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Historia

Fierre Grimai

Los
extravíos
de la
libertad
Historia

Los extravíos de la libertad


¡Libertad o m uerte! D ilem a falaz, replica Pierre G rim ai: la verdadera
libertad só lo se c u m p le p le n a m e n te en la m uerte.
¿De d ó n d e p ro v ien e, en to n c e s, ese m ito de la libertad, q u e con lleva
ta n ta s e sp e r a n z a s p o r ta d o r a s de tan tas carn icerías? Pierre G rim ai
d escrib e su origen y a p arición , d esd e la prim era d e fin ició n negativa
(ser libre era lo m ism o q u e n o ser esclavo) hasta llegar a la acep ción
m e ta fís ic a (la lib e r ta d d e c o n c ie n c ia y d e s e r ), p a s a n d o p o r su
am b igu a tra n sfo rm a ció n p olítica (la libertad cívica).
Al a n a liz a r las e s tr u c tu r a s p e c u lia r e s d e las s o c ie d a d e s g r ie g a y
rom an a, Pierre G rim ai recon stru ye la au tén tica h istoria de la lib er­
tad . D e n u n c ia así la « d e sv e r g o n z a d a im p o s tu r a » d e la p r e su n ta
lib er ta d a te n ie n s e y e sta b le c e q u e ú n ic a m e n te R o m a c o n o c ió u n
c o n c e p to d e lib ertad q u e a n tic ip a las ideas m o d e r n a s del d e r ec h o
in d iv id u a l, de la d ig n id a d y la a u to n o m ía h u m a n a s.
Esta h istoria de la libertad m uestra su recorrido sem b ra d o d e yerros
tr á g ic o s o s u b lim e s - q u e recu erd an la tra y ecto ria d e U lise s erra ­
b u n d o en busca d e la sa b id u r ía - al té r m in o del cual aparece la plena
sig n ific a c ió n d e un c o n c e p to q u e para u n o s representa la m ás alta
d ig n id a d d el h o m b r e y para o tr o s , u n a s u p e r c h e r ía c rea d a para
desgracia propia.

Pierre G rim ai, n a cid o en 1912, cated rático de la Facultad de Letras de


París, es u n o de los historiadores m ás e m in en tes de Francia. Es autor
de n u m erosas obras sob re la é p o c a clásica de Grecia y R om a, entre las
q u e cabe destacar: El siglo de los escipiones, La v ida en la R om a a n ­
tigua., Séneca o la conciencia im p e ria l y Tácito.

Colección Hombre y Sociedad


Serie
C1ADEMA
LOS EXTRAVIOS DE
LA LIBERTAD

por

Pierre Grimai
Título del original francés:
Les erreurs de la liberté
© 1989, by Société d'édition Les Belles Lettres, Paris

Traducción: Alberto L. Bixio


Diseño de cubierta: Gustavo Macri
Composición tipográfica: Estudio Acuatro

Primera edición, Barcelona, 1990

Derechos para todas las ediciones en castellano

© by Editorial Gedisa S. A.
Muntaner, 460, entio., 1'
Tel. 201 6000
08006 - Barcelona, España

ISBN: 84-7432-397-5
Depósito legal: B. 1.081 - 1991

Impreso en España
Printed in Spain
Impreso en Romanyà/Valls, S.A.
Verdaguer I - 08786 Capellades (Barcelona)

Queda prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio de impre­


sión, en forma idéntica, extractada o modificada, en castellano o cualquier otro
idioma.
"Cuando mediante el señuelo
de la libertad se ha logrado se­
ducir a las muchedumbres, éstas
son arrastradas a ciegas apenas
oyen tan sólo su nombre. ”

Bossu ET
Indice

Introducción .............................................................................. 11

1. L a “lib e rta s ” r e p u b l i c a n a ...................................... 19

2. L os c o m b a te s d e la l i b e r t a d ......................................... 49

3. La lib e rta d s a c r a liz a d a .................................................... 79

4. La c o n q u is ta h e r o i c a ........................... »......................... 113

5. L a lib e rta d b a jo lo s C é s a r e s ......................................... 147

O rientaciones bibliográficas .............................................. 175

Indice temático ......................................................................... 179


Introducción

Nadie d u d a de que la palabra libertad sea u n a de las m ás o s­


cu ras que existan. Esto no ofrecería inconveniente m ayor si al pro­
pio tiempo no fuera u n o de los vocablos m á s conm ovedores y m ás
peligrosos que se conocen. La libertad, que se concibe com ún­
m ente como u n a fuente de espontaneidad y vida, como la m ani­
festación m ism a de la vida, se revela en la experiencia como algo
inseparable de la m uerte.
N inguna form a de vida, en efecto, es espontaneidad p ura. D es­
de m uy tem prano se n o s impone la sensación de los limites que
nos encierran por to d a s partes: lím ites de n u estro cuerpo, limites
debidos a las cosas que nos resisten y con las cu ales hay que u s a r
de astucia, lím ites que resu ltan de la presencia de los d em ás en
todas las edades de n u e stra existencia. Pero si. m ediante el
pensam iento, suprim im os todos esos obstáculos, se h ace eviden­
te que al m ism o tiem po suprim im os las razones que tenem os p a ­
ra o b rar y p a ra afirm ar n u e stra libertad, se hace evidente que to ­
da vida es u n a lu ch a y que el obstáculo es todo aquello que nos p er­
m ite existir, aquello que n o s hace co b rar conciencia de n u e stra vo­
lu n tad al resistirse a nosotros. Sólo hay libertad ab so lu ta en u n a
soledad ab so lu ta y. finalm ente, en la m uerte.
Guizot aseg u rab a, en su H istoria d e la civilización en Europa.
que el m undo antiguo h ab ía ignorado el sentim iento de la libertad
en su “estado puro". G uizot entendía por esta expresión “el placer
de sentirse hom bre, el sentim iento de la personalidad, de la esp o n ­
taneidad h u m a n a en s u libre desarrollo". Un sentim iento, decía,
que no existía en tre los b árb aro s o. como los llam aba Guizot, los
“salvajes". Gulzot hacia esta afirm ación en la época del rom anti­
cism o y apoyándose en R ousseau. C h ateau b rian d y... Tácito. Di­
cha afirm ación no responde a n in g u n a verdad histórica. D espués
de Guizot, sabem os, gracias a los esfuerzos de los etnólogos, que
las sociedades de los pueblos "salvajes" son tam b ién las m á s so ­
m etidas: a creencias sofocantes, a ritos, a co stu m b res estrictas.

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a la tiran ía de u n Jefe o de u n grupo. E sas sociedades dependen
tam bién m uy estrecham ente de las condiciones m ateriales de su
vida, siem pre am enazada por las fuerzas n atu ra les. E n realidad,
no hay servidum bre m á s com pleta que la de los “salvajes”, a u n
cu ando el hom bre civilizado tenga la ilusión de que llevan u n a vi­
d a libre. La libertad de que gozam os nosotros m ism os se olvida y
se p a sa p o r alto como el aire que respiram os.
Uno de los caracteres esenciales de la s civilizaciones antiguas
e s el h ab er liberado casi totalm ente a los hom bres de las tiran ías
de la naturaleza: prim ero, en la edad neolítica con la invención y
el perfeccionam iento de la agricultura, luego al establecerlos en
ciudades que eran inseparables de u n suelo sagrado. E n esas ciu­
dades los hom bres te n ían la seguridad de p e rd u ra r y la s funcio­
n e s sociales esta b a n suficientem ente diferenciadas p a ra que c a ­
d a u n o pudiera disponer p o r lo m en o s de u n a p arte de s u tiempo
y de s u s fuerzas p a ra utilizarlos a s u gusto. La ciu d ad an tig u a in ­
ventó el “ocio”, que e s u n a form a de la libertad personal. E n Gre­
cia nace la civilización del ágora, donde apareció el diálogo libre;
tam bién está allí la civilización del teatro, en la que el espectácu­
lo ‘polariza” la atención y la sensibilidad de q uien lo escucha y lo
contem pla y borra por u n tiem po las oposiciones, los conflictos, en
que chocan las libertades personales. Tam bién se d a allí la civili­
zación del discurso, en la que el aprem io ejercido p o r el hom bre h á ­
bil en el u so de la p alab ra culm ina en la aquiescencia del audito­
rio. E n Roma, con alg u n as variantes, se en co n trará e sta m ism a
“conciliación" de las libertades “espontáneas" y del o tiu m —es de­
cir, la posibilidad de disponer del espíritu y del cuerpo a volun­
tad — que será u n a de las co n q u istas de que p odrán enorgullecer­
se los rom anos a ju s to título.
De m a n era que no es exacto, com o lo afirm aba Guizot, que só­
lo la libertad política h abía preocupado siem pre a las civilizacio­
n es antiguas. E stas conocieron tam bién la libertad de ser: el
respeto de las personas, de su seguridad, el derecho de propiedad,
el derecho de fu n d ar u n a familia y de perpetuarla... lo cual segu­
ram ente no dejaba de a ca rre ar limitaciones. E sas libertades fu n ­
dam entales eran independientes del régimen político en vigor, m o­
narquía, oligarquía, dem ocracia o tiranía. D ichas libertades e sta ­
b a n vinculadas con la condición social de las p erso n as y definidas
de m anera esencialm ente negativa por el hecho de no se r uno es­
clavo. Aquí se en cu en tra la separación fundam ental en tre las dos
categorías de seres h u m an o s que constituyen la sociedad antigua.
Los “ciudadanos", los “hom bres libres" pueden o no particip ar en

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el gobierno de la ciudad. No por esto so n m enos ‘libres’ y sólo en
virtud de u n a m etáfora abusiva h a b rá de decirse q u e los súbditos
de u n rey son s u s ‘esclavos”. La “tiran ía”, e n el sentido m oderno
del térm ino, sólo com ienza a p a rtir del m om ento e n que el rey in ­
te n te violentar la s conciencias.
La antigüedad tam b ién conoció Intentos de e s ta índole. Los
p o etas trágicos griegos fueron sensibles a este problem a. Veremos
que la tragedia ática, con Esquilo en el Prometeo o en la Orestia-
d a y con Sófocles en s u Antigona, llevó ese problem a a la escena.
Los poetas y los filósofos reivindican el derecho a la rebelión c u a n ­
do dos m orales e s tá n en conflicto, pero ese derecho no tiene el fin
de oponer u n a p erso n a a otra; la p erso n a se b orra y cede el lugar
a u n a n o im a a b stra c ta . C uando rinde los honores fú n eb res a su
herm ano. A ntigona n o lo h ace p a ra glorificarse ella m ism a, sino
p a ra obedecer a los dioses. ¿Existe, p u es, u n a libertad de la obe­
diencia? Sí, siem pre q u e esa obediencia sea razonada, querida, si
es sum isión a lo que n o s sobrepasa. Y tam bién é sta es u n a con­
q u ista del espíritu antiguo. Los dioses p articip ab an entonces en
la vida de la ciudad. E n tre ellos y la com unidad h ay u n intercam ­
bio de servicios; a los sacrificios ofrecidos por los h om bres en los
a ltares responde la protección divina. Pero la oración no tiene co­
m o única finalidad ob ten er esta o aquella ventaja; es u n acto de
reconocim iento de la s potencias que aseg u ran el orden del m u n ­
do. h acen el futuro m enos incierto; la oración es p u e s u n a com u­
nión con lo divino. El hom bre griego "que obedece” al oráculo, lo
hace interrogándose sobre lo que el dios quiso decir. T rata de po­
n e r en arm onía su acción con lo que cree com prender del m en sa­
je que le com unicó la pitonisa o el sacerdote. Ese m ensaje es os­
curo. el hom bre puede escoger entre varias interpretaciones. El
dios le ha dejado ese espacio a su libertad.
Lo que es cierto e n el caso de Grecia y de s u s oráculos am bi­
guos no lo es m enos e n el caso de Roma y de los auspicios y p re­
sagios. Aquí tam poco los dioses obligan a h acer u n a determ inada
cosa. Sim plem ente m u e stra n la dirección y no im ponen nada. A
las conciencias les corresponde elegir. Y é sta s decidirán seg ú n s u s
luces. La religión no abolió la razón. Lo que cad a cu al entiende re­
presenta la diferencia que hay entre urja voluntad conform e con
el orden universaly o tra voluntad que se rebela co n tra él. Pero u n a
y la otra son igualm ente ‘libres”.
E sta com plejidad de la libertad, en la s sociedades y en los es­
p íritus antiguos, y el contenido diferente del concepto según los si­
glos h a n sido con frecuencia pasados p o r alto y no faltan ignoran­

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cias y anacronism os en la aplicación que los m odernos hicieron de
él. C uando los revolucionarios de 1789 invocaban los com bates
sostenidos e n Roma "por la libertad” —la expulsión de los reyes o
el asesinato de César—, lo h acían ateniéndose a s u s recuerdos del
colegio, es decir, a u n a lectura su m arla de los textos antiguos. Pe­
ro no ib an m á s allá de eso. Por lo dem ás, no h a b ría n podido h a ­
cerlo. Los conocim ientos que se te n ía n entonces del pensam ien­
to antiguo no e ra n m uy precisos, pero la historia, sobre todo si uno
sólo la entrevé, es m uy com placiente co n las Ideologías y alim en­
ta las pasiones. N unca el nom bre de B ruto fue m á s frecuentem en­
te citado que en los peores m om entos de la Revolución Francesa.
Era u n nom bre que tenía la ventaja de designar a la vez al asesi­
no de C ésar —ese “tirano"— y al prim er cónsul elegido en Roma,
aquel que casi cinco siglos an tes de los Idus de m arzo del año 44
había hecho expulsar a los reyes. C uando se pro n u n ciab a ese
nom bre, n u n c a era claro a quién se refería. La realidad histórica
se esfum aba en la bru m a del símbolo.
Verdad es que el vocablo libertad se en cu en tra en todas p a r­
tes en el m undo antiguo: libertas en Roma; ‘Ελευθερία en Grecia.
Aparece en m iles de p asajes de au to res antiguos. E n nom bre de
la libertad los atenienses com baten en M aratón; por la libertad los
hoplitas p restaro n ju ram en to y se com prom etieron a m orir an tes
que a vivir como “esclavos", a u n cu an d o , como verem os, se tra ta ­
ra de u n a “esclavitud” p u ram en te sim bólica. T am bién la libertad
invocaron B ruto y Casio, los principales co njurados de los id u s de
m arzo en el año 44 a. de C. cu an d o ap u ñ alaro n a César. Pero, ¿se
tratab a de la m ism a libertad en todos los caso s?
Lo que reclam aban los aten ien ses am enazados p o r los p ersas
de Darío era el derecho de que gozaba u n pequeño grupo (los “hom ­
bres-libres”) a deliberar en la asam blea sobre los a su n to s del e s­
tado, el derecho a so rtear a los m agistrados a fin de que cada cu al
tuviera p o r tu rn o u n a p arte del poder, lo cu al significaba tam bién
la negativa a volver a la época de los “tiran o s”, a la época de Pisis­
trato y de Hipias, por próspera que hu b iera sido la ciudad bajo el
reinado de esto s hom bres. No se tra ta b a aq u í de esclavos n i de s u
“libertad".
E n Roma, cu an d o fueron expulsados los reyes, la idea que se
tenia de la libertad no era m uy diferente. Tam bién e n Roma h ab ía
esclavos que estab a n integrados (m ás directam ente, según p are­
ce. que en el m undo griego) en los g ru p o s fam iliares que co n stitu í­
a n el arm azón de la com unidad. Desde este p u n to de vista su de­
pendencia no difería m ucho de la q u e p esab a sobre los m iem bros

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“libres” de la fa m ilia, las esp o sas y s u s hijos. E n la Roma arcaica,
las m ujeres no son m ás independientes que en Grecia. Ju ríd ic a ­
m en te las m ujeres so n etern am en te “m enores de ed ad ’ y están so ­
m etid as a la autoridad del “p ad re’ , jefe de la familia. E sto signifi­
c a q u e s u s relaciones co n el resto de la ciudad se establecen p o r
interm edio del padre, especialm ente an te la ley. E sta situación
d u ra rá m uy largo tiem po y fue m en ester g ran ingeniosidad p o r
p arte de los ju ris ta s p ara im aginar artificios apropiados a fin de
d ism in u ir y finalm ente b o rra r e sa s cadenas. A fines de la repúbli­
c a llegó u n día e n que las m u jeres ro m an as pudieron disponer en
la p ráctica de s u s propios bienes, gracias a la com placencia de u n
tu to r q u e ellas m ism as elegían: y h a s ta tuvieron la posibilidad de
“rep u d iar” a su m arido y. seg ú n la s p alab ras de Séneca, alg u n as
d e ellas co n tab an los a ñ o s no p o r el nom bre de los cónsules, (si­
n o p o r el de s u s sucesivos m aridos! No olvidemos tam poco que
o tra s m ujeres que no p ertenecían a fam ilias de vieja cepa ten ían
la posibilidad de ren u n ciar, p o r sim ple declaración an te el pretor,
a s u condición de “m a tro n as’ y de vivir a s u gusto co n quien se les
an to jara. La sujeción a que e s ta b a n som etidas las “m atro n as’ te ­
nía el fin de m a n ten er la p u reza de la sangre, de a se g u ra r la con­
tin u id ad auténtica del linaje. E sa era la condición p a ra que s u s hi-
jo s fuesen liben, u n a p alab ra que definía al propio tiem po la p u ­
reza del origen y su condición de p erso n as libres. La obligación que
pesaba sobre su m adre era la condición de esa libertad.
Si la sujeción juríd ica de la m u jer tendió a d ism inuir y por fin
a d esaparecer en el m undo rom ano, lo m ism o ocurrió con la con­
dición de los esclavos que por cierto se verificó m ás lentam ente pe­
ro de m an era irresistible. Tam bién en esto la com unidad ro m an a
se m ostró m á s liberal que la ciudad griega, ta n to a c a u s a de la vie­
ja ideología de la fa m ü ia como a c a u s a de circu n stan cias políticas
nuevas: la form ación de u n im perio con vocación universal, en el
que el “derecho de gen tes’ ten d ía a cu b rir y eclipsar el derecho de
los ciudadanos, el “derecho de los quirites", elaborado en la épo­
ca e n que el pueblo rom ano debía oponerse todavía a otros p u e ­
blos y velar celosam ente p o r la conservación de su se r propio, es
decir, por salvaguardar s u “libertad", otro nom bre dado a su p er­
sonalidad. E sta progresiva desaparición de las b arreras que se p a ­
ra b a n la libertad y la esclavitud y que se com prueba a fines de la
república es quizá la m ayor de las co n q u istas de Roma, u n a con­
q u ista en la que no hu b o derram am iento de sangre y que se p ro ­
dujo gradualm ente, de generación e n generación, h a s ta la d esa­
parición com pleta de la esclavitud, retra sa d a por las necesidades

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de la econom ía, pero p rep arad a p a ra sucesivas dulcificaciones,
especialm ente d u ra n te el reinado d e Ju stin ia n o .
E n cu an to a la “libertad’ de los ciudadanos, se consolidó ella
tam bién cada vez m á s sólidam ente a l tra n sc u rrir los siglos. Rei­
vindicación política a fines de la república, sólo h ab ia dejado b u e ­
n o s recuerdos. Pero parecía inseparable de la violencia y de la s a n ­
gre. de la g u erra civil, de la s expoliaciones, de la s revoluciones pro­
d ucidas en las ciudades, de las conjuraciones con desprecio de la s
leyes h u m a n a s y divinas. H abían sido necesarios prolongados e s­
fuerzos para establecer u n régim en que hiciera olvidar e sa laig a
serie de m ales. Y A ugusto lo logró. F u e h onrado a sem ejanza de u n
dios y n u n c a m á s se retom ó a la época de la libertas.
E sto en modo alguno significa q u e el imperio h u b iera q u ed a­
do reducido a la esclavitud. Veremos e n virtud de q u é conciliacio­
nes el orden rom ano y la libertad term inaron por arm onizar. Se s a ­
be que el imperio no estuvo apoyado n u n c a en u n g ran nú m ero de
legiones, que eran sim ples fuerzas de policía a n te s que u n verda­
dero ejército, p u e sta s en las m anos de los gobernadores. Las ciu ­
dades de las provincias eran ‘libres’ e n el seno de la “paz rom a­
n a ” que n u n ca fue san g rien ta n i tiránica.
La libertad es u n concepto (o u n sueño) m ultiform e. S i segui­
m os en la antigüedad (y no nos proponem os so b rep asar aquí los
limites del m undo antiguo) los m ean d ro s de s u h isto ria no pode­
m os dejar de p en sar e n Ulises que fue de p aís en p aís, de erro r en
error entre los pueblos m á s diversos que poco a poco le com uni­
caron la sabiduría. La libertad, ¿ h a sen tad o cabeza e n el cu rso de
ese ‘errar”? Así n os h a parecido. La idea que el hom bre se h a for­
jad o de ella cam bió de siglo en siglo. Se le reconoce la libertad in ­
terior al esclavo, libertad que p rep ara s u libertad ju ríd ica, la s víc­
tim as del ‘tirano* atestig u an la dignidad h u m an a; la libertad cí­
vica se apoya en leyes cad a vez m á s precisas, ta n to que del ‘tiem ­
po de los romanos* su b siste la im agen de u n m u n d o e n el que la
ley se im pone a la violencia. E n Ravena. los m osaicos de S a n Ví­
tale conservan ese testim onio h a s ta n u e stro s días.
E n aquel m undo apaciguado, los filósofos en señ an ‘librem en­
te* que los hom bres p u ed en alcanzar la libertad p racticando las
“virtudes” que son pro p ias de s u n atu raleza. Los estoicos, cuya in ­
fluencia llegó a s u apogeo d u ran te el reinado de Marco Aurelio,
m o strab an que sólo e ra ilusión todo lo que la opinión estim ab a o
creía vinculado con la libertad. Lo q u e n o s co n traría y n o s hiere no
e s n i debe se r m á s que el medio de co n q u istar la verdadera liber­
tad. la libertad que e stá en arm onía con la voluntad de los dioses.

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No som os libres n i de vivir n i de venir al m undo, n i de m orir o de
no m orir. Pero tenem os la libertad de acep tar la m uerte. Una vez
m ás. es en la m uerte y por ella como se realiza n u e stra libertad.
Así h ab lab a y escribía el em perador Marco Aurelio en el libro de
s u s Pensam ientos.

17
1

La “libertas" republicana

De m anera que, el 15 de m arzo del año 44 a. de C., B ruto, Ca­


sio y s u s amigos conjurados p ara d a r m u erte a C ésar asesinaron
brutalm ente en el Cam po de M arte a quien h ab ía extendido el im ­
perio de Roma h a s ta los lim ites del m undo, desde los bordes del
océano occidental h a s ta las orillas del O riente, en adelante paci­
ficado. Y los conjurados hacían aquello porque, seg ú n decían,
querían devolver a Roma la libertad.
¿No recordaban acaso que cinco añ o s an tes, a principios de
enero del año 48. ese m ism o C ésar había cruzado los límites de su
provincia que abarcab a las G alias y el Ilirico, que a la cabeza de
su ejército había cruzado el célebre Rubicón y se h ab íá colocado
en estado de insurrección porque tam bién él apelaba a la libertad?
Un asesinato, u n a guerra civil co n stitu ían u n b alan ce bien pe­
sado.
A orillas del Rubicón, C ésar había declarado solem nem ente
ante los soldados de la legión xiii (todos ciu d ad an o s, como lo eran
los legionarios, y por consiguiente directam ente interesados en el
m antenim iento de la libertad cívica) que salía de la legalidad p a ­
ra im pedir que el senado se opusiera por la fuerza al ejercicio del
derecho de veto que ten ían los tribunos. Ese derecho de veto, s u ­
prim ido d u ran te algunos añ o s por la dictad u ra de Sila y restab le­
cido después, era considerado generalm ente como el último b a ­
luarte de la libertad. H abía sido instituido en el m ism o m om ento
en que se instituyó el colegio de los trib u n o s del pueblo d u ran te
el prim er siglo de la república y daba a los trib u n o s el poder de opo­
nerse a todo acto de u n m agistrado que les p areciera arbitrario.
Ahora bien, ocurría que en aquel año. d u ran te las prim eras sesio­
nes del senado los cónsules, enemigos de César, h ab ían in ten ta­
do llam arlo a Roma para poner fin a su m ando con la esperanza
de acusarlo por actos ilegales que no podrían dejarse de descubrir,
m ediando ciertas argucias Jurídicas, en la adm inistración de s u s
provincias. Los trib u n o s h ab ían opuesto su veto. La mayoría del

19
senado h ab ía decidido h ace r caso om iso de ello, lo cu al era de u n a
dudosa legalidad. Los trib u n o s, e n lu g a r de entab lar u n a b atalla
ju ríd ica que seguram ente h ab ría n perdido (ya fuera que realm en­
te tem ieran alguna violencia, y a fu era que h u b ieran querido s u ­
m in istrar a C ésar u n pretexto p a ra que acudiera a salv ar la ‘‘li­
bertad" y asi im poner s u voluntad al senado) aban d o n aro n a Ro­
m a y fueron a refugiarse en el cam pam ento del vencedor de las G a­
llas.
Los soldados de la legión xhi, cu an d o hubieron oído el d iscu r­
so de su jefe lo aclam aron y sin vacilar lo siguieron a la gu erra ci­
vil. La c a u sa de C ésar les parecía evidentem ente excelente. La p a ­
labra libertad h abía m ostrado su h ab itu al eficacia.
En varias ocasiones esta tesis fue recordada por C ésar a s u s
adversarlos. Por ejemplo, cuando en la ciudad de Corfinio, s itu a ­
da en el corazón de los A peninos. C ésar asediaba al m u y noble y
muy obstinado Domicio Enobarbo, que m an d ab a uno de los ejér­
citos del senado, le decía a Comelio Léntulo S pinther que había
ido a negociar con él la rendición de la plaza:
'que nunca habla salido de su provincia para hacer mal a quien quie­
ra que fuere, sino para defenderse contra las afrentas de sus enemi­
gos, para restablecer en la dignidad que era la suya a los tribunos de
la plebe, expulsados de la ciudad a causa de ese asunto, y para de­
volver la libertad al pueblo romano oprimido por una facción de unos
pocos".
De m anera que el mism o hom bre y por u n a m ism a acción
—que era tom ar el poder por la fuerza— podía apelar a la libertad
e iba a ser m uerto por u n grupo de hom bres que ¡lo acu sab a n de
haber arrebatado la libertad a los ciudadanos!
Tal vez pueda pen sarse que (como se h a dicho tam bién de Ci­
cerón) C ésar hablaba y escribía como abogado m uy hábil, que s u s
declaraciones h ech as al comienzo de la g uerra civil no eran m ás
que pretextos p ara encubrir s u s v erdaderas intenciones; o ta m ­
bién podría pensarse que, posteriorm ente y cualquiera que haya
sido su prim era intención, C ésar se h abía dejado a rra s tra r con el
ejercicio de la soberanía de hecho a considerarse como u n m o n ar­
ca y había renunciado a restitu ir al "pueblo" (pero, en realidad, ¿a
quién?) la dirección del Estado. Podrían encontrarse argum entos
tanto en favor de u n a tesis como de la otra. No puede negarse que
en la práctica César, u n a vez dictador, ten d rá en s u s m anos todos
los poderes, que decidirá como am o soberano todos los negocios,
desde la reform a del calendarlo h a s ta las relaciones con los p u e­
blos extranjeros, la com posición de los tribunales, la sucesión de

20
los có n su les y de los d em ás m agistrados. No co n su ltab a n i al s e ­
nado n i a la s asam bleas tradicionales (los com itia centuriata, los
com itia tributa). No puede n eg arse entonces que la libertad, si se
entiende por esta p alab ra la participación efectiva de los ciu d ad a­
nos e n cu alq u ier forma p a ra decidir cu estio n es im portantes, h a ­
bia sido confiscada por C ésar. De su e rte que u n a vez m ás y como
por obra de u n a fatalidad ineluctable se h ab ia Instaurado u n a ti­
ranía en nom bre de la libertad. Un hom bre se h ab ía convertido en
“la ley viviente" y había nacido u n régim en m onárquico.
Todo esto aparece claram ente en las c a rta s de Cicerón escri­
ta s d u ra n te los últim os m eses del añ o 45 y principios del año 44.
La “tira n ía ” de u n a facción (la que am enazaba a C ésar a principios
del año 49 y tendía a privarlo de s u posición dentro del E stado en
contra de toda equidad) habia sido reem plazada p o r la arb itrarie­
dad de u n solo hombre. Poco im porta que no se condujera como
u n tiran o (en el sentido en que los m odernos entienden este té r­
mino), poco im porta que se m o stra ra ju sto . clem ente, hábil, gene­
roso. A sistido por algunos am igos sólo él decidíay eso b a sta b a p a ­
ra que se lo condenara. Era p u e s cierto que C ésar h ab ia luchado
por la libertad (es decir, por el funcionam iento tradicional de la s
instituciones del Estado) y al m ism o tiem po la h ab ía en realidad
suprim ido. Pero, ¿se tra ta b a verdaderam ente de la m ism a liber­
tad?
Al com ienzo de la g u erra civil, lo q u e estab a en ju eg o era el de­
recho de los trib u n o s a p aralizar la acción de u n m agistrado o de
u n cuerpo político (en ese caso el senado): u n solo hom bre, u n tri­
buno de la plebe se arrogaba p u e s (¡con to d a legalidad sin em bar­
go!) u n po d er que a nosotros nos puede p arecer exorbitante y con­
tradictorio. el poder de bloquear el funcionam iento de las in stitu ­
ciones en virtud de las cu ales el trib u n o afirm aba s u derecho. Los
dos trib u n o s que defendían a C ésar e n el añ o 49. Marco Antonio
y Q. Casio, se com portaban com o m o n arcas y probablem ente se
los podía a c u s a r tam bién a ellos de tiranía. E n realidad, existía
u n a especie de tiranía de los trib u n o s que se h abia ejercido fre­
cuentem ente en el pasado y h ab ia conducido a situaciones revo­
lucionarias. E n la época de C ésar, todos los sen ad o res recordaban
ejem plos célebres. En prim er lugar el ejemplo de Tiberio y de C a­
yo G raco (los Gracos) que h ab ían in teñ tad o tam bién ellos p e rtu r­
b a r las instituciones tradicionales y hab ían violentado su funcio­
nam iento p ara aseg u rar el éxito de s u política. Los dos h ab ían p e­
recido e n nom bre de la libertad a la que ap elab an y a la que ta m ­
bién a p elab an s u s adversarios. Luego actu aro n Livio D ruso. S a-

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tu m ln o y G lausias, trib u n o s cu y as funciones resu ltaro n fu n estas
p a ra la república, y siem pre en nom bre de la libertad los episodios
estuvieron acom pañados de m atanzas.
Por to d a s e sta s razones era m u y difícil decidir si César, a l ini­
ciar la g u erra civil, com batía por la libertad o co n tra la libertad.
¿C onsistía é sta en reconocer a u n solo m agistrado poderes ta n
am plios como los que p retendían los trib u n o s o en h acer de m a·
ñera que u n a asam blea legalm ente establecida hiciera caso omi­
so de ellos si juzgaba que así lo exigía el in terés del Estado? No h a ­
bía p u e s u n a sola libertad; h abía dos: aquella a la que apelaba Cé­
sa r y aquella a la que apelaban s u s adversarios. Sem ejante con­
flicto sólo podía encon trar su solución en la violencia que. dando
la victoria a u n a parte, h aría desaparecer a la otra.
Tal vez el problem a podría h ab erse resuelto m ediante leyes
propuestas, por ejemplo, por u n có n su l y ad o p tad as por los comi­
tia centuriata, según la regla. Pero la situación era de tal gravedad
que nadie pudo encarar esa solución, las p asiones de am bas p a r­
tes no lo perm itieron. Aquí el pueblo y el senado ya h ab ían perdi­
do su ‘‘libertad’', es decir, la posibilidad de decidir otra cosa. Y no
la h ab ían recuperado cu an d o el poder de C ésar (su “libertad’’ re­
conquistada) pareció insoportable a algunos. De nuevo fue la vio­
lencia la que decidió. La m uerte de C ésar fue decidida por los con­
ju ra d o s p a ra que le fuera devuelto al senado el poder de decisión
que le h ab ían negado los trib u n o s del añ o 49. U na vez desapare­
cido César, ese poder fue restituido al m ism o senado, cuyo m iem ­
bro m ás em inente era entonces el ex có n su l Cicerón. ¿Se había por
fin recuperado la libertad?
Nada de eso. E n su testam ento político (la célebre inscripción
de Ancira), A ugusto, al resu m ir s u s actos, com ienza diciendo asi:
“A la edad de veinte años reuní un ejército por mi propia inicia­
tiva y a mi costa, y gracias a ese ejército devolvi la libertad al Estado
oprimido por la tiranía de una facción’’.
La “facción” tiránica es tam bién e s ta vez el senado al que el jo ­
ven Octavio (el futuro Augusto) com enzó sirviendo, pero al que
bien pronto obligó, m ediante la s aim as, a conferirle poderes extra­
ordinarios que Octavio com partió con los enem igos de la víspera,
Marco A ntonio y el escurridizo Lépido. No n o s asom brem os de que
el testam en to de A ugusto repita casi p alab ra por p alab ra las de­
claraciones de s u tío abuelo y p ad re adoptivo pro n u n ciad as al co­
m ienzo de la guerra civil. Lo que re su lta m á s sorprendente e s el h e ­
cho de q ue la s p alab ras de aquel testam en to so n u n eco de las que
pronunció Cicerón en el tercer d iscu rso co n tra Antonio (la Terce­

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ra Filípica) y en alab an za de Octavio e n la época en q u e todavía am ­
b o s ten ían a A ntonio com o enem igo com ún:
'C. César (es decir, Octavio, según el nombre que le habfa dado
su adopción por César), siendo aún un hombrejoveny sin que siquie­
ra nosotros se lo pidiéramos ni lo pensáramos, reunió un ejército y
gastó sin cuento su patrimonio...*.
Y Cicerón co n tin u ab a afirm ando que el joven C ésar, Octavio,
h abía “liberado" el E stado de ese flagelo que era entonces A nto­
nio... desde luego an te s de aliarse con él, ¡y siem pre e n interés de
la libertad!
Era inevitable que al te rm in ar esta larga serie de esfuerzos p a ­
ra "restablecer" u n a libertad que cad a vez se ju zg ab a am enazada,
la libertad del E stado te rm in ara por desaparecer. ¿Q uién podría
pretender que la libertad se h u b ie ra recuperado cu an d o se asesi­
nó a C ésar? ¿Cómo no com probar que esa palabra, repetida de ge­
neración en generación, h a b ía term inado p o r v aciarse de todo
contenido preciso, que sólo h ab lab a a la sensibilidad de quienes
la oían, au n q u e conservaba la fuerza y em puje irresistibles —e
irracionales— q ue le conocem os a trav és de los siglos?
D urante la revolución q u e siguió a la tom a del poder por p a r­
te de los triunviros —M arco Antonio. Octavio, Lépido—, la idea de
libertad, o por lo m enos su nom bre, fue evocada frecuentem ente,
como nos lo confirm a la inscripción de Ancira. Allí A ugusto n o s
asegura que devolvió la libertad al pueblo rom ano y. seg ú n vere­
mos, su acción en el im perio resu ltó positiva, pero en el interior de
Roma y en lo inm ediato, ¿ a q uién fue restitu id a esa libertad? No
a los ciudadanos de la s asam bleas, p u esto que el m ism o príncipe
u n a vez que quedó establecido el nuevo régim en hacia valer en las
elecciones todo su peso y e n realidad rep artía la s m a g istratu ra s a
su gusto. Tam poco al sen ad o cuyos m iem bros eran precisam en­
te los m ism os hom bres llevados a las m a g istratu ra s p o r A ugusto,
hom bres que reconocían p o r eso m ism o la em inente “m ajestad"
del príncipe. El pueblo llega a s e r entonces u n a en tid ad m al defi­
n ida. p u es e n principio e s “libre" pero sin que esa libertad llegue
a concretarse de m a n era precisa.
Pero, en realidad, el d eb ate no gira alrededor de las institucio­
n e s políticas, y el térm ino “libertad" n o debe en g añ am o s. Según
la m á s antigua tradición ro m an a que n u n c a se interrum pió d es­
de la época de los reyes, la libertad e s independiente de la form a
de constitución q ue rige el Estado: e s el nom bre que se le d a al h e ­
cho de que en ese E stado e s tá garan tizad a la condición ju ríd ica de

23
cada uno. el hecho de que u n a persona sea ciu d ad an a y todo lo de­
m ás. esto es. que pued a poseer bienes que nadie p u ed a d isp u ta r­
le n i quitarle, red actar u n testam en to y que su cuerpo esté prote­
gido de la violencia. E n sí m ism a y reducida asi a lo esencial, es­
ta libertad es u n a realidad tangible, cotidiana, la cu al aseg u ra que
un o n o se rá castigado con u n a p en a corporal n i encarcelado sin
juicio, q ue no se lo co n d en ará a p ag ar u n a m u lta y q u e u n a s e n ­
tencia cualquiera que sea é s ta sólo p u ed e se r p ronunciada por u n
trib u n al regularm ente constituido y com puesto de ciudadanos
que poseen los m ism os derechos que el acusado. S er libre e n e sa s
condiciones significa de m an era negativa no se r esclavo. El escla­
vo. en efecto, es la cosa de s u am o. n o posee ni bienes n i familia,
no dispone de su cuerpo. E n cam bio, el ciudadano tiene el dere­
cho de poseer bienes m uebles e inm uebles, dirige a u n a familia so­
bre la cual tiene plena au toridad y de la cu al es responsable a n ­
te los dem ás ciudadanos; tam bién es el ad m in istrad o r del p atri­
m onio que le legó su padre y que él tiene el deber de tran sm itir a
s u s propios descendientes. El ciudadano es esencialm ente u n a
“entidad de derecho", y su libertad consiste en la circu n stan cia de
que dicha entidad es “intocable". ¡Todo lo que tienda a su p rim ir­
la o a m utilarla es u n crim en co n tra la libertad!
Pero lo cierto es que esa libertad n o se extiende directam ente
a todos los otros m iem bros de la familia. Veremos en virtud de qué
principio ello e s así y cu áles so n la s consecuencias de este e sta ­
do de derecho. A decir verdad, ciu d ad an o “libre" sólo es el Jefe de
u n a JamÜia: ésta (dejando de lado a los esclavos) sólo e s libre glo­
balm ente y a través de su jefe. Los hijos se llam an liber t lo cual sig­
nifica probablem ente que po r su nacim iento integran la fa m ü ia y
que de derecho poseen u n a libertad análoga a la de s u s padres
d entro del m arco del Estado. Por esa razón u n aten tad o contra el
grupo fam iliar es u n aten tad o co n tra la libertad. Asi lo m u estra
claram ente la historia de la revolución del añ o 509 a. de C. c u a n ­
do losT arquinos fueron expulsados de Roma y asi quedó abolida
la m onarquía.
E n aquel año. u n pariente del rey h ab ia ab u sad o del honor de
u n a m ujer. El Joven T arquino h ab ia violado a Lucrecia, esposa de
u no de s u s prim os al que la tradición llam a T arquinio Egerio Co­
llatino. Crim en contra la joven m ujer que no h ab ia querido sobre­
vivir a s u deshonor por m á s q u e sólo h u b iera cedido a la violen­
cia. Sobre ese hecho, los historiadores rom anos posteriores cons­
truyeron toda u na novela sentim ental. Nos dicen que la triste
su erte de la esposa virtuosa conmovió al pueblo que concibió ho­

24
rro r por el rey y s u s p arie n tes y que a Instigación d e Ju n io B ruto
los proscribió p a ra siem pre. E n el m ism o m om ento se hizo el J u ­
ram ento de no to lerar n u n c a que h u b iera u n rey e n Roma. Else J u ­
ram ento de execración se observaba todavía en Rom a cinco siglos
d esp u és y n u n c a fue olvidado. E se Juram ento contribuyó podero­
sam ente a encender la cólera p o p u lar contra C ésar, cuando M ar­
co Antonio en las fiestas lupercales del año 45 le ofreció pública­
m ente la diadem a, insignia de los reyes. E sta reacción ap asio n a­
da, irreflexiva, obligó a A ugusto a inventar u n a form a política n u e ­
va y a in sta u ra r el principado. Lo cu al fue p ara la libertad y s u s h is ­
toria u n hecho de g ran im portancia.
Sin em bargo, lo que provocó la revolución no fue la m uerte de
Lucrecia en sí m ism a. El pueblo se sublevó, no p a ra vengarla p er­
sonalm ente. El crim en com etido por el Joven T arqulno era m ucho
m ás grave. E ra u n aten tad o contra el derecho y ten ía valor ejem­
plar pues el joven libertino con su acto había p u esto en u n a fam i­
lia la m an ch a indeleble del adulterio, había roto la continuidad del
linaje, interrum pido la sucesión de los an tep asad o s. Había a ta c a ­
do el ser m ism o de esa gens, había atacado su libertad al su sc i­
ta r u n a descendencia incierta, de la cual no se podía sab er si p er­
p etu ab a realm ente (ante los ojos de los dioses y de los hom bres)
a los padres que se h ab ían sucedido de generación e n generación.
Poco im portaba sa b e r si de la violación m ism a n acería o no u n b a s ­
tardo. Las consecuencias eran m ucho m á s graves: lo q u e conti­
n u a b a siendo spurius era el hijo que podría en g en d rar en el fu tu ­
ro el padre legitimo, porque su m adre ya no sería n u n c a “pura":
ese hijo no podría ocu p ar su lu g ar en la linea familiar.
Por irracionales que p u ed an p arecem o s sem ejan tes creen ­
cias, no por eso dejaban de se r otros ta n to s dogm as adm itidos p o r
todos en la Roma arcaica y n u n c a desaparecieron com pletam en­
te. El acto de la procreación, au n q u e quedara estéril, m arcab a a
la m ujer que lo h abía sufrido. Ponía en ella el sello indeleble del
hom bre que la había poseído; y esa m arca quedaba in scrita en s u
sangre. D urante toda la historia de Roma siem pre se tuvo u n re s ­
peto m uy p articu lar por la esposa univira, aquella q u e n u n ca h a ­
bía conocido m ás que a u n m arido y que no se h ab ía vuelto a c a ­
s a r habiendo enviudado o habiéndose divorciado. S u s hijos y ella
m ism a gozaban de privilegios religiosos. Nunca fue p u esta en te ­
la de juicio la san tid ad de u n a pareja unida que n i siquiera la
m uerte podía separar.
Al violar a Lucrecia. el joven Tarquino había com etido p u es u n
crim en contra el “derecho", co n tra la condición legal de u n a faml-

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lia an te los dioses y los hom bres, u n crim en reconocido p o r todos;
con ese acto h ab ía pecado co n tra u n o de los principios m á s sagra­
d os sobre los q ue reposaba el Estado: la con tin u id ad del grupo fa­
miliar. Si el joven T arquino pudo hacerlo, dijeron los rom anos, fue
porque se h ab ía aprovechado de u n poder que e n aquellas cir­
c u n sta n c ia s se h a b ía enderezado co n tra ese derecho. De e sa m a ­
n era se h ab la dado la p ru eb a de que la m o n arq u ía —al perm itir
q ue u n hom bre, el rey, y peor a ú n . u n m iem bro de s u casa p a sa ­
ra por alto la ley com ún— era incom patible con la libertas y que
la realeza contradecía lo que era entonces u n a de las reglas fu n ­
dam entales no escritas de la sociedad: la conservación de la iden­
tidad de la s gentes.
La violación de Lucrecia (que h ay a ocurrido verdaderam ente
o no) puede considerarse como u n m ito que ilu stra la idea de liber­
tad, tal com o é sta existía en la Roma del siglo vi a. de C.. idea que
n ad a ten ia que ver con el gobierno del pueblo por el pueblo. Segu­
ram ente n o se debe a u n aza r el hecho de que u n m edio siglo des­
p u é s de la expulsión de los Tarquinos. u n episodio b a sta n te p a ­
recido precipitó u n a crisis política que p u so al pueblo co n tra la “ti­
ra n ía ' de los decenviros. u n colegio de diez m agistrados, provis­
to s de plenos poderes a quienes se les h ab ía encargado redactar
el código de la s leyes, h a s ta entonces n o escritas. E sta vez la víc­
tim a se llam aba Virginia. E ra la hija de u n cen tu rió n . Virginio, que
estab a e n el ejército y h ab ía debido d ejar a su hija e n Roma. E n su
ausencia, u n o de los decenviros, u n m iem bro de la g en s Claudia
(conocida por su altivez aristocrática y s u desprecio por los plebe­
yos), se enam oró de la joven Virginia a quien h ab ía visto en el Fo­
ro. P ara satisfacer s u deseo, la hizo reclam ar p o r u n o de s u s liber­
to s pretendiendo que la m u ch ach a era s u esclava y se h ab ía fuga­
do. Como él m ism o debía se r el ju ez e n aquel a su n to , la decisión
era segura. Virginia sería llevada por la fuerza a la casa de Apio
Claudio y padecería s u s violencias.
M ientras tanto, el padre, Virginio, a quien u n o s parientes y
amigos h ab ían prevenido, regresó a Roma a toda p risa y se p resen ­
tó ante el trib u n al del decenviro. Este se negó a esc u c h a r s u que­
ja y como Virginia iba a se r entregada al ju ez enam orado, su p a­
dre tomó u n cuchillo del m o strad o r de u n carnicero vecino y con
él dio m uerte a la joven. Lo m ism o que en el caso de Lucrecia, la
pureza de la sangre se m an lñ esta como el valor suprem o que hay
que conservar a to d a costa au n q u e cu este la vida. Sabem os cómo
el pueblo, Indignado por la conducta del decenviro, se sublevó y
suprim ió aquella m ag istratu ra de excepción que h ab ía perm itido

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a u n o de s u s m iem bros com eter u n delito co n tra la libertad. Una
vez m á s encontram os el terrible dilem a: ¡libertad o m uerte!
E n el “m ito” de Virginia asi com o en el de Lucrecia no se tr a ­
ta ciertam ente de libertad política, de q u e el pueblo m ism o deci­
d a e n g ran d es opciones. Lo que aq u í e n tra en ju e g o e s la estru c­
tu ra m ism a del E stado. A quí se tra ta de sa b e r si e s a e stru ctu ra
co n tin u ará existiendo siendo ella m ism a —esto es, la libertas— o
si perecerá u n a vez abolido el principio que la fu n d a
La am enaza co n tra la libertas puede proceder del poder de u n
hom bre o de u n a ‘‘casa", com o ocurrió e n 509. o de la arb itrarie­
d ad de u n m agistrado que ob ra com o h a b ría podido hacerlo u n rey
(y. e n realidad. Apio C laudio fue acu sad o de regnum) o por fin de
u n a facción, de u n grupo de presión que se eleva por encim a de los
dem ás ciudadanos, se arroga u n a au to rid ad p articu lar y. por di­
versos m edios, ejerce u n a influencia decisiva e n la s asam b leas
donde el conjunto de los ciu d ad an o s debe form ular u n juicio. Ese
juicio no e s de ord en político sino que es Judicial. Y aq u í está un o
de los privilegios de la libertas, ilu strad o por otro m ito, a u n m á s
célebre y m á s significativo que los de Lucrecia y de Virginia; la h is­
toria del Joven Horacio, asesino de su herm ana. La ley. en casti­
go de ese crim en, lo d estin ab a a perecer, pero Horacio fue absuel-
to por la asam blea de los ciu d ad an o s co n stitu id a com oj urado. Po­
co im porta que sea legendario o n o este episodio q u e la tradición
s itú a e n el siglo vin a. de C. El episodio es an te todo simbólico y nos
inform a acerca de la m an era en que los historiadores rom anos,
seis siglos después, se rep resen tab an la e stru c tu ra d e la sociedad
arcaica e n la c u a l veían la prefiguración de s u propio siglo.
El Joven Horacio y s u s d o s h erm an o s fueron los cam peones de
Roma co n tra los C u ria d o s que eran los cam peones de Alba. La vic­
toria de u n o s u otros debía aseg u rar a s u p atria la su p rem acía so­
bre la p atria del adversario. E sta e s u n a situación q u e puede p a ­
recer ex tra ñ a —u n invento de cará cter folclórico, dicen a m enudo
los m odernos— pero m u c h o s hechos la confirm an. E n el antiguo
Laclo, entrevem os la existencia de g ru p o s de com batientes perte­
necientes a u n a m ism a g en s o a u n a m ism a familia. E s a si como
podem os in terp retar, p o r ejemplo, la inscripción de S atricum , re­
cientem ente descubierta, que m enciona u n a dedicatoria al dios
M arte h ech a p o r los "com pañeros” (sociales) de u n ta l Publlo Va­
lerio. quien puede h a b e r sido el célebre cónsul. M enos hipotética
e s la historia de los Fablos. todos m iem bros de u n a m ism a g ens,
que partieron p ara com batir al enem igo y perecieron todos e n el
Crem ero. E s seguro q u e la Roma de aquella época e s tá concebl-

27
da en la m em oria colectiva como u n a organización b a sa d a en una
e stru ctu ra gentilicia. La ciudad es entonces esencialm ente u n
conjunto de gentes, de grupos h u m an o s que tienen u n m ism o a n ­
tepasado, que tienen s u s dioses y s u s cultos propios y a veces son
llevados a ac tu a r de m an era autónom a. Todo perm ite creer que la
“leyenda" de H orado y de los C u ria d o s es m enos inverosímil de lo
que se ha dicho y que. en su desarrollo, ella encubre u n a realidad
histórica. Es asim ism o u n a leyenda ejem plar que da testim onio de
u n m om ento en que la ciudad se soldó al d arse u n a dim ensión j u ­
rídica nueva tan to en relación con las gen tes como en relación con
s u s reyes.
E s conocida la estratagem a de que se valló el joven Horacio p a ­
ra obtener la victoria. S u s dos h erm anos hab ían sido m u erto s en
su com bate contra los tre s C u riad o s, quienes a su vez h ab ían que­
dado heridos en el prim er encuentro; Horacio dividió las fuerzas
de s u s adversarlos al incitarlos a perseguirlo y luego volviéndose
por vez los fue m atando u n o a uno. Verdad es que aquí se recono­
ce u n tem a folclórico el cu al m u estra bien que la h isto ria no es el
relato de u n hecho real, pero lo cierto es que esa h isto ria fue ela­
borada con u n a intención bien definida y no h a de considerárse­
la u n a anécdota gratuita.
Horacio vencedor regresa p u e s a Roma y en el cam ino se en ­
cu en tra con su h erm an a Cam ila que llora a s u prom etido, u n o de
los C uriados. Indignado, Horacio le d a m uerte. Ese e s u n crim en
particularm ente grave; el asesin ato de u n m iem bro de s u propio
grupo se considera como u n a traición co n tra el E stado.
E n ese m om ento la situación ju ríd ica es clara. Como Horacio
tiene todavía a s u padre, depende de éste. C orresponde que su ac­
to sea prim ero juzgado e n el trib u n al de la familia e n el q u e el p a ­
dre es soberano. El anciano Horacio, si b ien llora a s u h ija y a s u s
dos hijos, se niega a co n d en ar al único hijo que le q u ed a, ya por
te rn u ra n a tu ra l que siente p o r él. ya p a ra salvar lo q u e su b siste
a ú n de su raza, ya tal vez porque le parece ju s to que s u hija, in­
fiel a la p atria en el fondo de su corazón, hay a pagado el precio de
su traición. Pero absuelto por el trib u n al familiar, Horacio debe
tam bién co n tar con la jurisdicción del rey que castiga los acto s de
alta traición, y en ese caso no puede dejar de s u s titu ir la ju risd ic­
ción del padre desfalleciente p o r la su y a propia. Al rey no le que­
d a m á s rem edio que aplicar la ley. No hacerlo sería u n acto arb i­
trarlo de s u parte. E sa ley sólo contem pla el hecho m aterial y no
prevé n in g u n a circun stan cia aten u an te . El castigo sólo p u ed e ser
la m uerte infligida en condiciones atroces: u n a tu n d a de palos y

28
luego la decapitación co n h ach a. Y y a los lictores del rey (que so n
s u s agentes de ejecución) se apoderan del joven y le a ta n las m a­
no s cuando u n a Inspiración ilum ina el espíritu de Horacio que ex­
clam a: “Apelo a m is conciudadanos". Esto creab a u n a situación
ju ríd ica nueva, s in ejem plo h a s ta entonces. Acceder a la apelación
significaba adm itir que la m o lesta s—es decir, la superioridad j u ­
rídica— dejaba de corresponder al rey e n ese caso p a ra p a s a r a
m an o s del pueblo. A sí se m o strab a u n a resq u eb rajad u ra en el po­
der m onárquico. Pero h ab ía algo m ás: no sólo la m o lesta s del p u e­
blo era reconocida resp ecto del rey. sino q u e tam b ién lo era res­
pecto de las leyes a la s que los reyes m ism os d eb ían obedecer. El
pueblo era soberano y a él le correspondía fijar la p en a o absolver
al culpable. El pueblo, poniendo en la b alan za la m ag n itu d del cri­
m en y la del servicio p restad o al E stado p o r Horacio y teniendo en
cu e n ta tam bién (y quizá sobre todo) el hecho de q u e el joven Ho­
racio pertenecía a la g e n s Horatia, u n a de la s m á s an tig u as y glo­
riosas y que iba a perecer, pronunció la absolución y se contentó
con obligar a Horacio a purificarse religiosam ente, e s decir, a p a ­
s a r bajo el “yugo’ sim bólico que lo devolvía a la com unidad pací­
fica. El pueblo había decidido con toda independencia, había afir­
m ado s u propia “libertad" al tiempo que la del hom bre al que h a ­
bla juzgado.
N aturalm ente, c u e sta trabajo p e n sa r que el invento de este d e­
recho de apelación al pueblo (el Ju s provocationis) n aciera de esa
m anera y por obra de u n a sú b ita inspiración q u e se creía h a b e r si­
do enviada por los dioses. La idea de u n a dignidad y de u n poder
superiores —la m a iesta s— reconocidos al co n ju n to de los ciuda­
d anos no era realm ente nueva: ya había com enzado a in sin u arse
en los prim eros tiem pos de la ciudad y era el resu ltad o de la s co­
s a s m ism as. El rey. s e r hu m an o , no podía p erd u rar. La ciudad (la
civitas, la com unidad de lo s ciudadanos) era en cam bio p e rd u ra ­
ble. De m anera que era necesario, en v irtud de u n acto definido,
que en cada cam bio de reinado esa com unidad reconociera la a u ­
toridad del rey por m á s q u e en ciertas c irc u n stan cias no lo eligie­
r a directam ente. El po d er del rey en Roma e ra a la vez u n p oder de
hecho y u n poder de derecho, y ta l vez éste se a u n o de los inven­
to s políticos m á s fecun d o s de los rom anos. Conocem os la existen­
cia de u n a “ley c u ria ta” (adoptada por las cu ria s, las asam b leas de
las que en seguida n o s ocuparem os) que confería el poder su p re ­
m o (el imperium). C aída e n d esu so d u ra n te la república, e s ta ley
c u ria ta será retom ada p o r V espasiano q u e h a rá legitim ar asi s u
poder m ediante u n texto q u e hem os conservado.

29
E n teoría, el im perium que se concedía al rey de e sta num era
le d ab a u n poder absoluto sobre los ciudadanos, especialm ente el
derecho de vida y de m uerte. De su erte que el im perium colocaba
a los ciudadanos e n u n a posición de dependencia total y. si se
quiere, de esclavitud respecto del rey. Si el im perium se ejercía en
s u plenitud, suprim ía to d a libertas. El derecho de apelación re s ­
titu ía ésta al poner u n límite a eventuales excesos, si todo depen­
día de la b u en a o m ala voluntad de u n a sola persona.
C uando los reyes fueron expulsados, el Im pertum subsistió,
pero se tom aron precauciones p ara que perdiese p o r lo m enos su
posible carácter tiránico. Se lo confió a m agistrados llam ados pri­
m ero pretores, luego có n su les que ejercían s u s funciones sólo d u ­
ra n te u n año y se altern ab an cad a vez e n cu an to al m anejo de los
negocios. Se esperaba lim itar así los peligros de la arbitrariedad,
prim ero e n la duración, luego por el derecho de veto, q u e en cier­
ta s ocasiones u n o de los có nsules podía oponer al otro. Se imagi­
nó u n a tercera limitación: el im perium sólo se ejercía e n todo s u ri­
gor fuera de la ciu d ad de Roma, fuera de s u recinto sagrado, el po­
merium. u n a faja que lim itaba el territorio, en el interior del cual
eran válidos los auspicios u rb an o s (las re sp u e sta s que d ab an los
dioses a las cuestiones form uladas por el m agistrado y al mismo
tiempo la consagración del poder de éste p o r la aquiescencia de las
divinidades). C uando el m agistrado salía de la ciudad, en u n a
cam paña m ilitar por ejemplo, debía recibir de nuevo los auspicios
y recuperaba entonces en relación con s u s soldados la totalidad
de s u imperium. De e sta m an era la libertas, protegida dentro del
m arco de la vida u rb a n a y garantizada p o r el derecho de apelación
del que podían valerse todos los ciudadanos (que no estab a n en el
ejército), se encontrab a al abrigo de la s am enazas m á s graves.
No ocurría lo m ism o en el ejército donde, como veremos, los
ciudadanos se encontrab an bajo la dependencia ab so lu ta de su je ­
fe. de ese m ism o cónsul cuyo imperium ya no estab a limitado en
el ejército. El soldado, por ciudadano que fuera, ya no era u n
“hom bre libre", en el sentido en que se entendía en to n ces esta ex­
presión. S u jefe podía golpearlo, expulsarlo del cam pam ento, eje­
cutarlo “según el derecho consuetudinario antiguo" (ese derecho
que am enazaba a l joven Horacio con la m uerte). E n el m om ento en
que el ciudadano era designado p a ra enrolarse, p restab a ju r a ­
m ento a s u jefe y ese ju ram en to precisaba que éste ten d ría todos
los derechos sobre el soldado. Se m anifiesta con evidencia que la
estru ctu ra del ejército conservaba la de u n a sociedad en la que to ­
davía no se habia precisado la idea de libertad.

30
Podem os p re g u n ta m o s aq u í cóm o se desarrollaron la s cosas
desde los tiem pos m á s antiguos. Al a n álisis se le m anifiestan al­
g u n o s hechos. Razonablem ente n o se p u ed e d u d a r de que en la
Roma prim itiva el rey no estuviera Investido de u n a autoridad de
cará cter divino y q ue no se lo considerara como el representante,
si no y a directam ente la encam ación, de Jú p ite r, el dios del cie­
lo, el am o de las torm entas, pero tam b ién el poseedor de los d es­
tinos puesto que era él el que d a los ‘auspicios” por medio de los
signos de la s aves q u e le estab a n consagradas; y era tam bién el
am o de los relám pagos, los tru en o s y todos los m eteoros sobre los
que reinaba. Y esto era así desde el origen de u n a sociedad de hom ­
b res q ue h ab lab an u n a lengua que luego h ab ría de se r el latín que
hoy conocem os y que estab a n in stalad o s en las “colinas fatales”.
El J ú p ite r q ue rein a b a en el Capitolio era el m ism o al cu al se le ren ­
dían sacrificios, a n te s de la fundación de Roma, en el m onte La­
tia r (o Albano, al actu al Monte Cavo), la m o n tañ a que dom ina la
región de Alba, u n dios al que los rom anos perm anecieron siem ­
pre fieles. E sto Índica claram ente que lo q u e se llam a el ‘período
etrusco” de Roma (en cuyo tra n sc u rso pudieron o b rar o tras in­
fluencias procedentes de E tru rla y de los p aíses que se extendían
m á s allá del U ber) no creó n i modificó e sta situación prim era. El
Jú p ite r capitolino podía revestirse con u n ropaje etrusco, pero no
por eso dejaba de se r u n dios latino. J ú p ite r es la fuente m ism a del
poder, es el Poder, y la su erte de los h u m an o s depende de él. P ues­
tos bajo su autoridad, los hom bres no so n ‘libres’ , en ninguno de
los sentidos en que entendem os este vocablo, y con toda razón los
m agistrados y sobre todo los jefes que m a n d an los ejércitos se in­
clinan an te J ú p ite r cad a año en el m om ento de s u investidura y
cu ando com ienza la estación de la g u erra. La perfecta sujeción del
soldado a su jefe no hace sino rep ro d u cir este aspecto del orden
del m undo. Las relaciones que existen entre ellos no están exen­
ta s de cierto m isticism o. Se sitú a n m á s allá de las je ra rq u ías h u ­
m a n as y de las instituciones laicas. U n hecho lo m u e stra así; si
bien u n jefe guerrero, u n cónsul o pretor, e stab a investido del im­
perium , s u s soldados norm alm ente no lo llam aban im perator. Só­
lo lo h acían la noche de u n a victoria m ediante la aclam ación, y el
grito de los soldados asu m ía la fuerza y el valor de u n testim onio.
La victoria atestig u ab a por sí m ism a eí favor del dios y la u n an i­
m idad de la aclam ación lo confirm aba: el dios h ab lab a por la voz
de los soldados. E n los herm osos tiem pos de la república, hacía
falta todavía la ratificación del senado p a ra que el titulo fu era ofi­
cialm ente conferido al vencedor, pero é sta era sólo u n a precaución

31
u n poco celosa contra posibles am biciones demagógicas. E n el
imperio, sólo el príncipe (por lo m enos d esp u és de alg u n as vaci­
laciones) ten d rá derecho a ese titulo que le confería u n a de s u s
legitimidades.
De m anera que la dependencia absoluta del ciu d ad an o re s­
pecto del poder se e n cu e n tra en los orígenes m ism os de la ciudad
rom ana. Pero ya m uy pronto se m anifiesta u n a aspiración co n tra­
dictoria: aseg u rar y g aran tizar la independencia personal de los
ciudadanos, por lo m enos de aquellos que a los ojos de los dioses
poseían u n a personalidad propia, es decir, los ‘hom bres libres”
por oposición a los esclavos y ante todo los Jefes de familia. E sta
independencia incum bía a la vida de esos hom bres, n o a s u s a c ­
tos, que estab an som etidos a toda clase de sujeciones, a la s leyes,
a la Jerarquía, al derecho consuetudinario, sobre todo a ese m os
maiorum (la “m anera de proceder" de los antepasados), que domi­
nó toda la historia m oral de Roma. En el interior de la ciudad esos
hom bres eran quirites, u n a palabra que no n o s resu lta del todo
clara, pero que parece designar a los ciudadanos inscriptos en las
curias (las "asam bleas de los hombres"). E sas cu ria s estab an
agrupadas alrededor de u n culto propio y cada u n a com prendía a
varias gentes. Su conjunto form aba los ‘comicios curiatos" cuyo
papel señalam os en la investidura de los reyes. S on s u s m iem bros,
los quirites, los que estab a n llam ados a arreglar negocios de diver­
sa naturaleza, en p articu la r la s adopciones y la legitim ación de los
hijos, que m arcaban el Ingreso de esos recién llegados a la com u­
nidad.
Los quirites ratificaban las decisiones que les e ra n pro p u es­
tas. pero ellos m ism os no to m aban decisiones y p o r ello dejaban
de ser hom bres libres. No esta b a n som etidos al im perium de n in ­
g ún Jefe. aceptaban la s leyes, es decir, reglas cuyo efecto s e s itu a ­
b a en el futuro. Los quirites ten ían como patrono divino al dios
Quirino, quien no era otro que Rómulo convertido en dios, aquel
Rómulo que fundó la ciudad, que unió alrededor del Foro las a l­
d eas dispersas en la s colinas, que distribuyó tie rra s a los Jefes de
familia para establecerlos en ese suelo que se h ab ía hecho sag ra­
do. Quirino (Rómulo pacifico y legislador) era aquel que, de acu er­
do con J ú p lte r (como lo h ab ía m ostrado el prodigio de los doce b u i­
tres que aparecieron e n el m om ento en que Rómulo recibía los
auspicios a n te s de tra z a r los lim ites de s u ciudad), garan tizab a la
estabilidad del cuerpo social, la m en u d a independencia cotidiana,
la duración de la ciud ad y s u cohesión. E sa era la libertad de que
gozaban los quirites.

32
E sto no significaba que e n la Roma arcaica no se hayan e|er·
cido o tra s coacciones. Ya m u y tem p ran o aparecieron las je ra rq u í­
as. U nicam ente los padres, seg ú n y a lo hem os recordado —e s de­
cir. losjefes de familia— poseían to d a s la s prerrogativas de los ciu ­
dadanos; s u s h ijo sy su m ujer, to d o s aquellos y to d a s aquellas que
dependían de esos padres, todos los que esta b a n e n “su m ano" (in
m anu) d ependían de su autoridad. Pero existía ad em ás o tra c a te ­
goría de p erso n as dependiente, los “clientes", que tenían como
“patrón" a u n o de losjefes de familia; este térm ino q u e está form a­
do partiendo de la palabra p a ler d em u estra el p arentesco de los
dos conceptos, s u casi equivalencia. Los "clientes” eran hom bres
libres e n el sentido de que no eran de condición servi] y gozaban
de ciertos derechos que eran com unes con los de todos los ciu d a­
danos. por ejemplo, el derecho de poseer bienes. Pero no podían
prom over n in g u n a acción en la ju stlcia. E n este sentido, se encon­
tra b a n en la m ism a situación que los hijos de familia; ú nicam en­
te su “patrón" (asi como el padre rep resen tab a a s u s hijos) los re ­
presentaba en el tribunal, si se veían envueltos e n alguna c u e s­
tión.
Se nos dice que. en la Roma real y tal vez todavía a com ienzos
de la república, los clientes recibían de su p atró n alguna parcela
de tierra que cultivaban p a ra a ten d er a s u s n ecesidades y las de
su familia y acaso tam bién y p o r lo m enos parcialm ente p ara be­
neficio de ese m ism o patrón, pero eso es b a sta n te incierto. E n la
época clásica, e sta dependencia económ ica h ab ia tom ado otra for­
ma; dicha dependencia e stab a rep resen tad a por la “espórtula” (el
cestillo de alim entos) que to d as las m a ñ a n a s el cliente iba a b u s ­
c a r a la m o rad a de su p atró n cu an d o se p resen ta b a a saludarlo.
Posteriorm ente ese cesto fue reem plazado por alg u n as m onedas,
pero el principio perduró: el cliente era alim entado sim bólicam en­
te por s u patrón. Entre ellos existían lazos m orales, expresados
por esa dependencia m aterial que im plicaba consecuencias p rác­
ticas. Por ejemplo, el p atrón debía asisten cia a su cliente en to d as
las circu n stan cias. Este, en cam bio, te n ía el deb er de re sc a ta r a
su p atró n o a su hijo en el caso de que cayeran prisioneros de gue-
nra. E sta situación de servicios recíprocos im plicaba el concepto
de fid e s , en virtud de la cu al dos perso n as e n tre las cuales habia
desigualdad se reconocían obligaciones m u tu a s. P or ejemplo, u n
guerrero vencido, si se rem itía a la fid e s de s u vencedor, h acién ­
dose s u “suplicante", podía salv ar la vida; en teoría se convertía en
esclavo del otro, pero en la p ráctica se le concedía u n a p arte de su
anterior libertad. El vencido q u ed ab a obligado con el vencedor al

33
tiem po que éste a s u vez se hacia g aran te de la supervivencia de
aquél.
La situación del cliente es análoga a la del vencido a quien el
vencedor recibió in fid e . El p atró n de quien depende se hace re s­
ponsable de él. de la m ism a forma en que el padre se siente re s­
ponsable de los suyos, de su ser. de s u fu tu ro , m á s allá de s u p ro ­
pia existencia (al reconocerse ad m in istrad o r del patrimonio). El
régim en fam iliar fundado en la preem inencia y la responsabilidad
del padre, régim en que parece h ab er existido an tes de la propia
Roma, se encontraba asi extendido, desde el comienzo de la ciu­
dad. a toda u n a parte de la sociedad reu n id a por Rómulo. Los
clientes, lo m ism o que los hijos de familia, e ra n “libres". Esto no
significa que u n o s y otros fu eran independientes y autónom os.
El origen de la clientela, de esa p arte esencial de la sociedad
rom ana, es b astan te oscuro. Pero es posible form ular u n a hipóte­
sis que nos parece ofrecer cierta verosim ilitud. No se puede p en ­
sa r que la clientela haya tenido como origen solo la dependencia
económica. V erdad es que los textos sugieren que los clientes eran
por regla general m enos ricos que s u s p atrones. Las m á s veces se
los llam a “gentecilla", pero esto en u n a época en que las e stru c tu ­
ras sociales h ab ían evolucionado y en que la riqueza era el p rin ­
cipio en que estab a fu n d ad a la jerarq u ía social. E n realidad, cier­
tos indicios m u e stra n que los clientes d eb ían disponer de recu r­
sos propios, como lo Índica la obligación que ten ían de rescatar a
s u p atró n prisionero. M uchos de ellos no te n ían ciertam ente n e ­
cesidad de la espórtula y ya vimos que é sta e ra el símbolo de la f i ­
ches. Nos parece probable que los prim eros “clientes'’ h ay an sido
hom bres exteriores a las familias, acaso com erciantes o m ercade­
res que se instalaron en Roma y a quienes se quiso integrar en
aquella sociedad esencialm ente agrícola de los quirites concedién­
doles u n a parcela de tierra y asignándolos j uridicam ente a u n “p a ­
trón". Si esto ocurrió asi. Roma en s u s prim eros tiem pos se nos
m anifiesta como u n a sociedad form ada por u n a serle de "núcleos"
—es decir la s fam ilias ag ru p ad as alrededor de u n padre— y. en los
intersticios, com o en u n tejido vivo, e s ta b a n los recién llegados
que no h ab ían nacido e n el seno de n in g u n a de e sa s células fami­
liares.
La existencia m aterial de esos “núcleos” e stá atestiguada por
ciertos datos arqueológicos q u e perm itieron discernir e n la m ism a
Roma lo que se h a dado en llam ar u n estad o “preurbano". e s d e­
cir. aldeas sep arad as y establecidas en la s fu tu ra s colinas de la
ciudad y en el Lacio, en la s laderas del m onte Latiar (¡bajo la m i­

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rad a de Júpltert). Las ald eas e ra n an terio res a la ciudad. Se p u e ­
de p e n sa r que en ellas vivían com o ab ejas alrededor de su rein a los
descendientes y los p arien tes de u n padre. C ada aldea ten ia alre­
dedor u n a zona ‘‘n e u tra ’ e n p a rte cultivada, y b ien cabe im aginar
que allí fueron a establecerse p erso n as aislad as sem ejantes a esas
personas ‘al m argen de la ley” de que h ab la la leyenda de R óm u­
lo y que pidieron asilo y se in sta laro n en las vecindades del tem ­
plo de J ú p ite r capitolino.
E sa s p erso n as aislad as, d esarraigadas, no podían q u ed ar sin
u n a condición Jurídica so p en a de q u e se la s considerase com o
hostes, e s decir, a la vez ex tra n jeras y potencialm ente enem igas.
Para in sta larse e n aquel suelo q u e ib a a convertirse e n el de la ciu ­
dad unificada, se colocaban bajo la fieles de los Jefes de familia y
quedaban a s u m erced. Lo cu al les d ab a u n a g aran tía legal (por lo
m enos seg ú n el derecho consuetudinario) y p o r lo ta n to p articip a­
b an e n la libertas propia de las g entes. En virtud de u n a ficción ju -
ridlca se convertían en m iem bros de u n a gens. El p a te rer a s u p a ­
tronus. e s decir, s u “casi padre".
Tal debe de h ab er sido la p rim era organización de Roma en el
m om ento d e s u fundación alrededor de m ediados del siglo vih a.
de n u e s tra era. E sa organización reconocía a todos los m iem bros
de la ciu dad con nacim iento libre (independientem ente de la s de­
sigualdades que hem os señalado) u n derecho igual: el derecho de
existir legalm ente.
En cam bio, la organización política se fundaba en u n a Jerar­
quía estricta, como g aran te del cuerpo urbano, verdadera hipós-
tasis de J ú p ite r, en el vértice de la pirám ide se encontraba el rey.
Luego venían los jefes de clan es —los jefes de familia— con s u do­
ble papel de padres y de p atro n es y alrededor de ellos estab a n los
clientes. E ra esa población heterogénea, m iem bros de g en tes y
clientes, la que estaba ag ru p ad a en las curias, cuya asam blea de­
sem peñaba la parte que hem os señalado y que es la de “testigos",
cuya presencia autentificaba y d ab a validez al acto propuesto. Pe­
ro así como no corresponde a los “testigos" de u n casam iento ele­
g irá la novia o al joven prom etido, no correspondía a los m iem bros
de la asam blea cu rlata la iniciativa de u n a proposición. Sólo c u a n ­
do fue im aginado el derecho de apelación (ilustrado por el “111110“
de Horacio y de los C uriados) esta asam blea adquirió, en m ateria
Judicial, u n poder de decisión y comenzó a desem peñar u n a p a r­
te positiva e n la ciudad. Las decisiones de otro orden, las decisio­
nes propiam ente políticas, se to m aban en otra parte. Y es aquí
donde aparece el papel del senado.

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E n el seno de cad a familia, el p ad re se hacía, e n efecto, a s is ­
tir para ejercer s u auto rid ad p o r u n ‘‘consejo”, form ado por s u s p a ­
rientes próxim os y am igos seguros, e s decir, otros p a ires con los
cuales aquél m antenía vínculos, ya de parentesco (por el c a s a ­
m iento de s u s hijos, etc.), y a de Intereses o de am istad , como s u e ­
le ocurrir entre vecinos e n el cam po.
E sta costum bre de ad m itir consejeros que te n ía n los hom bres
que debían tom ar u n a decisión e s característica de la rom anidad
desde s u s orígenes h a s ta el final; esa costum bre p artía del p rin ­
cipio de que u n hom bre solo puede equivocarse y s e r engañado por
la pasión, p or la Ignorancia, p o r la precipitación. M ás sutilm ente,
dicha costum bre e s u n a precaución co n tra to d a sospecha de a r ­
bitrariedad y. seg ú n verem os, e s a s i como h a b rá de aplicarla A u­
gusto p a ra establecer s u legislación. E sa costum bre se aplicaba
tan to en estado de paz como d u ra n te u n a guerra; el jefe m ilitar c u ­
yo poder sobre s u s hom bres era absoluto, no tom aba n in g u n a de­
cisión im portante sin c o n su ltar a s u s oficiales. Asimismo el p re­
to r que a ctu ab a en el foro pedía la opinión de los asesores que lo
rodeaban.
Ya en la Roma real, el rey ten ía u n consejo que era n atu ra lm e n ­
te el "consejo de los padres", cuyos m iem bros llevaban efectiva­
m ente el nom bre de p a tres, consejo que pronto se convirtió en el
senado (senaíus), porque en principio estab a com puesto por hom ­
bres de edad m ad u ra (senes, de alrededor de cin cu en ta años),
hom bres experim entados y libres ya de los tran sp o rtes de la j uven-
tud. Ese senado primitivo era elegido entre lo sje fes de familia y
posteriorm ente se agregaron otros personajes, los “inscritos"
{conscripta.
Lo m ism o que la asam blea de la s cu rias, el senado d u ran te la
época de los reyes no poseía poder propio, definido p o r leyes o por
alguna form a de constitución. El sen ad o “asistía” al rey. pero no
le im ponía esta o aquella decisión. La decisión correspondía al im­
perium real, era tom ada “con los auspicios* del rey y, por lo ta n ­
to y en definitiva, de conform idad con los dioses. Sin embargo, si
u n a opinión del senado no lim itaba legalmente el poder real, o b ra­
b a em pero de u n a m a n era m á s sutil. C onstituía lo que se llam a­
b a u n a auctoritas, concepto del que a veces n o s c u e sta com pren­
der la verdadera significación.
El procedim iento seguido d u ra n te el período republicano p u e ­
de ay u d am o s a com prenderla. C u an d o u n a cu estió n era som eti­
d a a los p adres, esto s se p ro n u n ciab an m ediante u n voto sobre
u n a proposición precisa form ulada p o r uno de los senadores que

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estab a llam ado a h a b la r en tre los prim eros. E sa proposición, la
sententia, era som etida a votación; si se la aprobaba, la proposi­
ción m ism a no te n ia n in g ú n valor obligatorio, no era u n a ley (Zex),
puesto que no h ab ía sido som etida a consideración de la asam blea
de los ciudadanos. E ra solam ente la opinión de u n grupo, p resti­
gioso por cierto, pero que no podía p reten d er rep resen tar al p u e­
blo. La sen ten tia era una solución posible, probablem ente la m ás
se n sa ta y la m ejor ju stificad a teniendo e n cu en ta que procedía de
los personajes m á s em in en tes de la ciu d ad , de los m á s “p ru d en ­
tes*. A doptada por el senado, se convertía e n u n a auctoritas, y es­
ta palabra expresa el c a rá c te r sagrado que se le reconocía.
A uctoritas pertenece, e n efecto, a to d a u n a familia de vocablos
cuya resonancia e s religiosa. Esto se ve claram ente e n el nom bre
de A u g u stu s que e n el a ñ o 27 a. de C. los sen ad o res dieron a Oc­
tavio vencedor y am o del Estado. El vencedor de A ctium poseía el
poder de hecho. F altab a conferirle u n derecho a ese poder, y eso
e s lo que los sen ad o res quisieron h ace r al llam arlo A ugusto. E n el
centro de este grupo sem ántico se en cu e n tra en efecto el verbo au­
gere que nosotros trad u cim o s torpem ente p o r ‘‘acrecentar, a u ­
m en tar” (y fue ese el sentido profano que term inó p o r ad q u irir en
la época clásica y en su u s o cotidiano) pero que conserva lazos con
lo sagrado. E n el m u n d o n a d a acaece o se desarrolla sin que sea
querido o autorizado p o r los dioses. La fuerza que su sc ita ta n to a
los seres como a los acontecim ientos tiene s u origen e n la s divini­
dades: “Me he visto ‘acrecentado* con u n pequeño", dice Cicerón
al n acer su hijo. ¿Y h ay algo ta n incierto acaso, algo que esté ta n
p u esto en la m ano de lo s dioses com o la venida al m u n d o de u n
niño?
Los presagios p erm iten adivinar la presencia de esa fuerza que
poseen las divinidades gracias a los ‘augurios*, otro vocablo per­
teneciente al m ism o conjunto. C ada m om ento del presente p rep a­
ra el que h ab rá de seguir. U na p alab ra pro n u n ciad a al azar (¡so­
bre todo al azar!) determ in a lo que será el futuro, y esa p alabra
puede se r de b u e n agüero o de m al agúero. Existen creencias que
no h a n desaparecido en teram en te de n u e stra s conciencias ni si­
quiera hoy. T an arraig ad as e stá n en el corazón de los hom bres.
E n la Roma m á s an tig u a, la indagación de los signos, de los a u ­
gurios. era u n a in stitu ció n del Estado.*Había u n colegio de sacer­
dotes. llam ados precisam en te au g u res, q u e poseían los secretos
de la interpretación de ta le s signos. C ada añ o y h a s ta u n a época
ta rd ía en nom bre del pueblo rom ano se recibía solem nem ente lo
que se llam aba el augurium Salutis, el augurio del b u e n estado, de

37
la salud. De esta m an era se esp erab a conocer lo que se p rep ara­
b a p ara el añ o siguiente, aquello que la s divinidades h a ría n “cre­
cer”, e s decir, cobrar ser. E sta cerem onia se p racticab a a u n e n el
imperio.
Llam ar a Octavio A u g u stu s era reconocerle el don de llevar a
feliz térm ino lo que em prendía, el don de ser todo él “de b u e n a u ­
gurio’'. lo cu al equivalía a sacralizarlo, a colocar en s u s m anos
“benditas" esa parte del fu tu ro imprevisible con la cual los e sta ­
dos deben contar.
E n ese mism o sentido y desde la Roma arcaica, u n a auctoritas
del senado constituía u n a p resunción de éxito tocante al proble­
m a propuesto o a la decisión que h abía que tom ar. La auctoritas
ayudaba a h ace r lo m ejor posible la s a p u e sta s sin las cu ales no es
posible n in g ú n gobierno. La sab id u ría h u m a n a debía te n er en
cu en ta la de los dioses.
Bien se com prende que, en esas condiciones y con sem ejan­
te sistem a de pensam iento, la libertad política no se b a sa b a en la
resu ltan te de las voluntades individuales n i en la de los ciu d ad a­
n os ni e n la de los p ad res y n i siquiera en la del rey. Se com pren­
de tam bién que e sa libertad no existía, n o podía existir, p u esto que
las decisiones debían to m arse de conform idad con lo que se cre­
ía sab er o adivinar de las voluntades divinas. Los rom anos se re­
presen tab an a Jú p ite r seg ú n veían las instituciones de la ciudad;
se lo im aginaban como u n rey rodeado tam bién él de asesores, los
dii consentes (los dioses del consejo), que d ab an s u opinión cad a
vez que J ú p ite r debía lan zar el rayo. E n verdad, esos dit consen­
tes debían algo a la religión de los etruscos, pero la institución que
rep resen tab an era bien latin a y de to d as m an eras la im agen que
d ab an era bien rom ana al h ab er sobrevivido tan to tiempo.
E sta visión del m undo que su p o n ían las reglas de la acción po­
lítica plan teab a el problem a de la libertad h u m ana: ¿podía consi­
derarse “libre" a u n rey que se concebía él mism o como el in térp re­
te de J ú p ite r? o ¿podía considerarse libre u n senado cuyas deci­
siones tenían el carácter adivinatorio? E n realidad, el poder n u n ­
ca se ejerció en Roma, ni siquiera d u ran te la república, en medio
de la libertad, si se entiende por este térm ino la autonom ía de u n a
voluntad individual o colectiva que p u ed e escoger e sta o aquella
solución e n virtud de criterios sobre los cu ales solam ente la razón
juzga. E sta es u n a diferencia esencial respecto de la s institucio­
n es de la A tenas dem ocrática, donde la asam blea del pueblo, la
ekklesía, sólo estaba su je ta m uy rem otam ente a la influencia de
los dioses y donde la razón h u m a n a (que era razonable seg ú n se

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pensaba) lo som etía todo a s u crítica. E n Roma, los dioses contro­
la b a n a todos los hom bres que poseían alg ú n poder. A un e n tiem ­
pos d e g u erra, losjefes m ilitares que poseían au to rid ad absoluta
sobre s u s soldados debían interrogar a los dioses. Si no lo h acían
a su m ían u n a terrible responsabilidad. D esdichado aquel que.
cuando las aves sagrad as se negaron a com er lo que se les daba
la s hizo arro jar al m a r diciendo (estas p alab ras h a n sido a m en u ­
do repetidas): “¡Si no quieren com er, que beban!". D espués de eso
nadie se asom bró de que la flota hu b iera quedado aniquilada. Una
generación después, el d esastre del lago TYasimeno fue el precio
que debió pagar Roma por u n a im piedad parecida de que se hizo
culpable otro cónsul. Todo Jefe m ilitar, así como todo m agistrado,
era e n cierto m odo u n sacerdote. Y. según vimos, ese carácter s a ­
grado que se le asignaba era exaltado d esp u és de la victoria por las
aclam aciones de los soldados que lo proclam aban imperator.
C uando en el año 19 d esp u és de Cristo, Tiberio supo que G er­
m ánico había recogido con s u s propias m anos los h u eso s de sol­
d ados de Varo m uerto s en los bosques de T eubuigo, lejos de feli­
citarlo por ese acto de piedad, lo cen su ró porque, decía Tiberio, u n
jefe m ilitar debía g u ard arse de to d a m ancilla religiosa, lo cu al le
Impedía ten er u n contacto cu alq u iera con el m u n d o de los m u er­
tos. El jefe debía perm anecer pu ro para c o n tin u ar siendo el in ter­
m ediario entre s u ejército y los dioses.
A cu alq u ier p arte a que dirijam os la m irada so b re esa Roma a r ­
caica, se n o s m anifiesta que cad a forma de la vida política, tanto
en la paz com o e n la g u erra, está calculada p ara h ace r ap arecer
la voluntad y la acción de los dioses, en o tras p alabras, p ara d es­
cifrar el destino que ag u ard ab a a la ciudad.
Pero aquí se plantea u n a cuestión. Si esa voluntad divina es
conocida, ¿im plica esto que e stá Ajada y d eterm inada de u n a vez
por to d a s? Seria extraño que u n pueblo que atestiguó siem pre t a ­
m a ñ a obstinación por sobrevivir h a s ta en los reveses m á s corridos
se h u b iera contentado con ace p tar u n a fatalidad absoluta. A di­
ferencia de los helenos de la época de Homero, los rom anos p en ­
sa b a n que los dioses disponían de u n libre arbitrio, que era posi­
ble influir en ellos si estab a n encolerizados, h acer a u n lado los
m alos presagios por los cu ales se expresaba esa cólera, “expiarlos"
(expiare). Los augurios eran entonces como la s indicaciones que
ja lo n a n u n cam ino. A nunciaban lo que h ab ría de ocurrir si se
adoptaba e s ta o aquella conducta. Siempre era posible que uno
su sp en d iera s u m arch a si se d ab a cu en ta de que la ru ta lo ex tra­
viaba y siem pre era posible ech ar a a n d a r por otro cam ino. Asi ocu­

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rría con las decisiones consideradas. Si la s victim as d ab an se ñ a ­
les desfavorables cuan d o el m agistrado recibía los auspicios, é s­
te su sp en d ía su acción y recu rría a alg u n a otra de las recetas con­
signadas en los libros de los adivinos y apropiadas p ara m a n te ­
n e r o restablecer b u en as relaciones con los dioses. Este co n ju n ­
to de prescripciones y de ritos hacia de la vida política u n a rte en
el que intervenía a la vez la razón, el cálculo y u n in stin to m á s s u ­
til que únicam ente poseían los hom bres ‘‘hábiles’', aquellos que
h ab ían dado p ru eb as de éxito en s u s em presas, aquellos que e ra n
am ados por los dioses, los hom bres augusti.
E sa era la m anera en que podía gobernarse la ciudad. E n el
plano hu m an o debía gobernársela con sab id u ría y previsión; en el
plano divino debía hacérselo con la m irada constantem ente fija en
las cosas divinas. De m an era que todos los lugares de reunión, la
curia donde se reunía el senado, el com itium , que era la p arte del
foro situ a d a frente a la cu ria, donde los m agistrados d u ran te la re­
pública y donde an tes que ellos sin d u d a el rey se dirigía a los ciu ­
d ad an o s de los comicios cu riato s, todos esos lugares eran tem pla,
lugares inaugurados, es decir, lugares en los que se m an ifestab an
los presagios y en los que se interrogaba a los dioses. La vida po­
lítica se desarrollaba así como u n a su cesión indefinida de in terro ­
gaciones. El voto mism o de u n a asam blea no era m á s que la re s ­
p u esta enviada por las potencias divinas a la pregunta form ula­
da. por ejemplo, la elección de u n hom bre, la aprobación de u n a
ley.
E sta doble actitud, a la vez de sum isión y de astu cia respec­
to de la voluntad divina, hizo que desde m u y tem prano h u b iera en
la ciudad personajes que gozaban de u n a autoridad p articular,
aquellos que en el curso de su vida h ab ían sido “afortunados",
aquellos que hem os llam ado los augusti (¡no sin in cu rrir en algún
abuso de lenguaje!). Se los co n su ltab a preferentem ente, se los ele­
gía si se producía alguna crisis grande, y aquel pueblo aco stu m ­
brado a criar ganado y a seleccionar s u s razas adm itió instintiva­
m ente que esas cualidades de sab id u ría y de éxito obtenido en la
acción se tran sm itían en el seno de las fam ilias de generación en
generación. Se supon ía que el descendiente de u n a c a sa ilustre
había heredado el heroísm o o la habilidad o sencillam ente la
"suerte" de s u s antepasados. E sta concepción se in sertab a con to ­
d a n atu ralidad e n u n sistem a de pensam iento p ara el cu al la cé­
lula social por excelencia era la gens. La g en s poseía, en efecto,
u n a duración que com pensaba la dem asiado breve trayectoria de
u n solo personaje. E ste era continuación de s u s an tep asad o s y

40
s u s descendientes co n tin u ab an a aquellos, de su erte que si uno
de quienes h ab ían llevado el nom bre de u n a determ inada gens
había tenido la su erte de g u s ta r a los dioses, de h allar la m anera
m ás eficaz de granjearse la b u en a voluntad de estos, era m uy
probable que otros de igual nom bre pudiesen h a c e r otro tanto. La
historia de Roma tuvo ejem plos que m u e stran que el nom bre de
u n m agistrado o de u n je fe m ilitar tenía por si m ism o valor de a u ­
gurio. Por ejemplo, el caso de los Escipiones de Africa. De esta m a ­
nera que no era del todo irracional se constituyó u n a aristocracia
b asad a en el m érito y la eficacia m ás que (por lo m enos al princi­
pio) en la riqueza. La igualdad (aequalitas) de los ciu d ad an o s en ­
tre si fue u n ideal que los hechos contradijeron desde m uy tem ­
prano.
Sin em bargo nos equivocaríam os si p en sáram o s que esa igual­
dad de los ciudadano s en tre si desapareció totalm ente. Siem pre
persistió, por lo m enos d u ra n te la república e n la m edida en que
la personalidad del hom bre encargado de u n a m a g istratu ra se bo­
rrab a frente a la función que ejercía. Se sab e que C atón el Censor,
en s u s o b ras históricas, a u n e n la prim era m itad del siglo n a. de
n u e stra era. se ab sten ía de llam ar a los h om bres p o r s u nom bre
y se co n ten tab a con decir “el cónsul" o "el pretor" p a ra designar a
quien había ganado u n a b atalla, llevado a b u e n térm ino u n a n e­
gociación o alcanzado u n triunfo. Pero, a los ojos del pueblo y
cuando se tra ta b a de ac e p ta r o de rechazar u n a can d id atu ra, el
nom bre de u n varón, el nom bre de s u gens, ten ía g ra n im portan­
cia. Ese hom bre, descendiente de personajes ilu stre s era conoci­
do p o r todos y era "noble", nobilis.
De m a n era que sí por derecho todos los ciu d ad an o s ten ían
igualm ente la posibilidad de p reten d er las m a g istratu ra s, si todos
los m agistrados que se su ced ían en u n a m a g istratu ra eran "inter­
cam biables", en la práctica los hechos su cedían de m odo m u y di­
ferente. La tradición que e n el pasado había llevado a varios J u ­
nios o a varios Com elios al consulado, los m éritos antiguos a tri­
buidos a estos nom bres o a otros igualm ente respetad o s y o tras in ­
fluencias diversas lim itaban la libertad de u n a elección que no era
la elección de la indiferencia.
Ese es el cu ad ro que se p u ed e trazar de la libertad en la Roma
arcaica y a com ienzos de la república. La p alab ra libertad tenia en ­
tonces varios sentidos. U nicam ente se resp etab a la libertad de las
p ersonas en s u s cuerpos y p o r pertenecer a la ciudad. Sólo se po­
día a te n ta r contra ella (como n o s lo recuerda el m ito de los H ora­
cios y de los C u n ad o s) m ediante u n juicio e n la asam blea del p u e ­

41
blo, es decir, u n a vez m á s consultando a los dioses, bajo cuya a u ­
toridad se reu n ía esa asam blea y cuya voz era como la de los
dioses. La libertad política ejercida directam ente por sem ejante
asam blea era inconcebible. Si se hu b iera sugerido entonces que
todo ciudadano podía m a n ejar los g ran d es negocios del Estado,
llegar a se r m agistrado suprem o, ciertam ente eso hab ría pareci­
do u n a peligrosa quim era. A diferencia de lo que ocurría en Ate­
n as. las funciones públicas n u n ca se so rtearo n en Roma. Para
asignarlas se tenía en c u e n ta el valor personal, real o presunto.
Los privilegios reconocidos de hecho a las gran d es familias sólo se
aten u aro n gradualm ente, al térm ino de u n a larga evolución y en
u n a época en que los antiguos valores q uedaron a m edias b o rra­
dos y h a s ta pervertidos, au n q u e n u n ca desaparecieron del todo.
A un en los últim os tiem pos de la república hacían falta m éritos
excepcionales p ara que u n “hom bre nuevo" pu diera se r politica­
m ente el igual de quienes descendían de an tep asad o s ilustres.
Tal vez se m e reproche el hecho de que p ara tra z a r este c u a ­
dro de la ciudad arcaica m e hay a valido de textos y de hechos que
se rem ontan a varias épocas diferentes, a veces d ista n tes en v a­
rios siglos. Sin em bargo no se podía proceder de o tra m anera, p u es
sólo poseem os m uy pocas inform aciones directas (o dignas de cré­
dito) sobre la época de los reyes, pero existen ciertas co n stan tes
que aparecen bien atestig u ad as en diferentes m om entos; su m is­
m a perm anencia hace posible u n a extrapolación al pasado m ás
remoto. Es asi como entrevem os, entre el siglo vin y m ediados del
siglo vi de n u e s tra era. la existencia de u n a sociedad ya aristocrá­
tica en la cual la je ra rq u ía no parece h ab er estado b asad a en la
fortuna, sino que vem os u n a com unidad de “iguales", en la que es­
ta igualdad teórica estab a e n contradicción con la desigualdad de
las familias. E sta com unidad estab a regida p o r obligaciones reli­
giosas. La reputación de piedad que te n ían los antiguos rom anos
—piedad por los dioses, p o r los p ad res y an tep asad o s, el respeto
de la fid e s — no era seguram ente inm erecida. La piedad de los ro­
m anos era el fundam ento m ism o de su vida social, el “cem ento” de
la ciudad.
Pero a p artir del siglo vi (a m ediados de ese siglo), actuaron
otros factores a m edida que se acen tu ab a la riqueza. La población
de Roma se hizo m ás num erosa. El desarrollo del com ercio con las
tierras etru sca s y las ciu d ad es del bajo Laclo (cuya im portancia
nos h a n revelado los arqueólogos), donde se hacia se n tir la in­
fluencia de las colonias griegas de la M agna Grecia, de C um as y
de Nápoles. hizo aparecer o tra s form as de riqueza diferentes de la

42
posesión de tierras. La tradicional e stru c tu ra p atriarcal, vincula­
da con la propiedad ru ral (estru ctu ra que p erd u ra rá a u n d u ra n ­
te num erosos siglos, m ien tras se exigió que los senadores poseye­
ra n tierras en Italia), se en co n trab a am enazada, lo cu al m uy pro­
bablem ente provocó ese “endurecim iento" de la aristocracia g en ­
tilicia que com probam os d u ra n te los prim eros a ñ o s de la repúbli­
ca y que. a u n d esp u és de las co n q u istas políticas de la plebe, acen ­
tú a las desigualdades en tre los ciudadanos.
La g ra n m utación económ ica y social se m anifestó en virtud
del establecim iento de u n a constitución b asad a en la desigualdad
social y las diferencias de fortuna. E sa constitución, atribuida al
rey Servio Tulio y establecida en la segunda m itad del siglo vi a. de
C., repartía los ciudadan o s en v arias clases seg ú n la cu an tía de su
fo rtuna (el cens). Se tratab a entonces de organizar u n tipo de ejér­
cito "moderno", análogo al de las ciudades griegas, en el que el p a ­
pel principal correspondía a los hoplitas. u n sistem a m ás eficaz
que el tradicional "reclutam iento" y m ejor ad ap tad o p a ra la s po­
sibles lu c h as co n tra los pueblos de Italia central, in stru id o s por el
ejemplo de las colonias griegas con las que aquellos m an ten ían re­
laciones. Es significativo el hecho de que e sta transform ación de
la com unidad ro m an a en u n a sociedad m ilitar, en la que to d as las
clases esta ría n definidas e n función de su p arte e n el ejército, se
haya realizado según criterios censuales. Los ciu d ad an o s m á s ri­
cos debían com prar y m a n ten er a su costa u n caballo. E sa era la
categoría de los equües (caballeros). Los que seg u ían d esp u és por
su fortuna debían pro cu rarse u n arm am ento pesado, ofensivo y
defensivo. Los m á s pobres se co n ten tab an con u n arm am ento li­
viano. esencialm ente ofensivo (picas, etc.). E sta constitución s u ­
pone. pues, que en la Roma de entonces existían im portantes de­
sigualdades de fortuna y. lo que es de g ran im portancia, dicha
constitución tuvo el efecto de que la an tig u a asam b lea cu riata, c a ­
racterística de la sociedad arcaica, quedó su p la n ta d a p o r u n a
asam blea llam ada "centuriata", porque la un id ad táctica, la c en ­
tu ria (que com prendía en principio a cien hom bres) servia de m a r­
co p a ra la votación de los ciudadanos.
E n adelante fue en la asam blea cen tu riata donde se ejerció (y
esto se prolongó h a s ta el imperio) la "libertad política", es decir, la
elección de los m agistrados (después d é la caíd a de los reyes). d o n ­
de se votaban la s leyes y se ejercía el poder judicial. Pero to d as las
cen tu rias, rep artid as en clases cen su ales no te n ían en realidad el
m ism o poder devoto. La influencia decisiva correspondía a los ciu ­
d ad an o s de las c en tu rias form adas por los hom bres m á s ricos. La

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antigua jerarquía, en la que los m iem bros de las g en tes m á s ‘no­
bles" y m á s prestigiosas poseían u n a auctoritas m ayor, h ab ía de­
ja d o parcialm ente el lu g ar a otra je ra rq u ía en la que la riqueza era
el factor determ inante. E n realidad, e s ta s dos je ra rq u ías se su p e r­
ponían en la m edida e n que los ciu d ad an o s m á s ricos e ra n los je ­
fes de los clanes m ás num erosos, hom bres rodeados de u n a
clientela ab u n d an te, que no h ab ían perdido n ad a de s u influen­
cia con la nueva organización. Los ciudadanos m á s hum ildes no
habían ganado nada. Su libertad política no se reflejaba e n la
práctica.
Con todo, no tardó en hacerse sen tir otra consecuencia de e s­
ta m utación "económica". M ientras que los ciudadanos m á s ricos
m antenían su posición de holgura o h a sta la acrecentaban, los
m ás pobres se hacían cada día m á s m iserables. Obligados, como
todos los m iem bros de la com unidad, a servir en el ejército, eran
incapaces de dedicar a s u s a su n to s el tiem po y los cuidados n e ­
cesarios. Y esto era cierto sobre todo e n el caso de los m á s n u m e­
rosos, los cam pesinos, que debía a b an d o n a r s u s cam pos d u ra n ­
te la prim avera y el verano, en el m om ento en el que los trab ajo s
ru rales eran m ás urgentes. A hora bien, esos cam pesinos y s u s fa­
m ilias no podían sobrevivir si cada arlo no recogían su cosecha.
Sin eso les era necesario pedir dinero en préstam o. Al cabo de al­
g ún tiempo su situación no tuvo salida. Les fue necesario vender
las tierras, los pocos bienes que poseían y Analmente entregarse
ellos m ism os a s u acreedor del cu al llegaron a se r los n ex t u n té r­
m ino que im plicaba que p a sa b a n al servicio del acreedor y e s ta ­
b an obligados a trab a jar p ara él. Esto no los hacia legalm ente e s­
clavos pues en principio co n tin u ab an siendo “libres", sólo que de­
pendían de otro.
E sta evolución tendía evidentem ente a au m e n ta r las desigual­
dades entre los ciudadanos. Y lo peor era que h a s ta el concepto
mism o de patria perdia su sentido p ara todos aquellos que ya no
poseían nada propio, y lo mism o ocurría con la idea de libertad. Asi
comenzó a m anifestarse u n sentim iento: ¿se puede todavía h ab lar
de hom bres libres cuan d o en realidad esos hom bres dependen de
u n am o? El problem a de la s d eu d as ponía e n peligro la existencia
de Roma. Tito Livio, al referir los acontecim ientos (que en p arte re ­
construía en la m edida en que podía conocerlos) que en el año 495
a. de C. fueron provocados por esta situación, hace decir a u n o de
los personajes que se esforzaban por en co n trar u n a solución a la
crisis:

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‘Habia que devolver a cada cual la libertad, antes de darle armas, pa­
ra que combatieran por su patria, por sus conciudadanos, y no por
un amo*.

E ra m uy cierto que, a u n ateniéndose a la an tig u a definición de


la libertas—lag aran tia de la persona J uridica de cad a individuo—, el
estado a que se veían reducidos los deu d o res insolventes equiva­
lía a privarlos de la libertad y a reducirlos a la esclavitud. Si a esos
hom bres se les d ab an arm as, ¿p o r qué h a b ría n de u sarlas? Ex­
tran jero s en s u propia p atria, ¿q u é te n ía n que defendei?
Nacía asi u n a idea llam ada a te n e r u n a larga descendencia. La
sujeción de u n núm ero dem asiado g rande de los m iem bros de u n a
com unidad destruye esa com unidad. E n el añ o 134 a. de C.. Ti­
berio G raco h u b o de b lan d ir esta am en aza a n te los senadores. Y
ciertam ente no era u n a am enaza vana.
M uchos siglos después. La Bruyère escribía, aportando cier­
tos m atices a las p alab ras im aginadas por Tito Livio: ‘No hay p a ­
tria en el despotism o; otras co sas la reem plazan, el interés, la glo­
ria. el servicio del principe”. Y, en la Enciclopedia, el caballero de
J a c o u rt se h a rá eco de e sta s p alab ras, pero e sta vez sin m atiz al­
guno al vincular de u n a m an era indisoluble libertad y p atria y al
m encionar como testigos, de u n a m a n era por lo dem ás b astan te
vaga, a los griegos y a los rom anos: “No hay en m odo alguno p a ­
tria bajo el yugo del despotismo".
D espués de Tito Livio, el empleo que se h a hecho de esta fór­
m ula e n el “siglo de la ilustración" p a ra cim entar u n a ideología
m uy ajena a la ciudad antigua puede considerarse como uno de
los “errores" de la libertad en el cu rso de los siglos. ¿Q uién podría
asim ilar, en efecto, los dom ini antiguos, am os de esclavos, o los
acreedores de los next a los soberanos de E uropa contem poráneos
de La Bruyère y de los enciclopedistas?
P ara poner fin a la intolerable situ ació n de los next, la plebe se
sublevó y se separó a fin de co n stitu irse en u n E stado indepen­
diente. Se retiró al Monte Aventino (otra tradición dice que se re­
tiró al Monte Sagrado, al norte de Roma). Aquello no fue u n a g u e­
rra civil; se nos dice que todo no p asó de gritos y clam ores, sin vio­
lencia. Los sen ad o res (los m iem bros de aquella aristocracia que
pesab a tan to sobre los ciu d ad an o s de m enores recursos) encarga­
ron que restableciera la concordia a Menemio Agripa, u n hom bre
particularm ente sabio, u n simple p articu lar. Parece que Agripa se
valió del célebre apólogo de los “m iem bros y del estómago" que re­
fería la rebelión de los prim eros co n tra este últim o, s u negativa a

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servirlo y las consecuencias que esa actitu d en trañ ab a. Se n o s di­
ce que ese razonam iento Impresionó m u ch o a los espíritus, a u n
cuando en realidad no se aplicaba exactam ente a la situación de­
batida. Pero es raro que los discursos de los hábiles políticos v a­
yan al fondo de las cosas.
Sea ello lo que fuera, los plebeyos q uedaron seducidos, calm a­
dos, y resolvieron reg resar a la ciudad. E sta quedaba a salvo por
lo m enos d u ran te algún tiempo. Se to m aro n entonces m edidas
m ás prácticas p a ra proteger a los pobres co n tra los m anejos de los
ricos, y fue en ese m om ento cuando se crearo n los tribunos de la
plebe. E sta institución de m agistrados “intocables”, que poseían
el poder de precipitar con s u s propias m an o s desde lo alto de la ro­
ca Tarpeya a los ciudad an o s que in ten tab an resistirse por la fuer­
za, fue considerada en adelante como uno de los pilares, o, comó
lo dice tam bién Tito Livio, u n o de los dos “baluartes" de la liber­
tad: el otro era el Ju s provocationis, el derecho de apelación al p u e­
blo. heredado de la realeza.
Las prerrogativas reconocidas a los trib u n o s m o strab an h a s ­
ta qué pun to la vida política rom ana estab a im pugnada de re­
ligión. Los tribunos eran personajes “sagrados”, colocados bajo la
protección de los dioses. Ante todo la protección de Ceres, la diosa
de la plebe, la terrible divinidad del m undo su b terrán eo y al m is­
mo tiempo la divinidad que crea y n u tre a los hom bres.
Llevados por el relato de los acontecim ientos que desgarraron
la com unidad rom ana u n o s quince añ o s d esp u és del fin de la re ­
aleza. hem os debido em plear el térm ino “plebe", u n vocablo del
cual es difícil d a r u n a definición precisa. Sólo podem os concebir
a la plebe de u n a m an era negativa, por oposición al “patriciado".
es decir, el conjunto de las fam ilias an tig u as ya integradas en la
ciudad m ucho an tes del año 509. E sta definición del patriciado es
ella m ism a m uy vaga y probablem ente no dé entera cu en ta de la
realidad. Lo que parece m á s probable es que esta división de los
ciudadanos entre patricios y plebeyos (división en potencia m ien­
tra s u n rey estuvo a la cabeza del Estado) asum ió im portancia
cuando se trató de elegir a m agistrados p ara reem plazar al rey. El
advenim iento de la libertad acarreó diferencias m ás m arcad as en
el seno de la república recién nacida, diferencias que no se e s ta ­
blecieron inm ediatam ente. E n efecto, los prim eros có nsules elegi­
dos por los ciudadan o s pertenecían a fam ilias que posteriorm en­
te fueron consideradas u n a s como plebeyas y o tras como p a tri­
cias. Sólo al cabo de varios añ o s el consulado quedó reservado
únicam ente a los patricios. Esto creó evidentem ente u n a desigual­

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dad profunda, puesto que n o todos los ciu d ad an o s podían alcan ­
zar la s m ag istratu ras, al no p articip ar y a de la m ism a condición
jurídica.
E sta desigualdad acarreab a graves restricciones a la libertad.
Vedaba, por ejemplo, los casam ientos “desiguales", entre patricios
y plebeyos, u n a prohibición que parece h a b e r sido m al aceptada;
y según u n a tradición h a sta se produjo a c a u s a de e sta cuestión
u n a seg u n d a secesión de la plebe. Pero lo cierto e s que los p atri­
cios cedieron, la concordia se restableció y la plebe tuvo poco a po­
co los m ism os derechos de los patricios.
E sta serle de luchas, lib rad as por los plebeyos p ara obtener la
m ism a condiciónjurídica que los patricios (especialm ente el acce­
so al consulado) no tuvo como c a u sa s principales reivindicaciones
económ icas o sociales. E n el fondo, se d escu b re que lo que aquí es­
tab a en ju eg o era de orden religioso e incum bía a lo sagrado. Los
patricios fu n d ab an su preem inencia, esto es. s u s derechos, en la
afiim ación de que ellos eran los únicos calificados p a ra co n su ltar
los auspicios, es decir, seg ú n vimos, p ara e n tra r e n com unicación
con la s divinidades, p ara in terp retar la s “señ ales”, lo cu al era
evidentem ente u n a condición necesaria p a ra ejercer u n a m agis­
tratu ra.
Ahora bien, si era cierto que co n su lta r los auspicios, in ­
d ispensables p a ra el ejercicio del tm perium (prerrogativa de los
cónsules y de los pretores, d esp u és de los reyes) con stitu ía u n ac­
to inherente a la religión de Jú p ite r, seguíase de ello que los ple­
beyos. p u esto que no ten ían derecho a los auspicios, no p arti­
cipaban por lo m enos directam ente en dicha religión. Lo que s a ­
bem os sobre los cultos de la plebe confirm a esta inferencia. Los
plebeyos e s ta b a n organizados Jurídica y religiosam ente alrededor
del tem plo situ ad o cerca del Aventino y dedicado a Liber P ater (Ba-
co). a Libera (asim ilada a Proserpina, la divinidad infernal, espo­
sa de Plutón, el dios de los m uertos) y a Ceres, que, como dijimos,
era la protectora de los trib u n o s. Esto sugiere que la ciudad ro ­
m ana surgida de las profu n d as transform aciones que se p ro d u ­
je ro n d u ra n te el siglo vi y d u ran te la prim era m itad del siglo v es­
ta b a dividida religiosam ente en dos m itades; u n a m itad “u ran ia”
vuelta h acia el cielo y la o tra m itad “ptónica" con u n san tu ario
situado fuera del pom erium , e n las p rim eras faldas de ese m onte
Aventino que solo debía q u ed ar dentro del recinto religioso de la
ciudad d u ra n te el reinado del em perador Claudio en el año 49 a.
de C.
E s significativo que el san tu ario (que bien podríam os llam ar

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fédéral a c a u sa de los diversos orígenes de los plebeyos), alrede­
d or del cual se reunía la plebe, se levantara fuera de la zona e n la
que eran válidos los auspicios urbanos.
El Capitolio, en cam bio, donde se elevaba el templo de J ú p i­
ter, era la colina patricia por excelencia. E ra allí donde los reyes
y los m agistrados que poseían el im perium recibían los auspicios
e in au g u rab an el poder. El san tu ario del m onte Aventino y el s a n ­
tuario del Capitolio m a rc ab an de algún modo el foco de u n a m i­
tad de la ciudad, dos m itades que posteriorm ente h ab rían de fu n ­
d ir s u s instituciones y recu p erar la unidad. No se debe a u n azar
m uy probablem ente el hecho de que el día aniversario de la fu n ­
dación del templo de C eres (d ies ñateáis), fijado el 19 de abril, p re­
ceda en dos días al de Roma, celebrado el 21 del m ism o m es. Un
intervalo de dos días es ciertam ente h ab itu al entre dos fiestas vin­
c u lad as entre si. E n el calendarlo litúrgico rom ano, n ad a es for­
tuito.
Parece, pues, que desde fines del siglo vi a m ás ta rd a r, existía
u n a verdadera com unidad plebeya que poseía s u s propias in sti­
tuciones. su asam blea (que luego serán los com itia tributa), s u s
m agistrados (los ediles) y bien pronto los tribunos. C uando la a u ­
toridad de éstos hubo de ejercerse sobre el conjunto de los ciu d a­
d anos a partir del año 493 a. de C.. esta circu n stan cia tuvo efec­
to de abrirles la zona “urania" —y patricia—. la zona en que la li­
bertas estaba garantizada por el derecho. Com préndese asim ism o
que la jurisdicción de los trib u n o s estuviera lim itada a la zona in ­
terior del pomerium: su Jurisdicción no alcanzaba afuera del recin­
to de la ciudad porque allí su b sistía el im perium en toda su ple­
nitud.
De modo que fue asegurando a todos los ciudadanos, plebe­
yos y patricios, que poseerían la "libertad”, esa seguridad que e s­
tab a garantizada por la doble protección de los dioses del cielo y
de los dioses de la tierra ccrmo Roma recuperó la u n id ad p u esta en
tela de juicio d u ran te u n m om ento a cau sa de la desigualdad de
las fortunas, de la diferencia de las tradiciones religiosas y de las
estru c tu ra s familiares. Los herederos de las g entes antiguas, los
clientes que se habían agregado a ellas, m iem bros de o tras gentes
m ás recientem ente integradas y llegadas de la S abinia o de las
m o n tañ as de Italia central, todos term inaron por fundirse en u n a
m ism a ciudadanía que invocaba y exigía la libertas

48
2

Los combates de ta libertad

El principio del segundo libro de Tito Livio, aquel e n que co­


m ienza. dice el autor. “La h isto ria de u n pueblo rom ano en ad elan ­
te libre’, desp u és de la caída de los reyes, p resen ta u n a m edita­
ción sobre la n atu raleza de la libertad. La libertad e s tá definida por
dos criterios: la existencia de dos m agistrados q u e encabezan el
E stado anualm ente y luego el hecho de que el p oder suprem o (im­
perium) procede de la s leyes y no de los hom bres. Bien se com pren­
den la s razones que h ab ían llevado a los “revolucionarlos” del año
509 a dividir así la au to rid ad en tre dos hom bres. A un si alguno de
los dos m agistrados sen tía inclinaciones a m o strarse Uránico, su
tiran ía no podía d u ra r m u ch o tiempo, en ta n to q u e el otro m agis­
trado podía lim itarla en s u s efectos. E n c u an to a la s leyes, é sta s
eran de n aturaleza, seg ú n se p en sab a, capaz de su m in istra re n to­
d a s las circu n stan cias reglas que indicarían la decisión correcta
que había que tom ar.
A decir verdad. Tito Livio no parece ap ro b ar plenam ente este
estado de cosas así descrito. Explica el en tu siasm o de los ro m a­
nos. desp u és de 509 y de la expulsión de los T arqulnos por el co n ­
tra ste que h abia entre el nuevo régim en, en el cu al todos los ciu ­
d ad an o s eran en principio iguales, y el orgullo (superbia) de los
príncipes depuestos, lo cu al indicaba que esta revolución h ab ia si­
do provocada m á s p o r u n a reacción popular (de orden pasional,
por la irritación experim entada frente al desprecio que los prínci­
pes m anifestaban respecto de los dem ás) que por el deseo de p a r­
ticipar efectivam ente en el ejercicio del poder. Pero Tito Livio no
com parte plenam ente los sentim ientos que atribuye a los rom a­
nos de aquellos rem otos tiem pos. R ecordando las agitaciones que
h ab ían m arcado el fin de la república y los peligros que los exce­
sos com etidos en nom bre de la libertad h ab ían hecho correr al E s­
tado, Tito Livio se m u e stra equitativo con los reyes que desde Ró­
m ulo a Tarquino el Soberbio contribuyeron a fu n d ar la ciudad, a
afirm arla, a engrandecerla al favorecer el au m ento de su pobla-

49
ción y de su imperio. Dice Tito Livio que la libertad sólo e s posible
e n la concordia y observa: “¿Q ué h ab ría ocurrido si esa plebe de
p asto res y de refugiados que había huido cad a cual del pueblo que
era el suyo y que protegida por el asilo inviolable de u n san tu ario
h abía encontrado la libertad o por lo m enos la im punidad, si libre
del tem or de u n rey hu b iera com enzado a se r agitada por las bo­
rrascas del trib u n ad o y a en tra r en conflicto con los Padres, en esa
ciudad que no era la de ellos an tes de que su cariño p o r s u s espo­
s a s y s u s hijos y el am or mismo por esta tierra, am or que m ora en
nosotros por la fuerza de u n a larga costum bre, no h u b ie ra crea­
do vínculos en tre s u s corazones?". Evidentem ente Tito Livio pien­
s a aquí en las g u erras civiles que pocos a ñ o s an te s del m om ento
en que él escribía h ab ían com prom etido la existencia m ism a de
Roma, g u erras a las que h ab ía p u esto térm ino solam ente la au to ­
ridad —la auctoritas— de Augusto, confirm ada por s u victoria
co n tra Antonio. E s decir, u n a m onarquía.
Sin em bargo. no creem os que este elogio m esu rad o que Tito Li­
vio hace del régim en m onárquico sea p a ra h alag ar a Augusto. No
era esa su costum bre. El sentim iento que el historiador expresa
es el de todos s u s contem poráneos, can sad o s de la s interm inables
lu ch as libradas alrededor del poder, prim ero, con B ruto y los con­
ju ra d o s del año 4 4 y con el pretexto de reco b rar la libertas, luego,
p ara satisfacer am biciones que n i siquiera experim entaban ya la
necesidad de engalanarse con nom bres honorables. E n la época
en que U to Livio com enzó su historia (acaso cu an d o la batalla de
Actium acababa de po n er fin a la pesadilla), lo que se sen tía no era
ya la oposición entre la tiran ía y la libertad, sino que se sen tía la
oposición entre la libertad y la anarquía, el o rden y el desorden, y
todos los esp íritu s (por lo m enos la g ran mayoría) d eseab an que
por fin se p usiera térm ino a ese estado de inestabilidad e n que h a ­
bía degenerado la libertas.
La m editación de Tito Livio sobre la libertad llega a la conclu­
sión de que todos los siglos y todos los pueblos no so n cap aces de
soportar la libertad, que u n E stado no puede su b sistir sin que sea
m antenido por algún constreñim iento y si los esp íritu s y los cora­
zones no e stá n preparados p ara la libertad. La libertad no podría
existir sin la fraternidad ni p ersistir en la discordia. La libertad exi­
ge u n a tolerancia m u tu a de los ciudadanos, el deseo de ayudar­
se los u n o s a los otros, cierta com placencia en vivirj u n to s y en per­
m anecer día tra s día en el suelo donde vivieron s u s antepasados.
Eso se llam a am or a la patria. Pero ese am or no es, com o dijeron
La Bruyère y el caballero de Ja u co u rt, el fruto de la libertad, sino

50
que es u n a de las condiciones o, si se prefiere, u n antidoto para
hacer que esa libertad no sea d esordenada y destructiva. Tal vez
puede u no asom brarse de que Tito Livio conciba de esta m anera
la libertad, es decir, como el resultado de la estabilidad política y
social, lo contrario de todo espíritu revolucionarlo. Algunos ju zg a­
rán tal vez como algo que va contra la n atu raleza esta alianza que
funda la libertad en el orden establecido. Ello ocurre porque con­
ciben la libertad como los m ovim ientos ciegos de los átom os,
a rra stra d o s en u n a agitación perpetua, yendo de aq u í p ara allá sin
orden n i concierto... y en realidad en teram en te disp u esto s a s u ­
frir la ley de alguna fuerza que los obligue con violencia a seguir
u n trayecto esta vez determ inado. Piénsese en la m an era en que
generalm ente term in an la s revoluciones h u m a n as. T erm inan en
tiran ías san g rien tas de las que sólo se sale con terribles dificul­
tades.
De m an era que Tito Livio com prueba que p ara existir, la liber­
tad exige u n a sociedad ya fuerte, ad u lta, tal como podía serlo la
Roma de fines del siglo vi, en la cual, según vimos, las células fa­
m iliares se h ab ían aglutinado p ara d a r nacim iento a u n a com u­
nidad, en la cual los m iem bros de las g en tes a si com o los clientes
que se h ab ían agregado a ellas reconocían la au to rid ad de u n p a ­
dre o de u n patrón, en la cu al nadie era plenam ente libre, en el se n ­
tido que corrientem ente se d a a esta palab ra, en la cu al nadie era
u n a entidad autónom a y en la cu al h a s ta el propio rey obedecía a
los dioses. E ntonces y porque reglas de co n d u cta generales se h a ­
b ían form ado poco a poco, porque se h ab ían descubierto las vir­
tu d e s de la fid e s y d e la p ieta s, porque existía u n a m oral n o escri­
ta y reconocida por todos los m iem bros de lo que poco a poco lle­
gó a s e r u n a com unidad, era posible h a b la r de libertad sin poner­
lo todo en peligro.
S in em bargo, e n esa Roma arcaica, de esta su erte prep arad a
p ara s e r libre, el advenim iento de la libertas estuvo m arcado p o r
u n d ram a q ue tam bién n o s describe Tito Livio y que hizo d escu ­
brir. a p a rtir del m om ento en que se la desafió, que la libertad se
com portaba como u n a divinidad hosca, celosa e increíblem ente ti­
ránica, que no era esp ontáneam ente dulce n i b u en a, sino que era
sanguinaria. Uno de los varones que m á s h ab ía contribuido a ex­
p u lsa r a T arqulno el Soberbio llevaba tam b ién él el nom bre de T ar­
quinius. lo cual era n a tu ra l puesto que pertenecía a la m ism a g en s
que el rey. Sólo el apodo difería. Lucio T arquino Colatino se con­
virtió. p u es, en cónsu l en recom pensa p o r la p arte que h ab ía to­
m ado en la revolución. Pero el pueblo n o p u d o so p o rtar que u n

51
cónsul se llam ara Tarquino; eso parecía u n m al presagio. S in em ­
bargo. la reacción p o p u lar no era totalm ente espontánea p u e s h a ­
bía sido cuidadosam ente p rep arad a y fom entada p o r el otro cón­
sul. Bruto, quien alegaba la presión del pueblo p ara forzar a s u co­
lega a que p resen ta ra s u dim isión. C uando el otro cónsul hubo
obedecido. B ruto lo envió al destierro. Aquélla fue la prim era vic­
tim a sacrificada a la terrible diosa. Paradójicam ente, T arquino Co­
latino. que había sido u n o de los principales artífices de la liber­
tad . se veía privado de la suya.
De e sta m anera, el prim er acto de la ciu d ad “libre" fue privar
de s u derecho de ciudad an o a u n hom bre p o r la única razón de que
llevaba u n nom bre odiado. B ruto h ab ia elegido b ien el pretexto p a ­
ra a p a rta r a s u colega. U na solución q u e n o s parece razonable h a ­
bría sido hacer que T arquino Colatino cam b iara de nom bre (pién­
sese en Felipe de O rleans convertido e n Fellpe-Igualdad). Pero eso
era inconcebible e n la sociedad ro m an a arcaica donde el nom bre
e ra el signo indeleble de la pertenencia a u n a gens. Si aquel varón
h u b iera sido adoptado e n o tra g en s co n u n nuevo nom bre, n o por
eso h ab ría dejado de recordarse que pertenecía prim ero a la raza
de los reyes. |Y la m em oria de los ciu d ad an o s no era ta n débil! To­
do subterfugio era imposible. F ue necesario que el reinado de la
libertad com enzara con la em igración de u n hom bre.
Pero m uy pronto iba a producirse u n d ram a a u n m á s doloro­
so. Los Jóvenes aristó cratas que gravitaban alrededor de la corte
de los T arquinos se sen tían lesionados p o r h ab er perdido los pri­
vilegios de hecho de que h ab ían gozado h a s ta entonces. E chaban
de m enos la alegre vida de otrora y com probaban con am arg u ra
que la libertad general se h abia traducido en la pérdida de la s u ­
ya propia, es decir, la posibilidad de regocijarse donde quisieran.
Form aron entonces u n a “conjuración interna", p restaro n oídos a
los enviados del rey destronado que ib an a la ciudad p a ra arreglar
cuestiones m ateriales p lan tead as por la b ru sc a p artid a de los T ar­
quinos, en p articu lar la restitución de ciertos bienes que h ab ían
sido secuestrados.
El asu n to fue presentado al senado: el cam bio de régim en,
¿im plicaba verdaderam ente tam bién u n a expoliación de la fortu­
n a de los Tarquinos? Las opiniones de los Padres estab a n dividi­
das. m enos por argum entos de equidad que por consideraciones
de política general y p o r los riesgos que su p o n ían to d as la s hipó­
tesis. Finalm ente los P adres votaron en favor de la restitución de
los bienes. Sin em bargo ésta no iba a producirse. E n efecto, la vís­
p era del día en que se disponían a carg ar las carretas que se lle­

52
v arían los bienes del rey, la ciu d ad se enteró de que los jóvenes
nostálgicos de la m onarquía h ab ían decidido hacerlo todo p ara
que T arquino regresara. N aturalm ente su conjuración fue d escu ­
bierta. Los prendieron y fueron condenados a m u e rte . En aquellas
circu n stan cias nadie parece h ab erse preocupado p o r la “libertad"
de los Jóvenes, en el sentido m ás estricto del térm ino, es decir, el
derecho que ten ían de ap elar al pueblo, seg ú n el procedim iento ya
tradicional desde el juicio de Horacio. Asi, la diosa libertad tiene
la costum bre de destru irse ella m ism a, ¡tan esclava es de s u s
pavores!
E n tre los condenados figuraban los hijos del cónsul, los hijos
de B ruto. Y fue s u pad re quien ordenó su suplicio. Fue s u pad re
q uien dio la señal d é la ejecución desde lo alto de su silla cu ru l (que
h ab ía sido la de los reyes) con lo que fue esp ectad o r d e todo. La “r a ­
zón de Estado" se im puso a los sentim ientos m á s n atu rales. Pe­
ro ¿ e ra p u es necesario d a r m u e rte a u n o s adolescentes p ara s a l­
v ar la p atria? U na p atria que, p o r lo dem ás, no co rría n in g ú n ries­
go. p u esto que la conjuración h ab ía sido d escubierta. Lo que se
castigaba con ta n ta cru eld ad era la intención de aquellos jóvenes,
el sacrilegio com etido co n tra la diosa. Lo cierto es q u e B ruto fue
m uy adm irado a l igual q u e u n héroe por s u “firmeza" y s u devo­
ción al Estado. Ejemplo abom inable que debía a tra v e sa r los siglos.
Roma, d espués de las expulsiones y de la em igración h ab ía d es­
cubierto en u n solo día los vínculos indisolubles q u e en la vida po­
lítica u n e n la libertad y la m uerte.
P araju stiflcar s u proyecto de h acer reg resar a los reyes, los jó ­
venes conjurados del añ o 509 h ab ían alegado que los reyes son s e ­
res hum anos, accesibles a la piedad y a los arg u m en to s de la r a ­
zón. e n ta n to que las leyes so n im personales, ciegas, im placables
y desprovistas en definitiva de razón p u es se las prevé p ara s itu a ­
ciones que n u n c a son exactam ente las que se d a n e n la realidad.
El “sacrificio” que hizo B ruto al inm olar a s u s propios hijos h ab ría
sido u n argum ento en apoyo de la cau sa de esos jóvenes. Si h u ­
b ieran vivido h ab ría n descubierto que aquella libertad en nom bre
de la que se h abía derram ado s u sangre no h ab ía cam biado g ran
cosa la situación de los ciudadanos. La tiranía, a u n dividida e n ­
tre los cónsules, no era m enos pesada, que la tiran ía de los reyes.
A dem ás esta tiran ía carecía de h u m an id ad , de fan tasía, a diferen­
cia de la otra.
E n general, la república no ap o rtab a g ran d es cam bios e n re­
lación con la época de los reyes. E n el Interior de la com unidad y
en tiem pos de paz, los bienes de los ciudadanos co n tin u ab an sie n -

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do intocables seg ú n el derecho llam ado de los quirites, tam bién
existía el derecho de te star, el m atrim onio estab a garantizado y
con él la supervivencia de la familia. La colectividad (ya rep resen ­
ta d a an te s por los comicios curiatos) reconocía libertades elem en­
tales que fu eran la s libertades de la gens. La república no creaba
nuevas libertades. El verdadero debate se refería a las relaciones
deseables e n tre la s gen tes y el E stado que las integraba. Proble­
m a este que n a d a tenía de m etafisico y que podía resolverse m e­
diante u n arreglo m á s o m enos logrado, m ediante u n a articulación
ingeniosa e n tre la s gentes y el E stado. E ste problem a que no se h a ­
bía planteado a n te s a los h ab ita n te s de la s ald eas disp ersas por
el lugar e n que se iba a extender la fu tu ra ciudad, pero se h ab ía
hecho inevitable cu an d o e sa s ald eas se federaron bajo la m irada
de J ú p ite r Capitolino, símbolo del Im perium (y poseedor del Impe­
rium por interm edio de los reyes), el poder su p erio r al que e n ad e­
lante e starían som etidos los ciudadanos.
E n el tiem po de p azy tratán d o se de los a s u n to s cotidianos, las
soluciones im aginadas re su lta ro n satisfactorias gracias al siste­
m a de las c u ria s y al consejo de los Padres; el respeto por el m as
maiorum, el derecho consu etu d in ario de los an tep asad o s (como en
toda sociedad poco diferenciada) aseg u rab a la libertad, es decir,
la posibilidad de obrar cotidianam ente seg ú n uno lo deseara o.
mejor dicho, como se había hecho siem pre. El derecho c o n su etu ­
dinario su m in istrab a u n a regla e im pedía que la libertad degene­
rara en licencia y, finalm ente, en an arquía.
Las dificultades com enzaban cu an d o toda la com unidad se in ­
teresaba por u n problem a que se p resen tab a, como p o r ejemplo el
problem a de las deudas, cuya gravedad hem os señalado. E nton­
ces ya no era posible perm itir que los m iem bros de la com unidad
se condujeran según su antojo: las tradiciones y las costum bres
(es decir, la m oral no escrita), o bien resu ltab an insuficientes o
bien resu ltab an peligrosas. Ya no respondían a la situación cre­
ad a por el E stado federado, de m an era que era necesario Innovar;
y precisam ente el im perium resp o n d e a ese poder innovador. P a­
ra h acer frente a to d as la s situaciones que no podían prever n i las
leyes n i el derecho con su etu d in ario e ra preciso que h u b iera u n
hom bre, u n espíritu vivo, capaz de com prender la s exigencias del
presente y de to m ar las m edidas del caso. U n E stado de n a tu ra ­
leza p u ram en te jurídica, adm inistrado p o r la aplicación im perso­
nal de reglas fijas no podría sobrevivir. E ra ese carácter irrem pla-
zable del jefe lo que ech ab an de m enos los jóvenes aristó cratas
partidarios de la m onarquía.

54
La historia de la s sociedades, cualesquiera que sean éstas,
m u e stra que hay m om entos en que la ‘m oral no escrita”, sopor­
te de la libertad, e n tra en conflicto con el bien del Estado. El pro­
blem a de la ‘razón de E stad o ” es u n problem a universal. Lo encon­
tram o s en el m u n d o griego ilu strad o p o r el trágico debate entre A n­
tigona y el rey C reonte p resen tad o en la tragedia de Sófocles. El In­
terés del orden público, tal como lo entiende Creonte. exige que no
se rin d a n honores fúnebres a quien com batió co n tra la ciudad. La
c o n cien d a de A ntigona le im pone rech azar esa actitud. R ebelán­
dose al decreto del rey. A ntigona afirm a s u libertad p a ra obedecer
a u n a ley m á s elevada. E sa libertad le co stará la vida.
El conflicto entre la libertad de co n d en c ia y la razón de E sta­
do n o se p resen ta solam ente e n la s m onarquías. Ya vim os que
B ruto, el prim er có n su l de la república, conoció ese conflicto c u a n ­
do p a ra afirm ar los derechos que la ciudad acab ab a de conquis­
ta r. seg ú n se pen sab a, tuvo que p a s a r por alto la ley m oral, que
quiere que el p adre am e y proteja a s u s hijos, y tam bién la lega­
lidad q ue concedía a los acu sad o s el derecho de apelar.
V erdad e s que poco a poco las co stu m b res se dulcificaron y si
se continuó adm irand o no sin e sp an to la co n d u cta de Bruto, los
rom anos se g u ard aro n de im itarla, por lo m enos en tiem pos de
paz. cu an d o el im perium sólo se ejercía, según vim os, con todo s u
rigor en el exterior de la ciudad. Pero hay que su b ra y a r que. en
tiempo de guerra, en el ejército y fuera del pom erium urbano, la “li­
b erta d ” de los ciu d ad an o s con q u istad a a los reyes no tenia n ingu­
n a existencia real. Hemos recordado cómo los ciudadanos enrola­
dos en la legión perd ían toda personalidad Jurídica. E ran la cosa
de su jefe, de su imperator, y esta b a n de antem ano som etidos a to­
do lo que éste pudiera exigir de ellos p ara a seg u rar la victoria so­
bre los pueblos extranjeros. Lo que aquí en trab a en ju eg o era e n ­
tonces la libertad de la ciudad en su totalidad, su independencia
que no hab ría dejado de q uedar abolida si las arm as eran venci­
das. E ra a esta libertad “superior” a la que los ciu d ad an o s conver­
tidos en soldados eran inm olados en el día de la batalla. A esa li­
bertad, se n os dice, los p ad res sacrificaron a s u s hijos, a esa liber­
tad colectiva y despreocupada de las personas, que era la libertad
de la patria.
La tradición m u e stra dos ejem plos de e sta in h u m an a severi­
dad. Uno es el ejemplo de Manilo Torcuato. apodado imperiosus
porque habia ejercido s u im perium de u n a m an era p articu larm en ­
te brutal. A m ediados del siglo iv a. de C. habia hecho ejecutar, s e ­
gún se dice, a su propio hijo porque éste, que m an d ab a u n a u n i­

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dad bajo las órdenes de su padre, h ab la abandonado p o r s u cu en ­
ta la posición e n que se en co n trab a y atacado al enem igo al que in ­
fligió la derrota. El otro ejemplo es el del dictador A. Postum io T u ­
ber. Se rem onta a m ediados del siglo v a. de C., es decir, a u n a s
dos generaciones d esp u és del consulado de Ju n io B ruto. Los m o­
tivos de la condenación fueron los m ism os que en el caso del h i­
jo de Manlio: u n a falta com etida co n tra la disciplina m ilttarts. el de­
b e r de la obediencia ab so lu ta a las órdenes del imperator.
Existían p u es e n e sta república rom ana arcaica d o s form as,
dos géneros de libertad: la de las perso n as y la del E stado. A m bas
form as exigían víctim as. La vida de u n hom bre no co n tab a ante
ellas que eran, cad a u n a en su orden, valores absolutos. V erdad
era que en el interior de la nación la ‘lib ertad ' personal se fu n d a­
b a en la garantía de las leyes, pero en la legión y cu an d o era la li­
bertad de la p atria lo que estab a enjuego, el ciudadano perdía esa
garantía. El ciudadan o se en co n trab a entonces en la situ ació n en
que posteriorm ente h a b rá de hallarse el gladiador quien, obliga­
do o voluntariam ente, ju r a al lan ista que ren u n ciará a la libertad,
que se som eterá a los golpes, a las heridas, a la m uerte, seg ú n lo
desee s u amo. De esta suerte, los ciudadanos libres de u n E s ta ­
do libre se convertían en esclavos de hecho a p artir del m om ento
en que. como ya lo recordam os, p restaro n al m agistrado q u e los
conducía a la guerra el sacram entum , e s decir, el ju ra m e n to que
los com prom etía y cuya violación los entregaba a los dioses infer­
nales.
E sta palabra sacram entum e s reveladora. Aquí se tra ta de u n
acto de carácter religioso. Q uien viole ese Juram ento se convierte
en sacer, queda separad o del m u n d o de los vivos y aban d o n ad o a
la m uerte. Tam bién aq u í la vida de la com unidad está dom inada,
regida, por lo sagrado. C uando los ciu d ad an o s llam ados a incor­
porarse a la legión se m o strab an reticentes y visiblem ente reacios
a ab an d o n ar el m und o de s u libertad, entonces los m agistrados
(cónsules, dictadores) h acían vo tar por los comicios o decidían por
s u propia autoridad u n a ‘ley sagrada", que ‘sacralizaba” a los ciu ­
d ad an o s rebeldes y los com prom etía an te los dioses al servicio de
la libertad colectiva. Este curioso procedim iento e s u n vestiglo de
instituciones religiosas m uy an tig u as, bien atestig u ad as todavía
en el siglo iv a. de C. en pueblos de la Italia m eridional, especial­
m ente en los sam nitas; ten ían p o r objeto hechizar a los soldados
para convertirlos e n seres so b ren atu rales Indiferentes a la m u e r­
te y. en consecuencia. Invencibles. Por lo dem ás, tam bién o tra s ci­
vilizaciones nos ofrecen ejemplos de esto.

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Si. com o lo hem os recordado, e n Roma el rey era la e n c a m a ­
ción de Jú p ite r, el dios federador de la ciudad, el im perium del rey
hacia que s u s decisiones fu eran decretos em an ad o s del propio
dios. El dios “m oraba" e n el rey. Y e sta situ ació n h ab ía sido h ere­
d ad a p o r el cónsul. De m odo que cu an d o u n cónsul se convertía
e n im perator, ¿cóm o u n ciu d ad an o ordinario, u n sim ple particu-
lar, h ab ría podido exigir la libertad? Aquí e n tra b a n en ju eg o fu er­
zas que lo sobrepasab an . Todo lo relativo a la g u erra estab a rode­
ado de u n cerem onial religioso, e n g ran p arte mágico, que se re­
m o n tab a a los tiem pos m á s antiguos, cu an d o era todavía desco­
nocida la libertad individual en el seno del grupo. P asar del e s ta ­
do de p az al estado de g u erra era u n m om ento sacralizado por el
rito de los feciales, ese colegio de sacerd o tes encargado de decla­
ra r oficialm ente la g u erra al pueblo del cu al se te n ían m otivos de
queja. Se com enzaba p o r pedir satisfacciones y si el pueblo en
cuestión se negaba a d a rla s (lo cu al era fácilm ente previsible), el
“m aestro" del colegio de los feciales lan zab a en s u territorio u n a r a ­
m a de cornejo (cuyo color rojo era suficientem ente elocuente). Así
se en tab lab a u n a “g u erra ju s ta " {justum bellum ), u n a g u erra de
conform idad con el derecho, no con el derecho h u m ano..sino con
el derecho divino, el que garan tizab a la Justicia en tre los hom bres.
A p a rtir de ese m om ento, todo lo que quería y ord en ab a el
im perator em anaba de Jú p ite r. Q uien in ten tab a desobedecer
com etía u n sacrilegio que era m en ester expiar con la vida del
culpable.
Ese era el sentido y al m ism o tiem po la Justificación m ística de
esa terrible disciplina militaris de los rom anos, de esa sum isión a b ­
soluta al Jefe consagrado p o r los dioses. Valerlo Máximo, que e s­
cribía d u ran te el reinado de Tiberio, es decir, hacia el prim er te r­
cio del siglo i de n u e stra era. consideraba que esa disciplina era la
cau sa principal que había perm itido al imperio acrecen tarse y a s e ­
g u rar la paz. Con el correr del tiem po esa disciplina h u b o de re­
lajarse, y los historiadores antiguos n o s recu erd an en m últiples
ocasiones los esfuerzos realizados por los Jefes m ilitares p ara
m antenerla o para restablecerla. E sa disciplina explica cierta­
m ente las victorias ro m an as ob ten id as alrededor del m u n d o m e­
diterráneo, pero no debem os p a s a r p o n alto el hecho de q u e u n a
b u en a p a rte de los ciu d ad an o s p a sa b a los m ejores añ o s de s u vi­
da en u n universo en que se ignoraba la libertad.
A un en tiem pos de paz, la vida política se desarrollaba bajo la
am enaza (siempre presente) del tum ultus, de la proclam ación de
un “estad o de urgencia” q u e su sp en d ía la libertad y devolvía a los

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m agistrados el im perium en su plenitud. Por ejemplo, cu an d o los
comicios cen tu riato s (que ya en si m ism os eran u n a im agen del
ejército) esta b a n reunid o s en el Cam po de Marte, b a sta b a que a p a ­
reciera u n b an d erín en el Capitolio (o el Jan icu lo , según las épo­
cas) p ara que toda actividad se in terrum piera y todo el m undo co­
rriera a la s arm as. Al principio ese b an d erín significaba que se
aproxim aba u n enemigo: los etruscos, e n los tiem pos m á s a n ti­
guos y posteriorm ente los galos. E n los últim os siglos de la re p ú ­
blica no era m á s que u n símbolo. Pero la institución perm anecía
viva; se recurrió a ella todavía d u ra n te el consulado de Cicerón en
el año 63 a. de C., cuan d o la ciudad hacia m ucho tiempo que ya
no tenia que tem er a ningún invasor. Convertido en sim ple artifi­
cio Jurídico para in terru m p ir u n proceso que nadie deseaba que
llegara a su térm ino, el procedim iento significaba ta n sólo que en
cualquier m om ento las ‘libertades” de los ciudadanos podían que­
d a r suprim idas y que a p artir de ese m om ento el E stado se arro ­
gaba todos los derechos.
El banderín que en el año 63 im pidió la condenación de C. Ra­
birio puede considerarse com o el signo que an u n ciab a el p aso de
la libertas —de la república— al imperio. Al reco rd ar la preem inen­
cia del estado de g u erra sobre el estado de paz, el b an d erín m os­
traba que la libertad de los ciu d ad an o s co n tin u ab a siendo p reca­
ria a u n dentro del juego norm al de las instituciones, y con ta n ta
m ayor razón cu an d o las am en azas de violencia provenían del in ­
terior.
E s significativo que e n aquel m ism o año, que era el de s u con­
sulado. Cicerón h ay a tenido que recu rrir a la s a rm a s p a ra salvar
la ‘libertad” frente a la conjuración de C atilina y s u s am igos. Pe­
ro ese inevitable recu rrir a la fuerza pública era su m am en te peli­
groso y, como s u s enem igos se lo reprocharon posteriorm ente a
Cicerón, se podía p e n sa r que éste ponía en peligro la libertad. Ya
hem os dicho cu áles fueron la s consecuencias que acarreó esto al
propio Cicerón. E ste se defendió de la sospecha hipócrita de h a ­
ber obrado como u n tirano. A delantándose a las objeciones pro ­
clamó que ‘las a rm a s debían ceder a la toga, la gloria m ilitar a la
gloria de los civiles”. E sto significaba claram ente que Cicerón, co­
mo cónsul, h ab ía logrado sofocar los intentos de revolución violen­
ta que h abia hecho Catilina: y Cicerón lo h ab ia logrado sin em b ar­
go sin proclam arse imperator, sin movilizar a los ciu d ad an o s y
suspender las libertades. E sta s declaraciones, que desde la an ti­
güedad se h a n atribuido no sin m ala fe a su ‘insoportable
vanidad”, eran en realidad m uy sa b la sy estab a n llenas de pruden-

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cia: c a d a vez que en el cu rso del medio siglo an terio r se había pro­
ducido u n a sedición ésta había sido o b ien fom entada o bien com ­
b atid a por u n jefe m ilitar que intervenía con s u s legiones. Cicerón
en cam bio había hallado el medio de m an ten er a la vez la paz y la
libertad.
Toda la historia de los últim os tiem pos de la república, de los
añ o s q ue sep aran el consulado de Cicerón y el comienzo de la gue­
rra civil (entre el año 63 y el m es de enero del añ o 49), es la h is­
toria de los esfuerzos desplegados p ara m a n ten er a toda costa la
libertas y evitar u n a recaída en la tiranía de Sila. Así ocurrió c u a n ­
do Pompeyo regresó del O riente d esp u és de h ab er asegurado cual
nuevo Alejandro s u dom inación sobre todo lo que se extiende d es­
de el M editerráneo al C áucaso y al Eufrates. Pompeyo habría po­
dido entonces m a rc h ar sobre Roma con su ejército, hacerse pro­
clam ar dictador o rey y p a sa r la ciudad a sangre y fuego m ientras
su sp e n d ía los derechos de los ciu d ad an o s y abolía la libertas. No
hizo n a d a de todo eso. A penas desem barcado de Brindisi, licenció
a s u s legiones y aguardó dentro de la legalidad y no sin paciencia
a que el senado le discerniera el triunfo y diera tierras a s u s
veteranos. Con sem ejante actitud, la s "arm as" se inclinaban a n ­
te la toga, el poder m ilitar reconocía la preem inencia del poder
civil.
Diez a ñ o s después, la s am enazas co n tra la libertad provenían,
no ya de u n general victorioso, sino de los verdaderos com bates
que lib rab an entre sí agitadores que tra ta b a n de im poner su vo­
lu n ta d en p erpetuos tu m ultos y m otines. Ocurrió q u e el m ás e n ­
carnizado de todos, el ex trib u n o de la plebe P. Clodio, fue m u er­
to en la Vía Apia por hom bres q u e esta b a n al servicio de Milón, su
adversarlo político. H ubo refriegas en el foro y la c u ria fue incen­
diada. A todo esto, p ara restablecer el ord en y luego p ara perm i­
tir el desarrollo m ás o m enos sereno del proceso que se le siguió
a Milón (en virtud de la libertas), Pompeyo tuvo que hacer in ter­
venir a soldados y ejercer entonces su im perium co n su lar (Pompe­
yo era entonces cónsul único) en el interior del pom erium al pie
m ism o del Capitolio..., lo cu al era contrario a la m ism a libertas.
A quella era u n a situació n ju ríd ica am bigua.
C icerón estuvo encargado de p ro n u n cia r el d iscu rso de defen­
s a de Milón. Todos sabem os que. m uy em ocionado p o r la p resen ­
cia de los soldados apostados en la s g rad as de los tem plos vecinos
p ara a seg u rar la protección del trib u n al co n tra los elem entos po­
p ulares que estab a n a sueldo de Clodio, Cicerón no pronunció su
d iscurso (para decirlo con las p alab ras de u n com entarista anti-

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guo) ‘con su firmeza h ab itu al”. Ese discurso se h ab ía conservado
gracias a los estenógrafos de la sesión. D esgraciadam ente dicha
versión no h a llegado h a s ta nosotros. Sin em bargo poseem os la
versión retocada y publicada p o r Cicerón poco después; esta ver­
sión e s ta n to m á s instru ctiv a p o r cu an to aquel alegato com pues­
to con com odidad constituye u n acto político; e n s u exordio p ro ­
pone u n a reflexión sobre la lib ertad q u e co n stitu ía el fondo del p ro ­
blem a. Cicerón dice que la libertad e stá am en azad a p o r la violen­
cia. Las leyes por si m ism as so n im potentes: ‘la s leyes p erm an e­
cen calladas en tre las arm as", dice Cicerón, ‘no o rd en an a q u e se
espere s u intervención cu an d o aquel que quisiera esp erarlas se
vería injustam ente castigado a n te s de poder o b ten er u n a ju s ta s a ­
tisfacción”. De m odo q u e e s licito recu rrir legítim am ente a la fu er­
za cu ando asi lo im pone u n a situ ació n de c ará cter revolucionarlo.
Las tro p a s de Pompeyo. al Intervenir como lo h acían y con s u so­
la presencia, ‘neutralizaban” a la s fuerzas de la violencia y. lejos
de a te n ta r contra la libertas, la garantizaban.
La libertas, en esa nación d esgarrada, ya no resu ltab a del sim ­
ple acatam iento de todos a las reglas tradicionales, sino que tenia
necesidad de defensores, de u n ‘protector”, u n a idea que iba a de­
sarrollarse y conducir, seg ú n verem os, a la creación del p rincipa­
do. Pero la argum entación de Cicerón no llega a ab o rd ar este pro­
blem a (que el orador ya h ab ía tratad o dos a ñ o s an te s en el De
república); la argum entación se lim ita a las necesidades inm edia­
ta s de la c a u sa que defiende Cicerón lo cu al sin em bargo lo lleva
a form ular u n principio nuevo y a am pliar la noción m ism a de li­
bertad. La libertas, en el sentido restringido del térm ino, h ab ría
exigido que Clodlo fuera acu sad o por las violencias que cometió.
Y, en efecto, existían leyes d e v i p a ra reprim ir los actos de violen­
cia y realm ente se hab ía in ten tad o refrenar a los facciosos ap elan ­
do a ese medio legal, pero las leyes no h ab ían respondido a los re ­
querim ientos del caso. No q u ed ab a m ás rem edio que oponer la vio­
lencia a la violencia y recu rrir a la legítima defensa.
E sa es la tesis sostenida por Cicerón; ella equivale a llevar el
debate a u n terreno que no es el de la legalidad y a afirm ar que exis­
te, fuera del juego m ism o de la s instituciones, u n derecho fu n d a­
m ental del ciudadano, u n a libertad que es inherente a s u existen­
cia m ism a, el derecho a la vida. Y no sin intención Cicerón, como
consum ado ju rista , invoca como precedente la leyenda de Ores-
tes. absuelto por el Areópago. por m á s que h u b iera dado m uerte
a su m adre, el crim en m á s abom inable que se p u ed a concebir. No
sólo había sido absuelto sino que el voto que lo decidió todo fue el

60
de Minerva, “la m á s sabia de las diosas”. En e sta evocación poé­
tica (ya verem os cuál fue la im portancia de esta leyenda en la h is ­
toria de la libertad en Grecia) hay algo m á s que u n simple ad o r­
no oratorio. Cicerón tenia u n a devoción especial por la diosa Mi­
nerva bajo cuya protección p u so sim bólicam ente a Roma en el m o­
m ento en que debió p artir p ara el exilio. M inerva es la divinidad
que “eleva el debate", lo lleva por encim a de las leyes escritas y re ­
vela la ley divina, de la cu al la s leyes h u m a n a s so n sólo aproxim a­
ciones tem porarias.
E n efecto, el m ism o año e n que pronunció el discurso en de­
fensa de Mllón. Cicerón escribía, en su Tratado d e las leyes. que
conviene “p a ra establecer el derecho, to m ar como p u nto de p a r­
tida la ley su p rem a que. siendo com ún a todos los tiem pos, nació
a n te s que cu alq u ier ley escrita o que se haya form ado ab so lu ta­
m ente alguna ciu d ad ”. La libertad procede de ese orden a la vez
n a tu ra l y divino. La libertad es anterior a las leyes. R esulta de la
existencia m ism a en nosotros de u n a razón que n o s perm ite d is­
cern ir lo verdadero de lo falso. E sa razón, que tenem os en com ún
con los dioses, establece entre los seres h u m a n o s u n a Igualdad
perfecta y relaciones de Justicia, cuyo prim er efecto es el de abo­
lir toda dependencia “injusta" de u n hom bre respecto de otro hom ­
bre. Por eso O restes tenia el “derecho" de o b rar com o lo hizo, con­
trariam en te a la s leyes escritas, pero de acuerdo con el ord en del
m undo y la providencia divina.
La “libertad” de O restes, asi como la de Milón. implica p u es el
libre exam en y e stá e n las conciencias p articu lares. E sa libertad
es legitima sólo porque está lim itada, controlada por lo que cada
cual puede entrever del orden divino, en el cu al e s tá n in scrip tas
las reglas de to d a sociedad. De modo que esa libertad no corre el
peligro de degenerar en licencia. Las m á s veces se ejercerá dentro
de los m arcos fijados p o r la s leyes escritas. Será entonces la liber­
tad ju ríd ica aquella de que goza todo ciu d ad an o rom ano. Pero se
producirán casos en que esa libertad se disipe cu an d o se m anifies­
ta con evidencia que u n a ley su p erio r asi lo impone.
Asi. cu an d o a principios de abril del añ o 52 a. de C.. Cicerón
defendió a Mllón, acu sad o de h ab er hecho m a ta r a u n ciudadano,
la Idea de libertad salía de ese discurso purificada, interiorizada
y al m ism o tiem po m ejor fu n d ad a en la razón. Y esto porque dos
veces esa libertad h ab ia sido escarnecida. Prim ero, porque Pom­
peyo había tenido q ue recu rrir a la fuerza p a ra q u e el proceso p u ­
diera desarrollarse de conform idad con las leyes de Roma; luego,
porque Cicerón e n esa ocasión sostuvo que era licito a u n ciuda-

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d an o colocar la ley no escrita p o r encim a de las leyes h u m a n as. Y
aquello se produjo porque Pompeyo y Cicerón se levantaron con­
tra el ab u so que se hacia en tonces de la p alab ra libertad, ta n fre­
cuentem ente invocada p o r los am igos y p artidarios de Clodio, u n a
libertad que consistía esencialm ente en obligar a s u s adversarlos
a dejarles el cam po libre. U na libertad que p ara quienes no eran
ellos, era u n a tiranía.

El proceso de Milón rep resen tab a el episodio m ás reciente de


u n conflicto que había com enzado m uchos años atrás. Ese proce­
so es im portante porque con motivo de él Cicerón aportó alguna
claridad a ese largo debate relativo a la naturaleza m ism a del po­
der en la nación que h ab ía hecho d erram ar m u ch a sangre desde
hacia medio siglo.
El proceso había com enzado con las m ejores intenciones del
m undo cuando Tiberio Sem pronio Graco, en el año 137 a. de C„
cruzó la Toscana para encam inarse a N um ancia. Según las p ala­
b ra s de su herm ano Cayo, le im presionó el aspecto de los cam pos
en los que vivían m uy pocos hom bres libres, p u es las tierras eran
cultivadas en provecho de los gran d es propietarios por esclavos
procedentes de países b árb aro s. Esto es lo que afirm a Plutarco. Se
tra ta b a sin d u d a de orientales a quienes s u s reyes h ab ía n vendi­
do a los traficantes de esclavos. Tiberio Graco resolvió rem ediar
esa situ ación que le pareció peligrosa p ara Roma y al propio tiem ­
po indigna de la s tradiciones de s u p atria. E sta, p en sab a co n ra ­
zón Tiberio, se b asab a e n u n a m ayoría de hom bres libres, esen ­
cialm ente pequeños propietarios, "labradores” que p erp etu ab an
las tradiciones antiguas, ese m os m atorum cu y a Im portancia he­
m os señalado. Tiberio se interrogó (como ya lo h ab lan hecho a co­
m ienzos del siglo V a. de C. los hom bres que se esforzaban por re­
m ediar la situación de endeudam iento de u n g ran n ú m ero de ciu ­
dadanos) sobre las consecuencias de la situación que descubría.
¿Cómo esos pocos labradores, a m edias despojados de s u s tierras
por los grandes propietarios podían llegar a ser soldados capaces
y deseosos de com batir “por s u patria"?
Tiberio no hacia m á s que recoger ideas que u n a s d ecen as de
a ñ o s a n tes había form ulado C atón el Censor. Los labradores, es­
cribía Catón, son la fuerza de la nación. Deben a la vida que lle­
v an esas cualidades de resistencia, de endurecim iento y de p a ­
ciencia que hacen a los m ejores soldados. E stá n atad o s a su tie­
rra q ue defenderán co n tra todos los ataques. Q uieren, p o r encim a
de to d as las cosas, proteger a s u familia, la s tu m b as de s u s an te ­

62
p asados y s u s dioses dom ésticos que ellos h o n ra n en su hogar.
E sas Ideas predom inaban en ese entonces en los espíritus. A un
an tes de aquel viaje de Tiberio G raco a través de la Toscana, P. Po­
pilio L aenas, siendo pretor en Sicilia, se habia esforzado por re d u ­
cir el núm ero y la extensión de las grandes propiedades cultivadas
por esclavos y frecuentem ente dedicadas a la cria de ganado. El in ­
terior de la isla y s u s v a sta s m esetas eran recorridos por pastores,
gente salvaje y vagabu n d a que no estab a atad a a n ingún lugar p re­
ciso y que no podía experim entar ninguno de los sentim ientos que
C atón atrib u ía a los labriegos. Tam bién Popilio se ja ctab a en u n a
inscripción que se hizo célebre de h ab er reem plazado en g ran n ú ­
m ero a los p asto res por labriegos.
R eem plazar a esclavos sin vínculos sociales p o r cam pesinos
instalados en u n a determ inada tierra era crea r u n a sociedad de
ciudadanos sem ejantes a los de Roma que gozarían como estos de
la libertad. Evidentem ente respondía a esta política la decisión de
Popilio de fu n d ar u n Forum Popilii (la actu al Forlímpopoli sobre
la Via Emilia, en la Romaña) y desarrollar otro en el fondo del país
de F alem o (no lejos del actu al Teano) al que tam bién dio su
nom bre.
Sin em bargo ese m ism o Popillo fue u n o de los adversarios m á s
encarnizados de los G racos y cubrió con s u au to rid ad el asesin a­
to de Tiberio, a n te s de s e r él m ism o, algunos a ñ o s d esp u és, expul­
sado de Roma por instigación de Cayo Graco. Bien se ve que la m is­
m a inspiración política y la referencia a los m ism os valores no con­
d ucen necesariam ente a la un an im id ad en la acción.
Sea ello lo que fuera, e s evidente que la libertad de hecho de
que gozaban los ‘pastores** (aun siendo ju ríd icam en te esclavos)
era m uy diferente de la libertad e statu taria del labriego p o r m á s
que éste estuviera som etido a las mil obligaciones de la vida seden­
taria. Por u n lado la an arq u ía, por el otro la verdadera libertad. De
esto re su lta que la idea m ism a de libertad se modifica, se interio­
riza, p u esto que esa libertad del labrador sedentario, integrado en
u n m unicipio o en u n a colonia, está vinculada, no con actos o con
u n a situación m aterial dada, sino con u n a disposición del espíri­
tu , esto es. la voluntad de acep tar librem ente los constreñim ien­
tos del Estado. «
Pero ya Roma co n stitu ía el centro de u n im perio y las riquezas
del m undo afluían a ella. ¿No era u n a utopia p ed ir que se resp e­
ta sen los valores antig u o s? Las diferencias de fo rtu n a au m e n ta ­
b an y con la fortuna venían las tentaciones del individualism o. La
ciudad habia crecido de m a n era desm esurada. El modo de vida

63
antiguo no era sed u cto r p a ra todos aquellos a q u ien es la pobreza
había arrancado de s u s cam pos y p ara quienes las leyes agrarias
proponían enviarlos de nuevo a los cam pos. Agregados a la plebe
u rb an a, vivían como clientes de g ran d es personajes, los cu ales se
h acían cada vez m á s íleo s y poderosos. El “labrador* podía ser re·
alm ente libre sólo e n la m edida e n que consentía e n perm anecer
pobre. Tam bién su cu m b ían a la ten tació n (aun aquellos que to d a­
vía perm anecían en su pequeño dominio atávico) de venderlo y de
ab an d o n ar su p atria chica. Eso se m anifestó bien cu an d o Sila, u n
medio siglo después de los G racos, distribuyó tierras a s u s ex sol­
dados. No pasaron veinte añ o s sin que la m ayor p arte de ellos re ­
n u n ciara a lo que h ab ría debido ser p ara ellos u n a herencia y fue­
ra a form ar u n ejército no desdeñable puesto al servicio de C ati­
lina y de s u s proyectos revolucionarios. La ‘libertad* tradicional
y s u s disciplinas no tenían p ara ellos atractivo alguno. D espués de
la sujeción a que h ab ían estado som etidos en la vida de los cam ­
pam entos asp irab an a u n a existencia verdaderam ente indepen­
diente en medio de los placeres de la ciudad.
Ese movimiento ya h ab ía com enzado a perfilarse alrededor del
año 130 a. de C. Los ciu d ad an o s establecidos e n Roma sólo co n ­
sen tían difícilmente em igrar a las colonias que se h ab ían fu n d a­
do p ara ellos. A dem ás Cayo G raco hizo votar u n a “ley fru m en ta­
ria” destinada a aseg u rar al bajo pueblo el trigo necesario p a ra su
subsistencia, trigo que se entreg ab a a u n precio m u y bajo. E n a p a ­
riencia. sem ejante m edida a seg u rab a la ‘libertad* de los m á s po­
bres. aseguraba su existencia m aterial, pero e n realidad, ¿acaso
dicha m edida no hacía m á s dependientes que n u n c a a los ciu d a­
dan o s que se beneficiaban con ella? El m ism o Cayo, a l renovar la
ley sobre el derecho de apelación —el Ju s provocationis— p rete n ­
día re sta u ra r la libertas. E n realidad, d esp u és del fracaso de la ley
agraria, la ley frum en taria dism in u ía la libertad de la s p ersonas,
que debían su alim ento cotidiano a las larguezas del Estado. E n
adelante, hubo en la práctica dos categorías de ciudadanos: los
que eran “asistidos" y los que no lo eran.
Así se reproducían las condiciones de com ienzos del siglo v.
cuando las d eu d as co n traíd as por la m ayoría de los ciu d ad an o s
h ab ían com prom etido la cohesión de la ciudad p o r s u g ran peso.
De m an era creciente —y esta vez sin m erced— el poder efectivo p a­
sa b a a las m anos de u n a oligarquía com puesta, com o lo qu ería la
tradición, por descendientes de personajes ilustres, pero tam bién
por aquellos que se enriquecían con las re n ta s de las provincias.
¿Se produciría u n a nueva secesión? Los tiem pos no la favorecían

64
y la escisión sobrevino de u n a m a n era diferente. La nación se d i­
vidió en dos m itad es enem igas; p o r u n lado, los hom bres que ob­
ten ían beneficios de la s Instituciones (gracias a las m a g istratu ras
y al gobierno de las provincias); por otro lado, aquellos que habían
renunciado a la independencia económ ica y lo debían todo a las
dádivas. T anto los u n o s como los otros invocaban la libertad.
Pero evidentem ente no se tra ta b a de la m ism a libertad. Para
los “aristó cratas’’, la libertad significaba el m antenim iento de s u s
privilegios y del sistem a político que les garan tizab a la preem inen­
cia dentro del Estado. Frente a ellos, los “pop u lares” se em peña­
b an en d en u n ciar ese m ism o sistem a que les vedaba en la p rác­
tica, si no teóricam ente, el acceso a las m a g istratu ra s y. lo que era
m ás im portante, a los beneficios m ateriales que podían obtener­
se de ellas. La riqueza de algunos parecía como u n a expoliación de
los otros y u n a tiranía. Y en ese vasto conflicto que desgarraba al
Estado se invocaban todos los argum entos.
Los “populares” consideraban com o u n acto de tiran ía que los
senadores que explotaban tierras en C am pania prohibieran la in s­
talación de colonos alrededor de C apua. Según ellos, tam bién era
tiranía la reticencia de los dirigentes to can te a la s leyes frum en­
ta ria s que. seg ú n decían éstos, co stab a n m u y caro al tesoro p ú ­
blico y e ra n la c a u s a de u n despilfarro de dinero, la m ayor p arte
del cu al su m in istra b a n ellos m ism os, lo cu al co n stitu ía u n ate n ­
tado a su libertad puesto que el im puesto rep resen tab a u n a limi­
tación al derecho de propiedad. H asta la s leyes s u n tu a ria s, que li­
m itab an los g asto s autorizados e n la vida privada (en banquetes,
e n jo y a s, en esclavos) —u n medio im aginado p ara evitar u n alza
excesiva de los precios— fueron ta c h a d a s de acto s de tiran ía p o r
los adversarios de la aristocracia. ¿Acaso n o ten ia u n o el derecho
a a rru in a rse ? ¿No era ése. h a s ta p a ra los pobres, u n privilegio de
la libertas!?
Los adversarios respondían que el E stad o podía m an ten erse
fuerte y libre con la condición de que se co n serv aran las virtudes
atávicas, com o en la época en la que se cen su ró a u n antiguo có n ­
sul por poseer algunos objetos de plata. N aturalm ente, todos com ­
prendían que los tiem pos ya no p erm itían sem ejan te austeridad.
El pueblo m ism o la repudiaba. Bien se lo vio cu ando el nieto de
Paulo Emilio. C. ElioTuberón, encargado de organizar los fu n era­
les de Escipión Em iliano, su pariente, se había m ostrado tacaño
y lo h abía escatim ado todo. E s Cicerón, en su discurso en favor de
L. M urena, acu sad o de h ab er com prado los votos de los electores
para llegar al consulado, quien c u e n ta esa historia: en su condi­

65
ción de sobrino del difunto. T uberón ten ia la m isión de p rep arar
el b anquete ritu al y lo hizo proscribiendo to d as las form as de lu ­
jo. Los asiste n tes o cu p arían su lu g a r en p eq u eñ as literas de m e­
sa. hechas de m adera, sin las h ab itu ales in crustaciones de m a r­
fil; a guisa de fu n d as y m a n ta s sólo habría p eq u eñ as pieles de c a ­
brito o m acho cabrio y en lugar de la vajilla de Corinto. de las fu en ­
tes de plata y de la s copas cinceladas que todo el m undo esp era­
b a hab ría u n a vajilla de terraco ta, la m á s vulgar y sim ple que p u ­
diera darse. El pueblo rom ano n o soportó e s ta “sab id u ría a d es­
tiempo". de que h ab ia dado p ru eb a Tuberón. y cu an d o éste se p re­
sentó para obtener la p re tu ra fracasó e n s u em peño. Sobre esta
cuestión. Cicerón concluye con e sta observación que no deja de
ser ju sta : ‘el pueblo rom ano d etesta el lujo en los particulares, p e­
ro g u sta de la m agnificencia cu an d o se tra ta del Estado".
Ese gusto por la magnificencia pública trad u c ía el sentim ien­
to que experim entaba la m ayor p arte de los ciudadanos. Todo ciu ­
dadano. por hum ilde que fuera, se sen tía él m ism o u n a p arte de
la ciudad; y ese pertenecer a la ciu d ad resu ltab a de su libertad.
Tam bién creía te n er derechos sobre la riqueza co m ú n que era ta m ­
bién la suya. Este es u n sentim iento aparentem ente razonable,
pero u n sentim iento que acarrea otro, el de que toda m agnificen­
cia privada es u n a ofensa p ara uno h a sta el día en que. gracias a
alguna revolución, pu ed a tam bién adquirir los m edios de fortuna.
Esperando ese día. los ciu d ad an o s poco afortunados que se
sab ían excluidos de las m a g istratu ra s y del senado se hacían de
b u en a gana clientes de hom bres de los cu ales no eran s u s igua­
les. a p esar de los principios del derecho público. Los acom paña­
b an form ando cortejo h a sta el Foro. Cicerón lo explica m uy clara­
m ente en ese m ism o alegato en favor de M urena: “N uestros hu m il­
des amigos, desocupados todo el día. pu ed en perm itirse se r asi­
duos y acom pañar a los hom bres de bien que le p restará n servi­
cios". Dice Cicerón que ése es u n privilegio del que seria injusto
privarlos. “Como ellos lo esp eran todo de nosotros", co n tin ú a di­
ciendo el abogado, “perm íteles (las p alab ras se dirigen a Catón, rí­
gido defensor de las leyes co n tra las artim añ as e intrigas) ten er al­
go que tam bién ellos p u ed an dam os". Ese presen te que hacían a
los candidatos era s u presencia, su núm ero mismo. Asi estab a
realizada la “concordia de los órdenes" en virtud de este intercam ­
bio de servicios, de officia, de n atu raleza diferente según el rango
de cada cual y la función que desem peñaba e n la com unidad.
Tal es. para Cicerón, el rostro de la libertad. E sta debe ejercer­
se dentro de los m arcos de la sociedad jerarq u izad a de la época.
C onsiste m en o s en a trib u ir a todos los ciu d ad an o s los m ism os pri­
vilegios (los cu ales e n ese caso dejarían de serlo) que en h acer que
exista en los ciu d ad an o s u n a b u en a voluntad recíproca, u n a ver­
d ad era am istad, resp etu o sa por p arte de los hum ildes, benévola
por p arte de aquellos que tien en el poder de socorrer. Si m edian­
te leyes dem asiado rígidas se suprim e esa am istad , si se impide
ejercerla, se destruye todo aquello que funda el Estado.
Al em plear esto s argum entos. Cicerón seg u ram en te h abla co­
mo abogado ingenioso, pero eso no le im pide perm an ecer fiel a la
ideología que d u ra n te siglos sostuvo el E stado rom ano y aseguró
s u cohesión a u n a trav és de las crisis m á s graves y de las g u erras
civiles. D esde luego, se p u ed eju zg arq u e Cicerón (para em plear u n
térm ino de hoy) se hace culpable de “patem alism o". u n a palabra
que no le g u sta a n u estro tiempo. Pero, ese “patemalismo'*, ¿no era
fiel a la línea recta de u n a sociedad q u e h ab ían m odelado los Pa­
d res y los “p atro n e s’ desde el origen de la ciu d ad ? ¿E n nom bre de
qué triste realism o debería co n d en arse aquello q u e conservaba
sem ejante e s tru c tu ra social, el an tig u o ideal h ech o de generosi­
dad. de afecto recíproco y de respeto m u tu o ? E n aquella época, la
“fratern idad” no h ab rá de agregarse tard íam en te a la “libertad” y
a la igualdad como ocurrirá en la F rancia del siglo xix. La frater­
nidad era inherente a la sociedad m ism a.
E sa generosidad, fundam ento de la vida social en el m undo ro­
m ano, será el objeto de u n a reflexión que en el tiem po de Nerón ex­
pone Séneca en su tratad o De beneficiis. Séneca h ab ría podido re ­
cordar (pero no era ese su objeto directo) que las relaciones de ge­
nerosidad ya existían desde los orígenes de la ciu d ad rom ana. Las
relaciones de la fid e s y la p ieta s —que ya hem os recordado— con
el principio de u n a m oral no escrita h ab ían regido prim ero las al­
deas y la s gentes. Luego se hab ían extendido al co n junto de los
ciudadanos. H abía aq u í u n a continuidad notable, u n hecho ideo­
lógico que Séneca analiza al tom arlo en s u s m anifestaciones m ás
diversas y al colocarlo dentro de la concepción estoica del m undo.
Pero ese hecho era m uy anterior a la llegada de los filósofos y de
s u s doctrinas. E ra u n hecho prim ero de la conciencia rom ana.
El estoicism o no lo creó, sino que sólo4se limitó a tra ta r de Ju sti­
ficarlo.
El respeto de la sjerarq u ías, del orden establecido, será la co n ­
dición m ism a de la libertad. Asi lo d em u estra Cicerón en su Tra­
tado d e las leyes con el siguiente razonam iento: “si es cierto que
la piedra an g u lar de toda sociedad es. en virtud del orden mismo
del m undo, la ju sticia Uustüiai''·. si es tam bién cierto que la Justi-
cia consiste, seg ú n u n a definición clásica e n aquella época, en
‘conceder a cad a u n o lo que e s debido*, síguese de ello que la J u s­
ticia im plica el respeto de los dem ás, su libertad, la au sencia de
coacción, en su m a, el consentim iento m u tu o y la concordia. Por
su n atu raleza m ism a, e n efecto, la ju sticia im plica la adhesión de
todos. ¿A quién e n efecto le rep u g n aría que se diera a cad a u n o lo
que le e s debido? De m an era que u n o de los ro stro s de la ju sticia
es la libertad.
P ara exponer esta dem ostración Cicerón se apoyaba a la vez
e n la experiencia política de los rom anos y e n la definición aristo ­
télica del se r h u m a n o concebido com o “anim al social", cuya n a tu ­
raleza sólo se desarrolla verdaderam ente e n la polis y por la polis.
De modo que p ara u n ciu d ad an o el peor crim en y la peor falta se ­
rá hacer que el E stado en que vive, en el que h a llegado a la edad
ad u lta, que lo defiende co n tra los peligros y la injusticia, se vea
com prom etido o destruido por s u propia falta en la m edida en que
esto dependa de él. Y se recordará que a n te s de Aristóteles. Pla­
tón h abía puesto u n discurso análogo en boca de Sócrates preso
y condenado a m uerte. Como Crltón le había ofrecido la m an era
de evadirse y de recu p erar su libertad. Sócrates rechazó el ofreci­
m iento dando como razón que si se com portaba de ese m odo ate n ­
taría contra las leyes conforme con las cuales h ab ía sido juzgado
y condenado. Eso com prom etería la libertad de toda la polis al
ate n ta r contra el libre Juego de s u s instituciones. Asi. el espíritu
m ás independiente, el espíritu m á s “libre” de todos los tiem pos no
quería que s u propia libertad personal se ejerciera y se afirm ara
en detrim ento del Estado. C uando dos libertades so n contradic­
torias la que debe im ponerse es la del m ayor núm ero; esto im pli­
ca m uy lógicam ente que la tiran ía ejercida por la colectividad e s­
ta rá justificada.
E n Roma, cu an d o llegó a rom perse el pacto de am istad sobre
el cual reposaba el estado, estas dos concepciones de la libertad
no tard aro n en e n tra r en conflicto. A m enudo los G racos fueron
acusados de h ab er destruido la concordia den tro del Estado. E n
realidad, la política de los G racos fue an tes que la c a u sa el resu l­
tado de u n a situación económ ica y m oral que se h ab ía hecho ines­
table. La “nobleza”, después de las grandes co n q u istas del siglo se­
gundo a n te s de n u e s tra era. ten d ió a en cerrarse e n sí m ism a y a
excluir cada vez m á s estrictam ente de la s m a g istratu ra s a los
hom bres que no e ra n de s u clase. M ientras los m agistrados asi de­
signados fueron varon es de Indiscutible m érito, q u e obtenían éxi­
tos m ilitares y que e n el interior del p aís aseg u rab an u n a vida tr a n ­
quila y suficientem ente holgada, el pueblo toleró sin m ayores in ­
convenientes el predom inio de las g ran d es familias. Pero cuando
som etidos a p ru eb a se reveló que algunos de los que asi h ab ían lle­
gado al poder e ra n incapaces de cu m p lir la m isión de que estab a n
encargados, entonces los ciu d ad an o s e n s u con ju n to advirtieron
que se les h ab ía despojado de s u libertad, esa libertad (que e n p rin ­
cipio les estab a reconocida) de elegir com o dirigentes y jefes e n la
g u erra y e n la paz a los hom bres q u e le s parecían los mejores. B as­
ta ro n u n o s pocos fracasos d u ra n te u n a gu erra p a ra que el siste­
m a establecido fuera puesto en tela de Juicio y p a ra que los ciu d a­
d anos clam aran contra la tiranía.
E n el prefacio de s u Guerra d e Yugurta, S alustio s itú a el con­
flicto que opuso Roma al rey n ú m id a en los com ienzos de la rebe­
lión de la plebe o por lo m enos en el m om ento en q u e los ciu d ad a­
nos cobraron conciencia de que el E stado rom ano y a n o era el de
antes.
La ocasión fue ofrecida por las dificultades que se encontraron
en Africa d u ra n te las operaciones m ilitares que llevaba a cabo u n
m iem bro de la ilustre familia de los Cecilios. C. Cecilio Metelo
obtuvo al principio algunos éxitos y d u ra n te algún tiem po se gran-
jeó la estim ación del pueblo, pero la g u erra se prolongaba indefl-
n idam ente y nin g u n a victoria decisiva perm itía p oner fln a e sa s lu ­
ch as interm inables. Metelo fue alejado del m ando y en s u lu g ar se
designó a u n hom bre nuevo. C. Mario, procedente de la pequeña
ciudad de Arpino. Y Mario alcanzó m u y pronto la victoria. E n ad e­
lante. los “nobles” ya no fueron considerados como los dirigentes
n a tu ra le s del pueblo, como Jefes bendecidos por los dioses, sino
que se los consideró u su rp ad o res, “tiran o s”. Las alian zas familia­
res y políticas que los nobles h acían en tre si fueron estim ad as co­
mo “facciones".
E sta palab ra “facción”, que h ab ría de te n e r u n a g ra n fortuna
diecinueve siglos después, fue analizada m aglstralm ente en la
obra de J . HellegouarcTi sobre el Vocabulaire d es relations e t d es
partis politiques so u s la République. El vocablo designa las a g ru ­
paciones form adas po r u n pequeño nú m ero de p erso n as que tie­
n en m ira s de ap elar a todos los m edios de que disponen p a ra ob­
ten er lo q ue desean. Lo cu al equivale a u n intento d e falsear la vi­
d a política, a u n a violencia h ech a a la libertad. Ya hem os encon­
trado e sta p alabra facción en el d iscu rso que pronunció C ésar al
iniciarse la g u erra civil. Volvimos a enco n trarla e n el testam en to
político de A ugusto. E n am bos casos, el térm ino designa a los m is­
m os hom bres, al m ism o grupo, a los sen ad o res que quisieron opo-

RQ
nerse a C ésar, rebajar su gloria creciente que podía asegurarle
u n a influencia sin com paración con la de otros m iem bros del se ­
nado: esto creaba en favor de C ésar u n a desigualdad flagrante,
u n a evidente am enaza co n tra la “libertad" de esos hom bres. Lue­
go, d espués del asesinato del dictador, los “facciosos” de que h a ­
bla A ugusto son siem pre esos oligarcas que q u erían im pedir e sta
vez que los triunviros se hicieran cargo del estado. A parentem en­
te en las dos circunstan cias, por lo m enos algunos de estos oligar­
cas d eseaban frenar el m ovimiento que a rra stra b a a Roma hacia
la m onarquía. E n este sentido, aquellos hom bres defendían la li­
bertad en nom bre de u n a ideología republicana. Llam arlos faccio­
sos equivalía a su p o n er que s u s móviles eran sospechosos, eq u i­
valía a in sin u a r que no retrocederían ante n ad a p a ra alcanzar s u s
fines como com prar votos e n los comicios, provocar m otines, re­
currir abiertam ente a las arm as, h acer a sesin ar a s u s adversa­
rlos. .., to d as p rácticas de que e ra n asim ism o culpables los “p o p u ­
lares".
De modo que los dos partidos e n pugna invocaban igualm en­
te la libertad: hom enaje rendido a la virtud, ciertam ente, pero que
disim ulaba m al la reaüdad. E sa libertad ideal, cuyo nom bre era re ­
pelido a porfía, que servía de grito de com bate a los dos partidos,
ya no era la libertad de an tañ o . Ya no se tra ta b a solam ente de a s e ­
g urar a todos los ciud ad an o s la s g aran tías constitucionales co­
rrientes. que e ra n e n g ran p arte “libertades*' negativas, sino que
se tra ta b a de la m an era e n q u e sería gobernado el E stad o y e n p ro ­
vecho de quién lo seria.
H asta ese m om ento, según dijimos, la libertad de los ciu d ad a­
n os se reducía a elegir a los m agistrados o m ejor dicho a a ce p tar
o rechazar a los hom bres que p resen ta b an s u c an d id atu ra. A los
ciudadanos se les proponían las leyes en form a de u n texto ya re ­
dactado. Ellos podían aprobarlo o rechazarlo, pero no p articip a­
b a n en la elaboración de dicho texto. E sta función correspondía a
los m agistrados y a los senadores. H asta cu an d o se tra ta b a de u n
plebiscito, es decir, de u n texto presentado en los comftla tribuía
—la asam blea de la plebe— la sesió n oficial no im plicaba n in g u ­
na deliberación. U nicam ente el senado, de u n a m an era general,
tenía el derecho de deliberar, de pedir opiniones, de form ular u n
senadoconsulto. La m a sa de los ciu d ad an o s sólo podía intervenir
indirectam ente m anifestando los sentim ientos que cad a vez le in s ­
piraba la m edida propuesta. Asi lo h acían los ciu d ad an o s en oca­
sión de las contiones (asam bleas sin carácter oficial) en cuyo
tran scu rso cada partido tra ta b a de p ersu ad ir a los ciu d ad an o s p a ­

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ra que v olaran en favor o en co n tra del texto que debía som eter­
se a su consideración. Para el pueblo las contiones, a m enudo t u ­
m u ltu o sas a fines de la república, eran uno de los instru m en to s
de la libertad.
La libertad de los nobles era radicalm ente diferente. Para ellos
consistía en la posibilidad (si no ya en la seguridad absoluta) de
llegar a las m a g istratu ra s del cu rsu s honorum y m ediante ellas
asegurarse dentro del E stado crédito (gratia), prestigio (dignitas)
e influencia (auctoritas), co sas to d as de las que C ésar tem ía ver­
se privado.
De m anera que había ciertam ente dos clases diferentes de li­
b ertad, difícilmente conciliables, am b as legitimas, pero contradic­
to rias entre sí. El conflicto de esas libertades envenenará la vida
política d u ran te toda la prim era m itad del siglo i a. de C. Leyes de
excepción, votadas a m enudo p o r obra de la presión de u n a fac­
ción o de la otra o tam bién actos violentos sin justificación legal
aseg u rab an alternativam ente la victoria de los oligarcas y la
victoria de los “populares’*. Un trib u n o que trató de m an ten erse en
s u s funciones m á s allá de la d u ración legal fue p u esto fu era de la
ley y hecho a sesin ar por los hom bres del senado. Inversam ente,
u n a ley aprobada p ara afirm ar la ‘m ajestad" del pueblo rom ano
—su preem inencia respecto del senado— afectaba a todo m agis­
trado que no se plegara a la voluntad de los trib u n o s de la plebe.
La legalidad era violada. C. Mario fue reelegido p a ra el consulado
varios añ o s seguidos, co n trariam en te a las leyes, porque se lo co n ­
sideraba u n símbolo en oposición a la decadencia política de los
nobles.
A m edida que el conflicto se em ponzoñaba y tom aba visos de
g u erra civil, se m ultiplicaban los asesinatos. Se vio cóm o u n fla­
m en de Jú p ite r, Com elio M érula. tuvo que su icid arse e n el C api­
tolio. cóm o u n antiguo triunfador, Q. L u tad o C atulo, que h ab la
detenido la invasión de los cim bros algunos añ o s a n tes, fue obli­
gado a d arse m uerte. E n to d as p arte s, d u ran te la d ictad u ra de h e­
cho in sta u ra d a por el “popular” Com elio C inna. rein ab a el terror.
E sas fueron las consecuencias de los g ran d es co m b ates librados
en nom bre de la libertad, en nom bre del fan tasm a q u e e ra a si lla­
mado. Lo que e sta b a e n ju eg o era m enos la libertad de los ciu d a­
danos. cualquiera que se a el sentido de ese térm ino, que la con­
q u ista del poder. Porque se le h ab ía prom etido a C. Mario el p ro ­
consulado de Asia, éste se hizo cómplice de quien se lo había ofre­
cido. ¿Q ué tenia que ver la libertad en ese asu n to ?
Tal vez las p alab ras de Cicerón, que hem os citado, sobre la su -

71
bordinaclón que la s a rm a s deben a las leyes, n o s parezcan m ás
cargadas de sentido si recordam os h a s ta qué p u n to , e n el p a sa ­
do reciente, las leyes se h ab ían doblegado an te las arm as. Cicerón
deseaba que se estableciera por fin u n estado de derecho en lugar
de la serle de estado s de hecho que se sucedieron d u ra n te los
trein ta añ o s que tran scu rriero n a p artir de s u añ o de consulado.
A s u s ojos, lo que n o procedía de la ley era u n a tiran ía odiosa, a u n
cuando ésta Invocara la libertad. Cicerón en ten d ía p o r tiran ía u n
régim en que perm itía a u n a facción y h a s ta a u n solo hom bre, que
la dom ina y la utiliza, ejercer u n poder discrecional sobre el E sta ­
do. poder del que dep en d ían la vida de los ciu d ad an o s, s u s inte­
reses vitales, s u seguridad, s u felicidad. La tiran ía e ra u n régim en
que Cicerón ju zg ab a ta n to m á s execrable cu a n to que era co n tra­
rio al orden del m u n d o ta l como él lo concebía, co n trario a la n a ­
turaleza m ism a de los E stados, cuya existencia n o podía prolon­
garse u n a vez roto el acuerdo de los esp íritu s y los corazones, el
consentim iento m u tu o e n resp eta r cad a u n o la vida del otro, en
concederle el lugar que m erecieran s u s talentos, s u valor, los se r­
vicios que p restara o que pudiera prestar, en fin. el solo hecho de
ser u n ciudadano.
Esto evidentem ente im plicaba que no podía h ab er en tre todos
los m iem bros de la sociedad u n a igualdad com pleta; n ad a de eso.
Pero en lo tocante a las leyes no dejaba de existir u n a aequitas que
era p ara todos el hecho de poseer el derecho de la ciu d ad an ía ro­
m an a y. por consiguiente, el derecho de participar e n la libertas.

Lo que habia m antenido al pueblo en la obediencia d u ran te si­


glos y habia garantizado la autoridad de los m agistrados, desde el
m om ento en que ésto s se h a d a n cargo de s u s funciones, fue, se­
gún dijimos, la certeza de que dichos m agistrados h ab ían sido ele­
gidos e investidos con el acuerdo de los dioses. M ientras se m a n ­
tuvieron esas creencias y m ien tras no se puso en tela de juicio el
valor de las señales m ediante las cuales los dioses m anifestabam
su voluntad, se m antuvieron las instituciones tradicionales. P a­
recía evidente que u n a decisión tom ada en acuerdo con el se n a ­
do (representante de la sab id u ría hum ana) por u n cónsul que. g ra­
cias a los auspicios, co n tab a con la aquiescencia divina, no podía
ser sino u n a b u e n a decisión. Pero llegó u n m om ento en que los
ciudadanos ya no estuvieron ta n seguros de la b u e n a fe con que
s u s dirigentes in terp retab an los presagios y los signos. P ues se h a ­
bían com enzado a m an ip u lar los auspicios.
Esto parece h a b e r com enzado alrededor de m ediados del siglo

72
ii a. de C.. cu an d o se decidió que si u n m agistrado m ien tras se de­
sarro llab a u n a asam blea de los com icios d eclarab a que ‘observa­
b a el d é lo ”, la asam b lea dejaba de s e r válida. Maravilloso medio
p a ra paralizar el funcionam iento de la s Instituciones, m u tilar la
libertad del pueblo e Im pedir la aprobación de u n a ley desfavora­
ble p a ra este o aquel grupo. E sa era la re sp u e sta q u e d ab an los n o ­
bles a l p oder de los trib u n o s q u e h ab ía llegado a se r exorbitante.
P ara los oligarcas era u n m edio de defender s u libertad, pero que
s u s adversarlos n o p o d ían sino percibir com o u n a restricción de
la su y a.
E ste m edio de acción —o m ejor dicho de paralización— resu l­
tó ta n eficaz que contin u ó utilizándoselo a u n u n siglo después. E n
el a ñ o 59 a. de C.. el colega de C ésar e n el consulado. Bibulo, lo
em pleó p a ra im pedir la aprobación de la s leyes p ro p u estas a la vo­
tación del pueblo y q u e a él le p arecían Inoportunas.
Prim ero. Bíbulo h ab ía in ten tad o oponer s u veto. C ésar lo h a ­
bía p asad o por alto. E n to n ces Bíbulo se encerró e n su c a sa y de­
claró que “observaba el cielo”. Lo hizo sa b e r m ediante u n edicto,
u n m ensaje dirigido al pueblo. C ésar no se Inm utó y las leyes fue­
ron v o tad as y aprobadas. Por el m om ento, la oposición de B ibu­
lo no te n ia consecuencias, pero lo cierto es que d ich as leyes eran
Ilegales, puesto que h ab ían sido ap ro b ad as sin el acuerdo de los
dioses. Una vez term inado el consulado de C ésar toda s u obra le­
gislativa seria nula. Efectivam ente h u b o u n in tento en este s e n ­
tido a com ienzos del año 58 p ara an u la r la obra de C ésar. E ste se
contentó con h acer acto de presencia a las p u e rta s de Roma con
suficientes soldados p ara que los opositores no se atrevieran a h a ­
cer prevalecer s u pun to de vista, y C ésar perm aneció allí el tiem ­
po suficiente para que la am enaza de s u s arm as hiciera callar a
s u s enemigos. Solam ente entonces partió hacia su provincia y co­
menzó a intervenir en los asu n to s de las Gallas.
A p artir de entonces se hizo evidente que la vida politica podía
desarrollarse sin ten er en cu en ta reglas religiosas. Y esta “laiciza­
ción” iba a llevar al fin de la libertas. Las tradicionales b arreras se
h ab ían desm oronado. Ya n ad a im pedía poner en tela de Juicio la
autoridad asignada a hom bres y a leyes que ya no ten ían en su fa­
vor la consagración su p rem a, la aprobación de los dioses. Ahora
intervenían solam ente d o s fuerzas: la de las arm a s y la que con­
fería el consentim iento del m ayor núm ero de ciudadanos. Esto
b astab a p a ra que la “libertad" fuera herida de m uerte. E stab a a
punto de n acer u n a m onarquía.
Verdad es que se podría decir que C ésar estab a apoyado por

73
los “populares" y que é sta era u n a especie de libertad. U na liber­
ta d tal vez. ¡Pero c u á n tiránica! E sa libertad im plicaba que la m a ­
yor p arte del Estado, los hom bres llam ados tradiclonalm ente a
asu m ir las m á s alta s responsabilidades y los m ejor p rep arad o s
para to m ar decisiones vitales se veían im pedidos de desem peñar
el papel que les correspondía. Ya no e ra n libres. E sto se vio bien
cu ando Cicerón intentó h acer llegar a C ésar, que había reg resa­
do de E spaña en el año 45. u n a m em oria sobre el estado del im ­
perio, en la cual, fundándose en s u propia experiencia, se perm i­
tía d a r al dictador algunos consejos. E sa m em oria no llegó n u n ­
ca a m anos de César. F ue detenida por los allegados de C ésar,
Opio y Balbo, quienes Juzgaron que tal com o estab a red actad a no
era aceptable. Y sin em bargo Opio y Balbo estim aban a Cicerón y
eran s u s amigos. Le enviaron u n a resp u esta deferente envuelta en
las fórm ulas h ab itu ales de la cortesía. Pero lo cierto era que Cice­
rón e n el nuevo régim en y a no ten ía la libertad de h acer oír s u voz,
h abía perdido la parrhesta. el h ab lar franco. Inseparable de la li­
bertad.
Al confiscar asi la libertad, C ésar se apoyaba en u n a m ag istra­
tu ra arcaica, reanim ada u n o s c u a re n ta añ o s an te s por Sila. la dic­
ta d u ra , en virtud de la cu al se h ab ía restablecido —au n q u e p o r
seis m eses solam ente— el poder ab so lu to de los reyes en la form a
de u n im pertum m ilitar. D u ran te u n a d ictad u ra, q u ed ab an s u s ­
pendidas las g aran tías h ab itu ales de la libertad. La sociedad se
convertía en u n a sociedad som etida a s u imperator. Las b a rre ra s
levantadas para proteger a los ciu d ad an o s co n tra la arbitrariedad
de u n poder ilimitado q u ed ab an en to n ces abolidas. Ya no h ab ía li­
b ertad p ara nadie. El E stado de an arq u ía que se había declarado
hacia imposible aplicar la s leyes, los có n su les ya no podían se r ele­
gidos. había que acudir a artlflclosjurídlcos p ara que existiera u n a
autoridad en alguna p arte de la república. La ‘libertad" h ab ía d a ­
do p ru eb as de que no era m á s que licencia y anarquía. U nicam en­
te la ‘sociedad militar" que se establecía podía volver a aseg u rar
u n poco de orden. Llevaba en sí m ism a los elem entos apropiados
p ara re sta u ra r el poder del E stado —¡y por lo ta n to la libertad de
los ciudadanos!—y exhibía las an tig u as virtudes. N uevam ente e s ­
taba en el poder u n hom bre investido por los dioses, u n im pera­
tor victorioso, aclam ado como ta l en el cam po de batalla. S u ca­
rácter sagrado no se m anifestaba y a p o r signos inciertos que se po­
dían interpretar de m a n era arb itrarla según las am biciones y las
intrigas. Ese carácter resu ltab a de su “fortuna” en la acción.
E sta situación de que gozaba C ésar no era u n a innovación

74
im aginada p ara la circunstancia. C uando el im perio se hubo acre­
centado m ucho m ás allá de los lim ites de Italia y los jefes de ejér­
cito fueron m antenidos en s u s m an d o s d u ran te largos períodos,
los lazos creados entre ellos y s u s soldados se hicieron cada vez
m ás sólidos y duraderos: a si se habia form ado u n a sociedad p a ­
ralela a la sociedad civil. C uando esos soldados term in ab an su
tiempo de servicio activo co n tin u ab an siendo todavía los ‘hom ­
b res” de s u jefe a quien esta b a n obligados prim ero por el hecho
m ism o de la victoria, que él les habia hecho com partir, y luego por­
que el jefe les había obtenido tierras, los h abia in stalad o y d o ta­
do p a ra el resto de s u s vidas. Habia. p ues, colonias de veteranos
en Italia y en las provincias. Esos hom bres, unidos a su antiguo
jefe, le m o stra b an el reconocim iento y la fid e s , lo m ism o que los
clientes a su patrón, y e sta b a n d isp u esto s a acu d ir en su auxilio
si el jefe se veia am enazado en su persona o en su dignitas.
Por ejemplo, los ‘clientes” de Mario, esos ex soldados, h ab ían
dom inado los comicios. Los de Sila h ab ían contribuido vigorosa­
m ente a que se le otorgara la d ictad u ra. Los de Lúculo. d esp u és
de la g u e rra co n tra M itridates. h ab ía n acudido e n m a sa p ara ay u ­
d a r a M urena a llegar al consulado, y si Octavio, d esp u és del a se ­
sin ato de C ésar, pudo re u n ir fácilm ente ejércitos a títu lo privado,
si pudo ponerlos a disposición del senado p ara luego, m ediante
u n a ord en que él les dio. volverlos co n tra ese m ism o senado, p u ­
do hacerlo porque entre los veteranos de s u padre adoptivo había
encontrado a hom bres que se co n sideraban siem pre ligados por
su ju ra m e n to y que e sta b a n d isp u esto s a p ro b ar s u reconocim ien­
to por su antiguo jefe. De m a n era que p o r obra de u n m ovimien­
to n a tu ra l, resurgía u n a sociedad arcaica que d u ra n te m ucho
tiem po se habia yux tap u esto a la civil pero que ah o ra cu an d o é s ­
ta se deshacía ocupaba poco a poco s u lugar.
E n e s ta evolución lo que q u ed ab a de los antiquísim os valores
m orales que hem os descubierto e n los orígenes de la ciu d ad rom a­
na. esa m oral no escrita en la que e n últim a in stan cia d escan sa­
ba la “lib ertad ”, no desapareció del todo. E sos valores ib an a per­
m itir que u n a nueva concepción de la libertad se afirm ara. De
su erte q ue cu ando Cicerón y luego Octavio fueron proclam ados
“p adres de la p atria”, lo que reaparecía e n el fondo de las concien­
cias e ra la vieja e stru c tu ra de las gentes. ¿Q uedaba asi dism inui­
da la libertad? Si, si la libertad se concibe como u n a independen­
cia total del individuo y, e n definitiva, como el rechazo de los
vínculos sociales. Pero, ¿se puede h ab lar a u n de libertad cu ando
el E stado va a la deriva?

75
Con el principado ese m ovimiento que im pulsa al pueblo ro ­
m ano a b u s c a r u n ‘p ad re’ se h a rá irreversible. E n la n u ev a forma
de E stado que se crea, el principe, p o r discutible que sea a los ojos
de los oligarcas, no d ejará por eso de se r u n a c ria tu ra sag rad a a
la que se rendirá u n culto y se rodeará de u n a religión. C ada vez
que perece u n im perator y cada vez que algunos g ran d es p erso n a­
je s nostálgicos de los antiguos tiem pos proponen restab lecer la
libertas, el intento fracasa y los m ejores espíritus tien en perfecta
conciencia de que ese p aso es imposible. Sobre todo quienes
rep resen tarán u n obstáculo insuperable p ara re to m a r al viejo
gobierno son los soldados. La sociedad m ilitar no se concibe sin
u n jefe poseedor de los auspicios. C uando el ejército de E sp añ a
decide poner fin a la tiran ía de Nerón ofrece esp o n tán eam en te el
poder a Galba. ¡Para restablecer la libertad se eligió a otro
imperatori
Tam bién en nom bre de la libertad. Ju lio Vindex en el m ism o
m om ento tom a las a rm a s p ara aliarse con Galba. Luego se p ro d u ­
ce la serie de sublevaciones m ilitares, de las legiones que en v a­
rios p u n to s del im perio afirm an s u derecho a h acer u n em perador.
La “libertad” de las legiones se convertía en an arq u ía. El terrible
año de los cu atro em peradores llenó al m u n d o de ru in a s h a s ta el
m om ento en que. com o espantoso símbolo, se incendió el Capito­
lio. El tem plo del Muy B ueno y Muy G rande J ú p ite r se desm oro­
nó en medio de la s llam as. Parecía en tonces que el dios g aran te de
la libertad ro m an a —del em inente poder rom ano sobre todos los
otros pueblos— se ap a rta b a de los q u in tes. El incendio fue ta n re­
pentino que sorprendió a los com batientes m ism os q u e lu ch ab an
por el poder (cada u n o p o r s u libertad) que p a ra todos fue eviden­
te q ue se tra ta b a de u n hecho so b ren atu ral. N unca fueron d escu ­
biertos los a u to re s h u m an o s.
E ntonces gradualm ente todo se calmó. La victoria designó a
V espasiano com o el hom bre que debía re sta u ra r el E stado. Pocos
m eses d espués, se in au g u rab a u n nuevo tem plo sobre el C apito­
lio e n ta n to que u n a ley. de conform idad con las form as antiguas,
legitim aba el im perium de Vespasiano.
Con el auspicio de u n im perator vencedor, se devolvía la li­
bertad a Roma, pero u n a libertad que nadie podía utilizar p a ra in ­
troducir el desorden e n el Estado. Y esto du ró aproxim adam ente
h a sta el m om ento en que Domlciano (porque Domiciano h ab ía pe­
cado contra la reserva que debe observar u n em perador y h ab ía ro­
to el equilibrio político p ara satisfacer s u s p asiones de hom bre p ri­
vado) fue a s u vez asesinado.

<■*/>
Pero debem os co n sid erar en o tra p arte de este libro la histo­
ria de e s ta reconquista de la libertad d u ra n te el régim en del p rin­
cipado, la historia de las m etam orfosis de esta libertad d esp u és del
fin de la antigua república, u n a vez que hayam os señalado qué in­
fluencias. llegadas de otros lugares, ofrecieron a los rom anos o tras
form as de libertad que ya no eran solam ente políticas.
3

La libertad sacralizada

Como cabía esp erar de u n pueblo que hizo eterno u n rico teso­
ro de leyendas, los griegos im aginaron alrededor de la libertad m u ­
chos m itos que p asaro n a través de los siglos y que desde la a n ti­
güedad no dejaron de h acer sen tir su efecto sobre los espíritus.
Esos m itos h acían de la libertad u n a diosa, u n a fuerza trasce n ­
dente, u n a de esas diosas que Junto con la A bundancia (Ops). la
Salud {Salus), la Concordia y la Victoria escap ab an al control h u ­
m ano. Por lo m enos así lo entendía Cicerón en el diálogo Sobre la
naturaleza de los dioses. La historia de Roma en aquellos días no
podía sino confirm arlo en esta opinión, ta n ta s e ra n las p ertu rb a­
ciones que había ocasionado en la sociedad rom an a la palabra
libertad.
A tenas, por su parte, se com placía en reco rd ar que en s u h is­
toria por dos veces esa diosa habia extendido de m a n era ejem plar
su protección sobre la ciudad. Una prim era vez, cu an d o se puso
fin a la tiranía de los descendientes de Pisistrato; y u n a segunda
vez. algunos años después, cuando los p ersas fracasaro n en su in ­
tento de som eter a Grecia.
El recuerdo de la prim era intervención se habia conservado de
varias m aneras; u n a era u n a esta tu a que rep resen tab a a los dos
héroes Harmodio y Aristogiton, los "tiranoctones" (m atadores de
tiranos) y que estab a consagrada a su m em oria en el barrio del Ce­
rámico. Cada año u n m agistrado acudía a ofrecerles los p resen ­
tes que p erpetuaban la supervivencia de los difu n to s y los descen­
dientes de éstos esta b a n exentos a perpetuidad de la s contribucio­
nes extraordinarias y de las cargas que de cu an d o en cuando se
im ponían a los ciudadanos. Y en los b anquetes, d esp u és de beber,
se en to n ab an canciones en honor de los héroes. Por ejemplo es­
ta que com enzaba con las siguientes palabras:
"Nunca nació en Atenas un hombre... (aquí hay una laguna en el tex­
to de la canción). Traeré mi espada en un ramo de mirto, como Har-

79
modlo y Aristogltón. cuando dieron muerte al tirano y a Atenas la
igualdad de las leyes*.
La leyenda estab a y a form ada y se h ab ía convertido en u n dog­
m a p ara el pueblo, pero la realidad parece h a b e r sido m uy diferen­
te, como lo m u e stran los relatos concordantes que Herodoto, Tu-
cidldes y por últim o A ristóteles n o s dejaron de los acontecim ien­
tos. Harmodio y Aristogltón eran dos Jóvenes aten ien ses enam o­
rados el uno del otro y q u e vivían Ju ntos. E n aquella época los dos
hijos m ayores de P isistrato, quien h ab ía ejercido d u ra n te m ucho
tiempo la tiranía e n A ten as (es decir, u n a m o narquía de hecho, u n
poder personal al que h ab ía llegado m ediante la astu cia y la fuer­
za) h ab ían sucedido a s u padre. Pero de esos dos hijos, H ipias e
Hiparco, sólo el prim ero ejercía la tiranía. H abía conñado a s u h er­
m ano u n a m a g istratu ra m enor p u esta bajo s u propia autoridad,
tal vez el arcontado. A hora bien, ocurrió que Hiparco se enam oró
de Harmodio, lo c u a l d isgustó no poco a Aristogltón. Según otra
versión, no fue H iparco m ism o quien se prendó del herm oso H ar­
modio, sino que fue otro hijo de Pisistrato, llam ado Tésalo (el Tesa·
lio), nacido de otro m atrim onio. Lo cierto es que Hiparco (oTésalo)
resolvió no dejar sin venganza los desdenes de Harmodio. Hiparco
—o el otro— utilizó a u n a h erm an ita de Harmodio a la que incitó
a acu d ir a ocupar u n lu g ar en la procesión de las fiestas panate-
neas, como ‘portadora de cesta” (canéfora), lo cu al era u n gran
honor p a ra la m uchacha. Pero cuando ésta se p resentó fue rech a­
zada e insultada y tuvo que retirarse cub ierta de vergüenza. E n ­
tonces, para vengarla. Harmodio y A ristogltón decidieron m a ta r a
los “tiranos".
Simbólicamente el asesinato debía llevarse a cabo en las fies­
ta s panateneas. Los dos am antes obtuvieron algunos cóm plices y
todo estab a listo p ara la acción cu an d o H arm odio vio a u n o de los
conjurados conversando fam iliarm ente con Hipias. Creyendo que
todo se había descubierto, Harmodio y A ristogltón se lanzaron so ­
bre los tiranos. Hiparco fue m uerto en el Cerámico. Harmodio fue
inm ediatam ente arrestad o y to rtu rad o , luego le dieron m uerte
u n a vez que hubo hecho revelaciones (falsas, seg ú n se decía, p a ­
ra im plicar en la co n ju ra a los am igos de H ipias e Hiparco). Hipias
continuó ejerciendo la tiran ía todavía d u ran te tre s años. Tuvo que
retirarse a cau sa de la presión de los lacedem onios. aliados con los
m iem bros de u n a de la s g ran d es fam ilias aten ien ses, los Alcme-
ónldas que vivían desde hacia tiem po e n el exilio.
De e s ta m anera, u n a historia de venganza am orosa fue tra n s ­
form ada en mito, el m ito de los tiranoctones; cam peones de la li­

80
bertad, bienhechores de A tenas, p atro n es sag rad o s de la dem o­
cracia, ejem plos p ro p u esto s a los ciu d ad an o s de los siglos fu tu ro s
y seguros de u n a gloria Inm ortal, independientem ente del hecho
de que s u acción no h ab ía sido in sp irad a p o r m otivos políticos y
que había fracasado e independientem ente del h ech o de q u e la ex­
pulsión de los tiran o s se h ab ía alcanzado p o r ob ra de u n a expe­
dición organizada por u n g ru p o de em igrados co n tra s u propia p a ­
tria con ayuda de extranjeros. S in d u d a v arias razo n es explican
que haya nacido esta leyenda y se hay a im puesto, co n tra to d a evi ·
dencia. a m enos de u n a generación de los su ceso s m ism os. Prime­
ro, el deseo m uy patriótico de b o rrar el recuerdo d e lo que había
sido u n a d errota de A ten as frente a Lacedemonia. A tenas sólo po­
día deber s u libertad —de la que ta n orgullosa estuvo siem pre
h a sta el p u n to de q u erer im ponerla p o r la fuerza a o tro s— a sí m is­
ma. E ra inconcebible que el régim en dem ocrático, que h ab ía d a ­
do a la ciu d ad u n im perio le h u b iera sido devuelto p o r u n ejérci­
to procedente de E sparta. A dem ás, el m ito de Harm odio y Aristo-
gitón dejaba entrever (a todo posible opositor a la dem ocracia) u n a
am enaza ta n terrible com o im precisa: si se a te n ta b a co n tra la li­
bertad. u n vengador su rg iría del pueblo inflam ado p o r el ejemplo
de los tiranoctones. A las anteriores razones se agregaba u n se n ­
tim iento m á s profundo, m á s místico: la idea de que la libertad p a­
ra alcanzar su verdadera dim ensión y s u eficacia divina debía e s­
ta r consagrada por la sangre, por u n sacrificio h u m an o . U na vez
m ás en A tenas, lo m ism o q u e en Roma, se en co n trab an indisolu­
blem ente ligadas la libertad y la m uerte.
La libertad de que se tra ta b a y que, de u n a m an era u otra, se
h abía devuelto a A tenas, era la libertad cívica, lo que se llam aba
la tsonom la; esa “igualdad de las leyes*, de que h ab lab a la canción.
La circunstancia de que todos los ciu d ad an o s podían p articipar
igualm ente y sin n in g u n a distinción en to d a s las funciones del E s­
tado, el hecho de que los cargos adm inistrativos se rep artían en ­
tre todos, se so rteab a n ..., u n ideal utópico que n atu ralm en te n u n ­
ca se realizó en la práctica a p esar de to d a s las tentativas. Ese fue
el mito de los tiranoctones. El episodio pone fin a u n periodo glo­
rioso de la historia de A tenas que. d u ra n te la tiran ía de P isistra­
to, había visto a la ciudad brillar con yivo esplendor dentro del
m undo helénico, en ta n to que por orden del “tirano" los aten ien ­
ses recogían, an te s de que se perdiera, la tradición de los can to s
homéricos en los que el helenism o iba a en co n trar s u Biblia. T am ­
bién d u ra n te ese período nació la tragedia y se desarrolló la poesía
lírica, elaborada sobre la b ase de los g ran d es ciclos míticos, y se

81
preparó la g ran eclosión que fue la del ‘siglo de Pericles", p ro d u ­
cida u n o s sesen ta añ o s d esp u és de la expulsión de Hlplas.
Hacía ciento diez añ o s que Pisistrato h ab ía ejercido la tiran ía
por prim era vez cuando Pericles se convirtió dem ocráticam ente en
el am o de A tenas. Fue aquel u n siglo de m aduración, de lento a s ­
censo de la ciudad y b ien cabe p e n sa r que sin ese ascenso aten ien ­
se y sin su prestigio, los esp artan o s se h u b ie ra n inclinado m enos
a escuchar los ruegos de los Alcm eónldas y las exhortaciones de
la pitonisa p ara devolver a A tenas u n a "libertad" de la cu al espe­
raban que hiciera volver a la ciudad a s u lugar anterior. Pero ocu­
rrió que m ientras ta n to y d u ran te la seg u n d a m itad de aquel siglo
(que fue la prim era del siglo v an tes de n u e s tra era) la c a u sa de la
libertad iba a conferir a A tenas u n nuevo prestigio, el de h ab erla
defendido victoriosam ente por dos veces co n tra los reyes de P er­
sia. Darío y luego Jeijes. E stos nuevos títu lo s de gloria n u n c a h a ­
b rían de olvidarse, n i en la antigüedad (donde valdrán a los ate­
nienses la indulgencia de los rom anos, a u n en s u s peores causas)
ni entre los m odernos; y los aten ien ses m ism os n u n c a p erd erán
la ocasión de recordar s u s victorias su b ray an d o sin am bages que
su propio valor y el triunfo alcanzado en la s g u erras m édicas les
dab an p ara siem pre la prim acía en tre todos los griegos.
¿De qué m anera los aten ien ses se vieron envueltos en esta
aventura que les valió ta n ta gloria?
H asta fines del siglo vi a. de C., los colonos griegos estableci­
dos en la s co stas del Asia M enor vivían e n b a sta n te b u en a inteli­
gencia con los pueblos “b árb aro s” de tierra adentro. La situación
cam bió algún ta n to cu an d o se estableció el im perio de los m edos
y luego el de los persas, pero la soberanía de estos no parece h a ­
ber sido m uy agobiante p a ra esas ciu d ad es (especialm ente la s de
Jo n ia, que eran las m á s prósperas), en la s que el poder era ejer­
cido en realidad por “tiranos" vasallos del G ran Rey. p o r lo m enos
si hem os de d ar crédito a Herodoto, que e s n u e stra principal fuen­
te. pero aconteció que en el año 500 a. de C. la s intrigas de u n o de
esos tiranos, el m ilesio A ristágoras, u n heleno, lo echaron a p er­
der todo. D espués de h ab er prom etido al G ran Rey an ex ar a su im­
perio la isla de Naxos y d esp u és de h a b e r fracasado en su in ten ­
to. se rebeló y pidió a los estad o s griegos de E u ro p a que lo ay u d a­
ra n a liberar del yugo p ersa a los griegos de Asia, s u s “primos". El
mism o se llegó a E sp arta y a A tenas a fin de decidir a esto s dos E s­
tados a e n tra r en g u erra co n tra los b árbaros. Cleomenes, el rey de
E sparta, se negó a p re sta r su ayuda cu an d o supo que la capital
de los p ersas se en co n trab a a tres m eses de m arch a desde la eos-

82
ta del m ar. E n A tenas, p o r el contrario, donde la decisión corres­
pondía al pueblo reunido en asam b lea se votó con en tu siasm o p a ­
ra q ue u n contingente de veinte navios fuera p u esto a disposición
de A ristágoras. Y Herodoto term in a diciendo que h ay que creer que
es m ás fácil en g añ ar a u n g ran núm ero de ho m b res que a u n o so ­
lo. Y agrega q ue el envío de esa flota fue. ta n to p a ra los griegos co­
mo p a ra los bárbaro s, la fuente de g ran d es calam idades.
Al n egarse a com prom eter a E sp arta e n u n a lu ch a p o r la liber­
tad de los jonios. Cleomenes tuvo sin d u d a e n c u e n ta v arias cir­
cu n stan cias. E n prim er lugar, com o rey de u n a ciudad dórica, no
se sentía obligado con u n a confederación Jónica. Luego, las fuer­
zas de E s p a rta e sta b a n envueltas en la s cu estio n es de los colonos
instalados en el occidente, e n Sicilia y en la M agna G red a, de m a ­
nera que los e sp arta n o s e ra n reacios a dirigir s u s m irad as hacia
la cu en ca del Egeo. Por fin. E sp arta ten ia m u ch o s m otivos de in ­
quietud e n el Peloponeso mism o, donde s u s vecinos no le m o stra­
ban precisam ente sim patía.
Los aten ien ses, en cam bio, se reconocían allegados a los jo n io s
y se In tere sa b an vivam ente por todo lo que ocurría en la s isla s y
en las orillas del m a r que bordeaba s u s pro p ias costas. No expe­
rim entaban sin em bargo sentim ientos hostiles co n tra el G ran Rey.
Antes h ab ían solicitado la alianza de éste, cu an d o C leom enes h a ­
bía intervenido en s u s a su n to s in tern o s y h ab ía ocupado la Acró­
polis. Los enviados aten ien ses h ab ían ido en to n ces a Sardis, don­
de el rep resen tan te del Rey les h abía pedido a cam bio de s u p ro ­
tección “la tierra y el agua", es decir, que reconocieran la so b era­
nía teórica de los persas. ¡Los em bajadores h ab ían aceptado! Pe­
ro cu an d o regresaron a A tenas la política del pueblo h ab ía cam ­
biado, de m a n era que fueron desautorizados. F ue en ese m om en­
to cu ando se presentó A ristágoras y los aten ien ses le p restaro n
oídos. La Acrópolis ya no estab a am enazada, p u e s hacia m ucho
tiempo que Cleomenes h ab ía regresado a E sp arta. Y, principal­
m ente, todo el m undo sabía que Hipias. el tiran o depuesto, era
uno de los consejeros a los que escu ch ab a el G ran Rey y que u n a
victoria de éste sobre los jonios rebelados podía h ace r volver la ti­
ranía de los p isistrátid as a A tenas. Todo esto hizo q u e los aten ien ­
ses v o taran p ara b rin d ar socorro a A ristágoras y que estuvieran
presentes en el cuerpo expedicionario que éste envió contra S ar­
dis. La ciu d ad fue tom ada sin dificultad, pero a c a u s a de u n a im­
prudencia se declaró u n incendio en el conjunto de las c a s a s c u ­
biertas con cañ a s, de m anera que todo ardió, lo m ism o que el tem ­
plo de la G ran Madre, la que nosotros llam am os Cibeles. C uando

83
los aten ien ses rom pieron s u alianza co n A ristágoras (que no esta·
b a p resen te e n el episodio de Sardls) y llam aron de regreso a s u
contingente, y a era dem asiado tard e, p u e s a p e s a r suyo se h ab í­
a n convertido e n los enem igos d eclarados de la m onarquía de los
persas.
Las rep resalias de ésto s co n tra los griegos n o se hicieron e s­
perar. M ientras A ristágoras iba a m o rir e n M irkinos. en la Tracia,
donde tra ta b a de erigir u n reino propio. Mileto era tom ada p o r el
Rey y a rra sa d a . Además, el tem plo de Apolo, u n san tu ario reveren­
ciado y centro de la Jo n la. fue entregado al pillaje e incendiado.
¡Respuesta de la asiática Cibeles al helénico Apolo! Darío, ap are n ­
tem ente decepcionado p o r el régim en d e los tira n o s que h a sta en ­
tonces él m ism o había favorecido e n la s ciu d ad es griegas, estable­
ció en Jo n la gobiernos dem ocráticos. ¡Extraña paradoja esta con­
cesión de u n a libertad cívica d ad a a quienes, seg ú n decían los grie­
gos. eran “esclavos" del G ran Rey. libertad q u e no poseían m u c h as
ciudades libres de la propia Grecia! Pero, ¿era cierto que la “liber­
tad" de u n a ciudad hacia realm ente libres a todos los ciudadanos?
A todo esto. Darío p rep arab a s u venganza. E n el año 491. e n ­
vió a la m ayor parte de los E stados griegos, y especialm ente a Ate­
n a s y a E sp arta, em bajadores p ara exigir “la tierra y el agua”. E n
el caso de A tenas, se tra ta b a de recordar u n acuerdo. M ientras que
la m ayor p arte de los otros E stados acep tab a h acer ese gesto de
sum isión teórica, los aten ien ses y los esp artan o s, no sólo se n e­
garon a hacerlo sino que dieron m u erte a los enviados del Rey. Lo
cual constituía u n sacrilegio y u n crim en co n tra el “derecho de
gentes”, p u e s desde los tiem pos legendarios los em bajadores te ­
nían cará cter sagrado y eran respetados.
M ientras los aten ien ses d eclaraban la gu erra a los de Egina
con el pretexto de que h ab ían aceptado la exigencia de Darío y
a rra stra b a n en este asu n to al rey de E sp arta. Cleomenes, los pi-
sistrátld as b u sc a b a n refugio ju n to al G ran Rey y fortalecían a D a­
río en s u voluntad de reducir a la esclavitud a los aten ien ses y los
n a tu ra le s de Eretria, esa ciudad de E u b ea que continuaba sien ­
do la aliada m á s fiel de A tenas. E n to n ces el ejército de los p ersas
se puso e n m archa desde la Cilicia.
La isla de Naxos fue atacad a, la ciu d ad saq u ead a, los tem plos
Incendiados. Pero cu an d o los p ersas llegaron a Délos y los h ab i­
ta n te s de la isla se disponían a h u ir tem iendo lo peor, el Jefe p er­
sa, D atis. los tranquilizó en pleno acu erd o con la s órdenes del Rey.
Declaró q ue estab a firm em ente resuelto a re sp e ta r “la isla e n que
h ab ían nacido las dos divinidades” (los hijos de Latona. A rtem isa

84
y Apolo). E ra evidente que el p e rsa no se co n sid erab a enemigo del
helenism o, el que sim bolizaba la pareja de herm anos, n i se con­
sideraba e n g u erra co n tra el helenism o com o tal. sin o que com ba­
tía co n tra la s ciudades que le h a b la n sido hostiles y h ab ían favo­
recido a los rebeldes de su Imperio. De m an era que d esp u és de h a ­
b er respetado a Délos, san tu ario principal de todo lo que era grie­
go, los m ism os p ersas, u n a vez que tom aron por traición a la ciu ­
dad de E retrla la ab an d o n aro n al pillaje e incendiaron s u s s a n tu a ­
rios. Al hacerlo, b o rrab an de la superficie de la tie rra “la com uni­
dad* erétrica e n su dim ensión h u m a n a y e n su s e r divino.
D espués de la destrucción de E retrla. el ejército p ersa se diri­
gió a A tenas. Hlplas. el ex tirano, servia de guia a los persas. E n
la ciudad m ism a, d esp u és de m u c h a s discusiones, se decidió re­
sistir. La dirección y la organización de e sta resistencia fueron
confiadas a M ilcíades que hizo n o ta r al pueblo que ‘si A tenas
triunfa puede llegar a ser la p rim era entre la s ciu d ad es griegas”,
adem ás de conservar su libertad, e s decir, s u existencia. Al m is­
mo tiem po, la presencia de H ipias en tre los p ersas m o strab a que
tam bién la libertad in tern a del E stad o se en co n trab a e n peligro.
Las dos “libertades” estab a n ligadas. ¡Para conservarlas habia que
d erram ar sangre!
Milcíades sab ia que si q u erían ten er u n a oportunidad de ven­
cer, era m en ester obrar prontam ente. Conocía la s debilidades de
la dem ocracia. Tem ía que, si se difería el com bate, estallara la dis­
cordia en tre los atenien ses y se form ara u n partido en favor de u n
entendim iento con los persas; por lo dem ás, siem pre h ab ia u n
b uen núm ero de ciudad an o s a quienes no les rep u g n ab a el reto r­
no de los tiranos. Ya los A lcm eónidas eran sospechosos de tra i­
ción. Una vez m á s se in sin u a b an las divisiones in tern as. Pero es­
ta vez se tra ta b a de la salvación m ism a de la ciudad. El ejemplo de
Eretrla dem ostraba que no se podía co n tar con la clem encia de D a­
río. quien tenia contra A tenas u n motivo de venganza personal.
Todos sabem os cómo term inó esto en la llan u ra de M aratón.
En realidad. no fue m ás que u n en cu en tro de vanguardia, que b a s ­
tó em pero p a ra detener el asalto de los b árbaros. Allí los aten ien ­
ses estuvieron solos con s u s fieles aliados, los de Platea. Los e s­
p artan o s llegaron con retraso, p u e s p a ra ponerse en m arch a h a ­
bían esperado el m om ento del plenlluhio. Se lim itaron p u e s a ce­
lebrar la victoria de Milcíades.
Pero los dem ás griegos e sta b a n lejos de ponerse de acuerdo
p ara c o n tin u a r u n a lucha en la c u al lo que e stab a en ju eg o p are­
cía ser. m ás que nu n ca, la ‘libertad” de A tenas, su supervivencia.

85
pero tam bién s u gloria. ¿No sería peligrosa p a ra los otros E stados
u n a victoria de los aten ien ses? Por ejemplo, la s ciu d ad es de Be-
ocla, generalm ente go b ern ad as p o r oligarcas, se inclinaban en fa­
vor de los persas. Lo m ism o o cu rría con los argivos del Pelopone-
so. Los beocios y los aigivos no estab a n m enos preocupados que
los aten ien ses y los e sp arta n o s por conservar s u propia au to n o ­
m ía y s u libertad “interna", la elección libre de s u s gobiernos, co­
s a s que ta l vez no resp etarían los aten ien ses victoriosos. Por eso
algunos E stados se m an ifestab an favorables al G ran Rey de quien
esperaban que los protegiera co n tra el im perialism o de s u s m oles­
tos vecinos. Bien se ve que la c a u s a de la libertad, au n q u e la p a ­
labra fu era la m ism a en to d a s las bocas, servia p ara en cu b rir y
justificar actitu d es políticas absolutam ente contradictorias.
¿De qué libertad se tra ta b a , p u es? P ara A tenas consistía a n ­
te todo en el m antenim iento de la dem ocracia, tal como la había
organizado la reform a de C listenes algunos a ñ o s antes. Pero ta m ­
bién consistía en su supervivencia como E stado autónom o y, co­
m o lo h ab ía visto b ien Milcíades, en s u potencia y en su gloria. E s­
p arta estab a m enos am enazada porque otrora s u rey se h ab ía n e­
gado a unirse a la rebellón de A ristágoras. Pero el espíritu de in ­
dependencia. el particularism o social y político que la caracteriza­
b a n difícilmente podían concillarse con u n a soberanía del rey de
Persia, por m á s que ésta fuera b astan te teórica y rem ota. Y n o es
m enos cierto que la resistencia que los e sp arta n o s term in aro n por
oponer a los p ersas y su participación e n lo que debía parecer lu e­
go (en u n a Grecia dom inada por A tenas y u n o s d o s mil a ñ o s des­
p u és a los historiadores de la época rom ántica) como la lu c h a s a ­
grada de los helenos co n tra la b arbarie fueron m enos resu eltas,
m enos determ inadas que la participación y la resistencia de los
atenienses. Los escrúpulos astronóm icos que los e sp arta n o s in ­
vocaron no n o s p ersu ad en totalm ente. Siem pre es pru d en te p ara
elegir u n partido esp erar el resu ltad o de u n a b atalla librada por
otros.
Pronto la s vacilaciones de E sp arta desap arecerían (a lo m enos
por u n tiem po y an tes de que se celebrara u n a alianza formal en ­
tre los e sp artan o s y los persas); pero p a ra resolverla a tom ar u n a
parte activa en la guerra librada co n tra JeiJes. el hijo de Darío, fue
necesario todo el talento político de Tem ístocles Ju n to con su h a ­
bilidad diplom ática y su genio de estratego.
Con Jerjes, lo que h ab ía sido h a s ta en to n ces u n a operación de
represalias se convirtió en u n a em presa de n atu raleza com pleta­
m ente diferente. El joven rey que h ab ía regresado victorioso de

86
Egipto, donde h ab ía restablecido su poder y se h ab ía igualado a
los faraones de an tañ o , concibió am biciones m á s v astas que las de
su padre. Si hem os de creer a Herodoto, foijó el proyecto “de ex­
tender la tierra de los p ersas p ara igualar la que cu b re todo el cie­
lo de Z eus” y h ace r que el sol en adelante no ilum ine ningún país
limítrofe del suyo.
Es probable que esta determ inación de fu n d ar u n imperio que
abarcara todo el disco de la tierra le fuera sugerida a J e ije s por las
fórm ulas que acom pañ ab an la investidura de los faraones y que
afirm aban la suprem acía de estos reyes sobre “todo lo que el sol
ilum ina”, como corresponde a los hijos de Re.
En todo caso, este pensam iento que en el cu rso de los siglos
habría de in sp irar a no pocos conquistadores, fue algo que J e ije s
quiso trad u c ir en actos. Tal vez pueda verse u n indicio de esto en
su intento de h ace r intervenir a los cartagineses, “eso s fenicios del
Oeste" que, como tales, dependían de su imperio, p u esto que é s ­
te abarcaba la Siria y la Fenicia e hicieron la g u erra contra las co­
lonias dóricas de Sicilia. El m u n d o griego q u ed aría a si atrap ad o en
una operación de pinzas. E n el centro estab a el h u e so du ro de pe­
lar. la Grecia continen tal de alrededor de A tenas y de E sparta.
Viose en to n ces u n a vez m á s a casi todos los Estados' griegos
d ispuestos a en tre g ar “la tierra y el ag u a”, a ab d icar s u libertad a n ­
te la am enaza. No hem os de reco rd ar aquí cómo Tem ístocles. apo­
yándose en los oráculos y en u n a estrategia afo rtu n ad a, pu so fin
al su eñ o de J e ije s . V erdad es que A tenas fue tom ada, que el tem ­
plo de P alas A tenea de la Acrópolis fue incendiado (como lo h ab ía
sido el tem plo d e Cibeles de Sardis), pero la flota p ersa quedó an i­
quilada en la s a g u a s de S alam ina el 20 de septiem bre de 480.
Como se sab e, la guerra d u ró todavía u n añ o y sólo el 27 de
agosto de 479 el ejército te rre stre de Persia fue a p lastad o en Pla­
tea. Un contingente tebano com batía e n favor de los b árbaros.
M ardonio, el jefe persa, h ab ía a n te s intentado g a n a r a los griegos
p ara su c a u s a valiéndose, ya de la persuasión, ya recurriendo al
terror: A tenas fue entonces devastada por él u n a segunda vez. au n
an tes de que h u b iera habido tiem po p ara q u ita r los escom bros de
las ru in as. Los e sp arta n o s se h ab ían m ostrado m u y reticentes en
re a n u d a r el com bate y Tem ístocles h ab ía perdido casi toda su in ­
fluencia sobre el pueblo. Sin em bargo los griegos term in aro n p o r
salir victoriosos, por a p lastar el ejército de los b árb aro s, y lo hicie­
ron co n tra u n a p arte de los m ism os griegos.
E sta victoria m arcó el apogeo de A tenas que, e n nom bre de la
libertad griega, se ap resu rab a a establecer su im perio sobre la

87
G recia ‘liberada”. La potencia de s u flota, el prestigio de s u s ho-
plltas. considerados irresistibles e n el cam po de batalla, hicieron
m á s en e sta em presa que la gloria de h ab er evitado a los griegos
el convertirse en los “esclavos" de los p ersas. Los historiadores
m odernos, influidos por el espectáculo o el recuerdo de las lu ch as
que sostuvieron en el siglo xix los griegos co n tra los tu rco s por su
Independencia nacional, a m enudo rep resen taro n las g u erras m é­
dicas como el choque de dos m u n d o s, como el com bate de la liber­
ta d contra la esclavitud, de la dem ocracia co n tra la tiranía, de la
Ubre reflexión y de la razón c o n tra el oscu ran tism o de u n a clase
sacerdotal apoyada en s u poder absoluto. Todas e sta s so n concep­
ciones n acid as en el “siglo de la Ilustración" y e stá n m uy lejos de
la realidad. El m azdeísm o no era el islam ism o; s u teología no era
ni intolerante n i totalitaria. Asi se lo vio cu an d o Darío dio la orden
de resp etar los san tu ario s de Délos. Y d u ran te generaciones los
griegos de J o n ia y de C arla h ab ía n adorado a s u s propias divini­
dades nacionales a s u gusto. S u s sabios y s u s filósofos no se h a ­
b ían visto m olestados en la elaboración de s u s doctrinas n i e n la
exposición de s u s teorías. El nom bre de Tales de Mlleto era céle­
bre en todas las ciudades en que se h ab lab a el griego. La dom ina­
ción persa sobre Egipto h ab ía perm itido a T ales viajar con facili­
dad a este país a integrar en s u propia visión del m u n d o ciertos ele­
m entos de la teología egipcia; en cu an to a é sta h ab ia p asad o sin
g ran d es cam bios a través de la dom inación persa, como lo a te s­
tigua toda u n a serie de docum entos.
De m a n era que no se podría so sten er seriam ente que u n a vic­
toria de los p ersas h ab ría com prom etido la "libertad de pensar" de
la raza helénica. E ntre el pensam iento griego y la “cultura" a s iá ­
tica no había la oposición que se supone con h arta frecuencia.
Sabem os bien que, desde los tiem pos m á s antiguos, se habia
producido u n a verdadera ósm osis entre los diferentes pueblos de
la cuenca del Egeo y que el im perio de Alejandro perm itió a los
griegos asim ilar m uchos elem entos del pensam iento oriental, lo
cual dio u n nuevo im pulso al helenism o. Se dirá que Alejandro
h abia resultado victorioso. ¿H abría sido lo m ism o si su tentativa
hubiera fracasado? Cabe p e n sa r que el resultado no hab ría sido
m uy diferente, p u es la circulación de las ideas y de los cultos no
dependía de las relaciones de fuerza entre los elem entos étnicos
que com ponía el imperio m acedónico y los reinos que surgieron
de él
Lo cierto es que a com ienzos del siglo v a . de C.. el que se ofre­
ce a n u e s tra m irada es u n helenism o todavía dividido, u n m undo

88
en el que se en frentan E stad o s que alcanzaron diferentes grados
de evolución política: u n o s se h ab ían decidido p o r la s institucio­
n es dem ocráticas, otros c o n tin u ab an siendo gobernados por s u
aristocracia (de familia, de riqueza), otros p o r fin se acom odaban
m ejor (y algunos m uy bien) al régim en ‘del tiran o ” que los dirigía.
C ada u n o de eso s E stad o s era “Ubre'*. S u libertad se trad u cía en
la autonom ía de su política exterior e interior, e n la gestión de s u s
propias finanzas, en la organización de su defensa propia, en el
culto de s u s divinidades tradicionales y por fin en la elección libre
del régim en que creía que m á s le convenía. E ntre dichos E stados
a veces se celebraban alianzas p ara defender m ejor su libertad
frente a otros. M ás frecuentem ente experim entaban envidia y se
h acían la guerra. Y tam bién con frecuencia los intereses de u n p a r­
tido conducían a quienes lo com ponían a acu erd o s secretos con
los ciudadanos de otra ciudad que com partían s u s aspiraciones y
los llevaban a co n q u istar el poder con la ay u d a de éstos; de esta
m anera com prom etían la ‘‘libertad’' de su p atria y h a s ta llegaban
a d estru irla para escap ar a la “esclavitud" que, seg ú n decían, h a ­
cia p esar sobre ellos el partido contrario.
De la m ism a m anera, los jóvenes aristó cratas rom anos, d es­
p u és de la expulsión de los T arquines, se lam en tab an xle que s u
‘libertad" estuviera dism inuida e n beneficio del m ayor núm ero.
Con todo, los aten ien ses o b tenían su stan ciales beneficios de s u s
victorias sobre los persas. M ientras que los de P latea recibían la
autorización de celebrar cad a cu atro añ o s u n a fiesta dedicada a
la diosa Libertad (Eleutheria). los aten ien ses im ponían fuertes
m u lta s a los pueblos que h ab ían aceptado las exigencias de los
p ersas y pedían a otros p esad as contribuciones a fin. seg ú n de­
cían. de ‘protegerlos". ¡Un ejemplo que sería seguido m u y frecuen­
tem ente en el tran scu rso de los siglos!

La G recia que había hecho que se fru stra ra n la s am biciones


de J e ije s era la Grecia de los E stad o s ciu d ad es y p o r e sta razón la
idea de libertad resultó inseparable de la Idea de E stad o ciudad.
Pero la organización que p resen ta éste no e s m u y an tig u a e n la
cuenca del Egeo. S u s orígenes so n b asta n te oscuros. Se lo puede
definir como u n a sociedad cerrad a en la que el ejercicio del poder
e stá reglado p o r u n conjunto de co stu m b res y de leyes que contro­
lan todos s u s m iem bros o u n a p arte de s u s m iem bros. E n el s e ­
no de esa sociedad se producen n atu ralm en te intercam bios de
servicios, de objetos, y no p u ed en d ejar de existir obligaciones m u ­
tu a s p ara aseg u rar en principio el bien de todos. La “libertad" (si

89
hacem os a u n lado los esclavos som etidos por la ciudad p a ra a se ­
g u ra r su independencia económica) es en to n ces sólo la indepen­
dencia de la com unidad m ism a respecto de otros grupos h u m an o s
instalados en su vecindad.
Ignoram os en qué m om ento se formó este sistem a. Tam poco
sabem os si el E stado ciudad salió del pensam iento de los propios
griegos, lo cual no e s lo m á s probable. Pero en el m om ento en que
aparece an te n u e s tra m irada, el E stado ciudad es algo in sep ara­
ble del helenism o. La sociedad, de la que los poem as hom éricos
n os ofrecen la Imagen, es u n a sociedad m ilitar, en la cual los hom ­
b res que form an el laos (es decir, el ejército, pero al m ism o tiem ­
po "el pueblo”) e stán colocados bajo la au to rid ad de u n Jefe que tie­
ne sobre ellos todos los derechos. Por lo m enos esto es asi en la /li­
ad a, pero puede u no preg u n tarse si el cu ad ro del ejército aqueo,
im puesto por el tem a del poem a, nos inform a fielmente sobre lo
que era. por ejemplo, la realeza de A gam enón en Argos o la reale­
za de Menelao en u n a E sp arta anterior a la llegada de los dorios.
Sabem os por ejemplo de Roma y de E sp arta que la “libertad" cívi­
ca ya no era respetada en el ejército de los ciu d ad an o s que e s ta ­
b a n en cam paña. Verdad es que en el cam pam ento de los aque-
os situado frente a Troya se reú n en asam b leas de soldados, como
en el cam pam ento de u n im perator rom ano, pero en el m u n d o h o ­
mérico (y lo mism o ocurría en el caso de los ejércitos de Roma) e sa s
asam bleas parecen ten er sólo por objeto d a r al Jefe la posibilidad
de exponer su propia visión de los h echos y la p arte de s u s proyec­
tos que considera útil h acer conocer a s u s soldados. ¿Tienen e s ­
tos el derecho de h a b la r librem ente? E n Roma, seguram ente no.
E n la época de Agamenón, el ejemplo de T ersites parece indicar
ciertam ente que no era alen tad a la libertad de palabra. La reale­
za aquea se parece m ucho a lo que puede h a b e r sido ya y debía ser
en el futuro la realeza m acedónica, en virtud de la cual el poder era
conferido m ediante las aclam aciones de los hom bres, de su erte
que el rey asi creado es global y totalm ente responsable de s u g ru ­
po frente a los dioses.
La soberanía del rey no era irrevocable. M ientras la s cosas
iban bien nadie ponía dificultades, pero si parecía que las divini­
dades eran desfavorables, por ejemplo, si vientos contrarios o u n a
calm a fuera de estación retenían en la orilla a los navios p re p a ra ­
dos para u n a lej an a expedición, entonces la legitimidad del rey era
p u esta en tela de juicio. Se su p o n ía que estab a m ancillado por al­
g ún sacrilegio com etido del que debía purificarse a fin de d a r s a ­
tisfacción a los dioses. Según cu en ta la leyenda, fue así como se

90
sacrificó a Ifigenia en A ulis p a ra ap acig u ar la cólera de Artemisa.
A gamenón, por rey que fuese, no ten ia la libertad de salvar a su hi-
ja . S u ejército le exigía —si Agamenón quería conservar el poder—
que derram ase la sangre de Ifigenia. u n a sangre que era tam bién
la suya y que “rescataba" la vida de todos.
El sacrificio de Ifigenia no es el único ejemplo de lo que bien
puede llam arse u n a “m agia” de la sangre real. Hay otros ejemplos
dentro de Grecia, en A tenas y tam bién en C reta, donde las hijas
del rey fueron así inm oladas p ara aseg u rar la salvación com ún.
Esto perm ite su p o n er —lo cual no tiene n ad a de sorprendente—
que la realeza en aquellos tiem pos m uy antiguos no era solam en­
te atribuida al m ás fuerte, sino que revestía u n c ará cter sagrado
como lo com probam os en el caso de los prim eros reyes de Roma
(antes de los Tarqulnos) y como se m anifiesta en el m undo cre­
tense.
E sta situación m uy com pleja se refleja en la m ultiplicidad de
los térm inos que designan al rey o al jefe en el m undo arcaico: por
u n a parte, está la palabra koiranos de la cual no se puede d u d ar
que pertenece al habla com ún de los indoeuropeos y que evoca
u n a sociedad de guerreros: luego hay u n a palabra q u e predom i­
n a e n los poem as hom éricos, la p alab ra αηαχ (o ιυαπαχ), q u e figu­
ra ya e n u n a tableta m icénica y que es tam bién u n epíteto aplica­
do a los dioses. Probablem ente pertenezca esta p alab ra a la m á s
antigua civilización helénica llegada al Egeo. E ste vocablo no e s u n
térm ino indoeuropeo. Los recién llegados deben haberlo en co n tra­
do en u n a lengua que se h ab lab a a n te s de s u llegada. Calificado
de artax. el rey parece esencialm ente considerado com o u n “pro­
tector" que con su fuerza garan tiza la supervivencia —p o r lo ta n ­
to, la libertad, el derecho de existir— de los hom bres que depen­
den de él, y esto en u n m u n d o e n el que predom inan las activida­
des pacíficas.
Tenem os luego la p alab ra b a sileu s cuya histo ria iba a te n er la
m ayor fortuna y que es tam b ién la m enos clara. Primero, por s u
etimología que es incierta. Tam poco e s ta p alab ra pertenece al do­
m inio indoeuropeo. ¿Proviene de la civilización “egea"? (lo cu al
tam poco es m ucho m á s claro). ¿Proviene de alguna lengua del
s u stra to asiático? No lo sabem os. Pero la en contram os e n todas
partes, en A tenas, en E sp arta, en C hipre donde a fines del siglo vi
a. de C. hay u n basileus en Soli y otro en Salam ina.
E n aquella época, el poder pertenecía, s e g ú n se n o s dice, e n las
ciudades de Jo n ia, a los túrannoi (o tiranos), asi com o en A tenas
y e n m u c h as o tras ciudades. Pero en A tenas habia tam bién al m is­

91
mo tiem po u n b a süeus que p erp etu ab a la tradición de las c asas
reales de otrora en la genealogia m ítica que se rem o n tab a a u n dios
o a u n héroe. U na convención (o u n artificio) análoga existía en Ro­
m a, donde, d espués de la expulsión de los Tarquinos, u n “rey de
los sacrificios" m anten ía la continuidad con los reyes “que m an i­
p u lab an lo sagrado".
E sta rápida presentación de lo que puede en señ am o s el a n á ­
lisis del vocabulario perm ite form ular u n a hipótesis sobre la n a ­
turaleza del E stado ciudad. Sólo cu an d o los grupos h u m a n o s lle­
gados a la reglón del Egeo encontraron a otros hom bres, in sta la­
dos allí desde tiem po atrá s, nacieron los E stad os ciudades, debi­
do a u n a reacción n atu ra l, al deseo de m an ten er u n a “identidad
propia", de m an ten er la personalidad colectiva, la voluntad defen­
siva; y es asi como cad a ciudad se cierra en si m ism a bajo la pro­
tección de su Jefe que es al m ismo tiem po el sacerdote de s u s dio­
ses. E ste cerrarse en si m ism a de la polis caracterizará siem pre al
Estado ciudad griego, celoso de su derecho de ciu d ad an ía, preo­
cupado por distinguir m inuciosam ente en tre s u s m iem bros quié­
n es pertenecen realm ente a la polis p o r el hecho de h a b e r nacido
de u n padre y de u n a m adre poseedores am bos de la ciudadanía,
a aquellos otros cuyo nacim iento era “mixto", a aquellos venidos
de o tras partes, pero establecidos en su territorio (los metecos), y.
por fin. aquellos que pertenecían a o tra ciudad. La pureza de la
sangre es el criterio de la ciudadanía y por lo tan to de la “libertad",
y en este p u n to la dem ocracia aten ien se e s a u n m á s intransigente
que los otros regím enes (especialm ente que la tiran ía q u e parece
h ab er sido b asta n te am plia y acogedora); cu an d o Pericles asum ió
el poder e n el año 451 consiguió que n o fuera considerado ciu d a­
dano aquel que no h u b ie ra nacido de u n p ad re y de u n a m ad re po­
seedores del derecho de ciudadanía. Tal vez esta m edida tuviera
el objeto de aligerar los gastos del E stado, pero de to d as m an eras
no deja de caracterizar el espíritu de u n régim en que tendía a e n ­
cerrar la ciudad e n s! m ism a y a h acer de la “libertad" (es decir, la
participación plena y cabal en los privilegios políticos y económi­
cos) el privilegio de sólo algunos. A un cu an d o se tra ta b a de varias
decenas de m illares de personas, el n ú m ero de ciu d ad an o s no de­
ja b a de ser lim itado y definía u n a verdadera oligarquía.
Con frecuencia se h a subrayado la diferencia que en este a s ­
pecto hay entre la ciu d ad griega y la organización política rom a­
na. E ntre ellas, el co n traste es total. D esde el comienzo de su h is­
toria. los rom anos adm iten a gentes llegadas de o tras p artes, ya
con derechos iguales, ya confiriéndoles u n a condición Jurídica

92
p articu la r que los acercab a al derecho de ciud ad an ía integral, que
con el co rrer de los tiem pos se hizo m uy extendido. ¿H ay que b u s ­
c a r la razón de esta diferencia en las condiciones que existían en
el m om ento en que se form aron, por u n a parte, la polis y. p o r la
otra, la civitas, la prim era surgida de u n grupo hum ano que se re­
m itía a u n m ism o pasado mítico, la segunda nacida de personas
aislad as que tra ta b a n de en co n trar u n a p atria p ara si? Si vacila
u no en p e n sa r que la actitu d política atrib u id a a Rómulo, la ap er­
tu ra de Asylum en el bosque del Capitolio haya podido producir
por sí sola sem ejantes efectos, a u n cu an d o solo se quiera ver en
esto u n a leyenda, así y todo hay que reconocer que Roma fue siem ­
pre sen tid a a lo laigo de toda su historia como u n a p atria acoge­
dora de adopción y finalm ente —lo cual ocurrió a finales del siglo
ni de n u e stra era— la p atria de todos los hom bres libres.
U nas p alab ras de Herodoto afirm an (y nos hacen saber) que en
la época de los pelasgos, ni los aten ien ses ni los d em ás griegos te ­
n ían todavía esclavos. P ara Herodoto, la época de los pelasgos es
aquella en la que los prim eros helenos llegaron al térm ino de su
migración. Por consiguiente, los esclavos fueron adquiridos sólo
por derecho de conquista, con el som etim iento de poblaciones ya
establecidas en las tierras a las que llegaban los invasores (hecho
que se m anifiesta claram ente en el caso de Esparta): se realizaban
incursio nes aquí y allá por el continente y p o r las islas, se p ro d u ­
cían intercam bios com erciales con los reinos orientales, como ve­
m os e n la O disea. Así se iba creando alrededor del grupo conquis­
ta d o r u n verdadero pueblo de servidores p a ra quienes la palab ra
libertad ya n o tenia n in g ú n contenido efectivo. Pero ese pueblo era
indispensable p ara la libertad de los ciudadanos. Entrevem os al­
gu n o s ejem plos de este proceso en la sociedad hom érica, en la cual
los vencidos eran ultim ados y s u s m u jeres e hijas conducidas co­
mo co ncubinas o como sirvientas, y e s en relación con e sta s p rác­
ticas cu an d o aparece por prim era vez en lengua griega la palabra
‘libertad’. E s todavía u n a palab ra ra ra y sólo designa el estado de
aquel que no es esclavo, e s decir, aquel que posee u n a p erso n a­
lidad propia y no está som etido a todos los caprichos de u n amo.
E sta es toda la significación de la p alab ra libertad. De la libertad
política no parece tra ta rse en n in g ú n m om ento, p o r lo m enos en
el “pueblo que está en arm as". Pero las situaciones fueron sin d u ­
da m uy diferentes según los países y los grupos étnicos. E n el rei­
no de Alcinoo, la isla de Esqueria, por ejemplo, existía u n verda­
dero consejo que asiste al rey. En Itaca. los pretendientes de Pe-
nélope pertenecían a u n a aristocracia form ada de “Jefes", de los

93
cu ales Ulises era el prim ero. De m an era que en el caso de Itaca se
puede ta l vez hablar, con u n exceso de precisión, de u n “régim en
oligárquico'' o de u n régim en situ ad o en tre la m onarquía y la oli­
garquía. Allí, la libertad parecía reducirse a ese derecho de p a rti­
cip ar en el consejo, de deliberar en com ún, derecho que se ejercía
especialm ente d u ran te los b an q u etes, lo cu al no es indiferente si
recordam os que los b an q u etes e ra n actos sagrados que se d esa­
rrollaban bajo la m irada de los dioses, que los pensam ientos que
su ig ia n en tales ocasiones eran inspirados p o r los dioses. Los co­
m ensales eran “hom bres lib res'. Iguales en tre si y su acuerdo re­
novaba de alguna m an era cad a vez la legitimidad del rey. E s e s­
ta clase de libertad la que añ o rab a n los Jóvenes rom anos com pa­
ñeros y am igos de los Tarquinos. E sa libertad constituía u n a ver­
d ad era participación en el poder, p o r m á s que no resu ltara de in s­
tituciones codificadas p o r leyes.
La diferencia entre sem ejante m o narquía y u n a “tiranía* (el go­
bierno de u n túrarmos) no es grande. El rey (basileus) es p o r la s a n ­
gre heredero de otro rey de q uien p u ed e s e r el hijo o el yerno o u n
pariente. Ese rey h a su ig id o p u e s de u n a aristocracia de n aci­
miento. Es uno de los “n o b le s' y s u raza, s u genos, se rem onta a
los orígenes m ism os del grupo y en este sentido co n tin ú a s u s tra ­
diciones (en particular, religiosas), se apoya en ellas y se identifi­
ca con su historia. En cam bio, el “tirano" es u n recién llegado. No
es u n a persona “sagrada"; se h a ad u eñ ad o del poder, no lo h a re­
cibido. Y m uy frecuentem ente pudo hacerlo co n tra los m iem bros
de la nobleza, los portadores de esa tradición con la cu al el tira ­
no rom pe, los m iem bros de los g en e y del orden divino. El tirano
se apoya e n otros com ponentes del grupo y a m enudo se granjea
la s sim patías del bajo pueblo que en cu en tra en el régim en ‘revo­
lucionarlo' así creado el m edio de escap a r de la sujeción económ i­
ca que se le impone en u n a m o n arq u ía de tipo aristocrático. De
m an era que no es ab su rd o reconocer que a veces la “tiranía* en ­
tra ñ a b a cierta libertad. Asi lo m u e stra b a sta n te claram ente la h is­
toria de A tenas d u ran te el siglo vi a. de C.. la historia que conoce­
m os m enos m al gracias a Herodoto, a A ristóteles y algunos otros.
Todo el m undo sab e que a n te s de Solón las diferencias entre
las clases sociales e ra n m u y p ro n u n ciad as, que los m á s pobres
(aquellos que p ara vivir h ab ían tenido que endeudarse) e ra n p rác­
ticam ente y a m enudo ju ríd icam en te los esclavos de los ricos. Pa­
ra restablecer la libertad “económica". Solón hizo decretar la a n u ­
lación de las deudas, lo cu al evidentem ente era u n acto de arb i­
trariedad respecto de los acreedores, u n a dism inución de los de­

94
rechos de éstos. Vimos cóm o u n a situación análoga, alrededor de
u n medio siglo después, encontrarla en Roma u n a solución dife­
rente. m á s política, m á s resp etu o sa de la s form as ju ríd ic a s y del
derecho de propiedad, con la creación de los trib u n o s del pueblo.
Como quiera que ello sea. la reform a de Solón tuvo efectos b e­
néficos en lo tocante a la libertad efectiva de cad a ciudadano. E n
adelante, todos los ciu d ad an o s tuvieron el tiem po y los m edios
m ateriales p a ra p articip ar en la vida política p u es la condición de
la libertad era el establecim iento de u n a igualdad que podíam os
llam ar ‘‘m ínim a’*en tre todos los m iem bros de la polis. Ese era tam ­
bién el m edio de aseg u rar la supervivencia del E stado, que eviden­
tem ente estab a am enazado por el em pobrecim iento excesivo de
u n núm ero creciente de s u s m iem bros. A parentem ente no todos
los aten ien ses que te n ían derecho de ciu d ad an ía se preocupaban
por ejercer s u s derechos. E sto e s lo que indica u n decreto del m is­
mo Solón que prevé que. e n caso de “discordia'' e n la ciudad (es de­
cir. de guerra civil), aquel de los ciudadanos que n o tom e las a r­
m as por u n p artido o po r el otro perderá s u s derechos y n o perte­
necerá ya a la polis. E x trañ a prescripción q u e erige la polis e n al­
go absoluto y em plea la coacción con quienes preferirían vivir
tranquilos. por ejemplo, en s u s tierras y acom odarse al régim en
político, cualquiera que fuera éste. Asi com enzaba la tiran ía del
dem os.
Como se ve, la “libertad" (si se la quiere identificar con la de­
mocracia) se trad u c irá en los hechos por u n a coacción ejercida so ­
bre los individuos. El E stado, cualesquiera que fu eren s u s in sti­
tuciones. im pone su ley a los particulares, no. com o dice A ristó­
teles. para que cad a individuo viva “bien", sino p a ra que la socie­
dad en su co n ju n to su b sista . El individuo e sta b a su b o rd in ad o al
grupo. E ste o braba com o u n tirano insaciable y c u a n to m á s “libre"
se decía, ta n to m á s tiránico era. No sin razón A ristófanes repre­
sen ta al pueblo de A tenas como u n señor autoritario, caprichoso,
que interviene e n to d as las cuestiones y es fun d am en talm en te p a ­
rásito. Las sociedades m odernas, ta n ad ictas (nos dicen) a las li­
bertades individuales, no podrían com pararse co n las ciu d ad es
“libres" del m u n d o helénico e n las que los c iu d ad an o s esta b a n es­
trecham ente som etidos a la com unidad, de u n a m a n era que a ve­
ces nos parece ex tra ñ a y n o s recuerda el “totalitarism o" propio de
las sociedades prim itivas. Por ejemplo, en E sp arta la ley disponía
que los hijos de los heraldos, de los tocadores de flau ta y de los co­
cineros h ered asen el oficio paterno. No podían escoger otro. E n la
m ayor p arte de la s ciu d ad es estab a p rácticam ente prohibido to-

95
do cam bio de la situación establecida. Asi ocurría e n la Lócrida.
e n Léucade. en Corlnto. E n la s colonias establecidas en p aíses
nuevos se asig n ab an lotes Iguales a los h ab itan te s de m a n era que
entre ellos no h u b iera diferencia de fortuna, u n ideal que n a tu ra l­
m ente la realidad no ta rd a b a e n desm entir.
U na de la s principales dificultades que en co n trab an la s ciu ­
dades griegas consistía precisam ente e n m an ten er la Igualdad en ­
tre s u s ciudadanos, en im pedir que h u b iera ricos (o m á s ricos), b a ­
jo cuya dependencia caerían fatalm ente los dem ás. E n el segun­
do libro de la Politica. A ristóteles en u m era los diversos procedi­
m ientos posibles p ara ob ten er ese resultado: propiedad com ún de
la tierra, u so com ún de los fru to s de la tierra e n ta n to que la p ro ­
piedad co ntinuaría siendo privada (aquí no podem os d ejar de evo­
c a r el sueño de J . J . R ousseau q u e se regocijaba viendo a los tra n ­
se ú n te s cosechando s u s cerezas al pasar) o algún régim en m ixto
que uniera los dos sistem as. Sin d u d a esto s corolarios de la liber­
tad. presentados por el racionalism o del filósofo como la condición
de la libertad, son en realidad vestigios de u n a época anterior,
cuando los grupos prim itivos de los que nacerían la s ciudades no
habían encontrado todavía su asiento definitivo y sólo podían s u b ­
sistir poniendo rigurosam ente en com ún s u s recursos, que eran
siem pre fortuitos. Pero es evidente que la evolución económ ica de
las ciudades, u n a vez in sta lad as en u n determ inado tenlto rlo .
produjo la diferenciación de las funciones en virtud de la creación
de u n artesanado, luego p o r obra de los intercam bios con o tras
ciudades, por el invento de la m oneda, que fue la consecuencia de
tal intercam bio; todo im pedía que se reto m ara a u n estado social
im puesto en el pasado por la necesidad pero que en adelante ya
no correspondía a la realidad.
El problem a de los recu rso s de que podía disponer la com uni­
dad era ciertam ente esencial si se pretendía d a r a los ciudadanos
derechos iguales, es decir, aseg u rar su “libertad" (colectiva y no in­
dividual. s u autarquía). E ra m enester, como lo m u e stra el decre­
to de Solón al que nos hem os referido, que el ciudadano no e s tu ­
viera ocupado en s u s propios asu n to s h a sta el p u n to de que los
prefiriera a los asu n to s de la ciudad. E sa era la exigencia de u n a
dem ocracia. Poco después. Pisistrato seguiría u n a politica en tera­
m ente contraria, al hacerlo posible p ara que los hom bres perm a­
necieran en s u s cam pos, con ventaja p ara ellos, y no sin tieran la
tentación de acu d ir a la ciu d ad p ara inm iscuirse en los asu n to s
políticos. Como dice Aristóteles. Pisistrato “les daba la paz exterior
y velaba por la tranquilidad pública". Ese parece h ab er sido el se-

96
creto de P isistrato, que d u ra n te u n a g ra n p arte del siglo vi asegu­
ró la tran q u ilid ad de A tenas y s u florecimiento espiritual. Y esto
sólo fue posible porque su tiran ía se b a sa b a en la libertad de las
personas. V erdad es q u e s u hijo H ipias no p u d o proseguir esa po­
litica. La tiran ía experim entó entonces u n a "desviación” que la
transform ó e n despotism o. A parentem ente la c a u s a de ello fue la
ab su rd a av en tu ra de Harm odio y Aristogltón.
Con el advenim iento al poder de A ristides, u n cu arto de siglo
d espués, se tra tó de resolver lo q u e co n tin u ab a sien d o el proble­
m a esencial de la poíís, la arm onía en tre la s cu estio n es com unes
y los in tereses particu lares, m ed ian te u n procedim iento en tera­
m ente contrario al que h ab ían em pleado los tiranos. E ra el año
4 7 8 y los p e rsa s acab ab an de s e r definitivam ente vencidos; en ese
m om ento los aten ien ses com enzaban a cosechar los frutos de s u s
esfuerzos gracias a las m u lta s im p u estas a las ciu d ad es que no los
habían ayudado y a las contribuciones de otras. Las m in as de pla­
ta del Laurlón. que h ab ían facilitado la co n strucción de u n a flo­
ta y perm itido la victoria de S alam ina, acrecen tab an los recursos
del Estado, convertido en el m á s rico de to d a Grecia. Se decidió en ­
tonces alen tar a los h ab itan te s de los cam pos p a ra que fu eran a
instalarse en la ciudad, la que se estab a reconstruyendo entonces
después de su doble destrucción. El tesoro público les su m in istra­
ría todo aquello de que tuvieran necesidad p a ra vivir y an te todo
el alim ento. E n cam bio, esos hom bres serian soldados destinados
a aseg u rar la suprem acía de A tenas en el exterior, o bien m on­
tarían gu ard ia en las fronteras, o tam bién, según s u edad, ejerce­
rían funciones públicas en las diversas adm inistraciones y en los
tribunales. Asi quedaría asegurado el dominio del pueblo sobre el
poder.
Este socialism o de Estado, que se estableció gradualm ente,
sólo podía d u ra r si los recu rso s de la polis co n tin u ab an siendo su -
ficientes, e s decir, si el imperio perm anecía sólido. El gobierno de
A tenas (ejercido entonces p rácticam ente por el Areópago) había
tenido cuidado de redu cir a su dom inación exterior tre s p u n to s de
apoyo claves: Q uíos. Lesbos y Sam os. tre s “E stad o s satélites” e s ­
cogidos p a ra s e r los g u ard ian es del imperio.
De m an era que la libertad interior y exterior de A tenas repo­
saba en la sujeción de otros Estados. Es‘a era u n a fatalidad a m e­
nudo reconocida p or los historiadores m odernos: u n Estado c iu ­
dad en el que los a su n to s públicos estab a n en las m an o s de todos
los ciudadanos, en el que los trib u n ales o cu p ab an u n núm ero c a ­
da vez m ayor de jueces, en el que las asam b leas de todos se m ul-

97
aplicaban; por lo tanto, sem ejante E stado debía co n tar p ara ate n ­
der a su vida m aterial con toda u n a población servil. Por eso, se ­
g ún dijimos, la noción m ism a de polis sólo podía n acer u n a vez in s­
tituida y sólidam ente establecida la esclavitud y m antenerse p rác­
ticam ente sólo si ese estado de co sas se m anifestaba como v incu­
lado con el orden n a tu ra l y fundado e n la razón. Sobre este p u n ­
to, Aristóteles ap o rta lo que a él le p arecen excelentes argum en­
tos y que evidentem ente son los arg u m en to s que se repetían u n
poco por to d as p arte s y que el filósofo aju sta. Partiendo de la re­
alidad existente, que es la sociedad diferenciada —la polis de los
siglos Vy IV— y libre (autónom a, como estado de derecho), Aristó­
teles com prueba que la ejecución de todos los trab ajo s indispen­
sables para la vida (en especial la agricultura) exigen la intervención
de “instrum entos hum anos", elem entos interm ediarios entre el
espíritu que concibe y la h erram ienta gracias a la cu al se ejecuta.
La lanzadera, dice Aristóteles, no teje p o r si sola, la s piedras no en ­
cu en tran espontáneam ente s u lugar en la pared que se quiere
construir. La función de los esclavos e s com parable a la que cu m ­
plen los m iem bros de nu estro cuerpo. Los esclavos tienen alm a,
experim entan sentim ientos, de placer y de dolor, pero so n in cap a­
ces de "razón". Pueden percibir la razón pero con la condición de
que uno se la m uestre. Además, les es “Ventajoso" e sta r som etidos
a los hom bres libres, como ocurre con los anim ales dom ésticos
que obedecen a los hom bres, p u es eso les vale el alim ento y la se­
guridad.
Pero, si existen "naturalezas de esclavos”, ¿síguese de ello que
todos los hom bres que son efectivam ente esclavos poseen esta n a ­
turaleza? Sobre este p u n to el pensam iento de A ristóteles vacila y
carece de claridad. Sin d u d a y de conform idad con la opinión co­
m ún de su tiempo, Aristóteles adm ite que existe u n tipo físico del
esclavo; robusto, macizo y con la m irada vuelta hacia el suelo, en
tanto que el hom bre libre se m antiene derecho y m ira hacia el cie­
lo, m orada de los dioses, lugar de las aspiraciones infinitas, y se
m uestra inapropiado p ara los trabajos groseros pero apto p ara la
vida en la sociedad. Esclavos y hom bres libres form an dos espe­
cies d istin tas de la hum anidad. Para ilu stra r esta concepción de
Aristóteles no podem os dejar de evocar el cuadro de la sociedad
que presenta la com edia nueva precisam ente en el m om ento en
que escribía A ristóteles y tam bién u n poco después. E n esa com e­
dia, el personaje del esclavo, que aparece obligadam ente y desem ­
peña u n im portante papel en las intrigas, exhibe u n a apariencia
física estereotipada. Se distingue no sólo por la expresión grose­

98
ra de su rostro, al que la m áscara fija de m an era caricaturesca, co­
mo lo hace asim ism o el color de s u s cabellos, sino por la am plitud
de s u s hom bros que denota vigor físico y por u n m odo (¡servil!) de
inclinarse hacia adelante p ara recibir las órdenes del am o y h ala­
g a r a éste. Bien se ve. pues, que A ristóteles no h ace sino retom ar
ideas m u y difundidas en lo tocante a los hom bres que son escla­
vos “por n atu raleza”. E sas ideas perm itían a los hom bres libres de
las ciudades griegas acallar s u s escrú p u lo s de conciencia c u a n ­
do é sta (muy de vez en cu ando, tal vez) se ponía a interrogarse so ­
bre la legitimidad de la esclavitud.
Pero tam bién se hab ían im aginado o tras soluciones p ara es­
te problem a. Por ejemplo, como todos reconocían que los b á rb a ­
ros (los pueblos del Asia y los de los p aíses que se extendían por
las estep as de m á s allá del Danubio) estab a n som etidos a reyes
despóticos, se llegaba a la conclusión de que esos pueblos no h a ­
bían nacido p ara la libertad, a diferencia de los griegos. De ah í
aquel verso bien conocido en el que Eurípides afirm aba que el grie­
go ten ía el derecho de m a n d ar al b árb aro p u esto que el griego no
consentía ni había consentido en el p asado en ad m itir u n amo. Y
esto era cierto ta n to en la n a c ió n —lo que legitim aba la g uerra de
Troya, esto es, la victoria de los griegos sobre los pueblos de Asia—
como en la vida cotidiana y privada. En esta concepción m uy di­
fundida alrededor del m ar Egeo se explicaba la superioridad de los
griegos por su facultad de prever, por el vigor de s u razón, de la
cual se p en sab a que ejercía en el interior de cad a individuo u n a
especie de m onarquía que dom inaba las pasiones y el cuerpo. Asi­
mismo. si era cierto que la razón era en el hom bre el “principio rec­
tor", el griego tenía por su n atu raleza el derecho de se r am o y
señor.
E n el M enexeno de Platón podem os leer o tra argum entación
u n poco diferente: todos los atenienses, según se dice, h a n n aci­
do de u n a m ism a m adre que e s la tierra del Atica. E sta identidad
de origen, e sta “fraternidad", si se quiere, im plica que todos los
atenienses deben se r iguales an te la ley, es decir, poseer la m is­
ma condición ju ríd ica y los m ism os derechos, de su erte que no
puede concebirse que u n o s s e a n am o s y los otros esclavos. La ú n i­
ca diferencia que puede establecerse en tre ellos corresponde al o r­
den de la virtud y de la sab id u ría, lo cual supone evidentem ente
(puesto que la com unidad no podría su b sistir m aterialm ente sin
u na clase de trab ajad o res serviles) que será necesario (y legítimo)
sojuzgar a hom bres llegados de otros países.
No todos los griegos acep tab an ciertam ente e s ta teoría. Algu­

99
nos filósofos, y quizás el propio Platón, estim ab an que la división
de la h u m anidad en am os y esclavos se debía, no a u n hecho de
la naturaleza, sino a u n a institución y a la costum bre. Todo se re­
ducía a h acer u n b u en uso de lo que se m anifestaba conio u n a n e­
cesidad ineluctable y, an te todo, a establecer sólidas b arreras en ­
tre el m undo de los esclavos y el m undo de los hom bres libres. Na­
turalm ente las m anum isiones (a diferencia de lo que habría de
ocurrir en Roma) eran excepcionales, ap en as concebibles. Pero,
por otro lado, habia que evitar que los ciu d ad an o s se rebajasen.
U na ley im aginada por Platón (por lo dem ás, sólo teórica) preveía
que en la república Ideal u n hom bre libre no podría se r ni com er­
ciante al por m enor ni m ercader im portador. E sos m enesteres
quedarían en m an o s de los extranjeros y de los m etecos. Y d u ra n ­
te toda la antigüedad se m antuvo esta diferencia entre las “acti­
vidades liberales*, las ú n icas dignas de u n hom bre libre, y las ocu­
paciones serviles, es decir, la oposición en tre funciones que co­
rresponden al cuerpo y funciones que corresponden al espíritu,
las funciones m á s elevadas y m ás nobles.
Una vez adm itida y ju stificad a de alg ú n modo la institución de
la esclavitud y con ella la división de la h u m an id ad que oponía u n
núm ero pequeño de hom bres libres a la m a sa indefinida de los e s­
clavos. convenía elaborar u n a “ciencia del m ando", puesto que el
privilegio reconocido al hom bre libre consistía en sab er utilizar “el
principio rector” que m oraba en él, esto es. s u razón. E sa era la
concepción socrática (de la cual tenem os ecos en las o b ras de Pla­
tón y tam bién en El económico de Jenofonte). Partiendo de dicha
concepción se elaboró la teoría platónica de la república, esa u to ­
pia de la que cabe d u d a r que su propio a u to r la haya creído apli­
cable, pero que pone de m anifiesto claram ente las dificultades in ­
h erentes a la polis griega.
Si, en efecto, se pretende que en la vida política todo sea regla­
do de m anera perfecta —como u n a construcción geom étrica en la
que triunfan lo inteligible y la razón—, hay que preverlo todo des­
de m ucho tiem po atrá s, es m en ester que cad a uno esté p rep ara­
do para cum plir la m isión que se le asigne cu an d o le llegue el
m om ento de cum plirla. El conjunto será entonces u n a especie de
m áquina de engranajes d isp u esto s con precisión. A ese precio
—la subordinación de cad a individuo a este im placable m ecanis­
mo— quedará aseg u rad a la “felicidad" de todos, u n a felicidad
“prefabricada”, im puesta a los ciu d ad an o s desde el exterior y que
nada tiene que ver con la felicidad que d a el sentim iento de la pro­
pia libertad.

100
La organización politica de Platon lleva a su p u n to extrem o el
despotism o de hecho en que se apoyaba la dem ocracia griega y
que, en realidad, era s u inconfesable reverso. Al despotism o que
pesaba sobre los m iem bros que no eran ciu d ad an o s —sin h ab lar
siquiera de la sujeción total en que se en co n trab an losesclavos—,
sobre los m etecos en A tenas, sobre los hilotas y los perlecos en E s­
p arta y sobre diferentes p arte s de la población de otros lugares, a
la presión fiscal ejercida sobre los “aliados” de A tenas, p a ra p ro ­
veer al socialism o de Estado los recu rso s indispensables al funcio­
nam iento de la “dem ocracia”, se agrega en Platón la com pulsión
de u n a planificación in tern a sin fantasía ni piedad, y aquí puede
m edirse la im potencia de la razón y de las ideologías elaboradas
a priori cu ando se in tenta ap licarlas a sociedades reales. E n esa
república de geóm etras son negados los sentim ientos m á s n a tu ­
rales, no sólo “legítimos” sino irreprim ibles. Las m ujeres so n co­
m u n es a todos, los hijos ya no conocen ni al padre ni a la m adre,
lo cual en la realidad provoca, como se sab e hoy. u n a verdadera
m utilación en el se r de los niños. E n virtud de tales m edios Platón
in ten ta a rra n c a r del corazón de los ciu d ad an o s todo aquello que
pueda h acer n acer las p asiones y obtener que reine sin reservas
la función racional del espíritu concebida de m an era m uy restric­
tiva. Cabe d u d a r de que alguien e n el c u rso de la s edades y h a s ­
ta en la G recia del siglo iv hay a p ensado alg u n a vez que le g u s ta ­
ría vivir e n sem ejante ciudad. E n definitiva, la tiran ía de Dionisio
de S iracu sa debía parecer preferible: si el E stado en su conjunto
era “esclavo" del tirano, p o r lo m enos cad a individuo ten ía la liber­
ta d (si no se inm iscuía en los negocios públicos) de llevar u n a vi­
d a de conform idad con la s exigencias de la naturaleza.
E ntre o tra s c au sas, la teoría platónica de la república surgió
evidentem ente de u n a reflexión sobre los sin sab o res que los a te ­
nienses h ab ían experim entado d u ran te el últim o tercio del siglo v.
cuando la política del “señ o r Demos” los había arra stra d o a u n a
serie de a v en tu ras gu erreras d estin ad as en principio a h ace r que
los aliados cum plieran s u d eb er y a oponerse a otro im perialismo,
el de E sp arta. Se h ab ía hecho m anifiesto que el poder ya no debía
dejarse a m erced de los cap rich o s de la asam blea y de los rap to s
pasionales provocados por algún hábil orador. Si A tenas h ab ía
descubierto, al principio en ca n tad a, el prestigio de la retórica y
aplaudido a Gorgias, no h ab ía tard ad o e n experim entar s u s incon­
venientes. La “libertad", que quería que cad a ciu d ad an o tuviera
derecho a h acer uso de la p alab ra (la ísegoria), hacía posibles to ­
dos los desatinados excesos. E ste era u n peligro que Herodoto, se ­

101
g ú n lo hem os re c o rd a d f. habí» señalado otrora al referirse a la
m an era e n que A ristágoras h ab ía engañado a los aten ien ses y los
había a rrastrad o a la av en tu ra de la s g u erras m édicas. Evidente·
m ente aprem iaba intro d u cir alguna razón e n la vida política, ha·
cer que “el principio rector’ volviera a o cu p ar el lu g ar que le corres­
pondía. Pero, ¿podía h acerse sem ejante co sa si se resp etab a el de­
recho. considerado sagrado, a la “libertad de palabra" y a la igual­
dad de condición juríd ica? E n o tras p alab ras, ¿era inevitable e s­
coger entre la razón y la libertad?
La prim era solución, in ten tad a por los aten ien ses en los últi­
m os años del siglo v, es decir, el establecim iento de u n régim en oli­
gárquico no h ab ía sido afortunada. La ciudad h ab ía quedado des­
g arrad a sin beneficio real p a ra nadie. Se h ab ía aum entado el n ú ­
m ero de los ciudadanos pasivos al restringirles s u s derechos cívi­
cos. pero el principio m ism o en que se b asab a la polts no h abía
cam biado. ¿T endrían m á s razón cinco m il ciu d ad an o s que varias
decenas de m illares? ¿Tendrían m á s razón cuatrocientos o trein ­
ta ciudadanos? Se com probó entonces que cu an to m á s dism inuía
el núm ero de ciudadan o s activos, m á s au m en tab a el de los crím e­
nes y de las exacciones y m enor era la libertad de las personas.
C uando en el año 403 se restableció la dem ocracia, Atenas,
hum illada y privada de su imperio, volvió a en co n trar s u s in stitu ­
ciones de an tes, pero ya no encontró los recu rso s que o tro ra ase­
g u rab an su funcionam iento. Hubo, pues, que in te n ta r reconsti­
tu ir de u n a m a n era u otra u n a liga cuyos m iem bros deberían ap o r­
ta r s u contribución, elem ento esencial del sistem a. La política de
E sparta, que había salido victoriosa de la guerra, facilitó esta re­
cuperación. La ciudades había vuelto a se r "libres", p u esto que ya
no pagaban trib u to a A tenas, pero el im perialism o de E sp arta, que
había reem plazado al de A tenas, no era m á s liviano que éste y al­
gun o s años desp u és fue b astan te fácil ag ru p ar en u n nuevo im ­
perio a todos aquellos E stados que estab a n descontentos con el
nuevo régimen. E stab an d ad as las condiciones p ara que A tenas
recobrara su autonom ía y al m ism o tiempo su régim en dem ocrá­
tico, es decir, lo que se llam aba su “libertad”. Y adem ás estab a la
herencia del prestigio adquirido por A tenas desde hacia u n siglo.
Si bien otros griegos no soportaban sin irritación el orgullo de u n a
ciudad que se sab ía —y sobre todo se sentía— su p erio r por la h a ­
bilidad de s u s artistas, el talento de s u s poetas, lo cierto era que
esa superioridad no podía negarse. H abía que reconocerla de b u en
grado o de m al grado. Ni los esp artan o s n i los teb an o s podían glo­
riarse de esta ventaja. Por todas estas razones, la dem ocracia ate-

102
nlense no se co n ten tab a ta n sólo con ad m in istrar el territorio pro­
pio de la polis sino que in ten tab a intervenir en los a su n to s de s u s
aliados. Orgullo nacional y necesidades financieras se conjuga­
b a n p a ra h acer inevitable la prosecución de u n a política sem ejan­
te a la de antes.
Las contribuciones de los aliados (sin em bargo m enos p esad as
que e n el pasado) p erm itían p ag ar a los ciu d ad an o s s u salarlo sin
el cu al no podían (o no querían) u s a r de s u s derechos cívicos. Una
indem nización que llegaba a tre s óbolos (tres veces 0.73 g de pla­
ta) recom pensaba a quienes asistían a la s sesiones de la asam blea
[E kklesiai, el órgano cen tral del gobierno. A nálogam ente ocurría
(con cifras variables) en el caso de los Jueces, e s decir, los ciu d a­
dan o s designados p ara form ar p arte de los tribunales. Los trib u ­
nales eran u n engranaje esencial del sistem a y co n stitu ía n la g a­
ran tía esencial de la “libertad”, p u esto que todo ciudadano que se
consideraba lesionado por la decisión de u n m agistrado podía
apelar al tribunal com puesto de s u s Iguales. ¡Y esto ocurría d es­
de los tiem pos de Solón!: de m an era que en A tenas los trib u n ales
cum plían u n a función análoga a la de los trib u n o s de la plebe en
Roma.
E n la dem ocracia aten ien se a si recuperada, desp u és de la ex­
pulsión de los oligarcas im puestos por E sp arta, pareció necesario
(como suele ocurrir e n u n E stad o que acab a de p a s a r por u n pe­
ríodo difícil) hacer q ue la ciudad no d u d a ra m á s de sí m ism a y se
p ersuadiera de que no h ab ia perdido s u esp íritu de an tañ o , el es­
píritu de los tiem pos oficialm ente afortunados. No pasó. pues,
m ucho tiem po sin que los aten ien ses se to m aran con Sócrates.
S ócrates, en efecto, p o r si solo personificaba la duda. E ra la
d u d a m ism a. E ntre otro s d iscu rso s, en tre aquellos de tem as que
eran fam iliares y que S ócrates p ro n u n ciab a an te cualquiera, figu­
rab a la crítica de la política seguida p o r la dem ocracia a n te s de la
derrota. E sa política que se h ab ia revelado d esastro sa (esto era al­
go que no había que decir) era ostensiblem ente, decía Sócrates, el
resultado de u n a serie de errores com etidos p o r hom bres que h a ­
bían provocado las decisiones del pueblo, decisiones fatales p ara
la ciudad. Aquellos hom bres no h ab ían sabido reconocer con sig­
nos seguros la verdad y el bien. H abían perm anecido prisioneros
de lo irracional. Y S ócrates d en u n ciab a a los sofistas p o r s u arte
de la ilusión, que en todos los tiem pos fue u n m edio vigoroso p a­
ra a seg u rar el éxito de u n a política. Impelido p o r u n a necesidad in­
te rio r—la palabra de u n oráculo que lo h ab ía declarado el m á s s a ­
bio de los m ortales o tam b ién la sensación de oír la voz de s u “de­

103
monto*— Sócrates se em peñó e n m o stra r a to d o s que la verdad y
lo útil no pueden sep ararse y q u e los h om bres de E stad o n o p u e­
den su stra e rse a esa ley. Uno de los prim eros diálogos de Platón,
el que se h a dado e n llam ar El prim er A lcibiades y que parece re­
flejar todavía con fidelidad el pensam iento de Sócrates, expone el
problem a de u n a m a n era particu larm en te clara. Alcibiades había
sido u n o de los jóvenes am igos de Sócrates. E n la opinión p o p u ­
la r s u s nom bres estab a n ligados. A hora bien, el ‘herm oso Alcibi­
ades* h ab ía arrastrad o a la ciu d ad a a v en tu ras particularm ente
d esastro sas. C uando Platón escribió este diálogo. Alcibiades ya
había m uerto victim a de s u loca am bición. A hora resu ltab a Impor­
tan te m o stra r que las lecciones de Sócrates h ab ían intentado (va­
nam ente) hacerle se n ta r cabeza. ponerlo en g u ard ia co n tra si m is­
mo. contra su insensatez y s u s su eñ o s y. p o r otro lado, sugerir que
la verdadera responsabilidad de todos aquellos m ales recaía en la
dem ocracia que no había sabido desconfiar de u n m al guía. Ni la
desm esura instintiva de u n Alcibiades, ni el cinism o de Cálleles,
interlocutor de Sócrates en el Corgias. ni la m ala fe de Polo, su
com pañero, podían prevalecer contra la tesis obstinadam ente
sostenida por Sócrates de que la ju sticia debe se r el principio de
toda acción política y de que cualquier otra co nd u cta desem boca
fatalm ente en u n a catástrofe. S em ejantes razones, de la s que los
diálogos “socráticos" de Platón nos tra e n los ecos, no podían per­
m anecer sin castigo en aquella dem ocracia restablecida. El hom ­
bre que se encargó de reducir a S ócrates al silencio fue u n perso­
naje del que podem os entrever su trayectoria, u n tal Anito. elegi­
do estratego en la época de la oligarquía y acu sad o luego por no
h ab er sabido evitar u n a derrota. Según se decía h ab ía salido del
m al paso corrom piendo a los ju e c e s del trib u n al an te el cu al h a ­
bía tenido que com parecer. Tal vez h ay a sido él el prim ero (au n ­
que esto parece poco creíble) e n entregarse a sem ejantes m anejos.
N ingún régim en político puede d u ra r m ucho sin conocer tales
prácticas. Como quiera que sea. Anito se p asó en seguida al p a r­
tido de los dem ócratas y com batió a s u s antiguos amigos. Además,
en la nueva dem ocracia h ab ía llegado a se r poderoso, como lo son
a veces los traidores en medio de aquellos a quienes se h a n ven­
dido. Tal era el hom bre que acu só a S ócrates de “corrom per a la
juventud", de ap artarla de las s a n a s tradiciones religiosas y m o­
rales de la polis. Al distinguirse por lo que hoy podríam os llam ar
u n acto de depuración pública en lo to can te a Sócrates. Anito lo­
graba h ace r olvidar m á s fácilm ente los tu rb io s añ o s de su p a sa ­
do. Y luego, resu ltab a te n tad o r a ta c a r a u n hom bre que por su vi­

104
da. por s u s p ala b ra sy d iscursos, p o r su ejemplo, se colocaba a p a r­
te de los d em ás y oponía lo que él llam aba s u "ciencia'' —s u ú n i­
c a ciencia, la d u d a— a la s id eas de todo el m undo. ¿Tenia la de­
m ocracia necesidad de sem ejante personaje q u e ridiculizaba el
"sentido com ún” general? ¿Q ué h ab ía que e sp e ra r de sem ejante
esp íritu ? R azonar como él lo hacia, p a s a r p o r u n cedazo los dog­
m a s m á s ciertos, ¿no era in c u rrir e n el crim en de aristocracia? Por
lo dem ás, el m ism o S ó crates se declara culpable de este cargo
cu an d o en la Apología que le p resta Platón declara q u e los Jóvenes
que lo ro d eab an espon tán eam en te e ra n hijos de fam ilias ricas. Só­
c ra te s fue condenado. E n adelante, la "libertad" dem ocrática te n ­
dría la conciencia tran q u ila.
De m a n era que S ócrates m urió, pero la s te sis que sostenía
m arcaron el comienzo de u n a nueva “libertad". S u m uerte, la fir­
m eza con que sostuvo, al sacrificarse, el c ará cter sagrado de las
leyes, por in ju stas que é s ta s fuesen, ap o rtaro n la revelación de
que era posible se r "libre” a u n frente a tiran o s desencadenados,
ya se tra ta ra de u n tiran o único, como aquel F alaris que en Sici­
lia arrojaba hom bres den tro del cuerpo de bronce de u n toro c a ­
lentado al rojo vivo, ya se tra ta ra de u n trib u n al com puesto de ciu ­
dad an o s “libres".
Una fórm ula u n poco g astad a dice que S ócrates "Uevó la filo­
sofía desde el cielo a la tierra”. Podría decirse tam bién que llevó la
libertad desde la plaza pública al interior de las alm as. Y é s a fue
u n a innovación de infinitas consecuencias h a s ta en la esfera m is­
m a de lo político. P ues la libertad ya no e sta b a e n las c o sas sino
que se convertía en u n a actitu d del ser. e n u n b ien propio del hom ­
bre. y a n o era u n privilegio que h ab ía que defender con la s a rm a s
en la m ano, sino que era u n sentim iento que h ab ía que proteger
en lo m á s intim o de u n o m ism o. ¡Y a u n entonces la libertad co n ­
tin u a b a siendo, m á s estrecham ente que n u n ca, inseparable de la
m uerte!
E sta revolución esp iritu al se produjo de m an era g rad u al y la
ejem plar lección de S ócrates n o fue inm ediatam ente oída. Platón,
como vimos, co n tin ú a concibiendo la libertad como algo propio de
la polis y, en la República por lo m enos, se preocupa poco de la li­
b ertad de las "personas". Pero otros discípulos de Sócrates, m á s
lejanos, sacaro n o tras lecciones de su "pasión”. El prim ero, Antis-
tenes, el m á s antiguo de los cínicos, se sintió ten tad o por aquella
negativa a adm itir los im perativos de la opinión pública y las re ­
glas ya hechas, negativa que había caracterizado toda la vida de
Sócrates. Y ya desde el comienzo los cínicos llevaron al extrem o su

105
necesidad de libertad. Se dij eron h om bres libres porque bebían en
el hueco de su m ano y consideraban superfluo utilizar u n a copa,
se decían libres porque sim u lab an no experim entar n in g ú n respe­
to por todo lo que las m u ch ed u m b res honraban. Bien pronto se los
llamó “perros*, porque no te n ían n in g ú n pudor, porque se Jacta­
b a n de no poseer ningún bien y n i siquiera to m ab an seriam ente
s u s propios placeres. No creían en la intervención de las divinida­
des en los a su n to s h u m an o s y se consideraban “libres”, en este
sentido, estim ando que el hecho de conform ar la co n d u cta de uno
a los valores de la opinión general e s u n a esclavitud. Todos los
hom bres son esclavos. ¡Sólo el “sabio" es libre!
E stas ideas o, m ejor dicho, e sta s fórm ulas voluntariam ente
provocativas se rá n retom adas posteriorm ente, pero con otro se n ­
tido y con m ayor profundidad, por los filósofos de los siglos si­
guientes. El cinism o de A ntístenes. con s u s tesis radicales y s u s
juicios sum arlos, puede considerarse como la caricatu ra del p en ­
sam iento socrático del cual aquél h ab ia surgido, pero por s u b ru ­
talidad m ism a, es revelador del estado de espíritu que ten d ía a di­
fundirse en los últim os añ o s del siglo v y en la prim era m itad del
siglo IV. A ntístenes sólo predicaba la afirm ación del individuo por
sí mismo. Las coacciones y obligaciones sociales (¿o sobre todo
ellas?), h a sta las de dem ocracia, le parecían insoportables. T am ­
bién le eran insoportables los vínculos m á s n a tu ra le s del hom bre,
especialm ente los de la familia. Y aq u í encontram os u n a curiosa
convergencia con las ideas de Platón. Lo m ism o que el a u to r de la
República, A ntístenes quería que la ciu d ad fu tu ra con la que él so­
ñ ab a practicara la com unidad de las m ujeres y el abandono de los
hijos. Puede u n o entonces p reg u n tarse qué sucedería con la rep ú ­
blica.
Pero este su eñ o provocativo, sugerido p o r la en señ an za de Só­
crates, se opone directam ente a las teorías políticas de Platón que
(aparte de lo que se refiere a la célula familiar) reforzaban las es­
tru c tu ra s de la sociedad, las h acían en teram ente com pulsivas y
suprim ían la libertad de las p ersonas. Se dirá que en la repúbli­
ca de Platón la libertad su b siste en la conciencia de los ciu d ad a­
nos. pero se tra ta de u n a libertad dirigida, no de u n a libre elección
entre posibles opciones —sin h a b la r de la co n du cta que está im­
p u esta por la disciplina com ún—, p u e s se tra ta solam ente de la li­
b ertad que se puede reconocer a u n “b u e n espíritu", la libertad de
descubrir, por debajo de la co n d u cta de los sabios, los valores de
la razón y de la verdad. E n el fondo se perfila tam b ién la m áxim a
socrática según la cual “nadie es m alo voluntariam ente”. B asta

106
con discernir el bien p ara que uno desee a ju sta rse a él. Y los filó­
sofos e stá n p resen tes p ara m o strar a los h om bres el b u en cam i­
no. p u es u n espíritu ilustrado, instruido seg ú n u n sabio método,
no podría engañarse sobre la n atu raleza del bien. Y Platón (lo m is­
mo que Sócrates) piensa que existe u n a ciencia, u n conocim ien­
to seguro de los verdaderos valores al que se puede llegar gracias
a u na dialéctica bien orientada. A lgunas generaciones después,
los estoicos llam arán in sen sato (αφρων) o se r sin valor (φαύλος) al
hom bre que no se aplique al estudio de la sab id u ría.
Así se oponían dos corrientes filosóficas, n acid as am bas de las
en señ an zas de Sócrates, pero que d ab an de éste dos im ágenes di­
ferentes. Las dos corrientes, por diferentes que sean, atestiguan
u n m ism o hecho: el m alestar del pensam iento griego en ese p rin ­
cipio del siglo IV, la crisis que atravesaba entonces en cuanto a la
m an era de concebir las relaciones del hom bre y del Estado. Los
acontecim ientos políticos, la s in cesan tes g u erras en tre las poten­
cias (Atenas. E sparta, Tebas) quienes sucesivam ente im ponen su
preem inencia m ilitar, las querellas in tern as en tre las facciones de
las ciudades, todo eso com prom ete la credibilidad de las viejas fór­
m u las que a n te s h ab ían perm itido y conservado la cohesión de los
E stados. Ya vim os cómo en el comienzo del siglo an terio r h a s ta qué
p un to era grande el poder de la palabra libertad que u n ía los e s ­
p íritus. u n a libertad que se p resen tab a en u n doble aspecto, la li­
b ertad in tern a (una vez ab atid o s los tiranos) y la libertad exterior
frente al G ran Rey. la autonom ía y la independencia d en tro del h e­
lenismo. A hora la libertad ya no ejerce la m ism a fascinación. La
dem ocracia, d esp u és de u n a larga experiencia, difícilmente p u e­
de invocarla: en A tenas el ciu d ad an o no e s m á s “libre* que e n otros
lugares con u n gobierno oligárquico o con el gobierno de u n tira ­
no. Y si esto e s asi. si el ciu d ad an o debe acep tar, ad em ás de las
o tra s com pulsiones, las de u n régim en q u e n o le perm ite disponer
de sí m ism o, que le im pone asistir interm inablem ente a las
asam b leas y form ar p arte de los j u rad o s de trib u n ales, ¿en qué se ­
ria preferible e s a dem ocracia? E n cu an to al otro aspecto de la li­
b ertad. la independencia respecto de u n a p o ten cia extranjera, h a
perdido m ucho de s u atractivo. Desde q u e los lacedem onios se
aliaron con el G ran Rey p a ra aseg u ras s u propio dominio sobre
Grecia, el m o n arca p ersa dejó de se r p resen tad o como u n déspo­
ta execrado y universalm ente temido. Los “intelectuales* no vaci­
laban e n exaltar los m éritos de la sociedad p ersa. Jenofonte com ­
p u so sobre ese tem a su “novela histórica", la Ciropedia, q u e cu en ­
ta . com o se sabe, la m a n era e n que fue ed u cad o y gobernó luego

107
Ciro el G rande. E n el centro de ese reino ideal, Jenofonte, cosa in ­
concebible u n siglo an tes, coloca u n a “plaza de la libertad”. La li­
b ertad ya no era incom patible con la m onarquía.
A Isócrates le correspondió ex p resar del m odo m á s claro esta
evolución del concepto de libertad. S u “exhortación a Nicocles”,
com puesta alrededor del año 375. p resen ta u n a verdadera apolo­
gía del poder “tiránico”, del poder de u n “tiran o ”, en s u sentido ori­
ginal. e s decir, u n m onarca que debe s u poder a u n a revolución de
palacio; en este caso u n a revolución que pu so en el trono de S a­
lam ina de Chipre a Evágoras. pad re de Nicocles; de él Isócrates nos
ha dejado tam bién u n notable elogio. Evágoras m erecía b ien la
sim patía de los atenien ses p u e s los h ab ía ayudado en s u lucha
co n tra los lacedem onlos. E n aquella ocasión se h abía opuesto al
G ran Rey y luego h ab ía entrado en guerra co n tra él. de m a n era que
podía decirse, como lo hace Isócrates. que h ab ía com batido “por
la libertad”. E n ese m om ento verdaderam ente la “libertad” no era
otra cosa que el éxito de las arm a s atenienses. Pero Evágoras tu ­
vo tam bién otros méritos;
"El. de simple particular, se habia hecho tirano; restableció a su gen­
te. expulsada otrora de la vida politica, en los honores que le perte­
necían; de sus conciudadanos que eran bárbaros hizo verdaderos
griegos, de hombres afeminados hizo verdaderos soldados, de un
pueblo oscuro, un pueblo renombrado y civilizó y dulcificó las cos­
tumbres del pais que había recibido insociable y salvaje'.
Su hijo Nicocles ten d rá asim ism o g ran d es m éritos o p o r lo m e­
nos los te n d rá si escu ch a y pone en práctica los consejos q u e le da
Isócrates. El modelo que le propone el o rador e s el que podía de­
ducirse de las enseñan zas de los filósofos; el “b u e n rey” no te n d rá
otra preocupación que el bien de s u pueblo. De m an era que p rac­
ticará todas las virtudes h u m a n a s y. como dispone del poder a b ­
soluto. le será posible evitar todos los peligros que acech an a las
o tras form as de gobierno; la discordia en la s dem ocracias, los ex­
cesos de poder y la s injusticias en la s oligarquías. Ese rey debe­
rá sa b e r rodearse de amigos p a ra com partir con ellos el ejercicio
cotidiano del poder y deberá te n e r la habilidad de d istinguir a
aquellos que le so n m á s adictos. Y. sobre todo, dejará a la s “per­
so n as que piensen bien" la libertad de hab lar, esa parrhesia que
era considerada com o la característica de u n régim en dem ocráti­
co. De m an era que Isócrates contem pla la posibilidad, e n el caso
del estado en el cual reina Nicocles. Salam ina de Chipre, de u n a
especie de “m onarquía ilu strad a” e n la que el rey se g u ard ará de
hacer cualquier cosa que p u ed a lesionar a s u s súbditos. Si respe-

108
ta escrupulosam ente la libertad de éstos, él m ism o no h a de se r es­
clavo de s u s propias p asiones, no h a de b u s c a r an te todo s u pro­
pio placer sino que debe alcan zar la m ejor reputación posible en
la opinión de todo el m u n d o . Asi h ab lab a u n ‘sofista” ateniense
oriundo de la p atria de los tiran o cto n es y de D em óstenes.
Pero este elogio de la m on arq u ía p resen ta ad em ás otro asp ec­
to. El perfecto rey q ue s e rá Nicocles, si sigue los consejos de Isó-
crates. se em peñará fervientem ente en d esarro llar e n s u reino la
c u ltu ra helénica e n s u s form as m á s elevadas, y especialm ente la
elocuencia y el estudio de la sabiduría. Aquí ya se en cu e n tra es­
bozado u n ideal que h a b rá de p erp etu arse a trav és de los siglos.
La victoria (deseada po r Isó crates e n m u ch o s otros discursos) de
los griegos sobre los p e rs a s tom a asi la form a de u n a acción civi­
lizadora. la creación de E sta d o s e n los q u e triu n fen las co stu m b res
y los valores del helenism o, y ese triunfo n o h ab rá de alcanzarse
p or la s arm as, sino que s e rá el fruto de la aquiescencia de todos.
Reconócense aq u í los cara cteres esenciales q u e h ab ían sido
los de la reflexión política e n la form a que é s ta tuvo en la g en era­
ción a n te rio r la subordinación de la acción a la ciencia del bien
y de la verdad, u n a subordinación ta n to m á s fácil de alcan zar p u e s
h a b rá sido realizada prim ero e n el alm a de u n rey.
E sa era la esperanza en la que se com placía Isócrates e n el m o­
m ento m ism o en que en M acedonia se p rep arab a el im perio que
sería prim ero de Filipoy luego de Alejandro, imperio que aseg u raría
el triunfo de la “libertad” helénica sobre el “despotism o” persa.
iVerdad era que prim ero h ab ia que vencer a los E stad o s “libres” de
Grecia, y luego som eterlos a u n régim en que los colocaría bajo la
dependencia estrecha del rey de Macedonia! De u n a m an era evi­
dentem ente paradójica, fue p o r la “esclavitud” de esos E stados có­
m o la “libertad” pudo difundirse por todo el O rlente, y el com ba­
te librado por D em óstenes p ara d esp ertar en los ciu d ad an o s de
A tenas el recuerdo de las victorias de an tañ o que él consideraba
exaltador fracasó a p esar de toda la elocuencia de D em óstenes. El
m ilagro de M aratón y el m ilagro de S alam ina no se renovaron. ¿Se
debía ello a que entre las fuerzas en p u g n a habia u n a despropor­
ción dem asiado grande? ¿F ue exclusivam ente m ilitar la c a u sa del
fracaso? E s licito p e n sa r e n o tra s cau cas, m á s p ro fu n d as y de or­
den espiritual, p a ra explicar la victoria de Macedonia.
Los discursos de Isó crates nos m o straro n que en el p en sa­
m iento de los griegos y especialm ente entre los aten ien ses de ese
tiem po existia u n a sim p atía real por la m onarquía. ¿E ra u n re n a ­
ciente recuerdo de los tiem pos de P isistrato? ¿C ansancio y lasitud

109
d espués de ta n to s años decepcionantes de dem ocracia? ¿Refle­
xión provocada por los filósofos sobre las condiciones de u n “b u e n
gobierno" que sólo podían d arse en el espíritu y el alm a de u n s a ­
bio? ¿Por qué el sabio no h ab ría de ser u n rey? E stos eran m oti­
vos que sin duda Im pulsaron a los sim patizantes de los m acedo-
nlos a aceptar como inevitable (si no ya a desear) que los reyes del
norte realizaran la unidad del helenism o y crearan las condiciones
necesarias p ara que éste pudiera sobrevivir y extenderse.
E s posible, y en alto grado probable, que los "mulos cargados
de oro” introducidos en las ciu d ad es y las plazas fuertes por los
m acedonlos y la com pra de las conciencias hayan contribuido no
poco a conciliarios en to d as p arte s con los estad istas griegos. Pe­
ro no h ab rá que olvidar que cu atro añ o s an tes de Q ueronea, Fi-
lipo había llam ado a su corte a u n filósofo. Aristóteles, p ara que
fuera el preceptor de su hijo Alejandro. Lo cual arm onizaba m a ­
ravillosam ente bien con el espíritu de la época, con ese deseo que
percibim os en Sócrates de h acer que los filósofos o, m ás general­
m ente, la filosofía aconsejen a los reyes. Platón lo había in te n ta ­
do, tal vez desm añadam ente, en Sicilia y había fracasado, proba­
blem ente porque su pensam iento no era suficientem ente flexible
sino que era dem asiado teórico y c au sab a miedo. U na generación
después y en el m om ento en que los E stad o s ciudades griegos q u e­
d ab an englobados dentro de u n a entidad política m á s v a sta d en ­
tro de la cual eran vecinos de los pueblos y la s ciudades del Asia,
fue a los filósofos a quienes se les pidió que crearan las condicio­
nes espirituales de esa inm ensa com unidad que será el m u n d o h e­
lenístico. Paradójicam ente, fue en las m on arq u ías n acid as de la
fragm entación del imperio de Alejandro donde se realizaron y for­
m ularon las leyes de u n a nueva libertad.
El antiguo E stado ciudad, a m ediados de ese siglo iv a. de
n u estra era, ya no se ad ap tab a al m u n d o que se estab a form an­
do alrededor de él. Presa de s u s contradicciones, de su aspiración
teórica a la libertad y de la s coacciones de hecho sin las cu ales di­
ch a organización política no podía vivir (dominación en el exterior
sobre u n im perio que se le escap ab a, la esclavitud) la ciu d ad de­
m ocrática del siglo de Pericles vio cóm o se estrechaba s u horizon­
te y debió resignarse a am biciones m á s m odestas. Tuvo que h ace r­
lo a sí n o sin lam entarlo y resistirse, como n o s lo atestig u an los d is­
c u rso s de D em óstenes y de E squines. A un desp u és de la s victo­
rias de Filipoy de Alejandro, el estad o ciudad experim entó convul­
siones y lu ch as desesperadas, de la s cu ales la últim a fue la g u e­
rra de Crem ónides, reflejo de u n a ju v e n tu d que vivía a ú n de los

110
viejos m itos. Pero ya u n siglo an tes, d esp u és del régim en oligár­
quico establecido en la ciudad por u n filósofo. discípulo de
A ristóteles. Demetrio de Falero, con la protección del rey de
M acedonia. C asandro, el pueblo.atenlense. en el fondo de si m is­
mo. h ab ía renunciado a conservar u n a autonom ía, a u n relativa,
y h ab ía aclam ado al Joven rey Demetrio Poliorcetes, a quien honró
como a u n dios.
Con el fin de la am enaza persa y la extensión del helenism o a
la m ayor parte del m u n d o asiático —h a s ta la India y h a sta las
p u e rta s del Asia C entral y h a s ta las orillas del Golfo Pérsico— de­
sapareció u no de los dos “polos" de la libertad. El helenism o triu n ­
faba en todas partes. E n cu an to a la libertad interior, é sta y a no
constituía u n a reivindicación im portante. Los ciu d ad an o s la po­
seían en su vida cotidiana m ás cabalm ente que n u n ca. ¿H abía
m u ch o s que a m ediados del siglo 111sen tían nostalgia por la épo­
ca en que participaban en el gobierno de la ciu d ad ? ¿O nostalgia
por u n régimen en el que. si uno se distinguía p o r algún m érito
p articu lar corría el riesgo de ser castigado con el ostracism o? La
g ran m ayoría, bien puede creerse, se co n ten tab a co n com probar
que los grandes m om entos de la ciudad, las fiestas religiosas, la s
p an aten eas, con su procesión solem ne, la s dlonlsíacas, d u ran te
las cu ales todo el pueblo se reu n ía en el teatro del dios, co n tin u a­
b a n jalo n an d o el ciclo del año. A dem ás, o tras satisfacciones se
ofrecían al patriotism o: el esplendor artístico e intelectual de Ate­
n a s era m ayor que n u n c a y se m ultiplicaban las escu elas abier­
ta s p o r los filósofos y los rétores a las que acu d ía gente del m u n ­
do entero. La libertad de p e n s a r (dentro de los lím ites b a sta n te a m ­
plios fijados por la religión tradicional), la libertad de h ab lar, de
en señ ar, de cre a r o b ras de arte reem plazaba a la s o tra s libertades
que la gente olvidaba de b u e n a g an a p u esto que a n te s h ab ían pe­
sad o m u ch o sobre los ciu d ad an o s y h a b ía n im puesto a la socie­
d ad ta n d u ra s pruebas.

111
4

La conquista heroica

C uando com ienza lo que hem os llam ado la era helenística, d u ­


ran te la cual, como se sabe, el helenism o se extiende a inm ensas
regiones, al Asia y a Egipto p ara en co n trar n u ev as fuerzas en Si­
cilia y en Italia m eridional (donde ya estab a im plantado desde m u ­
cho tiem po atrás) y cu an d o ese m undo griego o convertido en grie­
go está som etido a reyes, la idea de libertad perdió m ucho de su
eficacia sobre los esp íritu s. Quizá m enos por razones políticas
—hubo poca resistencia, seg ú n lo hem os recordado, a la dom ina­
ción de los sucesores de Alejandro sobre las ciu d ad es y en Sicilia
a la dom inación de los tiran o s, algunos de los cu ales se convirtie­
ron en "reyes"— que por c a u s a s m á s profundas: la lasitu d provo­
cada por la crisis del siglo ivy, sobre todo, u n cam bio en la m anera
de concebir e sta libertad, en la m an era de sep ararla de las
instituciones del E stado p ara h acer de ella u n privilegio del se r
interior.
Sobre este p articu la r hem os recordado cu ál fue el papel de Só­
crates cuyo nom bre continuó siendo sím bolo de esta “liberación"
de los espíritus. T am bién dijimos que esa tarea fue co ntinuada,
fue prolongada por la “prédica" de A ntístenes y de los cínicos. Si
bien los cínicos exaltab an y ponían en p ráctica de m a n era provo­
cativa la liberación integral del individuo —en la co n d u cta cotidia­
na y no solam ente en el espíritu— al rep u d ia r los tradicionales
constreñim ientos que p esab an sobre los ciu d ad an o s de las ciu d a­
des “libres" de antes, co n stitu ía n u n movimiento b a sta n te m a r­
ginal, por m ás que d esp erta ran la curiosidad y atrajeran a algu­
nos discípulos. Se rela tab an con g u sto an écd o tas sobre el com ­
portam iento excéntrico de u n Diógenes y tam b ién se las inventa­
ba, como ese célebre diálogo con A lejandro cu an d o éste, según se
decía, le preguntó si deseab a algo que pu d iera concederle el amo
del m undo y cuando Diógenes ta n sólo le rogó que se a p a rta ra u n
poco para poder recibir él la luz del sol. Tam bién era Diógenes
quien en tra b a en el te atro cu an d o todo el m u n d o salía de él y hen-

113
día la m u ltitu d a contram ano, sin decir n atu ralm en te a nadie lo
que iba a h ace r e n el teatro vacio. Todo esto tiene sobre todo u n
valor de síntom a y n o fue c a u sa de esta g ran transform ación de la
libertad.
Y Diógenes el cínico no fue el único rep resen tan te de este in ­
dividualism o integral, a u n fuera de las escuelas. Se n o s impone
otro nom bre im portante, el de Estilpón de M egara que dio a
Demetrio Poliorcetes, vencedor de su patria, u n a resp u esta a n á ­
loga a la que diera Diógenes a Alejandro, o que se le atribuyó.
C uando Demetrio, que h ab ía destruido Megara, le preguntó si h a ­
bía perdido algo en la catástrofe. Estilpón. que se h ab ía visto p ri­
vado de todo lo que poseía y cuya m ujer e hijos h ab ían perecido,
se limitó a replicar: "Llevo todo conmigo”. E sta fue u n a fórm ula
que hizo fortuna y llegó a se r la definición m ism a de lo que los fi­
lósofos llam arán la autarketa (en latín sufficientia), el hecho de
b astarse u no a sí m ism o. E n verdad, este térm ino aparece ya en
Aristóteles, e n s u Etica a Nícómaco, p ara desig n ar el hecho de te­
n e r un o a su disposición todo lo suficiente p a ra la “felicidad” en el
orden de la s co sas exteriores, u n m ínim o con el que se co ntenta
el sabio. A ristóteles e stá todavía im buido de la ideología del E sta ­
do ciudad. Con E stilpón (una generación después), la palabra to ­
m a u n a coloración diferente, tal vez por influencia de la escuela cí­
nica. Gozará de g ran fo rtu n a entre los estoicos que insisten en la
idea de que la “virtu d ” (la excelencia del s e r interior) b asta p ara
aseg u rar la felicidad del sabio sin que sean n ecesarias cosas ex­
teriores.
De m anera que en el seno del helenism o existe u n a corriente
profunda cuyo desarrollo puede seguirse de decenio en decenio:
es u n a corriente que sep ara al hom bre del E stado, lo hace inde­
pendiente de éste y en general de la sociedad h u m a n a y asp ira a
que el hom bre encuentre en si mism o las condiciones esp iritu a­
les de su felicidad y de su existencia.
Con todo eso. la idea de libertad política no h a desaparecido
por entero. S ubsistía subyacente en las ciu d ades y en el seno de
las ligas; é stas eran las ú n icas fuerzas políticas b astan te podero­
s a s para tra ta r de poner fin a la dom inación de los reyes de Ma­
cedonia en la propia Grecia o p o r lo m enos tra ta r de controlarla.
Pero p ara llevar a cabo esta em presa las ligas tuvieron que b u s ­
c a r aliados. E ncontraro n u n o al que s u s victorias obtenidas en Oc­
cidente co n tra Aníbal y los cartagineses (¡enemigos tradicionales
del helenism o desde Jeijes!) designaban com o el cam peón n a tu ­
ral de ese helenism o. Se tra ta b a de Roma, de la que ya se decía dos

114
siglos a n te s que era u n a ciudad griega. E n virtud de este p aren ­
tesco espiritual u n ejército rom ano se opuso a la falange de Fili-
po V en Cinocéfalo en el m es de ju n io de 197. Y Filipo tuvo que pe­
dir la paz.
C uando el senado hizo conocer a los vencidos s u s condiciones
a com ienzos del año siguiente, se hizo m anifiesto que el imperio
macedónico estab a desm antelado. En adelante Grecia sería "li­
bre", como lo proclam ó Flam inino en los Ju eg o s Istm icos de aquel
año. Verdad es que un o s trein ta añ o s an tes A tenas ya se había "li­
berado" (por el precio de 150 talen to s pagados al com andante m a·
cedonio de las tro p as de ocupación), y gracias a la protección de
Tolomeo III. Tolomeo III el Benefactor no hacia sino c o n tin u ar u n a
política com enzada por su abuelo Tolomeo Soter en su lucha con­
tra Antigono, él m ism o en conflicto con el rey C asandro. Antigo­
no y Soter h ab ían declarado solem nem ente que d eseab an d a r la
libertad a Grecia, es decir, a los E stad o s ciudades. Esto ocurría en
el año 315 y en la práctica tales declaraciones no h ab ían tenido
n inguna consecuencia. Los so b eran o s h ab ían continuado ocu­
pando m ilitarm ente las ciudades griegas y controlando la política
de éstas. La "libertad" concedida y reconocida a la s ciudades era
de orden p u ram en te moral. Se tra ta b a de u n hom enajeTendido a
su pasado esplendor, m uy especialm ente en el caso de A tenas, u n
hom enaje que m ostrab a la im portancia del prestigio m oral y cu l­
tural de ésta o de aquella ciudad d en tro del juego político y d u ra n ­
te ese período en el que varios reyes se d isp u ta b an el dominio de
la Grecia continental y de las islas. A tenas era evidentem ente la
m ás prestigiosa y su libertad, p o r teórica e ilusoria que fuera, era
u n símbolo, el símbolo de u n a victoria del espíritu sobre la fortu­
na de las arm as.
Y fue esta política la que siguieron los rom anos con la decla­
ración que hizo Flam inio en los J u e g o s Istmicos. Era u n a solución
cóm oda y diplom ática g racias a la cu al se evitaba u n a anexión p u ­
ra y sim ple que h u b ie ra parecido sacrilega en el caso de hom bres
que e n el pasado h ab ían com batido ‘por la libertad". La realidad
de los hechos se esfum aba en la luz del mito y éste se convertía en
u n a fuerza q ue convenía te n er e n cu en ta. E sa política evitaba ta m ­
bién el riesgo de que u n a potencia ú n ic a —u n a liga, por ejemplo—
hiciera de G recia u n Estado fu erte que dom inara la cuenca del
Egeo. U n conjunto de ciudades “libres", e s decir, m á s d isp u estas
a d esg arrarse que a aliarse no podía rep resen tar n in g ú n peligro
para la influencia rom ana en la región. Esto hacia tam bién m ás di­
fícil a los reyes cualqu ier intento de im poner su dom inación m i­

115
litar o politica. Roma, en adelante potencia g aran te de la libertad
de las ciudades, no se abstenía em pero de intervenir cu an d o es­
tallaban conflictos en tre las ciudades o en tre las ligas. Y esto se
produjo casi inm ediatam ente: las ciu d ad es aq u eas. reu n id as en
Corinto, decidieron h ace r la guerra a E sp arta. Los viejos dem onios
levantaban la cabeza al solo nom bre de la libertad. Flam inio no se
opuso a que se en tab lara aquella guerra, pero uniendo u n contin­
gente rom ano a las tro p a s aqueas determ inó que la decisión final
sólo dependiera de él. E sp arta no fue destru id a, como lo d eseab an
los aqueos. pero quedó privada de s u imperio. Conservó s u s in s­
tituciones y. por lo ta n to , su ‘‘libertad" y no fue obligada a unirse
a la liga aquea en la que hab ría estado colocada en u n a situación
de sujeción de hecho, m á s severa que la que le h ab ría im puesto
u n a victoria de los m acedónicos. Ese era el nuevo sentido que to­
m aba la “libertad" bajo la autoridad de Roma.
E sa libertad no era m á s la de an tes, u n a libertad co n q u ista­
dora e im perialista, sino que se la podría llam ar u n a libertad ‘m u ­
nicipal", de conform idad con las tradiciones de las ciu d ad es ita­
lianas y de la m ism a Roma. Por lo m enos ésa era la intención de
los senadores que tra ta b a n de regular del m ejor modo posible los
asu n to s de las ciudad es griegas. Así y todo, las querellas en tre é s ­
ta s no cesaron y fue necesario en tab lar u n a nueva gu erra contra
la liga aquea. Como se sabe, las hostilidades term in aro n con la to­
m a y el saqueo de Corinto, y Grecia quedó som etida a u n a tu tela
m ás estrecha, au n q u e conservaba la autonom ía de s u s ciudades,
sólo que estab a n “vigiladas" por el gobernador de M acedonia, po­
seedor de las ú n icas fu erzas m ilitares colocadas por Roma en esa
región. De m an era que, hallándose en la im posibilidad de d es­
tru irse a sí m ism o, el helenism o pudo experim entar u n nuevo flo­
recimiento u n a vez recobrada la “libertad" de los espíritus. Los
griegos ya no eran “esclavos" de nadie sino de si m ism os cuando,
en la adm inistración interior de s u s ciudades, u n partido u otro
im ponía su voluntad a s u s adversarios.

Si hacem os a u n lado la historia de la libertad política en el


m undo griego y tratam o s de precisar cómo, en el cu rso de los si­
glos. los helenos se rep resen taro n la libertad h u m an a, ah o ra en
las conciencias y no ya e n las instituciones, no dejam os de expe­
rim entar cierta sorpresa. D urante m ucho tiem po la lengua griega
no poseyó u n a palab ra especial p ara designar esta libertad inte­
rior. El térm ino eleutheria no designaba en efecto m á s que la liber­
tad del hom bre que no era esclavo, que no era uno de esos seres

116
que la lengua fam iliar designaba con el nom bre de andrapoda. que
podríam os trad u c ir p o r “homípedo". u n térm ino forjado p o r a n a ­
logía con el que se aplicaba a los "cuadrúpedos", a los anim ales de
tiro cu y a fuerza se utilizaba p ara realizar los trab ajo s penosos. Y
A ristóteles todavía en ten d ía el térm ino de e sta m ism a m an era, co­
m o vimos. Los euleutheroL los hom bres libres, esa aristocracia h u ­
m a n a que form aba la raza helénica y eran los únicos, se creía, que
poseían la s m ás elevadas cu alid ad es del espíritu. P ara ellos h abía
actividades particulares y an te todo la del conocim iento teórico
(theoria) o. s i se prefiere, la "contem plación", o p u esta a la acción.
Asi p e n sa b a A naxágoras. contem poráneo de Pericles, de q uien fue
m aestro y consejero. Decía A naxágoras que la vida de contem pla­
ción era el “fin”, la m eta su p rem a del hom bre. Q uien vivía de esa
m an era era libre entre to d o s los d em ás hom bres.
V erdad es que la dem ocracia aten ien se infligió a A naxágoras
u n a desm entida cruel a l form ularle, trein ta y dos a ñ o s a n te s del
proceso de Sócrates, u n a acu sació n de im piedad, p rueba, si fue­
ra necesario algo m ás. de que la dem ocracia de A tenas no aprecia­
ba en m odo alguno la libertad del espíritu. El pensam iento no d e­
bía p a s a r de ciertos lím ites y especialm ente no debía tr a ta r de ex­
plicar el universo com o no fuera apoyándose e n los m itos relati­
vos a la s divinidades, p u e s el hom bre ‘libre’ m ism o, el hom bre de
pensam iento, estab a som etido a lo que se creía sa b e r de los dio­
ses y era bien cierto que e n la religión tradicional, la de los poetas
(que todavía no se distinguía sino m uy poco de la religión de la ciu ­
dad). los dioses hacían poco caso de la libertad h u m an a.
Desde los poem as hom éricos, los héroes se n o s ap arecen so ­
m etidos a u n Destino, al cual los m ism os dioses deben obedecer;
a lo sum o los m ás poderosos de los dioses, como Zeus, p u ed en en
cierta m edida adm inistrarlo, torcerlo algún tanto. E n cu an to a los
m ortales son totalm ente esclavos del destino. M uchas narracio ­
n es de la antigua leyenda asi lo m u e stran . Recordemos, por ejem­
plo, que Aquiles al lu ch ar con el E scam andro indignado por tener
que a rra s tra r ta n to s cadáveres se siente im potente frente al dios
del río desbordado y piensa que s u destino e s m orir ahogado, de
u n a m uerte ignominiosa. E s m en ester que dos divinidades. Palas
A tenea y Poséidon, intervengan p a ra tranquilizar al hijo de Peleo
y explicarle cu ál será realm ente s u destino: em pujar a los troya-
n o s h a s ta dentro de su ciudad y finalm ente d a r m u erte a Héctor.
Los dioses perm anecen callados en lo que se refiere a lo que le s u ­
cederá luego a Aquiles. Pero Aquiles. reconfortado y de nuevo lle­
no de esperanza, rean u d a la carnicería y realiza la prom esa que

117
acaba de hacerse. De m an era que cad a m ortal tiene su Moira. la
su erte que le espera y de la que no puede escaparse.
Toda la guerra de Troya e s el resultado de u n a inm ensa s u ­
perchería querida por los dioses. Nada puede h acer la voluntad
h u m a n a p a ra eludir ese engaño. La ciudad de Troya h ab ía sido
construida sobre u n a colina en la que había caído la diosa Ate (la
Discordia), precipitada p o r Z eus desde lo alto del Olimpo y
condenada a perm anecer en tre los m ortales, en la cabeza de los
cuales a ella le g u sta posarse ta n ligeram ente que ellos no sienten
su presencia. Toda la política seguida por los reyes de Troya, des·
de Laomedonte, el perjuro, h a s ta Príam o. culpable de h ab er aco­
gido a Helena y de no hab erla devuelto a los aqueos, es in sp irad a
por Ate. Pero ni Laomedonte n i Príam o ten ían la libertad de o b rar
de otro modo. Laomedonte debe faltar a la prom esa que h ab ía h e­
cho a Poseldón. Príam os debe m o strarse indulgente con P aris por­
que el destino quiere que la ciudad sea d estru id a y abatida la d i­
nastía reinante a fln de que algún día im pere la raza salida de
Eneas, hijo del m ortal A nquises y de la diosa Afrodita. Por eso los
hom bres no tienen la libertad de h acer la g u erra co n tra Troya o de
no hacerla. Esa guerra está dentro del orden ineluctable del
m undo.
Todos los héroes de la epopeya viven som etidos a presiones
que no siem pre son explícitam ente queridas por los dioses o el d es­
tino. Por ejemplo, las p ru eb as por las que tuvo q u e p a s a r Ulises
y su participación en la g u erra de Troya tien en p o r origen el con­
sejo que él m ism o hab ía dado a Tíndaro de ligar m ediante u n j u ­
ram ento a todos los preten d ien tes de la m ano de H elena y h acer­
les ju r a r que si uno de ellos se oponía a la libre elección que ella
hiciera de u n m arido, todos los d em ás estarían obligados a soco­
rre r a éste. Y lo cierto es que cu an d o el frigio P arts rap tó a la joven
Helena robándosela a s u m arido Menelao, los príncipes de las di­
ferentes ciudades y el propio Ulises debieron cum plir su prom e­
s a y u n irse a la expedición co n tra Troya. Con su h ab itu al habili­
dad Ulises tra tó ciertam ente de su stra e rse a esa obligación. Inten­
tó h acerse p a s a r por loco, pero s u astu cia fue d escubierta y de m al
grado tuvo que em barcarse con los dem ás. Asi. la ley del grupo se
im ponía a la voluntad del individuo. E n aquellos tiem pos m u y a n ­
tiguos (tal vez haya sido alrededor del siglo xii an te s de n u e stra era)
la confederación de los reyes poseía u n a au toridad su p erio r an te
la cual los m iem bros del grupo deb ían ren u n ciar a su libertad. To­
d a la saga de Ulises es la h isto ria del enfrentam iento del héroe con
fuerzas que tienden a ejercer coacción sobre él. S u s in n um erables

118
estratagem as, que hicieron inm ortal su leyenda, n o son m á s que
los m edios con los cuales Ulises tra ta b a de conservar su libertad,
de alcanzar el objetivo que se h ab ía fijado cu an d o todo parecía
co n ju rarse p ara alejarlo de su m eta.
Ulises no sólo triunfa de las dificultades provocadas por los
hom bres, por las torpezas e im prudencias de s u s com pañeros, s i­
no que lucha con los elem entos cu an d o perm anece pegado a u n
m ástil obstinadam ente m ientras su bajel es castigado por la tem ­
p estad y. d u ran te largas jo m a d a s, lucha con energías so b reh u ­
m a n as. S upera p ru eb as a u n m á s terribles, por ejemplo, cuando
evita los sortilegios de la m aga Circe (verdad es que gracias a la
ay u d a del dios H erm es que le d a el talism án protector) o cuando
estando con Calipso ren u n cia al am or de la ninfa y a la inm orta­
lidad que ésta le prom ete porque h a decidido de u n a vez por to d as
regresar a Itaca para encontrarse con Penélope. S u “libertad" h a ­
b rá de triu n far y p ara obtener esa victoria Ulises debe acep tar m o­
rir cu ando le llegue la hora puesto que rechaza el ofrecimiento de
Calipso que le h ab ría perm itido escap a r a la su erte com ún. U na
vez m á s la m uerte es el precio de la libertad.
De m an era que Ulises puede considerarse com o el héroe por
excelencia de la libertad, el m á s an tig u o q u e conozca la literatu ­
ra griega. La libertad de Ulises se ejerce com o u n desafio, u n d esa­
fio co n tra las presiones del grupo h u m a n o (las de los otros reyes),
co n tra la s fuerzas co n ju rad as de la n atu raleza y de los hom bres
(especialm ente frente a Troya, donde a m enudo s u s estratagem as
deciden la victoria) y co n tra s u s propios intentos, p ru eb as te rri­
bles c o n tra la s q ue debe lu c h a r denodadam ente. Los griegos de­
cían q u e sólo él era el m á s sabio de los h o m b res porque h abia s a ­
bido evitar to d as las tram p as q u e lo acechaban, lo c u a l no h ab ían
podido h ace r s u s com pañeros, víctim as de s u locura, por ejemplo,
cu an d o n o h ab ían podido ab sten e rse de ech a r m an o de los b u e­
yes sagrados del Sol o de beber el vino que les ofrecía Circe. La li­
b erta d de Ulises se debe n o sólo a s u voluntad indom able, que so ­
b rep asa todos los obstáculos, sino que se debe tam b ién a u n a vic­
toria perm anente sobre sí m ism o, sobre los tem ores que experi­
m en ta, sobre la s esperan zas q u e concibe.
E s cierto que en esa lu ch a no le falta la ay u d a de los dioses en
los m om entos m á s críticos. H erm es le d a el moiü a n te s de que Uli­
se s enfrente a Circe. Tam bién es H erm es quien v uela a la m o ra­
da de Calipso p ara exhortar a la ninfa a que no reten g a m ás a ese
prisionero que ella am a. sino que lo deje p a rtir en la b alsa que él
co n stru irá. Pero los dioses no crea n la determ inación de Ulises. E s

119
él quien escoge el partido que h a de tom ar, por ejemplo, cuando
acepta librem ente enfrentarse con Circe a fin de liberar a s u s com ­
pañeros transform ados en anim ales o cu an d o se em barca en la
b alsa p ara ab an d o n ar la isla de Callpso sin tripulación alguna y
fortalecido solam ente por el deseo de volver a ver a Penélope. u n
deseo que no nace de u n a pasión cam al, sino que se tra ta del m uy
legitimo afecto por u n a esposa y por el hijo de ambos.
Aqu i podem os discernir dos concepciones de la libertad q u e e n
cierto m odo se superponen: por u n lado, está la libertad que las
divinidades conceden a los m ortales p ara que éstos pu ed an cu m ­
plir su destino; trátase de u n a libertad ciega, ilusoria, pero que por
el m om ento parece total. Por ejemplo, Aquiles decide com batir
contra Héctor y Héctor decide ace p tar el com bate, en lugar de p er­
m anecer prudentem ente d etrás de los m u ro s de Troya. Asimismo
Ulises, u n a vez tom adas s u s precauciones y asegurarse de que
n in g u n a divinidad le tiende u n a tram p a, decide co n stru ir la b al­
sa y navegar al azar, en medio de vientos y olas, sin siquiera s a ­
ber cuál será el térm ino de esa peligrosa navegación. Sólo los dio­
ses sab en que Ulises llegará a la isla de E sq u en a, u n a etapa q u e­
rida p o r el destino, la penúltim a de ese interm inable viaje. Pero
esas libertades son sólo detalles, libertades de consentim iento
dentro de los lim ites fijados por el Destino. E sta s libertades no
pueden existir sin la otra, sin la libertad m á s profunda que esca­
pa al poder del Destino, la voluntad o b stin ad a del héroe, la liber­
tad que responde a s u s exigencias interiores, y sobre é sta s los dio­
ses n a d a pueden.
A penas puede h ab larse de e sta superposición de las dos liber­
tades. de este conflicto entre el hom bre y s u destino, p u es en el de­
sarrollo de s u conducta cad a hom bre Ignora lo que la s divinida­
des esp eran de él y hacia dónde lo conducen. Sabe solam ente que
el desenlace de s u s propias acciones e stá en m an o s de los dioses
y por eso es grande la tentación de interrogarlos y de recu rrir a los
oráculos. Ulises no deja de hacerlo asi. Se llega al p aís de los ci-
m erios y. m ediante sacrificios rituales, evoca a los m u erto s (y en
p articu lar al adivino Tiresias, que no h a perdido su ciencia e n el
m undo de las som bras) que conocen los secretos del futuro. Sin
em bargo, el problem a no queda resuelto, ni siquiera d esp u és de
h aberse entrevisto el fu tu ro y d esp u és de h ab er hablado los dio­
ses, p u es se p resenta u n a nueva dificultad: ¿es “piadoso" realizar
esta acción au n cuand o parezca apro b ad a por los dioses o sim ple­
m ente prudente?
El problem a será expuesto por Virgilio en la Eneida, en la que

120
se ve a E neas constan tem en te preocupado en cad a etapa de su
viaje por en contrar signos a fin de estar seguro de que sigue el
b u en cam ino. E sta es u n a de las form as de su “piedad'', de su pie-
tas, que se m anifiesta no sólo en el respeto que siente por su p a ­
dre A nquises, sino ad em ás en la perm anente preocupación de
querer solam ente aquello que quieren los dioses. Virgilio se atie­
ne así a esa m oral que venia de siglos atrá s, m oral bien atestig u a­
da en los ciclos épicos m á s antiguos, por ejemplo, el episodio en
que los griegos retenidos a orillas de Aulis por los vientos co n tra­
rios interrogan a C alchas sobre la significación de e sa calm a inin­
terrum pida que les im pide hacerse a la vela. M ientras los orácu­
los hablen, los antiguos no se sienten totalm ente libres; trá ta se de
u n sentim iento que no es en teram ente negativo p u e s el hecho de
conocer o de entrever la voluntad de los dioses tranquiliza, acom ­
paña la acción y, por últim o, la hace m á s eficaz. M ientras E neas
su rca los m ares entre Frigia y las co stas del Lacio, vacila y. como
ya dijimos, b u sca signos de los dioses. Pero u n a vez llegado al país
que se le h a prom etido y cu an d o el dios Tiber le confirm a d u ra n ­
te u n su eñ o que E n eas tiene a orillas del rio que le ag u ard a el d es­
tino en aquella tierra, en tonces E neas ya no vacila m á sy s u volun­
tad lo em puja a p e sa r de todos los obstáculos. E ntonces, es libre,
y esa seguridad que en adelante persiste en todo s u s e r provoca
u n a transform ación que asom bra y h a sta escandaliza tradicional­
m ente a los com entaristas de Virgilio cu an d o d escu b ren en la se ­
gu n d a m itad del poem a, no ya a u n héroe del que podía ad m irar­
se, según la expresión irónica de Saint-Evrem ond. su san tid ad
—y ése era el personaje que aparecía en los seis prim eros can to s—,
sino a u n guerrero im placable. E neas sabe ah o ra que su acción e s­
tá ap ro b ad a por los dioses y que tiene plena “libertad" de h acer lo
que hace.
El lector no debe asom brarse de en co n trar aquí m encionado
a Virgilio en relación con el sentim iento de la libertad que podían
te n e rlo s héroes de Homero. Virgilio formó a su héroe seg ú n el m o­
delo de los héroes de la Iliada y de la O disea, y. por lo dem ás, exis­
ten actitu d es aním icas que p a sa n a través de los siglos, de s u e r­
te que los presagios y los oráculos no dejaron de d om inar la vida
y la conducta de los hom bres, ta n to en Grecia como en Roma, don­
de los auspicios, como vimos, im ponían la voluntad de los dioses
a la libertad de los hom bres. Y esto continuó siendo así h a sta el
advenim iento del cristianism o, que consagró la m uerte “o ficiar de
la adivinación. Pero, ¿estam o s seguros de que la adivinación no
sobrevive?

121
Un ciclo de leyendas, que parece h ab erse form ado d esp u és del
ciclo de Troya. Ilustra de m an era notable este debate entre coac­
ción y libertad; es el ciclo que tiene com o héroe al argivo Heracles,
nacido en realidad en T ebas y reivindicado tam bién (en su descen­
dencia) por los dorios. T rátase de u n héroe de orígenes complejos
—eolio, aqueo. dorio—y por eso m ism o representativo del helenis­
m o en s u conjunto, p u esto que los aten ien ses h a n intentado in­
tegrar a este héroe en s u s propias leyendas haciéndolo encontrar
conTeseo. el héroe nacional ateniense. R esulta p u es legitimo p re­
guntarle a la historia de Heracles lo que ella puede en señ am o s so­
bre u n problem a m oral o, si se prefiere, metafisico del cu al ib an a d ­
quiriendo gradualm ente conciencia los griegos.
Lo mism o que la fundación de Troya, el nacim iento de H era­
cles se produjo bajo el signo de Ate. esa D iscordia que fue u n a de
las c a u sa s profundas de la guerra en tre los aqueos y los frigios.
Zeus, que era el padre de Heracles, h ab ía ju rad o solem nem ente
an tes del nacim iento de éste que el “descendiente de Perseo que
naciera primero" seria “el am o de Argos". Z eus había pronuncia­
do ese juram ento olvidando que en ese m om ento otro descendien­
te de Perseo, Euristeo, hijo de Estenelo. estab a a p u n to de nacer.
Este era u n error sugerido n atu ralm en te p o r Ate. H era. celosa de
Alcmena, la m adre del fu tu ro H eracles, oyó el im prudente J u ra ­
m ento y valiéndose de todos los m edios retrasó el alum bram ien­
to de Alcmena y ap resu ró el de Nicipe la m adre de E uristeo. de
su erte que éste vino al m undo an tes que Heracles, quien se con­
virtió en esclavo de Euristeo. Por esa razón, Heracles el héroe vi­
goroso, de u n a fuerza so b rehum ana, de u n coraje sin igual tuvo
que obedecer las órdenes de s u prim o q u e d istab a m ucho de com­
p ararse con él: nacido dem asiado tem prano. E uristeo aparece co­
mo u n ser incompleto, débil y cobarde que se m u e stra ta n to m ás
tirano por cuanto tem e a Heracles a quien por e sa razón le impo­
ne p ru eb as aparentem ente insuperables con la esperanza de que
H eracles sucum ba a ellas. E sas p ru eb as son los célebres “tra ­
bajos".
E s lícito interrogarse sobre la significación de esta cu rio sa his­
toria. im aginada por los helenos y ad o p tad a p o r todo el m undo y
que bien pudiera p arecer u n a especie de “historia sagrada", u n m i­
to de la esclavitud destinado a justificarla. Probablem ente esta in ­
terpretación no sea exacta, puesto que H eracles sólo es esclavo a
c a u sa de u n “error”, de u n a negativa de ju sticia co n tra la cu al ni
siquiera el rey de los dioses puede h acer n a d a p u e s h a sido “que-

122
rida" por el destino. La servidum bre de H eracles es Injusta, todos
la experim entan así. es algo dado de hecho. Independientem ente
del valor propio del héroe, y si de la leyenda se desprende alguna
moraleja sociológica (lo cu al es poco probable), ésta sería m ás bien
una condena de la esclavitud an tes que s u justificación. De todos
modos H eracles posee la fuerza física del esclavo, lo cual coinci­
de con la idea general, pero es esclavo por error y u sa rá su fuer­
za p ara afirm ar su libertad.
En u n plano m ás profundo, la leyenda sugiere que el verdade­
ro am o de Heracles es m enos E uristeo que la diosa Hera, quien
quiere h acer expiar al b astard o de Zeus la irregularidad de su n a ­
cimiento. E sta es u n a interpretación autorizada p o r varios textos
antiguos y h echa evidente por el nom bre m ism o de Heracles. En
efecto, se nos dice, el hijo de Zeus y de Alcm ena en s u niñez no se
llam aba así. S u s p ad res le habían puesto el nom bre de Alcides, es
decir, “descendiente de Alceo". Alceo era e n efecto s u abuelo, uno
de los hijos de Perseo y de A ndróm eda, y el p ad re de Anfitrión, que
era el “padre hum ano" de Heracles. Este nom bre de Alcides, ad e­
m ás de indicar la ascendencia del niño, te n ía tam b ién la ventaja
de alu d ir a s u vigor excepcional (alke); pero cu an d o llegó el m o­
m ento de las pru eb as fue cu an d o el nom bre de H eracles'se con­
virtió en aquel con que todo el m undo designaba a l hijo de Anfi­
trión y de Alcmena, y ese nom bre significa “la gloria de Hera"; es­
te nom bre asocia estrech am en te a quien lo lleva co n la diosa que
se ingenia para atorm entarlo utilizando el poder de E uristeo. p e­
ro al m ism o tiem po le p ro cu ra a él y tam bién a la diosa m ism a u n a
gloria que au m en ta cad a vez m ás. H eracles es la “gloria de Hera".
es su servidor y atestig u a ta n to su vigor como su propio valor.
Los historiadores de las religiones sugieren, co n m u ch a vero­
sim ilitud. que la figura de H eracles era la de u n “asisten te" varón,
el com pañero de u n a diosa m á s poderosa que él y q u e e sa p are­
ja divina no es originariam ente griega. D ichos h istoriadores re ­
cuerdan q ue se en c u e n tra n h isto rias sem ejan tes e n m u c h a s o tras
regiones, alrededor del m a r Egeo, tal vez en C reta, e n Frigia o en ­
tre los pueblos sem itas. A un si esto fuera así no im plica que el ci­
clo de los trab ajo s de H eracles haya sido im aginado por pueblos
que no e ra n griegos y a n te s de estos. Por el contrario, parece que
este con junto de leyendas, que perm aneció vivo m u ch o tiem po en
Grecia y dio nacim iento a variaciones y a episodios m últiples, h a ­
ya sido im aginado p a ra “explicar" esta su b o rd in ació n del “dios" a
la “diosa" y en cierta m edida racionalizar esa subordinación. In ­
dicio de esto e s la localización de la m ayor p arte de esos trabajos.

123
situados a m enudo en el Peloponeso, pais de los arglvos y de los
aqueos an tes de la llegada de los dorios. Algunos de s u s trab ajo s
se sitú a n en países que pertenecen a la geografía m ítica de los h e­
lenos, como el extremo O ccidente (el país de Gerión) o el Oriente
de las am azonas, a orillas del M ar Negro y al pie del Cáucaso.
Pero no sólo el ciclo de los trab ajo s p resenta a Heracles como
u n esclavo. Sin esperanza de recobrar su libertad que le h a q u i­
tado el im prudente ju ram en to de s u padre debe ad em ás vender­
se él m ism o por orden de u n oráculo p ara expiar la m u erte del Jo­
ven Ifito a quien h ab ía m atad o al to m ar por asalto la ciudad de
Ecalia. M anchado por esa m u erte fue atacado de locura, y la p i­
tonisa consultada le declaró que sólo podría purificarse de su
m ancilla (causa de la locura) convirtiéndose en esclavo de u n am o
y perm aneciendo en tal condición d u ran te tre s años. H eracles fue
entonces com prado por u n a m ujer, Onfala, reina de Lidia. Reco­
nocem os aquí u n a vez m ás el tem a del asistente. De m an era que
d u ran te tre s años Heracles sirvió a la reina y m ien tras ella se ador­
naba con las arm as del héroe (la m aza, la piel de león que le se r­
via de escudo), él m ism o m an ejab a la rueca y se vestía con largo
hábito ta la r característico de la vestim enta oriental. Al term in ar
esta p rueba Heracles quedó purificado. E sa esclavitud se m a ­
nifiesta como u n a forma de com pensación Ipolnei por la sangre de­
rram ada. tem a que volvemos a en co n trar en la leyenda de Apolo,
obligado (para expiar la m u erte de los cíclopes) a convertirse en
pastor del rey Admeto de Feres, Tesalia. Aquí no se tra ta b a de d a r
a los padres del m uerto u n a com pensación m aterial y financiera.
El padre de Ifito se negó a ace p tar el dinero de la venta de H era­
cles y en el caso de los cíclopes, la cuestión sería com pletam ente
absurda, ¡puesto que su padre era Zeus! Además, otra vez Apolo
tuvo que convertirse en esclavo sin que se tra ta ra entonces de al­
guna “indem nización”; ocurrió esto cu an d o conspiró co n tra Z eus
quien lo castigó con u n a pena de “trabajos forzados” que debió
cum plir con el rey de Troya. Laom edonte. La esclavitud, la pérdi­
da de la libertad por u n tiem po suprim e la persona m oral de quien
la padece, borra s u pasado, s u se r mism o, lo som ete a u n a
verdadera m uerte sim bólica de la cu al el héroe h a b rá de resurgir
renovado, purificado y gracias a esa m uerte recu p erará su li­
bertad.
Puede uno pregun tarse p o r qué este tem a está relacionado con
el ciclo de Heracles. Podemos entrever alg u n as razones. E n prim er
lugar, la existencia de u n a pareja divina en la que u n Dios m a s ­
culino es servidor de u n a diosa. Muy probablem ente en Lidia im á­

124
genes p in tad as rep resen tab an e sta relación. Se veía e n ellas al
dios vestido como u n a m u jer y a la diosa con los a trib u to s m a s­
culinos. pero éste era sólo u n episodio. ¿Y por qué h a b e r recono­
cido en él u n episodio de los trab ajo s de H eracles? Tal vez porque
en la leyenda argiva Heracles aparecía com o el servidor de E u ris­
teo. como u n esclavo a m edias voluntarlo. Podría p arecer n atu ra l
que h u b iera representado el m ism o papel en otra circunstancia.
Pero éste tem a de la esclavitud im p u esta por el destino al héroe te ­
nía. creem os, u n a significación m ás profunda: se concibe esa es­
clavitud como u n a purificación de s u ser. u n a purificación no só­
lo de las m a n ch as debidas a la violencia, sino tam b ién de todo lo
que co n traria la afirm ación de su verd ad era libertad, la libertad de
su s e r interior.
Hay aquí u n a verdadera m etafísica del héroe, u n a m an era de
resolver u n problem a que se plan teab a frecuentem ente al p en sa­
m iento griego. Como se sabe, cad a ciu d ad poseía s u héroe, a ve­
ces varios héroes que la h ab ían fundado. Esos personajes eran
considerados de origen divino o h ab ían m erecido la condición de
un dios por s u s hazañ as. Se les ren d ía culto, te n ían san tu ario s.
Se los celebraba de mil m a n eras con can to s, con epopeyas, con di­
tiram bos y m uy pronto con tragedias. S eres sobrehum anos, pero
que h ab ía n vivido entre los hom bres, dichos personajes vincula­
ban a los m ortales con los dioses. Pero ¿de qué m a n era? ¿Cómo
h abían salvado esa d istan cia infranqueable? A parentem ente por­
que en ce rra b an en si m ism os u n a fuerza que los hacía diferentes
de los otros seres hum anos, u n a potencia que les venía de su fi­
liación divina y que les perm itía elevarse por encim a de lo que en
ellos había de m ortal (condición que en general debían a su m a­
dre. u n a m ortal unida a u n dios) y su p e ra r su destino de hom bres.
Pero, com o en toda iniciación m ística, e sta m etam orfosis sólo po­
día producirse si poco a poco se despojaban de su carácter “h u ­
m ano”. A hora bien, la esclavitud era precisam ente u n a de esas
pru eb as que purificaban el alm a y en v irtu d de u n a especie de a n ­
títesis, la servidum bre su p erad a confería a la libertad u n a nueva
fuerza. Asi ocurre con la luz del alba al term in ar la noche.
Heracles, som etido a E uristeo, servidor de Onfala. atacado de
locura estuvo varias veces alienado. Dio m uerte a s u s hijos y h a s ­
ta, e n c ie rta s versiones de la leyenda, st Megara, s u esposa. Fue
atorm entado h a s ta la vehem encia p o r la tú n ica envenenada que
le enviara D eyanira y fue en ese m om ento, en el q u e p arecía h a ­
ber perdido en m edio de la atrocidad de los sufrim ientos el control
de su ser. cu an d o recobró plenam ente s u libertad. C on la s carn es

125
d esgarradas, am ontonó e hizo am ontonar en el Eta u n a pira In­
m ensa a la cual subió aceptando la m uerte como u n a libertad al
fin recuperada. Acogido en el Olimpo, entre los dioses y las diosas,
reconciliado con Hera, de la cu al se convierte m ísticam ente en “h i­
jo", H eracles asegura plenam ente su divinidad.
Con el destino de H eracles puede com pararse el de Teseo, que
tam bién perdió su libertad cuando fue prisionero del dios de los
inflemos. Vuelto al m u n d o de la luz quedó, como Heracles, p u ri­
ficado, m ás sabio y m ás dueño de sí m ism o que an tes. Y tam bién
Cadmo, el fundador de Tebas, fue condenado a servir a u n am o p a ­
ra expiar la m uerte del dragón que g u ard ab a la roca sobre la cual
se elevaba la Cadm ea, la cludadela tebana.
E sta analogía entre tre s de los m ayores héroes del helenism o
no es seguram ente fortuita. Sugiere que to d a libertad debe se r
conquistada, com prada al precio de s u co n traria, la esclavitud,
que la libertad no es algo dado p o r la natu raleza, u n presen te g ra ­
tuito que los dioses h ag an a los m ortales.
La libertad conquistada por obra de la esclavitud e s tam bién
el tem a del Prometeo de Esquilo. Zeus aparece e n la o b ra como u n
tirano (en el sentido m oderno del térm ino), que obra violentam en­
te y apelando a la fuerza. El mismo decide lo que es ju s to y lo que
no lo es. E n su reinado (que ap en as comienza; Prom eteo lo llam a
“Joven tirano**) no h ay p u e s ninguna libertad. Pero Z eu s m ism o,
¿es libre? Tampoco lo es p o r entero p u es está som etido al destino,
a leyes que existían a n te s que él y que pueden arrastrarlo a su p er­
dición. La antigua concepción, la que está p resente en los poem as
hom éricos, no es ab an d o n ad a en Esquilo. Sin em bargo, com ien­
za a abrirse cam ino otra idea de la libertad: Prometeo se rebeló
contra la tiranía de Zeus. La desafió. Sufrió la pena de su rebelión
pero no cedió. Tam bién aquí, como en la leyenda de Heracles, la
voluntad del héroe le da, si no u n a libertad de hecho, p o r lo m e­
nos la libertad del alm a. C uando H erm es fue p ara describirle los
suplicios que le ag u ard arían si no consintiera en revelar su secre­
to. Prometeo se burló del m ensajero de Z eus por s u latreia, por su
condición de servidor, a la que opuso s u propia independencia:
Hermes es de las alm as de esclavos, pero él es de la s alm as libres
que n ad a puede dom eñar. Prometeo aguarda sin tem b lar ese de­
rrum be del m undo con el que se lo am enaza. Prefigura ya lo que
será, m uchos siglos d esp u és, el heroísm o de los estoicos tal como
lo evoca Horacio en la tercera de s u s O das rom anas: tm pauidum
fe rien t ruinae. El Universo podrá h u n d irse, pero el “sabio** perm a­
necerá sin temor.

126
V erdad es que Prom eteo p u ed e desafiar a Zeus, porque no p u e­
de m orir. Su Inm ortalidad e s p a ra él u n arm a en esa afirm ación
y e n esa conquista de la libertad. C ualquiera que sea el suplicio a
que se lo som eta. Prom eteo sobrevivirá en s u se r m aterial. Pero,
¿qué o cu rrirá con los m ortales que no poseen ese privilegio? El ti­
tá n les h a dado tam bién a ellos u n a clase de libertad, a m edida de
ellos. Los seres h um an o s, ta le s como fu eran creados, se en co n tra­
b an e n u n estado m iserable descrito asi p o r Esquilo: “Al principio,
veían sin ver. oían pero n o com prendían; sem ejan tes a los seres
que ap arecen en los su eñ o s, d u ra n te to d a la vida lo trasto rn a b an
y lo confundían todo al azar...” Prom eteo les en señ ó a servirse de
la razón, les m ostró la s leyes del universo com enzando por la s de
toda sociedad h u m a n a fu n d ad a e n la com prensión m u tu a; les en ­
señó el núm ero y el m ovim iento de los astro s. E hizo m á s a u n al
dom esticar p ara ellos a lo s anim ales de carga y tiro, p u es los libe­
ró de los trabajos agobiadores. esos trab ajo s que. com o vimos, es­
ta b an reservados a los esclavos. Esclavo, en efecto, es el se r h u ­
m ano que todavía no descubrió la fuerza de la palab ra y el “b u en
uso" del espíritu. Inventor de “la s a rte s liberales", Prometeo e s al
m ism o tiem po y por eso m ism o el inventor de la libertad.
E sto no quiere decir que h ay a liberado a los hom bres-de la ley
del destino, de la Moira. Eso n adie puede hacerlo p u e s el m ism o
Zeus e s tá som etido a esa ley. Pero ta l fatalism o n o debe e n tra ñ a r
pereza. La libertad está en la lu ch a, siem pre e s posible em plear es­
tratagem as con el D estino (como lo hacia Ulises). siem pre e s po­
sible hacerlo cae r en s u s p ro p ias redes. Y fue asi com o Zeus evi­
tó se r destronado por “u n hijo m á s grande que él", cu an d o se ne­
gó a casarse conT etis que le d aría u n hijo m ás poderoso que él m is­
mo. C asada con Peleo, la diosa será la m adre de Aquiles. ¿Y qué
le im portaría a Zeus que éste su p erara la gloria y la fortuna de
Peleo?
E n la trilogía de Prom eteo (de la cual desgraciadam ente pose­
emos sólo la prim era tragedia). Esquilo rep resen tó la s g ran d es
preocupaciones de s u tiem po, el periodo tran scu rrid o en tre las
g u erras m édicas y el “siglo de Pericles’’. A parece aq u í el obligado
aborrecim iento por los "tiranos”, u su rp ad o res de la realeza (como
lo fue Z eus que expulsó a Cronos), esos tiran o s que “erigen en le­
yes todos s u s caprichos”. A tenas recordaba el fin de los pisistrá-
tld as y Esquilo m o strab a la exaltación de u n a sociedad en la que
era a len tad a y se hacía general la p ráctica de las actividades “ú ti­
les” p a ra la vida de todos. Prom eteo tenia u n san tu a rio en el Ce­
rám ico. el barrio de los alfareros, en el que todos lo s d ías el fue-

127
go ‘’plasm ador” realizaba s u s m ilagros. Era la época en que se
co n stru ían tem plos p a ra reem plazar los que h ab ían d estruido los
p ersas, la época e n q u e la escu ltu ra alcan zab a u n auge casi m i­
lagroso. E ra e sa la A tenas prestigiosa, im perial —y tiránica— que
nacía. Pero su tiran ía todavía no era evidente, ni respecto de s u s
aliados ni e n el interior m ism o de la ciudad. Sólo se veían todavía
los m ejores efectos de la “libertad* o lo que se designaba con ese
nom bre e n el lenguaje de los políticos. A juicio n u estro , el “m ila­
gro” ateniense reside m enos en el establecim iento de u n régim en
político nuevo (bien pronto catastrófico) que e n la conciencia que
se adquirió entonces de los recu rso s del espíritu h u m an o y en el
hecho de que éste descubrió poco a poco e n s u esfuerzo por orde­
n a r el m undo religioso y m oral (del cu al ese espíritu era u n a p a r­
te) según la fórm ula de Protágoras. esto es. h acer que el hom bre
sea “la m edida de to d as las cosas, de lo que es por su realidad y
de lo que no es por s u irrealidad”.
El hom bre e stá entonces colocado frente a los dioses. Esto no
significa que. cual Prometeo, esté en rebellón contra ellos. La re­
belión implica violencia y sinrazón. El hom bre no les pide a los dio­
ses que le reconozcan u n a libertad ab so lu ta dentro del universo.
Prometeo puede hacerlo porque es inm ortal, es de la m ism a raza
que Z eus y ni siquiera el m ás grande de los dioses puede aniqui­
larlo. El se r hum ano es evidentem ente m á s frágil y sab e m uy bien
que está destinado a la m uerte. El día m arcad o p o r el destino no
depende de él. el hom bre no tiene la “libertad" de elegirlo, sino d es­
truyéndose él mismo. Todo cu an to quiere m ien tras está en la vi­
da es la libertad de poner en orden lo que corresponde a su esfe­
ra. De esta m anera Píndaro aconsejaba a los hom bres “no asp irar
a la inm ortalidad” sino ponerse a tra b a ja r p ara realizar plenam en­
te (“agotar”, dice Píndaro) lo que está a su alcance, aquello que
pueden dom inar, los ám bitos accesibles a su libertad.
Es sin duda d u ran te los prim eros decenios del siglo v a. de C.
cuando se inicia esta m etam orfosis de la libertad, este paso de la
libertad entendida como condición social (por oposición a la e s­
clavitud) a la libertad interior, la libertad que invita al hom bre a
‘m irar hacia el cielo”. P ara designar esta últim a libertad no se
necesita crear u n nuevo térm ino. La an tig u a p alab ra sim plem en­
te adquiere u n a carga arm ónica nueva. U na innovación en
apariencia m ínim a pero que tuvo como resu ltad o h acer que la li­
b ertad “interior” (en adelante p arte integrante de la condición
h u m a n a y el fundam ento mism o de su excelencia. es decir su “vir­
tu d ”. arete) diera al concepto global, en s u s dos aspectos b astan -

128
te m a l distinguidos, u n renovado prestigio y em p u jara a la dem o­
cracia ateniense hacia los m ean d ro s de erro res e n q u e h u b o de
perderse.
Los filósofos y los so fistas d escu b ren en to n ces que el destino,
si b ien pesa siem pre sobre los acontecim ientos de la vida de cad a
individuo, s i bien es ineluctable e n este dominio, adquiere e n la vi­
d a esp iritu al u n a form a inteligible y. h a s ta podría decirse, se
a m an sa . E n la m edida en q u e el destino e s el resu ltad o de u n or­
d en universal, com ún a los dioses y a los hom bres, se trad u c e en
leyes q ue tam bién ellas so n com unes a dioses y hom bres. Y esas
leyes so n de orden m oral, se refieren especialm ente al papel de la
ju stic ia en el universo, al valor de la arm onía por oposición a la d is­
cordia. y su evidencia e s tal que no se las puede percibir sin q u e­
re r acep tarlas y sin q u erer a ju sta r la co n d u cta a ellas.
La fórm ula socrática que hem os recordado, la fórm ula de que
“nadie es m alo voluntariam ente’’ es la consecuencia directa de se­
m ejante visión del m undo. E s la consecuencia directa del acu e r­
do que reina entre el alm a de los hom bres y el alm a de los dioses.
El D estino deja entonces de s e r u n a fueiza com pulsiva y la liber­
tad se reconcilia con él. El Z eus de Olimpia, las m eto p as de s u tem ­
plo ilu stran , bajo el cincel de Fldlas. e sta lección q u e seYnanlfles-
ta enton ces a los espíritus. Los seres m o n stru o so s de la leyenda,
los cen tau ro s violentos y sin ley ilu stran la victoria del dios su p re ­
m o (libre entonces a los caprichos de la tiranía) sobre to d a s las for­
m a s del desorden que im pera en las cosas h u m a n a s y en prim er
lugar e n el alm a de los hom bres. Las pasiones ejercen sobre el al­
m a o tra clase de tiran ía de la cual ella no podrá liberarse sino re­
solviéndose a su p erarlas, tal vez a sublim arlas. E ntre Esquilo y Fi-
dias h a tran scu rrid o toda u n a etapa. Z eus ya no es el “Joven tira ­
no" del Prometeo: se h a convertido en el com pañero y guía de la ex­
celencia hum ana. Prom eteo h a quedado realm ente liberado.
E s verdad que ignoram os la fecha de com posición del Prome­
teo de Esquilo. En general se cree que fue com puesto hacia el fin
de la vida del poeta, tal vez en el m om ento en que se encontraba
en Sicilia por segunda v ez—alrededor del año 458 a. de C.— y po­
cos m eses an tes de su m uerte. La hipótesis es frágil. Pero a u n
cuando, como es probable, e sta tragedia no corresponda a los p ri­
m eros a ñ o s de la trayectoria del poeta*no p o r eso deja de antici­
p a r la en señ an za de los prim eros sofistas a quienes prefigura. La
trilogía de La O restíada, de la que sabem os de m a n era cierta que
fue com puesta en el año 458, está im pregnada de ideas análogas
a las del Prometeo. Lo m ism o que en esta tragedia, encontram os

129
u n vigoroso aborrecim iento de la tiranía. Lo cu al no debe asom ­
b ra m o s puesto que ese horror por u n régim en en el que el p rin ­
cipe ‘no tiene que d a r cu e n ta s a su pueblo" se en cu e n tra ya en la
tragedia Los persas. Pero no por eso Esquilo se revela partidario
de la dem ocracia. E n el A gam enón establece u n a distinción m uy
clara entre realeza y tiranía. Lo que rep ru eb a e s m enos la m o n ar­
quía (la presencia en la ciudad de u n solo hom bre cuyo poder d u ­
ra rá ta n to como su vida) que la tom a del poder p o r la Violencia y
el crim en. El rey [basüeus) e s (como lo será posteriorm ente e n las
exhortaciones de Isócrates a Nicocles y e n el Evágoras) el herede­
ro del trono e n virtud de s u linaje. E ste lo legitima. Los ancianos
que e n el Agamenón form an el coro am an a s u rey. C uando les p a ­
rece adivinar que éste acab a de se r asesinado p o r la p areja "ilegí­
tima" q ue form an CU tem nestra y Egisto tem en que se in sta u re en
la ciudad u n a "tiranía”. Agamenón, descendiente de Z eus por s u s
an tep asad o s Tántalo y Pelops, es considerado p o r los ancianos co­
m o el "guardián" de su pueblo. E sa condición no podría tenerla
Egisto, producto de u n incesto y por lo tan to "im puro”. Uno de los
ancianos dice expresam ente que m á s quisiera m o rir que som eter­
se a Egisto que n u n ca podrá se r m ás que u n "tirano", u n am o sin
legitimidad: "la m uerte es m á s dulce que la tiranía", dice el an cia­
no argtvo. U na vez m á s está form ulada aquí la terrible ecuación
entre la libertad y la m uerte.
Puede u n o interrogarse sobre las razones de e sta indulgencia
p or la realeza que atestig u a Esquilo. P ueden concebirse varias r a ­
zones. U na de ellas esté ta l vez en las circu n stan cias en que fue
escrita la trilogía de la O restiada. E n aquella época Esquilo no po­
día felicitarse por la dem ocracia ateniense que d esp u és de h ab er
desterrado a Clmón com enzaba a revelar los peligros de la tiranía
que ya exhibía. Por su nacim iento. Esquilo pertenecía a la noble­
za de los eupátridas. La dem ocracia, intransigente y hostil a las
viejas fam ilias que a n te s h ab ían dirigido la ciudad, no podía d es­
pertarle sim patías. ¿Experim entaba Esquilo alguna nostalgia por
los tiem pos m íticos en que los reyes h ab ían gobernado en A tenas?
Es posible tam bién que este elogio del b asü eus le haya sido
dictado por las relaciones que m an ten ía por Hierón. “rey" de S ira­
cusa. Se recordará que Píndaro en la prim era Pítica h ab ía dicho
que la ciudad de E tn a fu n d ad a p o r Hierón p ara s u hijo Dinome-
no a quien hizo rey {basüeus) de ella, era u n a ciu d ad "libre" regi­
d a por leyes y no p o r los caprichos de u n solo hom bre.
E n el Agam enón, la libertad no es principalm ente de orden po­
lítico. El “rey", a diferencia del tirano, no rep resen ta m á s que u n o

130
de los asp ecto s de la tragedia y. por o tra parte, no podría b u scar­
se en ella u n libelo co n tra la dem ocracia. Lo esencial está en otro
terreno. Como en el Prometeo, la libertad q u e se d escu b re aquí e s
por entero Interior. La libertad está en el alm a de C asan d ra. indo­
m able y poseída p o r s u dios. La profetisa n o sólo e s tá resignada
a m orir (una su e rte q u e le reserva co n h a rta seg u rid ad CUtemnes-
tra) sino que se an ticip a a esa m u e rte y gracias a s u aceptación sal­
va y afirm a s u libertad. C uando el corifeo la interroga y le p regun­
ta por qué e n tra ella m ism a en el palacio donde se v a a cum plir su
destino. C asan d ra responde: "Ha llegado m i h ora, m u y poco g an a­
ría tratan d o de h u ir '. Y h e aq u í u n a vez m á s la m ism a ecuación
que había form ulado el anciano del coro u n poco a n te s en la obra.
La tercera tragedia de la trilogía, L as E um énides, retom a el
problem a e n otro aspecto. O restes h ab ía recibido del oráculo la o r­
d en de d a r m u e rte a su m adre. Ese asesin ato im plicaba p ara él
u n a m an ch a que lo libraba a m erced de las E rin ias vengadoras.
M oralm ente O restes no tenía la libertad de rech a zar el deber que
le im ponía el dios, pero h ab ía caído en otra sujeción: la ley que d es­
de toda la antigüedad castigaba al asesino de u n a m adre. Apolo,
el dios de Delfos. era el verdadero responsable y a s í se entabla el
debate entre él y la s E rinias. E sta s declaran expresam ente que el
dios tiene la cu lp a de todo: “Príncipe Apolo, eres tú mism o, no el
cómplice de este acto sino que eres tú y sólo tú el a u to r de todo e s­
to". O restes se encontró asi arrastrad o a to d a u n a serie de hechos
que no dejaban m argen alguno a s u libertad. No tenia la posibili­
dad de escoger. De m an era que en esas condiciones, ¿cómo se lo
podría castigar? U na vez m á s el problem a de la responsabilidad
h u m a n a se p lan tea frente al Destino. El debate es llevado al Are­
opago donde lo decidirá Atenea quien, como se sabe, vota en fa­
vor de la absolución. Y la diosa expone las razones que le dictan
su decisión: son razones que no puede rech azar el coro de las Eri­
nias: la verdadera regla debe ser la m esu ra, el repudio de la “d es­
m esura". En dos ocasiones se repiten e sta s p alab ras: “ni anarquía
ni despotism o”. E sa es la regla que Palas A tenea pide a los aten ien ­
ses que observen. El tribunal del Areópago ten d rá la m isión de ve­
lar por que asi ocurra.
E n este desenlace de la tragedia (y (le la trllogia. por lo tanto,
en la lección del conjunto) se puede ciertam ente d iscernir u n a in ­
tención política e n u n a época en que el papel del Areópago era
puesto en tela de Juicio y en que la dem ocracia ten d ía a quitarle
toda influencia e n la resolución de los negocios p a ra som eterlo to ­
do al pueblo. Esquilo den u n cia los peligros de sem ejante tenden-

131
cía: recuerda que el Areópago e s el lugar por excelencia de la equi­
dad y de la razón. E s el Areópago el que debe h acer que la ciudad
no caiga en ninguno de los dos excesos que la acechan, precisa­
m ente la an arq u ía y el despotism o, esos dos polos de to d a la de­
mocracia.
Pero este aspecto político no es el único aspecto de la tragedia.
La tragedia de O restes propone u n a solución nueva al problem a
de la responsabilidad m oral y p o r lo ta n to al problem a de la li­
bertad h u m ana frente a las leyes del destino, las de los ‘antiguos
dioses".
A brum ado por la situ ació n en que se en cu en tra, sin que él la
haya querido, prisionero de u n acto que no podía dejar de cum plir.
O restes se salva sin em bargo y e s arreb atad o a las E rin las porque
en el nuevo orden del m undo, el de Zeus, la "razón" (o m á s bien la
racionalidad) prevalece sobre la ley antigua. La m aterialidad del
acto deja de se r el factor determ inante. Otro principio justifica el
Juicio. E n aquel conflicto en tre lo que le es debido al pad re (la ven­
ganza) y lo que le es debido a la m adre (el respeto de su vida). Pa­
las Atenea decide que la c a u sa del padre debe Im ponerse. E sa c a u ­
sa se apoya en la e stru c tu ra m ism a de la vieja sociedad ateniense,
fundada en la preem inencia del padre (un argum ento que habría
sido tam bién válido en Roma). El eupátrlda Esquilo no podía sino
aprobar esta tesis. Pero m á s im portante es el hecho de que se to ­
mó esta decisión en virtud de u n logos, de u n argum ento de la
inteligencia. El principal papel en este asu n to corresponde a la
razón. E sta debe prevalecer sobre los arran q u es de la cólera y del
odio y sobre los im perativos de la pasión así como sobre las cre­
encias Instintivas. En ese m om ento está naciendo u n nuevo
orden.
Las Erinlas, prim ero recelosas, term in an por acep tar e s ta ­
blecerse en A tenas donde recibirán honores particulares. Se con­
vertirán en divinidades de la fecundidad que h a b rá n de rep artir
s u s bendiciones sobre la tierra y sobre los hom bres. Las Erinlas.
h asta entonces in stru m en to s de venganzas p racticad as en virtud
de reglas que no tienen en cu en ta las intenciones del culpable ni
su libertad, en adelante d a rá n p ru eb a de discernim iento, asegu­
rarán la salvación de los ju s to s y la perdición de los im píos, lo cual
no p odrán h acer si n o reconocen la responsabilidad de los h u ­
m anos.
Ese es el m ensaje que podem os distinguir en las tragedias de
Esquilo que h a n llegado h a s ta nosotros. De m an era que desde los
prim eros añ o s de Pericles com ienza esa g ran corriente espiritual

132
que pronto h ab rá de am pliarse con la obra de los sofistas y los
filósofos y que poco a poco h ab rá de d escu b rir la verdadera li­
bertad.

Las E um énides nos ofrecen el m odelo por excelencia de aq u e­


llos deb ates (agones) que term inaron por ser u n a p arte obligada
de las tragedias. En u n agon el poeta pone en escena y frente a
frente a dos personajes, cada uno de los cu ales e s partidario de
u n a te sis que sostiene con los argum entos que le p arecen m ejo­
res. Las m á s de las veces am bos invocan al logos, a la razón, al d is­
curso verosímil. T rátase de u n a ju s ta , que se asem eja a la de los
atletas del estadio, de ah í el nom bre que se le h a dado. Para ob­
te n er la victoria (a diferencia de los ju eg o s atléticos) todos los gol­
pes son lícitos y a esto se debe el reproche frecuentem ente form u­
lado contra las habilidades sofisticas que no e ra n ra ra s en esos e n ­
cuentros; pero a p esar de tales desviaciones, el principio del agon
es el de h acer triu n far el b u en partido, el partido de la verdad. Y
esto equivale a solicitar el consenso de los esp íritu s e n lo to can ­
te a lo que se les m anifiesta como verdadero. Un procedim iento
que ya hem os encontrado en el “socratism o". E n este sentido el
agon Implica u n acto de libertad. Lleva a escen a la parrhesia. el de­
recho a la palabra, ta n frecuentem ente invocado por los p artid a­
rios de u n régim en dem ocrático y co n tra el cu al D em óstenes (tes­
tigo de los errores de ese régim en d esp u és de los d ía s de Pericles)
había p u esto en guardia a los aten ien ses cu an d o dijo; ‘la libertad
de p alabra es la m arca de la libertad, pero el peligro está en el d is­
cernim iento de la ocasión'. ¡En el teatro el peligro e ra m enor que
en el ágora!
A m edida que avanza el siglo, los d eb ates sobre la libertad en
la tragedia se refieren cad a vez m á s a la libertad ‘Interior’ frente
al poder. E n este sentido u n a de las tragedias m ás significativas
es probablem ente la A ntigona de Sófocles, quien e n 441 a. de C.
m ostró a la hija de Edipo afirm ando (cuando se ju g a b a la vida y lo
sabia) el derecho y el deber que tiene todo se r h u m an o de seguir
las reglas de la m oral ‘no escrita’ a u n cu an d o é s ta s estén en con­
tradicción con los decretos de quienes ejercen la autoridad. Por
m á s que Creonte. el rey, que prohibió qpe se diera sep u ltu ra a Po­
linices (culpable de h ab er com batido co n tra su patria) p u ed a m a ­
nifestarse como u n ‘tiran o ’, es en realidad u n rey legítimo, u n ba-
sileus. y no es en s u condición de m o narca como se lo cuestiona
aquí. El debate no versa sobre el régim en político de la ciudad. E s
m á s elevado. A ntigona rep resen ta, no la ‘dem ocracia", sino la con­

133
ciencia h um ana. El “dem ócrata" está representado m ás bien en el
centinela, u n razonador que tiene s u h a b la r franco (la parrhesia
democrática) y en el cu al los espectadores podían reconocer a uno
de esos hom bres del pueblo, irrespetuosos y preocupados sobre
todo por n o co rrer personalm ente n in g ú n riesgo frente al poder es­
tablecido. Feliz por esc a p a r a la cólera del rey. n o experim enta n in ­
g ú n rem ordim iento e n entregarle a Antigona. Evidentem ente Só­
focles quiso darle u n “alm a de esclavo”, com o se la entendía en­
tonces.
Esto hace m á s conm ovedor el doble co n traste que hay entre
Antigona y el guardia y entre A ntigona y el rey. Antigona es
doblem ente libre p u e s se sep ara de los sú b d ito s com unes del rey
que, como el guardia, acep tan im plícitam ente lo que les aconseja
la prudencia, y se sep ara del propio Creonte al rech azar el a r­
gum ento que determ inó la decisión de éste, la razón de Estado. En
este doble pun to de vista, Antigona está solitaria y es única.
Un canto del coro de esta tragedia se he hecho célebre con ju s ­
ta razón. Es el que exalta los infinitos recu rso s del espíritu h u m a­
no.“Hay m u ch as m aravillas en este m undo, pero n inguna m ás
grande que el hom bre.” Sófocles la atribuye a la ingeniosidad h u ­
m ana, m érito del titá n en el Prometeo de Esquilo. No era necesa­
rio que u n dios interviniera p ara que los seres h u m a n o s saliesen
de la desdichada condicionen que los colocó la naturaleza. Los h u ­
m anos se liberaron por si m ism os, tuvieron el talento p ara h acer­
lo. Ninguna ley los presiona a priori. Tienen el don de la libre cri­
tica. Pero esa libertad de elegir la regla que h a n de seguir no es u n a
libertad sin limites: u n o de los lim ites e s tá im puesto por la condi­
ción h u m a n a m ism a, por el fln ineluctable de la vida; pero hay otro
limite, la tentación de la desm esura que im pulsa a los hom bres a
desafiar la ley divina, la cu al em pero los sojuzga. E sa libertad de
la d esm esura (la hübris) e s m uy engañosa p u es tiene el efecto de
som eter m á s estrecham ente a q uien se ab an d o n a a ella y le hace
sen tir luego la s m alas consecuencias de s u acción. D esde el m o­
m ento en que u n hom bre com ete voluntariam ente u n acto crim i­
nal desafiando la ju stic ia de los dioses, el castigo no dejará de
cum plirse. Es m ás, ese hom bre estará en adelante m anchado por
su crim en y su sola presencia com prom ete el hogar en el que en ­
tre y, de m anera m á s general, a todo el Estado.
No podría denun ciarse con m ayor claridad la am bigüedad y
los limites de la libertad h u m an a. Creem os que es ésta la signifi­
cación de la tragedia Antigona, significación que consiste no sólo
en hacer prevalecer la ley “no escrita” sobre la ley escrita del E s­

134
tado. Aquí dos libertades e stá n en conflicto. Hay u n a libertad p er­
versa. la de Creonte. que com o rey no tiene que ren d ir c u e n ta s a
nadie —y por lo tan to es “libre"— y aplica la ley del tallón. F ren­
te a e s ta libertad e stá la libertad de Antigona, con s u voluntad in ­
flexible. que saca su fuerza del sentim iento, el cual (sem ejante al
dem onio de Sócrates) le indica co n evidencia la co n d u cta que de­
be seguir. A dem ás, m ien tras A ntigona m uere seguida p o r s u pro­
m etido Hemón, Creonte d escu b re s u erro r y el extravio de su vo­
lu n tad . El corifeo en los últim os versos de la tragedia expone es­
ta conclusión del dram a: “La sab id u ría es con m u ch o la prim era
de las condiciones de la felicidad*. Lo cu al significa que la volun­
ta d e n si no es ni b u en a ni m ala. La libertad de obrar, de que esa
voluntad es la expresión, debe se r esclarecida. Y tiene g u ias p ara
ello. E n prim er lugar la “piedad" (“N unca hay que com eter impie­
dad co n tra los dioses", dice el corifeo) y luego el sentim iento de la
m e su ra ("El hado paga con d u ro s golpes las p alab ras altiso n an ­
tes de los orgullosos", co n tin ú a diciendo el poeta). Y aq u í volvemos
a en co n trar la tentación de la hübrts que u n a an tiq u ísim a trad i­
ción del helenism o den u n ciab a com o u n peligro m ortal. E sa era la
tram p a en que cayeron los tita n e s y los gigantes en lu ch a contra
los olímpicos. H abía tam b ién d esm esu ra en el in ten to de Je rje s de
som eter el m undo que se extendía “bajo el cielo de Zeus". Tal vez
pu ed a pensarse tam bién e n ‘los ángeles malos", en los diablos, en
el calum niador por excelencia, hábil en explotar las p asiones que
enceguecen la voluntad, en tran sfo rm ar la libertad en u n a m áq u i­
n a de m uerte.
Parece, pues, que el sendero de la libertad es m u y estrecho y
que bordea abism os. Al m enor paso en falso las viejas coacciones
recu p eran su imperio. E sto es cierto en el caso de la vida política
y explica el desdichado destino que ag u ard ab a a los aten ien ses
d esp u és de los dias de Pericles. Y esto e s cierto tam bién en el c a ­
so de la s personas m ism as so m etid as por los dioses a la ley del
error, e sa s personas que d eb en lu c h a r p ara alcanzar la sab id u ría
p u e s sólo ésta perm ite u n ‘b u e n uso" de la libertad.
Según vemos, la tragedia de Sófocles no se desvia de la corrien­
te de pensam iento q u e hem os creído d escu b rir a lo largo de todo
el “g ra n siglo" de A tenas y exalta el poder de llegar a la verdad, re ­
conocido o atribuido al espíritu hum ano. Uso optim ista de la liber­
ta d y, an te todo, reconocim iento de su existencia e n el alm a h u ­
m a n a a u n cuando n in g u n a palab ra indique todavía las distincio­
n e s q ue poco a poco se m anifiestan en tre los diferentes aspectos
del concepto. La “libertad" e s m irad a entonces com o lo propio de

135
las “grandes alm as” y no ya ta n sólo com o lo propio de aquellos que
poseen la “libertad" jurídica. E n L as traquinias, Deyanira se asom ­
bra de que su sirvienta, u n a esclava, h ay a podido darle u n conse­
jo que e s a la vez sabio y está de conform idad con el honor. Aquí
se h a abierto u n a brecha en el m u ro que h a sta entonces se p a ra ­
ba irrem ediablem ente la libertad y la servidum bre.
A ntigona e s el ejemplo m á s acabado de u n alm a indoblegable
(tal es el adjetivo que se le aplica), y es notable com probar que d es­
pués de ella viene toda u n a cohorte de m ujeres tam bién heroicas.
Un heroísm o que uno esperaría m á s b ien por p arte de los hom ­
bres. Pero paradójicam ente, m á s frecuentem ente son las m ujeres
las que, d isp u estas a morir, atestig u an a si su libertad. Tal vez por­
que el código del honor de las m ujeres es m ás exigente, tal vez
porque, som etidas al padre, al m arido, a u n herm ano, las m u je­
res no tienen ocasión en su vida cotidiana de ejercer su libertad.
S us únicos tesoros son su propia persona, su propia conciencia
y por eso piensan de ‘m anera m ás elevada”. Un hom bre, en los
com bates en que está com prom etida su libertad espera alcanzar
la victoria, como ocurrió en M aratón y en Salam ina. Pero u n a es­
peranza tal es inaccesible a las m ujeres, ta n to depende en la p rác­
tica su voluntad de otras personas. De m odo que s u libertad se tr a ­
duce las m ás veces (por lo m enos en la leyenda y en los poemas)
en el sacrificio de si m ism as.
Asi como Antigona, a n te s de sacrificarse p a ra seguir la ley m o­
ral. se h ab ía hecho la com pañera de s u p ad re y habla partido con
él al destierro, de la m ism a m an era e n Los heráclidas, M acarla, la
única hija engendrada por H eracles, h ab ía rendido a éste los ú l­
tim os deberes al apagar la s b ra sa s re sta n te s de la pira del Eta. To­
d a ella consagrada a su raza, cu an d o su p o que los heráclidas no
podrían alcanzar la victoria sobre E uristeo sino al precio de u n a
víctima h u m an a. M acarla decidió esp ontáneam ente ser esa vic­
tima.
De m an era que E urípides retom aba el tem a del sacrificio
suprem o realizado librem ente p o r u n a m u jer y ta n bien ilustrado
por la A ntigona de Sófocles. Ya u n o s diez añ o s an tes de Los
heráclidas E urípides h ab ía llevado a la escena el dram a de Alces-
tes que consintió en m o rir p ara que viviera s u m arido Admeto.
Tam bién Alcestes había tom ado u n a libre decisión. S u libre deci­
sión era la condición im puesta por los dioses p ara que pudiera
efectuarse el intercam bio de vidas. A m enudo se dice que Alces-
tes se sacrificó por am or. Pero ¿qué am or? Lo com prendem os m e­
jo r si recordam os que E urípides h ab ía com puesto con el titulo de

136
Protesilao u n a tragedia hoy perdida. Protesilao, casad o con Lao­
dam ia. había sido el p rim er guerrero que m urió en la gu erra de
Troya. E n medio de su pena, la esposa había rogado a los dioses
que se lo devolvieran siquiera por u n breve in stan te. Protesilao h a ­
bía regresado, pues, a la vida, pero solam ente p o r tres horas.
C uando tran scu rriero n e sa s tre s h o ras y se desvaneció el fa n ta s­
m a de Protesilao. Laodamia se dio ella m ism a la m uerte. ¿Por qué
razón lo hizo? ¿Fue sim plem ente esclava de su pasión? No es así
como la tradición p resen ta este episodio: como esposa de Protesi­
lao, Laodam ia estab a u n id a a él p o r las leyes de los hom bres y de
los dioses, precisam ente e sa s leyes que C litem nestra había viola­
do. lo cu al acarreó la condenación de Palas A tenea ante el trib u ­
nal del Areópago. Al m orir. Laodam ia había obedecido a e sa s le­
yes. cum plía ‘su deber’ como lo hizo Alcestes. A hora bien, cum plir
el deber es, como vimos, dentro del espíritu de esa época, la m a r­
ca m ism a de la libertad. Al d arse m uerte. Laodam ia ren u n cia a
todo aquello que en ella quisiera vivir y en esto se m u e stra libre.
Del m ism o modo, las m u jeres que en el teatro d e E urípides se
sacrifican “libremente" lo h acen p ara aju starse a la ley m oral. Ese
es el caso de Ifigenia que prim ero se rebela co n tra la idea de m o­
rir. pero que term ina por sen tirse orgullosa de co n trib u ir con su
m uerte al éxito de las a rm a s aqueas. O tam bién e s el caso de Po-
lixena en la tragedia de H écuba. C uando los soldados se disponen
a apoderarse de ella p ara q u e Neoptolemo (que ofrece este sacri­
ficio a su padre Aquiles) le h u n d a la daga en la garg an ta. Polixe-
n a declara firm em ente a s u s verdugos:
“¡Oh arglvos que habéis destruido mi ciudad, yo m uero voluntaria­
mente! Que ninguno de vosotros ponga su mano sobre mi cuerpo.
Sostendré el cuello con firmeza. Dejadme libre, en nombre de los dio­
ses, a fin de que m uera libre, pues entre los m uertos me avergonza­
ría de que yo. que soy de sangre real, sea llamada esclava".
E sta s p alab ras despertaron la adm iración de todo el ejército
griego y provocaron su en tu siasm o . Los soldados a porfía deposi­
taron sobre el cadáver de la Joven degollada las ofrendas que te­
n ían a su disposición, ram a s y hojas. Y h asta la m adre de Polixe-
na. la an cian a H écuba, encontró en el valor de su hija u n a espe­
cie de consuelo, h asta ese p u n to la nobleza de los sentim ientos, la
elevación del alm a y la aceptación de u n a su erte ineluctable son
inseparables de la “libertad", en el sentido m á s am plio del térm i­
no. Al rep u d ia r el uso de la violencia con ella, Polixena se m ostró
evidentem ente “libre" en todos los sentidos del térm ino. U nica­
m ente los esclavos se d eb aten y se resisten a la m uerte, como los

137
anim ales a los que se abate. E n cam bio, Polixena. a quien la s le­
yes de la g u erra h ab ían reducido a la servidum bre pero que h ab ía
nacido libre en u n a casa real, recobró su condición prim era p o r la
sola fuerza de su alm a. De esta m a n era la tragedia de Eurípides
abría el cam ino a los filósofos, quienes alg u n as generaciones d es­
p u és d a ría n u n fundam ento teórico a lo que h a s ta entonces no era
m ás que intuición e instinto de la grandeza h u m an a.
E n o tra tragedia de Euripides. Hipólito ( la única de las dos tr a ­
gedias de ese nom bre co m puestas p o r él y que poseemos), el pro­
blem a de la libertad está planteado de u n a m an era a u n m ás d ra ­
m ática. E sta tragedia pone e n escen a a tre s personajes: Teseo, su
hijo Hipólito y Fedra. esposa de Teseo y m a d ra stra de Hipólito que
es el hijo de u n a am azona. F edra es la verdadera heroína de la
obra. Los otros dos personajes. Teseo e Hipólito, sufren m á s b ien
la acción a n te s que obrar ellos m ism os. Se sabe, por la tragedia de
Racine, q uien retom ó este problem a de la libertad transponiéndo­
lo en u n a perspectiva cristian a (la necesidad de la ‘gracia* p ara s u ­
p erar las m a las pasiones), que Fedra se suicida aparentem ente
para salvar s u honor o m ejor dicho porque no puede so p o rtar el
deshonor: se atrevió a confesar a Hipólito el am or que experim en­
tab a por él. Hipólito la rechazó y Fedra. a p esar de la prom esa que
obtuvo de Hipólito de g u ard ar silencio, sab ia m uy bien que no po­
dría dejar de revelarlo todo a Teseo c u an d o éste regresara a Ate­
nas. Fedra violó las leyes del m atrim onio y sobre todo sabia que
su crim en n o quedaría oculto. Decidió morir. ¿Lo hizo librem en­
te? Si su única preocupación hu b iera sido disim ular su falta y no
in cu rrir e n la reprobación y el desprecio de todos tal vez podría de­
cirse que m urió libre. Pero, en realidad. F edra esperaba de su su i­
cidio. q ue la disculparía a los ojos de Teseo. la perdición de Hipó­
lito. p u esto que al m orir dejó u n a tablilla e n la que lo acu sab a del
crim en del que ella m ism a era culpable. C uando en el E dipoR ey.
Y ocasta se ahorcó al en terarse de que sin saberlo se había m a n ­
cillado con u n incesto, lo hizo p a ra obedecer a la ley moral. De m a­
nera que la acción de Yocasta era “libre". E n cam bio Fedra era e s­
clava de su pasión y fue Afrodita q uien lo urdió todo y se burló de
ella. De m a n era que no m urió m á s librem ente que Hipólito, quien
fue víctim a de la m aldición p aterna.
Posteriorm ente en la tragedia de Séneca que se llam ará Fedra,
el debate versará de m an era explicita sobre el grado de libertad
que se le puede reconocer a la reina. F edra se sab e culpable, pe­
ro confiesa que no puede dejar de seguir los im pulsos de la pasión.
M ientras el poeta ¿riego ponía e n escen a el problem a eterno del ex­

138
travío producido por los dioses. Séneca ve el d ram a de Fedra en el
alm a m ism a de la reina, en el com bate librado en tre la voluntad
y la pasión. Aquí no interviene la divinidad. De m a n era que en Sé­
neca está recusado el tradicional optimismo, según el cual sólo se
puede conocer el bien aju stan d o a él la conducta. Y todo el proble­
m a de la libertad h u m a n a se vuelve a p lan tear en la m edida en que
esa libertad ya no está som etida a los decretos de los inm ortales
sino que es algo enteram ente interior. En el tiem po transcurrido
entre la tragedia de Eurípides y la de Séneca se h a desarrollado el
estoicismo.

Por m al inform ados que estem os sobre las condiciones en las


que Zenón de Citium , el fu n d ad o r de la escuela estoica, elaboró su
doctrina, podem os co n sid erar seguro que oyó las en señ an zas de
los cínicos y que aceptó s u s principios, especialm ente el que afir­
m aba la “libertad" del hom bre y s u independencia respecto del E s­
tado. e s decir, respecto de la opinión (doxa) y de las ideas recibi­
das. Por ejemplo. Zenón d eclaraba que no había n a d a chocante en
casarse con la m adre y te n er hijos de ella. '¡Lo c u al hacia cad u ca
la tragedia de Edipo Rey! E n s u tratad o titulado Politeia (La Polí­
tica) desalentaba la idea de c o n stru ir gim nasios y tem plos en las
ciudades, lo cu al equivalía a m in a r todos los valores tradicionales,
los valores por los cu ales se determ in ab an los espíritus. Si bien
aceptaba, como Platón, la com unidad de las m ujeres, condenó, se ­
gún se dijo, el diálogo de la República, porque Zenón negaba el
principio m ism o de Estado. S ostenía Zenón que “todos los h a ­
b itan tes del m undo, que es el n u estro , no deberían vivir sep ara­
dos en ciu d ad es y en pueblos que obedecían a s u s propias leyes,
sino que d eberían considerarse como u n a sola com unidad, en la
que deberíam os vivir todos en com ún, según la m ism a disposi­
ción. com o los anim ales de u n rebaño que p a sta n en un mism o
prado". Lo cu al ponía en tela de ju icio toda la ideología fu n d ad a en
la cu al h ab ía vivido el helenism o desde hacia siglos y m uy esp e­
cialm ente la polis ateniense, e n la que él mism o vivía y enseñaba.
Siendo u n o s veinte a ñ o s m á s joven que Alejandro Magno. Ze­
nón asistió al nacim iento del imperio que se abrió al helenism o por
las conq uistas del m acedonio. No pensem os sin em bargo que fue
ese hecho político lo que le sugirió esta idea de u n a sociedad co­
m ún a todos los hom bres. U nas p alab ras que se le atrib u ían (ha­
bría aconsejado a Alejandro que se condujera con los griegos co­
mo u n “guía" y con los b árb aro s como u n “amo") sugieren que su
concepción del E stado concordaba con las ideas desarrolladas por

139
Isócrates que. como in ten tam o s dem ostrarlo, h ab ía prep arad o el
advenim iento de u n a m o narquía en la que se in teg raran la s a n ti­
g u a s ciudades superponiéndose a to d as ellas. E sto tenía g ra n im ­
portancia.
Politicamente era cierto que el E stado ciudad dejaba de se r el
modelo propuesto a toda sociedad h u m a n a o. por lo m enos, la ciu ­
dad perdía su carácter totalitario. Muy pronto no sería m ás que
u n a ‘célula” de la vida social. Por encim a de los E stados ciu d ad es
y uxtapuestos habría reinos y por encim a de los reinos convertidos
en provincias, u n imperio cuyos limites ten d ían a se r los del m u n ­
do habitado. El viejo sueño de Je ije s, modelado según la teología
faraónica, sería reasum ido por Roma. Los seres h u m an o s ya no
serian exclusivam ente ciu d ad an o s de u n E stado ciudad, siem pre
dispuestos a afirm ar su libertad a expensas de la libertad de los
dem ás E stados, sino que pertenecerían a la com unidad h u m a n a,
no ya de u n a m anera vaga y teórica, sino por medio de institucio­
n es estables, las del im perium Rom anum , lo cual aportaría a los
ciudadanos o tra idea de la libertad.
Pero al m ism o tiempo se producía o tra m utación paralela en
u n dominio distinto del de las instituciones. A m edida que el E s­
tado ciudad perdía su carácter ejem plar y dejaba de se r el m ode­
lo exclusivo de las sociedades h u m a n a s y cuando s u s e s tru c tu ra s
ya no e ra n las únicas concebibles p ara integrar u n a sociedad de
hom bres libres, se Iba debilitando la distinción, esencial en el E s­
tado ciudad, entre ciu d ad an o s y extranjeros. Pero al m ism o tiem ­
po tendía a abolirse o p o r lo m enos a esfum arse otra distinción
m ás profunda y tam bién m á s necesaria ta n to p a ra la econom ía del
Estado como p ara la idea que uno se hacía de si mism o, la d istin ­
ción entre am os (los hom bres libres) y esclavos. ¿Cómo m an ten er,
en efecto, esa distinción que se conocía desde siglos si griegos y
b árbaros iban a integrarse e n la m ism a com unidad? ¿Acaso no se
fundaba todo en u n dogma, adm itido por todos, según el c u a l los
griegos form aban u n a categoría h u m a n a superior por s u c u ltu ra
y los dones de su espíritu en co n traste con los b árb aro s en tre q u ie­
n es principalm ente se reclu tab an los esclavos?
A parentem ente Zenón a ú n no se h ab ía desprendido com ple­
tam ente de ese sentim iento como parece m anifestarse p o r el co n ­
sejo que h ab ría dado a Alejandro y que nosotros hem os reco rd a­
do. E stim aba Zenón que únicam ente los griegos eran capaces de
obedecer a la persuasión, a la razón que les m uestra el b u e n c a ­
mino; los bárbaros sólo eran sensibles a la fuerza. Pero éste es só ­
lo u n an álisis global. C uando se tra ta de p ersonas y no ya de p u e ­

140
blos tom ados en su conjunto, el an álisis de Zenón es sensiblem en­
te diferente, como lo sugieren algunos fragm entos conservados de
s u obra. Zenón habla escrito, e n efecto, que ‘todo hom bre sabio es
libre", y curiosam ente se refería a dos versos de Sófocles p ara p re­
cisar su pensam iento. E n u n a tragedia perdida, Sófocles había e s ­
crito: “quien en tra en trato s con u n tirano se convierte e n escla­
vo de éste a u n cuando sea u n hom bre libre". Y Zenón agregaba:
“no es esclavo si él mism o es u n hom bre libre". Lo cual significa­
b a que el hom bre no es esclavo si posee esa libertad interior que
no es autom áticam ente ni exclusivam ente el patrim onio del “hom ­
bre libre".
A la concepción tradicional de la libertad, tal como está sobre­
entendida en la fórm ula de Sófocles, Zenón le agrega pues u n “co­
rolario" en la form a de u n a distinción esencial que, por lo dem ás,
estaba im plícitam ente co n tenida en la fórm ula de Sófocles: p u es­
to que u n hom bre juríd icam en te “libre" puede, en virtud de s u s re ­
laciones con u n tirano, convertirse en “esclavo", ello significa que
existe u n a esclavitud del alm a independientem ente de la condi­
ción Jurídica. Un hom bre se convierte en esclavo de u n tirano al
halagarlo, al esperar de él alg ú n beneficio. Vemos p u es que los p ri­
meros lincam ientos del estoicism o en lo que se refiere especialm ente
a la libertad del alm a ya e s tá n p resen tes en la conciencia com ún
de los aten ien ses d u ran te el siglo v a n tes de n u e stra era. E sa es
la conclusión que hem os creído sacar de n u estro s anteriores a n á ­
lisis. Es significativo el hecho de que Zenón p arta de ideas expre­
sad as por los trágicos y se apoye en ellas al desarrollarlas y al for­
m ularlas de m anera explícita. T anto en Sófocles como en E urípi­
des. en efecto, la afirm ación de que la verdadera libertad corres­
ponde al alm a todavía e stá p resen ta d a como u n a paradoja, como
u n a m anera de decir, que asim ila los dos aspectos de la libertad.
Pero el problem a ya e stá p lanteado y los filósofos ace p tan los té r­
m inos del planteam iento. El debate entre A ntigona y Creonte a s u ­
me s u pleno valor ejem plar.
La libertad interior reconocida al sabio p o r Zenón im plica que
el sabio no puede se r som etido a coacción alguna. P ara hacerlo
com prender. Zenón se valía de la siguiente com paración: “sería
m ás fácil h u n d ir en el ag u a u n odre lleno de aire que obligar por
la fuerza a u n sabio a h acer algo a p esar suyo, algo que él no quie­
re hacer, p u es su alm a no puede ser influida ni vencida cu an d o u n
razonam iento recto le h a com unicado, m ediante razonam ientos
sólidos, u n firme vigor".
D espués de Zenón, esa doctrina se afirm a cad a vez m á s de

141
generación en generación y desarrolla s u s implicaciones. Una
fórm ula de Crlslpo, discípulo indirecto y su ceso r de Zenón que
dirigía la escuela del Pórtico (Oleantes, el su ceso r directo de
Zenón. había com puesto u n libro Sobre la libertad, del cu al sólo
conocemos el titulo), definía asi la libertad y la esclavitud: ‘Hay
que llam ar libertad (eleutheriai al conocim iento seguro (la ciencia,
la epistem e) de lo que está perm itido y autorizado y esclavitud
(douleia) a la ignorancia de lo que está autorizado y de lo que no
to está".
Sem ejante libertad y sem ejante esclavitud ya no tien en nada
que ver con lo que e s a s m ism as p alab ras designaban en los E sta­
dos ciudades. De modo que el conocim iento de lo que es lícito y de
lo que está prohibido no está dado p o r las leyes. Ese conocimien­
to no es u n a simple inform ación, sino que es u n a “cien cia' (en el
sentido ya definido por Platón), fu n d ad a en la lógica y la dialécti­
ca que ellas m ism as conducen a la sabiduría. Síguese de ello, en
efecto, que sólo el sabio es libre p u es es el único que posee u n co­
nocimiento seguro de la verdad. E n cam bio, todos los dem ás se­
res hum anos. som etidos al error (al poder de Ate. como en los tiem ­
pos míticos), a las pasiones y sobre todo a la s ideas falsas que les
Impone la opinión vulgar son en realidad esclavos.
E sta paradoja era algo que los adversarios de los estoicos les
reprochaban p u es en tra ñ ab a otras, como "únicam ente el sabio es
rico", “únicam ente el sabio es herm oso", “únicam ente el sabio
es elocuente, poeta, etc." porque se supone que únicam ente él po­
see la verdadera riqueza (que es el b u en uso de la riqueza a u n en
medio de la pobreza), la verdadera belleza (que es la del alma), la
verdadera elocuencia (la que m u e stra a los esp íritu s la verdad), la
poesía (el arte de conm over las alm as, no p ara extraviarlas sino p a­
ra hacerlas sensibles al bien). La “libertad’ del sabio, a u n c u a n ­
do parezca u n a paradoja en la proposición que la form ula, respon­
de a u n a realidad de orden moral, a u n a experiencia que hem os
visto form arse y luego im ponerse a la conciencia griega d u ran te el
curso de u n a lenta evolución.
Otro pasaje de Crisipo precisa que el sabio, considerado asi co­
mo u n hom bre libre por excelencia, posee el privilegio de o brar por
si mismo, en tan to que la esclavitud consiste precisam ente en la
privación de esa posibilidad. Pero, “o b rar por si mism o" quiere de­
cir rechazar todas las presiones y coacciones cualquiera que sea
su procedencia, ya provengan de la sociedad (de la ciu d ad dem o­
crática o de la tiranía), ya provengan de la s fuerzas irracionales del
ser. E n definitiva la libertad sólo será adquirida p o r aquellos es-

142
p iritu s que h a n aceptado la lenta evolución intelectual y m oral que
conduce eventualm ente a la sabiduría, es decir, aju ic io de Crisi-
po, a la sabiduría de los discipulos del Pórtico. A hora bien como
verem os, entre esos discipulos, que llegaban a ser a s u vez m aes­
tros de sabiduría, hab ía esclavos.
Como vemos, fue en virtud de u n a serie de m etáforas y de des­
lizam ientos de sentido cómo los filósofos estoicos produjeron la
gran m utación social y espiritual que ya estaba en preparación
m ucho antes, pero que encontraba la oposición del régim en del
Estado ciudad con todo lo que éste im plicaba en cu an to a coaccio­
n es y exclusiones. No era aquella la prim era vez que en la histo ­
ria del espíritu hum an o el lenguaje se m ostraba creador, asi co­
m o en o tras circu n stan cias podía tam bién ser d estru cto r al hacer
n ace r espejism os y toda clase de ilusiones.
En la doctrina estoica, la últim a característica o propiedad de
la libertad interior es el sentim iento de plenitud que ella procura
al alm a, u na especie de felicidad que explica la fuerza de atracción
que ejerce en los espíritus. Para los estoicos, existen tre s “b u e n a s
pasiones”: la alegría, la voluntad y la prudencia. La voluntad e s u n
“deseo que está de acuerdo con la razón” y que se opone al deseo
pasional. La voluntad e s como la expresión de la libertad, s u re­
alización e n los hechos. De ello resu lta que. en la satisfacción de
este im pulso de “querer” librem ente, todo se r hum an o se d esarro ­
llará. am pliará y conocerá sentim ientos de benevolencia, de d u l­
zu ra. de afecto, de am o r p o r s u s sem ejantes. ¡Extraño lazo que se
establece así entre la libertad y la... fraternidad! Pero e sta vez no
se tra ta del E stado ciu d ad dem ocrático.
U na vez expuestas e s ta s prem isas, ya n ad a im pedía en teoría
reconocer la libertad del esclavo. D u ran te m ucho tiem po esto no
tuvo consecuencias ju ríd icas, por lo m enos en el m u n d o griego. No
ocurrió lo m ism o e n Roma, seg ú n verem os.
E s posible que h a s ta e n el m ism o m u n d o helénico la difusión
de la filosofía estoica, con la nueva concepción de la libertad que
im plicaba, haya tenido consecuencias políticas, pero sólo la s en ­
trevem os no m uy claram ente. Tal vez la s rebeliones serviles, b a s ­
ta n te n u m ero sas en el O riente, en Sicilia, en Italia h ay an utiliza­
do esa ideología que ten d ía a reconocerla igualdad de todos los se­
re s h u m a n o s sin distinción de origen n i de raza. E n el caso de las
rebeliones de Sicilia y de Italia (la rebelión de Espartaco) no hay
n in g ú n indicio en favor de e sta hipótesis. No ocurre lo m ism o re s­
pecto de la g ran rebelión q u e estalló en Asia por instigación de
Aristónico. u n b astard o del rey E um enes de Pérgamo. el padre de

143
Atalo III. Aristónico no quiso reconocer la validez del testam ento
de Atalo que había legado s u reino a los rom anos. Reunió u n g ran
núm ero de esclavos, de cam pesinos sin tierra, de gente pobre a los
que prom etió que con ellos fu n d aría u n a C iudad del Sol. en la cual
los ex esclavos serian hom bres libres. Ese nom bre de C iudad del
Sol es b astan te m isterioso p ara nosotros. Evoca la “novela” de
Iamboulo que nos e s referida por Diodoro de Sicilia; trá ta se de la
historia de dos griegos cap tu rad o s por etiopes y em barcados por
la fuerza en u n navio que term inó por llegar a u n a isla rem ota lla­
m ada precisam ente Isla del Sol y cuyos h ab itan tes se d ab an el ti­
tulo de Hijos del Sol. E sa era u n a de esas novelas de av en tu ras fre­
cuentes en la literatu ra egipcia. ¿E s licito p en sar que la de Iam ­
boulo ten ía u n valor simbólico y disim ulaba u n a alegoría relativa
a la “libertad” n atu ral? ¿O h ab rá que p en sar que apoyándose en
este autor, Aristónico. que conocía la doctrina estoica, había to ­
mado el nom bre de la isla porque los estoicos h acían del sol su
gran dios, el dios en el cu al m oraba el alm a del m undo? E n el rei­
no que Aristónico esperab a fu n d ar, todos los seres hu m an o s, p a r­
ticipes de esa alm a, ya no ten d rían clases sociales. Lo m ism o que
en la república de Platón, h ab ría n practicado la com unidad de las
m ujeres y de los hijos. E n todo caso, aquí no hay n a d a que sea e s­
pecíficamente estoico. V erdad e s que el filósofo Bloslo de C um as,
amigo y consejero de Tiberio Graco. fue a refugiarse ju n to a Aris­
tónico d esp u és de la m u erte del tribuno. Y Bloslo de C u m as se con­
sideraba estoico. E sto s nexos n o so n evidentem ente decisivos. Ob­
servem os ta n sólo que el in tento de Aristónico se produjo en Pér-
gamo, e n el Asia Menor, y n o en tierra helénica propiam ente dicha.
E n el Asia Menor, las b a rre ra s en tre libertad y esclavitud eran cier­
tam ente m enos sólidas a c a u s a de la m ezcla de raza s y de la s tr a ­
diciones de aquel reino e n el que se en co n trab an los u n o s ju n to a
los otros colonos griegos, frigios, g álatas. Invasores galos m ás o
m enos asim ilados y a u n o tra s gentes.
Como quiera que sea. el pensam iento de los filósofos, en ese
m undo helenístico creado por las con q u istas de A lejandro podía
efectivam ente ofrecer a los “políticos" m u c h as im ágenes (y m u ­
ch as tentaciones) de la libertad. Pero la m ayor parte de los estoi­
cos no era en modo alguno “anarquista". Por el contrario, los e s­
toicos fueron a m enudo consejeros y am igos de los reyes. Al reco­
nocer que en el universo existe u n “principio rector" y que, por otra
parte, ese universo exhibe u n a evidente racionalidad, los estoicos
llegaban a la conclusión de que. si se quería seguir la ley de la n a ­
turaleza (es decir, de la realidad). convenía som eter la s sociedades

144
a reyes, con la condición de que éstos se doblegaran a los im pe­
rativos de la razón, p racticaran las v irtu d es fundam entales que
é sta im plicaba: la sabiduría, el coraje y la Ju sticia y la moderación.
De m a n era que asi. em pleando la fórm ula atrib u id a a Palas Ate­
nea en L a sE u m én ld es. no hab ría “ni an arq u ía ni despotism o'. E s­
te es u n ideal que h ab rá de realizarse en el m undo romano.

145
5

La libertad bajo los Césares

D u ran te m uy laigo tiem po la navegación en el M editerráneo


había sido poco segura. Ya en la O disea se m enciona a los p iratas,
m arinos de Tafo, u n a isla cercana a las co stas de A carnania, en el
M ar Jónico, y tam bién a los fenicios que hacían el comercio por
to das p a rte s y en ocasiones rap ta b an a los niños p ara venderlos
como esclavos. Esta situación duró d u ran te siglos. La com edla
nueva del siglo iv an tes de n u e stra era funda a m enudo s u s in­
trigas en sem ejantes av en tu ras. C uando los rom anos com enzaron
a m a n te n e r relaciones com erciales regulares con los p aíses del
O riente, tuvieron que enfrentarse m uy a m enudo con p iratas por
m ás que éstos no realizaran incursiones p o r las co stas italianas.
La piratería estab a entendida por to d as p artes, en el M ar Jónico
como en el Egeo, en el Adriático como en el Tirreno. A ntes de que
Roma h u b iera “pacificado" a los volscos, en la m ism a Italia, las
gentes de A ntium (la actu al Anzio) se entregaban tam bién ellas a
este género de bandolerism o, y los m ism os etru sco s no se
q u edaban atrás. La lucha contra los p iratas fue u n o de los factores
que im pulsaron a los rom anos a extender cada vez m á s s u s con­
quistas. A fines del siglo ill a. de C. debieron intervenir en el
Adriático para poner fin a la piratería de los ilirios y proteger a los
m ercaderes italianos (que pertenecían a ciudades aliadas) que
com erciaban con las ciu d ad es griegas. Luego, d esp u és de su
victoria sobre Aníbal, el E stado rom ano prosiguió esta política de
pacificación de los m ares destinada a aseg u rar la libertad del
comercio. La lucha co n tra los p iratas tuvo num erosos episodios.
Por últim o fue Pompeyo quien en el año 67 a. de C. alcanzó los
éxitos decisivos. Pompeyo tom ó las ú ltinjas g u arid as de los p iratas
situ a d a s en Cilicia y el poder rom ano p u so fin a siglos, si no h a sta
a m ilenios, de inseguridad; en adelante fue.posible m an ten er
relaciones com erciales de u n a orilla a la otra del m ar sin correr
m ás riesgo que el presentado por los elementos.
Así q uedaba asegu rad a u n a de las libertades fundam entales:

147
la libre circulación de p erso n as y de bienes.
N aturalm ente los em peradores, gracias a las flotas de guerra,
ancladas u n a en Ravena y la otra en el cabo Miseno, pudieron sin
gran trabajo aseg u rar u n a policía de m a r y hacer rein ar la paz en
todas las costas. Como el aprovisionam iento de Roma dependía en
gran parte de los tran sp o rte s m arítim os (entre Egipto e Italia, en ­
tre la provincia de Africa —la actual Túnez— y los pu erto s de la pe­
nínsula), los em peradores pusieron g ran cuidado no sólo en m a n ­
tener nu m erosas y eficaces flotas de tran sp o rte sino tam bién en
instalar fondeaderos interm edios p ara que sirvieran de refugio a
las naves d u ran te las tem pestades. Los com erciantes que tra b a ­
ja b a n por su propia cu en ta se beneficiaban con esas m edidas, ta n ­
to que el M editerráneo fue conocido con el nom bre de m are nos­
trum, nuestro m ar.
Sin duda esta libertad de navegación im plicaba, por p arte de
los negociantes, u n a contribución financiera que era el pago de de­
rechos de a d u an a (portoria) que eran percibidos tam bién en los
transportes terrestres. Esto no impidió em pero que todos los p a­
íses del imperio conocieran u n a prosperidad sin precedentes.
Los h ab itan tes de las provincias, de la s colonias y de los m u ­
nicipios. los “peregrinos" (las perso n as que no ten ían p arte algu­
n a en la ciudadanía rom ana) aprovechaban tam bién e sta libertad.
Por ejemplo, en el comienzo de Las M etam orfosis de Apuleyo.
vem os a u n m ercader am b u lan te oriundo de u n a ciu d ad cercana
a Corinto en com petencia con u n tal Lupo, evidentem ente u n
com erciante italiano, en ta n to que el otro era griego. No se advier­
te ninguna diferencia entre los dos personajes en lo tocante al
ejercicio de su comercio. No siem pre h ab ía existido esta libertad
igual p ara com erciar. D u ran te m ucho tiempo, únicam ente las
p ersonas que poseían el derecho de ciu d ad an ía rom ana o alguna
de s u s form as m enores o aquellas que se beneficiaban por u n tra ­
tado con Roma poseían el ius com m ercii el derecho de adquirir y
poseer bienes, u n derecho que les reconocía la ley rom ana. Poco
a poco ese m ism o derecho fue extendiéndose a todos los h ab itan ­
tes del imperio. E ste ya no form aba sino u n inm enso ‘‘m ercado
común".
E ste ejemplo, el de la libertad del comercio, m u e stra que exis­
tían e n el interior de ese im perio varios "estados de derecho’ s u ­
perpuestos y com plem entarlos, pero que con trib u ían igualm ente
a aseg u rar la libertad, a p esar de la s diferencias de condición Ju ­
rídica entre las personas: u n a prim era condición, considerada
fundam ental y vinculada con la p atria de cad a uno y co n s u ciu­

148
d a d a n ía en la ciudad de la que era oriundo, luego otra condición
jurídica, en el interior del imperio, en virtud de la cual el individuo
participaba, de m anera variable según las provincias, de las g a ­
ran tías conferidas a los propios ciudadanos rom anos por la civi­
tas romana. La prim era condición Jurídica, si era la de los ciu d a­
danos de u n a ciudad libre, los som etía a las instituciones propias
de esa ciudad. Pero las auto rid ad es ro m an as poseían u n derecho
de vigilancia sobre su funcionam iento y form aban u n a verdadera
jurisdicción de apelación en los casos en que los interesados con­
sideraban que s u “libertad” h abía sido lesionada, por ejemplo, a
cau sa de u n a decisión tom ada por u n trib u n al form ado de s u s
conciudadanos.
Sobre esta articulación que existía en tre la s d o s condiciones,
los edictos de A ugusto, descubiertos en Cirene en 1926. ap o rtan
u n a excelente ilustración. Esos edictos, prom ulgados los cu atro
prim eros en 7 ó 6 a. de C. y el quinto en 4 ó 5 de n u e s tra era. se
rem ontan al tiem po en que el poder im perial (en este caso el p ro ­
pio A ugusto en virtud de s u im perium m atus) se preocupa por re­
organizar la adm inistración de las provincias e im pedir los ab u so s
ta n frecuentes d u ra n te la república (no sólo por p arte de los gober­
nadores rom anos sino tam b ién de las au to rid ad es locales' indíge­
nas). en su m a, se preocupa por aseg u rar e n realidad la “libertad”
de los h ab itan te s de la s provincias dentro del m arco de la s in sti­
tuciones rom anas, por extender en beneficio de esto s u n a s itu a ­
ción análoga a la que gozaban los rom anos m ism os desde hacia
m ucho tiempo.
E n el prim er edicto se tra ta de la constitución de los trib u n a ­
les en la provincia m ism a. Desde la form ación de esa provincia
(que com prendía el país de Cirene y Creta) en el año 74 a. de C..
los procesos crim inales, aquellos que a ca rre ab an en caso de co n ­
dena la aplicación efectiva de la pena de m uerte, eran ju zg ad o s por
ju rad o s com puestos exclusivam ente de ciu d ad an o s rom anos do­
miciliados en Cirene. Como esos ciudadanos eran escaso s resu l­
taba fácil sobornarlos, lo q u e no dejaban de h ace r los litigantes,
de su erte que, según precisa el edicto, inocentes h ab ían sido con­
denados y ejecutados. La prim era m edida to m ad a por A ugusto
consistió en in stitu ir ju ra d o s com puestos la m itad por ju e c e s ro­
m anos y la otra m itad por ju e c e s helenos. Por lo dem ás, el a c u sa ­
do ten ía el derecho de elegir. Le era lícito com parecer, si asi lo p re­
fería. an te u n Jurado en teram en te com puesto p o r rom anos. Ade­
m ás. los rom anos ya no ten ían el derecho de co nstitu irse en a c u ­
sadores e n u n proceso relativo a u n asesinato; ú n icam en te u n “he-

149
leno", e s decir, u n ciudadano de Cirene podia se r acusador.
C uando no se tra ta b a de u n crim en capital y los d o s litigan­
te s e ra n helenos, el cu arto edicto prescribía que el ju ra d o estuvie­
ra enteram ente com puesto p o r helenos, a m enos que el defensor
o el acu sad o r d esearan ju e ces rom anos. A dem ás, se preveía que
no se podía designar p a ra form ar p arte del Jurado a n in g ú n ju e z
que perteneciera a la m ism a ciudad de alguna de las p a rte s c u a n ­
do é sta s eran de diferentes orígenes. Evidentem ente A ugusto s a ­
bía que la s querellas privadas su sc ita b a n con frecuencia procesos
en los que cad a cu al se esforzaba p o r recu rrir a todos los m edios
a fin de violentar el c u rso de la Justicia. D ispuso, p u es, q u e se to ­
m a ra n todas las precauciones n ecesarias contra este tipo de co­
lusiones. El cu arto edicto, p o r consiguiente, preservaba a la vez la
“libertad" de los h ab itan te s de las provincias —al im pedir la in ter­
vención sistem ática de ciu d ad an o s rom anos en u n proceso— y la
independencia de lo sju ra d o s al su straerlo s en la m edida de lo po­
sible a las influencias locales: precaución evidente co n tra los a b u ­
sos que la gente de Cirene y de la provincia podían h ace r de s u li­
bertad. Hay aquí u n su til equilibrio en tre la au toridad ro m an a y
la autonom ía de los provincianos y esta últim a co n stitu ía uno de
los m ás sólidos fundam entos del imperio.
El tercer edicto testim oniaba u n a preocupación en apariencia
diferente pero que en realidad respondía a la m ism a intención.
Preveía en efecto que si u n heleno (un ciudadano de Cirene) reci­
bía el derecho de ciudadanía rom ana no quedaba p o r ello exento
de s u s obligaciones fiscales con su patria. Debería acep tar las "li­
turgias" (es decir, su contribución p ara aseg u rar ciertos gastos re ­
gulares o excepcionales, como la organización de juegos, de cere­
m onias religiosas, de representaciones teatrales y la construcción
o la reparación de edificios públicos, etc.) a las que estab a obliga­
do según la cu an tía de su fortuna. E sas liturgias rep resen tab an
u na institución m uy antigua en la vida de las ciudades griegas: a
m enudo era n c a rg a sm u y p esad asy co n stitu ían u n verdadero “im ­
puesto a la fortuna", con el cual las ciu d ad es hacían frente a g as­
tos para m an ten er el prestigio y la continuidad de su existencia
ante los hom bres y ante los dioses.
Ahora bien, ocurría que el derecho de ciudadanía rom ana
otorgado a u n heleno estab a acom pañado por la exención de las
liturgias dispuesta por la autoridad rom ana que concedía esa ciu ­
dadanía. E sto dism inuía los recu rso s de la ciudad de provincia y
constituía u n atentado contra su “libertad", que en este caso era
su autonom ía financiera. A ugusto, sin reconsiderar el principio de

150
ta le s exoneraciones cu an d o fueron previstas e n el decreto que
h ab ía concedido el derecho de ciudadanía, precisaba que esas
exenciones sólo e ra n válidas tocante a la p arte de la fo rtu n a del be -
neflciario que éste poseía en el m om ento de h a b e r obtenido el
derecho de ciudadanía. Si a p a rtir de entonces s u fo rtu n a se h a ­
bía acrecentado, debía p ag ar las liturgias correspondientes a ese
aum ento.
E sta m edida, d estin ad a a proteger a las ciu d ad es de provincia
co n tra toda evasión de im puestos, correspondía a u n deseo de es­
tricta ju sticia (el m antenim iento de u n privilegio fiscal conferido
por u n acto ju ríd icam en te inatacable), pero tal m edida era ta m ­
bién u n a precaución to m ad a co n tra todos aquellos que. converti­
dos en ciudadanos de Roma, tuvieran tendencia a ab an d o n a r su
patria chica; en u n sentido m á s profundo dicha m edida m iraba a
los verdaderos intereses del Estado rom ano que d escan sab a p re­
cisam ente en la estabilidad y la b u en a adm inistración de las ciu­
d ad es de las provincias y s u s territorios: al conservar su "libertad”,
sim bolizada y rep resen tad a por s u s in stitu cio n es tradicionales,
las ciudades te n ían m enos tendencia a d esear u n cam bio de régi­
m en o de dom inación. E n cierto sentido puede decirse que el im­
perio sacaba fuerzas de la “libertad” de las ciudades. C u an d o a
p a rtir del siglo Hde n u e s tra era. las aristo cracias provincianas se
hicieron cada vez m ás reacias a cum plir los d eb eres que les impo­
nía la tradición, las ciudades se debilitaron, se produjo u n a deca­
dencia económica y dem ográfica, y ésta fue u n a de las c a u s a s pro­
fu n d as que provocaron la crisis del orbe rom ano.
Los edictos de Cirene nos m ostraron de qué m an era la noción
de libertad, tal como estab a definida y precisada e n el m u n d o he­
lenístico, prim ero en el seno de los reinos surgidos de las conquis­
ta s de Alejandro, fue luego reafirm ada, según dijimos, por Flam i­
nio y retom ada y p u esta por obra d u ran te el im perio a p artir por
lo m enos del reinado de A ugusto. La situación así creada no fue
exclusiva de la provincia de C reta y Cirene. sino que era m uy ge­
neral. E n el m undo helénico y helenizado (dejando ap arte Egipto,
donde la influencia de los Tolomeos continuó siendo ciertam ente
profunda pero donde su b sistía tam bién u n a tradición que se
rem ontaba a la época faraónica) todo se fu n d ab a en la libertad de
las ciudades anteriores a la conquista. ÍSn el Occidente, donde a n ­
tes de la conquista las ciudades eran enteram ente excepcionales
y sólo existían en las a n tig u as provincias ro m an as (como la Galia
N arbonense o el Africa proconsular), los rom anos se em peñaron
en crea r nuevas ciudades p ara d a r al poder rom ano la m ism a ju s-

151
tlflcaclón institucional. Así fue com o las an tig u as naciones galas
se constituyeron en ciu d ad es y com o los viejos oppida, q u e vivían
e n la s colinas o en la s m o n tañ as, bajaro n a la llan u ra y se exten­
dieron por los gran d es espacios p a ra acoger pacificam ente a h a ­
b itan tes cada vez m á s num erosos.
Los edictos de Cirene n o s ay u d an tam bién a com prender la
función de los gobernadores e n las provincias. Los gobernadores
e ra n delegados por el senado o “legados* (es decir, lugartenientes)
del em perador a quien rep resen tab an por delegación en la s pro ­
vincias en las cu ales e ra n teóricam ente procónsules. Los edictos
precisaban, en efecto, que p a ra in stru ir y Juzgar los procesos cri­
m inales el gobernador podía elegir en tre dos soluciones: tratarlo s
directam ente o confiarlos a u n trib u n al, precisam ente el trib u n al
cuya com posición estab a prevista p o r el prim er edicto y el c u a r­
to edicto. E n el caso de tratam ien to directo, seguram ente n o se po­
dría h ab lar de libertad de la ciudad. Volvemos a en co n trar aq u í la
situación que desde m uy antig u o h ab ía existido en la propia Ro­
m a. esto es. en paso institucional que transform aba a los quirites
en m ilites y que su sp en d ía la libertad p ara som eterlo todo al im­
perium .
Los gobernadores poseían el imperium proconsular. Podían
valerse de él cuando lo ju z g ab an conveniente. E n los negocios que
se dejaban a cargo de las au to rid ad es locales, los gobernadores
conservaban em pero el derecho de llevarlos a su propio trib u n al
en cualquier estadio del desarrollo que estuvieran las c au sas. E s­
to implicaba, como ya dijimos, que todo h ab itan te de la provincia
cualquiera que fuera su condición ju ríd ica podía ap elar al go­
bernador si se consideraba perjudicado p o r s u s conciudadanos,
m agistrados o jueces. Aquí, la “libertad” colectiva de la ciudad
salía perdiendo, pero g an ab a en cam bio la libertad de las p er­
sonas.
Sabem os tam bién que los de las provincias podían ap elar al
príncipe por toda decisión que to m ara el gobernador. E n general,
esto se hacia por medio de em b ajad as oficiales a las que el s e n a ­
do oía e n el curso de au d ien cias especiales, pero el procedim ien­
to acarreaba dilaciones a m en u d o considerables y gastos im por­
ta n tes. A ugusto quiso p oner rem edio a esta situación y lo hizo m e­
diante u n senadoconsulto. a d ju n to al quinto edicto y d estin ad o a
simplificar y acelerar el procedim iento de apelación por p arte de
los h ab itan tes de las provincias.
Vemos que en el im perio la pirám ide de los poderes d a cabida
a la autonom ía de varias in sta n cias que iban desde el “consejo* (la

152
boule en el pais griego) de las ciudades de provincia h a sta el pro­
pio principe. Se tom aba u n a serie de precauciones p ara que cada
u n a de las in stan cias interesad as desem peñara s u papel y para
que n u n c a ninguna decisión dependiera de u n solo hom bre. El
m ism o príncipe delegaba las m ás veces s u s poderes al senado y
cu ando debía intervenir personalm ente, lo hacia con la asistencia
de su consejo, a fin de no cae r en el erro r de q u erer resolverlo to­
do por si m ism o y por s u sola voluntad. Parece h a b e r tem ido so­
bre to d a otra cosa conducirse como tiran o o p o r lo m enos que se
lo considerara tal. Dlon Casio n o s dice c u á n ta s precauciones to­
m aba A ugusto sobre este particular, y al h ab lar de la s n um erosas
leyes prom ulgadas p o r A ugusto, el a u to r escribe:
*No hizo aprobar esas leyes bajo su propia responsabilidad. Expuso
algunas de ellas ante el pueblo a fin de que. si alguna disposición dis­
gustaba. ¿1 pudiera saberlo a tiempo y mejorar el texto; alentaba a to­
do el mundo a que le diera consejos en el caso de que alguien imagi­
nara algo que pudiera mejorarlas en cualquier aspecto; dejaba a ca­
da cual total libertad de palabra y efectivamente modificó ciertas dis­
posiciones de las leyes que habia propuesto*.
Dlon Casio prosigue enum erando la com posición de los diver­
sos consejos de que se rodeaba A ugusto, seg ú n los negocios que
debía tra ta r; de m an era que las decisiones políticas o judiciales
eran p rep arad a s por g ru p o s reducidos y el príncipe las publicaba
de acuerdo con ellos. Sin d u d a los rom anos vivían en to n ces gober­
nados por u n a m onarq u ía de hecho. V erdad e s q u e h ab ían perdi­
do la an tig u a libertas, pero la m onarquía de A ugusto no era u n reg­
num , u n a tiranía, p u esto que el príncipe m ism o acep tab a las re­
glas que h abia establecido.
Personaje esencialm ente tu telar. A ugusto se afirm aba como
tal en el quinto edicto de Cirene, ese edicto que p resen ta el sena-
doconsulto al que aludim os, relativo a las reclam aciones de los h a ­
b itan tes de la s provincias co n tra los gobernadores que hu b ieran
ab u sad o de s u poder:
‘El senadoconsulto relativo a la seguridad de los aliados del pueblo
romano será enviado a las provincias a/ln de que todos sepan que no­
sotros los protegemos y a fin de que haga evidente a todos los habi­
tantes de las provincias la preocupación que tenemos, yo mismo y el
senado, por hacer de m anera que nadie entre los que dependen de
n uestra autoridad tenga que soportar nada que vaya contra k> que
conviene o sea victima de alguna exacción*.
E sta voluntad de p resen tarse como protector q u e velaba por
los bienes y las personas, es decir, que aseg u rab a la s condiciones

153
prim eras de la libertad, p u e s el principe se m o strab a preocupado
por h acer que im perara en to d as p arte s u n a ju sticia Imparcial.
contribuyó ciertam ente a crea r la im agen de u n principe y a divi­
no en vida y al cu al correspondía co n sag rar altares. Lo que en los
reinos de los sucesores de Alejandro p arecía h ab er sido sólo u n
gesto algún ta n to formal cu an d o se tra ta b a de unTolom eo Soter
o de algún rey llam ado Evergetes (es decir. Salvador o Benefactor),
tom a con Augusto u n a nueva significación y probablem ente m ás
sincera cuando por todas p arte s asam b leas de las provincias y de
las ciudades pedían que les fuera perm itido levantar tem plos a la
divinidad del principe. H ábilm ente y tal vez porque A ugusto no
quería considerar todavía su propia divinización sino como u n a
m etáfora puesto que llevaba oficialmente el nom bre de Octaviano,
an te s del m es de enero del año 27, A ugusto unió los honores que
se le ren d ían a los que correspondían a la diosa Roma, de la cual
se p resen tab a como u n a especie de hlpóstasls. Pero el m ovimien­
to era irresistible. La prim era Egloga de Virgilio n o s da u n testim o­
nio de ello y m ucho an te s del año 27... ¡m ás de diez añ o s antes! Ni
los rom anos, ni los de las provincias ech a b an de m enos entonces
los tiem pos de la “libertad'’ ni de u n régim en que se h ab ía tra d u ­
cido en ta n ta s ru in as y duelos. E sp erab an a u n salvador que por
ñ n había llegado, u n salvador que no era u n tirano, sino que co­
tidianam ente daba p ru eb as de s u solicitud p a ra con todos.
Un episodio de L as M etam orfosis de Apuleyo va a p ro b am o s
u n a vez m á s que la fe en la fuerza protectora del príncipe h ab ía so­
brevivido m ucho tiem po d esp u és del reinado de A ugusto. Lucio,
transform ado en asno , iba tro tan d o con u n a p esada carga d u ra n ­
te largas h o ras por sen d ero s de m ontaña; se sen tía agotado y no
sab ia cóm o recobrar s u libertad (y con ella s u form a hum ana). Por
fin. se le ocurrió u n a idea y dijo:
"Tuve la idea de recurrir a aquel que es el apoyo de los ciudadanos y,
haciendo intervenir el nombre venerable del emperador, librarme de
todas mis desdichas. Y como esto ocurría ya en pleno dia m ientras
atravesábamos u n a aldea llena de gente cuyo mercado había atraí­
do gran muchedumbre, alli pues entre los grupos de griegos traté de
invocar en pura lengua latina el nombre augusto de César y, a decir
verdad, hice oir un Oh* muy claro y sonoro. Pero me fue imposible
pronunciar el resto, es decir, el nombre de César*.
Poco d espués y e n relación con el m ism o episodio, Lucio lla­
m a al em perador “Jú p iter", nom bre revelador en la m edida e n que
se identifica al príncipe con el m á s grande de los dioses. A ugus­
to no h ab ía querido n i ta l vez osado asu m ir u n carácter “ju p iteria-

154
no". Sin em bargo, había honrado con u n culto especial al Jú p ite r
Capitolino y le había elevado oratorios frente a su templo, pero sin
deslizarse él m ism o e n éste que era el tem plo m á s prestigioso del
imperio. A ugusto se h ab ía contentado con llam ar a Apolo al Pala­
tino y con declararlo s u protector, p o rm á s que la voz pública, yen­
do m ás lejos, quiso v er en él al hijo del dios. Pero aquello que h a ­
bía rechazado A ugusto ten tó a Caligula cu an d o hizo ten d er u n
p u en te entre el P alatino y el Capitolio e identificarse con Jú p iter.
¿Locura de u n príncipe dem ente? Tal vez. pero su locura no h a ­
cia sino poner de m anifiesto u n nexo inevitable (aceptado implí­
citam ente por la g ran m asa de los h ab itan te s del imperio) entre el
im perator y el dios del imperium. Este era u n nexo que co n tin u a­
ba u n a tradición m uy antigua, la cual se rem ontaba a los reyes de
la edad arcaica, seg ú n vimos.
Pero, dios del im perium . J ú p ite r lo era tam bién de la fid e s . J ú ­
piter era el g aran te d e la solidaridad entre los m iem bros de la ciu -
d ad y poco a poco en tre todos los m iem bros del imperio. E ra el dios
del B uen Auxilio (OpUmus) que. como el padre o el patrón, p res­
tab a ayuda a su fa m ilia y a s u s clientes. E n la época de Plauto, to­
do ciudadano am enazado de violencia im ploraba la fid e s de los
quirites. D urante el im perio, esa fid e s. que era a n te s la de los ciu ­
dadanos en su conjunto, se había transferido de alguna m anera
al príncipe. Pero había sobrevenido u n a diferencia esencial. Ya no
son solam ente los ciu d ad an o s quienes pueden invocar esta p ro ­
tección: ahora p u eden hacerlo todos los h ab itan tes del m undo ro­
m ano, hom bres libres y h a sta esclavos.
Un grupo de Inscripciones procedentes de Délos que d a ta n del
siglo 11an tes de n u e s tra era sugiere que esta evolución ya era d is­
cernible en esa época. Libertos y esclavos consagran u n a dedica­
toria a Jú p ite r Liber, lo cual m u estra que la noción de “libertad"
personal no está ya ligada ta n estrecham ente como en el pasado
a la condición ju ríd ica de u n a persona, que el esclavo (que en e s­
ta inscripción tiene u n nom bre gentilicio, lo cu al e s privilegio de
u n hom bre libre de nacim iento o de u n liberto) ya no es conside­
rado como u n a m ercancía (m ancipium ) o como u n s e r a m edias h u ­
m ano y a m edias anim al, sino que se lo considera como u n a p er­
sona a los ojos de) dios q u e lo es p o r excelencia del E stado rom a­
no. Es p u es claro que el héroe de Apuleyo. al llam ar en la época
de Marco Aurelio. “Jú p ite r" al em perador, podía apoyarse e n pre­
cedentes m uy antiguos. Y parece que p o r lo m enos e n las co stu m ­
bres tiende a esfum arse la an tig u a distinción en tre esclavos y
hom bres libres. Los esclavos de u n am o rom ano en la época de la

155
república estab a n indirectam ente colocados (a través de la perso­
n a de su amo) bajo la protección del “pueblo rom ano”. D urante el
imperio, los esclavos p u ed en reclam ar la protección —la fid e s —
del príncipe.
Sobre este punto poseem os in n u m erab les testim onios; ten e­
m os por ejemplo u n a c a rta que Plinio (desde Bitinia que él m ism o
gobernaba) escribió a T rajano p a ra com unicarle el caso de u n tal
Calidromo. antiguo esclavo de u n o de los generales de T rajano que
luego fue hecho prisionero d u ra n te la g u erra co n tra los dacios. y
que p a ra escapar a la violencia que le h acían su frir dos p an ad e­
ro s a quienes p restab a servicios se h a b ía refugiado al pie de la es­
ta tu a del em perador. E sto significaba que. reclam ado como escla­
vo por ciudadanos rom anos, Calidrom o apelaba a u n a au to rid ad
m á s alta, el principe que e ra g aran te de la libertad de la s perso­
nas. Esto hacia m enos irreductible la oposición entre los esclavos
y las personas de condición libre. E n este sentido tam bién el p rin ­
cipado era dispensador de libertad.
El régimen del principado, que los edictos de Cirene n o s m u e s­
tra n ta n preocupados por m an ten er y proteger las libertades de las
ciudades de las provincias co n tra todos los abusos, in tern o s y ex­
ternos, da pruebas de la m ism a tolerancia en el dominio religio­
so. Los cultos de cada ciudad form aban en efecto u n a p arte esen ­
cial de la libertad m unicipal. Nadie podía im aginar a A tenas p ri­
vada de s u s fiestas p an aten eas o s u s dionisiacas, ni a E leusis pri­
v ad as de s u s m isterios o a Delfos de su oráculo. Además, las di­
vinidades del helenism o se identificaban fácilmente —y desde h a ­
cía ya m uchos años— con las de Roma. La multiplicación de los
dioses y diosas llegados de rem otos países y que resu ltab a difícil
asim ilar a los tradicionales seres divinos, no encontraba ningún
obstáculo. Lo divino era multiform e. N inguna teología lo fijaba. Po­
día surgir de mil m an eras según los tiem pos y los lugares. Los ro­
m anos m uy a m enudo h ab ían visto ese b ru sco surgir de dioses
h a sta entonces ignorados, voces que se oían, apariciones que era
difícil referir a alguna de las divinidades del Panteón. La religión
de los rom anos no podía reducirse a proporciones invariables a d ­
m itidas de u n a vez por todas. No estab a atad a a n inguna ortodo­
xia. Los ritos que esa religión Imponía y que estab an destinados
a regular las relaciones en tre los hom bres y los dioses e ra n de dos
clases: los ritos a los que s u antigüedad hacia venerables y que h a ­
bia ciertam ente que g u ard arse de modificarlos y aquellos otros ri­
tos que se podían establecer cu ando se hacia sen tir su necesidad
y cuando se revelaban ineficaces los otros m edios im aginados p a ­

156
ra apaciguar a los dioses y tom arlos favorables. E n la vida religio­
sa ocurría lo m ism o que en la vida política; estab a som etida a le­
yes cuya aplicación era controlada por colegios de sacerdotes que,
en realidad, eran m agistrados versados en las co sas divinas. Co­
mo en ciertos casos e sa s leyes resu ltab an insuficientes, había que
im aginar o tras. E n cu an to a las opiniones que se podían ten er so ­
bre las divinidades m ism as, sobre su n atu raleza, sobre las rela­
ciones que m an ten ía n en tre sí eran opiniones libres. Se podían
d iscu tir todos esos aspectos como se quisiera con la condición de
no p e rtu rb a r con sem ejan tes especulaciones la realización de las
“cerem onias cum plidas en nom bre del E stad o ”. E sas p alab ras son
del propio Cicerón. La religión oficial es u n a condición necesaria
p ara que el E stado sobreviva. Poco im porta cóm o esa religión sea
sentida por las conciencias individuales. Solam ente es necesario
y suficiente que se cu m p lan los ritos.
Como se ve, e s m uy g ran d e la diferencia con la s exigencias de
la dem ocracia atenien se en su apogeo, cu an d o S ócrates fue a c u ­
sado de im piedad porque se creía (o se fingía creer) que in tro d u ­
cía nuevos dioses en detrim ento de los an tig u o s y que de esa m a­
n era el filósofo “corrom pía a la ju v en tu d ”. ¡La “libertad" aten ien ­
se. en no m ayor m edida que la libertad de siglos m á s cercanos al
nuestro, no incluía la libertad de cultos!
A com ienzos del siglo n a n te s de n u e s tra era. ciertam ente se
habían dado casos en que hom bres y m u jeres h ab ían sido a c u sa ­
dos y condenados en Roma por crím enes de o rden religioso, por su
participación en el culto de Baco. Aquello fue el “escándalo de las
bacanales”, pero los acto s que fueron condenados entonces eran
crim inales en si m ism os: asesinatos y violaciones. El senado
cuando produjo el célebre senadoconsulto co n tra las se c ta s tuvo
b uen cuidado de dejar en salvo la posibilidad de ren d ir culto al
dios, pero con la condición de que ese culto no e n tra ñ a ra p ara los
fieles crím enes sem ejantes a aquellos de q u e se h ab ían hecho cu l­
pables los “bacantes". De u n a m anera m u y general, en Roma h a ­
bía lugar p ara to d a s las creencias y to d as la s prácticas, si é s ta s no
eran m anifiestam ente inm orales y co n trarias al orden público.
C uando a fines del siglo m a. de C. se introdujo el culto de Cibe­
les. la G ran M adre de Frigia, los rom anos se lim itaron a im pedir
aquellos que. atendiendo a los ritos tradicionales, pu d iera tu rb a r
los espíritus, com o p or ejemplo las m utilaciones v o lu n tarlas y las
escenas de delirio orgiástico. Y la religión de Cibeles in stalad a en
el Palatino pudo p a s a r a través de los siglos.
El control que ejercían los m agistrados ro m an o s sobre los cu l­

157
to s extranjeros parece h ab er sido relativam ente eficaz h a sta el ú l­
timo siglo de la república, cuando, por ejemplo, los poderes públi­
cos destruyeron u n tem plo consagrado a las divinidades egipcias
Isis y Serapis. Las razones de este acto n o s son b astan te oscuras.
Parecen proceder de u n a sim ple decisión de policía, p u es los de­
votos de Isls form aban asociaciones análogas a los ‘colegios'' que
era n ta n peligrosos e n la vida política. A dem ás, esa religión incluía
cerem onias n o ctu rn as, ‘m isterios”, que rep u g n ab an a las au to ri­
dad es rom anas. Pero esas razones no b a sta ro n p a ra im pedir la in ­
troducción de aquellos cultos provenientes de Egipto a través de
la Cam pania. Si se pudo h acer d estru ir oficialmente u n tem plo de
Isis y derribar s u s e s ta tu a s en cu atro ocasiones, desde el añ o 58
al año 48 a. de C.. ello significaba que ese tem plo y esas e sta tu a s
h ab ían sido ‘oficialmente" erigidos con la connivencia de los cón­
sules. Poco a poco, la vigilancia de los m agistrados, por teórica que
fuese, term inó por relajarse y los san tu ario s egipcios invadieron
el Campo de Marte.
Los rom anos h acían u n a distinción m u y clara entre las creen­
cias personales y las m anifestaciones públicas de éstas. El dere­
cho consuetudinario perm itía incluir en tre las divinidades dom és­
ticas aquellas que se quisiera y p o r ese medio Isis o el dios sirio del
Sol y m uchos otros pudieron p en etrar en Roma. Pero cu an d o los
ñeles de alguna divinidad se a g ru p ab a n e n colegios oiganizados.
con s u s m agistri s u s “p residentes” y s u s “oficinas” perm anentes,
entonces, an te el riesgo político que aquello constituía, interve­
n ía n los m agistrados o por lo m en o s ejercían u n a vigilancia m á s
activa. De m an era que la libertad de p e n sa r y de creer, que era to ­
tal m ientras no se trad u jera en actos, podría q u ed ar lim itada por
los im perativos del orden público.
D entro de este m arco y en virtud de este principio , el senado
ejercía su control sobre la vida religiosa del imperio así como lo
había ejercido ya en tiem pos de la república. Por ejemplo, Tácito
expone la m anera en que los Padres tuvieron que conocer el pro­
blem a que planteaba el derecho de asilo en las provincias de
Oriente. Dice Tácito que en la época de Tiberio se había difundi­
do en las ciudades griegas la costum bre de instituir, sin control ni
sanción alguna, ‘asilos” alrededor de los tem plos, asilos en los
cuales se podían refugiar con to d a seguridad esclavos, deudores
insolventes, hom bres sospechosos de crím enes capitales. La J u s­
ticia nada podía h ace r co n tra tales asilos y si in ten tab a em plear
la fuerza, el pueblo se sublevaba; Tácito co n tin ú a diciendo: “Nin­
g ú n poder era lo b asta n te fuerte p ara reprim ir los m otines del p u e ­

158
blo que se em peñaba encarnizadam ente en proteger los crím enes
hu m an o s al igual q u e las cerem onias sagradas". R esultaba de e s­
to u n a an a rq u ía de la que todo el m u n d o sufría. De m an era que
para que se resp etara la libertad tradicional de la s ciudades de
provincia cu an d o el derecho de asilo e sta b a ju ríd icam en te fu n d a­
do. las ciu d ad es que lo su ste n ta b a n fueron Invitadas a enviar em ­
bajadores a Roma p ara que expusieran los títu lo s de sem ejante
privilegio. E n el senado hubo toda u n a serle de sesiones a las que
com parecieron los delegados de todos los san tu ario s que preten­
dían el derecho de asilo: el de D iana situ ad o en Efeso, por ejem­
plo. el de Apolo en Délos y m uchos otros. Cada cu al expuso las
condiciones en que se habia obtenido aquel derecho. Las delega­
ciones hicieron alarde de elocuencia y de erudición, tanto que los
senadores c an sad o s de oír s u s interm inables discursos, term ina­
ron por rem itir la decisión a los cónsules.
La política que se siguió en este asu n to (que se desarrolló d u ­
rante el reinado de Tiberio) se in sp irab a en los m ism os principios
que habia tenido en cu en ta Augusto al red actar los edictos de Ci­
rene: el príncipe (después de ponerse de acuerdo con los có n su ­
les y el senado, y no en virtud de u n a decisión personal suya) con­
firmó la libertad de las ciudades, pero con la condición de que no
se produjera ab u so m anifiesto de esa libertad y q u e “so pretexto
de religión no se cayera e n las Intrigas" (estas so n las m ism as
palab ras de Tácito).
E sto s e ra n algunos de los problem as que p la n teab a n a la a d ­
m inistración —y a la libertad— las ciu d ad es del m u n d o griego. E n
Occidente, la s divinidades anteriores al advenim iento de Roma
continuaron siendo ho n rad as. In num erables inscripciones dedi­
catorias a s í lo atestlgu an. Un m ovimiento espontáneo tendía a a si­
m ilar aquellos dioses y diosas de n om bres b árb aro s a las divini­
dades de Roma. Los dioses célticos, por ejemplo, e ra n presentados
como "encam aciones" de Mercurio, de Ju p ite r, de Apolo, de H ér­
cules y de o tra s divinidades. Pero éste no era el resu ltad o de algu­
na presión por p arte de las autoridades. M uchas inscripciones
conservan el nom bre céltico o germ ánico o Ibérico de alguna "ma­
dre" o “ninfa". S in em bargo, llegó u n m om ento en q u e Roma tomó
en m a teria religiosa u n a decisión au toritaria: fue la su p resió n de
los d ru id as en todo el dominio céltico. Nos dice Suetonio que la m e­
dida fue to m ad a prim ero p o r A ugusto, quien prohibió a todo ciu ­
dadano rom ano particip ar en la religión de los d ru id as. E n la G a­
lla y d u ra n te el proceso de rom anización, cu an d o el derecho de
ciudadanía h ab ia sido otorgado b a sta n te am pliam ente a los n o ta ­

159
bles y a los aristó cratas locales, esto equivalía a a b an d o n a r e sa re­
ligión a l bajo pueblo y a excluirla de la s ciu d ad es que se levanta­
b a n u n poco por to d a s partes. Posteriorm ente Claudio abolió el
druidism o mism o. E sta prohibición to tal resultó m u y eficaz p u e s­
to que algunas generaciones d esp u és los d ru id as h ab ían p rácti­
cam ente desaparecido.
¿Por qué razones A ugusto y Claudio tom aron u n a decisión ta n
grave, ta n contraria a la tradición de liberalism o que se seguía en
otros lugares y ta n co n traria a la libertad m ism a de los h ab itan ­
tes de las provincias? Se h a n aducido m u ch o s argum entos: por
ejemplo, el hecho de que los d ru id as ejercían en los esp íritu s u n a
influencia considerable p o r su saber, por s u s enseñanzas, por su
om nipresencia en la vida religiosa de los galos, y ad em ás se nos
dice que los rom anos los consideraban com o potenciales oposito­
res a su propia dom inación. Pero tal vez h ay a habido otro motivo:
los d ruidas eran e n verdad los m in istro s de cu lto s juzgados
abom inables por los rom anos, como los sacrificios h u m a n o s p rac­
ticados en las naciones g alas independientes, rito que a los pro­
pios rom anos les h ab ía costado trabajo ex tirp ar de s u propia re­
ligión y que era contrario a toda su concepción del derecho y con­
trario al tus gentium, el ‘derecho n a tu ra l”, com ún al género h u m a ­
no sin distinción de origen ni de patria. C om préndense entonces
fácilmente las razones que im pulsaron a A ugustoy a Claudio a to­
m ar las m edidas que hem os m encionado. Los em peradores no po­
dían aceptar que co n tin u aran en las provincias de O ccidente p rác­
ticas de esta índole. El proceso de latinización, com enzado en los
prim eros tiem pos de la conquista, se hab ría visto trabado si s u b ­
sistían esos vestiglos de barbarie. E n efecto, en O ccidente la rom a­
nización no fue la integración de los pueblos conquistados en u n
orden im puesto por la fuerza, sino que consistió en proponer a
esos pueblos u n m odo de vida y u n sistem a de pensam iento fu n ­
dados en la persona h u m an a.
Y no se puede negar que sem ejante em presa obtuvo éxito.
Atendiendo a u n a intención sem ejante —la unificación espi­
ritual del m undo rom ano— puede sin d u d a explicarse otra prohi­
bición de orden religioso dictada por Tiberio, la prohibición de los
sacrificios de niños que se practicaba en Africa, en los p aíses otro­
ra som etidos a Cartago.
Por estos dos ejem plos particularm ente llam ativos vemos,
pues, qué lím ites ponía el poder im perial a la libertad religiosa en
las provincias. C o ntin u ab an siendo to lerad as las creencias de to­
d a índole y los diversos cultos en la m edida en que no condujeran

160
a actos peligrosos p ara el orden y la seguridad o fueran contrarios
al derecho de gentes, es decir, a la sim ple hum anidad.
S e n o s preg u n tará entonces p o r qué los em peradores p ersi­
guieron a los cristianos. V arias re sp u e sta s se h a n dado a esta p re­
g u n ta desde hace m ucho tiempo. C uando se produjo la prim era
persecución, la que tuvo lugar bajo Nerón d esp u és del g ran incen­
dio del añ o 6 4 d. de C.. los cristian o s aparecieron (por u n a razón
u o tra o ta l vez por la s intrigas de Popea) com o m iem bros de u n
grupo de facciosos enem igos p recisam ente del orden establecido,
que profetizaban el derrum be de Roma y el advenim iento de u n rei­
no del cu al no se sabia g ran cosa, salvo que algún día debía s u s ­
titu ir al imperio. Luego, a m edida que p ro g resab a la reciente re­
ligión y g an ab a nuevos adeptos, llegó u n m om ento en el que el so ­
lo h ech o de se r cristiano y declararse cristian o fue considerado co­
mo u n delito y. si el acu sad o perseveraba en s u actitud, conside­
rado com o u n crim en. Esto se debía sin d u d a en el comienzo a las
prohibiciones que alcanzaban a las asociaciones ilícitas, los colle­
gia de los cuales ya hem os dicho que ya d u ran te la república es­
ta b an som etidos e m edidas restrictivas. Los cristian o s se co n d u ­
cían en efecto como facciosos y. lo que era m á s grave a u n , se a b s ­
tenían. n o sólo de sacrificar a las divinidades oficiales (lo çu al en
general n o podía co n stitu ir u n motivo de acu sació n p u esto que u n
sim ple p a rtic u la r no ten ía n in g u n a obligación religiosa pública),
sino, y m á s particularm ente, se neg ab an a cum plir an te la e s ta ­
tua del em perador los gestos ritu ales de adoración, lo cu al podía
considerarse como u n a abstención sacrilega, como u n gesto h o s­
til a la '‘m ajestad ’’ del em perador, como u n a negativa a aju starse
al orden establecido y como u n acto de rebelión. Todo aquel a s u n ­
to p a s a b a del dominio religioso al de la vida política. De m an era
que en la s provincias el proceder de los gobernadores se en co n tra­
ba ju ríd icam en te justificado.
E s ta s son las conclusiones, en tre o tras, a las cuales llegamos
leyendo la célebre carta de Plinio el Jo v en que p reguntaba a
Trajano qué conducta debía observar respecto de los cristian o s de
Bitinia. Lo que estaba en tela de juicio no era el contenido mism o
de la doctrina, por lo m enos su contenido positivo, su “m ensaje
m ístico”, los dogm as que en señ ab a, sino lo que se podría llam ar
su contenido “negativo”, el rechazo que dicha doctrina im plicaba
y que en verdad separab a a s u s ad ep to s de la com unidad rom a­
na. U na vez m ás, lo que se incrim inaba e ra n la s conductas, no las
opiniones.
El problem a planteado por el desarrollo de la religión de los

161
cristianos es a n u estro juicio el m á s Im portante de los que tuvie­
ron que afro n tar los em peradores desde N erón a C onstantino. E se
problem a tuvo el efecto de poner grad u alm en te fin al tradicional
liberalism o de Rom a y de levantar u n a b a rre ra infranqueable en ­
tre cristian o s y paganos. Y cu an d o el em perador se convirtió al
cristianism o y tuvo que escoger, los perseguidores de an tañ o se
transform aron a su vez en perseguidos. Se in sta u ra b a n nuevos
tiem pos q ue ab ría n u n a brecha en la tradición rom aná.
Si los problem as religiosos se co n taro n d u ran te el imperio en ­
tre los m á s graves y los que contribuyeron m á s a com prom eter la
“libertad”, h u b o otro problem a en relación con el cual intervinie­
ron los poderes públicos, tan to en la república como en el im pe­
rio: era el problem a que se refería a la libertad de pensar. Se s a ­
be que a p a rtir del siglo u an tes de n u e s tra era filósofos griegos h a ­
bían ido a Roma y allí hab ían encontrado oyentes ávidos de escu ­
ch ar s u s lecciones. Algunos de ellos fueron expulsados, como ocu­
rrió con los dos prim eros epicúreos que se p resen taro n y que m uy
pronto debieron ab an d o n ar la ciudad. Se tem ía, en efecto, que u n a
doctrina que en señ ab a que el bien suprem o era el placer tuviera
sobre la ju v e n tu d u n a influencia detestable, p u e s le en señ ab a a
preferir u n a vida de egoísmo al viejo ideal de dedicación al E sta ­
do en el cual descan sab a éste. Pero los có nsules y el senado se con­
tentaron con expulsar a esos peligrosos sofistas. No se les inició
u n proceso regular (que las leyes y el derecho consuetudinario no
permitían) y su vida no fue am enazada. E n Roma no hubo ningún
m ártir de la libertad de pensar. A dem ás, n in g ú n filósofo fue expul­
sado d u ran te ta n to tiempo que no pudiera h acer uso de la p ala­
bra en privado, en la m orada de algún rom ano dispuesto a acoger­
lo. N unca faltaron estos.
Paralelam ente con los filósofos tam bién algunos rétores fue­
ron expulsados de Roma en el siglo i a. de C. M ientras se tolera­
b a a los rétores que en señ ab an en lengua griega, se consideraron
indeseables aquellos que en señ ab an las reglas de la elocuencia en
lengua latina. Así como los aten ien ses se h ab ían com portado re s­
pecto de los sofistas, cuyo arte perm itía a los oradores hacer triu n ­
far cualquier tesis, los m agistrados rom anos estim aron que u n
hom bre dem asiado hábil en el arte de la p alab ra y en la lengua de
todos (la lengua del foro) induciría a error a s u s oyentes y que el
orador ya no sería m ás, como quería la vieja definición, “u n h o m ­
bre de bien capaz de h ab lar bien", sino que seria u n a especie de
mago que hechizaba las alm as. E n cam bio se concedió plena liber­
tad a los rétores de lengua griega porque ésto s se dirigían solam en-

162
te a u n pequeño núm ero de p erso n as y porque s u s debates no in ­
teresab an a la vida pública e n general. Tam bién aquí la toleran­
cia parece h ab er sido la regla asi como el respeto por la libertad in ­
dividual. siem pre que n ad a im pusiera limitarla. Las restricciones
sólo com enzaban cuan d o las g ran d es instituciones del E stado p a­
recían am enazadas.
E n el imperio se tom aron tam bién de cuando en cuando algu­
n a s m edidas contra los filósofos. La m ás célebre fue la de Domi-
ciano que los expulsó no sólo de Roma sino tam bién de las provin­
cias. Pero no se tra ta b a en to n ces de m edidas generales contra la
filosofía m ism a, aquí en trab a en ju eg o la querella entablada por
los cínicos y algunos estoicos co n tra la ‘‘tiran ía”. Se tratab a de fu s­
tigar a aquellos senadores que se apoyaban en el estoicismo p a ­
ra oponerse sistem áticam ente al principe.
No parece que d u ran te el im perio los gobernantes h ay an p er­
seguido a los filósofos o a los rétores en su condición de tales. Por
el contrario. Por todas p artes su rg ían escuelas e n las que se en ­
señaba la alta cultura. No sólo en Roma o en O riente, en las pro­
vincias de lengua griega, sino tam bién en O ccidente donde, como
se sabe, los galos llegaron a rivalizar en esta esfera con los rom a­
nos de vieja cepa.

Pero en la Roma im perial existían m ayores preocupaciones


que los excesos de lenguaje com etidos por los filósofos. La preo­
cupación m á s seria tenía que ver con el núm ero creciente de e s­
clavos llevados a la ciudad y a Italia y con su im portancia cad a vez
m ayor en la econom ía y la vida social. Sobre este punto, los h e­
chos, las leyes, las tradiciones y el sentim iento general no estab an
de acuerdo. A tendiendo a los hechos, no había m ás remedio que
com probar que los esclavos h ab ían llegado a co n stitu ir u n a p ro ­
porción considerable de la población. C uando en el año 17 d. de
C. (tres años d espués de la m u erte de Augusto) se descubrió u n a
conjuración form ada por u n antiguo soldado pretoriano que inci­
tab a a la rebelión a los esclavos encargados de los rebaños en los
rem otos cam pos de pastoreo de Apulia, la opinión pública ad q u i­
rió b ruscam ente conciencia del peligro de u n a revuelta servil, tal
como la que se había registrado al final de la república (la gu erra
de E spartaco y an te s la g u erra de los esclavos de Sicilia), u n pe­
ligro que ahora surgía de nuevo. E se riesgo real en las grandes p ro ­
piedades de Italia, ¿no podía d arse tam bién en la propia Roma? Se
hacía n o tar, e n efecto, que los esclavos se m ultiplicaban enorm e­
m ente en las c a sa s de los patricios, en tan to que la plebe, de n a ­

163
cim iento libre, m erm aba. ¿No iría a q u ed ar sum ergido ese pueblo
de au tén tico s rom anos?
Por eso. cuando d u ran te el reinado de Nerón el prefecto de la
ciudad fue m uerto por u n o de s u s esclavos, se levantaron clam o­
res p a ra que se aplicaran las sanciones previstas por las an tig u as
leyes: todos los esclavos de la casa deberían se r condenados a
m u erte a c a u sa de la presunción de com plicidad que p esab a so ­
bre ellos y. en todo caso, p o r n o h a b e r p restad o socorro a s u amo.
El debate se entabló en el senado y Tácito n o s h a conservado los
argum entos de las tesis en pugna: algunos se m o straro n su b lev a­
dos por la crueldad de sem ejante m edida y otros so sten ían que era
m en ester ‘d a r u n ejemplo* y consolidar así la seguridad de todos.
Por fin term inó por triu n far el argum ento de la seguridad. Pero
frente a la curia, u n a m u ltitu d am otinada am enazaba con a n to r­
c h a s y piedras ju g a r u n a m ala p artid a a los senadores, de m a n e­
ra q ue a lo largo de la s calles que con d u cían al lugar del suplicio
h u b o que colocar u n cordón de soldados p ara im pedir que la ple­
be p u siera en libertad a los presos.
Esto ocunria en el año 61. Dos a ñ o s después. Séneca escribía
a su amigo Lucillo u n a carta que se hizo célebre por defender la ac­
titud de tra ta r a los propios esclavos como amigos: “¿Son escla­
vos? No. sino hom bres. ¿Son esclavos? No, sino am igos de u n a
condición m ás hum ilde. ¿Son esclavos? No, sino cam arad as de e s­
clavitud. si consideras que co n tra ellos y contra ti la F o rtu n a tie­
ne el m ism o poder". Aquí el estoicism o coincide con el sentim ien­
to com ún. E s poco probable, en efecto, que los am otinados del año
61 h ay an sido sectarios del Pórtico. Hemos de p en sar m á s bien
que el filósofo justifica m ediante consideraciones generales sobre
la n atu raleza hum an a la circu n stan cia de que am os y esclavos
participen igualm ente de la m ism a condición, lo cual se m anifes­
ta b a y a a todos como u n a evidencia.
La m ism a carta n o s en tera de que la ú n ic a diferencia estab le­
cida en tre los esclavosy los d em ás sólo se debe a prejuicios de u n a
clase social, la de los deUcatí, los “elegantes de m oda". La experien­
cia cotidiana se im puso a los viejos argum entos que. seg ú n vimos,
exponía A ristóteles sobre los caracteres físicos de los esclavos, so­
bre s u espíritu grosero, sobre s u n atu raleza que los d estin ab a a
los trab ajo s pesados y hacia de ellos u n a especie diferente de la es­
pecie de los hom bres libres. Desde hacia m ucho tiem po h ab ía en
las c a sa s de los rom anos esclavos que servían como médicos, otros
que e ra n arquitectos, pedagogos, secretarios, intendentes, g ra­
m áticos y h a sta filósofos, como Epicteto, y que eran los "directo­

164
res de conciencia de su amo"; desem peñaban mil otros oficios que
ejercían sin nin g u n a diferencia con los h om bres libres.
Además, la condición servil era a m enudo solo tem poraria. Las
m anum isiones e ra n n u m ero sas, ya porque el esclavo, d esp u és de
h ab er reunido u n peculio de s u s m inúsculos ingresos, com praba
su libertad a s u simo, ya porque éste lo m an u m itía esp o n tán ea­
m ente en vida o por testam ento. E sas m anum isiones se habían
hecho ta n frecuentes que h u b o que lim itarlas. Los libertos se con­
vertían en ciudadano s y al cabo de dos o tre s generaciones ya no
existía en su condición ju ríd ica ningún rastro de s u origen servil.
Su núm ero y su papel en la com unidad no dejab an de p lan tear
problem as quizá m ás graves que los problem as referentes a los es­
clavos.
E n el año 56, el segundo año del reinado de Nerón, en el se n a ­
do se Inició u n debate sobre este tema. La posición tradicional q u e­
ría que los libertos m an tu v ieran diversas obligaciones con s u p a ­
trón, e s decir con su ex amo. C uando el liberto perm anecía en la
casa en que había servido y se convertía en u n com pañero de to­
dos los días encargado de realizar d eterm in ad as tareas, podía
efectivam ente cum plir los deberes que se esp erab an de él. Pero si
por alguna c a u sa el liberto vivía de m an era independiente, los la­
zos se relajaban, y si s u s propios intereses y los de su patró n lle­
gaban a se r contrarios su rg ían conflictos. Algunos libertos h a sta
llegaban m á s lejos y com etían ab u so s de confianza con su patró n
o lo en g añ ab an e n diversos negocios. Por eso varios senadores pi­
dieron que se concediera a los p atrones victim as de sem ejantes
m aniobras el derecho de revocar la m anum isión del culpable p a ­
ra que quedara de nuevo reducido a la esclavitud.
Una vez m ás hubo opiniones co n trarias y el debate se llevó al
consejo del principe (del que entonces form aba p arte Séneca): ver­
dad era que la conducta de algunos libertos resu ltab a condenable,
pero, ¿habia por eso que m odificar la condición d e toda u n a cla­
se social que ocupaba u n lu g ar ta n considerable dentro del e sta ­
do? Se hizo n o ta r entonces que m uchos libertos desem peñaban
funciones im portantes, asistían a m agistrados o a sacerdotes, se r­
vían en las cohortes reclu tad as en Roma, servían como vigilantes
nocturnos encargados de com batir los incendios, que entonces
eran m uy frecuentes. Algunos h a sta poseían el rango de caballe­
ros y ciertos senadores ten ían por padre a u n antiguo esclavo. En
tales condiciones, ¿podría h acerse revocable la libertad y revertir
situaciones adquiridas? Correspondía a los am o s no d a r a la lige­
ra libertad a s u s esclavos y reservar ese beneficio a quienes eran

165
verdaderam ente dignos de él. E ste fue el argum ento que prevale­
ció. Se com prendió que no se podía privar a la sociedad ro m an a
de aquellos hom bres que h ab ían llegado a la posición que o cu p a­
b an por su talento, s u dedicación y su inteligencia. ¿Cómo se po­
dría am enazar con u n retom o a la servidum bre a esos grandes se r­
vidores del príncipe a quienes se h ab ía visto en la época de C lau­
dio, por ejemplo, participar en las decisiones m ás graves, dirigir
los servicios m á s esenciales del E stado? La om nipresencia de los
libertos en las proxim idades del poder era u n hecho innegable. E n
este sentido. Nerón había seguido la política de su padre adopti­
vo. u n a política que estab a de conform idad con las tradiciones
m ás antiguas.
Ya d u ra n te la república, los libertos e ra n los ‘hom bres de con­
fianza" de s u antiguo amo; con frecuencia deb ían su m anum isión
a los servicios que podrían prestarle. E n la c a sa del principe, b a ­
jo el imperio, la m ism a situación llevó a los libertos a m anejar ver­
daderas oficinas, por ejemplo, la que elaboraba la corresponden­
cia im perial, o tra encargada de recibir los m em oriales y solicitu­
des. o tra que tenía la tarea de p rep arar los discu rso s del príncipe
y sum inistrarle los elem entos de las necesarias decisiones. H abía
tam bién u n a oficina financiera que llevaba las c u en tas del p a tri­
monio propio del príncipe. La extensión que tom ara la fa m ü ia de
éste im ponía crear u n a adm inistración que se su p erp u siera a los
viejos m arcos políticos y en m u ch o s caso s los su stitu y era. De e s­
ta m anera los m agistrados heredados de la república y que co n ­
tin u ab an la tradición perdían poco a poco s u im portancia, p o r u n
lado, porque los libertos del em perador desem peñaban u n a p a r­
te cada vez m ayor de reinado en reinado, y. p o r otra, porque se
creaba u n cursus reservado a los caballeros, la carrera de los pro­
curadores.
Por to d as e sta s razones, las diferencias entre la s clases
sociales e ra n m enos acen tu ad as que an tes. Existía u n a evidente
tendencia a olvidar los orígenes de las personas. Ya no era u n a ta ra
irrem ediable descender de u n liberto y. por él, de u n esclavo.
Pero tal vez convenga b u s c a r o tra s c a u s a s de esta evolución,
c a u s a s a u n m á s profundas. Como vim os, e n la sociedad rom ana
arcaica, la célula elem ental, lafam ilia , e stab a ag ru p ad a alrededor
del padre, con los clientes, los libertos y los esclavos. D entro de ese
núcleo hum ano, cad a categoría vivía s u vida propia: las sirvientas,
fam ulae, las "familiares", ten ían ‘com pañeros" que les d a b a n h i­
jos. E stos te n ían la condición ju ríd ica de s u m ad re y se convertían
en esclavos del amo; eran los vernae. E sta p alab ra no parece p er­

166
tenecer al vocabulario indoeuropeo. Lo m ism o q u e servus, tal vez
sea de origen etrusco. El térm ino corresponde ciertam ente a u n
estado social establecido en la m ism a Italia cu an d o los latinos (fu­
turos) se hicieron sed en tario s e n la Italia central. Parece que la si­
tuación de los esclavos e n aquellos antiguos tiem pos tenia u n c a ­
rá c te r patriarcal del cu al se aco rd ab an todavía los senadores que
en el añ o 61 a. de C. se p reo cu p ab an por tom ar precauciones con­
tra eventuales levantam ientos serviles. E ntre los argum entos de
esos senadores, como n o s hace sa b e r Tácito, figuraba el hecho de
que an tañ o los esclavos n acían en la casa de la familia o en propie­
dades del patrim onio fam iliar y que “desde el principio aprendían
a querer a su am o”. Se agregaba que desde aquel tiempo las cosas
hab ían cam biado m ucho; hom bres llegados de to d as partes, sin
tradiciones, sin religión o entregados a cultos b árb aro s hab ían in­
vadido a Roma, y de esas gentes n ad a bueno podía esperarse.
A un cuando se desee creer que se tra ta aquí de u n a nostalgia
algún ta n to mítica, lo cierto es que la noción m ism a de fa m ilia co n ­
servaba su valor afectivo. El esclavo no era ya u n a “cosa" sino que
era u n a perso n a a la que no se podía tra ta r como u n a bestia de c a r­
ga. Los ergástulos. donde e s ta b a n encadenados los esclavos en las
g ran d es propiedades confiadas a intendentes, co n stitu ían u n
m undo aparte, bien alejado de la realidad diaria d e las ciudades.
H asta en las propiedades ru ra le s el culto del la r dom éstico (el "se­
ñor de la casa") se confiaba co n frecuencia a u n esclavo y a su
"com pañera". De su erte que si ese esclavo no poseía la p erso n a­
lidad civil, poseía por lo m en o s u n a personalidad religiosa que era
com o el em brión de su libertad.
Por cierto que ese germ en de libertad tard ó m ucho e n d esarro ­
llarse. F ue probablem ente a p a rtir de ese com ienzo cu an d o se j u s ­
tificó prim ero y luego se generalizó la práctica de la m anum isión.
Pero h u b o que esp erar h a s ta el imperio p ara que s e to m aran m e­
d id as d estin ad as a proteger la persona del esclavo.
Con Tiberio (¿o fue con Augusto?) se limitó el derecho que te ­
n ia el am o a exponer u n esclavo juzgado crim inal a los anim ales
salvajes. Claudio, u n o s veinte a ñ o s después, publicó u n edicto
que o rdenaba d a r libertad a todo esclavo que. viejo o enferm o, h u ­
biera sido abandonad o p o r s u am o en el tem plo d e E sculapio que
estab a en la isla Tiberina. Se tom aron o tra s precauciones en el
cu rso del siglo siguiente co n tra las cru eld ad es de los am os. Los j u ­
ris ta s im aginaron artificios p a ra conferir a los esclavos u n a esp e­
cie de personalidad: distinguieron, p o r ejemplo, el hecho de que
u n esclavo sea la propiedad de u n am o y el hecho de que esté b a ­

167
jo la potestad del amo: la sim ple propiedad sólo d a al propietario
derechos reducidos: únicam ente la p o testa s perm ite u s a r los se r­
vicios que puede p re sta r el esclavo y. si el am o a b u sa de ¿1. p u e ­
de verse obligado a venderlo (¿desde la constitución de A ntonino
Pío?).
De m a n era que la sociedad ro m an a evolucionaba, a p a rtir del
Alto Imperio, hacia la liberación de la s p erso n as y esto tal vez se
haya debido en parte a la influencia de los filósofos, pero sobre to ­
do a e sa s tendencias p ro fu n d as como la conservación de los orí­
genes patriarcales y tam b ién la presió n de u n a realidad social c a ­
d a vez m á s compleja, cad a vez m á s diferenciada que hacía e s ta ­
llar por to d as p artes m arcos que h ab ía n llegado a se r dem asiado
estrechos.

El régim en del principado favoreció ciertam ente la lenta evo­


lución que conducía a la ‘libertad" de u n nú m ero cada vez m ayor
de hom bres y m ujeres establecidos e n el imperio. U na ad m in istra­
ción m ás Ju sta que a n te s de las provincias y tam bién la declina­
ción de las grandes familias, que en la época de la república se d is­
p u ta b an el poder o dividían entre si la s riquezas del m undo, no d e­
ja ro n de favorecer las libertades fundam entales, de las cu ales la
prim era fue la paz. La gu erra impone com pulsiones.... la g u erra es
la com pulsión por excelencia. En el Imperio no se registraron m á s
g u erras que operaciones de frontera o expediciones fuera de las
fronteras. Las provincias perm anecieron en calm a. Las tiran ías lo­
cales. an tes ta n fu n estas en los E stados ciudades, eran m enos n u ­
m erosas y m enos pesadas. El núm ero de los ciu d ad an o s rom anos
crecía y la “ley rom ana’ era u n recurso cada vez m á s eficaz que g a­
rantizaba en m uchos casos la condición de las personas. Pero si
bien no se puede creer que la vida en el imperio fuera siem pre idí­
lica. es seguro que cu an d o el orden rom ano estuvo a p u n to de d es­
m oronarse, su fin no fue sentido como u n a liberación, sino que lo
fue como el comienzo de u n a servidum bre. El imperio de Roma
continuó siendo u n modelo que los nuevos gobernantes se esfor­
zaron por im itar y cuyo recuerdo n u n c a debía borrarse.
En cam bio, en la propia Roma es Innegable que el régim en del
principado, ta n benéfico p a ra las provincias, pareció a algunos el
advenim iento de u n a tiranía. El principado p u so fin a lo que no
tardó en llam arse la libera respublica, la ’libre gestión de los n e ­
gocios com unes’. Como vimos. A ugusto hizo todo lo posible p ara
en m ascarar el carácter autocrático del régim en. Presentó s u a u ­
toridad como u n a necesidad tran sito ria im p u esta por las secu e­

168
las de las g u erras civiles; se rodeó de consejeros, se m ostró acce­
sible a las críticas y a los consejos, como por ejemplo en su legis­
lación “m oral” que modificaba u n prim er texto de ley que había p a­
recido inadm isible a la opinión pública. A p artir del año 23 a. de
C.. A ugusto cesó de ejercer el consulado sin interrupción y h a s ­
ta habló de devolver "al pueblo” la realidad del poder. Los historia­
dores m odernos ponen en d u d a su sinceridad. Si A ugusto fue in­
sincero, tal vez lo fue en la m edida en que com probaba que las a n ­
tiguas instituciones de la libem respublica eran definitivamente
caducas, que estab a n co n denadas por cerca de u n siglo de agita­
ciones y que era m enester innovar. Y m uchos rom anos, después
de ta n to s años de g u erras civiles, se inclinaban a creerle a cau sa
de su inm enso deseo de paz.
A ugusto encontró los medios de esta innovación sugeridos en
diversos escritos y tam bién g racias a ciertos ejemplos que le ofre­
cía el pasado reciente. Al evitar to m ar el titulo de rey (rex) y que­
riendo ta n sólo ser el prim ero —princeps— dentro del Estado, ren ­
día trib u to a u n a prudencia que podía haberle inspirado el ejem­
plo de César. Verdad era que A ugusto establecía u n a m onarquía
de hecho, ¡pero u n a m onarquía puede to m ar u n g ran núm ero de
formas! El térm ino con que A ugusto n o m b rab a la su y a dérivaba
directam ente de u n a institución indiscutiblem ente republicana,
valorizada recientem ente por el propio Cicerón, p o r “enemigo de
los tira n o s” que se declarara éste. E n el senado, en efecto, el pri­
m er nom bre q ue figuraba e n la lista de los P adres e ra el del prin­
ceps se n a tu s (primero del senado), personaje revestido de u n a
auctoritas particular, prim ero porque e ra el m ás prestigioso de la
asam blea (un antiguo cónsul, u n an tig u o cen so r y la s m á s veces
am b as cosas), u n personaje h o n rad o en tre todos y rodeado de la
consideración general. P o rtales razo n es era hom bre “de b u e n con­
sejo”. E ra a él a quien se interrogaba prim ero cu an d o el presiden­
te de la sesión recogía las opiniones, y b ien se sab e h a s ta qué p u n ­
to los ro m an o s ten ían e n cu en ta todo comienzo, al q u e le conferían
el valor de u n presagio. El princeps del senado, designado cada
lustro p o r el censor, era por excelencia el “prim er consejero” de la
república. A utoridad m oral, sin privilegio jurídico p articu lar ni
m an d ato oficial, ese princeps ejercía e n realidad la función de á r ­
bitro e n los debates de la curia. 4
A hora bien, d u ran te los últim os tiem pos de la república, c u a n ­
do el E stado estab a desgarrado por la s facciones, algunos hom ­
bres h a b ía n recordado con reconocim iento y nostalgia añ o s en los
que algunos g ran d es personajes h a b ía n ejercido —como sim ples

169
particulares íprivatí) sin poder legal definido— esa función de á r ­
bitro y h ab ían evitado a la n ación pertu rb acio n es graves. Uno de
ellos h ab ía sido Escipión Em iliano, el hom bre que h ab ia d estru i­
do definitivam ente a C artago. que h ab ía establecido el poderío ro­
m ano e n Africa y que h acia el final de s u vida h ab ía m oderado la
política del prim ero de los G racosy tem plado los principios del m os
m aiorum e n virtud de u n a reflexión teórica com partida con los fi­
lósofos e historiadores que lo ro d eab an —esencialm ente el estoi­
co Panetio y s u antiguo “preceptor" Polibio—. u n hom bre, pues,
que u n ía a s u gloria m ilitar el prestigio de la c u ltu ra y de la razón.
Su personalidad lo designaba p a ra dirigir la vida del E stado en su
doble aspecto, m ilitar y civil, lo cu al m u y pronto iba a h acer el prin­
ceps Imperator.
El ejemplo de Escipión Em iliano es aquel al que se refiere p re­
ferentem ente Cicerón en s u s escritos políticos. Cicerón pen sab a
que por ese lado se podría h allar la solución al problem a que se
presentaba a los hom bres de s u tiem po y que precisam ente ésa era
la m anera de alcanzar el equilibrio en tre las dos m itad es de Roma,
el imperio y la ciudad m ism a. El propio Cicerón d esp u és de repri­
m ir la conjuración de Catilina, se consideraba apto p ara ejercer
ese m agisterio en lo tocante a la vida civil. Todavía no había alcan ­
zado n ingún laurel en los cam pos de batalla de modo que no po­
día apoyarse en ningún prestigio m ilitar, pero esp erab a que Pom­
peyo, el imperator victorioso que precisam ente regresaba de
Orlente cargado de gloria, lo aceptara como segundo y lo ay u d a­
ra con su m ism a gloria.
Las circunstancias hicieron que ni Cicerón y n i siquiera
Pompeyo pudieran llegar a ser, ni separadam ente ni co n ju n ­
tam ente, los "primeros" del Estado. C uando Pompeyo. d esp u és de
la desaparición de Craso, parecía e s ta r en condiciones de llegar a
serlo, se vio que en realidad se lo im pedía la gloria de C ésar
adquirida en las Gallas. E n cu an to a Cicerón, despojado por el
exilio de g ran parte de su prestigio, debió resignarse a perm ane­
cer en la som bra. El principado que él habia soñado no pudo
realizarse.
Pero la idea se había abierto cam ino. Los añ o s de an arq u ía y
de g u erra civil h ab ían hecho n acer el deseo de reen co n trar la paz.
y Cicerón no era el único en desear que el E stado tuviera u n rec­
tor (por su etimología esta palabra se aproxim a a la de rexj: escri­
tores como Salustlo en C artas a César, filósofos como el epicúreo
Filodemo en su tratado de El buen rey según Homero (dentro de la
línea de Isócrates y de los consejos dados por éste a Nicocles). c u ­

170
yos papiros descubiertos en H erculano n o s h a n devuelto im por­
ta n te s fragm entos, los estoicos, de los cuales uno, Atenodoro de
Tarso, pertenecía al circulo inm ediato del Joven Octavio y tam bién
los discípulos de la Academia y del Liceo reconocían la necesidad
de te n er a la cabeza del E stado a u n hom bre su p erio r por s u s vir­
tudes, su clarividencia, su dominio de si m ism o, u n hom bre que
asegurara el orden y la paz. Aquello significaba el retom o al ide­
al otrora expresado por Isócrates y que se h abía concebido en u n a
Grecia can sad a de las dem ocracias y de los conflictos que éstas
provocaban entre las diferentes “libertades". Este mito del “b u en
rey" que, según vimos, se difundió am pliam ente a través de las
provincias del im perio rom ano, gracias a las in stituciones organi­
zadas por A ugusto, explica que el principado h ay a podido estable­
cerse en la propia Roma e im poner la autoridad de u n hom bre (vic­
torioso en los cam pos de batalla y al propio tiem po protector del
pueblo) al ap ara to de las m a g istratu ra s que ad m in istrab an con su
control los negocios del Estado. Pero esto en tra ñ a b a que los m iem ­
bros de la vieja aristocracia se sin tieran despojados de su influen­
cia y de su poder. Lo m ism o que los Jóvenes com pañeros de los Tar-
quinos. cu ando se produjo la revolución que h ab ía establecido la
república. los aristó cratas tuvieron la im presión de h ab er perdi­
do s u libertad, esa libertad que les aseg u rab a poder ejercer por
tu m o las g ran d es m ag istratu ras, gobernar la s provincias, ad q u i­
rir gloria y riquezas y dejar u n nom bre ilustre e n los fastos del im­
perio. Todo esto h ab ía quedado confiscado p o r el descendiente de
u n a familia h a s ta entonces sin g ra n brillo, eso s Ju lio s, oriundos
de u n pequeño pueblo del Lacio e infinitam ente m enos nobles que
los C laudios. los Fabios. los C om elios o los Emilios, por ejemplo.
El últim o rep resen tan te de los Emilios. M. Emilio Lépido. hijo del
triunviro caído e n desgracia, fue el prim ero en form ar u n a conju­
ración co n tra Octavio cu an d o éste se en co n trab a au sen te de Ro­
ma. Pero su intento fracasó, d esb aratad o por M ecenas, que e s ta ­
ba entonces encargado de ad m in istrar Italia y la ciudad de Roma
m ien tras ag u ard ab a el regreso del vencedor. Siete añ o s d esp u és
se produjo la conjuración de Terencio V arrón M urena, descen­
diente tam bién él de u n largo y glorioso linaje y q u e en aquel m o­
m ento ejercía el consulado con el propio A ugusto. E ra el herm a­
no de Terencla, la esposa del fiel M ecenas y no o cultaba s u s s e n ­
tim ientos cu an d o estab a en desacuerdo con la política del prínci­
pe. S e gloriaba de s u libertad de palab ra, esa parrhesia tradicio­
nalm ente inseparable de los sentim ientos republicanos. La conju­
ración que Terencio urdió de concierto con u n ta l Fanlo Cepión,

171
fue descubierta. Los dos hom bres fueron con d en ad o s a m uerte y
ejecutados sin proceso, como se h ab ía hecho a n ta ñ o con los cóm ­
plices de Catilina. El senado dio s u acuerdo. Nadie se atrevió a in ­
vocar la “libertad" n i el derecho de las p ersonas. C uando u n o s diez
años d espués. Cornelio Cinna, u n descendiente del g ran Pompe-
yo. que por lo dem ás e ra u n joven b astan te estúpido (según decía
Séneca), concibió el proyecto de asesin ar a A ugusto —siem pre en
nom bre de la “libertad"—. uno de s u s cóm plices lo denunció; e s­
ta vez el príncipe se m ostró generoso, quizás a petición de Livla.
Cinna no fue castigado y algunos añ o s d esp u és h a s ta llegó a se r
cónsul. C uando se produjo esta conspiración, el poder de A ugus­
to estab a ya firm em ente consolidado. Sin co rrer riesgos, el p rin ­
cipe podía hacer uso de la clemencia. Y era é s ta p a ra él h a s ta u n a
m an era de m anifestar u n a de las virtudes regias por excelencia
(virtud de u n “b u en rey"), esa clem entia que S éneca predicaría a
Nerón u n medio siglo después. Im portaba, e n m om entos en que
el régim en se hacía cad a vez m á s m onárquico, pro b ar con los h e ­
chos que no era u n a tiranía.
Un peligro m ás grave se presentó en el añ o 2 a. de C. cu an d o
Augusto se enteró de q u e s u hija J u lia llevaba u n a vida escan d a­
losa, lo cual en sí m ism o h ab ría sido tolerable, si los am an tes de
que ella se rodeaba no h u b ieran pertenecido a e sa s g ran d es fami­
lias que no podían resignarse a h ab er perdido su "libertad". El
principal cómplice de J u lia era el propio hijo de Antonio, Ju lio An­
tonio, hijo del vencido en Actium. D entro del grupo, este hom bre
era el que tenia razones m á s serias p ara odiar al principe. J u n to
con él estab an cierto Apio Claudio Pulcher. Sem pronio Graco, Cor­
nelio Esciplón, todos rep resen tan tes de aquella aristocracia d es­
tro n ad a que no se resignaba a desem peñar u n papel subalterno
en el Estado. A parentem ente J u lia contaba con ellos p ara p asar
ella m ism a al prim er plano. A ugusto term inó p o r en terarse de to­
do. D esterró a su hija en la isla de P an d ataria y J u lio Antonio fue
ejecutado.
D urante el reinado de Augusto hubo m u c h as o tras co n ju ra­
ciones. todas fom entadas por m iem bros de la aristocracia y todas
ellas fueron reprim idas an te s de h ab er realm ente estallado, de
m anera que no pusieron el régim en en peligro, salvo en la m edi­
da en que dichas co n ju ras obligaron al príncipe a u s a r su im pe­
rium p ara castigar severam ente con independencia de todas las
g aran tías tradicionales de la libertas. De su erte que. co n traria­
m ente a las intenciones de Augusto, la m onarquía sólo logró m a n ­
te n er lo que u n historiador de aquel tiem po llamó u n a ‘paz s a n ­

172
grienta*. lo cu al d ista m ucho de la apariencia de paz que puede re­
su lta r del terror.
C uando la vejez de A ugusto (tenia m á s de seten ta años) y la de­
cadencia de s u s fuerzas hicieron p resag iar u n fin cercano, la opi­
nión pública com enzó a interrogarse sobre el futuro. Tácito, que
resum ió lo que se decía por to d as p a rte s entonces en Roma, a se ­
gura q ue la m ayor parte de los ciu d ad an o s co n sid erab an inevita­
ble el m antenim iento del régim en. Sólo u n pequeño núm ero ‘ex­
ponía vanam ente los m éritos de la libertad". E sa libertad que d a ­
ba m iedo a la m ayoría, esa libertad, que era sinónim o de discor­
dias y de g u erras, no tenía n in g ú n atractivo. De m an era que c u a n ­
do se an unció que A ugusto h ab ía dejado de vivir, ‘todo el m undo
se precipitó e n la servidum bre". Los rep resen tan tes del poder ci­
vil. los dos cónsules e n ejercicio, p restaro n ju ram en to a Tiberio,
heredero e hijo adoptivo de A ugusto, y el prefecto de los g u ard ias
preteríanos que ejercía el poder m ilitar en nom bre del im perator
fallecido, inm ediatam ente hizo lo m ism o. E n los prim eros tiem ­
pos. Tiberio fingió que no e ra m á s q u e el delegado de los senado­
res y del pueblo y el g aran te de la libertad de los ciu d ad an o s en vir­
tud del poder tribunicio que le h abía sido conferido por A ugusto
an tes de su m uerte. Luego, la lógica del sistem a se im puso y a su
vez el nuevo principe, a p e sa r de su preferencia p o r el régim en re­
publicano, debió acep tar reinar.
Sólo podem os co n jetu rar cu áles fueron las influencias que h i­
cieron de Tiberio, en lugar del “b u en rey" que habría querido ser.
el tirano que describe Tácito. ¿Le decepcionó el espíritu servil de
los senadores decididam ente indignos en su gran m ayoría de ejer­
cer de nuevo el poder en la libertad? ¿F ue em pujado por Seyano.
su prefecto del pretorio, cu y as intrigas pára llegar al rango su p re ­
mo le hicieron com eter crím enes inexpiables? ¿O sim plem ente se
cansó Tiberio de u n a vida de la cu al sab ia bien que estab a siem ­
pre am enazada por el creciente odio que se sentía contra él? Tal
vez to d as e sta s ca u sa s o e stas razones se sum aron y se com binaron
para hacer de Tiberio el tiran o som brío y solitario que desde C a­
pri escribía al senado largas c a rta s en las cuales le encargaba que
realizara las elevadas o b ras que él había decidido por su cuenta.
Sea ello lo que fuera, cu an d o Cayo C ésar (Caligula), d esp u és de
h aber sido asesinado Tiberio, lo sucedió. Roma se h ab ía convertido
en u n a m onarquía declarada y si el am o era llam ado todavía prin­
ceps. el sentido de este titulo ya no tenia n ad a que ver con el que
tenía en la época de A ugusto. Caligula fue el prim er tirano verda­
dero.

173
Los historiadores antiguos. Tácito, Suetonio. Dion Casio, e n u ­
m eran los actos arbitrarios de Caligula, de Claudio, de Nerón, las
acusaciones form uladas p o r delatores a s u servicio co n tra los
hom bres m á s em inentes del senado desde el m om ento en que se
sospechaba e n ellos alguna independencia. E n sem ejante m undo
no habia n ingún lugar p ara la libertad, p o r lo m enos esa libertad
que se afirm a con actos o p alab ras. La ú n ica libertad que s u b sis ­
tía era la de las conciencias. La p alabra libertas tom ó entonces u n
sentido que sin d u d a no era nuevo pero que exaltaba u n aspecto
que h a s ta entonces era secundario. La libertas fue u n nom bre que
se dio entonces a la dignidad de la persona, a la independencia
m antenida a p esar de todo, au n q u e no se trad u jera en acciones.
Por ejemplo, en los peores m om entos del reinado de Nerón, L. An-
tistio Veto, calum niado y ciertam ente condenado a m uerte, re s ­
pondió a su hija que le aconsejaba que hiciera su heredero al em ­
perador para evitar la confiscación de s u s bienes, que no quería
‘m a n ch ar con u n acto últim o de servidum bre u n a vida p asad a lo
m ás cerca posible de la libertad'.
Tácito, al exaltar este gesto, no ap ru eb a em pero por eso la ac­
titud de los estoicos rígidos p a ra quienes el suicidio era el refugio
suprem o. Tampoco aprobaba Tácito la oposición sistem ática de
esos m ism os estoicos a u n régim en que, en ciertas condiciones,
podía se r benéfico p ara todos y que aseg u rab a al imperio la m a ­
yor libertad posible. Pero cu an d o el “tirano" da. por ejemplo, a Sé­
neca la orden de morir, entonces, la ú n ica libertad consiste en re ­
signarse a m orir sin ag u a rd a r a se r m u erto p o r la fuerza. El últi­
mo asilo de la libertad e s el respeto de si m ism o, ta n to p a ra u n se­
n ad o r rom ano como p a ra la hija de Priamo.
U na vez m ás, descubrim os que la libertad es inseparable de la
m uerte.

174
Orientaciones bibliográficas

Como las ideas ex p u estas en e sta obra se b a s a n esencialm en­


te e n u n a le ctu ra de los textos antiguos, conviene rem itirse a las
ediciones que figuran en la Collection des U niversités de Prance
(Editions “Les Belles Lettres”),· especialm ente a:

Homero: il iode, ed. P. Mazon. O dyssée, ed. V. Bérard.

Herodoto: H istoires, ed. Ph. E. Legrand.

Esquilo: Tragédies, ed. P. Mazon.

Sófocles: Tragédies, ed. Dain-Mazon-Irigoin.

Eurípides: Tragédies, ed. M éridier-C hapouthier-G régoire-Jouan.

Platon: D ialogues, ed. Croiset-Robin-M éridier-Chambry-Diês-


G em et.

Aristóteles: C onstitution d'A thènes, ed. M athieu et Haussoilier.


E thique à Nicom aque (véase la edición de J . Tricot, Paris,
Librairie philosophique J . Vrin, 1967).
Politique, ed. J . A ubonnet.

Aristófanes: ed. Coulon y Van Daele.

Isocrates: D iscours, ed. M athieu y Brémond.


4

Tucidides: H istoire d e la guerre d u Péloponnèse, ed. J . de Romilly.

* Se pueden hallar diversas ediciones en castellano de todos los autores


clásicos. Remitimos al lector interesado a Libros españoles en venta. ISBN 1983-
84 y su Apéndice 1984-86. |E.|

175
Tito Livio: H istoire romaine, en p articu lar los libros I a VII. ed. J .
Bayet y R. Bloch.

Cicerón. D e la République, ed. E. B réguet.


Traité d e s Lois. ed. G. De Pllnval.
Correspondance, e n p articu lar los tom os III. IV y V, ed.
C onstans-J. Bayet.

Tácito. Arm ales, ed. W uilleumler.

Entre las obras generales y los ensayos, se deben citar:

Bordes. J .: Politeia. d a n s la p en sée grecque d ’H omère à A rístote.


Paris. 1982.

Cham oux, F.: La civilisation grecque. Paris. 1963. (Hay version


castellana: La civilización griega, Barcelona. Ju v e n tu d . 1967.)
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177
Indice temático
Academia, 171. Antistio Veto, L-, 174.
Acarnania. 147. Antium (Anzio), 147.
Acrópolis de Atenas. 83, 87. Antonino Pío. 168.
Actium (batalla de), 49. 172. Antonio (Marco Antonio). 21, 22,
Actividades liberales, 100. 25. 172.
Admeto. 124. Apolo, 84; de Delíos, 131 ; de Délos,
Adriático. 147. 85. 159; ciclo de Apolo, 124;
Aequitas. 72. Palatino, 155; en general. 159.
Africa (provincia de), 148, 151, Apuleyo. 148. 154, 155.
160, 170. Apulia. 163.
Afrodita, 118, 139. A queos,90.116.118.122; (homé­
Agamenón, 90,91; (tragedia), 130, ricos), 124.
131. Aquiles. 117, 120. 127, Í37.
Agon (en las tragedias), 133. Areópago. 60, 97. 131, 137.
Agora. 12. Arete, 128.
Alceo, 123. Argos. 90, 122; argivos, 86. 122.
Alcestes, 136, 137. 124, 137.
Alcibiades. 104. Aristágoras, 83. 86, 102.
Alcinoo, 93. Aristides, 97.
Alcmena. 122, 123. Aristófanes. 95.
Alcmeónldas, 80, 82, 85. Aristogitón. 79. 80. 81. 97.
Alejandro. 59, 88. 109, 110. 111. Aristónico, 143-144.
113, 114, 139, 145. Aristóteles. 68, 8 0 .9 4 .9 5 .9 6 .9 8 .
Amazonas, 124, 138. 110, 114, 117, 164.
Amistad, 66. Arpino, 69.
Anarquía. 50, 145, 159. Artemisa, 84, 91.
Anax, 91. Asia. 99. 113, 143; central, 111;
Anaxágoras. 117. menor 82; véase Jonia, Ci­
Ancira, 23. licia.
Andrápedo. 117. Asilo (derecho de). 50. 158.
Andrómeda, 123. Asylum. 93.
Anfitrión, 123. Atalo III de Pérgamo, 143-144.
Aníbal, 114, 147. Ate (Efror, Discordia), 118, 122,
Anito, 104. 142.
Anquises, 118, 121. Atenas, 38, 42, 79. 80 y sigs., 85
Antigona (hija de Edipo), 13, 55, ysigs.. 107. 115. 127, 156.
134-136,141; (tragedia), 133; Atenea, Palas, 87, 117, 131,
(rey), 115. 137.Véase también Minerva.
Antistenes, 106, 113.

179
Atenienses. 14.99.100,108,122, Casio, 14, 19. Tribuno. 21.
131, 135. 141, 162. Catilina. 58. 64. 170. 172.
Atenodoro de Tarso. 171. Catón de Utlca. 66.
Atica 99. Catón el Censor, 41. 62.
Auctoritas, 37. 44. 50. 71. 169. Cáucaso. 59, 124.
Augures. 37, 38. Cecilio Metelo, C.. 69.
Augurium salutis, 37. Celtas (dioses de los). 159.
Augusto. 24.37.50. 7 4 ,7 5 .1 5 3 y Centauros. 129.
sigs.. 160. 168, 171, 172; Centuria, 43.
testamento de. 22. 69, 70. Cerámico (en Atenas). 79.80.127.
Augustus (adjetivo). 149, 159. Ceres, 46, 48.
Aulis, 91, 121. César (titulo imperial). 154.
Auspicios. 13.40.47,48,72.121. César. 14. 19. 20. 21. 22. 69. 70.
Autarkeia. 114. 142-143. 71,73, 74, 75. 169. 170.
Aventino. 45. 47. Cibeles. 83, 87, 157.
Cicerón. 20,21,22. 58-62,65-68.
Bacanales. 157. 72.7 4 .7 5 ,7 9 , 157. 169. 170.
Baco, 47. 157. Ciclopes, 124.
Balbo (Cornelio). 74. Cilicia. 84. 147.
Bárbaros, 99. 139. 140. Cimbros. 71.
Basileus. 92. 94. 130. 133. Cimerios, 120.
Beocia. 86. Cimón, 130.
Bibulo Calpurnio. 73. Cinismo, 105, 113, 139, 163.
Bitinia. 155, 161. Cinocéfalo, 115.
Blosio de Cumas, 144. Circe, 120.
Boule. 152-153. Cirene (edictos de). 149 y sigs.,
Brindisi. 59. 156. 159.
Bruto Junio. 14. 19. 25. 50. 52. Ciro. 108.
53, 55. Ciudad del Sol. 144.
Ciudadanía. 90 y sigs.. 93. 111,
Caballeros (en Roma). 43. )66. 139. 142. 151: (derecho de).
Cadmea. 126. véase Civitas romana.
Cadmo. 126. Civitas romana. 29. 93. 149.
Calchas. 121. Claudio (emperador). 47,160.166.
Cálleles. 104. 167. 174. Claudio Apio. 26.
Calidromo. 156. Claudio Pulcher Apio. 172.
Caligula. 155. 174. Claudios (gensClaudia). 26.171.
Calipso. 120. Cleantes. 142.
Camila (hermana de Horacio). 28. Clementia, 172.
Campania. 65. 158. Cleomenes. 82. 83. 84.
Campo de Marte (en Roma). 58, Clientes. 33.
158. Cliptemnestra. 130. 131. 137.,
Capitolio. 31. 35. 48. 58. 59. 71. Clistenes. 86.
76. 93. Clodio. P.. 60.
Caprl, 173. Collegia, 158. 161.
Capua. 65. Comedia nueva. 101. 147.
Cartagineses. 87, 114; Cartago, Comercio (libertad de). 148, 149.
160, 170. Comicios centuriatos, 21, 43.
Casamiento (conubium), 54. Curiatos. 29.32.35. Tributos.
Casandra (hija de Priamo), 131. 21. 48. 70.
Casandro (rey), 111, 115. Comitium, 40.
180
Concordia. 79. 127, 129. 131.
Concordia de los órdenes. 66. Deudas, 1) en Roma, 43-45
Constantino. 162. 2) en Atenas. 94.
Cónsul. 57. Deyanira. 125. 136.
Contiones, 70. Diablos, 135.
Corfinio, 20. Diana de Efeso, 159.
Corinto. 96. 116. 148. Dictadura. 74.
Comelio Cinna. C., 71. 172. Dignitas. 71. 75.
Comelio Escipión. 172. Dit Consentes. 38.
Comelio Léntulo Spinther, 20. Dinomeno (hijo de Hierón), 130.
Comelio Mérula. 71. Diodoro de Sicilia. 144.
Comelios, 171. Diógenes, 113.
Craso, 170. Dion Casio, 174.
Cremero. 27. Dionisiacas (fiestas), 111, 156.
Cremónides. 110. Dionisio de Siracusa. 101.
Creonte (rey de Tebas), 55. 133. Dioses de los celtas. 159.
134. 141. Disciplina militaris. 56. 57.
Creta. 91. 123. 149. Domiciano (Flavio Domiciano). 76,
Crislpo. 142. 163.
Cristianismo. 122.138.160-161; Domicio Enobarbo. 20.
cristianos, 161 ysigs. Domini 45.
Cronos, 127. Dorios. 90. 122. 124.
Cultos (libertad de), 156. Doxa (opinión). 139.
Curia (Senado), 40. 59. 164. Druidas. 159.
Curiados. 27. 41-42. «
Curias, 32. 35. 54; véase comi­ Ecalia. 124.
cios curiatos. Ediles de la plebe, 48.
Edipo. 133; rey (tragedia), 138.
Chateaubriand. 11. 139.
Chipre. 91, 108. Egeo (civilización egea), 91 ¡Mar,
99.115. 123. 147.
Dacios. 156. Egina. 84.
Danubio, 99. Egipto. 87. 88. 113, 148. 151:
Darlo, 14. 84. 85. 88. divinidades egipcias, 158.
Datis, 84. Egisto, 130.
Decenvtros. 26. Ekklesia (en Atenas), 38. 103.
Delfos. 130. 156. Eleusis. 156.
Delicati, 164. Eleutheria (diosa), 89; concepto
Delos. 84. 88. 155. de. 116, 142.
Demetrio de Falero, 111. Elio Tuberón, C.. 65.
Democracia. 133-134. 157. Emilio Lépido. M., 171.
Demócrito, 133. Emilios. 171. Véase Paulo Emilio.
Demos en Atenas, 95. 101. Enciclopedistas franceses. 45.
Demóstenes. 108. 109, 110. Eneas. 118. 121.
Derecho de apelación (íus provo­ Eneida, 120.
cationis). 28. 46. 53. 64. Eolios. 122.
Derecho de gentes (véase fus gen- Epicteto, 164.
ííum). 160. Epicúreos, 162.
Derechos de los quirites (ius quiri- Episteme (Ciencia), 142.
fíum). 54. Eretria, 85.
DesUno. 39. 117-118. 120. 123, Ergástulos, 167.
181
Erinlas, 131. 132. Fllipo II de Macedonia, 109. 110;
Escamandro, 117. Filipo V. 115.
Escipión Emiliano. 65. 170. Fllodemo, 170.
Esclavos. 12. 15. 24. 63. 90. 98. Filósofo (en Roma). 161.
134, 136.140.142,144.155, Flamen de Júpiter, 71.
163; esclavitud. 123-126.142. Flaminino. 115, 116. 151.
Esculapio (templo de). 167. Foro, 49. 59.
España. 76. Forum Popilii, 63.
Esparta. 81-86, 90. 91, 93. 95. Fraternidad. 67.
101, 102. 107, 115; esparta­ Frigia. 121.123.157; uéaseTtoya;
nos, 82. 86, 87. frigios. 122. 144.
Espartaco. 143. 163.
Esqueria. 93, 120. Cálatas. 144.
Esquilo. 13. 127. 129, 130, 131, Galba (Sergio), 76.
132, 134. Galla. 19, 20. 73. 159, 170;
Esquines. 110. narbonense, 151; galos, 58.
Estenelo, 122. 163; véase Druidas.
Estilpón de Megara, 113. Genos, 94.
Estoicismo (estoico). 16. 67, 114, Gentes. 26. 2 8 .3 2 ,4 0 .4 4 ,4 8 .5 1 .
139 y sigs.; 163. 164, 171. 52. 54, 67. 75.
174. Georgias. 101.
Eta (monte). 125-126. 136. Gerión, 124.
Etiopes. 144. Germánico (sobrino de Tiberio).
Etna (ciudad), 130. 39.
Etruscos, 31. 38. 58, 147, 167. Gigantes. 135.
Eufrates, 59. Gladiadores. 56.
Euménides (tragedia). 131, 133, Glaucias, 22.
145. Golfo Pérsico. 111.
Eumeno de Pérgamo, 143. Graeos, los (oéase Sempronio), 64.
Eupátrldas. 130, 132. 68. 170.
Eurípides, 99,136.137,139,141. Gratia. 71.
Euristeo, 122, 123, 125. Griegos, 79. capítulos 3y 4 pássim,
Evágoras. 108. 130. 90 y sigs., 99 y sigs.. 108.
Evergetes (sobrenombre real), 154. 139.
Guerra. 57.
Fabios. 27. 171. G uerras médicas. 88. 127.
Facción, 27. 69. 70. Guizot. 11. 12.
Falaris, 105.
Familia. 14-15.24.155.166.167. Harmodio. 79. 80, 97.
Famulae. 166. Héctor. 117. 120.
FanioCepión. 171. Hécuba (tragedia). 137; m ujer de
Faraones. 87. Priamo. 137.
Fatalidad (véase Destino). 39. Helena. 118.
Feciales. 57. Hemón (hijo de Creonte). 135.
Fedra (hija de Minos). 138: trage­ Hera. 122.
dia. 138. H eracles, 122-126. 136; Los
Fenicia. 87; fenicios. 147. heráclidas (tragedia). 136.
Fero. 124. Herculano. 170-171.
Pides. 33. 35. 51. 67. 75. 155. Hércules. 159; uéase Heracles.
156. Hermes, 119. 126.
Fídias. 129. Herodoto. 8 0 .8 3 .8 6 .9 3 .9 4 .1 0 2 .
182
Hierón. 130. Júpiter. 3 1 .3 2 .3 4 .3 8 .4 7 .5 4 .5 7 .
Hiparco, 80. 71. 76, 155. 159; Optimus,
Hipias. 14. 80. 83. 85. 97. 115; Uber. 155.
Hipólito (tragedia). 138: héroe. Jus commercii 148.
138. Jus gentium, 160.
Hornero (poemas homéricos). 117. Justicia. 67-68. 104.
121. Justiniano. 16.
Horacio. 27. 41-42, 53: el poeta.
126. Koiranos, 91.
Hostes, 35.
Hubris (desmesura), 134, 135. La Bruyère. 45, 50.
Labrador, 63.
lamboulo (novela de). 144. Lacedemonios, 80. 107.
ingenia, 91, 137. Lacio, 34. 121, 171.
Iflto, 124. Lago Trasimeno. 39.
Igualdad (uéase aequalitas). 39; Laodamia, 137.
de las leyes, 80. 81-82. Laomedonte, 118, 124.
¡liada, 90, 121. Laos. 90.
Ilirios, 147. Lar (dios doméstico), 167.
Ilotas, 101. Latona, 84-85.
Imperio universal, 140; véase Latreia, 126.
Jeijes; de Roma, 140, 151, Laurión (minas), 97.
155-156, 170. Lépido (Emilio Lépido). 22.
Imperium, 30, 31, 36. 47, 48, 49, Lesboe, 97.
54-57. 74. 76. 152. 172: Léucada. 96.
Maius. 148: Imperator, 31.56. Lex, 37. 70.
57. 74. 76. 90. 155. 170. Ley (véase Lexj.
India. 111. Ley agraria. 64.
Inflemos. 126. Ley frumentaria. 64.
Isegoria. 101. Ley sagrada. 56-57.
Isis. 158. Leyes suntuarias. 65.
Isla Tiberina. 167. Liber pater. 47.
Islamismo. 81. Libera, 47.
Isócrates. 108.109.110.130.139. Ubera respublica. 169.
170. Uberi, (hijos). 15. 24.
Isonomia. 81. Ubertas. 14. 16. 27. 30. 60. 71.
(taca. 94. 119. 72. 76. 153, 168. 172. 174.
Italia M eridional. 113 (véase Libertos. 164 y sigs.
Magna Grecia). Liceo. 171.
Lidia. 124.
Janiculo. 58. Ligas. 114. 115. 116; véase tam­
Jaucourt. De. 45. 50. bién aqueos.
Jenofonte. 99. 107. Liturgias (impuesto). 150.
Jerarquía. 67. Livia. 172.
Jeijes. 82. 86. 87. 89. 114. 135. Livio· Druso. 21.
140. Locrenses. 96.
Jonia. 83. 84. 88. 91. Logos, 132.
Juegos Istmicos. 115. Lucio (héroe de Apuleyo). 154.
Ju lia (hija de Augusto). 172. Lucrecia (violación de), 25, 26.
Julio Antonio. 172. Luculo (Licinio), 75.
Julios, 171. Lupo (comerciante), 148.
183
Lutado Catulo. Q., 71. Nobiliias. 41, 68.
Numancia. 62.
Macarla (hija de Heracles). 136.
Macedonia. 109; macedonlos, 88, Octavio (Octaviano), uéaseAugus­
90; provincia romana, 116. to. 154. 171.
Magna Grecia. 83. Odisea, 93, 121, 147.
Maiestas, 29; véase Majestad. Officia. 66.
Majestad (del principe). 161. Oligarcas. 70. 73; régimen oligár­
Mancipium. 155. quico. 102.
Manlio Torcuato, 56. Olimpo. 118; Olimpia. 129; olím­
Manumisión, 100. 164 y sigs. picos. 135.
Mar Jónico, 147. Onfala. 124, 125.
Mar Negro, 124. Opio, 74.
Maratón. 14. 85. 109. 136. Cps (abundancia), 79.
Marco Aurelio. 16. 155. Oráculos, 12, 121.
Mardonio. 87. Orestes, 60. 61, 131; Orestiada.
Mario. C.. 69. 71, 75. 129.
Matronas, 15. Ostracismo. 111.
Mazdelsmo. 88. Otium, 12.
Mecenas, 171.
Medos. 82. Padres (= senadores). 75-76,158.
Megara (mujer de Heracles), 125. Palatino. 155. 157,
Megara. 114. Panateneas (fiestas), 80.111,156.
Menelao. 90, 118. Pandataria. 172.
Menenio Agripa, 45. Panetio, 170.
Mercurio, 159. Paris. 118.
Metecos, 92. 101. Parrhesia. 74. 108. 133. 171.
Micrino. 84. Pastores. 63.
Milciades. 86. Pater, patres, 33. 35, 36, 52. 54.
Mileto. 82. 83. 84. 88. 67. 155; véase senado; 51.
Milón. 59. 61. Pater patriae, 76.
Minerva. 61. Palemalismo. 67.
Miseno (cabo), 148. Patria (idea de), 44-45, 51.
Mitrídates, 75. Patricios. 46.
Molra (destino), 118. 127. Patrón (patronus). 33. 34. 35. 36.
Mola 119. 51. 67. 155.
Monarquía. 140, 168-169. 172. Paulo Emilio, 65.
Mons Albanos. Mons Latiar. 31.34. Pelasgos. 93.
Monte sagrado. 45. Peleo. 127.
Moral no escrita. 55. Peloponeso. 83. 123-124.
Mos Maiorum. 32, 54. 170. Pelops, 130.
Mujeres (libertad de las), 25, 136. Penelope, 119, 120.
Murena. L.. 65, 66. 75. Pérgamo, 143. 144; véase Atalo,
Aristonico. Bumenes.
Naxos, 82, 84. Pericles (siglo de). 82. 110, 127,
Neoptolomeo, 137. 132, 135.
Nerón. 67, 76. 162, 164, 165. Periecos, 101.
173. 174. Persas, 1 4 .8 2 .9 7 . 128; tragedia.
Next 45. 130; reyes de, 82; uéaseDario.
Nicipa. 122. Jeijes.
Nicocles, 108. 109, 130, 170. Perseo, 122.
184
Philippe Egalité. 52. Quios, 97.
Pietas. 51. 67. 121: piedad. 135. Quirlno, 32.
Pindaro. 128. 130. Quirites. 15. 32. 76. 152.
Piratas, 147.
Pisistrato. 14.80.82.96.97.109- Rabirio, C., 58.
110: pisistrátidas, 79.84.127. Racine, 138.
Pitonisa, 82. 124. Racionalidad. 131 -132.
Platea, 85, 87, 89. Ravena, 16. 148.
Platón, 68.99.104-107. H 0,139; Razón de Estado, 55, 134.
República de. 101, 144. Razón, 132.
Plebe. 46 y sigs.; véase también Re, 87.
tribunos de la. Realeza. 90-91, 130.
Plinto el Joven. 155. 161. Rector. 170.
Plutón, 47. Regnum. 153.
Poine. 124. Religión romana. 156.
Poliblo. 170. Rétores (en Roma), 162.
Polinices. 133. Revolucionario. 86, 108.
Poliorcetes. I l l , 114. Reyes de Roma. 28-29.35.50.57,
Polis (véase ciudad). 93. 168. 169; de los Sacrificios.
Politeia. véase Aristóteles; de 92; rey de Persia. 82. 83, 84.
Z e n ó n .139. 86. 108; rey en Macedonia.
Polixena (hija de Priamo), 138. 90; rey homérico. 90 y sigs.;
174. 'b u en rey", 109. 130. 131.
Polo. 104. 171.
Pomerium. 30. 47. 55. 59. Roca Tarpeya. 46.
Pompeyo (Cn. Pompeius Magnus), Roma (diosa). 154.
60. 147, 170. Romanización. 160.
Popea (mujer de Nerón), 161. Rómulo. 32, 49. 93.
Popilio Lenas. P.. 62. Rousseau. J . J ., 11. 96.
Populares, 65. 71. 73-74. Rubicón. 19.
Portoria (derechos de aduana).
148. Sabina (pais). 48.
Poseidón. 117. 118. Sabio (el). 106. 141.
Postumio Tuberón, A.. 56. Sacer, 56.
Potestas. 168. Sacerdotes (en Roma). 157.
Presagios. 13. 39; véase también Sacramentum. 56.
augurios. Sacrificios de niños. 160.
Priamo. 118. 174. Saint-Evremond. 121.
Principado. 60. 168; uéase capí­ Salam ina de Atica. 87. 97, 109.
tulo 5. 136; de Chipre. 91. 108.
Principe (princeps). 76, 153, 156, Salus. 79.
170; uéase capitulo 5. Salustlo, 69, 170.
Prometeo. 127, 128. 12Θ, 130, Sam nitas, 56.
131. Samos. 97.
Proserpina. 47. Sardis. 83, 87.
Protágoras. 128. Satricum (inscripción de). 27.
Protesilao (tragedia). 137. Saturnino. 21.
Provincianos (libertad de los). 149 Sempronio Graco. C.. 21. 62. 64,
y sigs. 172.
Sempronio Graco, T.. 21. 44. 62.
Queronea, 110. 63. 144.

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Senado. 35. 3 6 .7 0 , 73. 157. 168, Theoria. 117,
16 9 ; senadores rom anos, 1 16, U ber. 1 2 L
162. liberto. 39. 5 7 , 15β, 160. 167,
Séneca, 15. 67, Ϊ3β , 165. 172. 173,
174, TSndafo. 116.
Seraplsj. 158, T iranta, 13, 14, 2 1 ,5 0 , ?% Θ0,94,
Servus, 166- 107, 127. 130. 173: Urano.
Seyano. 173·= 8 9, 9 1 -9 2, 141,
Sicilia, 63, B3, 87, 105, 110, 113, Tlranoctones. 79. 60. 6 1 ,8 2 .1 0 9 .
129, 144, 163. Tlreslas, 120.
Sila to SyJJaJ, 19, 59. 64. 74* Tirreno (Mar), 147.
SLracusa, 101, 131. Titanes, 135; v é a se lumhi&n í^to
Stria. 87, meteoH
Socialismo de Estado, 97. ToJomeo I Soler. 115. 154,
Sócrates. 68.. 103 y slgs,. 110. Tolomeo 111 Evergetes. 1 15.
U 3 . 135. 157. ToJomeos (dinastía de los].. 151.
Soils las. 109. 130, 133, 162. Toscana. 62,
Sófocles, 13, 55. 133, 135, 136, Tracts. 84.
140, Trajano, 156, Ι β ί .
Sol. cLudad: de, 144j: dio* sirio, 7Va(jwifiio5. Las (tragedia). 136.
158, TYíbunos del pueblo [ode la plebe).
Soldado Jen Roma), 3 0 ,5 5 , 56» 76, 19, 2 1. 4 5 , 73. 103,
151. 152. Tfoya, 90, 118, 119. 120e 122,
S o li 9 L 124» 137; troyanos, 117.
Soksn. 9 4-9 6 . 103, Tucídides, 80,
Sorteo, 42. Tumixifus, 57-58-
Suetonio. 159. 174- Tünez. 148.
Turcoa* 68.
Taclto, 11, 158. 164. 167p 173.
H74. Ullses, 16. 9 3 -9 4 . 118. 119.
Tafb (islaj. 147.
T ^ k s de Mileto, 88. Valerio M&admQ. 57,
Tántalo. 130. Valerio. PM27.
Tarquines. 25, 2 S 44 9 ,5 2 , 8 9 ,9 1 , Varo [Quintilio), 39.
9 4 ,17 l;TarqulnoColatlno.5], V em ae, 166 167.
Teano, 6 3. Vespasiano (FlavtO). 76.
Teatro. 12, 111, Via Emilia, 63,
Tebas. 122r 126; tebaiios, » 7 , 102- Victoria. 79-
103. 107, Vindex (Julio), 76.
Temislocles. 87, Virgilio. 120. 121. 154.
Ten-i^um (espacio "inaugurado"). Virginia. 26.
40. Volscos, 147.
Terencla (mujer de Mecenas). 171,
Terenclo Verrón Murena, 17L Yocasla (madre de Edlpoju 138.
Terslles. 90. Yugurta, 69,
Tesalia, 124.
Tésalo. 80. Zenón die Citium. 139. 140. 141,
Teseo, 122, 126, 138. 142.
Testar (derecho á th 54, Zeus. 8 7 , 116, 122. 123. 124.
Teils, 127. 126, 127, 126, 131; de Olim­
Teutburgo (bosque de), 38, pia. 129.

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