticos
en los dedos y ensaladas en la falda y un motor de explosión que le ayudaba a subir las
escaleras. El chico se murió con una estúpida y gigante sonrisa de felicidad en la cara.

Cuando me desperté estaba seguro de que podía aprender algo de ese sueño, pero
no sabía qué coño podría ser.

Ray Loriga: Héroes


Continuidad de los parques

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios
urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar
lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de
escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de
aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque
de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo
hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su
mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los
últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de
los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer
casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez
que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los
cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba
el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida
disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y
adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del
monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la
cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con
sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las
ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y
senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad
agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de
serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias
que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo,
dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir.
Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora
cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso
despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla.
Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en
la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la
senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a
su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma
malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían
ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los
tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le
llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una
escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie
en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los
ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre
en el sillón leyendo una novela.
Julio Cortázar
La noche en que colocan a Osvaldo (tres años recién cumplidos)
por primera vez frente a un televisor (se exhibe un drama británico de
hondas resonancias), queda hipnotizado, la boca entreabierta, los ojos
redondos de estupor.

La madre lo ve tan entregado al sortilegio de las imágenes que


se va tranquilamente a la cocina. Allí, mientras friega ollas y sartenes,
se olvida del niño. Horas más tarde se acuerda, pero piensa: «Se
habrá dormido». Se seca las manos y va a buscarlo al living. La pantalla
está vacía, pero Osvaldo se mantiene en la misma postura y con igual
mirada extática.

«Vamos. A dormir», conmina la madre.

«No», dice Osvaldo con determinación.

«Ah, no. ¿Se puede saber por qué?»

«Estoy esperando»

«¿A quién?»

«A ella». Y señaló el televisor.

«Ah. ¿Quién es ella?»

«Ella».

Y Osvaldo vuelve a señalar la pantalla. Luego sonríe, candoroso,


esperanzado, exultante.

«Me dijo: querido».

Mario Benedetti
La cosa

De pequeño tuve una caja de zapatos que llegó a ser mi juguete preferido,
entre otras cosas porque no tenía otro. Pero envejeció más deprisa que los
zapatos que había llevado dentro, de manera que a mi caja se le cayó un día
la primera a y se quedó en una cja, que así, a primera vista, parece un
juguete yugoslavo. Busqué entre las herramientas de mi padre una a de
repuesto, pero no había ninguna y tuve que sustituirla por una o. De este
modo, sin transición, tuve que olvidar la caja para hacerme cargo de una
coja, lo que es tan duro como pasar directamente de la niñez a los asuntos.
Jugué mucho con aquella coja, todavía la recuerdo, pero se fue haciendo
mayor también y un día se le cayó la jota. Hay quien piensa que las vocales
se estropean antes que las consonantes, pero yo creo que vienen a durar más
o menos lo mismo. El caso es que tampoco encontré entre los tornillos de mi
padre una jota en buen uso, así que la sustituí por una pe que estaba
prácticamente sin estrenar. La coloqué en el lugar de la jota y me salió una
copa estupenda, con la que he bebido de todo hasta ayer mismo, que se me
cayó al suelo y se rompió. A decir verdad, se rompió justamente por la pe, y
como es muy antigua no he encontrado en ninguna ferretería una igual.
Ayer fui a casa de mis padres, y después de mucho rebuscar en el trastero di
con una ese que no desentona con el conjunto. O sea, que ahora tengo una
cosa, pero no sé qué hacer con ella. La caja, lo coja y la copa eran muy útiles
para guardar secretos, jugar o emborracharse. Pero la cosa me da miedo;
además, la escondí en el bolsillo interior de la chaqueta, de manera que
desde ayer tengo una cosa aquí, en el pecho, que me llena de angustia. Lo
peor de todo es que, como no sé qué es, tampoco sé cómo se rompe. Qué vida,
¿no?
Juan José Millás
LA TRISTEZA

El profe me ha dado una nota para mi madre. La he leído. Dice que


necesita hablar con ella porque yo estoy mal. Se la he puesto en la mesilla,
debajo del tazón lleno de leche que le dejé por la mañana. He metido en el
microondas la tortilla congelada que compré en el supermercado y me he
comido la mitad. La otra mitad la puse en un plato en la mesilla, al lado del
tazón de leche.

Mi madre sigue igual, con los ojos rojos que miran sin ver y el pelo,
que ya no brilla, desparramado sobre la almohada. Huele a sudor la
habitación, pero cuando abrí la persiana ella me gritó. Dice que si no se ve el
sol es como si no corriesen los días, pero eso no es cierto. Yo sé que los días
corren porque la lavadora está llena de ropa sucia y en el lavavajillas no cabe
nada más, pero sobre todo lo sé por la tristeza que está encima de los
muebles.

La tristeza es un polvo blanco que lo llena todo. Al principio es


divertida. Se puede escribir sobre ella, “tonto el que lo lea”, pero, al día
siguiente, las palabras no se ven porque hay más tristeza sobre ellas. El
profesor dice que estoy mal porque en clase me distraigo y es que no puedo
dejar de pensar que un día ese polvo blanco cubrirá del todo a mi madre y lo
hará conmigo. Y cuando mi padre vuelva, la tristeza habrá borrado el “te
quiero” que le escribo cada noche sobre la mesa del comedor.

Rosario Barros Peña


EL NIÑO AL QUE SE LE MURIÓ EL AMIGO

Una mañana se levantó y fue a buscar al amigo, al otro lado de la


valla. Pero el amigo no estaba, y, cuando volvió, le dijo la madre: “el
amigo se murió. Niño, no pienses más en él y busca otros para jugar”. El
niño se sentó en el quicio de la puerta, con la cara entre las manos y los
codos en las rodillas. “Él volverá”, pensó. Porque no podía ser que allí
estuviesen las canicas, el camión y la pistola de hojalata, y el reloj aquel
que ya no andaba, y el amigo no viniese a buscarlos. Vino la noche, con
una estrella muy grande, y el niño no quería entrar a cenar. “Entra, niño,
que llega el frío”, dijo la madre. Pero, en lugar de entrar, el niño se levantó
del quicio y se fue en busca del amigo, con las canicas, el camión, la
pistola de hojalata y el reloj que no andaba. Al llegar a la cerca, la voz del
amigo no le llamó, ni le oyó en el árbol, ni en el pozo. Pasó buscándole
toda la noche. Y fue una larga noche casi blanca, que le llenó de polvo el
traje y los zapatos. Cuando llegó el sol, el niño, que tenía sueño y sed,
estiró los brazos, y pensó: “qué tontos y pequeños son esos juguetes. Y ese
reloj que no anda, no sirve para nada”. Lo tiró todo al pozo, y volvió a la
casa, con mucha hambre. La madre le abrió la puerta, y le dijo: “cuánto ha
crecido este niño, Dios mío, cuánto ha crecido”. Y le compró un traje de
hombre, porque el que llevaba le venía muy corto.

Ana María Matute


FIN DE BAILE

Acaban de bajar las luces del salón de baile. La banda comienza a


tocar la última canción: una balada. Siempre odié la música lenta, pero
ésta significa “te quiero”, y hay poco más que decir.

Nunca unos ojos me habían mirado así. Nunca había sentido mi


cuerpo vibrar a cada nota, ni mis ojos mirar más fijos a algo.

Estas notas que envenenan el aire me han henchido el pecho,


hiriendo mi alma de muerte. Me noto temblar cuando nuestras manos se
unen, y sus enormes ojos azules se clavan como preciosas aristas de
poliedros de amor en mi mente, en mi corazón, en mi recuerdo.

Mientras, suavemente, el cantante me demuestra que todo lo que


ocurre es real, y por ello, estrecho mi lazo, atenazando mis brazos a su
espalda, acercando su pecho al mío. Noto su respirar entrecortado en mi
entrecortado respirar, y entre medias nuestros pechos, golpeados por
nuestro revolucionado corazón. Sólo quiero que el pianista lea mi mente,
y toque para siempre esta melodía, mientras hago de mis labios una
extensión de sus labios. Cierro los ojos para soñar que este momento es
una poesía en nuestros oídos o el sabor del azúcar glasé del dulce más
lindo del mundo.

Cuando abro los ojos veo los suyos mirándome, pero tienen veinte
años más. No existe el salón de baile, sólo queda en nuestro recuerdo. Y
la canción suena en nuestras cabezas, recordándonos cada día cuánto
nos queremos, y que lo que una vez fue sueño permanece siendo
realidad.

Miguel Ángel Hurtado


Postrimerías, Adolfo Bioy Casares

Cuando entró en el edificio, buscó las escaleras, para subir. Encontrarlas era
difícil. Preguntaba por ellas, y algunos le contestaban: “No hay.” Otros le daban la
espalda. Acababa siempre por encontrarlas y por subir otro piso. La circunstancia de
que muchas veces las escaleras fueran endebles, arduas y estrechas, aumentaba su fe.
En un piso había una ciudad, con plazas y calles bien trazadas. Nevaba, caía la noche.
Algunas casas -eran todas de tamaño reducido- estaban iluminadas vivamente. Por las
ventanas veía a hombres y mujeres de dos pies de estatura. No podía quedarse entre
esos enanos. Descubrió una amplia escalinata de piedra, que lo llevó a otro piso. Este
era un antecomedor, donde mozos, con chaqueta blanca y modales pésimos, limpiaban
juegos de té. Sin volverse, le dijeron que había más pisos y que podía subir. Llegó a una
terraza con vastos parques crepusculares, hermosos, pero un poco tristes. Una mujer, con
vestido de terciopelo rojo, lo miró espantada y huyó por el enorme paisaje, meciéndose
la cabellera, gimiendo. Él entendió que cuantos vivían allí estaban locos. Pudo subir otro
piso. En una arquitectura propia del interior de un buque, en la que abundaban
maderas y hierros pintados de blanco, halló una escalera de caracol. Subió por ella a
un altillo donde estaban los peroles que daban el agua caliente a los pisos de abajo.
Dijo: “Sobre el fuego está el cielo” y, seguro de su destino, se agarró de un caño, para
subir más. El caño se dobló; hubo un escape de vapor, que le rozó el brazo. Esto lo
disuadió de seguir subiendo. Pensó: “En el cielo me quemaré.” Se preguntó a cuál de los
horribles pisos inferiores debería descender. En todos él se había sentido fuera de lugar.
Esto no probaba que no fuese la morada que le correspondía, porque justamente el
infierno es un sitio donde uno se cree fuera de lugar.
El eclipse, Augusto Monterroso

Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya


nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresa-
do, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con
tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza,
aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el
convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a
bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su
labor redentora.
Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de ros-
tro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a
Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temo-
res, de su destino, de sí mismo.
Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las
lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendi-
das.
Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y
de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó
que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más
íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y sal-
var la vida.
-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su al-
tura.
Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredu-
lidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confia-
do, no sin cierto desdén.
Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba
su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la
opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin
ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que
se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comuni-
dad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda
de Aristóteles.

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