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EL HISTORIADOR FRENTE A LA CIUDAD DE MÉXICO
PERFILES DE SU HISTORIA

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INSTITUTO DE INVESTIGACIONES HISTÓRICAS
Serie Divulgación / 12

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EL HISTORIADOR
FRENTE A LA CIUDAD DE MÉXICO
PERFILES DE SU HISTORIA

Coordinación
Sergio Miranda Pacheco

Jaime Echeverría García • Patrick Johansson


Antonio Rubial García • Gustavo Toris Guevara
Gisela Moncada González • Sergio Miranda Pacheco
Federico Navarrete Linares • Peter Krieger

UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO


MÉXICO 2016

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El historiador frente a la ciudad de México : perfiles de su historia / coordinación Sergio
Miranda Pacheco ; [autores] Jaime Echeverría García [y otros siete].
306 páginas. – (Serie Divulgación ; 12)

ISBN 978-607-02-8332-1

1. Ciudades y pueblos – México – Historia. 2. Urbanismo – Ciudad de México –


Historia. 3. Ciudad de México – Historiografía. i. Miranda Pacheco, Sergio.
ii. Echeverría García, Jaime. iii. Serie.
HT127.7 H57 2016

Primera edición: 2016

DR © 2016. Universidad Nacional Autónoma de México


inStituto de inveStigacioneS hiStóricaS
Circuito Mario de la Cueva s/n, Ciudad Universitaria
Coyoacán, 04510. Ciudad de México

ISBN 978-607-02-8332-1

Portada: Ivonne Marlene Gutiérrez Cervantes

Prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio


sin autorización escrita del titular de los derechos patrimoniales

Impreso en México

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El historiador frente a la ciudad de México. Perfiles de su historia
editado por el Instituto de Investigaciones Históricas, unaM,
se terminó de imprimir bajo demanda el 20 de septiembre de 2016
en Gráfica Premier, Calle 5 de Febrero 2309,
colonia San Jerónimo Chicahualco, 52170, Metepec, Estado de México.
Su composición y formación tipográfica,
en tipo NewBskvll BT de 11:13.5, 10:11.5 y 9:10.5 puntos, estuvo a cargo
de Sigma Servicios Editoriales.
La edición, en papel Cultural de 90 gramos,
consta de 300 ejemplares
y estuvo al cuidado de Rosalba Alcaraz Cienfuegos

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ÍNDICE

Presentación. La ciudad, la historia y los historiadores


Sergio Miranda Pacheco . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7

La ciudad vista desde la periferia entre los nahuas


del Posclásico
Jaime Echeverría García . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15

La fundación de México-Tenochtitlan. El mito y la historia


Patrick Johansson K. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 41

Los cuerpos de la fiesta. Las corporaciones de españoles


de la ciudad de México en la era barroca
y sus aparatos de representación
Antonio Rubial García . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 81

La plaza como dispositivo político. Espacio y poder


en la Plaza Mayor de la ciudad de México, 1730-1780
Gustavo Toris Guevara . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 111

Conflicto social y espacio urbano en el comercio


de alimentos en la ciudad de México, 1824-1835
Gisela Moncada González . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 151

Por mi raza hablará la metrópoli: universidad, ciudad,


urbanismo y poder en la construcción de Ciudad
Universitaria, 1929-1952
Sergio Miranda Pacheco . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 183

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304 EL HISTORIADOR FRENTE A LA CIUDAD DE MÉXICO

Pensando los indígenas urbanos y las ciudades indígenas


en América
Federico Navarrete Linares . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 229

Ecohistoria y ecoestética de la megalópolis mexicana.


Conceptos, problemas y estrategias de investigación
Peter Krieger . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 257

Bibliografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 279

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PRESENTACIÓN
La ciudad, La hiStoria y LoS hiStoriadoreS

Situado frente al fenómeno urbano europeo de la segunda posguerra,


Henri Lefebvre llevó a cabo una reflexión con plena vigencia en nues-
tros días: el fenómeno urbano o la ciudad desconcierta al estudioso de
lo “real” por su enormidad y complejidad, una doble condición que
rebasaba —y sigue rebasando— los medios normales del conocimiento
y de la acción práctica, frente a lo cual recomendaba el camino de la
investigación transdisciplinar, el análisis dialéctico y la síntesis.
En su ensayo “El fenómeno urbano”, Lefebvre convocó también
a construir y desarrollar una teoría del conocimiento de la que ya
entonces se reconocía como el destino ineluctable del ser humano
en el planeta: la realidad urbana.
Dicha teoría se hacía necesaria entonces porque los métodos de la
ecología, la morfología, la geografía, la demografía, la psicología,
la sociología, la economía y la historia no habían sido capaces, por
sí solos, de ofrecer un conocimiento exacto y profundo de la realidad
urbana. Por el contrario, sus resultados hacían parecer como real lo
que era ideología, y tanto sus análisis de las relaciones sociales como
los de las de producción y consumo aparecían despojados de su
proyección y significación urbano-espacial.
Al concebir a la ciudad como totalidad y no como un objeto más
de la realidad, Lefebvre reconoció también que ésta no es suscepti-
ble de ser estudiada por una ciencia o método en particular. Más
bien exige un relativismo metodológico y un pluralismo epistemo-
lógico, como el que puede realizarse mediante un análisis dialéctico.
Así, la realidad urbana viene a ser una problemática a desentrañar
cuyas claves se manifiestan en las contradicciones históricas entre el
espacio urbano y sus contenidos, los cuales bien pueden ser simbó-
licos, políticos, económicos, sociales y culturales.

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8 sergio miranda pacheco

Sin embargo, las interpretaciones limitadoras y parciales de lo


urbano —que moldearon el pensamiento científico a mitad del
siglo xx— subordinaron sus significados a teorías que suprimían el
valor específico y diferenciable del espacio, tal como hicieron, por
ejemplo, los urbanistas al reducir la realidad urbana a los principios
de la planificación; los geógrafos al lugar; los demógrafos a las tasas
y curvas de crecimiento; los economistas a la producción, consumo,
renta, sectores y clases; los politólogos al poder, y los historiadores
al origen, los acontecimientos o las instituciones y, más recientemen-
te, a las prácticas sociales y a las representaciones.
Hoy, ya entrado el siglo xxi, los estudios sobre lo urbano y la
ciudad han innovado sus temas y perspectivas merced a los llama-
dos “giros” epistemológicos y metodológicos —lingüístico, espacial,
material y cultural—. En particular, el combate culturalista a las
generalizaciones y esquematizaciones de los métodos de las cien-
cias sociales y a la homogeneización de la globalización ha permi-
tido desarrollar innovaciones metodológicas y epistemológicas, a
la par que iluminar áreas específicas de la problemática realidad
urbana. No obstante, aun dentro de estos enfoques innovadores
persiste la tendencia a reducir la ciudad y lo urbano a los epifenóme-
nos de la identidad, la memoria, la representación, la conducta, y
las emociones. En esa medida, mantiene su vigencia la invitación
lefebvriana a adoptar una mirada transdisciplinar, dialéctica y de
síntesis para no perder de vista la totalidad dentro de la cual cabe
explicar la realidad urbana.
En lo que toca a la historia como disciplina interesada en lo
urbano y la ciudad, ya desde la década de 1960 los historiadores del
mundo anglosajón insistieron en la autonomía de la ciudad y de lo
urbano como campo de estudio que exigía un método inter y trans-
disciplinario, distinto al de la historia social o económica, porque su
interés central era explicar los conflictos y los problemas de una
sociedad crecientemente urbanizada.
Como resultado de ello surgió una nueva historia urbana que se
fijó como horizonte de estudio no hacer monografías urbanas ni
todo aquello que ocurría en las ciudades, sino el conflictivo proceso
de producción de la ciudad y de la vida urbana, lo cual significaba
abandonar la concepción de la ciudad como lugar o escenario de la

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PRESENTACIÓN. LA CIUDAD, LA HISTORIA Y LOS HISTORIADORES 9

historia e integrarlo como causa y resultado del conflicto histórico-


social que moldea a las sociedades contemporáneas.
En México la trayectoria historiográfica que ha tenido la ciudad
muestra la inclinación de los historiadores a interpretarla como un
espacio o fenómeno subsidiario de prácticas institucionales, sociales,
políticas y, más recientemente, culturales. Los intentos por situar a
la ciudad y lo urbano en el centro de interés de una nueva historia
—si bien dieron algunos frutos— no perduraron y hoy día adolece-
mos de una historiografía propiamente urbana en medio de un mer-
cado que se disputan la historia social y la historia cultural.1
Frente a este panorama, y con el ánimo de contribuir a su discu-
sión, convoqué a varios colegas historiadores —cuyos campos y te-
mas de estudio están al margen de la historia urbana o de la ciudad
como objeto de estudio— a que pensaran la ciudad y lo urbano
desde sus propias perspectivas como historiadores del mito, del
mundo indígena, del arte, de la sociedad y de la economía, y a que
ensayaran darle a la ciudad o a lo urbano un lugar central en sus
interpretaciones.
El resultado son las ocho historias reunidas en este libro, casi
todas dedicadas o relacionadas con la ciudad de México en una
temporalidad que abarca desde tiempos del Posclásico hasta la co-
losal, incierta, “odiosa e imprescindible” —como diría Efraín Huer-
ta— megalópolis capitalina del siglo xx, y con temáticas y perspec-
tivas analíticas que hacen eco de la recomendación lefebvriana: un
relativismo metodológico y un pluralismo epistemológico.
En dichas historias se combinan temas, análisis y fuentes pro-
pias de disciplinas diversas —semiología, economía política, urba-
nismo, arquitectura, historia del arte, estética y antropología— des-
de las cuales se busca desentrañar la trama y la urdimbre de las
relaciones entre espacio y sociedad en la historia de la ciudad. Así,
el lector puede acercarse a la interpretación de mitos, símbolos,
discursos, espacios y rituales públicos, relaciones de poder y espacios

Una reseña y una discusión sobre la trayectoria de la historia urbana en Mé-


1

xico puede verse en mi texto: “La historia urbana en México: crítica de una histo-
riografía inexistente”, en Héctor Quiroz y Esther Maya (eds.), Urbanismo: temas y
tendencias, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Facultad de Ar-
quitectura, 2012.

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públicos, prácticas mercantiles y espacio público, ideologías políti-


cas y emplazamientos urbanísticos, espacialidades étnicas, imágenes
y representaciones ecoestéticas, que en su conjunto permiten obte-
ner tanto una perspectiva novedosa como claves para la compren-
sión de la historia de la ciudad de México, tan fervorosa como noble;
festivamente tumultuosa como cruelmente indiferente; turbia, su-
cia, desequilibrada como disipada y luminosa; precisa como incierta
e inaccesible.
Jaime Echeverría, en “La ciudad vista desde la periferia entre
los nahuas del Posclásico”, interpreta las concepciones sobre la ciu-
dad entre los nahuas del periodo posclásico (900-1000 a 1521 d. C.)
y propone que el carácter de las fuentes que las revelan obliga a
concebirlas en términos simbólicos.
Así, reconoce que la ciudad aparece definida con base en oposi-
ciones simbólicas que remiten al predominio del modo de civilización
que representaba ésta sobre individuos y espacios que, fuera de ella,
encarnaban realidades opuestas. En tal sentido, en la ciudad se pro-
yectaban los valores atribuidos al hombre y las características ideales
que definían su cultura, mientras que aquellos otros valores antagó-
nicos eran asociados con el espacio exterior a sus fronteras. La ciu-
dad entonces simbolizaba seguridad e identificación, regocijo, pro-
tección de la divinidad, relaciones de comunidad y un orden general.
En cambio, la periferia era asociada con los espacios agrestes y des-
poblados, con los asentamientos de pueblos que no hablaban el ná-
huatl, con el peligro, el terror, el salvajismo y la soledad, a la vez que
con la carencia del maíz y lo extraño.
Partiendo del reconocimiento de que en la cosmología mexica
no cabía la distinción entre mito e historia, y mediante un análisis
crítico del valor epistemológico y heurístico de antiguas fuentes in-
dígenas, en “La fundación de México-Tenochtitlan. El mito y la his-
toria”, Patrick Johansson desarrolla una interpretación del mito de
fundación de la ciudad mexica. Así, Johansson pone en tensión los
hechos del mito y de la historia, y busca dar respuesta a las cuestio-
nes: ¿dónde termina el mito y dónde comienza la historia en el
nacimiento de una nación?, ¿cuál es el hecho o acontecimiento es-
pecífico que consagra este comienzo en una cultura que no estable-
cía una diferencia entre lo que concebimos como mito y la historia?

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PRESENTACIÓN. LA CIUDAD, LA HISTORIA Y LOS HISTORIADORES 11

Las corporaciones —una de las instancias institucionales que


estructuraban a las sociedades de Antiguo Régimen, como la de
Nueva España—, y sus espacios de actuación y representación, son
analizadas por Antonio Rubial García en su trabajo “Los cuerpos de
la fiesta. Las corporaciones de españoles de la ciudad de México en la
era barroca y sus aparatos de representación”.
Rubial García da cuenta del sentido y el significado político de
las representaciones desplegadas en edificios y fiestas durante la
edad de oro de las corporaciones (siglo xviii) —a través de estan-
dartes, galardones, escudos, imágenes de santos y vestimentas— con
las que cada corporación producía sus propios sistemas simbólicos
que le servían como aparatos de representación hacia el exterior y
como signos de identidad hacia el interior. De este modo, los espa-
cios de la ciudad y sus usos simbólicos sustentaron la teatralización,
la apariencia y el boato externo como instrumentos para hacer visi-
ble algo tan abstracto como el poder, la autoridad y las instituciones.
Bajo la premisa de que el propósito de la historia urbana es
identificar las complejas interacciones entre procesos sociales y el
espacio —sus usos, su diseño y sus representaciones—, en “La plaza
como dispositivo político. Espacio y poder en la Plaza Mayor de la
ciudad de México durante el siglo xviii”, Gustavo Toris analiza
la plaza como un dispositivo arquitectónico capaz de generar y ar-
ticular —en términos fácticos, no sólo simbólicos— relaciones de
poder y, desde éstas, dinámicas socioespaciales. Así, la Plaza Mayor
de la capital virreinal y sus transformaciones urbanísticas no son sin
más un símbolo del poder creciente de la monarquía y del Estado
moderno frente a las corporaciones, algo en lo que ha insistido la
historiografía previa, sino un efectivo e indispensable instrumento
de ese poder en tanto que sus estrategias simbólicas se sostenían en
intervenciones urbano-arquitectónicas capaces de modelar la expe-
riencia de la modernidad o, dicho de otra manera, las dinámicas
socioespaciales entre los habitantes de la ciudad novohispana, en un
periodo donde el poder de la monarquía y las relaciones con sus
súbditos se redefinían bajo el influjo de las ideas modernas.
A su vez Gisela Moncada trata de dilucidar los conflictos entre
la autoridad municipal y los vendedores de alimentos en las calles
de la ciudad de México durante la primera república federal, inda-

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12 sergio miranda pacheco

gando la naturaleza urbano-espacial de los mismos. En “Conflicto


social y espacio urbano en el comercio de alimentos en la ciudad de
México, 1824-1835” sostiene que en la base de dicha conflictividad
existió una disputa en torno al uso del espacio urbano, nacida de una
concepción encontrada sobre el sentido y la función pública de éste.
Moncada demuestra que, para las nuevas autoridades republicanas
de la ciudad, el espacio público debía ofrecer recursos fiscales y, al
mismo tiempo, en él debían cumplirse los principios e imperativos
de la buena policía y del orden social al que aspiraba el nuevo régi-
men republicano, una concepción y una pretensión que lo emparen-
taban con los propósitos de los reformadores ilustrados. En cambio,
para los comerciantes el espacio urbano significaba el lugar de rea-
lización de sus intereses y, en menor medida, el lugar para fundar
el nuevo orden social al que aspiraban aquéllas.

De esta manera, la regulación del comercio de alimentos como un


problema inserto en la historia urbana invita no sólo a la reflexión
sobre el conflicto por el uso del espacio público entre la municipalidad
y los comerciantes, sino que complejiza esta relación y posibilita nuevas
explicaciones de la conflictividad política que vivió la capital mexicana
en esos años. En ese sentido, la fiscalización y reglamentación del co-
mercio urbano deja de ser una simple práctica administrativa y se con-
vierte en la expresión de una conflictividad social arraigada en la de-
fensa de intereses económicos y políticos que tienen en el uso y control
del espacio una de sus firmes bases.

En mi ensayo “Por mi raza hablará la metrópoli: universidad, ciu-


dad, urbanismo y poder en la construcción de Ciudad Universitaria,
1929-1952” parto de la premisa de que, desde su concepción hasta
su materialización, la Ciudad Universitaria cabe ser interpretada en
diversos contextos y no únicamente restringiéndose a su valor urba-
nístico, arquitectónico y educativo. Posee además significados urba-
nos, políticos, sociales y culturales que sólo pueden ser develados si
replanteamos el modo de interpretar las obras arquitectónicas y ur-
banísticas. En tal sentido, en el contexto de la historia de las relacio-
nes de la Universidad con el Estado mexicano y de la urbanización
de la ciudad de México en la primera mitad del siglo xx, la edifica-
ción de la Ciudad Universitaria significó el rompimiento espacial con

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PRESENTACIÓN. LA CIUDAD, LA HISTORIA Y LOS HISTORIADORES 13

la tradición científico-positivista para, en su lugar, impulsar la ciencia


experimental que exigía espacios funcionales e iluminados. Asimis-
mo, la renovación arquitectónica y el reordenamiento urbano de las
instalaciones universitarias fueron también un medio destinado a
disciplinar al estudiantado y a recomponer el prestigio y la utilidad
de la Universidad como instrumento de superación personal y de
progreso científico nacional. Representó también, luego de sus des-
encuentros, la alianza de las elites gobernantes y universitarias para
la reafirmación de la educación universitaria y del conocimiento cien-
tífico como los instrumentos con que el Estado posrevolucionario se
proponía redimir del atraso a la sociedad mexicana y colocarla en la
vía de su modernización y del progreso. Y significó también la con-
tinuidad de un orden socioespacial excluyente en el contexto de la
acelerada urbanización de la ciudad de México.
“Pensando los indígenas urbanos y las ciudades indígenas en
América”, de Federico Navarrete, constituye un texto con una pers-
pectiva comparativa que abarca temporalmente los siglos xvi a xxi,
y a partir de la categoría gramsciana de “hegemonía”, aplicada al
estudio de las relaciones interétnicas, analiza las ciudades indígenas
y los indígenas urbanos de América para comprender la razón de
que en algunas de ellas, como la ciudad de México, los indígenas
sean invisibilizados pese a su fuerte presencia, mientras que en otras
—como El Cuzco, Tlaxcala, Juchitán, Otavalo y Quetzaltenango—
han adquirido una alta visibilidad. Navarrete considera los resulta-
dos de sus análisis como un esbozo de lo que podría ser la historia
de las relaciones interétnicas en las ciudades, que pone al descubierto
la pretendida “relación negativa entre indígenas y ciudades, o más
bien la percepción que hemos construido al respecto, así como la
obviedad histórica de este modelo de exclusión”, por el cual los
habitantes de las ciudades y también los propios antropólogos e his-
toriadores asumen que “ ‘lo indio’, para ser realmente indígena, no
puede ser urbano y que lo urbano, para ser realmente urbano,
no puede ser indígena”.
Situado en la comprensión compleja y transdisciplinaria de la
ciudad como fuente y objeto de estudio, Peter Krieger desarrolla
valiosas advertencias conceptuales dirigidas al historiador urbano
interesado en adentrarse en la historia ambiental y estética de la

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ciudad de México. En “Ecohistoria y ecoestética de la megalópolis


mexicana: conceptos, problemas y estrategias de investigación”, las
nociones de nostalgia, equilibrio, evolución, estética, paisaje, com-
pensación y sustentabilidad son sujetas por Krieger a un crítico e
informado análisis a la luz del potencial y los riesgos epistemológi-
cos de su uso para comprender y explicar la complejidad de la ciu-
dad, en particular la realidad megalopolitana de la capital mexicana
en sus dimensiones estéticas y ambientales. Las reacciones nostálgi-
cas frente a las imágenes del pasado urbano, la descontextualización,
la ficcionalización, las visiones románticas del medio natural, el bio-
logismo ideológico, la cronofagia y el ilustracionismo como único
uso de las imágenes, el odio a la ciudad y el culto a lo salvaje, entre
otros son señalados por Krieger como los riesgos epistemológicos y
metodológicos en los que cae, y potencialmente puede caer, el his-
toriador que hace de la ciudad su fuente y objeto de estudio.
En resumen, en este libro la ciudad es revelada como una reali-
dad histórica presente en mitos, cosmologías, fiestas y representa-
ciones, edificios, espacios y prácticas públicas, reglamentos y leyes,
proyectos urbanísticos, relaciones interétnicas y de poder, ambientes
transformados y registros visuales y estéticos, cuyo análisis e inter-
pretación dan cuenta de algunas de las posturas historiográficas con
que el historiador se coloca frente a la ciudad.

Sergio Miranda Pacheco

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LA CIUDAD VISTA DESDE LA PERIFERIA
ENTRE LOS NAHUAS DEL POSCLÁSICO

JaiMe echeverría garcía


Universidad Nacional Autónoma de México
Instituto de Investigaciones Históricas

El concepto de ciudad definido por una sociedad entrelaza sus mo-


delos de civilización y de ser humano imperantes. En la ciudad se
proyectan los valores atribuidos al hombre y las características ideales
que definen su cultura. Por ello, todos los valores que le sean antagó-
nicos serán de inmediato rechazados y desplazados hacia el exterior
de sus fronteras. Los conceptos de centro y periferia son especialmente
útiles para estudiar la oposición que se construye entre la ciudad y lo
que se ubica fuera de ella. El centro corresponde a la ciudad e invo-
lucra un paradigma específico de civilización y de persona, al que
invariablemente se le adjudican valores positivos. En contraste, la
periferia está determinada por lo que es contrario a la civilización.
En términos geográficos, los espacios agrestes se corresponden con
la periferia. Éstos se caracterizan por la ausencia del ser humano y
de su obra transformadora, y por la presencia de bestias, en tanto
que en el área emocional están señalados por el miedo y el peligro.
Estas consideraciones son aplicables a la ideología nahua del
periodo Posclásico (900/1000-1521 d. C.) respecto de las concepcio-
nes de ciudad y de periferia, y no están exentas de extenderse a otras
culturas mesoamericanas. Es objetivo del presente texto exponer sus
elementos y analizar sus significados simbólicos contenidos en códi-
ces y crónicas.
La geografía de la periferia estaba delineada por bosques, serra-
nías y cuevas —entre otras topografías—, lugares fáciles para acci-
dentarse y donde se estaba al acecho de las fieras que ahí moraban y
de otro tipo de seres imperceptibles al ojo humano. Pero la periferia

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16 Jaime echeverría García

no se limitó a las extensiones inhóspitas, también abarcó aquellos


lugares habitados por gentes de habla no náhuatl, cuyas costumbres
extrañas no se ajustaban a los cánones sociales y morales nahuas.
Por otro lado, cabe dedicar unas breves líneas a explicar en qué
consistió el altepetl y el calpulli. El altepetl nahua fue la entidad polí-
tica independiente semejante a la ciudad-Estado. El concepto alude
a dos elementos esenciales: el cerro sagrado, lugar de residencia del
dios tutelar; y la fuente de agua, que indicaba la subsistencia física
y agrícola de sus pobladores.1 Dicha entidad política contaba con un
territorio definido y un centro sagrado. Otros elementos inherentes
al altepetl eran el palacio del gobernante y el mercado.2
Las partes constitutivas del altepetl fueron llamadas calpulli o
tlaxilacalli —también chinamitl—, que se corresponderían con el
barrio. Para algunos estudiosos, el calpulli fue una forma de organi-
zación gentilicia, un conjunto de numerosas familias emparentadas
entre sí que reconocían como protector común a un dios patrono, y
que incluía entre sus elementos constitutivos la vecindad territorial
de las familias componentes.3
La concepción de la ciudad se fabricó en oposición al espacio de
alteridad. En primera instancia, la preferencia del asentamiento en

1
Federico Navarrete, Los orígenes de los pueblos indígenas del valle de México. Los
altépetl y sus historias, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Institu-
to de Investigaciones Históricas, 2011, p. 24-25.
2
Ibidem, p. 26; James Lockhart, Los nahuas después de la Conquista. Historia so-
cial y cultural de los indios del México central, del siglo xvi al xviii, México, Fondo de
Cultura Económica, 2013, p. 27, 30, y Rebecca Horn, Postconquest Coyoacan. Na-
hua-Spanish Relations in Central Mexico, 1519-1650, Stanford (California), Stanford
University Press, 1997, p. 21.
3
Víctor M. Castillo Farreras, Estructura económica de la sociedad mexica, según las
fuentes documentales, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto
de Investigaciones Históricas, 1996, p. 73; Alfredo López Austin, “Organización po-
lítica en el altiplano central de México durante el Posclásico”, en Jesús Monjarás-
Ruiz, Rosa Brambila y Emma Pérez-Rocha (comps.), Mesoamérica y el Centro de México,
México, Instituto Nacional de Antropología e Historia, 1985, p. 202-203. Otra pos-
tura privilegia el aspecto territorial-administrativo del calpulli. Según esta interpreta-
ción, cada calpulli era una demarcación en la división política de los asentamientos
hecha por el gobierno estatal con los propósitos principales de recolectar el tributo y
reclutar trabajadores. Véase Pablo Escalante, “La polémica sobre la organización de
las comunidades de productores”, Nueva Antropología, v. xi, n. 38, octubre 1990, p. 147-
162, para el desarrollo de la polémica sobre las dos interpretaciones del calpulli.

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LA CIUDAD VISTA DESDE LA PERIFERIA ENTRE LOS NAHUAS 17

una determinada topografía pretendió establecer un ámbito de dife-


renciación en términos estratégicos, morales y étnicos. Las ciudades
nahuas del valle de México estaban dispuestas en la planicie y, en su
mayoría, a la orilla de los lagos, incluso en islotes, lo que les permitió
desarrollar una agricultura intensiva con excelentes resultados —au-
nada a técnicas innovadoras de cultivo—. Estos asentamientos esta-
blecieron un marcado contraste con las sierras circundantes, que eran
habitadas predominantemente por grupos otomíes. De esta manera,
ellos se convirtieron en los vecinos rústicos de los nahuas.4
La visión que se tenía del bosque y de otras extensiones silvestres
no fue en nada favorable. Estos espacios estuvieron asociados a la
inmoralidad, el vagabundeo, el salvajismo y la peligrosidad, entre
otros aspectos. No es difícil, entonces, pensar que sus habitantes
hayan recibido las mismas connotaciones. Por tanto, el asentamien-
to diferenciado contribuyó en gran medida a definir la identidad
nahua del Posclásico Tardío (1200-1521 d. C.) y a criticar y estereo-
tipar modelos culturales disímiles.
La oposición ciudad (planicie)/sierra-bosque-cueva debe ser
abordada desde una perspectiva diacrónica, pues las fuentes histó-
ricas dan cuenta de ésta desde el Posclásico Temprano (900/1000-
1200 d. C.), que en términos de grupos humanos fue representada
por toltecas y chichimecas. La visión diacrónica nos permitirá per-
cibir las raíces históricas de la idea de la periferia, y, mediante su
contraste, darnos cuenta de los diversos rasgos que conformaron
la concepción de ciudad entre los nahuas en vísperas de la conquis-
ta. Para este fin, nos serán de gran utilidad las obras escritas en
náhuatl y en español tanto por indígenas como españoles, principal-
mente durante los siglos xvi y xvii, que narran las migraciones de
las tribus nahuas, sus asentamientos temporales durante el trayecto
migratorio y la creación definitiva de sus ciudades. Asimismo, nos
beneficiamos de los textos coloniales que registraron la cultura y la
vida cotidiana de los nahuas del centro de México.

4
Pablo Escalante, “La ciudad, la gente y las costumbres”, en Pablo Escalante
Gonzalbo (coord.), Historia de la vida cotidiana en México, i. Mesoamérica y los ámbitos
indígenas de la Nueva España, dirigida por Pilar Gonzalbo Aizpuru, México, Fondo
de Cultura Económica/El Colegio de México, 2004, p. 200-202.

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18 Jaime echeverría García

Espacio y asentamiento entre chichimecas y toltecas

De manera general, los chichimecas eran los grupos que habitaban


las tierras septentrionales y que se distinguían por un estilo de vida
nómada, caracterizado principalmente por el vagabundeo y una ali-
mentación basada en la caza y la recolección. Se les representó con
vestimentas confeccionadas en pieles de animales y con el cabello
largo y desgreñado. Su ingreso a la historia prehispánica es posterior
a la caída de Tula, en el Posclásico Temprano, y la consiguiente disper-
sión de los toltecas hacia las regiones fértiles del sur. En oposición,
éstos fueron caracterizados por las fuentes como gentes de un refi-
namiento cultural y prototipos del ser sedentario civilizado.5
De los diversos aspectos que contrastaron a chichimecas y tolte-
cas, el espacio geográfico habitado es uno de los que tuvo mayor
impacto en la mentalidad de los nahuas. El referente geográfico

5
Lo chichimeca, como estilo de vida o categoría étnica, es un capítulo de la histo-
ria y el mito mesoamericanos que puede y debe ser leído desde diferentes perspectivas.
El punto de partida recurrente es la relación de oposición o de complementariedad
—o ambas— que estableció con lo tolteca. Véanse, por ejemplo, las aproximaciones
que realizaron Paul Kirchhoff, en “Civilizing the Chichimecs: A Chapter in the Cultu-
ral History of Ancient Mexico”, en Some Educational and Anthropological Aspects of Latin
America, Austin, The University of Texas, Institute of Latin-American Studies, 1948
(Latin American Studies, 5), p. 80-85, y “Dos tipos de relaciones entre pueblos en el
México antiguo”, en Carlos García Mora, Linda Manzanilla y Jesús Monjarás-Ruiz
(eds.), Paul Kirchhoff. Escritos selectos. Estudios mesoamericanos, 1. Aspectos generales, México,
Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Antropológi-
cas, 2002, p. 79-82; Miguel León-Portilla, en “El proceso de aculturación de los chichi-
mecas de Xólotl”, Estudios de Cultura Náhuatl, Revista del Instituto de Investigaciones
Históricas de la Universidad Nacional Autónoma de México, v. vii, 1967, p. 59-86;
Michel Graulich, en Mitos y rituales del México antiguo, Madrid, Istmo, 1990, 503 p. (Co-
legio Universitario. Artes, Técnicas, Humanidades), y “Autóctonos y recién llegados en
el pensamiento mesoamericano”, en A. Garrido Aranda (comp.), Pensar América. Cos-
movisión mesoamericana y andina, Córdoba (España), Obra Social y Cultural Cajasur/
Ayuntamiento de Montillo/Colección Mayor, 1997, p. 137-155; Alfredo López Austin y
Leonardo López Luján, en Mito y realidad de Zuyuá. Serpiente Emplumada y las transforma-
ciones mesoamericanas del Clásico al Posclásico, México, El Colegio de México/Fondo de
Cultura Económica, Fideicomiso Historia de las Américas, 1999, 168 p., y Federico
Navarrete Linares, en Los orígenes de los pueblos indígenas del valle de México. Los altépetl y
sus historias, p. 259-341. Un breve resumen de estas posturas se encuentra en Federico
Navarrete, “Chichimecas y toltecas en el valle de México”, Estudios de Cultura Náhuatl,
Revista del Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Nacional Autóno-
ma de México, v. 42, 2011, p. 22-23.

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LA CIUDAD VISTA DESDE LA PERIFERIA ENTRE LOS NAHUAS 19

norteño por excelencia fue Chicomóztoc, el “Lugar de las Siete Cue-


vas”, descrito como un lugar de espanto, habitado por bestias salva-
jes y cuya flora consistía en espinos y magueyes.6 A esta descripción
se puede añadir la definición de chichimecatlalli (“tierra de chichime-
cas”), que era la tierra estéril y falta de mantenimientos.7
Debido a que el chichimeca es consustancial a la vida errante, se
le identifica con la etapa de peregrinaje de los pueblos anterior a su
establecimiento definitivo. Durante este tránsito se vaga por un es-
cenario similar al arriba señalado, además de bosques, serranías y
peñascos. Los riesgos que implicaban el paso por los lugares agres-
tes están bien ejemplificados en una lámina del Códice Azcatitlan,8
donde se muestra a un hombre que es devorado por una fiera. Fren-
te a esta imagen cobra mayor significado la calificación de espanto-
so imputada a Chicomóztoc.

6
Hernando Alvarado Tezozómoc, Crónica mexicáyotl, México, Universidad Na-
cional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, 1998, p. 17-18;
Domingo Francisco de San Antón Muñón Chimalpain Cuauhtlehuanitzin, Memorial
breve acerca de la fundación de la ciudad de Culhuacan, México, Universidad Nacional
Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, 1991, p. 27 y 29. Chi-
comóztoc es el lugar de origen de las tribus nahuas, que asemeja a una matriz de la
cual se nace en número de siete. En las fuentes mayas, Tollan es concebida como el
lugar de origen de los diversos pueblos (Popol Vuh, México, Fondo de Cultura Eco-
nómica, 2005, tercera parte, cap. iv, p. 110; Memorial de Sololá: Anales de los cakchi-
queles, México, Fondo de Cultura Económica, 2006, p. 48-49; “Título de los señores
de Totonicapán”, en Memorial de Sololá: Anales de los cakchiqueles, México, Fondo de
Cultura Económica, 2006, p. 216), lo que la hace ser equivalente a Chicomóztoc y
que se comprueba en uno de los nombres que recibió en lengua quiché: Vucub-Pec,
Siete Cuevas (Popol Vuh…, p. 110 y 175, nota 8). Al igual que Chicomóztoc, Tollan
también fue imaginada como un lugar terrible (Memorial de Sololá…, p. 57). El ca-
rácter temible de estos dos sitios seguramente fue más allá del miedo a los animales
salvajes que allí habitaban. Al ser lugares de origen y estar este acontecimiento de-
terminado por la divinidad (Mito y realidad…, p. 51), debieron ser considerados si-
tios de presencia y actividad sagrada. Véase el apartado “Centro y periferia…”.
7
Fray Bernardino de Sahagún, Historia general de las cosas de la Nueva España,
México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2002 (Cien de México), t. iii,
lib. xi, cap. xii, p. 1140.
8
Códice Azcatitlan (Codex Azcatitlan), introducción de Michel Graulich, comen-
tario de Robert H. Barlow, revisado por Michel Graulich, traducción al español
por Leonardo López Luján, París, Bibliothèque Nationale de France, Société des
Américanistes, 1995, lámina 5.

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20 Jaime echeverría García

El rumbo del sur es expresado en términos más placenteros.


Chimalpain9 relata que cuando los chichimeca totolimpaneca llegaron
a Chalchiuhmomozco (posteriormente Amaquemecan), ellos venían
buscando el “suelo florido de la suave vida que se llama Paraíso te-
rrenal”. Su dios les dijo que dicho paraíso estaba por Huitztlan y
Amilpan. Xochitlalpan (“sobre la tierra florida”), Huitztlan (“entre
espinas”), Amilpan (“en la sementera de riego”) y Huitznahuatlal-
pan (“en la tierra cerca de las espinas”) son nombres para referirse
al sur.10 Y tal como explica Federico Navarrete,11 Huitznahuatlalpan
parece aludir a la realización de autosacrificios —y lo mismo puede
decirse de Huitztlan; Amilpan refiere probablemente a las chinam-
pas del lago de Tetzcoco; y Xochitlalpan parece ser un apelativo
tradicional utilizado por los chichimecas para referirse a las tierras
fértiles y cultivadas del centro de México.
El contraste entre los dos tipos de ambientes está muy bien re-
latado en un pasaje de la obra de fray Diego Durán.12 Cuando el
mexica Tlacaélel le preguntó a Cuauhcóatl sobre el lugar donde
habían habitado sus antepasados, éste respondió que ellos habían
vivido en Aztlan, donde hay un cerro llamado Culhuacan. Allí se
gozaba de descanso y de todos los productos acuáticos, era un lugar
de gran frescura donde se sembraba maíz, chile, tomate y una gran
variedad de productos. Pero una vez que salieron de dicho lugar y
se dirigieron a tierra firme, aquel deleitoso sitio se transformó en
uno agreste: las yerbas mordían, las piedras picaban, los campos se
llenaron de espinas y todo estaba lleno de animales salvajes.
La imagen del asentamiento fértil y deleitable, adyacente al agua,
viajó con los mexicas durante su peregrinación para ser reproducida
en sus futuros destinos, ya fuera de manera temporal o definitiva. Así
tenemos que al llegar a Tula, por orden de Huitzilopochtli detuvie-

Chimalpain, Memorial breve…, p. 97.


9

“Anales de Cuauhtitlan”, en Códice Chimalpopoca. Anales de Cuauhtitlan y Le-


10

yenda de los Soles, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto


de Historia, 1945, p. 3.
11
Federico Navarrete, Los orígenes…, p. 271-272.
12
Diego Durán, Historia de las Indias de Nueva España e islas de tierra firme, Mé-
xico, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2002 (Cien de México), t. i,
tratado i, cap. xxvii, p. 270.

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LA CIUDAD VISTA DESDE LA PERIFERIA ENTRE LOS NAHUAS 21

ron el cauce del río que pasaba por el lugar e hicieron una presa. A
través de esta medida hidráulica, el agua inundó todo el llano y se
formó una gran laguna, que rodeaba al cerro Coatepec. En poco
tiempo el lugar se hizo en extremo fértil: la laguna se llenó de peces
y de flora acuática, lo que atrajo a una gran diversidad de aves. Este
agradable sitio representó una réplica de la tierra que su dios patro-
no les había prometido, y que se ubicaría en la ulterior Tenochtitlan.13
Igualmente, era la recreación de la tierra de origen, Aztlan.
Además de una geografía diferente, el tipo de vivienda y los ma-
teriales utilizados para construirla se sumaron a la distinción entre
chichimecas y toltecas. Las crónicas coinciden en afirmar que los pri-
meros moraban en cuevas o las cavaban, o tenían chozas de paja.14 Al

13
Ibidem, cap. iii, p. 75-76. “A pesar de la conformación heterogénea de los
barrios de Tenochtitlan, la organización del asentamiento siempre estuvo definida
por una estructura topográfica común: la plataforma/vecindario. En efecto, los
predios familiares formaban conjuntos compactos que se asentaban sobre extensas
islas artificiales rodeadas por canales y caminos que las separaban de otros conjun-
tos”, Alejandro Alcántara Gallegos, “Los barrios de Tenochtitlan. Topografía, orga-
nización interna y tipología de sus predios”, en Pablo Escalante Gonzablo (coord.),
Historia de la vida cotidiana en México, i. Mesoamérica y los ámbitos indígenas de la Nueva
España, México, Fondo de Cultura Económica/El Colegio de México, 2004, p. 180.
14
Fray Toribio de Benavente (Motolinía), Historia de los indios de Nueva Espa-
ña. Relación de los ritos antiguos, idolatrías y sacrificios de los indios de la Nueva España,
y de la maravillosa conversión que Dios en ellos ha obrado, México, Porrúa, 2007, epís-
tola proemial, p. 3; fray Gerónimo de Mendieta, Historia eclesiástica indiana, México,
Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2002, t. i, lib. ii, cap. xxxii, p. 268;
Joseph de Acosta, Historia natural y moral de las Indias. En que se tratan de las cosas
notables del cielo, elementos, metales, plantas y animales dellas y los ritos, y ceremonias,
leyes y gobierno de los indios, México, Fondo de Cultura Económica, 2006, lib. vii,
cap. 2, p. 358; Francisco Hernández, Antigüedades de la Nueva España, Madrid,
Historia 16, 1986, lib. ii, cap. xi, p. 127; Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, Historia de
la nación chichimeca, en Obras históricas, edición, estudio introductorio y un apéndice
documental de Edmundo O’Gorman, México, Instituto Mexiquense de Cultura/
Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históri-
cas, 1997, v. ii, p. 27; Juan de Torquemada, Monarquía indiana de los veinte y un li-
bros rituales y monarquía indiana, con el origen y guerras de los indios occidentales, de sus
poblazones, descubrimiento, conquista, conversión y otras cosas maravillosas de la mesma tie-
rra, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1975, t. i, lib. i, cap. xi,
p. 48; “Histoire du Mechique”, en Mitos e historias de los antiguos nahuas, paleogra-
fía y traducciones de Rafael Tena Martínez, México, Consejo Nacional para la
Cultura y las Artes, 2002, cap. i, p. 127, y Mariano Veytia, Historia antigua de Méxi-
co, México, Leyenda, 1944, t. i, lib. i, cap. iii, p. 18.

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22 Jaime echeverría García

hablar de los chichimecas de Amaqueme, fray Juan de Torquemada15


explica que éstos habitan en cuevas “porque como el principal ejer-
cicio de su vida es montear, no les queda tiempo para edificar casas”.
A partir de las dos láminas del Mapa Quinatzin16 donde se mues-
tra una cueva y un palacio como el eje de la vida del chichimeca y
del tolteca, Navarrete17 supone que los lugares habitados por los
chichimecas eran llamados “cuevas”, fueran o no efectivamente ca-
vernas. Asimismo, esta asociación servía para identificar a los pue-
blos chichimecas con las regiones montañosas de los alrededores del
valle de México, y para marcar un contraste con los toltecas que
vivían a las orillas de los lagos. A diferencia de la cueva y la choza
de paja, los toltecas edificaron ciudades con casas hechas de piedra
o de adobe, pues eran “gente de más policía”.18
Algunas fuentes señalan los efectos resultantes de la vida civili-
zada, que en primera instancia es personificada por la actividad
agrícola y su producto. Se dice que en un principio la tierra que
habitaron los primeros hombres —entiéndanse chichimecas— cons-
tituía un espeso monte. Una vez que la gente se volvió civilizada, la
tierra devino en terreno cultivado. Esta transformación del espacio
trajo aparejados otros cambios que revelan la obra creadora del ser
humano, la obra cultural. Además del cambio en la alimentación, la
vestimenta modificó —las ropas confeccionadas a partir de pieles
animales mudaron en vestidos elaborados con fibras vegetales—,
incrementó el número de dioses de su panteón y la edificación de
viviendas se realizó con materiales no perecederos.19
En el pensamiento nahua, las tierras norteñas y la geografía
agreste significaron salvajismo, vagabundeo, esterilidad, terror y
peligro. Constituyeron espacios de alteridad que se oponían de for-

15
Torquemada, Monarquía indiana…, t. i, lib. i, cap. xv, p. 58.
16
Mapa Quinatzin, en Luz María Mohar Betancourt (ed.), Códice Mapa Quina-
tzin. Justicia y derechos humanos en el México antiguo, México, Comisión Nacional de
Derechos Humanos/Centro de Investigaciones y Estudios sobre Antropología So-
cial/Miguel Ángel Porrúa, 2004, 333 p.
17
Federico Navarrete, Los orígenes…, p. 305.
18
Motolinía, Historia de los indios…, trat. iii, cap. 7, p. 213; Torquemada, Monar-
quía indiana…, t. i, lib. i, cap. xx, p. 67.
19
“Histoire du Mechique”, 2002, cap. I: 125, 127; Motolinía, Historia de los in-
dios…, trat. iii, cap. 7:213

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LA CIUDAD VISTA DESDE LA PERIFERIA ENTRE LOS NAHUAS 23

ma rotunda a las tierras sureñas identificadas con los fértiles valles,


donde el orden de la ciudad podía ser desplegado a sus anchas. Si
bien los nahuas reconocieron su transitorio estado chichimeca du-
rante el periodo de migración, siempre se identificaron con el tipo
de vida mesoamericano, definido a partir del cultivo del maíz y otros
marcadores de civilización.20

Centro y periferia: la ciudad y los sitios agrestes

Desde una visión sedentaria, los atributos esenciales del chichimeca y


los sitios que transitaba sufrieron una transformación mediada por el
ámbito moral nahua. Las extensiones silvestres ya no sólo fueron con-
cebidas como peligrosas, sino que se les incorporó al discurso moral a
través de metáforas espaciales que fueron utilizadas para indicar com-
portamientos inmorales.21 De esta manera, los desplazamientos de la
ciudad (el centro) a los lugares agrestes (la periferia) y los movimien-
tos en ésta tuvieron connotaciones de inmoralidad. La persona de
actos inmorales, entonces, era descrita como alguien que ingresaba a
dichos lugares. Éstos también implicaron castigo y muerte.22
Se le advertía al joven que, al contrariar el orden moral y el deseo
de la divinidad, “Sólo en la barranca, en los peñascos, irá a hallarse,
irá a meterse […]; sólo en el zacatal, en el bosque irá a caer […]. Sólo
por su voluntad se echó en el río; se despeñó”.23 Al alejarse del espa-
cio humano, e internarse en el salvaje, la persona se volvía choloani,
huidor,24 esto es, vagabundo. La condición errante del transgresor

20
Véase Carlos Martínez Marín, “La cultura de los mexicas durante la
migración. Nuevas ideas”, Cuadernos Americanos, n. 4, 1963, p. 178-180, y 183,
para el caso mexica.
21
Véase Louise M. Burkhart, The Slippery Earth: Nahua-Christian Moral Dia-
logue in Sixteenth-Century Mexico, tesis de doctorado, New Haven, Yale University,
Faculty of the Graduate School, 1986, p. 67.
22
Fray Bernardino de Sahagún, Oraciones, adagios, adivinaciones y metáforas
del libro sexto del Códice florentino, México, Pórtico de la Ciudad de México, 1993,
lib. vi, cap. vii, f. 23v, p. 46-47.
23
Josefina García Quintana, “Exhortación de un padre a su hijo. Texto reco-
gido por Andrés de Olmos”, Estudios de Cultura Náhuatl, v. 11, 1974, p. 157 y 159.
24
Fray Alonso de Molina, Vocabulario en lengua castellana y mexicana y mexicana
y castellana, México, Porrúa, 2004, sección náhuatl-español, f. 22v.

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24 Jaime echeverría García

emulaba precisamente al chichimeca, pues se decía que aquél se hacía


conejo y venado, que seguía la senda de estos animales.25
El conejo y el venado eran los típicos animales del monte y pre-
sas comunes de los cazadores, por lo que estuvieron estrechamente
relacionados con el chichimeca, y también con el otomí. Debido a
sus continuos desplazamientos, simbolizaron los movimientos deam-
bulatorios e inestables, que se vinculaban a su vez con el contraven-
tor. Estas dos criaturas formaron un difrasismo26 que representaba
la desviación moral.27 Seguir el camino del conejo y del venado,28
así como el camino ancho,29 contradecía la senda recta del orden
moral, que se representaba como un camino angosto y muy alto con
barrancos a ambos lados, del que fácilmente podía despeñarse.30
Como antítesis del espacio humano, el monte, el bosque, la sierra,
la cueva, el pedregal, el barranco y demás extensiones silvestres —así
como las corrientes y cuerpos de agua— eran igualmente lugares
habitados por fuerzas sagradas que los volvían sitios peligrosos,
por lo tanto, temibles, pues el contacto del que atravesaba tales
espacios con lo sagrado podía ser perjudicial.31 Dichas fuerzas po-
dían atacar o adherirse al hombre, debido a que en estos lugares se

Josefina García, “Exhortación…”, p. 159.


25

Forma lingüística del náhuatl donde la combinación de dos sustantivos ex-


26

presa un concepto diferente. Por ejemplo, in cueitl, in huipil, “la falda, el huipil”, se
refiere a la mujer; y en otro sentido, también al adulterio (véase Josefina García,
“Exhortación…”, p. 167, nota 48.
27
Louise M. Burkhart, “Moral Deviance in Sixteenth-Century Nahua and
Christian Thought: The Rabbit and the Deer”, Journal of Latin American Lore, v. 12,
n. 2, 1986, p. 107-139; Jaime Echeverría García, Los locos de ayer. Enfermedad y des-
viación en el México antiguo, Toluca (Estado de México), Instituto Mexiquense de
Cultura, 2012, 202 p. (Colección Biblioteca de los Pueblos Indígenas).
28
Seguir el camino de las bestias del monte era, de alguna manera, señala
Louise Burkhart (Louise M. Burkhart, “Moral…”, p. 113), seguir el “camino de
los ancestros”, pero los ancestros chichimecas incivilizados, más que aquéllos más
inmediatos que eran los modelos del comportamiento correcto.
29
Fray Bernardino de Sahagún, Florentine Codex, Santa Fe (Nuevo México),
The School of American Research/The University of Utah, 1961, lib. x, cap. i, p. 2;
cap. xv, p. 55.
30
Sahagún, Historia general…, t. ii, lib. vi, cap. xix, p. 561-562, cap. xxii, p. 579.
31
Hernando Ruiz de Alarcón, Tratado de supersticiones y costumbres gentílicas que
hoy viven entre los indios naturales desta Nueva España, en El alma encantada, presenta-
ción de Fernando Benítez, Anales del Museo Nacional de México, México, Instituto
Nacional Indigenista/Fondo de Cultura Económica, 1987, tratado iv, cap. i, p. 191.

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LA CIUDAD VISTA DESDE LA PERIFERIA ENTRE LOS NAHUAS 25

encontraba fuera de la protección de su dios tutelar y desvalido


frente a los poderes de la naturaleza y la sobrenaturaleza.32
El apelativo que definió la naturaleza de aquellos lugares fue
ohuican, “lugar peligroso”. La versión que proporciona fray Alonso
de Molina33 de éste nos muestra algunos aspectos que eran conside-
rados riesgosos por los nahuas y que hacían dotar a ciertos lugares
del mismo carácter: “lugar dificultoso y peligroso o escondrijo de
fieras, o lugar escuro y espantoso”. Además del peligro que repre-
sentaba el contacto con lo sagrado, los lugares que por sus condicio-
nes agrestes eran de difícil acceso y fáciles para accidentarse, los que
eran habitados por tecuanime (fieras, literalmente, “los que comen
gente”) y aquéllos que por su situación geográfica eran oscuros fue-
ron sitios terroríficos para el ser humano. Los sitios peligrosos eran
considerados, entonces, lugares terroríficos. Por ello, temamauhtican,
“lugar donde se espanta o se aterroriza a la gente”, también definía
al “peligroso lugar”.34
La esencia de terror y otras connotaciones negativas de los es-
pacios periféricos las podemos observar en cada una de sus descrip-
ciones. Me voy a centrar en el bosque y en la cueva. Los informantes
nahuas de Sahagún expresaron la imagen de aquél en los siguientes
términos: “[Es] surgidero, levantadero de miseria, lugar de angustia,
lugar de lloro, lugar de angustia, lugar en el que se llora, entriste-
cedero, lugar de tristeza, suspiradero, lugar de aflicción, lugar donde
se extiende la miseria […] lugar de desplacer, lugar de miedo, lugar
de terror”.35 La versión que da el franciscano de este pasaje del Có-
dice florentino conserva en general la misma tónica, pero acentúa la
concepción del bosque y de los cerros como lugares de inversión,
son: “espantosos y temerosos donde moran bestias fieras […]; don-

Alfredo López Austin, Cuerpo humano e ideología. Las concepciones de los anti-
32

guos nahuas, 2 v., México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto


de Investigaciones Antropológicas, 1996, v. i, 490 p., p. 281 y 291; Alfredo López
Austin, Los mitos del tlacuache. Caminos de la mitología mesoamericana, México, Uni-
versidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Antropoló-
gicas, 2003, p. 182-183.
33
Molina, Vocabulario…, f. 78r.
34
Ibidem, sección español-náhuatl, f. 94r; sección náhuatl-español, f. 97r.
35
Códice florentino…, lib. xi, cap. vi, f. 109v-110r, en López Austin, Los mitos
del…, p. 182.

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26 Jaime echeverría García

de no hay recreación para los hombres […]; lugar donde nadie vive
ni se hace ninguna cosa comestible; lugar de hambre y frío […],
donde las bestias comen hombres y donde matan los hombres a
traición”.36 En la Monarquía indiana de Torquemada37 igualmente se
pueden encontrar alusiones al monte como lugar donde hay aflic-
ción, hambre, cansancio y otras desventuras.
La descripción del bosque apunta de inmediato a la oposición
que existe entre el ámbito humano y el espacio deshabitado y salva-
je. El espacio modificado por la intervención del hombre se define
por ser un lugar seguro, ordenado, que proporciona los medios
indispensables de supervivencia, y en el que se mantiene un estado
de equilibrio individual, comunitario y con la divinidad, generado
por un comportamiento moral. En franca contradicción, en los sitios
rústicos reina la angustia, el llanto, la tristeza, el peligro constante,
por consiguiente, un estado de terror; también la inmoralidad. Es
asiento de fieras, por ello, un espacio deshumanizado. La caracteri-
zación de la zacaixtlahuatl, “planicie de pasto”, “tierra de muchos
páramos inculta y sin árboles” para Sahagún, condensa la oposición
entre el espacio culturizado y el salvaje. Así, se dice que en este lugar
“no hay sementeras, no hay casas” (acan ca milli, acan ca calli), sino
que es una tierra llena de conejos, serpientes y fieras (tochyo, cohua-
yo, tecuayo, tecuanyo).38
Entre los pueblos indígenas se siguen conservando semejantes
representaciones negativas de los espacios naturales y cómo éstas se
enfrentan a la concepción que se tiene del espacio humano. Para los
nahuas de Huitzilan de Serdán, el centro se identifica con el lugar
de lo divino y el orden moral, también el lugar de la cultura; mien-
tras que el bosque corresponde al lugar de los animales y el diablo,
y está asociado con una ausencia de cultura. De igual manera, la
actividad de la caza, realizada en el bosque, se opone al trabajo en
la milpa.39 En el mismo sentido, un tzotzil opone el campo de culti-
vo al bosque: “en las milpas no hay sombra ni oscuridad; es tierra

Sahagún, Historia general…, t. iii, lib. xi, cap. vi, p. 1058.


36

Torquemada, Monarquía indiana…, t. i, lib. ii, cap. xxxvi, p. 198.


37
38
Sahagún, Florentine Codex…, lib. xi, cap. xii, párr. vi, p. 263.
39
James M. Taggart, “Metaphors and Symbols of Deviance in Nahuat Narra-
tives”, Journal of Latin American Lore, v. 3, n. 2, 1977, p. 292 y 295.

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LA CIUDAD VISTA DESDE LA PERIFERIA ENTRE LOS NAHUAS 27

abierta y no tenemos miedo; en el monte hay oscuridad, culebras,


sumideros, cuevas”.40
Alan Sandstrom41 proporciona una muy completa caracterización
del centro y la periferia entre los nahuas de Amatlán, en el norte de
Veracruz: “El centro representa el hogar, el corazón, la familia, la
seguridad y el apoyo; lo que es conocido, moral y humano; lo que
ajusta y está en armonía. En la periferia reside el bosque, que repre-
senta peligro, aislamiento y lo desconocido; la zona silvestre, el sal-
vajismo, los extraños, y los animales; un lugar de desorden […]”.
Me voy a referir ahora a las descripciones que realizaron los
nahuas de la cueva y a algunos de sus simbolismos, para reforzar la
distinción entre el espacio humano, digamos, la ciudad, y la perife-
ria salvaje. De igual manera que el bosque, la cueva fue considerada
un lugar peligroso y temible, pero estos espacios se diferenciaron a
partir de su situación geográfica y la fauna que habitaba en ellos. El
bosque es un lugar abierto y morada del conejo y del venado; mien-
tras que la cueva es un sitio cerrado y oscuro, y que sirve de habita-
ción al tecuani, el coyote y la serpiente.42
Al ser un espacio cerrado y dominado por la oscuridad y la
muerte, pues en su interior viven “los que comen gente” (tecuanime),
la cueva fue asimilada con el Mictlan, el inframundo. De hecho, oztotl
(cueva) fue sinónimo de éste.43 En el Códice florentino se registran
varias descripciones con el nombre oztotl. La que es referida en es-
pañol como “cueva angosta” corresponde a la cavidad rocosa terres-
tre.44 Al precipicio también se le nombró cueva, pues bajo el mismo

40
Calixta Guiteras Holmes, Los peligros del alma. Visión del mundo de un tzotzil,
traducción de Carlo Antonio Castro, México, Fondo de Cultura Económica, 1996,
p. 222.
41
Alan R. Sandstrom, “Center and Periphery in the Social Organization of
Contemporary Nahuas of Mexico”, Ethnology, v. xxxv, n. 3, 1996, p. 163.
42
Sahagún, Florentine Codex…, lib. xi, cap. xii, párr. vi, p. 262; párr. ix, p. 275.
En el pensamiento nahua, los animales que habitaban el bosque —el conejo y el
venado— fueron tipificados como temerosos (Sahagún, Florentine Codex…, libs. iv-
v, cap. iii, p. 10), en tanto que los que moran en la cueva eran considerados muy
peligrosos. De esta manera, dichos animales fueron utilizados culturalmente para
denotar la pusilanimidad o la transgresión de una persona, o para inspirar temor
a la gente.
43
Ibidem, párr. ix, p. 277.
44
Ibidem, párr. vi, p. 262.

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28 Jaime echeverría García

sustantivo oztotl se le llamó a la “sima”. El rasgo para nombrarla así


fue su oscuridad. Los informantes nahuas la describieron de la si-
guiente manera: “hacía atemorizar a la gente, lugar donde se espan-
ta a la gente, Mictlan. Se dice Mictlan porque había muerte, oscure-
cía, está oscurecido […]”45 [temauhtica, temamauhtican, mictlan: ic mitoa
mictlan, ca micohuaya, tlayohuaya, tlatlayohuaticac…].46
La descripción del miedo que se producía en la cueva de agua
(aoztotl) fue aún más intensa que en el caso anterior. Así, del “ma-
nantial de agua profunda como cueva” se señala que “está oscureci-
do, lugar tenebroso, lugar donde se espanta a la gente, lugar donde
se aterra a la gente, están haciendo temblar [de espanto] a la gente,
están atormentando a la gente, lugar donde se arroja el tonalli de la
gente, en ninguna parte hay fin”47 [tlatlayohuaticac, mixtecomac, tema-
mauhtican, teiizahuican, tecuecuechquitica, tecuecuechmictica, tetonallazcan
acan tlanqui].48
El profundo terror que causó la cueva de agua, que incluso podía
ocasionar la pérdida del tonalli de la gente —que era una de las
entidades anímicas del ser humano que tenía su principal asiento
en la cabeza—, como claramente lo indica una de sus descripciones:
tetonallazcan, residió en la aún más estrecha asimilación que existió
entre dicha cueva y el Mictlan, pues cuando la gente moría y se di-
rigía a esta morada se decía que iban a acostarse debajo del agua,
en la cueva.49
La visión de la oscuridad como un aspecto negativo vinculado
con la periferia, ya señalado en la información etnográfica anterior,
se expresa con fuerza en los datos históricos. La cueva era la vía
directa que conectaba la superficie terrestre con el inframundo; de
hecho, ella era el mismo Mictlan. Oscuridad, muerte y miedo pue-
den concebirse como una unidad de significado que se oponía a la
luz solar. En el tiempo primordial, el surgimiento del sol marcó el
origen de la vida. La aparición del astro también simbolizaba el inicio

45
Traducción propia.
46
Ibidem, párr. ix, p. 276.
47
Traducción propia.
48
Sahagún, Florentine Codex…, lib. xi, cap. xii, párr. ix, p. 277.
49
Idem.

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LA CIUDAD VISTA DESDE LA PERIFERIA ENTRE LOS NAHUAS 29

de la vida sedentaria y la conformación de la ciudad.50 En el tiempo


humano, la salida diaria del sol señalaba el despertar de la muerte
que involucraba la noche.51 Y desde el amanecer hasta el ocaso, los
rayos solares contenían a las fuerzas siniestras que merodeaban du-
rante la noche para acechar al hombre.
Un aspecto que dejan bien en claro las descripciones del bosque
y de los tipos de cueva es que la periferia agreste es peligrosa, lo
suficiente como para provocar un miedo intenso, el terror. Sin dejar
de tomar en cuenta la realidad del peligro que rodea a los espacios
silvestres, los nahuas construyeron un sentimiento de peligrosidad
que fue proyectado en éstos con el fin de resaltar los valores que
encarnaba la ciudad. A partir del contraste con la periferia, el valor
que se aprecia como uno de los más importantes es el sentimiento
de seguridad. Éste es facilitado por la ciudad y se encuentra garan-
tizado a partir de varios aspectos que definen al ser humano nahua:
el más elemental son las relaciones sociales. Señala López Austin
“que el valor del hombre es el de componente de grupo social. El
individuo aislado es un ser débil, pobre, desprotegido”.52
Al interior de la ciudad, o de las diferentes comunidades que la
constituían, el hombre se regía por las obligaciones de la solidaridad
y la reciprocidad, las cuales enfatizaban la presencia de lazos de ve-
cindad, amistad y parentesco.53 El aprendizaje y la ejecución de un
oficio, la explotación de la tierra, la participación en fiestas, así
como la adoración de dioses, eran derechos que solamente podían
adquirirse a partir de la vida comunal. “Salir del barrio equivalía a
perder todo derecho, toda protección.”54

50
Véanse Anales de Cuauhtitlan…, p. 4; López Austin y López Luján, Mito y
realidad de Zuyuá…, p. 68 y 71.
51
Echeverría, Los locos…, p. 248.
52
López Austin, Cuerpo humano…, t. i, p. 281 y 291.
53
Pablo Escalante Gonzalbo, “Calpulli: ética y parentesco”, en Pilar Gonzalbo
(coord.), Historia de la familia, México, Instituto de Investigaciones Dr. José María
Luis Mora/Universidad Autónoma Metropolitana, 1993, p. 102.
54
Pablo Escalante Gonzalbo, “La ciudad, la gente y las costumbres”, en Pablo
Escalante Gonzalbo (coord.), Historia de la vida cotidiana en México, i. Mesoamérica y
los ámbitos indígenas de la Nueva España, México, Fondo de Cultura Económica/El
Colegio de México, 2004, p. 199-230.

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30 Jaime echeverría García

En una ideología en la que la colectividad se imponía sobre los


deseos individuales, el mantenimiento de las relaciones sociales se
fincaba en el respeto a las obligaciones y el comportamiento moral.
Por medio de la evitación de los excesos y las transgresiones se con-
servaba un estado de equilibrio en diferentes órdenes: en el indivi-
dual, de manera que se evitaba la enfermedad; en el social, por el
que se mantenía el reconocimiento de la persona como componente
del grupo; y en el divino, que concedía la protección del dios tutelar.
El estado de desequilibrio, entonces, se vinculaba con la perife-
ria. La persona de comportamiento cuestionable se alejaba, en tér-
minos metafóricos, del espacio humano y ordenado de la ciudad y
se internaba en el bosque y la sierra, donde moraban el conejo y el
venado. La rebeldía del hombre, especialmente del joven, lo privaba
de la protección que ofrecía la vida en comunidad y lo hacía vivir en
un estado de angustia y peligrosidad.

Asentamiento y diferenciación étnica

La oposición centro/periferia igualmente se plasmó en el tipo de


asentamiento y sirvió para establecer una distinción étnica. Los na-
huas eran los habitantes de la ciudad, generalmente dispuesta en la
planicie, mientras que los otomíes eran los pobladores de las sierras
más representativos, quienes adoptaron un patrón de asentamiento
disperso. Éstos fueron caracterizados de manera general por las
fuentes como gente de tierras ásperas o como “serranos”.55
Los otomíes fueron constantemente asediados por grupos nahuas
—tepanecas, aculhuas, mexicas, probablemente toltecas en tiempos
más antiguos— hasta conseguir desplazarlos a las sierras o sufrir re-
acomodos en las mismas.56 Esta situación pudo haber hecho posible

Pablo Escalante Gonzalbo, “Los otomíes”, en Rosaura Hernández Rodríguez


55

(coord.), Historia general del Estado de México, 2. Época prehispánica y siglo xvi, Zinacan-
tepec, Gobierno del Estado de México/El Colegio Mexiquense, 1998, p. 168.
56
Ibidem, p. 164; Ignacio Guzmán Betancourt, “El otomí, ¿lengua bárbara?
Opiniones novohispanas y decimonónicas sobre el otomí”, en Rosa Brambila Paz
(coord.), Episodios novohispanos de la historia otomí, Toluca, Instituto Mexiquense de
Cultura, 2002, p. 24.

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LA CIUDAD VISTA DESDE LA PERIFERIA ENTRE LOS NAHUAS 31

su especialización en actividades montaraces como la caza, la reco-


lección y la explotación de recursos forestales, entre otras, lo que les
permitió establecer relaciones comerciales con los pobladores del
centro de México: de ellos obtenían sal y mantas de algodón a cam-
bio de pieles, cordel y madera. Aunque los otomíes cultivaban varias
plantas típicamente mesoamericanas y el maíz era muy importante
para ellos, no constituyó la base de su alimentación diaria como ocu-
rrió con los nahuas. Los otomíes, señala Pablo Escalante, no idola-
traban el maíz de la misma manera en que lo hacían aquéllos.57
Varias fuentes señalan la presencia otomí en el valle de México
como una de las más antiguas. Se indica que este grupo ocupaba las
planicies fértiles, pero a la llegada de pueblos nahuas la situación
cambió: despojaron a los otomíes de sus tierras y los orillaron a
ocupar asentamientos agrestes como las sierras y lugares más áridos,
además de someterlos a sujeción.58
Alva Ixtlilxóchitl expone el proceso de desplazamiento impues-
to por los aculhuas, junto con tepanecas y mexicas, sobre los otomíes
de Xaltocan.59 Tzompantzin, señor de Metztitlan, heredó Xaltocan
al morir su sobrino Payntzin. Con el tiempo, aquél se volvió soberbio
debido a sus extensas tierras y desobedeció sus obligaciones con el
gobernante aculhua Techotlalatzin. Y al ver el comportamiento de
su señor, los otomíes lo imitaron: salían de noche a robar a las ciu-
dades vecinas. Frente a estos hechos, Techotlalatzin convocó a los
señores de México y Azcapotzalco para reunir un ejército y combatir
a los pueblos de Xaltocan, Quauhtitlan, Tepozotlan, y Xilotepec,
además de otras provincias sujetas a Tzompantzin.

57
Pablo Escalante, “Los otomíes…”, p. 170; Pablo Escalante, “La ciudad…”,
p. 201-202.
58
Diego Muñoz Camargo, Descripción de la ciudad y provincia de Tlaxcala, San
Luis Potosí, El Colegio de San Luis/Gobierno del Estado de Tlaxcala, 2000, p. 79;
Antonio de Ciudad Real, Tratado curioso y docto de las grandezas de la Nueva España.
Relación breve y verdadera de algunas cosas de las muchas que sucedieron al padre fray
Alonso Ponce en las provincias de la Nueva España siendo comisario general de aquellas
partes, 2 v., México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de In-
vestigaciones Históricas, 1976, t. i, cap. ii, p. 55; “Historia de los mexicanos por
sus pinturas”, en Teogonía e historia de los mexicanos. Tres opúsculos del siglo xvi, edi-
ción preparada por Ángel María Garibay K., México, Porrúa, 1965, p. 36.
59
Alva Ixtlilxóchitl, Historia…, t. i, p. 322-323.

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32 Jaime echeverría García

Ante el aviso de su aprehensión dado por Techotlalatzin, Tzom-


patzin huyó a Metztitlan acompañado de un contingente otomí. A
la mañana siguiente, los tepanecas de Azcapotzalco ya habían tomado
muchas tierras otomíes, mientras que los aculhuas se apoderaron de
las que limitaban con Tetzcoco. A partir de ese momento, Techotla-
latzin ordenó a los otomíes

[…] que de allí adelante no viviesen dentro de las ciudades y pueblos,


si no fuese en las aldeas y lugares de sierras y montes acomodados a su
propósito, y les dio por su cabecera a Otumpan […]. Este fin tuvieron
los otomites, los cuales jamás Techotlalatzin le cuadró que esta nación
viviese dentro de las repúblicas, ni ninguno de sus descendientes por
ser gente vil y apocada.60

Esta cita es reveladora de la oposición planicie-ciudad/serranía-


aldea, que comporta dos modelos de cultura diferentes; por ello,
debe ser vista en términos simbólicos más que geográficos. Quizá los
criterios originales que determinaron la situación de alteridad del
otomí fueron su lengua diferente a la náhuatl y la no dependencia
absoluta del maíz en su alimentación. Más que otro elemento, la
agricultura se concibió como el símbolo de civilización por antono-
masia —que ya había sido señalado anteriormente—, y fue un aspec-
to nodal que diferenció a los pueblos de la planicie de los de la sierra.
Por ello, el territorio otomí, como las sierras de Metztitlan y Totepec,
se concibió como refugio de gente que no quería practicar la agricul-
tura y que deseaba persistir en las costumbres chichimecas.61
Debido a su asentamiento (forzado) en las sierras, las represen-
taciones elaboradas sobre éstas y el bosque le fueron transferidas al
otomí. Aunado a esto, la mayor permanencia en los lugares salvajes
y el continuo contacto con las bestias y los alimentos silvestres, lo
despojaron, en cierta manera, de una parte de humanidad, que
delataba igualmente una condición de inmoralidad.
El paradigma de ciudad nahua puede ser trazado sin problema
hasta aquí a partir de la periferia, que en buena medida se encuentra
entreverado con la noción de persona. La soledad, el vagabundeo,

60
Ibidem, p. 323.
61
Ibidem, t. ii, p. 26.

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LA CIUDAD VISTA DESDE LA PERIFERIA ENTRE LOS NAHUAS 33

la inmoralidad, el espacio salvaje y deshabitado, la desprotección


del dios, el peligro y la ausencia del producto cultivado —o la no
dependencia absoluta de él— se oponen a la intensa vida comuni-
taria, el camino recto y ordenado, el comportamiento moral, la
planicie, el espacio modificado por la intervención humana, la pro-
tección del dios, el sentimiento de seguridad y el consumo del maíz
y de los demás bienes agrícolas. A estos valores podemos agregar
la lengua náhuatl.62

Identidad y alteridad o autoctonía y extranjería

El último valor de la ciudad que quiero destacar es el de la identi-


dad. El reconocimiento de un origen e historia comunes entre los
miembros de una comunidad63 creaba un sentido de identificación
y pertenencia en cada uno de ellos. Esta liga interna se veía reforza-
da con la participación en el trabajo y los ritos colectivos, y la coti-
diana interacción familiar, vecinal y entre amigos. Las relaciones de
identidad, entonces, actuaban en favor de la comunidad y su repro-
ducción; sin embargo, aquéllas se veían amenazadas ante la presen-
cia de extraños o de sus símbolos.
En concordancia con los significados de inmoralidad, vagabundeo
y periferia, el conejo y el venado también representaron lo extranjero y
su oposición a lo autóctono. Uno de los pronósticos de los signos de
días que correspondían a estos animales es bastante explícito respec-
to de tal aspecto. Durán menciona64 que “los que nacían en el signo
de mazatl [venado] […] eran hombres de monte inclinados á cosas de
monte y de caza leñadores huidores andadores enemigos de su natu-
ral amigos de ir á tierras estrañas y habitar en ellas desaficionados de
sus padres y madres con facilidad los dejaban”. Y los que nacían bajo
el signo tochtli (conejo) corrían con la misma suerte.

62
Véase Jaime Echeverría y Miriam López Hernández, “Criterios esenciales
de diferenciación étnica entre los antiguos nahuas”, Itinerarios, v. 15, 2012, p. 190-
194.
63
Véanse Alejandro Alcántara, “Los barrios…”, p. 190; Pablo Escalante, “La
ciudad…”, p. 203.
64
Durán, Historia…, t. ii, tratado ii, cap. ii, p. 235.

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34 Jaime echeverría García

Primero, en esta predicción se expresa con claridad una asociación


ya vista antes: la del otomí con este par de animales montaraces. Al
vivir en la sierra y dedicarse a las actividades propias de tal espacio,
como la caza, pudo haberse pensado que los otomíes se encontraban
influenciados por la esencia periférica del conejo y del venado.
La persona que nacía bajo los signos de los días mazatl y tochtli
estaba inclinada a desarrollar una condición huidora, la cual le im-
pedía establecer relaciones con la gente de origen y un vínculo con
su comunidad. Si no despreciaba, por lo menos no le interesaba
respetar la autoridad paterna. Tampoco sentía la necesidad de ad-
quirir las obligaciones de solidaridad y reciprocidad que resultaban
en lazos sociales. En cambio, su motivación radicaba en la afición
por las personas y tierras extranjeras. Este tipo de actitudes minaba
la unidad interna de la comunidad.
Con seguridad Ixtlilxóchitl, hijo del gobernante de Tetzcoco
Nezahualpilli, nació bajo los signos conejo o venado. Se narra que
en el día de su nacimiento hubo muchas señales, las cuales pronos-
ticaban, según los astrólogos y adivinos, que “había de recibir nueva
ley y nuevas costumbres, y ser amigo de naciones extrañas y enemi-
go de su patria y nación, y que sería contra su propia sangre; […]
sería total enemigo de sus dioses y de su religión, ritos y ceremonias;
con lo cual persuadían al rey su padre, que con el tiempo le quitasen
la vida […]”.65
Esta cita complementa el pronóstico de los signos de día mazatl
y tochtli anterior, además de que da cuenta del miedo que producía
la persona que no observaba las costumbres y las prácticas religiosas
delineadas por su ciudad, y que más bien se les oponía mediante la
adopción de hábitos extraños. Y en el caso de que un futuro gober-
nante naciera con dicha inclinación, la situación era todavía más
alarmante, pues su afecto por los pueblos extranjeros podía provocar
a la larga la destrucción de su ciudad natal a manos de ellos. De ahí
la recomendación a Nezahualpilli de quitarle la vida a su hijo.
La presencia del conejo y del venado también auguraba infortu-
nios, generalmente relacionados con eventos que involucraban la
periferia. Cuando los campesinos veían a un conejo entrar a la casa,

65
Alva Ixtlilxóchitl, Historia…, t. ii, cap. Lxix, p. 174.

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LA CIUDAD VISTA DESDE LA PERIFERIA ENTRE LOS NAHUAS 35

decían: “Ya se destruirá su hogar, o ya alguno [de los suyos] huirá;


seguirá el camino del conejo, del venado; ya se hará conejo; ya se
hará venado; ya se convertirá en conejo; ya se convertirá en
venado”.66 Este acontecimiento auguraba que la persona se haría
vagabunda, posiblemente iría a tierras extrañas y establecería rela-
ciones con sus habitantes.
Así como los típicos animales del monte vaticinaban la huida del
hogar, su presencia también indicaba la llegada de gente extraña. Un
día entró una liebre a la ciudad de Tetzcoco y se adentró hasta las casas
del rey, y no paró de correr hasta llegar a lo más interior del palacio de
Nezahualpilli. Al quererla matar sus criados, el tlatoani les dijo: “dejadla,
no la matéis, que ésa dice la venida de otras gentes que se han de entrar
por nuestras puertas sin resistencia de sus moradores”.67
Se temía al que se alejaba de la ciudad y se internaba en el te-
rreno salvaje o en el extraño; igualmente se veía con recelo al que
venía de lejos. Ambos se identificaban en poseer comportamientos
diferentes a los normados, de tal manera que irrumpían en lo coti-
diano a través de la alteración del orden social y moral comunitario.
La autoctonía se veía amenazada por el exterior, pero también desde
dentro surgían peligros. El miedo a la pérdida de lo diferenciador,
como podría ser la indistinción entre lo propio y lo extraño, tuvo
una importancia decisiva en la configuración del código del com-
portamiento nahua.68
Cuando los antiguos nahuas veían que las jóvenes comían de pie,
se lo impedían diciéndoles: “ ‘No comas de pie. Te casarás lejos.
¿Quién te seguirá?’ Dizque se hacía [el maleficio] sobre ella. Lejos se
casaría. A algún lugar lejano sería llevada, no [quedaría] en el pueblo
en el que vive”.69 Esta abusión muestra el miedo y el desagrado que
causaba el hecho de que una mujer se casara con un hombre de otro
pueblo, y podría sugerir que la lejanía no sólo se refería a las comu-
nidades vecinas de habla náhuatl, sino más bien a los pueblos extran-

66
Fray Bernardino de Sahagún, Augurios y abusiones, México, Universidad Na-
cional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, 1969, p. 41.
67
Torquemada, Monarquía…, t. i, lib. ii, cap. Lxxviii, p. 294.
68
Norbert Elias, El proceso de la civilización. Investigaciones sociogenéticas y psico-
genéticas, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1987, p. 530.
69
Sahagún, Augurios…, p. 32.

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36 Jaime echeverría García

jeros no nahuas. Así, la pérdida de lazos familiares, el alejamiento


del lugar en el que se había nacido, el establecimiento de relaciones
con el extraño y la no continuidad del parentesco en la comunidad
de origen son los temores proyectados en el antiguo precepto.
La relación de causa y efecto que se expresa en la abusión ante-
rior y en los ejemplos pasados se explica a partir del comportamiento
del conejo y del venado. Debido al temperamento asustadizo de
estos animales, continuamente se encuentran en movimiento, por
lo que no se mantienen en un lugar por mucho tiempo. Mediante
la analogía, este comportamiento animal se asoció a la persona que
huía o que se alejaba de la ciudad, pues emulaba la actitud errabun-
da de aquellas criaturas; y al mismo tiempo, éstas contagiaban su
esencia a determinadas personas.
El descuido de la mujer de permanecer parada mientras comía
la asimilaba a la costumbre del venado de comer igualmente de pie,
el cual, apenas nace, se levanta.70 Si la joven comiera de pie, se ca-
saría en tierras lejanas, esto es, sería como el venado, que huye a la
periferia. Los verbos nahuas que designan la acción de huir y dar
saltos son choloa y chocholoa,71 y con frecuencia aparecen en la des-
cripción de la gente y los actos inmorales, por ejemplo, el joven
rebelde,72 la prostituta —se dice que su corazón huye—73 y la inges-
tión del alucinógeno llamado teonanacatl.74 Huir, en sentido literal y
metafórico, siempre remitía a alejarse del ámbito conocido, ordenado
y reglamentado de la ciudad, del centro, para dirigirse a la periferia
inmoral y desordenada.
La razón de que esta abusión recayera sobre la mujer reside en
su capacidad de socializar al extranjero y crearle lazos de parentesco,
lo que disminuye su extrañeza y su peligrosidad.75 Por ello, a través

70
Burkhart, “Moral…”, p. 122; Sahagún, Historia general…, t. iii, lib. xi, cap. i,
p. 997.
71
Fray Alonso de Molina, Vocabulario…, sección náhuatl-español, f. 21v.
72
Ángel María Garibay, “Huehuetlatolli, Documento A”, Tlalocan. A Journal of
Source Material on the Native Cultures of Mexico, 1943, v. i, n. 2, p. 99; Josefina Gar-
cía, “Exhortación…”, p. 156.
73
Sahagún, Florentine…, 1961, lib. x, cap. xv, p. 56.
74
Sahagún, Florentine…, 1963, lib. xi, cap. vii, p. 130.
75
Jaime Echeverría García, “El miedo al otro entre los nahuas prehispáni-
cos”, en Pilar Gonzalbo Aizpuru, Anne Staples y Valentina Torres Septién (eds.),

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LA CIUDAD VISTA DESDE LA PERIFERIA ENTRE LOS NAHUAS 37

de su comportamiento, ella podía impedir la relación con el de lejos


y asegurar la permanencia de su progenie en el lugar donde había
nacido. La prohibición de comer de pie, entonces, resultaba bene-
ficiosa para la sociedad: reforzaba la unidad interna y el arraigo a la
comunidad, de tal manera que afianzaba la identidad grupal. Los
peligros construidos en torno a la periferia y a los extraños apunta-
ron a dos sentencias: las fronteras de la ciudad no debían ser tras-
pasadas; y tampoco debían establecerse relaciones con el de fuera.
Uno de los rasgos que sobresalen de la ideología nahua, señala
Pablo Escalante,76 era la desconfianza que despertaban los extraños
en el barrio. Este aspecto se hace patente en los textos sobre insultos
contenidos en los Primeros memoriales,77 que pertenecen a los mace-
hualtin (clase baja) y que eran propinados a los que andaban vagando
por una comunidad ajena. Este hecho ha sido muy bien estudiado por
Pablo Escalante Gonzalbo.78 Me voy a basar en los comentarios de
este autor para realizar un recuento de lo que constituía el tipo de re-
lación entre un vecino y un extraño, que tiene como esencia la violen-
cia verbal con que es recibido el segundo. Esto deja trasver un temor
al desconocido así como los fuertes y cerrados vínculos al interior de la
comunidad, al grado de impedirle su ingreso a ésta.
Los insultos transcurren en los barrios de grandes poblados o
propiamente en los barrios urbanos. No constituyen pleitos entre
parientes, sucesos de violencia doméstica ni riñas laborales, sino que
evocan “crudos episodios de pleito callejero” en los que intervienen
dos desconocidos. Debido a la actitud que asume el insultado: gritar
o llorar, salir corriendo y no responder, se indica que la relación de
hostilidad es asimétrica. No se produce entre iguales, sino entre un

Una historia de los usos del miedo, México, El Colegio de México/Universidad Ibe-
roamericana, 2010, p. 46-47.
76
Escalante, “La ciudad…”, p. 215.
77
Fray Bernardino de Sahagún, Primeros memoriales, Norman, University of
Oklahoma, 1997, cap. iv, párr. 11, f. 70v-71r, p. 296-298.
78
Pablo Escalante, “Insultos y saludos de los antiguos nahuas. Folklore e his-
toria social”, Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas, n. 61, 1990, p. 29-46; y
Pablo Escalante Gonzalbo, “La cortesía, los afectos y la sexualidad”, en Pablo Esca-
lante Gonzalbo (coord.), Historia de la vida cotidiana en México, i. Mesoamérica y los
ámbitos indígenas de la Nueva España, México, Fondo de Cultura Económica/El Co-
legio de México, 2004, p. 261-278.

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38 Jaime echeverría García

vecino y un extraño cuya presencia en la comunidad es injustifi-


cada.79 “[…] los insultos manifiestan un acto comunitario de rechazo
del extraño, quien encarna un peligro puesto que su conducta puede
afectar el orden de la comunidad.”80
En el caso de la ciudad de Tenochtitlan, la manera de organizar
el asentamiento de los barrios propició la desconfianza al extraño.
Las vías de tránsito consistían en canales, caminos, puentes y calle-
jones. Estos últimos formaban un sistema de estrechos pasillos que
comunicaban los predios con el exterior, que a su vez dotaban de pri-
vacidad, incluso aislamiento, a cada predio familiar, “al grado de
hacer innecesaria la presencia de extraños en los lugares más recón-
ditos del mismo”. Como afirma Alejandro Alcántara,81 “la falta de
comunicación directa con el exterior no representaba un problema
para los habitantes de los barrios, sino más bien una forma de man-
tener la intimidad y la identidad de grupo en medio de la ciudad”.
Además de la relación asimétrica que se establecía entre el sujeto
interpelado violentamente y su agresor, otro indicio de la extranjería
se indica en las preguntas que el residente lanzaba al que merodea
por el barrio: “¿quién eres tú?, “¿a quién conoces?”.82 Éstas subrayan
la probable ausencia de vínculos comunitarios de la persona insulta-
da. Lo mismo ocurre con el insulto “huérfano”. Y cuando la mujer
era insultada se le decía: “¿de dónde vienes? Vete, ¿acaso es semejante
a este tu lugar?”, y ella misma respondía: “no lo es”.83 La disputa
comienza precisamente con la expresión “mujer de por ahí”, y dos
veces se alude a la orfandad. Estas expresiones dan cuenta de la con-
dición de marginalidad de los insultados y de su repudio, quienes
podían ser delincuentes, borrachos, ladrones o vagabundos, para el
caso del hombre; y en el de la mujer, una prostituta.84

79
Escalante, “Insultos…”, p. 40-41; Escalante, “Calpulli…”, p. 98, y Escalante,
“La cortesía…”, p. 268.
80
Escalante, “Calpulli…”, p. 99.
81
Alcántara, “Los barrios…”, p. 182.
82
Sahagún, Primeros…, cap. iv, párr. 11, f. 70v, p. 296.
83
Ibidem, f. 71r, p. 298.
84
Escalante, “Insultos…”, p. 43-44; Escalante, “Calpulli…”, p. 98, y Escalante,
“La cortesía…”, p. 269.

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LA CIUDAD VISTA DESDE LA PERIFERIA ENTRE LOS NAHUAS 39

En el caso de los insultos a una mujer, se apunta que ésta come


sus alimentos sin sazonarlos con chile.85 Esto alude a la ausencia de
pertenencia a una comunidad, por lo tanto, de una familia y un hogar,
lo cual privaba a la persona del acceso al huerto doméstico y a la sal
distribuida en el mercado.86 En el mismo sentido, la metáfora “insí-
pido, sin aroma” (in atzopelic, in ahaviac) aplicaba al que era desterrado
de la ciudad por ingratitud y desobediencia. En términos contrarios,
la ciudad era descrita como “dulce, fragante” (tzopelic, avijac), que
indicaba el contentamiento y la felicidad que había en ella.87
La ausencia de vínculos sociales, de un lugar de residencia en la
ciudad y de las bondades que ofrecía la vida sedentaria colocaban
al extraño —por destierro o vagabundeo— fuera de los límites de
la cultura, bajo una condición en la que incluso se había perdido
cierto grado de humanidad. El regocijo que implicaba la habitación
en la ciudad contrastaba con la periferia salvaje, donde había caren-
cia del alimento condimentado y derivado de la agricultura, dos
rasgos típicamente humanos.

Conclusiones

Más allá de ser definidas como entidades geográficas, la ciudad, esto


es, el centro, y su antítesis, la periferia, son construcciones simbólicas
cuyas fronteras se delimitan con base en la idea de civilización que
sustentan sus miembros. Los enunciadores de ambos espacios, en
nuestro caso los nahuas, determinaron la fabricación de un “noso-
tros” que se desplegaba sobre la ciudad y que era definido a partir
de las concepciones determinadas de humanidad y de cultura. En
íntima relación, éstas involucraron un tipo particular de comporta-
miento, vestimenta, tratamiento del cuerpo, alimento, vínculo social
y con la divinidad, territorio, lengua y emoción, entre otros aspectos,
los cuales reflejaban el orden y el equilibrio propios de la ciudad.

85
Sahagún, Primeros…, cap. iv, párr. 11, f. 71r, p. 297.
86
Escalante, “La cortesía…”, p. 270.
87
Sahagún, Florentine…, 1969, lib. vi, cap. xLiii, p. 245.

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40 Jaime echeverría García

El espacio “otro”, que comenzaba una vez que las fronteras de la


ciudad habían sido atravesadas, se identificó con el bosque, la sierra
y la cueva, entre otros lugares peligrosos —por ser morada de bestias y
lugares en los que la desprotección del dios tutelar se hacía evidente—
y salvajes, donde había ausencia de humanidad. Por ello, se convir-
tieron en metáforas adecuadas de la inmoralidad y la transgresión.
Dicho espacio de alteridad también contempló los pueblos extranjeros,
particularmente los de lengua no náhuatl, cuyas costumbres extrañas
atentaban contra el orden y la moralidad de la ciudad.
La visión diacrónica de la oposición ciudad/espacio salvaje, que
comportó la distinción primaria de dos ontologías diferentes: la
chichimeca y la tolteca, permite visualizar algunos elementos que
determinaron la configuración del sistema moral, del código de
comportamiento y de la identidad étnica nahuas, los cuales impacta-
ron en su concepción de ciudad. La actividad errante por territorios
inhóspitos de las sociedades cazadoras-recolectoras, que emulaba el
comportamiento de los animales del bosque, se opuso al rumbo fijo,
lineal y ordenado que caracterizaba la vida en ciudad. Del mismo
modo, su desarrollo en la planicie contrastó con el tipo de vida que
se llevaba a cabo en la sierra y otras topografías irregulares, de tal
manera que el territorio habitado constituyó un fiel criterio rotula-
dor de la diferencia étnica.

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LA FUNDACIÓN DE MÉXICO-TENOCHTITLAN
eL Mito y La hiStoria

Patrick JohanSSon k.
Universidad Nacional Autónoma de México
Instituto de Investigaciones Históricas

La ciudad de México, epónima del país que la entraña, tiene una


larga historia, fértil en hechos y acontecimientos. Si recorremos río
arriba y de manera fulgurante el curso de dicha historia, del moderno
bullicio pasamos por los embates de la Revolución, el breve imperio
de Maximiliano, la Reforma, la Independencia, el Virreinato, para
llegar a la conquista de la ciudad por los españoles, en 1521, mo-
mento crucial en que se inició el fenecimiento del mundo indígena
y que se implantó en el corazón lacustre de México-Tenochtitlan el
orden sociopolítico colonial.
Prosiguiendo con esta anamnesis, evoquemos las etapas propia-
mente indígenas de la historia de la entonces gran ciudad-nación,
desde su último caudillo Cuauhtémoc, pasando por el efímero Cui-
tláhuac, los soberanos Motecuhzoma Xocoyotzin, Ahuítzotl, Tízoc,
Axayácatl, Motecuhzoma Ilhuicamina, Itzcóatl, Chimalpopoca, Hui-
tzilíhuitl hasta llegar a Acamapichtli, el primer tlahtoani de México-
Tenochtitlan.
La entronización del primer gobernante mexica y los fundamen-
tos del régimen sedentario correspondiente fueron a su vez el resul-
tado de una gesta mítico-histórica que se inició en Aztlan y culminó
con la aparición prodigiosa de un tunal entre carrizales, sobre el cual
se posó un águila. Enraizado en el fondo lodoso del lago, el tunal se
arraiga también en una historia remota, en un linaje antiguo. El águi-
la que se posa en él anuncia, dentro de este pasado, el futuro luminoso
del pueblo del sol. México-Tenochtitlan es una nueva Aztlan por lo

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42 PATRICK JOHANSSON K.

que la migración desde aquel lugar real o imaginario será percibida,


retrospectivamente, como un recorrido iniciático, fundacional: una
“peregrinación”, así como, de alguna manera, un regreso al origen.
La fundación de una nación conjuga la atemporalidad utópica
de un mito que fundamenta una cosmología y un espacio-tiempo real,
punto de partida de una cronología. Constituye por tanto una verda-
dera bisagra en la que se articula la identidad de dicha nación. Esta
convergencia crucial entre la cosmología y la cronología, entre el
mito y la historia es muy significativa ya que establece una relación
estrecha entre lo que debe haber sido y lo que fue, entre la subjetividad
irreal del mito y la objetividad de los hechos pretéritos. ¿Dónde
termina el mito y dónde comienza la historia en el nacimiento de una
nación? ¿Cuál es el hecho o acontecimiento específico que consagra
este comienzo en una cultura que no establecía una diferencia entre
lo que concebimos como mito e historia?
Trataremos de vislumbrar, mediante las fuentes manuscritas y
pictográficas a nuestra disposición, peripecias y su valor fundacional
de México-Tenochtitlan no sin antes considerar, en términos episte-
mológicos y heurísticos, el tenor cognitivo de dichas fuentes en el
contexto específico de su recopilación.

LaS fuenteS: conSideracioneS ePiSteMoLógicaS


y heuríSticaS

Numerosos son los problemas epistemológicos que plantea una


aproximación semiológica a los textos orales y pictográficos indíge-
nas transcritos en el siglo xvi, cualquiera que sea el punto de vista
a partir del cual se abordan. Nos limitaremos a considerar los deter-
minismos de su recopilación en circunstancias ajenas a sus contextos
enunciativos genuinamente prehispánicos y de qué manera las mo-
dalidades recopilatorias de la información podrían haber incidido
sobre el tenor de su contenido.

Recopilación y transcripción de los textos indígenas en el siglo xvi

Recopilados y transcritos en el siglo xvi, como parte de una estra-


tegia catequística que buscaba conocer al otro para convertirlo mejor,

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LA FUNDACIÓN DE MÉXICO-TENOCHTITLAN. EL MITO Y LA HISTORIA 43

los textos orales y pictográficos, como los demás testimonios indíge-


nas, se modificaron sustancialmente al pasar al alfabeto.
Si bien dicha recopilación permitió salvar este patrimonio indí-
gena en la debacle cultural y en las circunstancias históricas apoca-
lípticas que prevalecían entonces para los pueblos nativos de Meso-
américa, el nuevo contenedor gráfico de los textos así como la
modalidad alfabética de su transcripción determinaron cambios
significativos en términos formales pero también de contenidos. A
estos cambios notorios debemos de añadir alteraciones inevitables
en un contexto transcultural de recopilación así como interpolacio-
nes sutiles o descaradas que buscaban adaptar ciertos textos indí-
genas a la mentalidad cristiana imperante, alimentando asimismo
el molino evangelizador con el torrente verbal o pictórico de la
expresión nativa.
Un relato indígena de inspiración precolombina, contenido en
la memoria de los tlamatinime, se formulaba oralmente mediante una
enunciación espectacular, en la que se entretejían gestos, sonidos,
colores, ritmos, compases dancísticos, jeroglíficos indumentarios y
otros elementos suprasegmentales1 que constituían, con el registro
verbal, el texto manifiesto de dicho relato. Podía también expre-
sarse en la bi-dimensionalidad de la imagen mediante una trama
semiótica pictórica que lo entrañaba.
Cuando lo recopilaron los españoles a mediados del siglo xvi,
dicho relato fue captado en una red gráfica totalmente distinta de
la que utilizaban los indígenas: el manuscrito y la escritura alfabéti-
ca. A veces, a petición de los propios recopiladores, los tlahcuilos
volvían a pintar sus “historias” en un estilo generalmente ya influen-
ciado por la iconografía española que prevalecía entonces. Una
relación nueva se estableció entre los distintos libros indígenas vuel-
tos a pintar y los textos que brotaban eventualmente de su lectura y
se transcribieron en manuscritos. Podríamos esquematizar lo anterior
como sigue:2

1
Suprasegmental: adjetivo que designa los elementos expresivos no lingüís-
ticos.
2
Cfr. Patrick Johansson, La palabra, la imagen y el manuscrito. Lecturas indígenas
de un texto pictórico en el siglo xvi, México, Universidad Nacional Autónoma de Mé-
xico, Instituto de Investigaciones Históricas, 2004, p. 23-24.

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44 PATRICK JOHANSSON K.

El tenor formal de los textos indígenas transcritos así como el dise-


ño de los documentos que los contienen dependieron en parte de
las circunstancias y modalidades de su recopilación. Es preciso dife-
renciar los textos que provienen de la oralidad, los que constituyen
la lectura de un libro pictográfico, y los que fueron escritos con base
en estas fuentes.
La narratividad del texto oral difiere notablemente de la semio-
logía de la imagen en la referencia a hechos del pasado o a la pro-
ducción mitológica de sentido. En cuanto a la escritura, la reivindi-
cación de su pasado y más generalmente de su cultura por indígenas
y mestizos en el marco cultural colonial tendría una influencia sobre
lo referido, en este caso sobre las peripecias que condujeron a la
fundación de México-Tenochtitlan.

Fuentes disponibles sobre la Peregrinación

La llamada Peregrinación de los aztecas se presenta al lector contem-


poráneo bajo tres formas:

• Textos pictóricos
• Textos verbales manuscritos
• Textos mixtos

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LA FUNDACIÓN DE MÉXICO-TENOCHTITLAN. EL MITO Y LA HISTORIA 45

Los textos pictóricos, a su vez, pueden ser documentos originales que


hayan escapado a la destrucción sistemática que llevaron a cabo los
primeros frailes, ser reproducciones o copias de originales hoy extra-
viados o desaparecidos, o bien constituir textos pictóricos novohis-
panos realizados por tlahcuiloque indígenas con técnicas europeas.
Los textos verbales que llegaron hasta nosotros pueden ser trans-
cripciones directas:

• De un testimonio oral, enunciado por un informante.


• De la lectura de un documento pictórico por un informante.
• Puede ser un texto redactado por un indígena o un mestizo
iniciados en la escritura alfabética, o un cronista sin mediación
alguna.
• Pueden también constituir transcripciones posteriores, fieles
o alteradas de manuscritos alfabéticos más antiguos los cuales
a su vez pertenecen a uno de los rubros antes mencionados.

La posibilidad de que un informante haya redactado, él mismo,


el texto que atesoraba en su memoria, aunque sea factible, es poco
probable ya que los informantes eran generalmente ancianos que
difícilmente podrían haber emprendido el estudio del alfabeto. Tor-
quemada, hablando de su obra, señala sin embargo que: “Y esto que
afirmo es tomado de las mismas historias mexicanas y tetzcucanas,
que son las que sigo en este discurso y las que tengo en mi poder,
así de pinturas como en lengua mexicana, la cual escribieron indios
antiguos que luego que se convirtieron empezaron a escribir”.3
Los textos mixtos, en los que coexisten la discursividad pictórica
original y su lectura verbal, manifiestan un mestizaje expresivo sin-
gular. En lo que concierne a la migración mexica, el Códice Aubin y
los Ms. 40 y 85 son ejemplos de ello.
En su afán de conocer al otro por evangelizar, los frailes españo-
les se lanzaron en una búsqueda febril de información que pudiera
revelar este otro. Entre los distintos temas que se abordaron, la crea-
ción de México-Tenochtitlan que atañe al ser mismo de los que com-

Fray Juan de Torquemada, Monarquía indiana, México, Universidad Nacional


3

Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, 1992, v. 1, p. 208.

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46 PATRICK JOHANSSON K.

ponen la colectividad mexica fue una de las que más atrajeron a los
recopiladores. Abundan las variantes de la gesta estructurante del
ser-mexica, algunas obtenidas de la voz viva de un informante, otras
recopiladas a partir de documentos pictóricos leídos por informan-
tes indígenas y cuya lectura se transcribió en manuscritos alfabéticos.
En el caso de la Peregrinación de los aztecas contamos hoy con testi-
monios orales transcritos, versiones alfabéticas de lecturas de códices
precolombinos así como textos pictóricos coloniales calcados sobre los
documentos originales pero con sello indígena novoshispano propio.
A estas fuentes primeras se deben añadir crónicas e historias redacta-
das en náhuatl y en castellano que se escribieron posteriormente.

Textos provenientes de la oralidad

Podemos discernir la singularidad de los textos que responden a una


pregunta específica formulada por el recopilador español (como en
el caso de la minuta de Sahagún, por ejemplo) y la particularidad
de los que constituyen un texto perteneciente a la tradición oral
indígena, cuya enunciación fue eventualmente suscitada por el re-
copilador. En el primer caso, la estructuración conceptual y el pun-
to de vista del recopilador se imponen, generando una respuesta
que puede no corresponder del todo a su forma de saber. Otras
veces la cuestión “detona” verdaderamente el texto indígena tradi-
cional, aun cuando las circunstancias de elocución resultan algo ar-
tificiales. Es el caso de la mayoría de los relatos míticos o históricos
cuyos contenidos y discursividad se corresponden con los patrones
expresivos de la oralidad náhuatl.
Muchos de los documentos originales a partir de los cuales se
escribió en náhuatl o en español la historia de los mexicas están hoy
extraviados o desaparecidos. Sabemos de su existencia por referen-
cias explícitas o por semejanzas inconfundibles entre documentos
existentes que muestran una fuente común a partir de la cual éstos
fueron redactados. Tal es el caso de la famosa Crónica X, probable
hipotexto hoy desaparecido de parte de la Crónica mexicana y de
algunas partes de las Historias de Tezozómoc, Durán, Tovar y del
Códice Ramírez, entre otros.

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LA FUNDACIÓN DE MÉXICO-TENOCHTITLAN. EL MITO Y LA HISTORIA 47

La reestructuración discursiva que implicó la redacción en castella-


no por los cronistas españoles de la historia de los mexicas no permi-
te siempre determinar si la fuente original fue la transcripción de un
testimonio oral directo o la lectura de un documento pictórico indíge-
na. Para los textos en náhuatl, aun cuando éstos son transcripciones
de documentos más antiguos, el análisis puede generalmente determi-
nar si la fuente es de índole oral o resulta de la lectura de un códice.
En lo que concierne a la Peregrinación de los aztecas tres documen-
tos constituyen probablemente la transcripción alfabética en náhuatl
de un texto oral: los Anales de Tlatelolco (1528), el párrafo referente
a los mexicas, titulado Mexica anoço mexitin, que figura en el libro x
de la Historia general de Sahagún, y el relato correspondiente a la
historia de los mexicas consignado por escrito en la Crónica mexicá-
yotl cuyo recopilador principal y coautor fue Hernando Alvarado
Tezozómoc. Las particularidades expresivas correspondientes a la
enunciación de estos textos así como la configuración gramatical del
enunciado sugieren que no hubo un apoyo visual pictográfico a par-
tir del cual se elaboraron sendas versiones de la historia mexica.

Las variantes de Alonso Franco y de Chimalpahin

Entre las variantes de la Peregrinación de los aztecas que fueron reco-


piladas y transcritas al alfabeto figuran las que adujeron el informan-
te Alonso Franco a finales del siglo xvi y el cronista Chimalpahin, a
principios del siglo xvii. Más allá de las alteraciones que implicó su
transcripción, ambos textos manifiestan una estructura expresiva
que remite a una instancia oral de elocución en circunstancias espe-
cíficas de recopilación que motivaron la producción de metatextos
y de paratextos respectivamente explicativos y contextualizantes.
Ahora bien, si la índole oral de la enunciación es indudable,
parte de lo enunciado correspondiente a dichos textos es común a
estos textos y a los manuscritos conocidos como Códice Aubin, Ms. 85
y Ms. 40 que consideramos como lecturas de relatos pictóricos. Estas
partes similares, y a veces idénticas, tanto en términos diegéticos
como discursivos en los cinco manuscritos sugieren que los textos
están relacionados de alguna manera.

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Transcrito en la Crónica mexicáyotl la cual se atribuye parcialmen-


te al historiador indígena Hernando Alvarado Tezozómoc, el testi-
monio oral del informante Alonso Franco se desprende claramente
de su contexto manuscrito aun cuando se encuentra textualmente
“zurcido” con el relato que le sucede y el metatexto introductorio
que lo precede.
El párrafo liminar de esta versión sitúa en el contexto gráfico del
manuscrito el “Primer capítulo” (capítulo achto) y ubica la salida de los
mexicas en relación con el nacimiento de Cristo, es decir con el calen-
dario español, antes de enunciar una frase con carácter netamente
deíctico que podría indicar que el narrador tenía una imagen a la vista:

Ynic nican ye hualnenemi.


“Así aquí ya vienen andando.”

La versión de Alonso Franco, a diferencia de otras variantes,


habla de un cierto Moctecuhzoma que vivía en Aztlan y que tenía
dos hijos. Consta de distintos comentarios y explicaciones que hacen
suponer que el receptor (o el lector) del mensaje desconocía alguno
de sus referentes. Por otra parte el relato está “salpicado” de frases
y párrafos formularios que se encuentran en cada uno de los manus-
critos aquí considerados.
El hecho de que secuencias narrativas y discursivas idénticas se
encuentren en contextos expresivos tan distintos nos hace pensar
que podría haber existido un texto matriz a partir del cual prolife-
raran las variantes orales. Las frases y los párrafos serían en este caso
verdaderos ejes en torno a los cuales se articulaba cada enunciado
en la modalidad particular de su enunciación.

Textos pictográficos

Ningún libro indígena referente a la peregrinación de los aztecas se salvó


de la destrucción sistemática emprendida a lo largo del siglo xvi por
el clero español. Sin embargo, cuando todavía existían, se hicieron
copias de documentos precolombinos, no siempre muy fieles pues-
to que los tlahcuiloque indígenas se encontraban ya inmersos en la

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cultura novohispana, y que las razones por las cuales se volvían a


pintar dichos documentos eran más para que los españoles conocie-
ran lo esencial de la cultura vencida que por un afán de perpetuar
una tradición ancestral. La factura de estos códices es algo híbrida
y el sistema pictográfico de producción del sentido ha sufrido cam-
bios importantes que a veces desvirtúan lo allí expresado.
Entre los documentos pictóricos más importantes que evocan la
peregrinación de los aztecas figuran:

• El Códice Azcatitlan
• El Códice mexicanus
• El Mapa Sigüenza
• El Códice Vaticano-Ríos
• El Códice telleriano-remensis
• El Códice Boturini

Textos provenientes de la lectura de libros pictográficos

Muchos de los textos recopilados que figuran hoy en día en manus-


critos alfabéticos constituyen lecturas de libros pictográficos. En este
contexto, conviene diferenciar lo que podría haber constituido una
lectura auténtica, semejante a la que se efectuaba en tiempos pre-
hispánicos, de una glosa de la imagen destinada a recopiladores no
avezados. En el primer caso, el texto difiere de la oralidad tan sólo
por algunos detalles que revelan su origen pictográfico. En el segun-
do, las glosas corresponden a grupos glíficos específicos y figuraban
al pie de la imagen. Dichas glosas pueden haber permanecido en el
documento pictográfico, pero en muchos casos fueron reunidas y
transcritas en documentos especialmente diseñados para alojarlas.
Algunos errores de transcripción en ciertos documentos muestran
de manera fehaciente que el orden de los factores no era siempre
evidente. Ante la duda, el transcriptor optó a veces por dejar en el
manuscrito el esquema correspondiente al códice.
Los documentos pictóricos indígenas se mandaron copiar o ree-
laborar para que los frailes pudieran conocer la cultura del otro y para
que quedara un testimonio de su historia, el cual se pudiera a su vez

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utilizar para redactar dicha historia. Para tales efectos se pedía a in-
formantes, sabios y pintores que leyeran o por lo menos explicaran
las imágenes de los libros. Estas lecturas o explicaciones se transcri-
bían en manuscritos, muchos de los cuales se conservan hoy en día.
Como en el caso de la transcripción de los testimonios orales,
cuando las lecturas efectuadas y conservadas en náhuatl se volvían
a escribir en castellano, su narratividad específica se perdía al ser
sustituida por el discurso del cronista, discurso generalmente más
distante y con un punto de vista propio.
Se conservan, sin embargo, algunos manuscritos en náhuatl que
resultan ser lecturas de documentos pictóricos los cuales están des-
graciadamente perdidos.
En lo que concierne a la peregrinación de los aztecas, las versiones
contenidas en los Anales de Cuauhtitlan, el Códice Aubin, el Ms. 40 y el
Ms. 85 muestran claramente ser lecturas de secuencias pictóricas que
se transcribieron.

Textos escritos en náhuatl

A la vez que se realizaba esta labor de información y de recopilación


de textos por parte de los españoles, algunos indígenas y mestizos
empezaron a escribir. El texto escrito difiere del testimonio oral trans-
crito por muchas razones que no podemos considerar aquí. Digamos
tan sólo que se sustituyen los recursos expresivos de la oralidad por
una subordinación frástica a lo que se quiere expresar. Este “embu-
do” gráfico-verbal por donde pasa inevitablemente el entendimien-
to tiene como consecuencia una sobre-valoración del semantismo de
la palabra en relación con otros elementos expresivos propios de la
oralidad. La palabra que era parte constitutiva de un todo pasa a
ser, en este contexto alfabético, el todo. Si bien no afecta la recepción
y la interpretación de los textos correspondientes al género tlahtolli
en el que los contenidos se imponen de cierto modo a la forma, en
el macrogénero cuicatl puede determinar interpretaciones erróneas
ya que en este contexto la mímesis dancística, las sonoridades y otros
elementos expresivos comparten con el léxico, la morfología y la
sintaxis, la producción de sentido.

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Muchas de las crónicas en náhuatl que recuerdan la peregrinación


conservan los textos orales sin que una reestructuración de la histo-
ria y del discurso altere su forma o sus contenidos. Los originales,
envueltos en metatextos y paratextos que lo sitúan en su nuevo con-
texto gráfico se “vertieron” como venían en dichas crónicas. Es el
caso por ejemplo de las Crónicas de Tezozómoc, de las Relaciones de
Chilmapahin y de su Memorial breve acerca de la fundación de Col-
huacan. Otras, sin embargo, fueron creadas sobre el papel, en fun-
ción de fuentes originales, por un autor que imprimió a la historia
su sello particular.
La historia de Cristóbal del Castillo correspondiente a la Migra-
ción de los mexicanos al país de Anáhuac4 es probablemente el mejor
ejemplo de una creación literaria sobre el tema de la peregrinación.
El autor imprime a su obra un tono épico el cual expresa un punto
de vista muy personal al momento de escribir los hechos. Los es-
quemas de acción narrativa correspondientes a la gesta de Huitzi-
lopochtli se organizan según una lógica casi novelesca de consecu-
ción y de consecuencia, los personajes adquieren caracteres específicos
que justifican o explican sus acciones, en una perspectiva cristiana que
ubica al lector en relación con el texto. Los diálogos, más que ex-
presar el antagonismo de las fuerzas cósmicas en presencia, esta-
blecen una discursividad convencionalmente literaria. A título de
ejemplo aducimos el siguiente fragmento:

ca iuh oquinanahuati in itetlayecolticauh in Huitzilopoch in intlatocauh mo-


chiuhtihuitz in Mecitin in quilhui: ca namechyacantiaz in campa anyazque
quauhtli ipan niquiztaz namechtzatzilitiaz in campa anyazque zan xinechitzti-
huian auh iniquac oncan onacito in canin onitlaqualittac in anmotlalitihui
oncan ninotlaliz, oncan annechittazque, aocmo nipatlaniz, inic niman oncan
xicchihuacan in nomomoz, in nocal, in nozacapepech in canin onehuaticatca.
Auh oncan mochi tlacatl mocaltiz, animotlalizque.5

Cristóbal del Castillo, Migración de los mexicanos al país de Anáhuac, fin de su


4

dominación y noticias de su calendario. Fragmentos históricos sacados de la obra escrita en


lengua náuatl, traducción de Francisco del Paso y Troncoso, Florencia, Salvador
Landi, 1908, 107 p. (Biblioteca Náhuatl 5. Tradiciones Migratorias, Cuaderno).
5
Cristóbal del Castillo, Historia de la venida de los mexicanos y de otros pueblos e
Historia de la Conquista, traducción y estudio introductorio de Federico Navarrete,
México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2001, p. 106.

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Pues así se dirigió a su servidor Huitzilopoch quien se volvió señor de los


mecitin. Le dijo: “os guiaré a donde vayan, me mostraré bajo la forma de
un águila, os diré a donde iréis. Sólo mírenme y cuando haya llegado allá
donde me gusta que se establezcan, allá me instalaré, allá me veréis, ya
no volaré. Entonces, luego hagan mi templete, mi casa, mi lecho de
zacate donde esté yo. Y allá todos construirán su casa y se instalarán.

La profecía que se manifiesta en las palabras del tetzahuitl, “por-


tento”, no tiene el carácter iterativo y rítmico que tiene la variante
oral correspondiente transcrita en la Crónica mexicáyotl. Un hieratis-
mo literario un tanto grandilocuente se impone aquí a la “percu-
sión” verbal que constituye la palabra del dios en otras versiones.

Textos escritos en español

La transposición literaria de la peregrinación en las crónicas redacta-


das en castellano implica una refracción aun mayor de la expresión
original, sobre todo si el autor es español. A la relativa “traición” que
constituye la traducción se añade una distancia a veces algo despre-
ciativa del autor en relación con un hipotexto que considera como
mera “fábula”. A este rubro pertenecen las Historias de los cronistas
españoles antes mencionados, la obra de Torquemada, el libro viii
de Acosta, las crónicas que escribieron en español indígenas y mes-
tizos, así como la Historia de los mexicanos por sus pinturas.

La versión de fray Juan de Torquemada

Las fuentes primarias que aducen Tezozómoc y Chimalpahin en sus


misceláneas narrativas respectivas contrastan singularmente con la
versión elaborada por fray Juan de Torquemada, redactada a partir
de documentos pictóricos, fuentes manuscritas e historias de otros
cronistas españoles, mestizos o indígenas.
El punto de vista del narrador (Torquemada) es mucho más dis-
tante en relación con lo narrado que en las versiones antes consi-
deradas. Texto y metatexto se funden en un relato dirigido a un
lector potencial español, donde alternan lo épico y lo explicativo.

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En términos de narratividad, prevalece una dinámica consecu-


tiva y consecuente de secuencias discursivamente subordinadas sobre
un eje lineal de progresión. Las consideraciones metatextuales se
integran perfectamente al orden gráfico establecido. Por ejemplo,
después de haber evocado a los cronistas españoles Acosta, Herrera
y Gómara, y a sus versiones específicas referentes a Chicomóztoc,
Torquemada “zurce” su texto de la siguiente manera:

[…] y dejando a los tres en este lugar, hasta que los encontremos en
otro, pasamos con los mexicanos de estas Siete Cuevas a otro lugar
llamado Coatl Ycamac […].

Esta discursividad ágil, típica de Torquemada, que pasa del texto al


metatexto de manera a veces algo intempestiva, no podía darse más
que en un contexto de escritura.

Las interpolaciones españolas

Las circunstancias antes evocadas, que presidieron a la recopilación


de la información, hicieron que el corpus de textos, necesario para
una justa aprehensión del pensamiento indígena, fuera insuficiente.
No se hicieron siempre las preguntas más pertinentes y de la mane-
ra más adecuada, además de que los informantes no pudieron siem-
pre, o no quisieron, responder a dichas preguntas. Muchos documen-
tos que contenían textos juzgados “peligrosos” fueron destruidos, y
la información que contenían irremediablemente perdida.
Cuando se conservaban los documentos transcritos a partir de
un testimonio oral, las omisiones, enmiendas, escisiones subse-
cuentes del texto, así como su transposición eventual al castellano,
contribuyeron a desvirtuar sus contenidos. A esta alteración relati-
vamente involuntaria del sentido original, debemos añadir unas
interpolaciones de los textos fríamente calculadas que tenían como
fin habilitarlos para consolidar la visión cristiana del mundo que el
catecismo difundía entre los indígenas.
La recopilación de los textos indígenas corresponde ante todo,
en un primer momento, a una estrategia de evangelización. Su
transcripción a partir de la oralidad o de la imagen y su eventual

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conservación en manuscritos tenían como fin permitir a los misio-


neros españoles detectar la idolatría cuando se manifestaba y, más
generalmente, dar a conocer al “otro” que se debía de evangelizar.
Aun cuando el aparato cognitivo y gráfico del recopilador así
como la interpretación errónea de ciertos datos sesgaron inevitable-
mente el sentido de lo recopilado, la objetividad, tal y como se con-
cebía en el siglo xvi, fue sin duda el criterio que adoptaron aquellos
que emprendieron la recopilación de textos y de datos referentes a
las culturas antiguas de México.
Ahora bien, si muchos textos fueron simplemente “almacenados”
en manuscritos, como testimonios objetivos de las culturas antiguas,
otros fueron “explotados” por los frailes evangelizadores para facilitar
la conversión de los indígenas. Tal es el caso de los géneros expresivos
conocidos como Huehuetlahtolli, “la antigua palabra” o “palabra de los
ancianos”, y Xochicuicatl o “cantos floridos” cuyos registros expresivos,
respectivamente retórico y lírico, no diferían mucho del canon euro-
peo, y cuyos contenidos debidamente reorientados e interpolados
podían ayudar de alguna manera a la propagación de la fe cristiana.
Algunas interpolaciones, como el hecho de cambiar simplemen-
te el nombre del numen indígena por Dios, Cristo, Santa Iglesia, o
por el nombre de un santo, o por vocablos como diablo o demonio,
son obvias y no presentan problema alguno para la percepción ade-
cuada del texto. Otras son más difícilmente detectables ya que ata-
ñen a ideas y conceptos europeos sutilmente diluidos en el torrente
verbal indígena. Estas interpolaciones, por pequeñas que fueran,
bastaron para desviar el cauce verbal del sentido original hacia cam-
pos cognitivos de aprehensión que lo desvirtúan.
En el caso de las variantes verbales y pictóricas que relatan la pere-
grinación de los aztecas-mexicas y la subsecuente fundación de México-
Tenochtitlan, si exceptuamos algunas elucubraciones metatextuales de
cierto fraile que consideró a los mexicas como “una de las diez tribus
de Israel que Salmanazar, rey de los asirios cautivó”,6 y la sustitución
frecuente del nombre Huitzilopochtli por el término “diablo”, no hubo
interpolaciones que pudieran afectar la producción de sentido.
6
Fray Diego Durán, Historia de las Indias de Nueva España e islas de tierra firme,
2 v., estudio preliminar de Rosa Camelo y José Rubén Romero, México, Consejo
Nacional para la Cultura y las Artes, 2002 (Cien de México), v. i, p. 2.

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En cambio, las modalidades de recopilación de los textos y su


reestructura alfabética o pictórica suscitaron ambigüedades difíciles
de dirimir. Por otra parte, en lo que concierne a la reelaboración de
los documentos pictográficos, la estructura compositiva del relato se
vio frecuentemente nulificada en aras de una referencia historicista.

eL Mito y La hiStoria

Los pueblos indígenas nómadas y luego seminómadas que fundaron


México-Tenochtitlan vinieron un día de algún lugar para establecer-
se en la cuenca de México, pero este periodo formativo de su histo-
ria se pierde en la noche de los tiempos; los textos que lo evocan
expresan tanto lo que en verdad podría haber acontecido como lo
que ellos quisieron que hubiera ocurrido.
Por el carácter esencialmente mitológico de las fuentes que la re-
fieren, la fundación de México-Tenochtitlan no es sólo la culminación
diacrónica de lo que fue sino también la creación retrospectiva, periódi-
camente renovada, de un mundo en función de los determinismos his-
tóricos de un presente. En efecto, en un contexto cosmogónico, los
hechos debían fundirse en el crisol narrativo de un relato mítico para
ser debidamente aprehendidos. La Historia era ante todo una historia,
una configuración narrativa del pasado a la medida de un presente. Si
bien existían géneros, como las genealogías o los anales, en los que pre-
valecía una cierta historicidad, los sucesos se conjugaban con las pulsio-
nes más recónditas del ser, la religión, lo imaginario, y una interioriza-
ción profunda de lo vivido, para componer una verdad sensible que
arraigara culturalmente las colectividades nativas en su espacio-tiempo.
El discurso indígena a partir del cual se recopilaron las fuentes que
sirvieron para escribir la historia de los pueblos mesoamericanos no
buscaba generalmente referir el acontecimiento pretérito en la objeti-
vidad “histórica” de su manifestación, sino que producía un sentido afín
a las necesidades socio-existenciales de dichos pueblos.
Por otra parte, las historias “hacían cuerpo” con la materialidad
sonora o pictórica de los textos que las entrañaban y con sus “con-
textos” enunciativos, de tal manera que no se puede desprender un
contenido determinado de su conjunto expresivo sin desgarrar el

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texto. Como la etimología de la palabra lo indica, un texto es un teji-


do expresivo urdido sobre un telar cultural específico el cual deter-
mina a su vez el valor de lo expresado.
Con la conquista militar y espiritual de México, la historia indí-
gena cambió bruscamente de rumbo a la vez que las historias que
conformaban la memoria colectiva, al ser transcritas, se “trans-for-
maron” y “trans-funcionalizaron” en sus nuevos contenedores gráfi-
cos y en función de nuevos conceptos. La voz viva y la imagen se
colaron en los moldes del alfabeto latino mientras que el pensamien-
to náhuatl así transmitido se deformaba notablemente en el prisma
refractante que constituyó el aparato cultural receptor. Las historias
fueron desprendidas de las circunstancias particulares que le confe-
rían un sentido e integradas a un contexto gráfico donde quedaron
almacenadas para el uso “diagnóstico” del interpretante español.
Desde el surco “mnésico”, psicofisiológico, que se graba en la
mente humana hasta las modalidades más superficiales de los dis-
tintos relatos que lo manifiestan, el relato tiene una existencia pro-
pia, virtual o manifiesta, intangible o semiológicamente aprehensible.
Ahora bien, como lo señala Joël Candau: “es el proceso mismo de
creación de la historia el que crea la estructura mnemónica que
contendrá la esencia de esta historia”.7 En este proceso de creación,
el medio físico —la oralidad o la imagen— es determinante y lo será
por lo tanto a nivel de la retención. La peregrinación verbalmente
configurada y la peregrinación pictóricamente compuesta tienen es-
tructuras mnemónicas distintas que remiten sin embargo a la misma
historia. La historia tiene asimismo un nivel de abstracción superior
a los mecanismos narrativos presentes en la discursividad oral o
pictórica mediante los cuales se manifiesta, y genera precisamente
estos mecanismos en sendas modalidades expresivas.
En el caso específico de la peregrinación, las unidades actanciales
con pertinencia mitológica permiten a la colectividad “co-nacer” a
su propia fundación mediante una serie de acciones narrativas que
responden a una demanda difusamente cognoscitiva de integración
a la totalidad del mundo.

Joël Candau, Mémoire et identité, París, Presses Universitaires de France,


7

1998, p. 63.

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El nacimiento de una nación se manifiesta a nivel narrativo me-


diante la gestación y el nacimiento de un ser, su desprendimiento de
la madre, con todos los “enredos” actanciales que pueden generar
tanto las pulsiones endógenas como la interiorización de lo vivido y su
subsecuente “puesta en intriga”. Los textos mitológicos en lo particu-
lar llevaban la sapiencia en su torrente diegético, como un aluvión
nunca reflexivamente decantada, siempre en movimiento. Ahora bien,
la relación mitológica que establece el hombre con el mundo exterior,
por muy difusa que sea en términos cognoscitivos, se manifiesta con-
cretamente mediante una proliferación de textos orales y pictóricos.
Distinguiendo de manera algo arbitraria la historia y el mito, en
función de los criterios que imperaban en la cultura occidental, con-
sideraremos los hechos, las circunstancias y los acontecimientos his-
tóricamente establecidos que enmarcaron la fundación de la nación
mexica.

Ihtoloca, “lo que está dicho”: la historia

El vocablo náhuatl que refiere lo que entendemos por “historia”, y


lo que entendían, con matices distintos, los españoles en el siglo xvi,
ihtoloca, es probablemente un neologismo. Su significado literal, “lo
que está dicho”, no aporta elementos significativos que lo puedan
diferenciar del mito: Tlamachiliztlahtolzazanilli, “relato enigmático de
la palabra de sabiduría”. La modalidad gramatical pasiva de ihtoa,
“decir”: ihtolo, “dicho”, con el morfema –ca, que le confiere un esta-
do y lo sustantiva, podría sin embargo establecer una distinción
entre el carácter narrativo y siempre incoativo del mito y la índole
contingente e irreversible de lo que fue realmente.

La destrucción de los libros pictóricos por Itzcóatl

La historicidad de las peripecias itinerantes que condujeron a la


fundación de México-Tenochtitlan, tal y como figuran en los docu-
mentos que las refieren, podría cuestionarse si consideramos que el
tlahtoani mexica Itzcóatl mandó quemar libros pictográficos que
“contenían muchas mentiras”. En relación con la permanencia de
los mexicas en Tamoanchan, un informante afirmó lo siguiente:

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Aocmo vel molnamiqui, aocmo vel onmocxitoca in quexquich cavitiloc tamoan-


chan, in quitoznequi: temooa tocha, ca mopiaia in itoloca, ca iquac tlatlac in
tlatocat Itzcoatl, in mexico: innenonotzal mochiuh in mexica tlatoque, quito-
que: amo monequi mochi tlacatl quimatiz, in tlilli, in tlapalli, in tlatconi,
in tlamamaloni, avilquiçaz: auh inin, çan naoalmaniz in tlalli, ic miec mopic in
iztlacaiutl.8

Ya no se recuerda, ya no se puede leer cuánto tiempo permanecieron


en Tamoanchan, lo que quiere decir: buscamos nuestra casa. Se guar-
daba la historia [pero] entonces fue quemada por Itzcóatl, en México.
Los señores hicieron una reunión, dijeron: “No es bueno [necesario]
que todos conozcan, la tinta negra, la tinta roja [la escritura pictográ-
fica], lo que lleva la carga, que la tiene a cuestas [el gobierno], saldrá
mal [será perjudicado]. Y [con] eso la tierra entrará en la sombra pues
se forjarán muchas mentiras”.

Cabe preguntarse en este contexto, si la tradición oral corres-


pondiente a estas etapas de la migración conservó, aunque de ma-
nera imprecisa, el discurso original en ausencia de documentos pic-
tóricos que la autentificaran o si, con base en nuevos relatos
pictóricos, se reconfiguró el pasado mexica en función de un pre-
sente: el que vivían los mexicas en tiempos de Itzcóatl, quizá después
de su victoria sobre los tepanecas de Azcapotzalco, en 1428.9
Como posible consecuencia de esta victoria, el pueblo mexica va a
ocupar un lugar preponderante en Anáhuac, lo que podría haber jus-
tificado que se “compusiera” el pasado para que estuviese a la medida
de un glorioso presente. Encontramos en el Códice matritense de la Real
Academia de la Historia un cambio significativo en la indumentaria de
Itzcóatl en relación con los que lo precedieron (véase figura 1).
Acamapichtli, Huitzilíhuitl y Chimalpopoca están sentados sobre
un asiento de tules tolicpalli, su tilma es de piel (ehuatilmatli) y en la
nuca de cada uno observamos la insignia de su rango, referido en
náhuatl como icoçoyaoalol, “su círculo o enrosque amarillo”, un motivo

Códice florentino (Testimonios de los informantes de Sahagún), facsímil elaborado por


8

el Gobierno de la República Mexicana, México, Giunte Barbera, 1979, libro x, cap. 29.
9
Dibble y Anderson traducen çan naoalmanjz in tlalli como “this will only
spread sorcery in the land”. La quema referida podría haber concernido única-
mente libros religiosos con un tenor que no correspondía a los nuevos tiempos.

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LA FUNDACIÓN DE MÉXICO-TENOCHTITLAN. EL MITO Y LA HISTORIA 59

circular amarillo y verde con dos lengüetas que se desprenden de su


centro hacia abajo y dos plumas de águila enhiestas.10
A partir de Itzcóatl, el icpalli se vuelve un tepotzicpalli de petate; la
tilma es de algodón color turquesa, xiuhtilmatli, con una franja roja, y
la frente está ceñida con una especie de corona de turquesa, xiuhtzon-
calli, con un listón rojo anudado a la nuca. Una vara de color turquesa,
xiuhyacamitl, atraviesa el septum de la nariz. El azul turquesa y el rojo
remiten a las insignias distintivas de los reyes toltecas y probablemente
a Quetzalcóatl en su advocación de Yacatecuhtli (véase figura 2).
La nueva imagen del máximo gobernante mexica podría expre-
sar un cambio radical en el orden sociopolítico-religioso de nómadas
ya firmemente enraizado en el lugar del asentamiento definitivo y
justificar la quema de textos pictográficos que no se correspondían
con su nuevo estado.
Sea lo que fuere, el primer gobernante, Acamapichtli, y luego
Huitzilíhuitl y Chimalpopoca constituyen una transición sociopolítica
entre el nomadismo y el sedentarismo plenamente asumido, así como
un vínculo entre los mexicas y los toltecas, transición que habrá de
manifestarse en los relatos correspondientes ya fueran de índole his-
tórica o mitológica. Asimismo la tilma de color azul turquesa, xiuhtil-
matli, que ostentarán los tlahtoque mexicas a partir de Itzcóatl, según
el Códice matritense de la Real Academia de la Historia, los vincula de
cierta manera con los toltecas.11

coSMoLogía y cronoLogía indígenaS

Entre todos los elementos mitológicos que fundamentan una cosmo-


logía figura el tiempo y más específicamente los ritmos y las tempo-
ralidades que lo constituyen. En este mismo contexto, las fechas

Los jefes acolhuas referidos en el folio 52r del mismo documento, Tlaleca-
10

tzin, Techatlalatzin e Ixtlilxóchitl, están sentados en un tolicpalli, tienen una tilma


de piel de venado leonada y un motivo circular amarillo con tres lengüetas y dos
plumas verdes. Cfr. Códice florentino.
11
En una secuencia pictórica del Códice Azcatitlan, la consagración de Huitzi-
líhuitl, el viejo (anterior a Acamapichtli), se realiza mediante la entrega de un es-
cudo y una manta de color turquesa.

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60 PATRICK JOHANSSON K.

contribuyen a crear, “ana-crónicamente”, el cosmos antes de que


una orientación mitológicamente definida permita un movimiento
espacio-temporal y el comienzo de una cronología histórica.
En el marco fundacional aquí considerado, recordemos que el
fuego, axis mundi del cosmos en gestación, fue creado por Tezcatli-
poca en el año 2-acatl, 2-caña,12 que el sol nació en el año 13-acatl,13
es decir, 25 años después, y que la fecha de la salida de los aztecas
de Aztlan se sitúa, en el año siguiente, en la fecha 1-tecpatl, 1-peder-
nal, o sea, 26 años después de la creación del fuego. La fecha 1-pe-
dernal tiene el valor cosmológico que le confiere el exponente nu-
mérico “1”, el alfa y el omega, el principio y el fin de un ciclo pero
también centro y axis mundi de un mundo en gestación. En cuanto
al pedernal su materia pétrea lo relaciona con el fuego, mientras que
su forma fálica remite semiológicamente a contextos de penetración
y subsecuente fecundación.14
Sea lo que fuere, es en el año 2-caña, en el momento en que se
hace la primera atadura de años (el primer “fuego nuevo”, 52 años
después de su creación) que nace Huitzilopochtli, el dios tutelar de
los aztecas-mexicas, quien los conducirá hasta el lugar de su asenta-
miento definitivo: México-Tenochtitlan.
Al igual que la fecha de salida es altamente significativa en tér-
minos simbólicos, la fecha correspondiente a la fundación de la na-
ción mexica lo será en los mismos términos. La deambulación nó-
mada de los aztecas-mexicas, culmina, un día, por el nacimiento de
un pueblo, la edificación de un templo y la entronización de un rey.

12
Un fuego ilícito fue hecho por Tota y Nene en el año 1-tochtli cuando éstos
asaron peces y humearon el cielo creando asimismo la vía láctea. Los bastones del
fuego doméstico (tlecuáhuitl) cayeron del cielo en el año 2-caña. Cfr. Patrick Jo-
hansson, “And the Flint Stone Became a Rabbit… The Creation of the South and
the Origin of Time in the Aztec Legend of the Suns”, Estudios Indiana: Das kulturelle
Gedächtnis Mesoamerikas im kulturvergleich zum alten China. Rituale im Spiegel von
Schrift und Mündlichkeit, edición de Daniel Graña-Behrens, Berlín, Ibero-Amerika-
nisches Institut Preuβischer Kulturbesitz, n. 2, 2009, p. 77-99.
13
Cfr. Patrick Johansson, “Presagios del fin de un mundo en textos proféticos
nahuas”, Estudios de Cultura Náhuatl, México, Universidad Nacional Autónoma de
México, Instituto de Investigaciones Históricas, n. 45, enero-junio de 2013, p. 79-80.
14
Por dar tan sólo un ejemplo, fue un pedernal arrojado desde el cielo el que
determinó el nacimiento de 400 dioses después de haber penetrado en una cueva
(oztotl). Cfr. Torquemada, Monarquía indiana, v. 3, p. 120.

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LA FUNDACIÓN DE MÉXICO-TENOCHTITLAN. EL MITO Y LA HISTORIA 61

Pero ¿cuál es el atributo esencial que permite fijar la fecha de su fun-


dación, en función de los determinismos propios de su pensamien-
to? Quizá sea el momento en que pasa de lo esencial a lo existencial,
del mito a la historia; de un estado nómada a un estado sedentario.

La geStación deL dioS, deL teMPLo y deL PuebLo

El concepto de “gestación” aplicado a las etapas formativas de la


nación mexica y a la fundación de México-Tenochtitlan es más que
una simple metáfora. Expresa, de manera sensible, la idea que los
mexicas se hacían de su origen y de las peripecias que marcaron su
historia desde Aztlan hasta el lugar de su asentamiento sedentario.
La tierra fecundada por el cielo, el acromatismo simbólogicamente
significativo de Aztlan, la travesía de Aztlan a Colhuacan, la cueva
(oztotl)15 dentro del monte (véase figura 3) verdadera matriz (véase fi-
gura 4) en la que se gesta el dios, las etapas nómadas durante las cuales
el dios Huitzilopochtli toma una forma (tlacatia) en la envoltura matri-
cial que constituye el tlaquimilolli, bulto que contiene sus huesos (véase
figura 5) antes de nacer (tlacati) en el monte Coatépec e imponerse a
las divinidades selénicas y estelares que se oponían a su advenimiento.
En la última etapa, la regresión que constituye la huida de los mexicas
frente a los colhuaque, el refugio que encuentra en los carrizales de Aco-
colco, así como la sumersión, más tarde, de Axoloa en un ojo de agua
(México) frente a un tunal tienen también un valor matricial.

El “desprendimiento” del pueblo elegido de los otros barrios

Entre todos los esquemas mítico-narrativos que expresan el carácter


gestativo de la deambulación de los migrantes está la etapa de la
separación del pueblo “elegido”, los aztecas-mexicas, del resto de
los barrios. Esta separación se asemeja al corte de un umbilicalismo
que lo vinculaba con dichos barrios y consagra su autonomía. Ade-

En náhuatl oztotl es la “cueva” mientras que otztic refiere el estado de preñez


15

de una mujer.

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62 PATRICK JOHANSSON K.

más de los numerosos textos verbales que expresan lo anterior, la


lámina ii del Códice Boturini permite una aprehensión visual impac-
tante de este acontecimiento (véase figura 5).
En la figura 5, la disposición vertical de los barrios y su inmovi-
lidad se conjuga con la disposición horizontal y dinámica de los
portadores aztecas de Huitzilopochtli, configurando asimismo una
ortogonalidad semiológicamente significativa. El desprendimiento es
visualmente claro.
La separación es icónicamente más explícita en la lámina iii del
mismo códice (véase figura 6). Los puntos que vinculan el persona-
je representado de los barrios y el glifo de los aztecas, así como las
huellas que los prolongan, expresan claramente la separación. La
ruptura del árbol es el portento altamente significativo que refuerza
la idea de “escisión”.

Los aztecas se vuelven mexicas

El desprendimiento del barrio azteca del cuerpo colectivo al que per-


tenecía está acompañado de un cambio de identidad. En la lámina iv del
Códice Boturini (véase figura 7) según la lectura que algunos informantes
indígenas hicieron de él, a finales del siglo xvi16 los aztecas se vuelven
mexicas. El texto correspondiente del Códice Aubin refiere lo siguiente:

çatepan yn ovalpeuhque

yn otlica ympan oaçico yn tlatlacatecolo


vey comitl ytlan huehuetztoque
yvan cequintin mizquitl ytzintla vehuetztoque

yehuantin yn quintocayotia mimixcova


(quimilhuia quintocayotia)
yn ce tlacatl ytoca xiuhneltzin
ynic ome ytoca mimitzin
yniqu ey in çivatl ynveltiuh

occeppa oncan oquinnotz in diablo (in inteouh) in huitzillopochtli

16
Cfr. Patrick Johansson, La palabra, la imagen…, p. 359-370.

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LA FUNDACIÓN DE MÉXICO-TENOCHTITLAN. EL MITO Y LA HISTORIA 63

quimilhui. (yn azteca)


Xiqui [f. 5v] monanacan yn veycomitl yntlan cate
Yehuantin yacachto tequitizque.

Auh ca niman oncan oquincuepilli


yn intoca yn azteca
oquimilhui.
In axcan aocmo amotoca yn amazteca
ye ammexica.
Oncan oquinnacazpotonique
ynic oquicuique yn intoca yn mexica

yvan oncan oquimmacac yn mitl yvan tlahuitolli yvan


chitatli yn tlein aco yauh huel quimina (tlamina) yn mexica.

Después emprendieron la marcha

En el camino sobre ellos llegaron los hombres-búhos


cayeron junto a la biznaga
y algunos cayeron al pie del mezquite

A ellos los llaman Mimixcoas


[les dice, los llaman]
La primera persona se llama Xiuhneltzin
La segunda se llama Mimitzin
La tercera [una] la mujer, [es] su hermana mayor.

Otra vez allí habló el diablo [su dios],


Huitzilopochtli

les dijo: [a los aztecas]


Atrapen a los que están junto a las biznagas
Ellos primero pagarán el tributo

Y luego allí les cambió


su nombre a los aztecas
Les dijo:
Ahora ya no os llaméis azteca
Ya sois mexica
Allá les emplumaron las orejas
Así tomaron su nombre los mexicas.

Y allá les dio la flecha, el arco y la red


lo que va arriba, lo pueden flechar lo [flechan] los mexicas.

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Según lo establecen las fuentes verbales transcritas, después de ha-


ber sacrificado a los mimixcoas y haber entregado armas e insig-
nias, Huitzilopochtli confiere a los aztecas su nuevo nombre genti-
licio: mexica. Esta secuencia está plasmada en la lámina iv del
Códice Boturini.
Las palabras de Huitzilopochtli: “…In axcan aocmo amotoca yn
amazteca ye ammexica.” “Ahora ya no os llaméis azteca sino mexica”
corresponden a esta lámina. En este mismo momento el dios les con-
cede las insignias, rasgos distintivos de su nuevo estado. La expre-
sión correspondiente, oquinnacazpotonique, se traduce literalmente
como “les emplumaron las orejas”. Sin embargo, el significado del
verbo potonia expresa más generalmente el hecho de plasmar algo
sobre una superficie. En este caso, además de emplumar las orejas
de los aztecas, se aplicaría una máscara sobre su rostro, máscara
que borraría los rasgos gentilicios anteriores para conferir los nue-
vos. Como consecuencia de lo anterior, los mexicas “tomaron su
nombre” (ynic oquicuique yn intoca), como cogen el arco y la flecha
en la lámina.
En términos visuales, a la simple separación sucede, en la lámi-
na iv, una oposición frontal entre un grupo de cuatro migrantes y
otro de tres personajes extendidos respectivamente sobre las bizna-
gas y un mezquite, con el subsecuente sacrificio de los últimos. Las
características de las oposiciones específicas antes mencionadas per-
miten reunirlas sobre la línea isotópica “confrontación” “separa-
ción”, sólo que en este caso, la separación implica la “muerte” sacri-
ficial de unos y consecuentemente el nacimiento del personaje
situado sobre el plano superior, según parece producirlo el discurso
pictórico-compositivo de la lámina, así como los referentes contex-
tuales de la oralidad.
Visualmente hablando, dicho personaje parece resultar de la
fusión de los cuatro personajes andantes y de los tres sacrificados.
En efecto, la tilma que lleva y el corte de cabello se corresponden
con los primeros, mientras que las plumas que adornan su frente y
sus orejas pertenecen a los mimixcoas (o mimixcohuas). En cuanto
a la pintura facial (tlaantli) del personaje, parece ser la síntesis de
la pintura que rodea los ojos de Xiúhnel y Mímich y del afeite de la
boca de Teoxáhual.

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LA FUNDACIÓN DE MÉXICO-TENOCHTITLAN. EL MITO Y LA HISTORIA 65

• Las dos volutas del personaje que recibe las armas lo relacio-
nan con la cabeza en el pico del colibrí que se encuentra en
el primer bulto (Huitzilopochtli).
• La posición sedente parece ser un compromiso entre la verti-
calidad dinámica de los cuatro teóforos y la horizontalidad de
los tres mimixcoas extendidos en las biznagas y el mezquite.
Dicha posición es, sin duda, en el contexto pictográfico del
Códice Boturini, una referencia a un asentamiento.
• En ambos grupos (teóforos aztecas y mimixcoas) los persona-
jes masculinos muestran únicamente el brazo/mano derecha,
mientras que los dos personajes femeninos (Chimalma y
Teoxáhual) tienen los brazos colgando en una posición que
sugiere una no participación, un estado pasivo o el movimien-
to específico de los brazos que caracteriza a la danza nematla-
xo, en la fiesta Ochpaniztli. Señalemos que el sacrificador
también tiene las dos manos aparentes.

El hecho de que el personaje reciba el arco y la flecha con la


mano/brazo izquierdo podría ser el resultado de esta dialéctica visual.
La lateralidad es relevante en este contexto ya que el dios tutelar de
los mexicas entraña, en su nombre, un carácter izquierdo: opochtli,
altamente significativo.

• Los cuatro caminantes establecen un eje vertical móvil, refor-


zado por la mirada de los mimixcoas extendidos, dirigida
hacia arriba. El mezquite, entre las dos biznagas, tiene tam-
bién un carácter axial vertical ascendente.
• Los tres mimixcoas extendidos establecen un eje horizontal
inmóvil reforzado por la caja de red (chitatli o matlahuacal).
• El conjunto flecha/arco se integra al conjunto vertical pero
descendente por la orientación de la flecha. Cabe señalar que
dicha verticalidad parece apuntar a la cara o rostro (ixtli) de
Mímich y tiene un ángulo divergente en relación con la ver-
ticalidad.
• Estos ejes establecen a su vez una ortogonalidad significativa.
• El glifo antroponímico flecha (caña o palo de fuego)/agua que
ostenta el sacrificador permite establecer una relación visual

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directa con la flecha ascendente que alcanza el águila, descen-


diente del personaje, y la biznaga sobre la cual está siendo
sacrificado Teoxáhual. La flecha remite al cielo (aire) y al fue-
go, mientras que la biznaga17 recuerda el agua y la tierra.
• En lo que concierne al acto sacrificial que se está realizando,
en la parte derecha de la lámina, sobre el eje horizontal, el
hecho de que el supuesto sacrificador no tenga un cuchillo
de pedernal (o de obsidiana) podría ser revelador de una
modalidad específica de sacrificio o que se trate aquí de un
desollamiento.18
• El conjunto flecha/agua del glifo antroponímico del sacrifica-
dor se reproduce en el conjunto arco/caja de red (chitatli).

Visualmente, el mexica parece resultar de una convergencia (o una


fusión) semiológica de esquemas pictórico-narrativos “con-figurados”
en la lámina iv (véase figura 8). Ahora bien, si el nacimiento del mexi-
ca es semiológicamente patente ¿existen acaso elementos pictográfi-
cos que puedan remitir al nuevo gentilicio? En la lámina iv, todos los
personajes involucrados en la trama pictográfica están identificados
mediante un glifo antroponímico, excepto la mujer siendo sacrifica-
da y el personaje con el arco y la flecha. Como lo hemos señalado
anteriormente, gracias a otras fuentes “reconocemos” a la mujer me-
diante una lectura de su rostro: Teoxahualli, “(la que tiene el) afeite
divino”. Sin embargo, en este último caso conviene preguntarse si la
ausencia de glifo antroponímico específico es parte de la trama y
remite a la anonimidad (nemontemi) o si un glifo explícito hubiera
sido considerado como redundante o inclusive pleonástico.
Si debemos de “leer el rostro” de Teoxahualli como si su nombre
fuera inmanente a su rostro y a su ser, también lo debemos de hacer
con el personaje que “nace” (tlacati) en esta secuencia, ¿cuál sería
entonces la lectura de su rostro, de su cuerpo o, eventualmente, de
lo que hace?

17
Recordemos que la biznaga (teocomitl) es una planta de las regiones semide-
sérticas que puede contener grandes cantidades de agua.
18
A menos de que la ausencia del cuchillo se deba a una modificación inten-
cional, por parte del tlahcuilo, en el contexto colonial de la realización de la copia.

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LA FUNDACIÓN DE MÉXICO-TENOCHTITLAN. EL MITO Y LA HISTORIA 67

El nacimiento de Huitzilopochtli en Coatépec

El libro iii del Códice florentino aduce un relato detallado del naci-
miento cratafónico del dios solar mexica: la diosa-madre Coatlicue,
“falda de serpientes”, barría arriba del monte Coatépec cuando
cayó del cielo un ovillo de plumas. La diosa lo recogió, lo puso
debajo de su huipil y empreñó del que sería el sol: Huitzilopochtli.
La hermana mayor de Huitzilopochtli: Coyolxauhqui (la luna) y sus
hermanos, los cuatrocientos Huitznahuas (las estrellas), decidieron
dar muerte a su madre matando asimismo al fruto de lo que ellos
consideraban un amor ilícito que los avergonzaba. Después de mu-
chas peripecias, nace Huitzilopochtli, armado con la Xiuhcóatl, la
serpiente de fuego. Éste sacrifica y degüella a Coyolxauhqui, per-
sigue y diezma a los Huitznahuas, de los que sólo cinco escapan a
la furia del dios. Es preciso señalar que otras variantes del mito si-
túan en Coatépec la caída de los palos de fuego o el fuego nuevo,
es decir la aparición del elemento ígneo.
No podemos, en el espacio de este artículo, proceder a un aná-
lisis exhaustivo de la producción narrativa de sentido y de los sím-
bolos que entraña el texto. Nos conformaremos con desprender los
elementos esenciales de la historia:
La fecundación de Coatlicue por el ovillo de pluma representa
en última instancia la fecundación de la tierra por el cielo. El hecho
de barrer (tlachpaniztli) el monte Coatépetl constituye asimismo un
esquema de acción narrativa con alto valor simbólico. En efecto,
barrer constituía una penitencia, una purificación, pero sobre todo
definía simbólicamente la disponibilidad del ente femenino en la
espera del agente masculino de su fecundación.
Después de una gestación narrativa, cuyas etapas consideramos
más adelante, Huitzilopochtli nace, irrumpe en lo más alto del mon-
te. Coatlicue, la mujer con enaguas ofidias, y el monte de la serpiente,
Coatépetl, se funden aquí para constituir un mismo ente telúrico-
materno generador del sol y del maíz.

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68 PATRICK JOHANSSON K.

eL tunaL tenochtli:
axis mundi deL aSentaMiento Mexica

Después de muchas peripecias, algunas de las cuales podrían haber


tenido un tenor histórico, los mexicas llegan al valle de Anáhuac, para
realizar las últimas etapas de la peregrinación. Cada una de ellas tiene
un valor formativo en el proceso fundacional de México-Tenochtitlan.

El corazón sacrificado de Cópil

En una de las variantes de la peregrinación contenida en la Crónica


mexicáyotl,19 Huitzilopochtli aprovecha el sueño de su hermana Mali-
nalxóchitl (la luna) para abandonarla en Malinalco. Este agravio sus-
cita la ira del hijo de Malinalxóchitl, Cópil, quien decide vengar a su
madre. Cópil se dirige hacia Zoquitzinco, “lugar de lodo”; pasa por
Atlapalco, “lugar del agua roja”, y llega a Iztapaltémoc, “lugar de la losa
que descendió”, donde se manifiesta bajo la forma de una piedra/
losa: Iztapáltetl, probablemente una piedra de sacrificio. Esto ocurre
durante la estancia de los mexicas en Techcatitlan, “lugar cerca de la
piedra de sacrificios”. Esta secuencia recuerda inconfundiblemente el
descenso de una piedra de sacrificios en un mito tolteca:

Quil inpan tequiiauh in tulteca, auh in otequiiauh, çatepan oaltemoc ilhui-


cacpa centetl huei techcatl vnpa in chapoltepecuitlapilco in huetzico.20

Se dice que llovió piedras sobre ellos y cuando cesó la lluvia de piedras,
luego del cielo descendió una gran piedra de sacrificios, allá, detrás de
Chapultepec vino a caer.

El glifo toponímico de Techcatitlan, en el Códice Aubin (véase fi-


gura 9), representa probablemente esta piedra caída del cielo.

19
Hernando Alvarado Tezozómoc, Crónica mexicáyotl, traducción del náhuatl
de Adrián León, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de
Investigaciones Históricas, 1998, 188 p. (Primera Serie Prehispánica 3), p. 41.
20
Códice florentino, libro iii, cap. 10.

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LA FUNDACIÓN DE MÉXICO-TENOCHTITLAN. EL MITO Y LA HISTORIA 69

Huitzilopochtli sacrifica a su sobrino Cópil, lo decapita y le ex-


trae el corazón. La cabeza cercenada es colocada en el monte Tepe-
tzinco. En cuanto al corazón, el hijo del dios: Cuauhtlequetzqui, lo
lleva corriendo hacia un lugar del lago donde está la piedra en la
que Quetzalcóatl se sentó en su viaje a Tlillan, Tlapallan. Allí se
yergue sobre la piedra y arroja con violencia el corazón de Cópil en
el agua, entre juncos y carrizos. Del corazón sacrificado de Cópil
brotará el tunal tenochtli, axis mundi del futuro asentamiento mexica.

El icpalli rojo y negro de Quetzalcóatl

El hecho de que Cuauhtlequetzi se haya subido sobre la piedra te-


petlatl para arrojar el corazón de Cópil en el agua es significativo.
En efecto, es sobre esta piedra que Quetzalcóatl se sentó unos ins-
tantes en su camino a Tlillan, Tlapallan y lloró (quizá su reino per-
dido). Según el texto que refiere este acontecimiento, “sus lágrimas
perforaron la piedra” y la huella de sus manos y de su trasero quedó
grabada en dicha piedra. Este lugar fue llamado Temacpalcalco,
“lugar de las palmas de las manos en la piedra”. Esta piedra de te-
petate constituye una verdadera bisagra entre los toltecas y los mexi-
cas. El icpalli pétreo de Quetzalcóatl (tetl) así como el corazón de
Cópil, considerado metafóricamente como una tuna (nochtli), confi-
guran emblemáticamente el tenochtli, literalmente la “tuna de pie-
dra”, el tunal en torno al cual se edificará México-Tenochtitlan.

Ténoch y el tenochtli

Los códices Boturini y Aubin no hacen una mención pictográficamen-


te explícita de las secuencias míticas antes referidas. En la estancia
en Techcatitlan, el Códice Aubin menciona, en una glosa fuera del
cuerpo textual, a un cierto Ténoch cuya imagen está yuxtapuesta al
glifo toponímico del lugar: una piedra de sacrificios (véase figura 10).
En la cronología correspondiente a ambos códices la hierofanía del
tunal ocurre en Techcatitlan, en el año 2-calli, “2-casa”, lo que corro-
bora el Códice mexicanus.

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70 PATRICK JOHANSSON K.

La fecha 2-casa, 1325 en la cronología cristiana, ha sido consi-


derada como la fecha fundacional de México-Tenochtitlan en las
fuentes del siglo xvi y nunca ha sido cuestionada. Sin embargo, si
consideramos tanto los esquemas narrativos mitológicos como la
cronología mítico-histórica, esta fecha corresponde a la hierofanía
lunar del tunal sin el águila solar (véase figura 10). Los mexicas lle-
garon al espacio lacustre que se volverá su territorio pero falta toda-
vía una etapa crucial, una deambulación que se inicia en el año
2-casa y culminará con el descenso del águila sobre el tunal, el cual,
según nos parece, constituye el momento cratofánico fundacional
de la nación mexica.
En la lámina 2v del Códice mendocino (véase figura 11) se percibe
la llegada en la fecha 2-casa de los mexicas a la zona lacustre. El
relato pictográfico expresa compositivamente el carácter axial del
tunal, mientras que los años dan la vuelta en torno al eje que éste
representa y circunscriben dicho espacio hasta la víspera de la elec-
ción de Acamapichtli, la cual se expresa en la lámina siguiente.
En uno de los triángulos definidos por el cuadro líquido y la
intersección de las corrientes de agua figura Ténoch, cuyo glifo an-
troponímico es un tunal (tenochtli). Si consideramos el color negro
ungido en su cuerpo (rostro), el corte de cabello y la sangre que se
observa en la sien derecha, este personaje es un sacerdote (papahua).
El petate y la voluta que sale de su boca expresan incontestablemen-
te su autoridad pero podrían indicar su papel de guía más que de
jefe político.
En cuanto a la fecha 2-calli, “2-casa” (1325), el arqueólogo
Eduardo Matos Moctezuma aduce, como portento natural que la
podría confirmar como fecha fundacional, el hecho de que se pro-
dujo un eclipse el 13 de abril de 1325.21 Según Matos Moctezuma,
el eclipse legitimaría la fundación de la urbe mexica mediante esta
lucha entre la luna y el sol. Sin embargo, en un eclipse el sol es “co-
mido” (teocualo) por la luna, lo que sería contrario, según me parece,
al destino helíaco que representa la cratofanía del águila sobre el

21
Según el astrónomo Jesús Galindo, el eclipse habría comenzado a las 10:50 y
durado 4 minutos. Cfr. Eduardo Matos Moctezuma, Tenochtitlan, México, Fondo
de Cultura Económica, 2006, p. 41.

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LA FUNDACIÓN DE MÉXICO-TENOCHTITLAN. EL MITO Y LA HISTORIA 71

tunal. El eclipse, mitológicamente procesado, significaría más bien


el predominio, todavía, de la luna sobre el sol.

Los 39 años (13 × 3) del mando de Ténoch o del tenochtli

Es “en torno al tunal”: tenochtitlan que se articula la última fase de


la peregrinación de los mexicas. Hasta este momento, el águila no
se ha posado sobre la planta con valor axial de su destino. A partir
del año 1-pedernal, bajo la égida del tenochtli, los mexicas se instalan
sucesivamente en Techcatitlan (4 años), Atlacuihuayan (4 años), Cha-
pultepec (20 años), Acocolco, Colhuacan y Tizaapan (4 años), Mexi-
catzinco (2 años), Nexticpac (4 años), Iztacalco (2 años). A partir de
este lugar, exploran los alrededores y llegan a un lugar donde abun-
dan los pozos de agua (Tlacocomocco).
Como lo veremos más adelante, en uno de ellos Axoloa se su-
merge y, bajo el agua, Tláloc le habla. En este mismo lugar observan
a un águila posada sobre el tunal, portento que consagra el fin de
su deambulación nómada y el inicio de su vida sedentaria. Como se
percibe visualmente en la lámina frontispicia del Códice mendocino
(véase figura 11), la última fase del recorrido circunscribe y parece
delimitar lo que será el territorio lacustre mexica.

año 1-acatl: en ZoquiPan La inMerSión de axoLoa

Ignoramos si el templo de Tizaapan tenía, como el templo corres-


pondiente al que conocemos como etapa ii del Templo Mayor (y que
observamos hoy en día), dos adoratorios en lo alto. Es probable
que haya tenido un solo adoratorio, ya que, precisamente, es la in-
mersión de Axoloa y su encuentro con Tláloc, lo que va a determinar
la dualidad divina en lo alto del edificio definitivamente consagrado.
Las peripecias de su edificación, de su “consagración” ultrajante por
la gente de Colhuacan y de su re-consagración nos parecen, sin em-
bargo, que establecen una etapa formativa de primera importancia
en la gestación de la ciudad. Una vez en Tizaapan, los mexicas que
construyeron su templete de tierra le piden a Coxcoxtli consagrarlo.

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72 PATRICK JOHANSSON K.

In axcan, tlatohuanie in totlalmomoz


ma ytlatzin xitechmoyollotililican.22

Ahora oh rey, consagre nuestro templo


de tierra con algo.

La expresión náhuatl que traducimos por “consagrar” significa


de hecho, literalmente dar un corazón (tlayollotia). El templo es una
cosa inerte hasta que se le confiere un corazón, es decir, hasta que
se realice un sacrificio que le dé vida.
Coxcoxtli ordena a sus sacerdotes que coloquen, durante la no-
che, cabellos, excrementos y una especie de tecolote: poxaquatl, cuyo
nombre se utilizaba en náhuatl para “tonto” o “estúpido”. Al ama-
necer, los mexicas se dan cuenta de la afrenta, retiran la ofrenda
humillante y colocan sobre el templo ramas de acxoyatl (abeto) y
espinas. Invitan a Coxcoxtli, rey de Colhuacan, a una nueva consa-
gración durante la cual realizan la ceremonia del fuego nuevo y
sacrifican los prisioneros xochimilcas que habían guardado secreta-
mente para ellos.
Coxcoxtli los expulsa, y los mexicas, una vez más, se ven obliga-
dos a refugiarse entre los carrizos y los juncos de esta región lacustre.
Luego de varias estancias cortas ya mencionadas en diferentes luga-
res, llegan al Iztacalco, “lugar del horno de sal” (podría ser Iztaccal-
co, “lugar del templo blanco”), lugar donde elaboran una “montaña
de papel” (amatepetl) y cantan un himno al jefe colhuaque Titzitzi-
llintzin, canto cuyo contenido evoca en términos metafóricos el fin
próximo del pueblo de Colhuacan.
Se dirigen luego hacia Zoquipan, “lugar del lodo”, donde, según
el Códice Aubin, una mujer mexica da a luz a un niño, lugar que se
conocerá a partir de entonces bajo el nombre Temazcaltitlan, “lugar
de Temazcal”. Emprenden luego una exploración durante la cual
Cuauhcóatl y Axoloa ven el portento anunciado en algunas fuentes:
el águila posada sobre el tenochtli. Además, Axoloa se sumerge en
una pequeña laguna y bajo el agua habla con Tláloc, el dueño del

22
Códice Aubin de 1576, edición, versión paleográfica y traducción directa del
náhuatl de Charles E. Dibble, Madrid, José Porrúa Turanzas, 1963, 111 p., 150
planos (Colección Chimalistac), f. 21v.

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LA FUNDACIÓN DE MÉXICO-TENOCHTITLAN. EL MITO Y LA HISTORIA 73

lugar, quien le anuncia que a partir de entonces compartirá su do-


minio “con su hijo Huitzilopochtli”.

Ca nican yez ca yehuatl ontlaçotiz


ynic tinemizque in tlalticpac tonehuan.23

Será aquí, el que será adorado


así viviremos los dos juntos en la tierra.

Es en este momento crucial que se instaura la dualidad religiosa


Tláloc/Huitzilopochtli, el agua y el fuego, la luna y el sol que figurarán
en la cima del edificio religioso de los mexicas. El portento que repre-
senta la visión del águila posada sobre el tenochtli complementa, sobre el
eje vertical, esta dualidad. En efecto, el águila simboliza el sol y Huitzi-
lopochtli, mientras que el tunal es una encarnación vegetal del hijo de
la luna, Cópil, y se encuentra, por ende, en la órbita simbólica de Tláloc.
Por otra parte, la fecha 1-acatl evoca probablemente al dios del
mismo nombre, Ce acatl Topiltzin Quetzalcóatl, cuyo asiento icpalli
estaba situado en el mismo lugar donde fue lanzado el corazón de
Cópil y del cual brotó el tenochtli. Este asiento se convierte en el lugar
del águila mexica, heredero de los toltecas y nuevo señor de Anáhuac.
Es en este año 1-acatl, 1-caña (1363), que, según las fuentes,
muere Ténoch. De hecho, será quizá el fin del reino del tunal tenoch-
tli, el cual cede el lugar a una entidad religiosa más compleja.

Ce acatl xihuitl, 1363 años, iquac ipanin peuh in Popocatepetl in ye popoca,


iquac in mic in Tenochtzin, in teyacan Tenochtitlan cempohuallon caxtolli ipan
nauh xihuitl.24

Año 1-Caña, 1363 años, es entonces que el Popocatepetl comenzó a


humear, es cuando Tenochtzin muere después de guiar Tenochtitlan
durante treinta y nueve años.

El fuego y el humo del Popocatépetl fueron quizá percibidos como


un signo que consagraba el nacimiento de México-Tenochtitlan y se
oponía, eventualmente, al eclipse de 1325.

23
Ibidem, f. 24v-25r.
24
Crónica mexicáyotl, p. 78.

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74 PATRICK JOHANSSON K.

año 2-tecpatl: La conStrucción deL teMPLo

El tunal, desde el año 2-calli (1325), había definido la extensión


territorial que lo rodeaba: Tenochtitlan, “alrededor del tunal”. La
inmersión de Axoloa en la laguna representa probablemente la
segunda parte del binomio toponímico que se convirtió después en
la primera México-Tenochtitlan. En efecto, esas pequeñas lagunas
se llamaron mexco (mez-co), “lugar de la luna”, porque es precisamente
el astro nocturno el que se reflejó ahí. Una de ellas, la que se encon-
traba cerca del famoso tenochtli se integró al nombre propio de la
ciudad México-Tenochtitlan.25
El tunal arraigado en el fondo de la laguna y en el corazón de
Cópil era ya un templo pero no todavía el templo, ya que la dualidad
de México-Tenochtitlan no estaba todavía instaurada. Es en Zoqui-
pan donde se conforma y se define el imperio de Tláloc y de Hui-
tzilopochtli. La edificación del templo, el año siguiente, 2-tecpatl
(2-pedernal), forma parte de un binomio calendárico. En términos
simbológicos, formaliza culturalmente en la piedra lo que los mexi-
cas habían leído en un portento natural (véase figura 12).
Durante este proceso, no hay que olvidar el templo de Tizaapan,
templo ultrajado por la gente de Colhuacan y rehabilitado por los
mexicas que destruyen la ofrenda sacrílega y re-consagran el templo
colocando espinas y ramas de acxoyatl, y sobre todo sacrificando
aparentemente o realmente los prisioneros xochimilcas que escon-
dían, sobre plumas de quetzal y sobre un escudo de turquesa, es
decir, sobre las insignias de los reyes mexicas.
El gesto es simbólico porque los mexicas ya no son un pueblo
sometido a la autoridad de Colhuacan. Tendrán su mundo propio,
un mundo consagrado por el sacrificio de un capitán de Colhuacan.
Después de haber barrido alrededor del tunal, construyen su
templo de tierra y lo consagran definitivamente con el corazón de
Chichilquáhuitl, el capitán general de Colhuacan:

Quiyollotique yn tlacatecatl yn itoca


Chichilquahuitl yn colhuacan tlacateccatl

Hoy en día los huastecos de habla náhuatl llaman mexco a los pequeños pozos
25

de agua.

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LA FUNDACIÓN DE MÉXICO-TENOCHTITLAN. EL MITO Y LA HISTORIA 75

yn ipan xihuitl yn quitlallique yn tlalmomoz


ome tecpatl xihuitl.26

y lo consagraron con el capitán general


Chichilquahuitl, general de Colhuacan, en el año
en que edificaron su templo:
año 2-Pedernal.

El templo natural: el tunal con el águila, se vuelve un templo pétreo


en el año 2-tecpatl (2-pedernal) fecha que corresponde, según los có-
dices Boturini y Códice Aubin, al año 1364 del calendario cristiano, y que
constituye el fundamento espacio-temporal de México-Tenochtitlan.

año 1-tecpatl: La entroniZación deL PriMer tlahtoani


acaMaPichtLi

Ténoch, o lo que representa, reinó simbólicamente de 2-casa (1325)


a 1-caña (1363) es decir, durante tres veces 13 años. A partir del
portento (el descenso del águila sobre el nopal) hasta la entroniza-
ción de Acamapichtli, durante 13 años, el pueblo mexica permane-
ció sin guía. Después de este periodo significativo, el poder seden-
tario institucionalizado, es decir, el Estado, se instaura con la elección
de Acamapichtli (véase figura 13) como primer tlahtoani de México-
Tenochtitlan, en el año 1-tecpatl (1376).
Las fuentes, supuestamente históricas, difieren considerable-
mente en lo que concierne al origen de Acamapichtli. Sería difícil
intentar una síntesis en el marco de este artículo. Siguiendo el hilo
de Ariadna que propone la mitología, favorecemos las que hacen de
Acamapichtli el rey de Colhuacan, hijo y/o sucesor de Coxcoxtli
según las fuentes.
Los mexicas, luego de haber deliberado, fueron a buscar a Náuh-
yotl, el tlahtoani de Colhuacan, y le pidieron a su hijo para que se
convirtiera en su rey:

26
Códice Aubin, f. 25r.

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76 PATRICK JOHANSSON K.

Auh ca toyollo quimati, ca Culhuaca ixhuiuhtli ca intzon imicti in teteuhctin,


intlatoque in Culhuaque, auh inin ca tiquitohua ma conmopielliqui in matzin,
in motepetzin in Toltzallan, in Acatzallan in Mexico, in Tenochtitlan, auh inin
ma conmochihuilitiuh in tochpontzin in cihuapilli in Illancueitl.27

Y nuestro corazón lo sabe, es él [Acamapichtli], el nieto de la gente de


Colhuacan, es el cabello, las uñas de los señores, de los gobernantes,
de los Colhuaques. Y decimos esto: que venga a cuidar de tu agua, de
tu montaña, [la cual se encuentra], entre juncos y carrizales y que nues-
tra hija Iláncueitl, se vuelva nuestra princesa.

Los mexicas debían arraigarse tanto en el linaje tolteca como en el


lodo de la laguna, mediante un personaje de ascendencia colhua-
que, quien se volvió primer rey de México-Tenochtitlan.
Acamapichtli, el primer tlahtoani de una nación mexica sedenta-
ria, así como Huitzilíhuitl y Chimalpopoca ostentan todavía una
parafernalia nómada si consideramos la imagen del poder que re-
presentan (véase figura 1). Como lo hemos visto, el ascenso de Itz-
cóatl va a implicar cambios que podrían haber sido fundamentales
si bien no fundacionales.

año 1-tecpatl (1428): La victoria de itZcóatL


Sobre LoS tePanecaS y La fundación deL altepetl

Elegido a la muerte de su hermano Chimalpopoca en el año 13-acatl,


1427,28 Itzcóatl, hijo del primer gobernador de México-Tenochti-
tlan, Acamapichtli, emprende una guerra contra Azcapotzalco y luego
contra Coyoacan para librar a los mexicas del yugo tepaneca. La
victoria de Itzcóatl (y Tlacaélel) sobre Azcapotzalco en Xoconoch-
nopaltitlan en el año 1-tecpatl (1428) es emblemática ya que consagra
la independencia de México-Tenochtitlan y el inicio de una hege-
monía mexica que iba a durar hasta la llegada de los españoles.

Crónica mexicáyotl, p. 82-83.


27

Las fuentes divergen en cuanto a la fecha de elección y entronización de


28

Itzcóatl: el Códice telleriano-remensis indica 12-tochtli y el Códice mendocino, 1-tecpatl,


Durán indica 1424, es decir, 10-tecpatl; Chimalpahin y los Anales tepanecas dan la
fecha 13-acatl (1427).

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LA FUNDACIÓN DE MÉXICO-TENOCHTITLAN. EL MITO Y LA HISTORIA 77

Los gritos “México, México…”29 y “México, México-Tenochtitlan…”30


proferidos por los mexicas durante las batallas cuando estaban ven-
ciendo a los tepanecas de Azcapotzalco y de Coyoacan, respectiva-
mente, recuerdan curiosamente el grito de independencia de 1810.
Si lo comparamos con los gobiernos anteriores de Acamapichtli,
Huitzilíhuitl y Chimalpopoca, el reino de Itzcóatl parece manifestar
cambios radicales. Concluida la guerra contra los tepanecas de Co-
yoacan, Itzcóatl procedió a la repartición de tierras conquistadas y
emitió leyes y normas que consolidaban el Estado mexica si no es
que lo establecían. El cambio entre el gobierno de los tres primeros
jefes mexicas e Itzcóatl se manifiesta claramente en una imagen del
Códice matritense de la Real Academia de la Historia (véanse figuras 1 y
2) que muestra a los distintos gobernantes. En dicha imagen, Itzcóatl
ostenta el xiuhtzontli o diadema azul turquesa también llamada copi-
lli, la tilma del mismo color, y está sentado sobre un tepotzicpalli, un
“trono” hecho de petate. Esta imagen contrasta con el cozoyaololli
que ciñe la cabeza de los tres primeros gobernantes, su tilma de piel
y el petate de caña verde tolicpalli sobre el cual están sentados.
Asimismo Itzcóatl ostenta el xiuhyacamitl, literalmente la “flecha
azul-turquesa de la nariz” o nariguera emblemática de los tlahtoqueh
mexicas, mientras que los tres primeros no lo tienen. Este cambio
en los atavíos del máximo jerarca y en la parafernalia del poder
muestra una modificación radical que podría tener un carácter fun-
dacional histórico (y no mitológico). El hecho de que Itzcóatl man-
dara quemar los documentos pictográficos existentes, los cuales
daban cuenta de lo que había ocurrido hasta entonces, podría co-
rresponder a un afán de borrar un pasado que ya no correspondía
a la grandeza del pueblo mexica, así como sentar las bases de un
nuevo orden sociopolítico y de una hegemonía compartida con
Texcoco y Tlacopan, en el marco de la triple alianza (Excan tlatoloyan).
En el ámbito religioso, Itzcóatl mandó edificar el templo de la
Cihuacóatl y el de Huitzilopochtli.31 Se reforzó o quizá se estableció
la dualidad religiosa Cihuacóatl/Huitzilopochtli y Tláloc/Huitzilo-

Durán, Historia de las Indias..., v. ii, p. 81.


29

Ibidem, p. 95.
30
31
Cfr. Beaumont, i, p. 524, citado por Rafael García Granados, Diccionario
biográfico de historia antigua de Mejico, México, Universidad Nacional Autónoma

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78 PATRICK JOHANSSON K.

pochtli, y es probable que esta dualidad se reprodujera en el alto


mando político con el binomio tlahtoani/cihuacoatl, Itzcóatl/Tlacaélel.
La elección de Itzcóatl, la victoria contra Azcapotzalco, la liber-
tad, el nuevo orden sociopolítico subsecuente y la supremacía pro-
metida por Huitzilopochtli ya alcanzada por los mexicas sobre Aná-
huac y pronto sobre gran parte de Mesoamérica constituyen sin
duda hechos y acontecimientos con alto valor fundacional.
Encontramos en la Historia de las Indias de Nueva España e islas de
tierra firme de fray Diego Durán un texto algo híbrido entre lo que
fuera quizá el original náhuatl y la versión en español, el cual evoca
la valentía de los guerreros mexicas en la guerra que los libró del
yugo tepaneca:

Pero los historiadores y pintores pintaban con historias vivas y matices,


con el pincel de su curiosidad, con vivos colores, las vidas y hazañas de
estos valerosos caballeros y señores, para que su fama volase, con la
claridad del sol, por todas las naciones. Cuya fama y memoria quise yo
referir en esta mi historia, para que, conservada aquí, dure todo el
tiempo que ella durare, para que los amadores de la virtud se aficionen
a seguir; para que su memoria sea en bendición, pues los tales son
amados de Dios y de los hombres, para ser después iguales a los santos
en la gloria. Y ésta es la verdadera memoria que se ha de pretender.32

La verdadera memoria es probablemente la historia del pueblo


mexica a partir de Itzcóatl.

Al colocar precipitadamente el águila sobre el tunal y atribuir la


fecha 2-calli (2-casa) a este acontecimiento, las fuentes indígenas y
españolas del siglo xvi descuidaron las etapas formativas más comple-
jas que matizan el significado del proceso mítico-histórico que refe-
rían. El nacimiento del altepetl México-Tenochtitlan es, antes que
nada, la delimitación de un territorio alrededor de un eje encarna-
do por el tunal situado bajo la égida de Tláloc y de los dioses del

de México, Instituto de Investigaciones Históricas, 1995, v. 1, p. 387; Durán, His-


toria de las Indias..., v. ii, p. 122.
32
Durán, Historia de las Indias..., v. ii, p. 99.

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LA FUNDACIÓN DE MÉXICO-TENOCHTITLAN. EL MITO Y LA HISTORIA 79

agua: 2-calli (1325). Es después, en el último contexto espacio-tem-


poral de 52 años, la instauración de la dualidad religiosa 1-caña
(1363) y de su formalización en la piedra (2-pedernal, 1364), que
reúne socialmente una población alrededor de un centro religioso.
Es finalmente la institucionalización del poder político, en 1-tecpatl
(1376) con la entronización de Acamapichtli como tlahtoani (que
representa al sol) y eventualmente la nominación del primer Cihua-
cóatl (representante de la luna).33
Cincuenta y dos años después de la elección de Acamapichtli,
también en un año 1-tecpatl, 1-pedernal (1428), con la victoria de
Itzcóatl sobre Azcapotzalco, los mexicas se libran del yugo tepaneca
y fundan un altepetl independiente que, a su vez, pronto impondrá
su hegemonía sobre gran parte de Mesoamérica. Como lo hemos
sugerido, es posible que la grandeza de México-Tenochtitlan a par-
tir del reino de Itzcóatl haya movido al tlahtoani mexica a ”compo-
ner” un pasado a la medida de un glorioso presente y que la imagen
del águila sobre el nopal y el mito correspondiente hayan sido crea-
dos de manera retrospectiva.
De todas estas fechas, aquellas que consagran la dualidad del
culto y del templo: 1-acatl/2-tecpatl (1363-1364) nos parecen consti-
tuir el fundamento espacio-temporal del mundo sedentario de Mé-
xico-Tenochtitlan. Es, en efecto, la fecha dual en la que los mexicas
dejan de desplazarse y se asientan definitivamente sobre el lugar
mismo del portento.

33
Cfr. Patrick Johansson, “Tlahtoani y Cihuacoatl. Lo diestro solar y lo siniestro
lunar en el alto mando mexica”, Estudios de Cultura Náhuatl, México, Universidad
Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, v. 28, 1998,
p. 39-75.

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Figura 1. Códice matritense
de la Real Academia de la
Historia, f. 51r

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Figura 2. El tlahtoani Itzcóatl, Códice matritense de la Real Academia
de la Historia, f. 51r (detalle)

Figura 3. De Aztlan a
Colhuacan. Códice
Boturini, lámina i

Figura 4. La cueva de
Chicomóztoc. Historia tolteca-
chichimeca, f. 16r

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Figura 5. Los teomamaque, teóforos. Códice Boturini, lámina ii

Figura 6. La separación de los mexicas de los otros barrios. Códice


Boturini, lámina iii

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Figura 7. Los aztecas se vuelven mexicas. Códice Boturini, lámina iv

Figura 8. La narratividad compositiva de la lámina iv del Códice Boturini

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Figura 9. La piedra de sacrificios que bajó del cielo. Códice Aubin, f. 17v

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Figura 10. El tunal sin el águila. Códice mexicanus, lámina xliv

Figura 11. El águila se posó


sobre el tunal. Códice
mendocino, lámina 2r
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Figura 12. El primer templo. Códice Aubin, f. 48r

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Figura 13. Acamapichtli, el primer tlahtoani. Códice mendocino, lámina 2v

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LOS CUERPOS DE LA FIESTA
LaS corPoracioneS de eSPañoLeS de La ciudad de México
en La era barroca y SuS aParatoS de rePreSentación

antonio rubiaL garcía


Universidad Nacional Autónoma de México
Facultad de Filosofía y Letras

Toda sociedad se estructura a partir de instituciones dentro de las cua-


les los individuos desempeñan papeles determinados. En las socie-
dades de Antiguo Régimen, esas instituciones se organizaban bajo
un esquema corporativo, un sistema institucional que articulaba toda
la sociedad. Una buena parte de la vida cotidiana de muchos indivi-
duos se desarrollaba dentro de esos mundos cerrados que eran las
cofradías, los gremios, las provincias religiosas, la universidad, los
consulados, así como los cabildos civiles y eclesiásticos. Las corpora-
ciones eran el medio por el cual los individuos podían hacer valer
sus derechos ante el Estado, recibir asistencia social e incluso obtener
ascenso personal. A través de ellas, las autoridades podían vigilar el
cumplimiento de obligaciones fiscales y legales y dirimir disputas.
Cada corporación funcionaba en una sede, su espacio físico de
actuación, y poseía sus propios reglamentos y estatutos internos
(constituciones) que regulaban el ingreso y las obligaciones de los
miembros. Cada una administraba sus mecanismos de elección de
autoridades y de autorregulación (veedores en los gremios, visitado-
res en las provincias religiosas, etcétera), aunque también las había
que no tenían este privilegio. Cada una controlaba los recursos eco-
nómicos para gastos colectivos y organizaba las celebraciones de sus
santos protectores. Por último, cada una detentaba sus estandartes,
galardones, imágenes y trajes propios, sistemas simbólicos que cada
corporación configuraba, transmitía y exhibía en las procesiones y
fiestas civiles y religiosas; para sus miembros se convirtió en algo

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82 ANTONIO RUBIAL GARCÍA

esencial defender en las celebraciones públicas su posición respecto


a los otros cuerpos sociales y su espacio predeterminado y situado
jerárquicamente.
En algunas de dichas corporaciones se exaltaban también los
logros de sus miembros destacados por medio de crónicas y retratos,
pues con esto la corporación obtenía prestigio. En ellas, la necesidad
de guardar su memoria colectiva para ser transmitida oral o visual-
mente a las nuevas generaciones propició la creación de archivos y
de galerías de retratos. Aunque no todas poseían un sentido de his-
toricidad, ni el cargo de cronista de la corporación, para todas era
fundamental el resguardo de documentación, pues una buena parte
de sus privilegios podía ser defendida gracias a esa memoria docu-
mental. Estos ámbitos eran centros de convivencia, pero también
espacios forjadores de normas de sociabilidad y civilidad. Quien no
pertenecía a uno o varios de estos cuerpos era un verdadero margi-
nado del orden social.
El espacio de manifestación más significativo del orden corpo-
rativo era la ciudad. En ella, las corporaciones mostraban los signos
que les daban identidad, por un lado las edificaciones donde se
asentaban y por el otro los objetos que exhibían durante las fiestas
(estandartes, vestimenta, escudos, esculturas de santos), y por último
las liturgias y rituales con que se hacían presentes. Estos aparatos de
representación eran fundamentales para una sociedad que tenía en
la teatralización, la apariencia y el boato externo desarrollado en los
rituales cotidianos el único instrumento por medio del cual se hacía
visible algo tan abstracto como el poder, la autoridad y las institu-
ciones. Como señala Roger Chartier: “La representación se trans-
forma en máquina de fabricar respeto y sumisión, en un instrumen-
to que produce una coacción interiorizada, necesaria allí donde falla
el posible recurso a la fuerza bruta”.1 Esto explica las grandes fortu-
nas que se gastaban en esos aparatos de representación, pues gracias
a ellos las instituciones poseían una presencia social que legitimaba
y hacía posible su misma existencia. En la ciudad de México actuaba
una gran variedad de corporaciones que cubrían diversas activi-
dades y concentraban a la mayor parte de sus habitantes. Aunque

1
Roger Chartier, El mundo como representación, Barcelona, Gedisa, 1992, p. 59.

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LOS CUERPOS DE LA FIESTA. LAS CORPORACIONES DE ESPAÑOLES 83

solamente algunas poseían espacios propios de actuación y marca-


ban con su presencia de piedra el urbanismo, todas se manifestaban
públicamente en el espacio festivo.

Las dos cabezas de una Jerusalén terrena

Las dos corporaciones más representativas de la ciudad capital eran


los cabildos civil y eclesiástico. Su presencia rectora se hacía notar
sobre todo durante la recepción de los virreyes, espacio festivo en el
que se ratificaba el pacto entre el rey de España y sus súbditos ame-
ricanos. En esa recepción ambas instancias mandaban construir a su
costa sendos arcos triunfales, verdaderos espejos de príncipes que,
por un lado, exaltaban la nobleza y virtudes del nuevo gobernante
y, por otro, proponían los principios morales de actuación que se
esperaba de ellos.2
El primer arco, a cargo del ayuntamiento, se colocaba en la calle
de Santo Domingo y su significado era tan complejo que un “farsan-
te” debía explicar sus significados. En 1681, Carlos de Sigüenza y
Góngora propuso como tema para el arco de recepción del marqués
de la Laguna las virtudes políticas de los emperadores aztecas, mo-
delos para el buen gobierno que debía promover la nueva autoridad.
Después de pasar el arco, en la iglesia de Santo Domingo y a puerta
cerrada, se hacía la ceremonia de la entrega de las llaves de la ciudad
por parte del ayuntamiento y el juramento del nuevo virrey de res-
petar los privilegios de la aristocracia criolla.
La comitiva salía después hacia la Plaza Mayor, donde la espera-
ba, sobre un tablado, el arzobispo revestido con tiara, capa y báculo,
acompañado del cabildo eclesiástico. Ahí se levantaba un segundo
arco triunfal decorado con una fábula explicada por una loa. En la
mencionada recepción del marqués de la Laguna fue sor Juana la en-
cargada de concebir este segundo arco con una compleja alegoría de

2
Alejandro Cañeque, “Espejo de virreyes: el arco triunfal del siglo xvii como
manual efímero del buen gobernante”, en José Pascual Buxó (ed.), Recepción y es-
pectáculo en la América virreinal, México, Universidad Nacional Autónoma de Méxi-
co, Instituto de Investigaciones Bibliográficas, 2007, p. 199-218.

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Neptuno, dios de las aguas, relacionado con el apellido del marqués


y con el lago, cuyas inundaciones se esperaba que él contuviera.
Además de su presencia en la fiesta, ambos cabildos tenían un
espacio monumental que los representaba dentro de la plaza mayor.
El cabildo civil funcionaba en su edificio al sur de la plaza y en algu-
nos cuadros que describen las vistas de la ciudad de México ese es-
pacio está marcado como “la Diputación”. En ese “palacio”, el ayun-
tamiento desempeñaba sus numerosas funciones: en un principio se
encargaba de la distribución de tierras y del abasto de agua por
medio de los acueductos, de mantener la limpieza e higiene en las
calles y acequias, de construir y preservar las obras urbanas y los
paseos públicos y hacerse cargo de la organización y gastos de algunas
fiestas. También regulaba los precios de varios productos y daba con-
cesiones para la apertura de algunos negocios como las carnicerías.
Además, a él correspondía el registro de los vecinos y el reconocimien-
to de su hidalguía para garantizar la posición que merecían en los
actos públicos. Finalmente al cabildo incumbía velar por la salud pú-
blica, dictando las medidas aconsejadas por el Protomedicato duran-
te las epidemias, así como “jurando” a algún santo para que protegie-
ra a la ciudad de los embates de la peste y organizando procesiones y
rogativas por las calles para tal fin. El cabildo de la ciudad de México
era considerado además la cabeza del reino de Nueva España y re-
presentaba por tanto a todas las ciudades de éste ante el rey.3
El cabildo urbano estaba compuesto por dos alcaldes, varios re-
gidores y un procurador de justicia. Los alcaldes eran elegidos cada
año por un concejo entre los vecinos destacados e iniciaban sus fun-
ciones el 1 de enero con el otorgamiento de sus varas de justicia. Su
principal función era por tanto la impartición de ésta, tanto en cau-
sas civiles como criminales, dentro de la jurisdicción de la ciudad
que abarcaba 15 leguas a la redonda. El alcalde con más años de
servicio era denominado Mayor o Primer Voto, y presidía el cabildo
en ausencia del representante real o corregidor, quien fue nombra-
do para tal fin desde 1573. Al Primer Voto le seguía el Segundo Voto
3
Además del ayuntamiento español en la ciudad de México funcionaban dos
cabildos indígenas, el de Tenochtitlan y el de Tlatelolco, representados por sus
dirigentes. En este trabajo no me dedico a ellos pues mi objetivo es solamente
ocuparme de las corporaciones de españoles.

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LOS CUERPOS DE LA FIESTA. LAS CORPORACIONES DE ESPAÑOLES 85

o Alcalde Menor, quien sustituía al mayor en sus ausencias. Al tér-


mino de su mandato de un año se les nombraba alcaldes de “Mesta”
y como tales debían velar por el fomento de la ganadería.4
A los regidores correspondían las actividades administrativas, de
abasto urbano y de policía. Su número original fue de 12 aunque
para mediados del siglo xvii ya eran 20. Desde un principio los
regidores eran nombrados por el rey directamente y se les llamaba
perpetuos; sin embargo, por la distancia de la metrópoli se logró
que en caso de ausencia el cabildo pudiera nombrar regidores inte-
rinos. A fines del siglo xvi, el rey Felipe II puso a la venta al mejor
postor los cargos de regidores perpetuos y sus compradores estaban
facultados para renunciar al cargo o heredarlo a favor de sus parien-
tes y allegados. La venta de oficios favoreció a los grandes terrate-
nientes y comerciantes que tuvieron en esta corporación un medio
para defender sus intereses.5 Por último estaba el cargo de procura-
dor de justicia elegido por el cabildo y que recaía sobre una persona
que residía en España para intervenir como su abogado ante el rey
y el Consejo de Indias. Dos veces por semana el cabildo sesionaba
bajo la presencia del representante del rey, el corregidor, y se levan-
taban las actas correspondientes a los acuerdos tomados. Había tam-
bién asambleas extraordinarias en las que se trataban asuntos urgen-
tes, cuyo contenido era público, y otras secretas, sobre cuestiones
delicadas, que se mantenían reservadas.
La fiesta con la que el ayuntamiento se representaba a sí mismo
se celebraba anualmente el 13 de agosto, día de San Hipólito y ani-
versario de la conquista de Tenochtitlán y se denominaba el paseo
del pendón. A mediados del siglo, éste era ya un festejo lleno de
ostentación con corridas de toros, juegos de cañas y escaramuzas y
con balcones y ventanas engalanados con colgaduras y alfombras,
toda una fiesta cívica vinculada con la celebración religiosa del día

El estudio más completo sobre el ayuntamiento capitalino es el de María


4

Luisa Pazos, El Ayuntamiento de la Ciudad de México en el siglo xvii: continuidad insti-


tucional y cambio social, Sevilla, Diputación de Sevilla, 1999.
5
María Cristina Torales Pacheco, “El cabildo de la ciudad de México, 1524-
1821”, en Isabel Tovar (comp.), Ensayos sobre la ciudad de México, 5 v., México, Con-
sejo Nacional para la Cultura y las Artes/Universidad Iberoamericana/Gobierno
del Distrito Federal, 1994, v. ii, “La muy noble y leal ciudad de México”, p. 87-108.

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de San Hipólito. En el desfile (que tenía más rasgos de parada mili-


tar que de procesión), uno de los regidores, el que tenía el cargo de
alférez real, iba en medio del virrey y del presidente de la audiencia
portando el pendón y éstos eran seguidos por los oidores, regido-
res, alguaciles y casi todos los nobles de la ciudad. Al llegar a la
ermita del santo, el cortejo era recibido por el arzobispo y su cabil-
do y se cantaban las “vísperas”, acompañadas con trompetas, chiri-
mías, sacabuches y todo género de instrumentos de música. Al día
siguiente, volvía el acompañamiento a la iglesia y el arzobispo ce-
lebraba una misa solemne y un orador predicaba un sermón en
honor a los españoles que habían derramado su sangre durante la
conquista.6 Desde que obtuvo su escudo de armas en 1523, la ciu-
dad recibió del rey la licencia para enarbolar su pendón, como en
todos los reinos de Castilla, y en este lábaro, desde 1532, a raíz de
la concesión del alferazgo real a la ciudad de México, se labraron
tanto el escudo de armas de la capital como el de la Corona. Ambos
representaban los dos extremos de las identidades en construcción:
la local, elaborada por los cristianos viejos y hombres libres que se
ennoblecían con el emblema heráldico de la capital que representa-
ba su ayuntamiento; y la imperial, impuesta por el rey y sus funcio-
narios como ratificación de la dependencia de estos territorios a
Castilla y como un símbolo de lealtad.7
También al ayuntamiento correspondía la organización de otra
fiesta, el traslado de la virgen de Los Remedios desde su santuario
en el cerro de Totoltepec a la catedral para pedir lluvias. La imagen,
toda cubierta de oro y joyas y acompañada de los miembros de la
cofradía de Los Remedios, formada por los regidores del ayunta-
miento, visitaba templos y conventos, en los que recibía clamores y
peticiones. Una vez que la imagen llegaba a catedral, se iniciaba el
novenario, con misas, rogativas y rezos que se prolongaban durante
nueve días; en el último, se hacía una gran fiesta, de nuevo a cargo
del ayuntamiento de la ciudad, que era el patrono del santuario.

6
Manuel Romero de Terreros, Torneos, mascaradas y fiestas reales en la Nueva
España, México, E. Murguía, 1918, p. 14 y s.
7
Francisco Baca Plasencia, El paseo del pendón en la ciudad de México en el siglo xvi,
tesis de maestría, México, Universidad Iberoamericana, 2009, p. 62 y s., p. 44 y s.

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LOS CUERPOS DE LA FIESTA. LAS CORPORACIONES DE ESPAÑOLES 87

Junto al ayuntamiento civil, pero en la esfera religiosa, estaba el


cabildo eclesiástico, que tenía su principal espacio de actuación en
la catedral, aunque en la universidad y en algunos santuarios como
el de Guadalupe este cabildo también tenía una fuerte injerencia.
En la catedral dos espacios le eran propios: el coro donde se reali-
zaban las funciones litúrgicas y las oraciones comunitarias distribui-
das a lo largo del día; y la sala capitular, donde sus miembros se
reunían dos veces por semana para discutir los asuntos internos
concernientes al funcionamiento interno de la catedral y al cobro y
distribución de los diezmos. Cada dos meses había una asamblea
general extraordinaria para discutir el estado de los pleitos y causas
pendientes en favor o en contra del cabildo. En esas reuniones debía
respetarse el orden de antigüedad al tomar la palabra, estaba pro-
hibido, y se castigaba con multa, interrumpir al ponente o hablar
“indecente o injuriosamente” de alguno de los presentes; al final el
presidente resumía las propuestas y recogía los votos para llegar a
un acuerdo, el cual se inscribía en las actas de cada sesión.8
El cabildo eclesiástico estaba formado por personas que obtenían
sus puestos de manera vitalicia, por nombramiento del rey y des-
pués de un concurso de oposición, aunque la Corona respetó la cos-
tumbre de nombrar a quienes ya eran miembros del cabildo para
ocupar los puestos que vacaban por ascenso o por muerte; este órga-
no inamovible le era impuesto a cada arzobispo nuevo que llegaba,
por lo que a veces hubo fricciones entre ambos. En la época que nos
ocupa, los cabildos ya habían consolidado también el sistema de ca-
nonjías de oficio (lectoral, magistral, doctoral y penitenciaria) nacidas
desde el siglo xvi, pero que hasta finales del xvii pudieron funcionar
plenamente. A diferencia de los otros cargos capitulares, éstos sólo
necesitaban la ratificación del rey, pues su designación se hacía den-
tro de los mismos cabildos por concurso de oposición. Con ello, fun-
cionarios menores de la catedral (como los racioneros y medios racio-
neros) u otros clérigos que tenían carreras universitarias podían
acceder al cabildo, sin necesidad de tener valedores y promotores en

8
Estatutos ordenados por el Santo Concilio III Provincial Mexicano en el año de
1585, publicados con las licencias necesarias por Mariano Galván Rivera, Barcelo-
na, Imprenta de Manuel Miró y D. Marsá, 1870, p. 60 y s.

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88 ANTONIO RUBIAL GARCÍA

Madrid para conseguirlo. El sistema escalafonario y las canonjías de


oficio permitieron que los cabildos se convirtieran en espacios de
actuación de las elites criollas y en medios para llegar a obtener in-
cluso un obispado en las diócesis periféricas.9
Su permanencia y vínculos sociales, así como su espíritu corpo-
rativo, convirtieron a los miembros de ese cuerpo colegiado en los
mecenas y principales promotores de las obras artísticas que se rea-
lizaron en la catedral. A su cabeza estaban el deán y el arcedeán,
secretarios que controlaban el movimiento de la sede; los seguían el
chantre (organizador del canto de las horas canónicas del coro, obli-
gatorias para todo el cabildo), el maestrescuela (profesor de gramá-
tica de la capilla de niños cantores y representante de la catedral ante
la universidad), el tesorero (administrador de los asuntos económi-
cos) y los canónigos y racioneros (21 en la Catedral de México) en-
cargados de las misas, confesiones, bautizos, y en fin, de la adminis-
tración religiosa, en la que eran auxiliados por numerosos capellanes.
Tan numeroso personal era necesario debido a que cada miembro
del cabildo tomaba un promedio de 70 días al año de “recles” o
vacaciones, y éstas debían compaginarse para que la catedral tuviera
siempre el servicio que requería.10

El cuerpo del saber: la Real Universidad de México

Además de la catedral, otra de las instancias donde el cabildo ecle-


siástico tenía una fuerte presencia era la universidad. En 1553 lle-
gaba a la ciudad la cédula real que Carlos V daba para la fundación
de la máxima casa de estudios de la Nueva España, “con los privile-
gios y libertades que tenía la Universidad de Salamanca”; en 1597,
bajo el pontificado de Clemente VIII, sus estudios quedaron reco-
nocidos por la Iglesia. Sin embargo, la universidad gozaba de una

9
Leticia Pérez Puente, “Cita de ingenios: los primeros concursos por las ca-
nonjías de oficio en México, 1598-1616”, en Francisco Cervantes Bello (coord.),
La Iglesia en la Nueva España. Relaciones económicas e interacciones políticas, Puebla,
Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, Instituto de Ciencias Sociales y
Humanidades “Alfonso Vélez Pliego”, 2010, p. 193-227.
10
Idem.

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LOS CUERPOS DE LA FIESTA. LAS CORPORACIONES DE ESPAÑOLES 89

cierta autonomía pues no dependía directamente del Estado ni de


la Iglesia. Como la corporación gremial que era, tenía sus propios
estatutos y autoridades. La vida cotidiana de la universidad en el
siglo xvii estaba regulada por las constituciones hechas por Juan de
Palafox en 1645.
En el edificio de la universidad, situado frente a la plaza del
Volador a un costado del palacio virreinal, funcionaban cinco facul-
tades: la de Artes, premisa necesaria para las otras, tenía como cur-
sos las materias humanísticas y científicas arriba mencionadas y daba
el título de “bachiller”. Su estado durante el siglo xvii era bastante
deplorable, dada la competencia de los colegios jesuíticos; para
mantener su primacía, la universidad obligó a presentar exámenes
de suficiencia en gramática y retórica y a inscribirse en dos cursos
en la Facultad de Artes para poder acreditar su grado. Con todo,
muchos estudiantes de los jesuitas se limitaban a pagar los dos rea-
les por inscripción y no volvían a pararse en la universidad hasta
el fin del curso; como la certificación no la daba el catedrático sino el
secretario, sólo era necesario presentarse ante él con dos testigos
que juraran haber visto asistir a la cátedra al pretendiente.11
Una vez terminados los estudios de Artes, los bachilleres podían
elegir carrera entre las cuatro facultades mayores: la de Teología,
“reina y señora de las escuelas”, que ofrecía materias como Prima,
Teología Moral y Sagrada Escritura; la de Cánones, dedicada al
estudio del derecho canónico; la de Leyes, con pocas cátedras y es-
tudiantes, pues era frecuente obtener su título a partir de la licen-
ciatura en Cánones; y la de Medicina, única facultad científica en la
que se estudiaba, además del Arte de Galeno, Matemáticas y Astro-
logía, y cuyos egresados eran examinados por el Tribunal del Proto-
medicato. A pesar de ser una institución autónoma de la Iglesia, la
universidad estuvo siempre muy relacionada con las estructuras ecle-
siásticas; en los cursos de Teología y Cánones los catedráticos eran
religiosos de las órdenes mendicantes o clérigos seculares, sobre
todo miembros del cabildo de la catedral. Su presencia llegó a ser
11
Enrique González, “Juan de Palafox, visitador de la Real Universidad de
México. Una cuestión por despejar”, en Leticia Pérez Puente (ed.), Colegios y uni-
versidades del Antiguo Régimen al Liberalismo, 2 v., México, Universidad Nacional
Autónoma de México, Centro de Estudios sobre la Universidad, 2001, v. i, p. 83.

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notable incluso en las materias científicas, como lo muestran los


casos del mercedario fray Diego Rodríguez y del sacerdote secular
Carlos de Sigüenza y Góngora, que ocuparon en distintas épocas
cátedras en la Facultad de Medicina. La de Derecho, en cambio,
estuvo más vinculada con la Real Audiencia.
La universidad tenía en el claustro de conciliarios su máxima au-
toridad. Éste estaba formado por el rector, un secretario, los catedrá-
ticos consejeros, que actuaban en nombre de los maestros, y los bachi-
lleres, representantes de los alumnos. Aunque durante la primera
mitad del siglo existieron conciliarios estudiantes, hacia fines del siglo
xvii había desaparecido totalmente la presencia estudiantil en el
claustro universitario. A partir de Palafox, el claustro estuvo formado
sólo por seis doctores y dos bachilleres, excluyendo así a los estudian-
tes sin grado. El rectorado duraba un año y era ocupado en forma
alternativa por un religioso y por un laico. El rector era juez y visitador
en el recinto universitario, asistía a los actos públicos, a los exámenes,
a las graduaciones y a las honras fúnebres. Su cargo se renovaba el día
11 de noviembre, celebración de san Martín, por elección de los con-
ciliarios, pero con la injerencia directa del virrey y la audiencia.
El claustro de conciliarios dependía, sin embargo, de una ins-
tancia superior, el claustro pleno, senado en el que estaban incluidos
tanto los catedráticos como todos los individuos que tenían un gra-
do de doctor. La corporación universitaria contaba entre sus miem-
bros a importantes clérigos seculares y regulares, a oidores y fiscales
de la Real Audiencia, a altos funcionarios del Santo Oficio y a mé-
dicos del Protomedicato. Mientras que el número de doctores fluc-
tuaba entre 100 y 130, los catedráticos únicamente eran 23. Entre
estos últimos había quienes sólo estaban ahí por el prestigio que
daba el cargo; había otros catedráticos, en cambio, que obligados
por los bajos salarios buscaban complementar sus ingresos con otras
actividades más remuneradas. Cuando se desocupaba una cátedra
de las 23 que se impartían, el claustro menor (rector y conciliarios)
abría oposiciones; cada concursante debía exponer una lección en
un acto académico. Entonces, la elección de catedráticos recaía en la
votación estudiantil ratificada por el claustro. Había, sin embargo,
dos excepciones: la cátedra de Santo Tomás que tenían los domini-
cos en propiedad, y la de Duns Scoto, que poseían los franciscanos;

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LOS CUERPOS DE LA FIESTA. LAS CORPORACIONES DE ESPAÑOLES 91

cuando éstas se encontraban vacantes, eran ocupadas por miembros


de las mismas órdenes, las cuales presentaban una terna al virrey.
El prestigio y los privilegios que suponía ser catedrático de la
universidad no sólo redituaba beneficios sociales a los individuos, sino
también a las corporaciones a las que pertenecían (provincias religio-
sas, cabildo catedralicio, Real Audiencia, Protomedicato). No era raro,
por tanto, que en los concursos para ocupar cátedras se utilizaran
medios poco lícitos, como la amenaza o la compra de los votantes
estudiantes que en su mayoría eran fácilmente sobornables. Para evi-
tar esto, desde 1683, una junta de notables eliminó a los estudiantes
de las votaciones de cátedras y las puso en manos del arzobispo y de
su cabildo, cuyos miembros ya formaban parte del claustro pleno.12
Como muchas de las corporaciones, la universidad tenía su pro-
pio aparato festivo y éste también tenía a la ciudad como su escena-
rio. Las celebraciones comenzaban con san Lucas, el 18 de octubre,
día del inicio de cursos; durante ella se adornaban las escuelas, había
misa cantada, se gastaba en ceras y solía ofrecerse “chocolate y mar-
quesotes”. Seguía la toma de posesión del nuevo rector y del claustro
de consiliarios el día de san Martín, el 11 de noviembre. A continua-
ción, tenía lugar la celebración de la fiesta patronal de santa Catali-
na Mártir el 25 de noviembre (el primer acto público del nuevo
rector). Ésta se celebraba con misa y desfile ecuestre por la ciudad.
En nombre del rey, patrono de la corporación, el virrey era el invi-
tado de honor a la fiesta. Por la noche se quemaban juegos pirotéc-
nicos. De todas las fiestas patrocinadas por la corporación universi-
taria, la más importante era la de la Inmaculada Concepción, que
adquirió singular relieve a partir de 1653. Por principio de cuentas
se celebraban en enero, el domingo posterior a la octava de Epifa-
nía, y era independiente de la que el resto de la Iglesia festejaba el
8 de diciembre. Durante la primera celebración, según la describen
el diarista Guijo y don Carlos de Sigüenza y Góngora, entraron en
juego todas las instancias que actuaban dentro del recinto universi-
tario. En ese primer momento se convidó a la orden de san Francisco,

12
Enrique González, “La universidad: estudiantes y doctores”, en Pilar Gon-
zalbo (ed.), Historia de la vida cotidiana en México, 6 v., México, El Colegio de Méxi-
co/Fondo de Cultura Económica, 2004, v. ii, p. 261 y s.

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defensora tradicional de la creencia en la Inmaculada Concepción,


para que “honrase el altar y el púlpito de esta real universidad”.13
Se hace patente el interés de la orden por participar en la celebra-
ción de 1653 cuando sabemos que unos años después, en 1662, se
abrió en la universidad la cátedra de Duns Scoto, que sería desde
entonces monopolizada por los franciscanos.
En esa primera fiesta se fijaron, pues, tanto el esquema de la pro-
cesión y las demás actividades, como el lugar que tomarían en ellas
las distintas corporaciones. Desde entonces, por ejemplo, la solemne
procesión del primer día de fiestas saldría desde la iglesia de san
Francisco hacia la catedral, donde el arzobispo y el cabildo la recibi-
rían, y culminaría en la universidad después de cinco horas de reco-
rrido vespertino. Los doctores de la universidad recibirían la proce-
sión en la bocacalle de san Francisco “llevando velas encendidas en
las manos”, recogerían entonces la imagen de la virgen que los fran-
ciscanos tomaban de su iglesia, y se mezclarían con ellos en el si-
guiente trayecto hacia la catedral. Esta última etapa de la procesión
la encabezarían el rector y el comisario de la orden, seguidos por el
provincial y el doctor más antiguo, y así sucesivamente.14
El diarista Guijo abunda sobre este despliegue festivo y señala
que en el primer día de los festejos participaron también los tercia-
rios franciscanos, los dieguinos, las cofradías, la clerecía y el cabildo
de la catedral, así como el virrey, el visitador, la audiencia, la ciudad
(cabildo civil) y los tribunales. Agrega además que las calles fueron
lujosamente decoradas por los habitantes de la ciudad con colgadu-
ras y altares, destacándose el que hizo el gremio de los plateros “en
forma de castillo costosísimamente adornado de cuatro rostros y por
remate a san Eligio (patrono del gremio) y en el pedestal, entre
cuatro claros, pusieron el bulto de nuestra Señora de la Concepción
de plata”. La fiesta duró dos días más, durante los cuales se repre-
sentó una mascarada en la que “se quemó la ciudad de Troya a vista
del virrey, y se hizo el robo de Elena”. Se representaron comedias,
se predicaron sermones, se lidiaron toros y se concluyó con un cer-
13
Carlos de Sigüenza y Góngora, Triunfo parténico, México, Xóchitl, 1945, p. 55.
Aunque Guijo señala que la elección se hizo por sorteo, quizá esto se realizó como
un trámite.
14
Ibidem, p. 56.

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LOS CUERPOS DE LA FIESTA. LAS CORPORACIONES DE ESPAÑOLES 93

tamen poético.15 Al parecer nadie advirtió que por esas fechas (con
diferencia de una sola semana) cumplía cien años de fundada la
universidad, hecho que Sigüenza se encargó de resaltar en su rela-
ción conmemorativa del Triunfo parténico treinta años después.16 El
año escolar concluía con otra fiesta mariana, el nacimiento de la
Virgen, el 8 de septiembre.17
Sin embargo, las más vistosas ceremonias universitarias eran las
graduaciones de bachiller, licenciado y, sobre todo, la de doctor. En
esta última, después de presentar una tesis y de someterse a dos
exámenes —uno privado ante cinco sinodales y uno público ante los
doctores de su facultad— la ceremonia “terminaba con un estrepi-
toso sonar de trompetas, poniéndose el nuevo doctor a caballo, para
ser acompañado por la ciudad por los demás de su profesión”.18
Después de ese paseo, el graduado daba a sus expensas una cena
para sus sinodales y los miembros del claustro. Al día siguiente, un
nuevo paseo lo llevaba de la universidad a la catedral, en donde
estaba arreglado un tablado cerca de la puerta oriental para que ahí
se colocaran el virrey, el rector, el maestrescuela del cabildo y los
doctores y maestros de la universidad. Después de una misa y una
ronda de preguntas, se hacía el “vejamen”, sátira ligera en verso y
en castellano sobre un defecto real o imaginario del graduado. Al
final, éste recibía las insignias doctorales de manos del virrey: una
espada y una espuela para los seglares y un anillo y un libro para los
eclesiásticos. Una solemne profesión de fe y un juramento por la
Inmaculada Concepción sacralizaban el acto, y con la entrega de
bonete y borla se le otorgaba el grado. Los asistentes, vestidos con
sus mucetas, togas y bonetes, mostraban con tal atuendo su paso por
la misma ceremonia. Cada facultad se distinguía por el color de sus

Gregorio de Guijo, Diario (1648-1664), 2a. ed., 2 v., México, Porrúa, 1986
15

(Escritores Mexicanos 64, 65), v. i, p. 206-208.


16
Sigüenza, Triunfo parténico, p. 56.
17
Antonio Rubial y Enrique González, “Los rituales universitarios, su papel
político y corporativo”, en coautoría con Enrique González, Maravillas y curiosida-
des. Mundos inéditos de la universidad, México, Mandato del Antiguo Colegio de San
Ildefonso, 2002, p. 135-152.
18
Giovanni Gemelli, Viaje a la Nueva España, introducción, traducción y notas de
Francisca Perujo, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto
de Investigaciones Bibliográficas, 1976 (Nueva Biblioteca Mexicana 29), p. 107 y s.

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borlas: blancas para los teólogos, amarillas para los médicos, rojas
para los legistas y verdes para los canonistas.19 A la ceremonia se-
guían los regocijos que incluían banquetes y una corrida de toros.
Es obvio que los costos por derechos a examen, las propinas (que se
repartían entre todo el claustro de doctores) y los gastos de la gra-
duación no podían ser subvencionados por los estudiantes pobres,
quienes nunca llegaban a graduarse, salvo que consiguieran el apo-
yo de un padrino o mecenas. En 1689, el cronista de la universidad,
Cristóbal de la Plaza y Jaén, menciona que sólo había en el reino
130 doctores titulados.20
La universidad era una corporación de corporaciones, cuyos
miembros estaban insertos en el cabildo de la catedral, el Protome-
dicato, la audiencia y algunas de las provincias religiosas. El caso de
la universidad es excepcional y único, al igual que los cabildos civil
y eclesiástico sólo existía una corporación de su tipo en la ciudad.
Otra era la situación de las provincias religiosas que, junto con las
cofradías y gremios, conformarían los espacios más numerosos del
corporativismo urbano.

Las provincias religiosas: sus conventos y colegios

Desde la llegada de las primeras órdenes religiosas a Nueva España


durante la década que siguió a la conquista de Tenochtitlán, fran-
ciscanos, dominicos y agustinos se volvieron una parte central del
paisaje social del territorio, tanto en el ámbito rural como en el
urbano. Los fuertes vínculos que establecieron, primero con la no-
bleza indígena y después con las aristocracias de las ciudades, de
donde procedían muchos de sus miembros, hicieron posible que los
conventos se convirtieran en poderosos centros de interacción social,
económica y cultural. En la capital esas órdenes se asentaron en la
parte occidental de la traza pues era la más poblada. Cuando esas
órdenes “antiguas” ya estaban afianzadas en el territorio, en las

19
Manuel Romero de Terreros, La vida social en la Nueva España, México, Po-
rrúa, 1944, p. 101 y s.
20
Cristóbal de la Plaza y Jaén, Crónica de la Real y Pontificia Universidad, 2 v.,
México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1931, v. ii, p. 295 y s.

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LOS CUERPOS DE LA FIESTA. LAS CORPORACIONES DE ESPAÑOLES 95

décadas finales de la centuria comenzaron a llegar a Nueva España


otras cuatro nuevas, los carmelitas, los mercedarios, los dieguinos
(todos mendicantes) y los jesuitas, las cuales muy pronto también se
vincularon con las elites urbanas. A diferencia de las órdenes anti-
guas, las nuevas tuvieron todo el apoyo de los arzobispos y comen-
zaron a asentarse en la zona oriental de la capital, espacio que se
estaba poblando por españoles y que los prelados le disputaban a
franciscanos y agustinos.21 Después de 1600 arribaron además dos
órdenes hospitalarias, los hermanos de San Juan de Dios y los Be-
tlemitas. En todas ellas, salvo la del Carmen y la Compañía de Jesús,
el envío de religiosos desde España fue disminuyendo paulatina-
mente a lo largo de los años finales del siglo xvi y durante el xvii,
mientras que sus conventos iban creciendo a menudo con el ingreso
de criollos, lo que trajo consigo la intensificación de las relaciones
con la sociedad blanca.
Todas las órdenes religiosas mendicantes estaban organizadas
en corporaciones denominadas provincias, en cada una de las cuales
funcionaba un número variable de conventos situados en varias ciu-
dades, villas y pueblos distribuidos en un territorio. Cada provincia
tenía un gobierno central e independiente, tanto de las otras pro-
vincias de la misma orden como del obispo, aunque en teoría de-
pendían de manera directa de un general radicado en Roma y, a
través de él, del Sumo Pontífice. Cada provincia estaba organizada
jurídicamente bajo unas constituciones, tenía la posibilidad de elegir
a sus cuerpos rectores en los capítulos provinciales donde participa-
ban todas las cabezas de los conventos denominados priores entre
dominicos, agustinos y carmelitas, guardianes entre los franciscanos
y comendadores entre los mercedarios. Los jesuitas, con una orga-
nización distinta a la de los mendicantes, tenían sin embargo la
misma autonomía que ellos, aunque sus cuadros de poder eran ele-
gidos desde Roma y no por mecanismos de sufragio interno como
los frailes. Por ello entre su personal había tanto individuos de ori-
gen criollo como procedentes de diversos países europeos.

21
Jessica Ramírez, “Las nuevas órdenes en las tramas semántico-espaciales de
la ciudad de México, siglo xvi”, Historia Mexicana, v. 63, n. 3 (251) (enero-marzo
2014), p. 1015-1075.

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En la ciudad de México algunos conventos y colegios se consoli-


daron muy pronto como cabezas de las provincias matrices de las
órdenes mendicantes y hospitalarias. Al igual que en la capital, sus
fundaciones se hicieron casi al mismo tiempo que nacían los centros
urbanos, por lo que fueron apoyadas por los vecinos y cabildos espa-
ñoles. Además, en la capital los franciscanos acapararon la adminis-
tración sacramental en Tlatelolco y Tenochtitlan con tres parroquias
adscritas a sus respectivos conventos: el de Santiago, el de Santa Ma-
ría la Redonda y el de México, que administraba a San José de los
Naturales. Los agustinos, por su parte, tenían a su cargo también tres
parroquias en los barrios orientales que administraban desde sus casas
de San Pablo, San Sebastián y Santa Cruz. Desde 1677, en la capilla
del Rosario del templo de Santo Domingo funcionó la parroquia de
los mixtecos, sede para la administración de la abundante población
de origen oaxaqueño que habitaba la ciudad y cuya lengua domina-
ban algunos dominicos. Muy vinculados también con dichos frailes
estaban el convento de religiosas de Santa Catalina de Siena de la
misma orden y el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición.
Los conventos de religiosos en esos espacios urbanos, aunque al
principio fueron meros centros logísticos desde donde se controlaba
la distribución y el mantenimiento de las misiones, poco a poco comen-
zaron a albergar colegios y noviciados para los jóvenes religiosos desde
mediados del siglo xvi. Lo mismo sucedió con los conventos merceda-
rios y carmelitas en las últimas décadas de la centuria. A partir de
entonces esas casas funcionaron también como enfermerías para los
frailes ancianos, dementes o enfermos y como dependencias destina-
das a los capítulos provinciales y a las actividades administrativas. Se
convertían así en las cabezas de las provincias, únicas corporaciones
que tenían un carácter territorial pues abarcaban numerosas casas
distribuidas en una región. Entre las órdenes hospitalarias esto sólo
sucedió en sus casas matrices en la capital del virreinato, pues en los
hospitales que se les dieron en administración en el territorio no
podían tener comunidad conventual.
A lo largo de las últimas décadas del siglo xvi y las primeras del
xvii, aumentó considerablemente el número de religiosos que habi-
taban estas casas urbanas, enriquecidas y acrecentadas gracias a los
apoyos que les daban los vecinos españoles y sus cabildos. Las órde-

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LOS CUERPOS DE LA FIESTA. LAS CORPORACIONES DE ESPAÑOLES 97

nes antiguas, además de su convento matriz, incluso llegaron a fun-


dar un colegio donde sus futuros dirigentes realizaban sus estudios
teológicos, como sucedió entre los dominicos (en Porta Coeli), entre
los agustinos (en San Pablo) y entre los franciscanos (en San Buena-
ventura en Tlatelolco). También dominicos y franciscanos fundaron
sendas casas recoletas (La Piedad y San Cosme, respectivamente),
espacios que no podían tener administración sacramental pues sus
ocupantes estaban totalmente entregados a la oración y el retiro, por
lo que encontraron su principal fuente de ingresos en la promoción
de imágenes milagrosas.22 Los conventos, además, marcaban los
barrios con sus nombres y eran importantes centros de distribución
de agua potable, gracias a sus fuentes públicas, pues eran de los po-
cos establecimientos que tenían acceso a sus canales de distribución.
Esta presencia se ve claramente en el barrio de San Francisco,
situado a la entrada de la capital por la calzada de Tacuba, donde
dicha orden fundó varias casas en un amplio espacio urbano. A
partir de su templo principal salían catorce capillas distribuidas a lo
largo de la Alameda destinadas al rezo del Vía Crucis.23 Dicho con-
vento administraba, también desde el siglo xvi, tres monasterios de
religiosas clarisas (San Juan de la Penitencia, Santa Isabel y Santa
Clara), a los que se añadió en el xviii el de Corpus Christi para indias
cacicas, promovido por el virrey marqués de Valero y fundado en
1724.24 También en el barrio de San Francisco, y dependientes de
su comisario, se encontraban el convento de los dieguinos o descal-
zos y en 1733 en esa zona se fundó el Colegio de Propaganda Fide de
San Fernando para preparar a los franciscanos destinados a las mi-
siones norteñas de Nueva España.
A diferencia de las órdenes mendicantes y hospitalarias, la Com-
pañía de Jesús no fundó conventos en esos centros urbanos sino

22
Fray Luis de Cisneros, Historia de el principio y origen, progresos, venidas a Mé-
xico, y milagros de la santa imagen de Nuestra Señora de los Remedios extramuros de la
ciudad, México, Imprenta del Bachiller Juan Blanco de Alcázar, junto a la Inquisi-
ción, 1621, p. 38.
23
Alena Robin, Las capillas del Vía Crucis de la ciudad de México. Arte, patrocinio y
sacralización del espacio, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Insti-
tuto de Investigaciones Estéticas, 2014.
24
Asunción Lavrin, Brides of Christ. Conventual Life in colonial Mexico, Stanford,
Stanford University Press, 2008, ix+496 p., ils., apéndice, notas, p. 244 y s.

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98 ANTONIO RUBIAL GARCÍA

colegios de enseñanza media para los sectores criollos, lo cual les dio
un gran prestigio y les permitió acumular tierras donadas por sus
benefactores para atender sus necesidades. En la capital, los jesuitas
administraban con el nombre de colegios instituciones de muy dife-
rente tipo: San Ildefonso (que fusionó las antiguas residencias de San
Bernardo y San Miguel) funcionaba como casa de habitación y estu-
dio para estudiantes becados, pero no daba cursos; San Gregorio, fue
abierto para dar instrucción elemental a la nobleza indígena de la
ciudad y como una alternativa ante la decadencia del colegio fran-
ciscano de Tlatelolco; San Pedro y San Pablo, denominado colegio
máximo, era el único con cursos regulares impartidos tanto a alum-
nos externos como a aquellos que profesarían en la Compañía. Por
ser el principal colegio, a su costado se construyó el templo desde
donde los jesuitas administraban los sacramentos a la población; La
Profesa para los sacerdotes que harían su cuarto voto, es decir el úl-
timo requisito para ser jesuitas con plenos derechos y donde se im-
partían cursos de retórica para la predicación; San Andrés, original-
mente pensado para albergar a sus novicios, cuando éstos fueron
trasladados al pueblo de Tepotzotlán, el edificio se dedicó a atender
a los misioneros que iban a Filipinas y, con la dadivosa ayuda del
mercader Andrés Carvajal, funcionó también como hogar para algu-
nos jesuitas, como lugar de “probación” para futuros miembros de la
orden y en el xviii como casa para ejercicios espirituales.25
A los templos anexos a los conventos y a los colegios llegaban a
lo largo del día personas de todos los grupos sociales que acudían
a escuchar misas, a recibir los sacramentos y a participar en las fies-
tas litúrgicas. En los templos, los fieles también recibían noticias a
través de los sermones, obtenían goce estético con la música y las
artes visuales y se allegaban informes sobre las novedades aconteci-
das en la vida de sus semejantes. En los presbiterios, las capillas la-
terales, las naves y las sacristías de esas iglesias conventuales era
también común encontrar las lápidas de las tumbas de caballeros y
damas de alcurnia, enterrados a menudo con el hábito de la orden

25
Pilar Gonzalbo, Historia de la educación en la época colonial. La educación de los
criollos y la vida urbana, México, El Colegio de México, 1990, 395 p. (Historia de la
Educación), p. 159 y s.

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LOS CUERPOS DE LA FIESTA. LAS CORPORACIONES DE ESPAÑOLES 99

en cuestión, según su rango y donaciones. En ellos se celebraban las


ceremonias que marcaban, con la presencia sonora de las campanas
y con las misas, el ritmo de la vida cotidiana, la entronización de las
autoridades, las celebraciones gozosas y fúnebres de unos reyes au-
sentes y el ciclo anual de las estaciones; algunas iglesias muy espe-
ciales, las parroquias, eran las únicas autorizadas para administrar
los sacramentos del bautizo y el matrimonio, para registrar a aque-
llos que los recibían y a los difuntos y para cobrar obvenciones por
ese servicio. Pero sobre todo en todas esas iglesias se rendía culto a
las imágenes milagrosas, pues varias de ellas funcionaban como san-
tuarios urbanos y recibían la visita constante de peregrinos que iban
a pedir la solución de sus necesidades.
Al poder taumatúrgico de las imágenes milagrosas se añadía el
de las reliquias que funcionaban también como amuletos. Los con-
ventos guardaban los cadáveres y todo tipo de objetos que habían
pertenecido a los santos y a los frailes y monjas muertos en olor de
santidad: toallas y listones con las gotas del aromático sudor que
expelían sus osamentas; telas, flores y sábanas que estuvieron en
contacto con los cuerpos de esos venerables; rosarios, escapularios,
cilicios, alambres de púas, jubones de cerdas y demás instrumentos
de devoción o de penitencia pertenecientes a esos ascetas. Muy a
menudo los fieles solicitaban en las porterías de los conventos que
se les permitiera tocar con sus rosarios las reliquias que ellos poseían
(pues su poder se transmitía por el mero contacto) o que se les re-
galara un puñado de la tierra de las sepulturas de sus venerables.
La presencia de esos “milagrosos” cuerpos muertos reafirmaba
el papel central que tenían los religiosos en la vida social y política
de las ciudades. En México, por ejemplo, los frailes y los jesuitas,
como miembros de las acaudaladas familias criollas, asistían a los
actos públicos que ofrecían la corte, la universidad, la catedral y
los conventos. Varios religiosos revalidaban los títulos obtenidos en
su orden por grados universitarios y ocupaban cátedras en la uni-
versidad, donde llegaron a ser rectores. A principios del siglo xvii,
algunos frailes criollos fueron nombrados para ocupar cargos epis-
copales en Nueva España, Sudamérica y Filipinas. Fueron también
numerosos los religiosos que influyeron en la vida política como con-
fesores y capellanes de las autoridades virreinales, como calificadores

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100 ANTONIO RUBIAL GARCÍA

y consultores del Tribunal del Santo Oficio, como oradores recono-


cidos de la corte virreinal y como escritores. Aunque había prohibi-
ción explícita al respecto, algunos religiosos pertenecían a cofradías
y hermandades o fungían como padrinos de bautizo; con ello se
consolidaban sus vínculos y se afianzaban sus negocios.
En efecto, junto con la presencia cultural y política, los religiosos
tenían también fuertes intereses económicos. Algunos de ellos rea-
lizaban jugosos tratos comerciales con los seculares, a pesar de estar
prohibidos para los frailes, pues además de ejercer el préstamo de
capitales producto de las limosnas que recibían, la mayoría de los
conventos y colegios urbanos administraban ricas haciendas y huertas
y eran propietarios de la mitad de los inmuebles arrendados de la
capital. Esto incidía, junto con la construcción y remodelación de
sus propios edificios, como un factor que dinamizaba la economía.
Las comunidades religiosas eran además consumidoras de bienes y
servicios, lo que significaba la manutención de numerosos artesanos,
sirvientes y profesionales de todo tipo.
Los ámbitos conventuales no sólo eran centros de convivencia,
se estructuraban también como espacios forjadores de normas de
sociabilidad y civilidad y como guardianes de una memoria históri-
ca almacenada en sus archivos y transmitida de manera oral o visual
a las nuevas generaciones de religiosos. Para ello, cada provincia
nombraba un cronista de la corporación, encargado de acumular
información, recabar documentos y redactar las acciones ejemplares
de sus miembros.26
Además de sus edificios, las órdenes religiosas tenían, al igual que
varias de las corporaciones aquí mencionadas, fiestas que les eran
propias. Cada año los conventos celebraban con procesión pública,
altares efímeros y fuegos pirotécnicos el día de sus santos fundadores.
Dichos festejos se prestaban, como todas las fiestas, a numerosos
excesos como lo menciona Hipólito Villarroel, un airado cronista del
siglo xviii: “El modo de solemnizar las fiestas de los santos patriarcas
de las religiones es situarse a las puertas y calles de sus contornos [de
26
Antonio Rubial, “La conciencia criolla. Las órdenes religiosas y su papel en
la construcción de la identidad en Nueva España”, en El criollo en su reflejo. Cele-
bración e identidad (1521-1821), México, Fomento Cultural Grupo Salinas/The His-
panic Society of America/Museo Franz Mayer, 2011, p. 128-154.

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LOS CUERPOS DE LA FIESTA. LAS CORPORACIONES DE ESPAÑOLES 101

los conventos] muchos puestos de comidas, como si se convidase a


un gran festín profano, y se cometen mil tropelías”.27
Otro motivo de festejo era la canonización de algún santo de la
orden, como la que celebraron los hermanos hospitalarios en honor
de su fundador san Juan de Dios en 1700, en la que hubo mascara-
das y bailes.28 Unas décadas antes, en 1672, con motivo de los fes-
tejos de la canonización de san Francisco de Borja y los cien años de
la llegada de la Compañía de Jesús a México, los jesuitas, ayudados
por los estudiantes de su colegio de San Pedro y San Pablo, organi-
zaron en la capital otro soberbio festejo que duró varios días. Para
que quedara en la memoria tan suntuosa celebración y para reforzar
el aparato publicitario, un jesuita anónimo escribió la relación de
los festejos que fue publicada en ese mismo año de 1672 con el títu-
lo de Festivo aparato.29
Por último, eran motivo de suntuosos festejos la inauguración (o
consagración) de una nueva iglesia o capilla de cualquiera de las
órdenes, celebración que también ocupaba varios días con procesio-
nes y sermones en los que participaban frailes de todos los conven-
tos de la capital. Todas esas fiestas, además de las calles, tenían a los
templos como sus espacios privilegiados, pues en ellos se celebraban
misas y sermones que eran parte fundamental de los festejos. Tales
celebraciones, además de su carácter propagandístico, tenían una
fuerte carga identitaria pues servían para afianzar los lazos corpo-
rativos dentro de las provincias religiosas.

Una multiplicidad de cuerpos sociales: cofradías y hermandades

Pero los templos de los religiosos no sólo eran los centros donde las
provincias religiosas manifestaban su presencia urbana, también en

27
Hipólito Villarroel, Enfermedades políticas que padece la capital de esta Nueva
España, México, Miguel Ángel Porrúa, 1979 (Colección Tlahuicole 2), p. 188.
28
Antonio de Robles, Diario de sucesos notables, 3 v., México, Porrúa, 1972,
v. iii, p. 128.
29
Anónimo, Festivo aparato con que la provincia mexicana de la Compañía de Jesús
celebró en esta imperial corte de la América Septentrional los immarcescibles lauros y glorias
inmortales de san Francisco de Borja, México, Juan Ruiz, 1672.

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102 ANTONIO RUBIAL GARCÍA

ellos estaban las capillas donde los miembros de otras corporaciones


urbanas (gremios, cofradías, congregaciones y órdenes terceras) se
reunían y eran enterrados. El convento grande de San Francisco,
por ejemplo, era un complejo espacio multicorporativo pues, ade-
más de ser la cabeza de la provincia del Santo Evangelio, dentro de
su perímetro se encontraba la parroquia indígena de San José, las
capillas del Santo Cristo de Burgos, de Nuestra Señora de Balva-
nera y de Nuestra Señora de Aránzazu, que eran sedes de las impor-
tantes cofradías “nacionales” de comerciantes montañeses, riojanos y
vascos, respectivamente. En su templo funcionaban además de los
terciarios franciscanos, una cofradía de san Benito de Palermo de
negros y por lo menos otras siete de indios, incluida una de la Cande-
laria, a la que pertenecían las parteras. En Santo Domingo, además
de la archicofradía del Santísimo Rosario con su gran capilla inde-
pendiente, funcionaban otras seis cofradías, incluidas una de negros
y mulatos y la de Nuestra Señora de Covadonga de asturianos. En
San Agustín funcionaban cinco, además de sus terciarios, en el Car-
men dos y tres en La Merced.30
Además de las hermandades adscritas a los conventos mendican-
tes actuaban en la ciudad decenas de esas corporaciones en las que
estaba inscrita la mayoría de los sectores sociales, incluidas las distin-
tas autoridades que administraban el territorio. La cofradía era una
asociación que distribuía entre sus miembros variados beneficios
espirituales y materiales. Entre los primeros estaban las numerosas
indulgencias que concedían la disminución de días, meses o años
de sufrimientos en el purgatorio y daban la seguridad y la tranqui-
lidad de alcanzar el cielo en breve tiempo. Tales beneficios se entre-
gaban impresos en unas patentes que todos los cofrades guardaban
como un preciado tesoro. Pero, además de estos beneficios y gracias
a los ingresos obtenidos por cuotas y por el préstamo de capitales,
las cofradías ayudaban a los hospitales, socorrían a viudas, a huér-
fanos y a los cofrades enfermos e incapacitados y se hacían cargo de
los gastos funerarios, del entierro y de las misas de sus miembros
difuntos.

Alicia Bazarte, Las cofradías de españoles en la ciudad de México, 1526-1860,


30

México, Universidad Autónoma de Metropolitana-Azcapotzalco, 1989, p. 64 y s.

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LOS CUERPOS DE LA FIESTA. LAS CORPORACIONES DE ESPAÑOLES 103

En ocasiones, las cofradías administraban también dotes para


que doncellas huérfanas y pobres pudieran casarse o profesar de
monjas. Ese dinero salía a veces de los bienes de la cofradía pero a
menudo eran mandas testamentarias que dejaban los ricos como
obras pías para la salvación de sus almas. La distribución de tales
dotes se hacía por sorteo, aunque a veces se dieron quejas de que
esas ayudas eran adjudicadas para las hijas de los cofrades, que no
eran ni pobres ni huérfanas.31 Sin embargo, esto no era lo común y
frecuentemente tales dotes permitían a las jóvenes desamparadas
formar un hogar y a sus maridos obtener un capital que les ayudaba
a echar a andar un negocio, pues, aunque las dotes no eran muy
cuantiosas, una misma joven podía acumular varias en su persona.
No obstante, cuando no se hacía uso de tales ayudas en un plazo de
diez años, el dinero debía restituirse a los benefactores.
El primero de enero de cada año, salía del templo de Santo
Domingo una procesión formada por quince o veinte huérfanas
dotadas y casaderas, acompañadas del virrey y de uno de los alcaldes
del cabildo recién nombrado ese día. Las jóvenes, que no siempre
eran huérfanas reales, paseaban con sus bellos trajes llevando un
cirio encendido, un rosario y un escudo de cera de la archicofradía
del Santísimo Rosario, que era quien las patrocinaba. Los que las
pretendían podían asistir a la procesión como observadores y esco-
ger la que mejor se acomodara a sus gustos. La boda y el pago de la
dote se arreglaban con sus benefactores después de tan peculiar
desfile. El hecho no fue excepcional, y varios de los ricos que deja-
ban estas obras pías estipuladas en sus testamentos proponían un
tipo de desfile similar para sus beneficiadas.
Una actividad semejante tenía la archicofradía del Santísimo
Sacramento y de la Caridad que funcionaba en la catedral y reunía
a los hombres más ricos e influyentes de la ciudad. A partir de 1547,
la archicofradía también se hacía cargo de mantener el colegio de
niñas mestizas de la Caridad y de conseguirles dotes para casarlas o
ingresarlas como monjas. Dicha hermandad se hacía cargo además de
solemnizar la fiesta del Corpus Christi, de mantener la lámpara que
debía estar siempre prendida junto al Santísimo, de la celebración del

31
Ibidem, p. 89 y s.

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104 ANTONIO RUBIAL GARCÍA

Jueves Santo con su monumento eucarístico y de la ceremonia del


lavatorio de los pies, además de acompañar a los sacerdotes que
llevaban la última comunión o “viático” a los moribundos.32
Algunas cofradías estaban fuertemente vinculadas con uno de los
más importantes sectores corporativos: los gremios de artesanos y
otros administradores de servicios. El estatus y los privilegios de la
mayor parte de estas profesiones estaban regulados por estatutos
gremiales que estipulaban quiénes podían pertenecer al gremio, al
obtener el grado de maestros, y marcaban los precios, la calidad y la
cantidad de los artículos manufacturados; nadie podía vender o pro-
ducir artículos de lujo (o algunos de primera necesidad) ni prestar
un servicio si no pertenecía a un gremio. Había artesanos que debían
esperar hasta veinte años para conseguir su ingreso a una de estas
corporaciones a causa de los altos costos de los exámenes de maestro,
de lo que implicaba montar un taller (herramientas, renta de local,
etcétera) y de una cerrada trama de vínculos familiares y de compa-
drazgos que impedían a muchos el acceso a estas agrupaciones. Por
otro lado, los estatutos de algunos gremios limitaban la entrada por
razones étnicas. El gremio de pintores, por ejemplo, reglamentó en
1686, que todos los aprendices del oficio debían ser españoles; lo
mismo hicieron los fabricantes de hilo de oro y plata, los orfebres, los
tintoreros y los herreros. Sin embargo, el incumplimiento constante
de estas disposiciones mostraba una percepción muy laxa de lo que
se entendía por “español”, pues numerosos miembros de las castas
practicaban estos oficios, algunos de ellos incluso como maestros. El
caso del pintor mulato Juan Correa es muy representativo a este
respecto y es muestra el ambiguo uso que se daba al término.
Casi todos los artesanos que producían artículos de lujo poseían
un taller y empleaban en él a oficiales, es decir asalariados que co-
nocían el oficio, así como aprendices y esclavos. Estos dos últimos
vivían en casa del maestro, quien les enseñaba las técnicas del oficio
y se hacía cargo paternalmente de su vida social y religiosa. Igual
que pasaba con los aristócratas, lo común entre los artesanos aco-
modados eran los matrimonios de hombres mayores con mujeres
jóvenes, dado que no era fácil casarse sin tener un taller propio. Así,

32
Ibidem, p. 143 y s.

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LOS CUERPOS DE LA FIESTA. LAS CORPORACIONES DE ESPAÑOLES 105

los vínculos matrimoniales entre familias de artesanos produjeron


comunidades muy cerradas.33
Decíamos arriba que todo gremio estaba adscrito a una cofradía,
como las de San Cosme y San Damián de cirujanos y boticarios, la
de San Crispín y San Crispiano de zapateros, la de la Santísima
Trinidad de sastres o la de la Inmaculada Concepción y San Egidio
de orfebres. Los miembros de estas cofradías gremiales, lo mismo
que las de otro tipo, mantenían un altar para la veneración de su
santo en una de las iglesias de la ciudad, pagaban misas, fiestas,
vestidos y joyas para sus imágenes y costeaban los gastos de las pro-
cesiones de Corpus y Semana Santa. Sin embargo, por razones eco-
nómicas muchas de las cofradías gremiales abrieron sus membresías
a personas que no pertenecían al gremio, aunque los maestros fun-
dadores conservaban la dirigencia de la hermandad.
Para obtener mayores beneficios espirituales, algunas de las co-
fradías gremiales menores se anexaron a una de las archicofradías
más antiguas de la ciudad, la de los sastres de la Santísima Trinidad.
Fundada desde 1530, esta congregación recibió este título del papa
en 1576 y en 1582, con su anexión a la de Roma, obtuvo para sus
miembros numerosos privilegios de indulgencias. Por ello se convir-
tió en una de las asociaciones más prestigiosas de la ciudad y comen-
zó a recibir gente de fuera del gremio, aunque los sastres mantuvie-
ron por un tiempo la exclusividad del gobierno. En 1585 la curia
romana exigió abrir incluso la mesa de gobierno a miembros distin-
guidos de la sociedad, con lo que de los 24 guardianes, 12 debían
ser maestros sastres y los otros 12 caballeros. Para entonces, la archi-
cofradía ya compartía una capilla al final de la calle de Moneda con
otra importante congregación, la de San Pedro, una hermandad
creada por los clérigos seculares para hacerse de un cuerpo que les
permitiera organizarse y ayudarse, y que a la larga fundaron un
hospital para atender a sacerdotes enfermos y ancianos. Ambas her-
mandades, aunque compartían el mismo espacio y sus gastos, fun-
cionaron de manera autónoma. Aunque hubo algunos problemas al

33
Lyman Johnson, “Artesanos”, en Louisa Schell Hoberman y Susan Migden
(comps.), Ciudades y sociedad en Latinoamérica colonial, México, Fondo de Cultura
Económica, 1992, p. 255-285.

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106 ANTONIO RUBIAL GARCÍA

principio, los sacerdotes de San Pedro decían las misas de difuntos


y los oficios de la hermandad trinitaria. En la Semana Santa los
miembros de esta archicofradía llevaban a los ángeles portadores de
las armas de Cristo y salían junto a los de San Pedro.34
A lo largo del siglo xvii, varias cofradías gremiales comenzaron
a anexarse a la Santísima Trinidad por los beneficios espirituales que
ella ofrecía. Por este privilegio dichas hermandades pagaban de-
rechos a la archicofradía. Además de tener un templo donde colocar
su capilla y sus espacios de enterramiento, dichas cofradías anexadas
podían salir en las procesiones bajo el estandarte de los trinitarios,
con sus insignias y con el hábito rojo que los caracterizaba. Así co-
menzaron a funcionar bajo el mismo techo la cofradía de cirujanos,
barberos y flebotomistas de San Cosme y San Damián y Cristo de la
Salud, la del Ecce Homo de vendedores de cacao, la de los cajoneros
de la Plaza Mayor bajo la advocación de la virgen de los Dolores,
la de la virgen de la Guía de oficiales de sastrería, la de San Homo-
bono de maestros de sastres, la de los Esclavos del Santísimo Sacra-
mento y Nuestra Señora de la Concepción y la de San Avelino, estas
últimas no gremiales. Para el siglo xviii, la iglesia de la Santísima
era un edificio que albergaba a diez cofradías, cada una de las cuales
tenía su altar en el templo.35
En las diferentes capillas de la iglesia de la Santísima, única en su
género en la capital, se reunían y enterraban personas de muy dife-
rentes estratos: mozos de servicio y sirvientas de los conventos de mon-
jas, varias religiosas, artesanos de diferentes talleres, tanto maestros
como oficiales, mercaderes del pequeño comercio placero e incluso
algún noble. Todos ellos llegaban atraídos por los beneficios espiritua-
les que poseía la Santísima Trinidad y por las promesas de que estas
cofradías se harían cargo de sus gastos fúnebres y de las misas por sus
almas. Además de los sacerdotes de la congregación de San Pedro, los
trinitarios llamaban para sus funciones a los frailes de La Merced, a

34
Julio César Cervantes López, La archicofradía de la Santísima Trinidad, una
cofradía novohispana, tesis de maestría, México, Universidad Nacional Autónoma
de México, Facultad de Filosofía y Letras, 2003, p. 24 y s.
35
Nuria Salazar, “El templo de la Santísima Trinidad de México, una historia
en construcción”, Boletín de Monumentos Históricos, México, Instituto Nacional de
Antropología e Historia, tercera época, v. 24 (enero-abril 2012), p. 28-70.

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LOS CUERPOS DE LA FIESTA. LAS CORPORACIONES DE ESPAÑOLES 107

quienes daban una limosna para la redención de cautivos, pues en


Europa la orden trinitaria también se dedicaba a esa finalidad.
Las cofradías, además de colmar las esperanzas de salvación de
sus miembros y de cumplir importantes funciones sociales, llenaban
muchos momentos de su vida cotidiana. Junto con la asistencia a las
reuniones y a las pláticas organizadas por la hermandad, el cofrade
participaba en fiestas religiosas, procesiones y actos devocionales. Los
gremios, congregaciones, cofradías y órdenes terceras ejercieron así
un importante papel en la transmisión cultural pues ellos eran parte
fundamental en la organización de las fiestas.36 La principal celebra-
ción de las cofradías era la Semana Santa. Entre el Domingo de
Ramos y el Viernes Santo, la ciudad se llenaba de procesiones acom-
pañadas por tristes acordes de trompeta; por sus calles avanzaban
sobre andas llenas de flores, las imágenes de cristos muertos cubier-
tos de sangre y de vírgenes sufrientes y llorosas. Los miembros de las
cofradías, que se encargaban de organizar tales procesiones, acom-
pañaban a sus imágenes cubiertos con capuchas y algunos flagelando
sus espaldas. Al final, en los atrios de las iglesias, hombres y mujeres
disfrazados de soldados romanos, de Cristo, de la virgen María, de
Juan Evangelista, de la Verónica, representaban las escenas de la
pasión y muerte de Jesús. En la tarde del Viernes Santo salía la co-
fradía del “Entierro de Cristo” con los miembros del ayuntamiento
y la gente más prominente de la ciudad; acompañaban a una imagen
de Cristo muerto en un ataúd de plata y cristal precedida por ánge-
les cubiertos de joyas que portaban los símbolos de la pasión y por
diez flagelantes. Otras dos procesiones, una de indios y una de mu-
latos, imitaban a la anterior, aunque con muchos más disciplinantes.37
Sin embargo, entre todas las celebraciones anuales una sobre
todo se destacaba por ser la fiesta de las corporaciones: la del Corpus
Christi. En ella, el carácter corporativo de la sociedad se vinculaba
con un dogma religioso, el del cuerpo místico de Cristo. Éste se con-
cebía formado por la Iglesia triunfante, que habitaba en el cielo, por
la purgante que estaba de paso en el purgatorio y por la militante,

36
Antonio Rubial, Monjas, cortesanos y plebeyos. La vida cotidiana en la época de
sor Juana, México, Taurus, 2005.
37
Ibidem, p. 73.

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108 ANTONIO RUBIAL GARCÍA

formada por los diversos cuerpos sociales de la cristiandad. En esa


fiesta anual la ciudad se transformaba en un teatro en el cual cada
uno de los cuerpos sociales o corporaciones desfilaban alrededor
de una custodia que contenía la Eucaristía (el “cuerpo real” de Cris-
to). Todos los gestos, comportamientos y movimientos de masas, los
carros alegóricos y las imágenes de los santos que los acompañaban,
los arcos triunfales y los altares efímeros iban dirigidos a cohesionar
al grupo y darle un sentido de salvación, representaban al pueblo
elegido en el camino hacia la Jerusalén celeste, la Iglesia triunfante.
El principal atractivo de esta celebración era la fastuosa procesión
que recorría las calles de la ciudad. La marcha se abría con doce hom-
bres a caballo, espada en mano, que representaban la Real Justicia, la
autoridad; los seguía una alegre comparsa que marcaba el tono festi-
vo de la celebración, un grupo de danzantes con disfraces y máscaras
acompañados por figuras grotescas de gigantes y cabezudos que re-
presentaban a los cuatro continentes, así como por la “tarasca”; ésta
era un enorme dragón sobre ruedas, hecho de madera, lienzo y pin-
tura, con ojos espantosos, fauces batientes que lanzaban fuego y humo
sobre cuyo cuerpo, lleno de escamas, iban montados varios persona-
jes, bailando y brincando. La “tarasca” simbolizaba al diablo, la here-
jía y la idolatría que serían vencidos por la gracia. Su importancia se
avala por un refrán que rezaba: “no hay procesión sin tarasca”.
Después de esta comparsa, venía un segundo grupo a caballo: dos
hombres tocando sus clarines y mostrando sobre sus vestidos el escudo
de armas de la ciudad, otros con timbales y libreas encarnadas y unos
guardias disparando salvas con sus arcabuces. Con este ruido se daba
paso a los representantes de todo el cuerpo social que seguían un rí-
gido orden y jerarquía: los gremios y las cofradías, de acuerdo con su
importancia, cargaban sus pendones bordados en plata y oro; los re-
ligiosos, en el orden de su llegada a Nueva España, llevaban a sus
santos fundadores en andas y cubiertos de joyas; las cruces parroquia-
les con sus clérigos y los pertigueros de la iglesia catedral, con su cruz
y sus ciriales, abrían paso a la urna de las reliquias y a la “capilla” ca-
tedralicia con sus oboes, trompetas, clarines, flautas y niños cantores.
Un grupo de acólitos sonando campanitas de plata anunciaba el
arribo del personaje principal de la procesión. Bajo un rico palio
sostenido por dieciséis sacerdotes, avanzaba la enorme custodia de

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LOS CUERPOS DE LA FIESTA. LAS CORPORACIONES DE ESPAÑOLES 109

plata y oro, recamada de piedras preciosas que contenía la hostia.


Luego venían los miembros del cabildo de la catedral y el arzobispo,
revestido con tiara, capa y báculo, símbolos de su autoridad y, ce-
rrando la procesión, el virrey, los oidores y jueces, así como los
miembros del Tribunal de la Inquisición, del Ayuntamiento, de la
Universidad y del Consulado. Otros muchos actos tenían lugar a lo
largo de ese día y de los subsiguientes; incluso ocho días después,
en lo que se llamaba la infraoctava de Corpus, se repetía casi con el
mismo esplendor la celebración. Con la procesión, retablo vivo de
la sociedad, se afianzaba la idea de que todos los órganos del cuerpo
social en su conjunto vencerían al monstruo del pecado, de la herejía,
de la idolatría, y harían triunfar la fe cristiana.
En la fiesta tenían cabida tres líneas temáticas: la dimensión
teológica, que concebía como única y principal función de estos
artefactos culturales la alabanza y la súplica dirigidas a la Divinidad;
la función retórica, que los veía como un instrumento de comunica-
ción para inculcar valores para la salvación; y una finalidad pragmá-
tica que, a partir de la ostentación y la publicidad, buscaba prestigio
y prebendas para las autoridades, las corporaciones y los individuos,
mecenas y promotores de tales creaciones culturales.
Al final, la fiesta pública debía mostrar hacia el exterior la exis-
tencia de una inamovible armonía social, lo que a la larga constituía
la manera como el sistema de valores se justificaba; esta sensación
se lograba gracias a una compleja organización y a un aparato tex-
tual que la fijaba por medio de la imprenta y que le daba un carácter
sagrado e inmutable. Mediante la fiesta, se avalaba una tradición
continuada que unía el pasado con el presente, los vivos con los
difuntos, el cielo con la tierra y que tenía en la religión y en la mo-
narquía sus dos pilares fundamentales. En la fiesta, los cuerpos so-
ciales tenían no sólo su expresión más acabada, por medio de ella
manifestaban su existencia, por lo que su participación en el apara-
to festivo se convirtió en una de sus principales finalidades y sub-
vencionarlo se volvió el destino de una considerable suma de sus
recursos financieros. Además de sacralizar la autoridad, podríamos
decir que la fiesta existía para darle cuerpo a las corporaciones y, en
algún sentido, sus miembros destinaban una buena parte de su tiempo
y sus bienes para construir el cuerpo de la fiesta.

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LA PLAZA COMO DISPOSITIVO POLÍTICO
eSPacio y Poder en La PLaZa Mayor de La ciudad de México
1730-1780*

guStavo toriS guevara


Universidad Nacional Autónoma de México
Facultad de Filosofía y Letras

Aproximarnos a la Plaza Mayor de la ciudad de México del siglo


xviii, en tanto dispositivo, implica encontrar las relaciones que
vincularon a la materialidad de sus construcciones, por un lado, con
los instrumentos para su planeación, así como con la emergencia de
subjetividades en torno a este espacio. A lo largo del siglo xviii, la
Plaza Mayor operó en términos de una dinámica corporativa que,
sin embargo, fue puesta en entredicho por las reformas de la década
de 1760 que apuntaron al aprovechamiento económico de los espa-
cios de venta contenidos en ella, una dinámica administrativa. Lejos
de tratarse solamente de una confrontación entre las autoridades y
los ocupantes de la plaza, las tensiones dan cuenta de dos maneras
distintas de producir, reproducir y apropiarse del espacio urbano
que implicaban de algún modo modelos de organización social cer-
canos pero al final distintos. El objetivo de este trabajo es dar cuen-
ta de las estrategias puestas en juego en este espacio entre 1740 y
1780, para poner en perspectiva los intentos de reforma urbana de
la dinastía Borbón y su impacto sobre la ciudad de México.

* El presente trabajo expone parcialmente los resultados de mi trabajo de in-


vestigación en el marco del programa de maestría en Historia de la Facultad de
Filosofía y Letras y el Instituto de Investigaciones Históricas de la unaM. El traba-
jo fue asesorado por el doctor Sergio Miranda Pacheco, a quien agradezco enor-
memente por el apoyo y por las oportunidades que me ha brindado.

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112 GUSTAVO TORIS GUEVARA

Dispositivos

En los años setenta la propuesta analítica de Michel Foucault cobró


un sentido sistemático con el ambicioso intento de formar una ar-
queología de los saberes de la modernidad y su relación con el go-
bierno de los hombres (gobernabilidad). Una de las nociones centra-
les para este intento fue la de dispositivo. A pesar de la importancia
del concepto, Foucault nunca precisó una definición de lo que en-
tendía por él. En un intento de arqueología conceptual, Giorgio
Agamben estableció tres de los principios operativos de esta noción
definitoria de la estrategia foucaultiana:

a. El dispositivo es un conjunto heterogéneo, que incluye virtualmen-


te cualquier cosa, lingüístico y no lingüístico al mismo nivel: discur-
sos, instituciones, edificios, leyes, medidas policiales, proposiciones
filosóficas, etc. El dispositivo es en sí mismo la red que se establece
entre estos elementos.
b. El dispositivo siempre tiene una función estratégica concreta y siem-
pre se inscribe en una relación de poder.
c. Como tal, resulta del cruce de relaciones de poder y de relaciones
de saber.1

Esta caracterización es un punto de partida para el estableci-


miento de una metodología crítica respecto a las emergencias feno-
ménicas de la modernidad, para caracterizar las estrategias que se
han puesto en juego y los elementos de esas redes. Sin embargo,
como bien apunta Agamben, es indispensable sumar a esta caracte-
rización que un dispositivo se distingue de la mera violencia porque
produce subjetividades. En otras palabras, el mecanismo es efectivo
cuando las técnicas y los saberes producen sujetos, individualidades
que se definen en razón del mismo dispositivo.
Ahora bien, el planteamiento en torno a los dispositivos ha ge-
nerado toda una vertiente de estudios de los saberes, las identida-
des y las disciplinas en los últimos treinta años que ya no represen-

1
Giorgio Agamben, ¿Qué es un dispositivo? Seguido de El amigo y de La Iglesia y
el reino, Barcelona, Anagrama, 2015, 66 p. La caracterización de Agamben surge
del análisis de la obra publicada de Foucault así como de algunas entrevistas a las
que tuvo acceso.

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LA PLAZA COMO DISPOSITIVO POLÍTICO 113

tan una novedad real. Sin embargo, hasta ahora la dimensión


espacial de los dispositivos que conformaron a las ciudades moder-
nas ha quedado al margen de estas indagaciones con algunas nota-
bles excepciones.2
Los estudios que abordan las transformaciones de la vida mate-
rial de las ciudades desde la perspectiva de los dispositivos se han
ocupado principalmente del siglo xix3 y xx y, además, pareciera que,
cuando se asume el estudio de la ciudad y sus elementos como dis-
positivos, fuese indispensable elegir entre una perspectiva material
o una intelectual.4 Afortunadamente, hay algunas investigaciones

2
Quisiera destacar en particular las propuestas de Spiro Kostof en este senti-
do. En el capítulo introductorio de su obra The City Shaped: Urban Patterns and
Meanings Through History, Londres, Thames & Hudson, 1991, 352 p., reflexionó
en torno a la ciudad toda como un “artefacto”. En su análisis, el artefacto debía
abarcar al conjunto de las relaciones dentro de cada experiencia urbana para po-
der caracterizarlas en razón de sus sistemas de apropiación del territorio y de su
configuración morfológica. Sin embargo, en otra de sus obras (The City Assembled:
The Elements of Urban Form Through History, Londres, Thames & Hudson, 1999,
320 p.), Kostof nos propone abordar distintos elementos de las experiencias urba-
nas como artefactos que pueden ser estudiados de manera independiente. Esta
última aproximación ha sido uno de los referentes más importantes para plantear
el presente análisis pues la fuerza de la argumentación radica justamente en la
enorme variedad de casos postulados en la argumentación general. También
como ejemplo de análisis de tipologías constructivas y su operatividad en térmi-
nos sociales cabe mencionar a Paolo Portoghesi quien, desde una óptica benjami-
niana, explora la relación entre teorías de diseño del espacio y tipologías cons-
tructivas en el renacimiento italiano: El ángel de la historia. Teorías y lenguajes de la
arquitectura, Madrid, Hermann Blume, 1985, 276 p.
3
En lo que se refiere a la interacción de prácticas constructivas con una
concepción específica (en este caso la noción de vanguardia social) los trabajos
de Kenneth Frampton pueden ser muy ilustrativos, sobre todo, en sus reflexio-
nes en torno a la cultura tectónica de la arquitectura de finales del siglo xix:
Studies in Tectonic Culture: The Poetics of Construction in Nineteenth and Twentieth
Century Architecture, Cambridge (Massachusetts), The Massachusetts Institute of
Technology Press, 1995. Por otra parte, destaca notablemente el trabajo de Pa-
trick Joyce, The Rule of Freedom, Liberalism and the Modern City, Londres, Verso,
2003, 276 p.
4
Del lado de la materialidad más estricta se encuentran algunos de los aná-
lisis de la arqueología industrial que han buscado dar cuenta de los cambios tec-
nológicos en su dimensión social, aplicando metodologías que antes habían que-
dado circunscritas al estudio de las Antigüedades y la Edad Media. Peter
Neaveson y Marilyn Palmer, Industrial Archaeology: Principles and Practice, Nueva
York, Routledge, 1998, 180 p. En este sentido no debe entenderse que la historia

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114 GUSTAVO TORIS GUEVARA

que han decidido integrar ambas perspectivas.5 En este sentido con-


sidero pertinente rebasar los límites de las metodologías cerradas
para ampliar el espectro de materiales analizados y dar cuenta de la
compleja red de interacciones que han dado lugar al espacio en
tanto producto social y a la sociedad en tanto producto espacial.
Justamente me parece que el estudio de los dispositivos que
articulan la vida urbana de la modernidad requieren de una lectura
simultánea en tres ámbitos o, si se prefiere, tres tipos de indicios del
pasado: producción de la vida material en estricto sentido técnico,
discursos operativos sobre el espacio y representaciones del mismo.
Así, podemos trazar el arco entre los diferentes componentes de los
dispositivos, para mostrar las condiciones de posibilidad para la
emergencia de las formas de la vida urbana. Este posicionamiento
teórico-metodológico implicó, para este trabajo, el análisis de fuen-
tes que van desde la documentación administrativa del cabildo de
la ciudad, pasando por los proyectos constructivos, descripciones y
crónicas además de las representaciones gráficas de la plaza.

de la vida material en la modernidad temprana haya sido omitida… respecto a


la vida urbana hay notables ejemplos de análisis, baste recordar el trabajo de
Fernand Braudel en Civilización material, economía y capitalismo, siglos xv al xviii,
3 v., Madrid, Alianza, 1984. En el extremo opuesto tenemos la propuesta de Stuart
Elden, quien estudia las transformaciones de la positividad (en términos foucaul-
tianos) de las concepciones de la polis y su papel en la configuración del territorio
como noción operativa de la modernidad: Stuart Elden, The Birth of Territory,
Chicago, Chicago University Press, 2013, 493 p. El ejemplo paradigmático, sin
embargo, se encuentra en el trabajo de Richard Senett, que aborda, en términos
conceptuales principalmente, la relación del cuerpo de los sujetos con “la ciudad
occidental” en Carne y piedra, el cuerpo y la ciudad en la civilización occidental, Ma-
drid, Alianza, 1997, 454 p.
5
Creo que uno de los precedentes más importantes en este sentido es el tra-
bajo de Robert Venturi y su estudio semiológico-operativo del strip de las Vegas,
Aprendiendo de las Vegas: el simbolismo olvidado de la forma arquitectónica, Barcelona,
Gustavo Gili, 1998, 227 p. Más recientemente el trabajo de Edward W. Soja (Ed-
ward W. Soja, Postmetrópolis. Estudios críticos sobre las ciudades y las regiones, Madrid,
Traficantes de Sueños, 2008) y su análisis de los paradigmas urbanos de Occiden-
te han aportado elementos en este sentido cruzando el análisis morfológico con la
indagación sobre el sentido de las representaciones de la ciudad.

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LA PLAZA COMO DISPOSITIVO POLÍTICO 115

La Plaza Mayor a mediados del siglo xviii

A mediados del siglo xviii, la Plaza Mayor de la ciudad de México


se encontraba ocupada por lo que en principio parecía un inmenso
mercado. Había una infinidad de vendedores que ofrecían las más
variadas mercancías a la multitud que acudía a este espacio de ma-
nera cotidiana. En torno de este mercado gigantesco se encontraban
varias construcciones: la catedral, el palacio real, las casas del Ayun-
tamiento, la Alcaicería y el Portal de Mercaderes. Se trataba de un
espacio constituido por los intereses de todos los sectores de la so-
ciedad novohispana que encontraban en él un medio para interac-
tuar y hacerse visibles. En la plaza, la sociedad corporativa cobraba
materialidad. En este sentido, el espacio de la plaza se convertía en
un intermediario para deliberar sobre los intereses de cada una de
las diversas corporaciones civiles y eclesiásticas de aquella sociedad;
se trataba de un dispositivo que podía ser activado en razón de los
intereses de cada uno de los individuos en tanto pertenecieran a uno
o varios de los cuerpos que, sumados, componían la Nueva España.
Existía incluso un contrato entre el Ayuntamiento de la ciudad y un
particular que se encargaba de subarrendar los espacios de venta en
el mercado, se trataba del asentista de la plaza. En teoría el asentis-
ta se encargaba de mantener el orden y, sobre todo, una serie de
pactos con los diferentes sectores sociales que hacían uso de la plaza.
En la segunda mitad de aquel siglo, hubo una serie de intentos
por parte de las autoridades del Ayuntamiento por transformar las
condiciones materiales y jurídicas de la plaza. Los intentos estaban
encaminados al incremento de las rentas recibidas tras la desapari-
ción de la figura del asentista. Hubo una serie de modificaciones
espaciales en este sentido que, en conjunto, pueden ser entendidas
como un intento por racionalizar las actividades de la plaza desde
una óptica administrativa.
En un tercer momento, bajo la administración del segundo con-
de de Revillagigedo, hubo una serie de reformas que no sólo busca-
ban regular la obtención de recursos por concepto de la renta de los
puestos, sino, más bien, reformar por completo el espacio de la
plaza, desapareciendo el mercado e integrando a las construcciones
adyacentes, como la catedral. La idea era generar un espacio donde

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la monarquía determinara por completo las actividades realizables.


Este proyecto era parte de un plan general de reforma del espacio
urbano tendiente a la regulación, cuantificación, control y educación
de la población que, al final, fue rechazado por algunas instancias
corporativas de la ciudad. Ha resultado imposible abordar en este
espacio los elementos de esta tercera dinámica socio-espacial, par-
ticularmente por la estrecha relación que guarda con una serie de
presupuestos teóricos, generados en Francia e Italia principalmente,
a finales del siglo xviii; sin embargo, espero que la transición des-
crita aquí sirva para mostrar las líneas generales de un proceso que,
lejos de iniciarse con el segundo conde de Revillagigedo, compren-
de una serie completa de intentos, estrategias y acciones que tuvieron
lugar, por lo menos, los últimos cuarenta años del siglo xviii.
Gran parte de los estudios que han intentado explicar las modi-
ficaciones espaciales de la ciudad de México en la última parte del
siglo xviii han hablado de una supuesta modernización vinculada al
gobierno de la dinastía Borbón. Si bien es cierto que en términos de
la administración las reformas borbónicas supusieron un quiebre en
todas las esferas del gobierno, en términos del espacio de la ciudad
de México, existió, más bien, una superposición de lógicas constitu-
tivas, es decir: a lo largo del siglo xviii se presentaron tres dinámicas
socio-espaciales que transformaron el dispositivo de la plaza en razón
de intereses diferenciados y hasta contrapuestos. En concreto, creo
que la constitución inicial de la plaza puede ser explicada en térmi-
nos de una dinámica corporativa del espacio. En segundo lugar, las
transformaciones hechas para incrementar las rentas del ayuntamien-
to y sus consecuencias respondieron a una dinámica administrativa
del espacio, mientras que las reformas de Revillagigedo, tendientes
a la corrección de las costumbres, pueden ser entendidas como el
surgimiento de una dinámica correctiva del espacio. Mi hipótesis
general es que estas tres dinámicas entraron en conflicto a lo largo
del siglo xviii y condicionaron las formas, los usos y las representa-
ciones a la Plaza Mayor de la ciudad de México. No por ello debe
entenderse que estas maneras de constituir el espacio se sucedieron
en el tiempo. Lo que este estudio pretende demostrar es, más bien,
que se generó un conflicto entre estas dinámicas y sus mecanismos
particulares desde entonces y probablemente hasta el día de hoy.

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LA PLAZA COMO DISPOSITIVO POLÍTICO 117

Una lógica corporativa

A pesar de que en las representaciones de mediados del siglo xviii


la ocupación de la Plaza Mayor pudiera parecer homogénea, en este
espacio se desarrollaban de manera cotidiana actividades claramen-
te diferenciadas y, de hecho, es posible hablar no de uno, sino de
tres mercados que ocupaban diariamente esta superficie.6 En primer
lugar, y hacia el suroriente, se encontraba el mercado de bastimentos
que consistía en un sinnúmero de puestos efímeros a cargo de indí-
genas, al menos nominalmente. Éste era el mercado de alimentos
más importante de la Nueva España, pues en él se podía encontrar
todo tipo de granos, vegetales, hortalizas y carnes, desde la de res
hasta una infinita variedad de aves que poblaban el lago. Los comer-
ciantes exhibían los “frutos de la tierra” en petates o mantas exten-
didos sobre el piso o, en el mejor de los casos, sobre una mesa de
madera provista de una sombrilla de manta, indispensable para
aminorar los efectos del sol sobre los vendedores, aunque poco útil
en caso de lluvia.7 Estos puestos se encontraban en el costado orien-
te de la plaza, frente al Palacio Real, y estaban organizados en torno
de dos núcleos determinados por la posición de la pila de agua,
hacia el norte, y la horca en el sur. Justamente en las inmediaciones
de este último elemento se colocaban las mesillas del segundo mer-
cado de la plaza, el “Baratillo Chico”.

6
El trabajo clave en este sentido es de Jorge Olvera Ramos, Los mercados de la
Plaza Mayor en la ciudad de México, México, Centro de Estudios Mexicanos y Centro-
americanos/Cal y Arena, 2007, 167 p. Muchas de las afirmaciones que siguen tienen
fundamento en este trabajo que destaca por lo rico de su investigación, aunque me
parece que tiene limitantes en la interpretación de la información obtenida. Existen,
por supuesto, otras obras que han tratado la temática de las plazas y sus actividades
en la época novohispana que se mencionarán más adelante, pese a que, sin duda,
los trabajos de Olvera son un referente que no se puede ignorar.
7
Pareciera una omisión imperdonable no utilizar las crónicas del siglo xviii
para esta parte de la exposición; sin embargo, trabajos como el de Viera, Villaseñor
o San Vicente fueron compuestos en la segunda mitad del siglo, cuando los presu-
puestos de re-presentación del espacio habían dejado de responder a la lógica pro-
pia de la dinámica corporativa del espacio. Sería una contradicción más grave uti-
lizar “la información” presente en ellas sin atender a su constitución como discurso
sobre el espacio en un contexto específico. Más adelante estas crónicas se presenta-
rán en relación con el nuevo proyecto de ciudad de finales del siglo.

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118 GUSTAVO TORIS GUEVARA

Este mercado, nacido en el siglo xvii, estaba destinado inicial-


mente a la compraventa de productos usados o dañados.8 En prin-
cipio se trataba de un espacio que debía favorecer a los más pobres
de la ciudad aunque, muy pronto, la subasta se amplió a productos
robados, al contrabando y prácticamente se constituyó como un es-
pacio fuera de la ley. Este espacio también era el refugio de todo
aquel que necesitara recursos con urgencia pues, en unos minutos,
podía encontrar comprador para alguna prenda, joya o mercancía
a la que estuviera dispuesto a renunciar.
Para las autoridades, el Baratillo se presentó en todo momento
como un problema que exigía solución definitiva; no sólo por el
tráfico ilegal de mercancías, sino por la concentración de lo que se
entendía como malvivientes y vagabundos, “gente sin oficio” que
aprovechaba la menor oportunidad para ganar algunas monedas en
un intercambio desventajoso para el cliente. Además, había quienes,
acusados de un crimen, se refugiaban en el Baratillo Chico, a sabien-
das de que las autoridades preferían evitar cualquier tipo de conflic-
to en las inmediaciones, fuera por la reacción de los puesteros o por
la imposibilidad de dar con el acusado. Se sabe que también en este
espacio había expendios de pulque y otras bebidas embriagantes y
que los estudiantes de la Universidad (situada en la plazuela del
Volador) acudían gustosos a ella cada tarde. Tan involucrados esta-
ban los estudiantes con la dinámica del Baratillo que, en ocasiones,
pretendían que algún inculpado era estudiante también, o, si todo
parecía perdido, alborotaban a los puesteros y asistentes para pro-
teger al que se consideraba como compañero.9
En ningún momento debe entenderse que los puestos de la Pla-
za Mayor estuvieran ordenados o dispuestos de acuerdo con las mer-
cancías que ofrecían o el tipo de puesto que podían sustentar los
vendedores. El mercado de bastimentos albergaba desde mantas
hasta cajones de madera en los que se exhibía todo tipo de mercan-
cías. Si bien el mercado había surgido con la idea de proveer los
alimentos necesarios a la población capitalina, en el siglo xviii distaba
8
María de la Luz Velázquez, Evolución de los mercados en la ciudad de México has-
ta 1850, México, Consejo de la Crónica de la Ciudad de México, 1997, p. 34-36.
9
Olvera refiere varios casos en este sentido, principalmente de comienzos del
siglo xviii, op. cit., p. 96-98.

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LA PLAZA COMO DISPOSITIVO POLÍTICO 119

mucho de tener una disposición uniforme. El Baratillo mismo podía


alternar las mesas de remates con la venta de pulque o de alimentos
preparados. La constante, pues, era la heterogeneidad. Por otro
lado, había una clara diferenciación de las jerarquías del comercio
en la plaza. Estas jerarquías estaban dictadas por el tipo de ocupa-
ción y por el tipo de puesto que cada comerciante podía permitirse.
Básicamente podemos establecer cuatro categorías de comerciantes
en razón de su producción y apropiación del espacio de la plaza:
Cajoneros, alaceneros, vendedores al viento y arrimados.
Así pues, los criterios sociales y las características formales de
cada uno de los establecimientos determinaban los apelativos con los
que los comerciantes eran conocidos y, por supuesto, sus respectivas
atribuciones. En la cima de esta jerarquía estaban los propietarios de
un cajón: una construcción de madera, generalmente de planta cua-
drangular que podía servir como bodega y expendio. Todo parece
indicar que tenían techumbres a dos aguas con orientaciones diversas
y que incluso llegaron a tener más de una planta.10
En la mayoría de los casos, había una serie de alacenas adosadas
a estos cajones. En ellas se exhibían manufacturas de diversa índole
que, por acuerdo, debían ser distintas a las mercancías expuestas por
el cajonero. Los propietarios de estas alacenas eran conocidos como
alaceneros y eran justamente los segundos en esta jerarquía de ven-
dedores en la Plaza Mayor.
En tercer lugar estaban los usuarios de la superficie de la plaza
que utilizaban algún tipo de petate o manta para exponer sus mer-
cancías ante los posibles compradores. También podían, en conviven-
cia estrecha con estos petates, fabricarse las mesas con techumbre de
manta de las que hablaba anteriormente. Dado que las mercancías
que ofrecían estos vendedores eran muy diversas y podían ir desde
legumbres hasta animales, no era extraño encontrar pequeños corrales
dispuestos para la ocasión, fluidos escurrían de las mesas que vendían
carnes, olores emergían por doquier, etcétera. Aquellos comerciantes

Francisco Villaseñor Báez aventuró un trabajo en el que realizó dibujos de


10

los distintos tipos de locales en la Plaza Mayor, sin embargo, dado que he decidido
explorar las lógicas de representación estrictamente de la época he prescindido
de estos dibujos como fuentes. La arquitectura del comercio en la ciudad de México,
México, Cámara Nacional de Comercio de la Ciudad de México, 1982, 141 p.

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120 GUSTAVO TORIS GUEVARA

que no poseían un cajón o una alacena y vendían sus productos a la


intemperie eran conocidos como vendedores al viento.
Por último estaban los arrimados. A diferencia de los vendedores
al viento, los arrimados no tenían un espacio asignado en la super-
ficie de la plaza; dependían absolutamente del propietario de un
cajón quien, a cambio de una renta, les permitía exhibir su mercan-
cía o vender sus alimentos en las proximidades del cajón; también
a condición de no exhibir el mismo género de mercancía que él
ofrecía. Se sabe que muchos cajones contaban con varios arrimados,
alaceneros y vendedores al viento que pagaban al propietario el
derecho a ocupar el espacio según su jerarquía. Así pues, un cajón
que vendía algún género de manufacturas, como zapatos, por men-
cionar un ejemplo, exhibía este género en el interior del local; en
los muros del exterior tenía un par o más de alacenas con, digamos,
juguetes, jarrones o manteles… En las inmediaciones del cajón, ade-
más, se podía encontrar un vendedor de legumbres, aves o pan, inclu-
so pulque, en calidad de arrimado. Los acuerdos para establecerse
eran siempre verbales y, a pesar de ello, tenemos amplia información
respecto de su operatividad gracias a las disputas generadas en torno
de algunos espacios.11
La disponibilidad de los puestos era altamente variable al igual
que los costos de las rentas. En muchas ocasiones se debía recurrir a
un soborno para el cajonero o, incluso, para los funcionarios del
Ayuntamiento que era conocido como “dádivas graciosas”.12 Espacio
de acuerdos, disputas e intercambios, el cajón constituía efectivamente,
la unidad espacial básica de la Plaza Mayor hasta bien entrado el
siglo xviii, por lo menos del espacio frente al Palacio Real.
En el poniente de la plaza se encontraba la Alcaicería, el tercer
mercado de la Plaza Mayor. Este mercado se instaló en una construc-
ción permanente, edificada tras el motín de 1692 y completada has-
ta 1757.13 Dotado de portales en sus costados, la Alcaicería era el

11
Archivo Histórico del Distrito Federal (en adelante, ahdf), Rastros y Merca-
dos, v. 3728, exp. 5-7. Las quejas se daban frecuentemente por cobros excesivos o
por trastocar los espacios de venta de otros comerciantes. La queja se hacía, no
ante el Cabildo del Ayuntamiento, sino ante el asentista de la plaza.
12
Jorge Olvera, Los mercados…, p. 27.
13
Las diferentes etapas constructivas están documentadas en ahdf, v. 343.

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LA PLAZA COMO DISPOSITIVO POLÍTICO 121

lugar ideal para conseguir productos de importación manejados por


los comerciantes “profesionales” de la Nueva España. Objetos de
lujo, materias primas que no se producían en América, en fin, un
mercado para las capas medias (en contadas ocasiones) y, sobre todo,
para la venta de artículos de lujo destinados a los sectores privilegia-
dos de la población.14
Muchos de los propietarios o usuarios de los locales de la Alcaice-
ría eran miembros del Consulado de Comerciantes. En el centro de
la misma construcción había una serie de “cajones” que formaba el
llamado Baratillo Mayor, una versión interior del mercado del mis-
mo nombre a mitad de la plaza pero intensificado en sus funciones
con el correr de los años. Se sabe que a mediados del siglo xviii éste
era el hogar de criminales buscados, el espacio ideal del contrabando,
el hurto y la prostitución, al que la autoridad no se atrevía o no podía
controlar. Por lo demás, los negocios permanentes en los portales de
la Alcaicería enfrentaban las mismas dificultades que los cajones de la
plaza en su interacción con los arrimados y los alaceneros. El proble-
ma principal era que algunos de ellos ofrecían las mismas mercancías
aunque en su versión americana y, por supuesto, a menor precio.
La interacción e incluso la diferenciación de los tres mercados
eran complicadas, no sólo por la variedad de productos que se ofre-
cían sino por las construcciones y los usos del espacio que, en muchos
casos, eran comunes a los tres. Así pues, resulta imposible pensar en

14
El excelente trabajo de John E. Kicza, Empresarios coloniales. Familias y nego-
cios en la ciudad de México durante los Borbones, México, Fondo de Cultura Económi-
ca, 1986, 285 p., describe perfectamente a las diversas capas de la sociedad novo-
hispana de la época en razón de criterios ocupacionales. Este estudio tiene la
virtud de establecer tipologías no sólo en razón de la ocupación o los ingresos ne-
tos sino de factores de prestigio y permanencia en cierto sector; por ejemplo, para
las capas privilegiadas, Kicza propone: “Los criterios que separaban a las “gran-
des familias” de los otros elementos de la clase alta de la ciudad de México eran su
incomparable riqueza, la diversidad de sus intereses e inversiones, el éxito de sus
prácticas comerciales, los honores que habían recibido, su habilidad para colocar
a sus hijos en los grados más altos de la administración civil o eclesiástica, sus es-
trechas alianzas con otros importantes líderes políticos y eclesiásticos, sus alianzas
matrimoniales y, como culminación de todos estos factores, su longevidad en la
cima de la jerarquía social”, p. 27. Justamente estas familias componían en su ma-
yoría a los comerciantes de los portales del Parián; también a ellos estaban desti-
nadas las mercancías ultramarinas disponibles en ellos.

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122 GUSTAVO TORIS GUEVARA

la Plaza Mayor de mediados del siglo xviii como un espacio unitario


u homogéneo. Se trataba en todo caso de una especie de conglome-
rado de intereses y de corporaciones que, no obstante, puede ser in-
terpretado en conjunto ya que, pese a la diversidad, compartía una
base común en su constitución espacial. La plaza fungía como un in-
termediario, un dispositivo que se activaba en razón de las necesidades
materiales de la población. La respuesta por parte del dispositivo con-
sistía en este orden semialeatorio que presentaban sus “calles”. Todos
los días, los puestos se agrupaban por sectores y ofrecían las mismas
mercancías. Cada día, se podía encontrar algo distinto entre los pues-
tos. En la constancia y la novedad estriba la necesidad de la plaza, de
este espacio que se podía transitar como si fuera distinto en diferentes
momentos del día y que, de algún modo, seguía siendo el mismo.
Esta especie de mundo exterior que eran las calles y, sobre todo
la plaza, articulaba la inserción de los individuos en la organización
corporativa de la sociedad novohispana. La subdivisión del espacio
en sectores productivos brindaba el ámbito ideal para la convivencia
de los compañeros de un gremio particular, por ejemplo de zapate-
ros, talabarteros, cereros, etcétera. En la plaza era donde muchos de
los negocios de importancia se arreglaban, donde se adquirían com-
promisos extrainstitucionales, etcétera. Los vínculos de dependencia
(extra)económica de muchos de los comerciantes de la plaza comen-
zaban precisamente con el lugar que podían ocupar en ella, es decir,
con la posibilidad de insertarse en el dispositivo.
Por otro lado, la pertenencia de los individuos a una corpora-
ción, a una cofradía, etcétera, debía ser visible en algún momento y
en un lugar particular, de nuevo, el mundo exterior era el ámbito
ideal para ello. Las procesiones de diversas festividades, especial-
mente la de Corpus Christi, daban cuenta de los diversos cuerpos que
conformaban a la sociedad, todos fieles católicos, todos súbditos de
su majestad pero con diferentes calidades, con diversos privilegios
heredados y con distintas misiones.15 Todo ello debía hacerse visible

Al respecto resulta del mayor interés el trabajo de Clara García Ayluardo,


15

“México en 1753: el momento ideal de una sociedad corporativa”, en Carlos


Aguirre Anaya, Marcela Dávalos y María Amparo Ros (eds.), Los espacios públicos de
la ciudad, siglos xviii y xix, México, Instituto de Cultura de la Ciudad de México,
2002, p. 20-37. También desde una perspectiva general Antonio Rubial García,

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LA PLAZA COMO DISPOSITIVO POLÍTICO 123

en el espacio que en la cotidianidad probaba ser el mejor para la


convivencia y el intercambio de diversos grupos de interés: la plaza.
La plaza no era necesariamente el lugar de lo diáfano. La confu-
sión de la multitud eterna, de las mercancías esparcidas por doquier,
era el refugio ideal de todo tipo de actividades clandestinas, desde
el contrabando hasta el asesinato pasando por las apuestas y la pros-
titución. También era éste el lugar para los desposeídos, para aque-
llos que no encontraban división entre el mundo interior y el exterior
porque para ellos no había más que exterior. El lugar del descontento
era, pues, el mismo en el que se mostraba la opulencia. Contradic-
ción insalvable de una sociedad que convive con la riqueza y la mi-
seria de manera cotidiana, con la aspiración eterna de ordenar las
cosas a pesar de conocer la imposibilidad del cometido.16
La plaza era un lugar que se reconfiguraba cada día y que, no
obstante, no percibía el más mínimo cambio en su dinámica. Cambio
y permanencia, expresión nítida de las tensiones sociales de la época.
No debe sorprendernos que los principales motines de la ciudad du-
rante el periodo colonial se hayan fraguado en la Plaza Mayor,17 tam-
poco es extraño que uno de los principales objetivos de las reformas
urbanas de la dinastía Borbón se encaminara a la transformación de
este sitio, de esta dinámica socio-espacial, de este mundo corporativo
que, no obstante, y muy a pesar de la autoridad virreinal, en ocasiones
dictaba las pautas del devenir político. En ese tenso equilibrio de
poderes, era necesario respetar los privilegios de grandes y pequeños,
era indispensable también coordinar todas las fuerzas políticas de la
plaza para interactuar con las grandes instituciones novohispanas.
Para alcanzar esta meta fue necesario contar con un responsable, un
mediador entre el pliegue y las fuerzas visibles del orden.

Monjas, cortesanos y plebeyos. La vida cotidiana en la época de sor Juana, México, Santi-
llana, 2005, p. 97-168.
16
En este sentido resultan muy sugerentes las reflexiones de Fernando Rodrí-
guez de la Flor en su obra Barroco. Representación e ideología en el mundo hispánico
(1580-1680), Madrid, Cátedra, 2002, 402 p., especialmente las reflexiones en tor-
no a la plaza como núcleo y reflejo del mundo urbano, p. 123-160.
17
El trabajo paradigmático respecto del motín de 1692 es sin duda el de Nata-
lia Silva Prado, La política de una rebelión. Los indígenas frente al tumulto de 1692 en la
ciudad de México, México, El Colegio de México, 2007, 645 p.

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124 GUSTAVO TORIS GUEVARA

El asentista de la plaza como mediador

Tras el motín de 1692, que terminó con los puestos de la Plaza Ma-
yor y el incendio del Palacio Real, las autoridades del Ayuntamiento
tuvieron que idear mecanismos para controlar de una manera más
eficaz este espacio, sin perder los beneficios económicos que les
proporcionaban la renta de los espacios de venta. La solución idea-
da fue crear una nueva figura de autoridad en la Plaza Mayor. En
lugar de cobrar por separado a cada uno de los comerciantes que
ofrecían sus productos diariamente, decidieron encargar el cobro a
un asentista. El 8 de enero de 1694 se remató “la venta de los pues-
tos y mesillas de la Plaza Mayor, por tiempo de un año y por precio
de un mil y quinientos pesos a pagar tercios adelantados”.18 El com-
prador era un tal Francisco Cameros. Este hombre es pieza clave
para entender el funcionamiento de la plaza y sus posibilidades
políticas, pues el asiento no se encomendó a nadie más que a él
hasta su muerte, en 1741.
Dado que este trabajo pretende abordar las transformaciones
operativas, para el ejercicio del poder, en el espacio de la Plaza Ma-
yor a lo largo de buena parte del siglo xviii, resulta innecesario
analizar con detenimiento toda la gestión de Cameros como asen-
tista de la Plaza Mayor. Lo que resulta pertinente es aclarar cuáles
fueron sus atribuciones durante todo ese tiempo. Para ello puede
ser útil una revisión de lo expresado en su solicitud de 1722 ante la
mesa de Propios del Cabildo del Ayuntamiento de la Ciudad de
México:

Habiendo satisfecho y pagado puntualísimamente los un mil doscien-


tos pesos de la pensión, cumpliendo con las calidades de no alterar
las particulares que pagan los que ocupan los puestos, no haber mo-
lestado a los indios e indias con contribución alguna y habiendo con-
servado a todos en general tranquilidad y quietud como lo manifiesta
el propio hecho de no haber resultado queja alguna contra mi, velando

18
ahdf, Plaza Mayor, v. 3618, exp. 1, 1694. De Cameros no se sabe nada antes
de su asignación como asentista de la plaza; podemos intuir que se trataba de un
comerciante con amplios recursos, pero su nombre no aparece entre los integrantes
del Consulado de Comerciantes. Véase Jorge Olvera Ramos, Los mercados…, p. 133.

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LA PLAZA COMO DISPOSITIVO POLÍTICO 125

continuamente en el aseo y limpieza que se me encargó desde que se


me empeñó dicha plaza […].19

En vista de lo anterior se permitía solicitar la concesión del asiento


por los nueve años siguientes en razón de 1 300 pesos anuales, entre-
gando un tercio por adelantado. Quedaban, pues, manifiestas las obli-
gaciones del asentista: organizar a los “particulares” que tuvieran
puestos en la plaza, dar un buen trato a los indígenas del mercado de
bastimentos, permitiendo que proveyeran a la ciudad de los alimentos
necesarios sin cobrarles por establecerse. Además, se entendía que él
sería el responsable en caso de insurrección de los indios y, por ello,
podía jactarse de haber mantenido la plaza en paz. Y, por último, era
también el responsable de un tema que comenzó a preocupar espe-
cialmente a las autoridades de la época: la limpieza de la plaza.
La figura del asentista era central en un pacto del que participa-
ban todos los actores involucrados con la Plaza Mayor. Los comercian-
tes establecidos en este espacio tenían en él a un líder que les brinda-
ba cierta corporeidad ante los poderes instituidos. Cameros mediaba
siempre en las disputas entre puesteros y probablemente los conocía
a todos personalmente. Por otro lado, los comerciantes más acomo-
dados veían en él a un guardián de sus intereses mientras que el Ca-
bildo obtenía la garantía de tranquilidad en los espacios públicos
encargados al asentista. Se trataba de una figura dotada de responsa-
bilidad ante asuntos como el aseo y el arreglo de la plaza cuando
fuera necesario y, por supuesto, una cuantiosa renta que aseguraba
ingresos a sus arcas.
Por su parte, Cameros se enriqueció como pocos durante su ges-
tión y configuró una instancia de poder bastante importante, pues
ningún asunto relacionado con la Plaza Mayor y el comercio del cen-
tro de la ciudad podía ser resuelto sin su participación. Cameros podía
disponer de la Plaza Mayor y, mejor dicho, de la plaza en tanto fenó-
meno de configuración y apropiación del espacio, como su patrimo-
nio. Un bien intangible a ratos pero no por ello menos importante.

19
ahdf, Plaza Mayor, v. 3618, exp. 7. Hay que destacar que ésta fue la primera
ocasión en la que el proceso de subasta del asiento fue suprimido, Cameros sim-
plemente hizo una solicitud para la renovación que fue aceptada sin dilación.

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126 GUSTAVO TORIS GUEVARA

Sin embargo, de pronto surgían algunas obligaciones poco pla-


centeras para el asentista. Para la renovación de su convenio de
1731,20 Cameros tuvo que enfrentar las demandas de por lo menos
dos agentes importantes en la configuración espacial de la plaza: el
ayuntamiento de la ciudad y la Iglesia. En la nueva solicitud al ayun-
tamiento, el asentista declaró que aceptaba su responsabilidad por
la dilación de algunos pagos un par de años atrás, pero se justifica-
ba en razón de los gastos generados por el retiro de una serie de
cajones en las inmediaciones de la catedral, cuestión que, según
explicó, el mismo cabildo catedralicio le pidió atender.21
Este detalle es de suma importancia para entender las posibili-
dades del ejercicio del poder y la constitución espacial de la Plaza
Mayor. La catedral metropolitana recurría directamente al asentista
de la plaza para resolver los inconvenientes que podían causarle las
actividades realizadas en ella, el cabildo catedralicio reconocía, pues,
la concepción patrimonial del asentista sobre los “puestos y mesillas”
de este espacio. No contamos con información más detallada sobre
la petición del cabildo catedralicio pero resulta probable que se tra-
tara de la restricción de los puestos (¿incluso cajones?) en las proxi-
midades de la verja que separaba los dominios de la catedral con la
plaza. Lo cierto es que a partir de entonces tuvo que pagar a dos
“ministros” para que se encargasen del orden y aseo de la plaza.
Por otro lado, dirigiéndose al ayuntamiento, “hallándome con
noticia que vuestra excelencia tiene determinado o se halla con áni-
mo de poner por obra dos tramos de cajones”, Cameros enfrentaba

20
ahdf, Plaza Mayor, v. 3618, exp. 8. El proceso de renovación comenzó en
diciembre de 1731 pero se extendió hasta enero del año siguiente.
21
Cameros lo explica en los siguientes términos: “y cuando esperaba tener al-
gún descanso y resarcir los atrasos que en varias ocasiones he tenido, se me siguieron
mayores costos y gastos porque, con ocasión de que dicha plaza se puso en planta,
forma y disposición diversas de la que tenía, formando calles y quitándose de ella
todos los puestos que estaban formados desde el Real Palacio hasta la inmediación
del cementerio de la Santa Iglesia Catedral, para que todo aquello quedara libre y
desembarazado a pedimiento de la misma Santa Iglesia en que se condenaron y qui-
taron todos los puestos que ocupaban estos sitios […]. Y no se quedó aquí el daño
porque también se me presionó a que limpiase la dicha plaza en que gasté mucha
cantidad de pesos y se acrecentó la paga cada año de doscientos pesos a dos minis-
tros para que cuiden la dicha plaza y tengan arreglados los puestos a la nueva planta
que se formó y otros doscientos pesos anuales a el SSno. de la Policía”. Ibidem, f. 3.

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LA PLAZA COMO DISPOSITIVO POLÍTICO 127

dificultades económicas y, no obstante, propuso financiar los dos


tramos de cajones a cambio de la concesión del asiento por los nue-
ve años siguientes y, además, la posibilidad de heredarlo.22 En el
expediente correspondiente también se anexa una pequeña tarjeta
con la planta de los nuevos cajones proyectados. Se trata de una
planta trazada con una mina dura que presenta en una secuencia
horizontal la planta de los cajones. Con la letra “A” se indican los
extremos laterales (en el oriente y el poniente) mientras que al cen-
tro se encuentran dos tramos corridos con elementos estructurales
en forma de I. Estos segmentos generan seis espacios de forma cua-
drangular, abiertos por los costados del norte y del sur y que, por
supuesto, estarían destinados a las actividades comerciales. Entre
cada uno de los cajones laterales y los numerados se presenta un
vano que serviría de acceso, al igual que entre los dos segmentos de
cajones numerados. Esos vanos tienen señalados con líneas puntea-
das unos arcos. Por último, otras líneas punteadas trazan una posible
prolongación desde los costados y hacia el norte de la plaza.
Una posible lectura política: ante las presiones del ayuntamien-
to y de la catedral, Cameros decidió aportar el dinero para la cons-
trucción de los cajones que, en el “plano”, se presentaban como el
comienzo de una posible reestructuración de la sección de cajones
entre el mercado de bastimentos y la alcaicería. La presencia de la
planta reforzaba las intenciones constructivas aunque, y eso hay que
subrayarlo, los cajones proyectados en principio se encontrarían sólo
frente al portal de las flores y las casas de cabildo. Por tanto, en este
momento, la remodelación de la plaza, aunque parcial, fungió como
argumento político para que el asentista mantuviera sus privilegios.
Por lo demás, era inherente a la dinámica espacial de la época
preferir un cambio de fachada aunque esto no alterara las condicio-
nes generales del espacio público. Se trataba de un gesto muy barro-
co, no en el sentido estilístico sino cultural; un cambio en la superfi-
cie, una concesión parcial para reforzar y asegurar el favor de las
autoridades capitalinas. Cameros parecía iniciar una remodelación
22
“[H]a de ser calidad de este arrendamiento le he de poder ceder y traspa-
sar por el tiempo que me faltare en las personas que me parecieren y que si yo fa-
lleciere mis albaceas o herederos han de continuar hasta que se cumpla el tiempo
de obras.” Ibidem, f. 4.

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128 GUSTAVO TORIS GUEVARA

que, de hecho, habría resultado perjudicial para él pero, al hacerse


cargo, también pudo evitar su realización. Es probable que la cons-
trucción de estos cajones sólo aliviara momentáneamente las aglo-
meraciones y la suciedad en la zona cercana a las casas del ayunta-
miento, que en unos meses estas nuevas edificaciones (de madera)
se incorporaran al uso común de los puestos de la plaza. Cameros
ideó una solución a modo, un paliativo para la coyuntura.
Unos años después, en la vejez, Francisco Cameros renovó su com-
promiso con el ayuntamiento por adelantado. En aquel año de 1738
la situación fue similar, aunque ya nadie hablaba de la remodelación
de la plaza o de la construcción de nuevos cajones. La queja del asen-
tista se dio en ocasión del alguacil encargado de la pila,23 frente al
palacio real, cuyo sueldo debía pagar. Sin embargo, no había motivos
para modificar los acuerdos establecidos, el asentista logró la renova-
ción de su contrato por otros nueve años, con posibilidad de heredar-
lo. A pesar de que el ayuntamiento tuviera la impresión de estar inca-
pacitado para controlar la plaza, la figura mediadora de Cameros
había subsanado las mayores dificultades y había encontrado los me-
dios para satisfacer los intereses de todos los actores involucrados en
la plaza en tanto dispositivo social que posibilitaba su interacción.
En los primeros días de abril de 1741, Juan de Sau entró en las
casas del cabildo del ayuntamiento para anunciar la muerte de Fran-
cisco Cameros, por un lado, y para presentarse como albacea y he-
redero de sus bienes y, por supuesto, sus rentas. La intención de Sau
era sustituir al que fuera asentista de la Plaza Mayor de la ciudad de
México. Sus pretensiones habrían de encontrarse con nuevos inte-
reses creados en torno a este espacio protagónico en las relaciones
sociales de la Nueva España.

1760, un punto de inflexión

En febrero de 1760 fue formado un auto para el “perfecto arreglo


de la Plaza Mayor de esta nuestra ciudad”.24 Este documento es in-

23
ahdf,
Plaza Mayor, v. 3618, exp. 9.
“Autos últimamente formados sobre el perfecto arreglo de la Plaza Mayor
24

de esta N. Ciudad”, ahdf, Plaza Mayor, v. 3618, exp. 12, 1760.

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LA PLAZA COMO DISPOSITIVO POLÍTICO 129

dispensable para entender una nueva actitud frente al espacio, que


contrastaba notablemente con la lógica operativa de la plaza hasta
entonces, por los objetivos enunciados y los medios para alcanzarlos.
El juez superintendente y conservador de propios de la ciudad, Do-
mingo de Trespalacios fue sin duda una figura central de este cambio
de actitud aunque, por otro lado, se trató también de una expresión
particular de las nuevas políticas administrativas de la monarquía
hispánica bajo la dinastía de Borbón.25 Trespalacios fue comisionado
por el virrey para la reforma de los espacios públicos de la ciudad
desde años atrás, sin embargo sus intentos sobre la Plaza Mayor no
habían tenido el éxito esperado. En 1760 el superintendente hizo
una revisión exhaustiva de los expedientes correspondientes al arre-
glo de este espacio y emitió una conclusión: la figura del asentista de
la plaza había resultado nociva para el bien público. La plaza, se
decía, vivía en el abandono:

Y como quiera que este abandono se causó del arrendamiento de di-


chas plazas, como que los que las manejaban sólo guardaban de ase-
gurar los intereses que les ofrecía el comercio de los vendedores, y
habitadores de los puestos, sin que jamás se hiciesen cargo de las tor-
pezas y vicios de la multitud de gente que en dicha plaza de noche y
de día se albergaba, que llegó a averiguarse dormía de noche el núme-
ro de más de tres mil personas de ambos sexos.

Destaca el hecho de que la configuración espacial de la plaza se


consideró nociva para el interés general: la construcción arbitraria
de los cajones, la disposición de los vendedores al viento, la posibi-

Esteban Sánchez de Tagle ha escrito en este sentido retrotrayendo el origen


25

de las reformas borbónicas sobre el espacio urbano, incluso hasta la década de los
años cuarenta del siglo xviii. Sin embargo, uno de los objetivos de este capítulo es
justamente matizar algunas de sus afirmaciones dimensionando estas reformas
como una serie de pasos sucesivos pero no necesariamente secuenciales tendientes a
la administración y, posteriormente, disciplinamiento del orden social. Por lo demás,
la figura de Trespalacios y su papel protagónico en estas transformaciones es estudia-
do por este autor en su artículo “El inicio de la reforma borbónica en la ciudad de
México”, Relaciones. Estudios de Historia y Sociedad, Zamora, El Colegio de Michoacán,
v. xix, n. 73, invierno de 1998, p. 273-280. Sobre cuestiones generales del papel de
las Reformas Borbónicas en el desarrollo de la ciudad de México, Los dueños de la ca-
lle: una historia de la vía pública en la época colonial, México, Instituto Nacional de
Antropología e Historia/Departamento del Distrito Federal, 1997, 267 p.

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130 GUSTAVO TORIS GUEVARA

lidad de ocultar criminales, en suma, la laxitud frente a la autori-


dad. Se había intentado todo, primero se nombraron alguaciles
encargados del orden en la plaza, pero pronto entraron en contu-
bernio con los intereses de los comerciantes a pequeña y gran esca-
la; se habían emitido bandos para el arreglo de los cajones y se
había dispuesto “el que todos cuantos tenían puestos en ambas pla-
zas quitaren a dichos puestos todo abrigo y sólo quedase la cubierta
o techo para resguardo del sol y agua, y que una hora antes de las
oraciones quedaran desembarazados a los cuatro vientos, y que
las calles de ambas plazas estuviesen en todo libres para el tráfico
común […]”. Para enfrentar esta situación, supuestamente anóma-
la, se ordenó descubrir las construcciones de la plaza; de esta ma-
nera, la mirada de la autoridad llegaría a todas partes. Se intentó,
en fin, transformar los usos de la plaza entre 1745 y 1753 sin éxito.
Y por ello, se llegó a la determinación de reformar la configuración
material de este espacio.
El argumento para las modificaciones tuvo un nuevo cariz, pues
se trataba ya de una cuestión de índole moral:

agregándose a todo el haberse ido tolerado todo desde el año de 1754


el que cada portero haya levantado su puesto, o sitio que ocupa con
terraplén a su libre arbitrio en tanto exceso que llegan algunos a vara
y media de alto, de que ha resultado impedirse la corriente de las
aguas, en cuyo tiempo se halla intransitable, sobreviniendo diarias
desgracias, siendo increíble la indecencia con que su excelencia, la Real
Audiencia y demás tribunales lo experimentan en las funciones de
tabla y demás ocurrencias a la santa Iglesia Cathedral.

No obstante, la indecencia radicaba en lo indigno de la situación


para las autoridades de la ciudad; es decir, no había razón para que
las personas de elevada condición se mezclaran con lo que corres-
pondía al vulgo. En esta incongruencia entre condición social y es-
pacios radicaba la anomalía en la disposición de la plaza.
Con estos precedentes se ordenó la creación de nuevos cajones,
con calles longitudinales dispuestas de oriente a poniente

de manera que desde los balcones del Real Palacio se reconozcan y


vean sin recodos ni otros embarazos que impidan su derecho a tránsi-
to sin que por ninguna causa se convierta puesto alguno en las varia-

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LA PLAZA COMO DISPOSITIVO POLÍTICO 131

ciones referidas a la parte del norte a la Santa Iglesia Cathedral, y


parte que mira al Colegio Seminario al oriente, ni en la frente del Real
Palacio, quedando libre de los puestos el pirámide donde se halla la
estatua de nuestro católico rey don Fernando sexto.

El proyecto resultaba completamente novedoso. A lo largo


del siglo xviii nunca se había propuesto semejante disposición
de los mercados de la plaza y, mucho menos, empedrarla por com-
pleto para evitar las inmundicias. El proyecto se condensó en dos
planos que fueron enviados a Madrid; estas imágenes requieren un
análisis detallado por tratarse de un verdadero punto de inflexión
en las lógicas de representación del espacio que venimos estu-
diando.
Se trata de dos planos en tinta y acuarela que, al parecer, se en-
cuentran en la actualidad en el Archivo General de Indias.26 El pri-
mero de ellos muestra la plaza antes de las modificaciones proyec-
tadas y ejecutadas a lo largo de 1760. Ambos representan a la Plaza
Mayor con el norte a la izquierda del espectador y utilizan básica-
mente tonalidades cálidas (ocre y carmín principalmente). El pri-
mero de los planos lleva la leyenda, en la parte superior izquierda,
que dice:

Planta y demostración de cómo estaba la Plaza Mayor de esta ciudad


de México antes de despejarla para la jura de nuestro católico rey,
don Carlos III (que Dios guarde) estando todo su plan, con muchos
altos, y bajos, encharcándose en ella las aguas llovedizas, impidien-
do la entrada a la santa Iglesia, Real Palacio y sus contornos; cuyo
mapa le ejecutó del excelentísimo señor don Francisco Cajigal de la
Vega, del orden de Santiago, mariscal de campo de los reales ejér-
citos, virrey gobernador y capitán general de esta Nueva España,
siendo superintendente de esta obra el señor don Domingo de Tres-
palacios y Escandón de la orden de Santiago del Consejo de su
Majestad; su oidor en la Real Audiencia de esta corte, privativo del
real derecho de media anata, y real servicio de lanzas, superintendente
del real desagüe.

26
Ambos planos se encuentran referidos con sus respectivas inscripciones en
Sonia Lombardo de Ruiz, Atlas histórico de la ciudad de México, México, Consejo
Nacional para la Cultura y las Artes, Instituto Nacional de Antropología e Histo-
ria/Smurfit Cartón y Papel, 1997, v. ii, láminas 231 y 232.

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132 GUSTAVO TORIS GUEVARA

La descripción se encuentra enmarcada en la representación de la


azotea del palacio del Arzobispado. A la derecha se encuentra el
palacio real que es plasmado sólo parcialmente, aparece la parte
correspondiente a la manzana del Arzobispado, algunos de sus pa-
tios por supuesto y la fachada de la construcción, retratada con es-
pecial detalle. Al poniente, de cara a la plaza, hay una indicación de
la “Frontera del Real Palacio”, siguiendo hacia el sur (a la derecha)
se muestra el lecho de la Acequia Real, en un híbrido entre planta y
perspectiva que, por lo demás, es característica de toda la imagen.
Continuando en la misma dirección se encuentra la plazuela del
Volador con una indicación bajo el nombre bastante interesante:
“desarreglada como la mayor”, es decir, que estaba poblada con
cajones y vendedores de todo tipo.
La representación de los puestos es prácticamente idéntica a la
que se hace del centro de la Plaza Mayor, por lo que ahondaré en
ella más adelante. De las construcciones circundantes a la plaza del
Volador solamente se muestran las del extremo sur, es decir las com-
prendidas entre el callejón de Balvanera y la calle de Porta Coeli,
entre las que destacan el colegio dominico del mismo nombre. Hacia
el poniente, se plasman las edificaciones comprendidas entre la calle
de San Bernardo y el callejón homónimo. Destaca de nuevo, la alter-
nancia entre la representación de la planta, con las azoteas rojas y
los rasgos esenciales de las fachadas de todos los edificios. Sin em-
bargo, las casas del cabildo y las inmediatas a la acequia no retratan
su fachada. Esto sólo se hace con aquellas que dan al poniente de la
plaza, es decir, la parte inferior del plano.
Volviendo al extremo norte de la plaza (a la izquierda del espec-
tador) podemos observar la catedral metropolitana, la “Santa Iglesia
Cathedral”. El tratamiento de la perspectiva es delirante, la fachada
poniente se presenta alternada con las cúpulas que la cubren en el
mismo plano; del mismo modo, la fachada poniente de la torre del
campanario junto con las cúpulas y la azotea del sagrario forman
una composición modular. A primera vista, es difícil distinguir los
elementos que conforman a la iglesia; sin embargo, están todos, al
menos están muchos más de los que se presentarían en una pers-
pectiva de tradición renacentista. El templo junto con el Colegio de
Niños de la Santa Iglesia se encuentra en un conjunto delimitado

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LA PLAZA COMO DISPOSITIVO POLÍTICO 133

por una balaustrada con puertas de herrería. Fuera de este conjun-


to, hacia el nororiente, se encuentra el Colegio Seminario.
Lo que más me interesa destacar es la representación de los
puestos de la plaza, al centro de la imagen. En ella se trazaron sólo
dos tipos de puestos: los cajones y los solares de los que había ha-
blado en el apartado anterior, agrupados en tres conjuntos: el pri-
mero, en los límites de la alcaicería, tiene algunas calles de cajones
dispuestos en orden paralelo a esa construcción; sin embargo, im-
peran los patrones aleatorios y la alternancia de solares con los
cajones. Entre todas estas construcciones efímeras podemos obser-
var, al centro de la imagen, dos elementos que ya he mencionado
con anterioridad, la horca y la fuente. El segundo conjunto se loca-
liza en las inmediaciones del palacio, justo debajo de la anotación
de la cárcel; éste es un grupo formado sólo por solares y es mucho
menor que el primero; del mismo modo, el tercer conjunto es aun
más reducido y está formado sólo por algunos solares y animales
de carga. Entre todas estas construcciones efímeras se trazaron las
siluetas de los ocupantes de la plaza, anónimas, indiferenciadas,
oscuras todas. Debajo de la catedral podemos observar incluso a
una vaca y un toro copulando.27
A diferencia de las representaciones corporativas, en esta imagen
la plaza se concibe como espacio unívoco, no como actividad ni re-
corrido; por ello se representa a las construcciones y calles aledañas,
se localiza e incluso se remarcan las dimensiones: no es gratuito
que se incluyan ya escala y orientación (hacia el norte). Sin embargo,
tenemos el problema de la perspectiva. Esta representación puede
ser incluida en lo que Massimo Scolari llama la tradición de la anti-

27
Este detalle de la imagen puede ser interpretado en diversos sentidos. Por
un lado, el autor del plano buscaba dar cuenta del tipo de arbitrariedades que po-
dían ser observadas en la plaza, incluso los animales se encontraban copulando a
plena luz del día. En una segunda lectura es muy interesante que la vida animal y
su expresión sexual se representen en el marco del aparente desorden de este espa-
cio, la vida sin conciencia, la vida sobre la cual se puede actuar y disponer de ma-
nera irrestricta. La plaza exigía ese control partiendo de esa asociación, la plaza
era parte de esa nuda vida de la que se puede disponer para beneficio de la autori-
dad. Al respecto me parecen ineludibles las reflexiones de Giorgio Agamben res-
pecto de la nuda vida y la posibilidad del ejercicio irrestricto del poder en el discur-
so jurídico, Lo abierto. El hombre y el animal, Valencia, Pre-Textos, 2005, 122 p.

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134 GUSTAVO TORIS GUEVARA

perspectiva o perspectiva paralela.28 Según este autor, la mayoría de


las representaciones gráficas en la historia de la humanidad han
seguido el principio de la perspectiva paralela, que consiste en la
superposición de puntos de vista y la creación de unidades coheren-
tes que los incluyen. Esta lógica permitía condensar diversos puntos
de observación, lo cual era indispensable en algunos ámbitos, espe-
cialmente el de la técnica y la construcción. Si bien la perspectiva
renacentista (prospettiva) se popularizó rápidamente y desdeñó como
ilusorias y carentes de realismo a las perspectivas paralelas, también
es cierto que ellas siguieron siendo indispensables en el diseño de
máquinas y, sobre todo, en la construcción militar.29
Ante el plano que venimos analizando surgen dos preguntas:
¿por qué podemos hablar de ésta como una representación en pers-
pectiva paralela? Y ¿qué implicaciones tiene esta manera de proceder
en la representación del espacio? Pues bien, la perspectiva renacen-
tista funciona con un solo punto de vista que se supone absolutamen-
te perpendicular al centro de la imagen. Desde el espectador se for-
ma una pirámide cuadrangular imaginaria cuya base sería la
superficie de la imagen y cuya cúspide se encontraría en el ojo del
espectador. Según los tratadistas del siglo xv y xvi, este sistema ase-
guraba un mayor realismo que las representaciones anteriores.
Por el contrario, la perspectiva paralela es mucho más libre en
la composición de las representaciones. En lugar de un solo plano
de referencia, la imagen se constituye como el resultante de diversas
pirámides imaginarias que tienen cúspides en diversos puntos de
observación. Las correspondencias suelen explicitarse en composi-
ciones bidimensionales que condensan los diferentes puntos de vis-
ta posibles para el espectador. Por ello, la perspectiva paralela era
utilizada en la construcción de objetos y de edificios, porque no
dejaba fuera ningún elemento del mecanismo, porque al tener un

En contraposición al análisis simbólico de Erwin Panofski (La perspectiva


28

como forma simbólica, Barcelona, Tusquets, 2008, 176 p.), Massimo Scolari propone
un análisis histórico de la constitución de las representaciones oblicuas, paralelas:
Oblique Drawing. A History of Anti-Perspective, Cambridge (Massachusetts), The Mas-
sachusetts Institute of Technology Press, 2012, 408 p.
29
Massimo Scolari, Oblique…, p. 285-322. Este tipo de representaciones si-
guieron utilizándose en la fortificación e incluso en la fabricación de armas.

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LA PLAZA COMO DISPOSITIVO POLÍTICO 135

objeto entre las manos es posible observarlo desde múltiples puntos


de vista. Al cálculo necesario para la composición de tales imágenes
se le conocía como axonometría.
En el caso del plano de 1760, la perspectiva paralela funciona
sólo con dos pirámides imaginarias, con una línea de horizonte que
se situaría fuera de la imagen. Las fachadas responden a un trata-
miento tridimensional y podrían prolongarse hacia el punto de fuga
para tener una idea de los volúmenes de la plaza. Sin embargo, cada
una de las construcciones desarrolla, además, una vista en planta a
partir de las proporciones de las fachadas. De esta manera, se man-
tienen en la imagen elementos propios de las representaciones de
la dinámica corporativa del espacio como las fachadas de las cons-
trucciones (indispensables para la identificación corporativa) y que
remiten a la experiencia de tránsito en la Plaza Mayor. Por otro lado,
el uso de una escala precisa y de la perspectiva en planta remite a
un intento por describir este espacio desde una óptica que permi-
tiera localizar y cuantificar con total precisión. Así pues, el trata-
miento de la perspectiva paralela, en este caso, está estrechamente
relacionado con las nuevas actitudes frente al espacio público pro-
pias de la década de 1760 en la ciudad de México, con un afán de
racionalizar su proyección y administrar sus recursos sin negar los
privilegios corporativos que le daban forma.
El segundo plano es casi idéntico al primero en lo general; sin
embargo, el panorama que presenta implicaba ya no sólo una lógica
de representación híbrida sino un instrumento, una declaración de
intenciones frente al espacio de la plaza. Al igual que el primer pla-
no, éste muestra una descripción enmarcada en la representación
del Palacio del Arzobispado, que dice a la letra:

Planta de la forma y modo en que el excelentísimo señor don Francis-


co Cajigal de la Vega, del Orden de Santiago, mariscal de campo de
los Reales Ejércitos, virrey gobernador y capitán general de esta Nue-
va España, dispuso y resolvió para el arreglo de la Plaza Mayor, Bara-
tillo, la del Volador y demás de esta ciudad, según y cómo en la actua-
lidad se está practicando su arreglo, por el señor don Domingo de
Trespalacios y Escandón, del Orden de Santiago, del Consejo de su
Majestad, su oidor en la Real Audiencia de esta corte, privativo del Real
Derecho de Media Anata y Real Servicio de Lanzas, superintendente

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136 GUSTAVO TORIS GUEVARA

del Real Desagüe y juez superintendente de los propios y rentas de esta


nobilísima ciudad y sus obras públicas.

Por lo demás, el plano presenta las mismas construcciones bajo ló-


gica de representación idéntica. Lo interesante estriba en los mer-
cados. La plaza del Volador aparece completamente despejada y la
Mayor tiene nuevos cajones distribuidos de oriente a poniente en
calles trazadas con total alineación. Debajo del palacio hay una in-
dicación que apunta: “Plaza Mayor con diez calles, distribuida en
ellas 636 puestos de a tres varas de largo y las mismas de ancho, cada
uno”. Los tres conjuntos de puestos han sido reducidos a estas calles
que, además, han renunciado a la presencia de figuras humanas, a
las sombras que poblaban la representación anterior. En lugar del
caos aparente de la plaza antes de las modificaciones, ahora se pre-
senta ésta con una distribución uniforme, contenida y delimitante
de las actividades comerciales. Lo que se proyecta es una solución
que transformaría la plaza y los espacios que posibilitaban su apro-
piación por parte de las voluntades individuales.
Sin embargo, no todo ha cambiado. Las representaciones de los
espacios corporativos circundantes se siguen efectuando bajo esta
“antiperspectiva” que acentúa sus identidades; no se trata sólo de
construcciones anónimas sino de espacios proyectados en razón de su
poder, incluso de su poder frente a la monarquía. Así pues, lo que
tenemos en este plano es un instrumento para la normación y la
transformación del espacio de la plaza y sus dinámicas de apropiación
y, al mismo tiempo, una representación del espacio como un lugar
corporativo, con instancias diferenciadas visualmente; se trata de
una dinámica administrativa del espacio. Es una lógica que busca
regular y racionalizar las actividades de la Plaza Mayor, aunque no
ha dado el paso definitivo que implicaría la pretensión de corregir
a la población y sus relaciones con el espacio público.

Cuantificar y administrar

El conjunto de modificaciones que se proyectaron para la Plaza Ma-


yor en 1760 responde a una nueva actitud frente al espacio y su re-

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LA PLAZA COMO DISPOSITIVO POLÍTICO 137

lación con el poder característica de la monarquía hispánica en la


segunda mitad del siglo xviii. Esta actitud, sin embargo, no puede
entenderse como un gesto homogéneo. Si bien es cierto que el cam-
bio dinástico implicó una serie de transformaciones en el ámbito
administrativo del Imperio y que —en el ámbito intelectual— estas
transformaciones estaban vinculadas con las teorías ilustradas, tam-
bién lo es que en cada uno de los aspectos supuestamente condicio-
nados por las llamadas “reformas borbónicas” tuvieron trayectorias
particulares que pueden ser periodizadas y explicadas en razón de
su lógica operativa.30 Es decir, ni la Ilustración ni las reformas bor-
bónicas fueron monolíticas, uniformes o unívocas.
En lo que corresponde al espacio urbano, entre 1750 y 1790 se
desarrolló en Occidente una nueva concepción del territorio que
apuntaba a su descripción en términos cuantitativos para la explo-
tación racional de los recursos y de la fuerza de trabajo. No debemos
confundir de ninguna manera estas concepciones administrativas
con la lógica plenamente ilustrada, que consideraba no sólo la ad-
ministración racional de los recursos, sino la corrección de las cos-
tumbres y de los habitantes de los reinos.
Los discursos sobre el espacio novohispano de este periodo son
indispensables para aproximarnos a la dinámica administrativa del
espacio. Uno de los ejemplos más relevantes en este sentido es el
Theatro americano de José Antonio de Villaseñor y Sánchez.31 Escrita
en 1755 por mandato real, esta obra describe la totalidad del terri-

En este sentido pueden ser útiles las apreciaciones de John Lynch hablando
30

sobre Carlos III: “Para reconstruir España existían dos modelos posibles de gobier-
no. El primero estaría formado por hombres de nuevas ideas, dispuestos a socavar
las estructuras tradicionales y a oponerse a la política anterior. El segundo sería un
gobierno de pragmáticos cuya prioridad sería la reforma del Estado y el incremen-
to de recursos… Carlos comenzó inclinándose hacia el primer modelo, pero cuan-
do éste encontró oposición, en 1766, adoptó una combinación de los dos en una
administración que duró hasta 1773. Entonces hizo su elección definitiva y optó
por un gobierno de administradores pragmáticos que cumplieron muchas de las
expectativas que habían despertado, pero que no modificaron sustancialmente la
situación de España”, en La España del siglo xviii, Barcelona, Crítica, 1999, p. 225.
31
José Antonio de Villaseñor y Sánchez, Theatro americano. Descripción general
de los reynos y provincias de la Nueva España y sus jurisdicciones. Seguido de Suplemento
al Theatro americano (La ciudad de México en 1755), México, Universidad Nacional
Autónoma de México, 2005, 773 p.

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138 GUSTAVO TORIS GUEVARA

torio novohispano aunque omite toda referencia cualitativa a la po-


blación, a las construcciones o cualquier tipo de peculiaridad local:
lo que describe con toda precisión son las jurisdicciones que forman
la administración del reino. Años después, Villaseñor elaboró tam-
bién un Suplemento al Theatro americano que describía con mayor
precisión la ciudad de México. No hay una sola palabra sobre la
Plaza Mayor de la ciudad de México en las más de 700 páginas de
la obra, en cambio se destaca la conformación de cada uno de los
tribunales civiles y eclesiásticos de la capital novohispana.
Para los fines de esta exposición resulta de la mayor importancia
que la Corona hiciera esta suerte de diagnóstico sobre las jurisdic-
ciones del reino. El espacio en el discurso de Villaseñor debía estar
siempre sujeto y supeditado a las decisiones de un órgano judicial
que, de manera ideal, debía responder a los intereses de la Corona.
Cada una de las poblaciones, villas y ciudades es descrita en razón
de los tribunales que la conformaban y de la distancia que la sepa-
raba de la capital novohispana. En este sentido, la obra de Villaseñor
es una muestra nítida de la transformación que llevó a la conforma-
ción del territorio como categoría operativa del Estado moderno.
La diferencia estriba, principalmente, en que el espacio antes
del siglo xviii estaba dado y se presentaba como un límite ante los
asentamientos y las acciones humanas. El mundo natural era a la vez
contenedor y condicionante del ámbito de lo humano. En un segun-
do momento, básicamente a mediados del siglo xviii, esta concep-
ción imperante se transformó y se vio enfrentada a una concepción
utilitaria del espacio. El espacio, el patrimonio de la Corona debía
ser conocido de manera exacta para su uso, para su explotación.32
Es por ello que la subdivisión jurisdiccional del reino era tan impor-
tante, sobre todo cuando se le entendía en relación con la capital.

32
Michel Foucault exploró este proceso que, según él, estaba directamente
relacionado con el peligro de la escasez en el reino. Ante esta indeseable posibili-
dad, la corona francesa (de la dinastía Bourbon) alentaba y limitaba la producción
agrícola. Según Foucault, este primer paso fue decisivo para desarrollar toda una
ingeniería de la explotación (posteriormente mecanizada) del espacio y la consti-
tución de la noción territorio como un elemento constitutivo del Estado. Al res-
pecto: Seguridad, territorio, población. Curso en el Collège de France (1977-1978), Mé-
xico, Fondo de Cultura Económica, 2006, en particular p. 45-72.

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LA PLAZA COMO DISPOSITIVO POLÍTICO 139

Así pues, la noción operativa de territorio estuvo estrechamente


vinculada con las nociones de centralidad y capitalidad que concen-
traban el funcionamiento del sistema urbano novohispano en la
ciudad de México.33
A pesar de que el Theatro de Villaseñor no haga una descripción
de la ciudad y menos de la plaza, el Suplemento contaba con un pla-
no de la ciudad que merece un comentario más minucioso.34 Se
trata de un grabado en papel marca actualmente custodiado por la
Mapoteca Orozco y Berra.35 En la parte superior izquierda hay una
leyenda con abreviatura que indica: “Mapa, plano, de la muy noble,
leal e imperial ciudad de México”, en la misma parte superior pero
del lado derecho hay una tabla que señala, numeradas, las principa-
les sedes de los tribunales de la ciudad así como los edificios de las
principales corporaciones religiosas. Se muestran, por supuesto, los
puntos cardinales y, curiosamente, en la parte superior del plano se
encuentra el poniente.
Es una proyección axonométrica de la ciudad de México que,
sin embargo, muestra las dimensiones precisas de cada una de las
manzanas como si se tratara de una planta. Cada uno de los bloques
muestra, no obstante, una perspectiva paralela con ángulos más
cerrados que la imagen de la plaza de la que hablé anteriormente.
No sólo se muestran las fachadas sino algunos de los patios interio-
res desde diferentes puntos de vista. En las construcciones de la
periferia de la mancha urbana la proyección axonométrica genera

La incorporación de las nociones (también operativas) de centralidad y ca-


33

pitalidad ha sido estudiada por Hira de Gortari como un proceso de largo alcance
que llegó hasta las primeras décadas del México independiente. En su texto “Ca-
pitalidad y centralidad: ciudades novohispanas y ciudades mexicanas (1786-1835)”,
en José María Beascoechea, et al., La ciudad contemporánea, espacio y sociedad, Bil-
bao, Universidad del País Vasco, 2006, p. 373-392, analiza con atención el Theatro
de Villaseñor justamente como un ejemplo de las transformaciones propias del
centralismo borbónico.
34
El plano tiene una nota que indica que fue elaborado en 1753, seguramente
durante los trabajos de investigación que llevaron a la conformación del Theatro.
35
En la Mapoteca Orozco y Berra se le puede localizar como El mapa, plano de
la muy noble, leal e imperial ciudad de México / D. Joseph Antonio de Villaseñor y Sánchez.
Varilla OYBDF02; también disponible como recurso electrónico: en
http://132.248.9.33:8991/imp_nov_2009/OyB/OyBDisFed/908-25.pdf (consultado
el 25 de enero de 2014).

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140 GUSTAVO TORIS GUEVARA

imágenes francamente abstractas mientras que las construcciones


más complejas generan conglomerados que insisten en representar
cada una de las torres y fachadas. En el caso del palacio, por ejem-
plo, se proyectan elementos que permiten distinguir la fachada que
daba a la plaza, los patios interiores y, también, las fachadas poste-
riores. No hay nombres de las calles ni figura humana alguna. La
Plaza Mayor aparece como un espacio vacío; se muestran las cons-
trucciones circundantes pero incluso elementos como la Acequia
Real han sido reducidos a la abstracción de una línea.
Me parece que esta imagen puede ser leída como una expresión
refinada de la dinámica administrativa del espacio urbano que veni-
mos explorando. La representación del espacio opera en esta imagen
bajo la consideración de éste como un ámbito completamente juris-
diccional que pretende, no obstante, ser homologado por parte de
un gobierno central. La imagen, así, se convierte en un instrumento
que localiza a los distintos tribunales y mantiene a los elementos de
sus fachadas para que un funcionario (así, en abstracto) pueda reco-
nocer las construcciones. Es cierto que este tipo de representaciones
axonométricas estaba vinculado inicialmente con la dinámica corpo-
rativa pues, al considerar distintos puntos de observación, asumen
un horizonte más variado en términos del sujeto, es decir, el dispo-
sitivo produce subjetividades pero en un sentido vertical, es decir,
esta representación niega a los súbditos (en plural) y aspira a la cons-
titución del súbdito (en abstracto). Así lo indica también la ausencia
de personas y de puestos en la plaza. Los comerciantes que se asen-
taban en ella no eran reconocidos por los autores del plano como
entidades de importancia entre las corporaciones de la ciudad, sim-
plemente no eran reconocidos como una instancia de poder.
Más de veinte años después de la elaboración del plano de Vi-
llaseñor, el bachiller Juan de Viera escribió la Breve y compendiosa
narración de la ciudad de México.36 En numerosas ocasiones esta des-
cripción ha sido utilizada como una valiosa fuente que da cuenta de
la vida en la ciudad de México a mediados de la década de 1770;

36
Juan de Viera, Breve y compendiosa narración de la ciudad de México, edición
facsimilar de la edición de 1777, México, Instituto de Investigaciones Dr. José
María Luis Mora, 1992, 174 p.

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LA PLAZA COMO DISPOSITIVO POLÍTICO 141

sin embargo, en esta exposición me interesa analizar algunas de sus


descripciones no tanto en razón de la información que aporta sino,
una vez más, de la lógica constitutiva de su discurso que, como ve-
remos, forma parte de la dinámica administrativa del espacio.
Nacido en la ciudad de Puebla en 1719 o 1720, Viera se desem-
peñó como administrador del Colegio de San Ildefonso sin que haya
noticias de la fecha de su muerte. El manuscrito fue publicado sólo
hasta el siglo xx gracias a Gonzalo Obregón y reproducido como
facsímil por el Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora
en 1992.37
El texto comienza con un elogio de la ciudad en comparación con
las ciudades de la Antigüedad. Interesa de manera especial que la
descripción del espacio urbano se haga desde el centro, es decir, par-
tiendo de la Plaza Mayor y llegando hasta los últimos asentamientos:

Tiene cinco hermosísimas plazas a más de muchas plazuelas, que por


todas son 23, pero las que sobresalen entre todas son dos: la mayor,
que tiene de circunferencia el cuadro cuatro mil varas castellanas ha-
ciéndole frente el Real Palacio, cuya grandeza y magnificencia dan a
entender ser habitación digna de un príncipe, como nuestro católico
monarca. Tiene 250 varas de frente […].

Y así sucesivamente… Desde la plaza inicia la descripción de cada


una de las construcciones circundantes. Viera realiza enumeraciones
que pueden concluir decenas de páginas después, pero que permi-
ten un desglose pormenorizado de cada uno de los elementos nota-
bles de la ciudad. En lo que se corresponde con la Plaza Mayor, el
orden expositivo es el siguiente: Real Palacio, Portal de las Flores y
de la Diputación, Portal de Mercaderes, Catedral y centro de la pla-
za. Un fragmento de la descripción del altar mayor de la catedral
metropolitana merece ser citado pues contiene algunos de los rasgos
esenciales de esta lógica de representación del espacio:

Tiene esta iglesia un hermosísimo altar mayor con un pavimento que se


levanta del suelo cerca de dos varas, y tiene de circunferencia 255 varas

Toda la información relativa a la trayectoria de Viera y su manuscrito es


37

expuesta por Jorge Silva Riquer en la “Presentación” de Viera, op. cit.

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142 GUSTAVO TORIS GUEVARA

y en el medio está colocado este preciosísimo sancta santorum, digno


tabernáculo de la suprema majestad que lo ocupa. La mesa, sobre que
se levanta, tiene dos varas y media de altura y está en figura de pirá-
mide que lo forman 24 columnas de finísimo mármol, que cada una
tuvo de costo, puesta desde Europa a México, poco más de 1 000 pesos.38

La descripción evita en la medida de lo posible plasmar apre-


ciaciones subjetivas. Se trata de un esfuerzo por señalar las dimen-
siones exactas, su localización y, ante todo, cuantificar los recursos
empleados en su construcción. Cabe señalar que quien escribió esas
líneas formaba parte de la administración eclesiástica que, a pesar
de no ser un componente del aparato administrativo de la Corona,
admite los mismos modelos de enumeración, evaluación de costos
y las posibilidades para explotar sus recursos. Cierto es que la ar-
gumentación de Viera estaba más encaminada a destacar las ri-
quezas de la ciudad de México en un acceso casi patriótico pero,
independientemente de la intencionalidad, sus descripciones tie-
nen un cariz muy distinto a las realizadas por otros eclesiásticos
como Vetancourt en el tránsito al siglo xviii.39
Las descripciones propias de la dinámica corporativa del espa-
cio estaban conformadas con impresiones mucho más subjetivas; se
hablaba de lo maravilloso que resultaba tal o cual fachada o retablo
y se intentaba describir las sensaciones que semejante espectáculo
podía producir en el paseante. En el caso de Viera, la descripción
es sistemática, precisa, cuantitativa. Se trata de la mirada de un
administrador.
La Breve y compendiosa narración de la ciudad de México tiene una
de las más elaboradas descripciones de la Plaza Mayor de todos los
tiempos. Sería innecesariamente engorroso analizarla con deteni-
miento; por el contrario, me interesa destacar la manera en la que
esta mirada administrativa llegó al Portal de Mercaderes:

38
De Viera, op. cit., p. 15.
39
Agustín de Vetancourt, Teatro mexicano: descripción breve de los sucesos ejempla-
res, históricos y religiosos del nuevo mundo de las Indias; Crónica de la Provincia del Santo
Evangelio de México; Menologio franciscano de los varones más señalados, que con sus vi-
das ejemplares, perfección religiosa, ciencia, predicación evangélica en su vida, ilustraron
la provincia del Santo Evangelio en México, México, Porrúa, 1982.

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LA PLAZA COMO DISPOSITIVO POLÍTICO 143

En otro frente de la referida plaza mayor, es el portal de los Mercade-


res, el que confieso ingenuamente es el más hermoso espectáculo de
cuantos tiene la ciudad; pues prescindiendo de su material fábrica tan
digna de admiración, sus tiendas, puestos, y vendimias, le hacen tan re-
comendable a la curiosidad, que no se sacia el apetito de pasar por él
dos y tres veces, sino que puesto por puesto, y cajón por cajón van regis-
trando con mucho espacio aún las personas de mayor carácter y gradua-
ción, prescindiendo de las infinitas mercancías que encierran sus tiendas,
que sin hiperbolizar, ni echar por copas, valen más de 5 000 000 de pe-
sos. Hablo sólo de aquellos cajoncillos que entre puerta y puerta de cada
tienda, formados de madera como una curiosa papelera, repositan en
sí un abreviado conjunto de primores y curiosidades. ¡Qué diversidad
de lozas, y talaveras de la China y del Japón! ¡Qué de cristales de Ve-
necia, como de roca! ¡Qué de curiosidades de marfil, de plata y de
metal! ¡Qué de relojes! ¡Qué de ternos y de pedrerías! ¡Qué de láminas
guarnecidas de plata! ¡Qué de juguetes de cristal, de China! ¡Qué mi-
niaturas! ¡Qué de cajas de tabaco! Y qué de todo lo que puede consi-
derarse preciosísimo utensilio. Ni es menos los cajoncillos, que al pie
de cada pilastra están colocados con semejantes curiosidades así de
cobre, estaño, maderas, barros, y jugueterías, que no se sacia la vista
en registrarlos, y en el intermedio del medio punto, o arco que forma
de columna a columna, allí se registran las mejores y más delicadas
frutas que por particulares ocurren a aquel lugar; asimismo montes de
bizcochos, bizcotelas, masas de cuantas pueden brindarse al más golo-
so apetito. Ni es menos la diversidad de dulces, pastas, y otros infinitos
comestibles de regalo, agregándose a este conjunto de maravillas la
diversidad de pájaros que ahí se venden. Ya canarios, cenzontles, gorrio-
nes, calandrias, tiguerillos, cardenales y jilgueros, que todo el día están
dando música a los traficantes y habitantes de este portal. En el medio
de él está un nicho con una hermosísima imagen de pintura de Ecce
homo de dos varas y media bajo de un cristal en un marco de plaza
maciza, en cuya presencia arden todo el día muchas luces sobre cande-
leros de bronce, sirviendo asimismo de adorno unos ramilletes de pla-
ta; y no sólo de día tiene este magnífico portal esta hermosura y luci-
miento, pues de noche, cerradas las tiendas y cajones, iluminado de
faroles de vidrio, ocurren innumerables gentes a pasearlo; pues enton-
ces más que de día, son infinitas las vendimias que para el recreo y
gusto allí se venden, mirándose en las puertas de sus cerrados cajones,
la multitud de señoras, que unas tapadas y otras a cara descubierta van
a gozar del tráfago y la delicia, que hasta más de las nueve de la noche
ofrece aquel delicioso país.40

40
De Viera, op, cit., p. 6-9.

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144 GUSTAVO TORIS GUEVARA

Dejando de lado el lirismo de la descripción, el procedimiento


es el mismo. Se enumeran por secciones los diferentes géneros de
mercancías que se podían encontrar en el Portal de Mercaderes. A
Viera no le importaba destacar solamente la variedad clasificada de
productos disponibles, también se esfuerza en calcular su costo y su
precio en el mercado. Por lo demás, hay en esta descripción algunos
elementos de interés respecto de los procesos de apropiación y uso
del espacio en torno a la plaza.
A pesar de las restricciones y de las modificaciones de la plaza,
la alternancia de vendedores y mercancías era lo habitual, incluso
en los establecimientos de mercancías ultramarinas. El portal de
mercaderes era clara muestra de que el espacio de la plaza seguía
funcionando bajo una lógica corporativa del espacio a mediados de
la década de 1770. Así lo indican los diferentes tipos de vendedores
y las relaciones contractuales en torno a los negocios establecidos
en construcciones permanentes. Así también lo hace la presencia
de las imágenes religiosas cuya adoración servía como un vínculo
identitario entre los ocupantes del espacio, así también la transfor-
mación y la mutabilidad de funciones del portal, cambiando las
mercancías de lujo en las mañanas por los alimentos en la noche.
No es de extrañar entonces, que las autoridades de la ciudad insis-
tieran en sus pretensiones para normar y, sobre todo, administrar
a los vendedores de este espacio.

El producto líquido de la plaza

Entre la década de 1760 y 1770, la Plaza Mayor se vio envuelta en un


proceso de contraposición de su dinámica espacial corporativa con la
implantación de una nueva que apuntaba a la administración de sus
componentes por parte del ayuntamiento. La documentación de la
época muestra una clara intención de obtener mayores beneficios por
la renta de los puestos en los mercados. Dado que el principio opera-
tivo central era el incremento de utilidades, para las autoridades del
ayuntamiento no resultó conflictivo recurrir a todo tipo de recursos,
incluso los que parecían contrarios a sus objetivos o incongruentes con
el proceso. En 1769 se pusieron a remate los puestos y mesillas de la

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LA PLAZA COMO DISPOSITIVO POLÍTICO 145

plaza, una vez más. Los argumentos eran variados pero en general se
consideró que los jueces de la plaza eran costosos y poco eficientes:

Porque muchos puestos que están ocupados un día, no lo están otro.


El número de vendedores volantes, ni es contable, ni hay los mismos
diariamente […] o se ocultan de los cobradores, o se pasan al lado de
los que han satisfecho [el pago], y con la multitud ni es fácil distinguirlos
ni averiguar si pagaron. Por lo que queda enteramente al arbitrio de
los cobradores […].41

Se había puesto especial atención en la calidad de quienes ocupa-


ran el cargo de juez de la plaza; sin embargo, sus subalternos (indis-
pensables por otro lado) habían sido negligentes con el proceso de
registro y cobro de los puestos de la plaza. Por ello se consideró
conveniente encargar a un asentista el cobro, “haciéndose el cómpu-
to por un decenio del producto líquido de la plaza”. En este punto
se hace evidente la singularidad de la dinámica administrativa del
espacio. No se trata de ningún compromiso teórico con la corrección
de las costumbres sino de la instrumentación de los mecanismos de
la administración para racionalizar e incrementar los beneficios ma-
teriales derivados de las rentas de los puestos y las mesas de la plaza.
La situación de la plaza se consideraba entonces anómala, inmo-
ral incluso; no obstante, el interés de aumentar las rentas de la ciu-
dad resultaba mucho más relevante. Así pues, un tal Joseph Ángel
hizo una propuesta de asiento sobre los puestos de la plaza; sin
embargo, la situación había cambiado desde los tiempos de Came-
ros: “Se determinó que dicho señor Don Joseph Ángel, juez de la
citada plaza, continúe en el método que ha propuesto, y haga la
planta que dice para ver todo lo más que pueda producir y exigirse
de la Plaza Mayor, en los términos regulares para lo que tomará
todas las providencias que fueran convenientes […]”.42
No conservamos la planta, si es que fue elaborada, pero por el
contrario contamos con los registros y los cálculos hechos de las rentas
“correspondientes” a los dos quinquenios precedentes, es decir aquellos

41
“Autos para que salga al pregón la Plaza Mayor de sus puestos y remate de
ella con lo demás que contiene”, 1769, ahdf, Plaza Mayor, v. 3618, exp. 13.
42
Idem.

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146 GUSTAVO TORIS GUEVARA

correspondientes a los años posteriores a las últimas modificaciones


espaciales a la plaza. Se presentan en el reporte las cantidades corres-
pondientes a las ventas de la plaza, los salarios de los funcionarios al
mando del juez y los beneficios para la mesa de propios.

De estas cantidades haciendo la cuenta en arte se verifica que un año


con otro es el producto anual total de la venta de los puestos y mesillas
de la plaza mayor la cantidad de 12 366 pesos un tomín y seis granos,
y el anual de salarios, y pensiones de dicha administración, 2 848, seis
tomines, cuatro granos y cuatro quintos; y el residuo anual favorable a
los propios, 9 517 pesos, tres tomines, un grano y un quinto […].43

Aunque se hablara de un nuevo asentista de la plaza, las funcio-


nes que debía desempeñar eran radicalmente distintas. Ser el en-
cargado del cobro del asiento no le daba un margen amplio e inde-
terminado de ganancia, por el contrario, debía reportar ingresos
determinados por un estudio concienzudo y preciso sobre la circu-
lación de capital en la Plaza Mayor; la mesa de propios debía recibir
8 517 pesos, tres tomines, un grano y un quinto. La documentación
de los procesos administrativos de la plaza deja de ser tan abundan-
te en los años posteriores. Sabemos que seguía habiendo quejas res-
pecto de la distribución de los vendedores y la sanidad de la zona,
pero también sabemos que, cada vez que se presentó la oportunidad,
el ayuntamiento hizo lo propio para centralizar el cobro de las ren-
tas y asegurarse mayores entradas de recursos.44
Uno de los puntos culminantes de esta manera de proceder por
parte de la autoridad capitalina frente al espacio de la plaza se dio
en octubre de 1776. Sin aviso de por medio, los encargados de las
rentas de la ciudad se presentaron en las inmediaciones de la plaza
para dar cuenta de las anomalías y hacer cumplir la ley. El acta de
la diligencia dice a la letra:

Idem.
43

Así lo demuestran las quejas por parte del cabildo catedralicio para retirar
44

los puestos de jarcería y los vendedores al viento que se establecían en las inme-
diaciones del atrio, en condiciones higiénicas deplorables, al parecer. ahdf, Plaza
Mayor, v. 3618, exp. 15.

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LA PLAZA COMO DISPOSITIVO POLÍTICO 147

En la ciudad de México en 21 de octubre de 1776 años, los señores don


Juan Lucas de Lasaga, contador de menores y albacea de esta capital,
y licenciado don Antonio de Leca y Guzmán, abogado de la Real Au-
diencia y de su ilustre y Real Colegio […] como día señalado para la
visita de la plaza mayor acompañados de mi escribano, su cobrador y
ministro, se dio principio a ella por la calle de señor San José donde
él mandó a las corderas que ocupaban todo el enlosado de los cajonis-
tas, lo dejaran libre y desembarazado, y parando en la esquina del
séptimo tramo [de cajones] se ordenó igualmente que las tortilleras y
demás que ocupaban el frente del Palacio se introdujeran al centro de
la Plaza dejando desembarazado desde los vacalones de tajamanil que
se hallan de firme y que los semilleros quitaran las sombras movedizas
con que aumentaban sus tejados, los que así mismo se mandaron cortar
y alzar por estar demasiado cortos y bajos; al dueño de la tienda de la
esquina del Puente de Palacio y al de la inmediata, asimismo se man-
daron quitar a los baratilleros que con sus cajonatos movibles se halla-
ban sobre el puente, y se le notificó al cobrador de los puestos del ca-
pellán de Palacio de la capilla de Abajo, los arreglara y pusiera a nivel
con el baluarte y dando vuelta por la calle de los cajones de fierro y
por la que a su derecha tuerce para el Real Palacio frente de la Santa
Iglesia, se les mandó a los manteros, fruteras se condujeran a sus pues-
tos dejando desembarazadas ambas calles sin poner en ellas mesita,
canastas ni sombra alguna; y habiendo pasado al empedradillo donde
están los puestos de jarcia y llamando a sus dueños que lo son Pedro
de la Cruz, Pablo Tejeda, Mariano López, Victoriano Pérez, Pedro Her-
nández, Antonio Urrieta, Salvador Pérez, Pablo de la Cruz, Bartholo
Guillén, Pedro Pérez, Manuel Antonio Granada y Nicolás Pérez, y pre-
guntándoles cuál era el motivo que tenían para dejar de acudir al co-
brador de la N. C. con la pensión que siempre habían pagado por
razón del sitio, dijeron que el haberles intimado el Bachiller Don Joa-
quín Pinal, celador de la Santa Iglesia de orden de los señores jueces
hacedores no pagaran cosa alguna porque luego que llegase a su noti-
cia no les permitirían tener allí sus puestos, en cuya vista se les notificó
observaran puntualmente lo que de orden de N. C. se les informara
pagando la acostumbrada pensión luego que se les mandase y así lo
ofrecieron ejecutar con lo que se concluyó esta diligencia que firmaron
sus señorías, de que doy fe.45

Hay que notar, en primera instancia, que los responsables de la di-


ligencia eran justamente los funcionarios a cargo de las rentas de la

45
ahdf, Plaza Mayor, v. 3618, exp. 14.

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148 GUSTAVO TORIS GUEVARA

ciudad. No obstante, resultaba inseparable desde su óptica la distri-


bución y la configuración espacial de los puestos y el cobro de las
rentas. Es decir, para estos funcionarios, la administración tenía po-
testad sobre la configuración del espacio y, si bien había algunas
anomalías tolerables, el espacio de venta debía estar concentrado en
el centro de la plaza (espacio reconstituido por la autoridad en 1760)
sin que, bajo ninguna circunstancia, se dejaran de pagar las rentas
correspondientes a la mesa de propios del ayuntamiento.
Por otro lado, resulta del mayor interés el hecho de que se consig-
naran en el reporte de la diligencia los testimonios de los vendedores
que habían sido advertidos por los funcionarios de la catedral para
no presentar el pago a la administración de la ciudad. Ante esta situa-
ción se procedió sin hacer mayor caso del posible enfrentamiento con
el cabildo catedralicio pero, eso sí, para recibir los pagos correspon-
dientes a la brevedad. De hecho, el resto del expediente incluye los
procesos de cobro a cada uno de los vendedores sancionados.
Esta diligencia da cuenta de lo lejos que había llegado la dinámi-
ca administrativa del espacio urbano en lo que concierne a la Plaza
Mayor en las décadas de 1760 y 1770. En lo esencial se mantenían
muchas de las condiciones precedentes: los distintos tipos de vende-
dores, la alternancia en las mercancías, el cambio de funciones de los
puestos en diferentes momentos del día, la suciedad… Sin embargo,
frente a este complejo dispositivo espacial había una nueva actitud.
Los mercados de la plaza debían reportar la mayor utilidad posible a
las arcas de la administración. Así lo demuestran los intentos del ayun-
tamiento, las descripciones y las representaciones de este espacio.
Por otro lado, tanto las descripciones de la plaza como la recu-
rrencia en los bandos del ayuntamiento dan cuenta de una tensión
cada vez más evidente entre los ocupantes de la plaza y las autori-
dades. Las maneras de concebir, constituir, reproducir y apropiarse
del espacio cambiaron lentamente en todas las sociedades antes de
la producción industrial a gran escala. Resulta evidente que la nue-
va manera de concebir el espacio de la Plaza Mayor que desarrolla-
ron las autoridades capitalinas entre 1760 y 1780 no coincidía con
los intereses de los vendedores e incluso de los paseantes, que se
aproximaban a este espacio desde la lógica de la dinámica corpora-
tiva del espacio que exploramos con anterioridad. Sin embargo, el

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LA PLAZA COMO DISPOSITIVO POLÍTICO 149

conflicto no se hizo explícito sino hasta el momento en que la nueva


óptica de las autoridades se radicalizó y pretendió no sólo adminis-
trar sino corregir a los habitantes de la ciudad. En este nuevo inten-
to, la Plaza Mayor de la ciudad de México tendría un papel central.
A la tensión existente entre estas dos lógicas operativas vino a
sumarse el proyecto del segundo conde de Revillagigedo. Este pro-
yecto estaba estrechamente vinculado con las teorías ilustradas de
la arquitectura y la planeación urbana que concebían a la ciudad
como un organismo que debía regirse en razón de las leyes de la
naturaleza y que podrían, se decía, corregir las conductas, evitar los
crímenes y formar a los súbditos que el Imperio requería. El estudio
de esta propuesta amerita una exposición detallada que no tendrá
lugar en estas páginas; sin embargo, me parece indispensable re-
calcar que la oposición existente entre estas lógicas operativas ge-
neró una serie de conflictos y actitudes sobre el espacio de la ciudad
de México que se extendió hasta el siglo xix y, probablemente, ha
determinado gran parte de las problemáticas concernientes a los
procesos de apropiación del espacio, su normalización y su regula-
ción desde entonces y hasta la actualidad.

Conclusiones

La intención de este trabajo ha sido dar cuenta de las transforma-


ciones operativas de la Plaza Mayor de la ciudad de México en el
periodo que va desde 1730 hasta 1780. Explorando las transforma-
ciones del espacio, hemos accedido también al análisis de los instru-
mentos para la planeación, la normatividad y reproducción de este
espacio en tanto fenómeno social para, en un último nivel de análi-
sis, dar cuenta de los modos de apropiación del dispositivo por par-
te de sujetos cualitativamente distintos. De este modo hemos llega-
do a la caracterización de dos dinámicas socio-espaciales distintas
que se confrontaron a lo largo del periodo de estudio.
Por un lado, la dinámica corporativa se servía de la plaza como
un mecanismo de interacción entre distintos cuerpos que materia-
lizaban en el espacio sus intereses específicos, fuera a través de su
visibilidad, de los cajones como unidad espacial fundamental o a

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150 GUSTAVO TORIS GUEVARA

través de la compraventa de mercancías. Para esta dinámica, la figu-


ra del asentista de la plaza fue fundamental para mediar los intere-
ses de todas estas instancias corporativas frente a la autoridad de la
ciudad. Se trataba entonces de una plaza constituida con acuerdos
implícitos, con jerarquías bien establecidas y con la flexibilidad y la
arbitrariedad propias de una sociedad corporativa.
La segunda dinámica confrontó a la manera precedente de cons-
tituir la plaza, e incluso se sirvió de muchos de los acuerdos implí-
citos pero con la intención de incrementar las rentas percibidas por
los espacios de venta. Para ello fue suprimida la figura del asentista
de la plaza como mediador y se generaron instrumentos de planea-
ción que daban cuenta de las intenciones de disminuir (que no eli-
minar) la participación de los ocupantes de la plaza en su configu-
ración socio-espacial.
Esta oposición entre dos maneras de producir, planear y apro-
piarse del espacio urbano fue el escenario en el que una tercera di-
námica apareció en los últimos años del siglo xviii. Fundamentada
en los presupuestos ilustrados del diseño del espacio y la normativi-
dad de las actividades sociales, esta tercera dinámica buscaría activar
el dispositivo en un solo sentido vertical que corrigiera a los habitan-
tes de la ciudad en términos de la sanidad, de la criminalidad, del
respeto a la autoridad, en términos de la policía, como un conjunto
de disposiciones que aseguraran la salud física y moral del organismo
que, supuestamente, era la ciudad. Esta tercera dinámica amerita un
estudio independiente que ayude a comprender, además, la confor-
mación de la ciudad de México en la primera mitad del siglo xix y
la noción fantasmagórica de una ciudad ordenada que nunca llega
y que, de algún modo, sigue presente hasta el día de hoy.
De este modo, creo que la noción de dispositivo puede ayudar-
nos a comprender mejor las transformaciones del espacio público
en la ciudad de México, de manera que se integren los elementos
constitutivos de las estrategias que se han implementado desde la
autoridad así como la respuesta social en términos del espacio. La
idea es replantear la historia de la ciudad desde una afirmación muy
concreta: el espacio también es político.

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Figura 1. “Planta y demostración de cómo estaba la Plaza Mayor de esta ciudad
de México antes de despejarla para la jura de nuestro católico rey, don Carlos III […]”,
c. 1760. Tomado de Víctor Ruiz Naufal et al., El territorio mexicano. i. La nación,
México, Instituto Mexicano del Seguro Social, 1982, p. 96
(Colección de Lenin Molina)

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Figura 2. “Planta de la forma y modo en que el excelentísimo
señor don Francisco Cajigal de la Vega, del Orden de Santiago,
mariscal de campo de los Reales Ejércitos, virrey gobernador y capitán general
de esta Nueva España, dispuso y resolvió para el arreglo de la Plaza Mayor,
Baratillo, la del Volador y demás de esta ciudad, según y cómo en la actualidad
se está practicando su arreglo…”, 1760. Tomado de Víctor Ruiz Naufal El territorio
mexicano. I. La nación, et al., México, Instituto Mexicano del Seguro Social, 1982,
p. 97 (Colección de Lenin Molina)

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Figura 3. “Mapa de la muy noble, leal e imperial ciudad de México,
D. Joseph Antonio de Villaseñor y Sánchez”, 1753, 35 X 45. Secretaría
de Agricultura, Ganadería, Desarrollo Rural, Pesca y Alimentación,
Mapoteca Manuel Orozco y Berra, Servicio de Información Agroalimentaria
y Pesquera, Colección Orozco y Berra, Varilla OYBDF02,
No. Clasificador 908-OYB-725-A

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CONFLICTO SOCIAL Y ESPACIO URBANO
EN EL COMERCIO DE ALIMENTOS
EN LA CIUDAD DE MÉXICO, 1824-1835

giSeLa Moncada gonZáLeZ


Universidad Nacional Autónoma de México
Instituto de Investigaciones Históricas

El tema que aborda este artículo es el esclarecimiento de la natura-


leza urbano-espacial de los conflictos entre la autoridad municipal
y los vendedores de alimentos en las calles de la ciudad de México
durante la primera república federal. Una de las hipótesis que sos-
tiene esta investigación es que en la base de dicho conflicto existió
una disputa en torno al uso del espacio urbano, nacida de una con-
cepción encontrada sobre el sentido y la función pública de éste
tanto para autoridades como para comerciantes. Es posible pensar
que, para las primeras, el uso del espacio urbano cumplía dos fun-
ciones; por un lado, debía ofrecer recursos fiscales y, al mismo tiem-
po, en él se debían cumplir los principios e imperativos de la buena
policía1 y del orden social a que aspiraba el nuevo régimen republi-
cano, mientras que para los comerciantes el espacio urbano signi-
ficaba el lugar de realización de sus intereses y, en menor medida,
el campo para mostrar el orden social al que aspiraban aquéllas.
La regulación del comercio de alimentos como un problema
inserto en la historia urbana invita no sólo a la reflexión del conflicto

La “buena policía” es un término que emana del pensamiento ilustrado y


1

tiene una connotación urbana; se refiere a la capacidad de un gobierno de man-


tener un buen orden y ornato público. El término de buena policía encierra lo
referente a preservar el ornato, abasto y orden público. Véase Enrique Covarru-
bias, En busca del hombre útil. Un estudio comparativo del utilitarismo neomercantilista en
México y Europa, 1748-1833, México, Universidad Nacional Autónoma de México,
Instituto de Investigaciones Históricas, 2005, p. 9 y 349.

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152 GISELA MONCADA GONZÁLEZ

por el uso del espacio público entre la municipalidad y los comer-


ciantes, sino complejiza esta relación y posibilita nuevas explicacio-
nes de la conflictividad política que vivió la capital mexicana en esos
años. En ese sentido, la fiscalización y la reglamentación del comer-
cio urbano dejan de ser una simple práctica administrativa y se con-
vierten en la expresión de una conflictividad social arraigada en la
defensa de intereses económicos y políticos que tienen en el uso y el
control del espacio sus firmes bases.
La evidencia documental muestra que durante la primera repúbli-
ca se dio un incremento notable del comercio de vendedores a mano o
movibles, como se les llama en la época a los comerciantes ambulantes.
Asimismo, se intensificaron los mecanismos para contener y/o reubi-
carlos por parte de la municipalidad. Este texto busca explicar la di-
námica urbana de la capital en torno a la venta de alimentos, así como
la configuración de poderes dentro de ésta. Para ello, se presentan los
antecedentes del conflicto, los cuales, tuvieron su punto de origen
durante la guerra de Independencia; posteriormente se analizan las
medidas tomadas en el Ayuntamiento de México para remediar el
crecido número de vendedores ambulantes en la ciudad y finalmente
se examinan las diferentes concepciones sobre el uso del espacio pú-
blico tanto de las autoridades como de los comerciantes ambulantes.

Antecedentes del conflicto

El fin del régimen virreinal y la emergencia de la primera república


provocaron diversos cambios en las prácticas del comercio urbano.
A diferencia del virreinato en el que se tenían sitios, horarios y pre-
cios perfectamente establecidos para la venta de alimentos, en la repú-
blica la regulación del comercio se tornó distinta y con matices muy
particulares entre los comerciantes. Vale la pena señalar que la ciudad
de México fue un sitio seguro y privilegiado, con un constante flujo
comercial que albergaba a una numerosa población que demandaba
alimentos. Esta condición atrajo tanto a indígenas que introducían
pequeñas cantidades de alimentos a la ciudad, como a grandes abas-
tecedores de granos y de carne que suministraban importantes canti-
dades de alimentos a los mercados capitalinos.

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CONFLICTO SOCIAL Y ESPACIO URBANO EN EL COMERCIO 153

En el marco de la guerra de Independencia dos hechos en particu-


lar dieron lugar a la aplicación, por parte de la autoridad municipal,
a una nueva política fiscal en el comercio urbano: a) el aumento de
comerciantes —llamados en la época regatones— en las plazas, mer-
cados y calles de la ciudad, y b) la libertad de precio y expendio de
alimentos de alto consumo concedida por el virrey Francisco Xavier
Venegas entre 1811 y 1814. Ambos hechos generaron cambios en las
prácticas del comercio de comestibles y en el uso del espacio urbano,
así como conflictos entre autoridades municipales y comerciantes. Esta
situación de conflicto se prolongó y se buscó resolverla a partir de la
modificación del marco regulatorio fiscal en el primer régimen republi-
cano, al tiempo que se buscó ampliar la base de contribuyentes.2
No obstante las exigencias de la nueva regulación fiscal republi-
cana, el comercio en las calles de la ciudad continuó evidenciando los
efectos que produjeron las disposiciones virreinales, es decir, el nú-
mero de vendedores siguió creciendo, los horarios de venta se amplia-
ron y los conflictos con el ayuntamiento no dejaron de repetirse, amén
de que éste se mostró incapaz de contener la práctica del comercio
fuera del marco legal establecido, en otras palabras, podemos decir
que la regulación del comercio urbano fue flexible y se adaptó a las
nuevas formas del comercio republicano.
Es importante aclarar que el Ayuntamiento de la Ciudad de Mé-
xico durante la república tenía bajo su resguardo vigilar y garantizar
el abasto de alimentos a los habitantes; esta disposición permanecía
vigente desde su instauración en el siglo xvi; una de las razones fue
porque la municipalidad debía mantener los preceptos del bien común,
el cual se refería a dos aspectos: por un lado, mantener la paz social
y, por otro, obtener una generosa recaudación fiscal procedente del
ingreso de víveres a la ciudad.3

2
Gisela Moncada, Entre el proteccionismo y la libertad comercial, México: el abasto
de alimentos y el Ayuntamiento de la Ciudad de México, 1810-1835, tesis de doctorado,
México, Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, 2010, 264 p.
3
Beatriz Arizaga, “El abastecimiento de las villas vizcaínas medievales: políti-
ca comercial de las villas respecto al entorno y a su interior”, en Emilio Sáez, La
ciudad hispánica durante los siglos xiii al xvi, 2 v., Madrid, Universidad Compluten-
se, 1985, v. i, p. 293; Massimo Montanari, El hambre y la abundancia. Historia cultu-
ral de la alimentación en Europa, Barcelona, Crítica, 1993, 109 p.

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154 GISELA MONCADA GONZÁLEZ

Bajo el esquema de libertad comercial, el ayuntamiento conti-


nuaba percibiendo un importante ingreso por la entrada de comes-
tibles a la ciudad, las dos principales vías eran: el cobro del derecho
municipal, una especie de impuesto local que se recaudaba en las
garitas por la entrada de comestibles, y el cobro por derecho de plaza,
que era el impuesto que pagaban los vendedores en las diferentes
plazas y mercados de la ciudad por el expendio. Si bien había otros
ingresos importantes en las cuentas municipales, estos dos rubros le
daban solidez a sus finanzas por lo menos, en el periodo de estudio
que abarca esta investigación, ambas entradas sumaban aproxima-
damente más del 70% del ingreso total mensual del ayuntamiento.

cuadro 1
entrada Por derechoS MuniciPaLeS y arrendaMiento
de PLaZaS y MercadoS a La teSorería deL ayuntaMiento
de México, 1820-1827

Arrendamientos de Arrendamientos de Total de Trimes-


plazas y mercados plazas y mercados + entradas a tres
+ derechos derechos municipales la tesorería contabi-
Año municipales (pesos) (% total de ent.) (pesos) lizados

1820 76 471 70.3 108 800 2


1821 147 766 63.2 233 734 4
1822 187 217 76.9 243 543 4
1823 150 047 71.5 209 786 4
1824 192 191 71.1 270 200 4
1825 210 692 72.2 291 814 4
1826 207 048 75.3 274 888 4
1827 163 559 70.3 232 620 3

fuente: ahdf, Hacienda, Cuentas municipales y de plaza remitidas a la Aduana, v. 2000,


exp. 9. Nota: la documentación legible únicamente aparece de 1820 a 1827.

Los porcentajes que muestra el cuadro 1 manifiestan la importan-


cia que debió tener para las autoridades municipales regular el co-
mercio de víveres en la ciudad; no obstante, las condiciones del

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CONFLICTO SOCIAL Y ESPACIO URBANO EN EL COMERCIO 155

comercio en la república se tornaron distintas a la realidad novohis-


pana. Uno de los cambios más significativos fue la proliferación de
regatones o intermediarios en el comercio urbano. La historiografía
ha señalado que la presencia de regatones durante el régimen vi-
rreinal fue constante, al igual que la serie de ordenanzas para evitar
su presencia, pues perjudicaba tanto a la venta directa del introduc-
tor como a la recaudación fiscal del propio ayuntamiento. El regatón
en el virreinato fue considerado un desobediente de las ordenanzas
dictadas por la Fiel Ejecutoria (órgano dependiente del ayuntamien-
to que vigilaba y regulaba la vida del comercio al menudeo en la
ciudad). La actividad del regatón consistía en obtener —o en oca-
siones robar— productos de primera necesidad a precios muy bajos
en las afueras de la ciudad y posteriormente los ingresaba a los
mercados capitalinos para venderlos a precios elevados.4 Al decre-
tarse la libertad de precio y expendio de alimentos a finales del vi-
rreinato, los regatones fueron migrando su actividad y dejaron de
ser acaparadores para convertirse en intermediarios.
En el marco de la promulgación de la Constitución de Cádiz, las
libertades en diferentes ámbitos se pusieron de moda al finalizar el
régimen virreinal; la libertad comercial fue una de ellas, el ejemplo
más evidente fue el cese de actividades del Pósito y la Alhóndiga, am-
bos graneros públicos que funcionaron durante casi trescientos años.
También dejaron de operar las licitaciones a particulares para la venta
de carne en la ciudad, el llamado “obligado” suspendió funciones, y
los gremios de tocineros, veleros y panaderos también gozaron de las
mismas libertades de expendio. Lo más sobresaliente fue que la au-
toridad municipal dejó de fijar los precios de los comestibles de prime-
ra necesidad. Esto último permitió que cada comerciante estableciera
sus precios y, en cierta forma, la oferta y la demanda comenzaron a
regular el comercio urbano.5

María Yoma Medina y Luis Alberto Martos, Dos mercados en la historia de la


4

ciudad de México: el Volador y la Merced, México, Instituto Nacional de Antropología


e Historia, 1990, p. 83-84.
5
Enriqueta Quiroz, Entre el lujo y la subsistencia. Mercado, abastecimiento y precios
de la carne en la ciudad de México, 1750-1812, México, El Colegio de México/Ins-
tituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, 2005, y Gisela Moncada, op. cit.,
p. 47-48.

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156 GISELA MONCADA GONZÁLEZ

Por su parte, el Ayuntamiento de la Ciudad de México tradujo


la libertad comercial como la posibilidad que tenía cualquier intro-
ductor de ingresar sus productos y llevarlos a las plazas y mercados
de la ciudad a venderlos, siempre y cuando el comerciante pagara
los dos impuestos: el derecho municipal y el derecho de plaza. Bajo este
esquema de libertades, el regatón dejó de ser el responsable del
alza de los precios, pues ahora era el libre mercado el regulador de
los precios, aunque como se verá más adelante, esto no fue así, de-
bido a que los intermediarios continuaron acaparando grandes can-
tidades de alimentos y, al ser ellos los mismos que llevaban los pro-
ductos a los mercados capitalinos, difícilmente se dio una libre
competencia.
La regulación del comercio urbano particularmente de los sitios
de venta durante la primera república fue poco clara, debido a que
no se elaboró ningún reglamento de mercados en dicho periodo. En
Actas de Cabildo aún bajo la primera república se seguía haciendo
alusión al Reglamento del conde de Revillagigedo de 1791; esto se
debió a que después de este reglamento no hubo otro sino hasta el
centralismo en 1840, es decir, durante casi cincuenta años no hubo
modificación ni se actualizó la reglamentación comercial urbana de
manera oficial. En esos cincuenta años las condiciones de la ciudad
de México también se modificaron, y lo que en el virreinato se per-
mitió como viandantes que andaban de casa en casa ofreciendo sus
productos, en la república se salió de control para la municipalidad.
Uno de los cambios más evidentes suscitados en el comercio
urbano en el periodo republicano fue que varios sitios de venta di-
versificaron sus productos a comerciar. Es decir, mientras en el vi-
rreinato una tienda de abarrotes sólo tenía permiso para vender
determinados productos; en la república no se sancionaba esto y sólo
se exigía que el vendedor pagara su derecho de plaza para vender
cualquier producto. La falta de claridad en las reglas para comerciar
en el periodo republicano aunada a una amplia demanda de víveres
generó que aumentara el número de vendedores afuera de las plazas
y mercados, así como en las calles de la ciudad de México. Los co-
merciantes lucharon por permanecer en las afueras de las principa-
les plazas o bien en sitios estratégicos del paso común, como un
puente o en el cruce de dos plazas importantes.

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CONFLICTO SOCIAL Y ESPACIO URBANO EN EL COMERCIO 157

La indefinición respecto de adónde se podía expender se acen-


tuó en 1820, año en el que cesó funciones la Fiel Ejecutoria y en su
lugar se creó la Comisión de Pesas y Medidas. Hasta ahora no se
cuenta con estudios que revelen las causas del cese de la Fiel Ejecu-
toria, nuestras pesquisas apuntan a que fue el propio cambio insti-
tucional —del monopolio en el virreinato a la libertad comercial, en
la república— lo que generó el fin de funciones de este órgano de
gobierno local.6 La Comisión de Mercados quedó como la encarga-
da de regular la vida comercial en la ciudad; sin embargo, como ya
dijimos, esta Comisión no elaboró ningún reglamento de mercados
que señalara las reglas del comercio bajo el esquema de libertad
comercial, lo cual dejó lugar para la confusión, aspecto que fue apro-
vechado muy bien por algunos comerciantes.
Esta circunstancia generó una serie de debates al interior del
ayuntamiento de la ciudad de México en la lucha por mantener el
control del espacio público frente a la ocupación de vendedores am-
bulantes. Es importante señalar que las fuentes empleadas para este
estudio proceden de las Actas de Cabildo. Dicha documentación alude
a las quejas y negociaciones que se dieron entre autoridad y vende-
dores; es decir, no se cuenta con registros que muestren la percepción
de los habitantes de la ciudad, aunque una aproximación nos indica
que a la clase más pobre de la ciudad —que, sabemos, era la gran
mayoría— no le disgustaban estos puestos callejeros pues, al parecer,
tenían precios más bajos en relación con los puestos establecidos.

Medidas y debate en torno al uso del espacio en la venta de alimentos


en el ayuntamiento

En los últimos años del virreinato no se registraron conflictos impor-


tantes debido a la presencia de comerciantes en las calles ni en las
afueras de las plazas y los mercados de la capital. Si bien había puestos
en las esquinas para el expendio de comida, no se había considerado
un problema urgente en la agenda municipal regular el comercio ur-
bano. Sin embargo, durante la primera república el tema cobró interés

6
Gisela Moncada, op. cit., p. 87.

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158 GISELA MONCADA GONZÁLEZ

en el cabildo y reiteradamente se plantearon diversos mecanismos para


frenar el crecido aumento de comerciantes en la ciudad. Como medi-
da emergente, el ayuntamiento publicó “Avisos al público” en los que
se señalaban los castigos para aquellos infractores que no acataran las
disposiciones en el comercio. Básicamente, los avisos prohibían que se
situasen vendedoras de frutas en las esquinas y banquetas de la ciudad.
En 1822 se discutió en cabildo la petición de “varias vendedoras
de pan y cocoles que solicitaban a los jueces de mercado [que] les
concedieran continuar expendiendo en los mismos lugares”, las ven-
dedoras decían que “se les quiere quitar de las esquinas”. Dos años
más tarde la Comisión de Mercados pidió al ayuntamiento que a “los
vendedores de rebozos se les obligue al expendio en puntos fijos”.7
Esto último sugiere que los comerciantes se movían constantemente.
En el mismo año, también se trató en cabildo las solicitudes de va-
rios comerciantes de pulque que pedían que se les permitiera “poner
un jacalito para pulquería en la Plazuela de Vizcaínas”. Mediante el
escrito del comerciante Agustín Vargas se manifestó que “se le dé
licencia para un puesto de pulque en la ciudad”. Otro vendedor
pidió que “se le autorizara poner un puesto de pulque en el puente
de la leña y dijo estar de acuerdo en el pago de la pensión que se le
exigía”.8 Sobre estas peticiones, no se cuenta con documentos que
avalen el otorgamiento del permiso, así que posiblemente los co-
merciantes con permiso o no se fueron extendiendo en las calles de
la ciudad. El siguiente “aviso” da cuenta de ello.
En 1827 salió el primer “rotulón” que señalaba lo siguiente:

aviSo aL PúbLico

Debido al abuso de situarse las fruteras y demás vendedores a su arbi-


trio, ya en los portales, ya en las banquetas y otros puntos que se impi-
den el cómodo y libre tránsito al recomendable público de esta ciudad
no se ha podido remediar con las repetidas órdenes que se ha dictado
para ello, ha resuelto el exmo. Ayuntamiento sancionar con multas.9

7
Archivo Histórico del Distrito Federal (en adelante, ahdf), Actas de Cabildo,
v. 142a, f. 170, 28 de marzo de 1822, y v. 144a, f. 181v, 2 de abril de 1824.
8
ahdf, Actas de Cabildo, v. 142a, f. 283, 393 y 401, mayo de 1822.
9
ibidem, v. 147a, f. 84, 10 de febrero de 1827.

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CONFLICTO SOCIAL Y ESPACIO URBANO EN EL COMERCIO 159

En ese mismo año pero seis meses después, el ayuntamiento


nuevamente publicó otro bando especificando cuáles eran los sitios
autorizados para poder vender. Asimismo, estipuló cuál sería la san-
ción en caso de faltar a la disposición. El aviso estaba firmado por
el licenciado José María Guridi y Alcocer, secretario del Ayuntamien-
to de México y señalaba las plazuelas en las que se “hallaban espar-
cidas por la ciudad las vendedoras de frutas”.10 Al no haber tenido
efecto el aviso anterior, que prohibía la venta en las calles, en 1828
se publicó otro bando con sanciones más severas como era el deco-
miso de las mercancías. En el aviso también se notificaba a los arte-
sanos “la prohibición de estorbar las calles con sus artefactos y mue-
bles de sus talleres, de cualquier clase que sean, por ponerlos a
asolear y tenerlos en ellas a la vista, embarazando el tránsito del
público en las banquetas”.11
En todos los avisos se percibe la urgencia del ayuntamiento por
mantener el control frente al crecido comercio en las calles, los
bandos muestran el paulatino ascenso en la imposición de multas
hasta llegar al decomiso de las mercancías. No obstante, ante la
imposibilidad de contener a los vendedores en las calles, en 1829
cuando nuevamente aparecieron más quejas, las autoridades de la
ciudad comenzaron a cuestionarse si las circunstancias presentes
del mercado ya no se adaptaban a la reglamentación que se impo-
nía. En sesión de cabildo se abrió el debate sobre “¿Cuál sería el
perjuicio que resultaría en el público de la tolerancia de estos pues-
tos en las calles y la utilidad de los fondos municipales en las cir-
cunstancias más críticas?”. Los comisionados de mercado agregaron
que: “esta comisión ha querido fomentar los fondos municipales,
pero a veces ha tenido que disimular algunas faltas en la policía
porque resulta de provecho al vecindario y el perjuicio es demasiado
leve”. Dentro de la misma discusión, uno de los comisionados se-
ñaló que: “es verdad que el virrey Revillagigedo por un Reglamen-
to y este ayuntamiento por sus providencias antiguas, que sólo en
cierto número de plazas deberían colocar todas las vendimieras,
pero lo cierto es que el número de traficantes y vendedores se ha

10
Ibidem, Mercado, v. 3730, exp. 129, f. s/n, 11 de agosto de 1827.
11
Ibidem, 14 de octubre de 1828.

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160 GISELA MONCADA GONZÁLEZ

aumentado en tales términos que es casi imposible que den lugar


en las plazas designadas”.12
Las afirmaciones arriba presentadas muestran la disyuntiva a la
que se enfrentaban las autoridades para poder mantener la buena
policía; por un lado, si eliminaba a los vendedores de las calles, se
perjudicaba tanto a la recaudación como al público que se abastecía
con ellos. Por otro, si se les permitía vender, poco a poco perderían
el control de los sitios de venta de alimentos. Esta postura revela que
la libertad del comercio significó la apertura del espacio urbano, lo
numeroso de aquél y lo reducido de este último estaba en la base de
las quejas del comerciante y de los dilemas de la municipalidad.
Esta situación evidenciaba que la combinación entre mantener
el orden y recaudar y abastecer a la ciudad se tornó sumamente
complicada bajo la primera república federal. Las autoridades, al
verse rebasadas por las circunstancias, buscaron adaptarse a las nuevas
manifestaciones del comercio. En este sentido, no significa que se
haya vigilado menos en la república que en el virreinato, lo que
sucedió fue que el sistema de libertad de expendio se aplicó sin to-
mar en cuenta sus implicaciones espaciales, lo cual no sólo dificultó
la fiscalización del comercio por parte de las autoridades municipa-
les, sino también agregó nuevos conflictos a la dinámica de la vida
urbana y a las relaciones entre comerciantes y ayuntamiento.
En 1831, después de varios debates se determinó que una ma-
nera de contener el crecido comercio en las calles era crear un nue-
vo mercado. Así, el alcalde primero Francisco Fagoaga —quien se
desempeñaba en la Comisión de Hacienda en dicho año— tomó la
decisión de nombrar un comité “que se encargue de formar un plan
y proyecto sobre la construcción de un nuevo mercado, y tan luego
como lo concluya lo presente al ayuntamiento para su aprobación y
demás trámites indispensables”.13
Seis meses después se solicitó “aprobar el presupuesto formado
para la construcción de un nuevo mercado cercano a la plazuela del
Volador”.14 A diferencia de otras iniciativas que tomaban más tiempo

12
Ibidem, v. 3730, exp. 132, f. s/n, 25 de agosto de 1829.
13
Ibidem, Actas de Cabildo, v. 151a, f. 200, 28 de junio de 1831.
14
Ibidem, v. 151a, f. 345v, 13 de diciembre de 1831.

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CONFLICTO SOCIAL Y ESPACIO URBANO EN EL COMERCIO 161

aprobar, se observa que ésta se resolvió pronto. Estas acciones dan


cuenta de la importancia que tuvo para la municipalidad regular
los sitios de venta, ya que de ésos se obtenían importantes ingresos;
sin duda, la creación de un nuevo mercado les ofrecería la posibili-
dad de recaudar más y al mismo tiempo tener mayor control del
comercio callejero.
En 1833 la Comisión de Mercados hizo la propuesta del “nuevo
mercado” señalando lo siguiente:

1. Que se pongan nombre a todas las calles en el interior de la plaza


del Volador que sean los de los héroes de la patria.
2. Que se les ponga número a todos los cajones.
3. Que no se consienta fuera de los cajones.
4. Que no se consientan las sombras de petate.
5. Que en el terreno que pertenece hacia la Universidad se hagan unos
tejados bajos y al alce, para que se acomoden los vendedores.15

La descripción de estos cinco puntos muestra la concepción de


la municipalidad para ordenar el espacio y los intereses que en éste
resguardaba. La propuesta de darle nombre de los héroes a los pa-
sillos del interior de la plaza alude a la búsqueda de la autoridad
por generar elementos de unidad entre la población. El que se
haya elegido a un mercado para ese cometido posiblemente se de-
bió a que era uno de los sitios de mayor afluencia tanto de vende-
dores como de compradores. La asignación de números y no per-
mitir que se colocaran puestos afuera de los cajones refiere al interés
del ayuntamiento por mantener el control para el cobro del derecho
de plaza. El que no se permitieran sombras de petate hacía referencia
a los incendios ocurridos y lo flamable del material; no obstante,
bajo ese argumento se sabía que quienes utilizaban sombras de pe-
tate eran los vendedores ambulantes y justo eran quienes la autori-
dad perseguía para que pagaran su derecho de plaza, ya que debido a
su movilidad, con facilidad se escabullían del pago.
Al margen de estas disposiciones, el comisionado de mercado
presentó su propuesta y señaló que: “Tengo el honor de acompañar
a ve un proyecto de mercado que da forma, bajo el plan que se

15
Ibidem, Rastros y Mercados, v. 3730, exp. 140, 6 de agosto de 1833.

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adoptó en la ilustrada ciudad de Filadelfia, una de los Estados Uni-


dos del norte, en que más adelantada se encuentra la policía”. Anexo
a su petición, propuso un plano de construcción.16
El proyecto para construir el “nuevo mercado” ejemplificó la
vigencia de las ideas ilustradas en la república y el ideal de mantener
la “buena policía” para poder remediar los males que aquejaban a la
ciudad de México. El comisionado de mercados proponía que el
modelo a seguir era el estadounidense. Cabe destacar que a comien-
zos del siglo xix la ciudad de Filadelfia fue la ciudad norteamericana
más importante en términos de desarrollo industrial y financiero,
esto debido a la fuerte industria textil que se estableció en ella. Es
probable que el comisionado tuviera conocimiento de las condicio-
nes de esta ciudad y por ello hacía mención de ella.
Un año más tarde de haberse aprobado tanto el proyecto como
el presupuesto para la creación del “nuevo mercado, las denuncias
sobre la proliferación de vendedores en las calles continuaban,
nuevamente se habían llenado las calles de comerciantes ambulan-
tes. En 1834 el ayuntamiento informó que “se establezca otro mer-
cado en la plazuela de la Paja para que los vendedores que se hallan
diseminados por las calles, se reduzcan a esta propuesta, como a las
de San Juan y Concepción”.17
Pese a los constantes “avisos al público” y la creación del nuevo
mercado, no se logró la disminución del comercio ambulante. En
1835 el secretario del ayuntamiento, José María Guridi y Alcocer,
emitió otro aviso al público en el que señaló que “un pueblo ilustra-
do no debe permitir ese desorden”, agregó que “en lo sucesivo por
ningún título se permite en los días de guarda este comercio, y que
el que contraviniere a lo mandado sufrirá por la primera vez ocho
días de grillete, reduplicándose según las ocasiones en que se apre-
hendan: y las mujeres igual tiempo en los ejercicios de la cárcel”.18
En este “aviso” se observa que las sanciones para aquellos que no
acataran las disposiciones fueron más severas que en años anterio-
res, incluso se mencionaba la cárcel. Esto demuestra que la situación

16
Ibidem, Rastros y Mercados, v. 3730, exp. 140, 3 de diciembre de 1833.
17
Ibidem, Actas de Cabildo, v. 154a, f. 184v, 13 de mayo de 1834.
18
Ibidem, Mercado, v. 3730, exp. 126, f. s/n, 28 de mayo de 1835.

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CONFLICTO SOCIAL Y ESPACIO URBANO EN EL COMERCIO 163

en el comercio capitalino se había salido de control y, por ello, los


castigos fueron más rigurosos; no obstante, pese a las sanciones,
las condiciones del comercio urbano no mejoraron y continuaron
varios puestos en las calles.
Los expendedores de puestos movibles se quejaban por tener que
pagar “derecho de plaza”, pues decían que antes no se había tenido
por costumbre y que no ocupaban un lugar fijo.19 Tras esta afirma-
ción se percibe que la Comisión de Mercados se adaptó a las nuevas
formas de expendio y aunque ciertamente los puestos movibles no
estaban dentro de una plaza o mercado y, por tanto, no deberían
pagar impuesto, lo cierto es que dicha comisión buscó mecanismos
para cobrar el famoso derecho de plaza aun a los vendedores que es-
taban en las calles y banquetas de la ciudad. Su justificación era que,
dentro o fuera de las plazas de la ciudad, estaban vendiendo, es
decir, lo que estaban cobrando era el expendio.
El comercio ambulante no sólo invadía las calles de la ciudad,
sino que permanecía en horarios nocturnos. Constantemente las
autoridades del ayuntamiento solicitaban a los vendedores de la Pla-
zuela de Santa Catarina que no vendieran sus semillas por la noche.
Sin embargo, la respuesta de los comerciantes era que “se les man-
tenga en la posesión de no cerrar sus puestos en la noche”; argu-
mentaban que:

En dicha plazuela ha sido costumbre muy antigua que se vende maíz


hasta las nueve de la noche, hora en que todo comercio de tiendas se
cierra. Además nuestras semillas sólo se venden desde las seis de la
tarde hasta la citada hora de las nueve de la noche y embarazándonos
esa venta nos resulta tanto perjuicio a nosotros como al público. A
nosotros porque son las horas del comercio, y no vendiendo, no po-
demos tener adelanto en el mismo giro, ni menos con qué pagar las
pensiones de las plazas. Al público porque son horas en que el jorna-
lero necesita primero rayar en la casa de su amo, y después comprar
el maíz para su alimento el día siguiente. Las tortilleras necesitan
vender primero y después comprar el maíz, para seguir la tarea de su
comercio.20

19
Ibidem, exp. 120, f. s/n, 24 de mayo de 1821.
20
Ibidem, Mercado, v. 3730, exp. 125, f. s/n, 24 de abril de 1824.

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164 GISELA MONCADA GONZÁLEZ

Es importante destacar que los argumentos que ofrecían los co-


merciantes para no ser removidos de su sitio de venta se sustentaban
en la moral pública, que —sabían— el ayuntamiento tenía entre sus
facultades garantizarla. Por esta razón, los vendedores se apoyaban
enfatizando que si se les obligaba a quitar su venta se perjudicaba, por
un lado, a ellos porque no tendrían qué vender, y por tanto, tampoco
tendrían con qué pagar la pensión, con la cual el ayuntamiento tam-
bién se afectaría en la recaudación; y en adición, se dañaría al público
porque era la única hora en que el jornalero podía comprar.
Este tema suscitó discusión en cabildo, el regidor Manzano Do-
samantes respondió que “no se puede seguir con el abuso que co-
meten los comerciantes de Santa Catarina de tener abiertos sus
puestos hasta las nueve o más de la noche. Si se les concede esa
gracia van a querer hacer lo mismo los de las plazas del Volador,
Jesús y Factor”.
El síndico primero Manuel Pasalagua abogaba en favor de estos
comerciantes, y decía que:

Los que venden semilla tienen esta costumbre tan dilatada, lo cual
prueba que es buena y que no hay motivo para hacerla variar. Los se-
milleros venden maíz cuyo consumo es casi todo de la gente pobre:
menestrales, jornaleros que ocupan todo el día en el trabajo y hasta la
noche no tienen el tiempo y el dinero necesario para procurarse lo que
han de menester, tortilleras, tamaleras y atoleras que en el importe
mismo de su producto diario que no se realiza hasta la noche tienen el
único capital con que cuentan para comprar la materia que ha de dar-
les ocupación. Si se prohíbe se traen los siguientes perjuicios: 1. que
los pobres carecen de un mercado, que aunque puedan proveerse en
las tiendas les cuesta más. 2. Que se despoja sin motivo a los semilleros
y se les arruinará. Y 3. Que los cajones ocupados con semillas se que-
darán vacíos en razón de no dar provecho, y entonces el producto de
aquellos miserables, que en el día es muy poco, quedará en casi nada
con perjuicio de los fondos públicos.21

Las tres razones que el síndico Manuel Pasalagua ofrecía para


no mover a estos vendedores fue una muestra de cómo las autorida-
des municipales le dieron al espacio urbano una dimensión fiscal

21
Idem.

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CONFLICTO SOCIAL Y ESPACIO URBANO EN EL COMERCIO 165

más amplia que en el virreinato, es decir, bajo el argumento de la


moral pública, el ayuntamiento no eliminó del todo a los vendedo-
res de las calles, sólo trató de reubicarlos. Su justificación era que
del comercio en las calles se abastecía el pobre y si se eliminaban a
las vendedoras se perjudicaría a éstas y al consumidor. Detrás de
estas justificaciones prevalecía el interés del ayuntamiento por per-
cibir ingresos de la venta de víveres y el espacio urbano fue el lugar
idóneo para ello.
Con base en la documentación consultada y en aras de respon-
der a dos cuestionamientos fundamentales que indaga esta investi-
gación, se han elaborado dos mapas conceptuales que permiten
reconocer, por un lado, cuáles fueron los principales factores que
provocaron el aumento de vendedores ambulantes en las calles de
la ciudad de México (véase cuadro 2) y, por otro, identificar las po-
sibles causas del conflicto por el uso del espacio público entre la
municipalidad y los comerciantes (véase cuadro 3).
En el cuadro 2 se presentan los principales factores que se sus-
citaron en la ciudad de México y que tuvieron una relación directa
con el aumento de comerciantes en las calles del virreinato a la re-
pública; por supuesto, hubo factores que influyeron más que otros.
Nuestro análisis sugiere que, sin duda, la guerra de Independencia
fue el parteaguas que modificó el marco regulatorio del comercio
urbano. La libertad de precio y expendio otorgada a los comesti-
bles de mayor ingesta capitalina entre 1811 y 1814 abrió la posibili-
dad de expendio a toda persona que tuviera productos a comerciar
en la ciudad. Así que de sólo ser unos cuantos los que controlaban
el abasto de alimentos, como en el caso de la carne, los llamados
“obligados”, el comercio de alimentos fue abastecido por un sector
más amplio que el que lo venía haciendo.
La desaparición del Pósito y la Alhóndiga en 1814 dio un giro a
la práctica común de abastecerse de los graneros públicos. Durante
casi tres siglos los habitantes de la ciudad se habían abastecido ahí,
y con la coyuntura de la guerra de Independencia se permitió la
venta de granos en cualquier casa o accesoria.22

22
Gisela Moncada, op. cit., p. 48.

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cuadro 2
MaPa concePtuaL deL auMento deL coMercio

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Aumento de comerciantes en las calles de la ciudad
de México durante la primera república federal

Cambio institucional Incremento Incentivos económicos Configuración


en la regulación de la para ser vendedor de la ciudad
del abasto demanda ambulante de México


Decreto de libertad
Recuperación
No pagaban
Falta de espacios
comercial demográfica derecho de plaza o de venta en
(1811-1814) capitalina tras la de sombra mercados

Desaparición del guerra de establecidos
Pósito y la Independencia
Zonas en la ciudad
Alhóndiga (1814)
El comercio propicias para la

Cese de la Fiel ambulante ofrecía proliferación de
Ejecutoria (1820) precios bajos o vendedores

No se elaboró accesibles para la ambulantes con poca
ningún Reglamento población vigilancia
de mercado entre
1791 y 1840

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fuente: Elaboración propia, ahdf, Actas de Cabildo, 1810-1835.

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CONFLICTO SOCIAL Y ESPACIO URBANO EN EL COMERCIO 167

El cese de funciones de la Fiel Ejecutoria indudablemente modi-


ficó las reglas operativas del comercio urbano, particularmente los
permisos para la venta de alimentos. Su reemplazo por la Comisión
de Pesas y Medidas da cuenta de la reducción de las facultades de ésta,
ya que como su nombre lo indica únicamente esta última comisión se
limitó a vigilar las pesas utilizadas en el abasto de alimentos. Vale
destacar que la Fiel Ejecutoria fue un órgano dependiente del ayun-
tamiento y funcionó durante casi todo el virreinato, estaba encargado
de inspeccionar la venta al menudeo de los alimentos de mayor con-
sumo en la ciudad y contaba con su propio tribunal, el cual tenía fa-
cultad judicial para poder castigar a los transgresores de las ordenan-
zas.23 Asimismo, la Fiel Ejecutoria tenía su propia legislación, era
sumamente rigurosa en los requisitos para abrir un establecimiento y
mediante constantes visitas a los lugares de venta vigilaba el comercio.
Hasta ahora, la historiografía no ha dado respuestas de por qué
cesó funciones la Fiel Ejecutoria; los documentos analizados dan
cuenta de su desaparición en 1820. Es posible que ante el cambio
en el sistema comercial del proteccionismo y la regulación de precios
a la libertad comercial, se haya convertido en una institución obso-
leta durante la república. En cuanto al ayuntamiento, es posible que
la municipalidad en un inicio no fuera consciente de las consecuen-
cias que estos cambios tendrían en la república, digamos, que no fue
algo pensado. Entonces, el incremento no previsto de comerciantes
revela el carácter emergente de la supresión de la Fiel Ejecutoria para
paliar una crisis social y económica provocada por la guerra y que a
su vez se manifestó en la dinámica de la ciudad, pero de la cual se
valieron los grandes comerciantes, ya fuera para introducir y mono-
polizar, o para poner a su servicio a los ambulantes y competir con
sus adversarios.
El aumento en la demanda de comestibles fue evidente una vez
transcurridos los años de la guerra de Independencia. Se sabe que
la población se incrementó de 137 000 habitantes en 1810 a 170 000

María Luisa Pazos, El Ayuntamiento de la Ciudad de México en el siglo xvii: con-


23

tinuidad institucional y cambio social, Sevilla, Diputación de Sevilla, 1999, p. 135, y


Martha Espinoza, El Tribunal de Fiel Ejecutoria de la ciudad de México, 1724-1790. El
control del cabildo en el comercio urbano, tesis de licenciatura, México, Escuela Nacio-
nal de Antropología e Historia, 2002, p. 40, 71 y 96.

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168 GISELA MONCADA GONZÁLEZ

habitantes en 1824,24 y por tanto, la ciudad requirió de un número


mayor de comerciantes para cubrir sus necesidades alimentarias. En
cuanto a los precios, si bien no se cuenta con series de precios de los
alimentos que ilustren el periodo de estudio, la historiografía reciente
sugiere que en el caso de la carne los precios aumentaron súbitamen-
te en un periodo muy corto. Por ejemplo, en 1790 con un real se
podían comprar 152 onzas de carnero (4.4 kg), en 1815 un real
únicamente alcanzaba para 32 onzas de carnero (900 gr) y en 1832
con el mismo real se compraban 20 onzas de carnero (575 gr).25
Al parecer en la república hubo una tendencia al alza en los
precios de los comestibles de alto consumo capitalino; sin embargo,
es interesante cuestionarnos por qué si los precios de los comesti-
bles subieron del virreinato a la república y la mayoría de la pobla-
ción en la ciudad era pobre ¿cómo fue que la demanda se incre-
mentó paulatinamente de los años de la guerra de Independencia
a la república? ¿Cómo se abasteció esta gente de menores ingresos?
Además de haber surgido algún tipo de alimento sustituto, nuestras
pesquisas sostienen que si bien la lógica económica afirma que a
precios altos disminuye la demanda, en la república esto no ocurrió
así, debido a que se trató de comestibles de alta ingesta urbana y por
tanto su demanda era inelástica, es decir, un bien de lujo si eleva su
precio se deja de consumir; en cambio, productos de primera ne-
cesidad como los víveres poseen una demanda inelástica, lo cual
indica que, aunque suban sus precios, se siguen consumiendo. Es
probable que la presencia de comerciantes en las calles haya proli-
ferado porque ofrecían precios más bajos que los que había en las
plazas y los mercados. De tal forma que los pobres —que era la ma-
yoría de la población capitalina— encontró en estos puestos ambu-
lantes el remedio para abastecerse y no morir de hambre. Asimismo,

24
Véase Ernest Sánchez Santiró, “La población de la ciudad de México en
1777”, Secuencia, México, 2004, p. 53; Alexander Von Humboldt, Ensayo político
sobre Nueva España, México, Porrúa, 1966, p. 132; Fernando Navarro y Noriega,
Memoria sobre la población del reino de la Nueva España, México, [s. e.], 1820, y Lour-
des Márquez Morfín, La desigualdad ante la muerte: el tifo y el cólera (1813-1833),
México, Siglo XXI, 1994, p. 227.
25
Enriqueta Quiroz, “De cómo la gente se agolpaba para comprar carne a prin-
cipios del siglo xix”, Bicentenario, v. ii, n. 5, p. 14.

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CONFLICTO SOCIAL Y ESPACIO URBANO EN EL COMERCIO 169

los comerciantes encontraron un medio para subsistir a través de la


venta de alimentos.
En cuanto a los incentivos económicos para ser vendedor ambu-
lante sabemos que había muchos en la época, por un lado, la falta de
oportunidades de empleo y la demanda de alimentos de una abun-
dante población provocó que muchas personas se dedicaran al co-
mercio, tal como sucede en nuestros días. En adición a ello, es posible
pensar que no hubiera realmente sanciones severas para los comer-
ciantes en las calles, la recurrencia de los “Avisos al público” sugiere
que aunque constantemente se emitían, no siempre se sancionaba.
Un vendedor ambulante en la república empleó muchas estra-
tegias para no pagar el llamado derecho de plaza, entre ellas instalarse
en sitios poco visibles por la autoridad, debajo de puentes, en cruces
transitados a las orillas de la ciudad o bien salir a vender en días de
fiestas donde la afluencia de gente dificultaba su fiscalización (véa-
se mapa 1). De acuerdo con la revisión documental se advierte que
el vendedor ambulante no siempre se escondía, una de las razones
fue porque su concepción sobre la venta y los espacios públicos era
muy distinta de la concepción que tenía la autoridad. En párrafos
anteriores hemos visto que uno de los argumentos que ofrecían los
vendedores ambulantes para permanecer en la calle vendiendo era
porque cumplían una función social, es decir, abastecían al pobre;
bajo ese entendido, los comerciantes no consideraban que estuvie-
ran transgrediendo las reglas, aunque los “Avisos al público” se los
hacían saber, además, se justificaban en que la venta era una mane-
ra digna de ganarse la vida.
Otro elemento de análisis que contribuyó al aumento de vende-
dores en la calle fue la falta de plazas y mercados en la ciudad, si
bien la ciudad de México se había caracterizado desde el virreinato
por lo numeroso de sus plazas y mercados, lo cierto fue que éstos no
fueron suficientes ante las demandas de los capitalinos. También es
cierto que una de las prácticas comunes para ocultarse como vende-
dor ambulante fue la falta de construcciones formales en las plazas.
Especialistas en las transformaciones de las plazas y mercados de la
ciudad de México señalan que sólo el mercado del Parián estaba
hecho de mampostería, el resto de las plazas carecía de estructura
fija. La mayoría de los comerciantes utilizaba las sombras o tinglados,

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170 GISELA MONCADA GONZÁLEZ

como se les llamaba a los techos para establecer su puesto, los cuales
los ponían y quitaban con facilidad. Es decir, el que no hubiera
construcciones fijas que delimitaran perfectamente el afuera del aden-
tro de una plaza daba lugar a la confusión y los vendedores ambu-
lantes se valieron bien de esta circunstancia.26
La falta de estructuras fijas para el establecimiento de un merca-
do también obedecía a la carencia de recursos por parte del ayunta-
miento para financiarlos. No obstante, al ayuntamiento no le conve-
nía invertir dado que había distintas plazas de la ciudad que se
rentaban para corridas de toros u otros eventos. Así a finales del siglo
xviii, se decidió implementar ruedas a varios de los puestos con la
finalidad de hacerlos “portátiles”, ya que construir puestos fijos limi-
taba a la municipalidad de percibir otros recursos económicos.
Sin duda, la primera república federal fue el escenario donde se
dieron lugar las primeras saturaciones del comercio en la ciudad.
En 1836, ya en el centralismo, se tiene referencia de que la Comisión
de Mercados a cargo de Agustín Díez de la Barrera señalaba que:

las sombras según el reglamento de mercados están prohibidas, sin


duda porque en la época antigua de su formación los abastecedores
cabían muy bien en los cajones y tinglados que hay en ellos. Aumen-
tándose con el tiempo la población y concurriendo por consecuencia
mayor número de vendedores a las plazas de México por el fácil ex-
pendio que tiene sus efectos, el recinto de los mercados, no ha sido
bastante para contenerlos, de aquí es que extendiéndose por sus la-
terales hacia la calle, la necesidad fue introduciendo el que Pedro o
Juan les alquilasen sombras, para cubrirse de los rigores del sol, no
sólo a las personas de los tratantes, sino también las legumbres, frutas,
flores y demás que desmerecen o se pierdan con el sumo calor.27

La cita anterior revela perfectamente el crecimiento del comer-


cio en la calle y la falta de regulación por parte de la autoridad
municipal. La recomendación para el centralismo sería eliminar las
sombras e iniciar los primeros proyectos de construcción de merca-
dos fijos. A continuación presentamos el cuadro 3. En él se explican

26
María Yoma y Luis Alberto Martos, Dos mercados…, p. 90-92.
27
ahdf, Mercados, v. 3730, exp. 130, f. s/n, 24 de marzo de 1836.

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cuadro 3
confLicto Por eL uSo deL eSPacio

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Causas del conflicto por uso del espacio

Razones ayuntamiento Razones comerciantes


Mantener el control del comercio urbano
Mantener un lugar de trabajo/venta de

Garantizar el buen ornato y policía alimentos

Obtener una mayor recaudación fiscal por
Medio de subsistencia
uso de suelo
Tradición

Función social – menores precios para un
estrato de la población con escasos ingresos

fuente: Elaboración propia, ahdf, Actas de Cabildo, 1810-1835.

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172 GISELA MONCADA GONZÁLEZ

las principales causas que provocaron el conflicto entre la munici-


palidad y el comercio en las calles.
El cuadro 3 tiene el propósito de mostrar cuáles fueron las prin-
cipales causas del conflicto entre las autoridades de la ciudad y los
vendedores ambulantes en su lucha por utilizar el espacio público
en la ciudad de México. Nuestra hipótesis sostiene que el conflic-
to en torno al uso del espacio urbano se originó por una concepción
encontrada sobre el sentido y la función pública de éste tanto para
autoridades como para comerciantes, lo cual obliga a hacer una
revisión de las concepciones y prácticas de una sociedad en el uso
de los espacios públicos. Ambas dotadas en gran medida de elemen-
tos culturales que de generación en generación se transmiten en la
sociedad, si bien los habitantes de la primera república federal
buscaban un orden político y económico distinto al régimen virrei-
nal, fue ineludible que dejaran atrás toda una tradición y prácticas
tanto en la venta como en la regulación de alimentos en las plazas y
mercados de la ciudad de México.
Las razones del ayuntamiento por mantener el orden en el co-
mercio obedecían a su deber por garantizar la buena policía. Este
término tan utilizado en la época encerraba toda una concepción
global de la ciudad y de su gobierno. La buena policía implicaba la
idea de mantener una óptima administración del territorio, así como
promover las buenas costumbres para el funcionamiento de la socie-
dad, entre ellas, la higiene, la pavimentación de las calles, la locali-
zación de los rastros, etcétera.28 Los “Avisos al público” previamente
citados brindan elementos importantes para conocer cuál era la con-
cepción que tenía la autoridad sobre la ciudad. Las narraciones de
regidores y alcaldes denotan la aspiración que tenían por conformar
una ciudad ilustrada, digna del nuevo régimen republicano.
La aplicación de la policía buscaba promover normas y formas
de gobierno aplicables al conjunto de los habitantes y fomentar así,
el bien público.29 En la lógica municipal era claro que existía el ideal
de tener un territorio ordenado, limpio y con espacios bien definidos

28
Hira de Gortari, “La ciudad de México de fines del siglo xviii: un diagnós-
tico de la ciencia de la policía”, Historia Contemporánea, n. 24, 2002, p. 116-120.
29
Idem.

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CONFLICTO SOCIAL Y ESPACIO URBANO EN EL COMERCIO 173

para el comercio. El libre tránsito fue otra de las obligaciones que los
principios de policía también dictaban. Por ello en los “Avisos al pú-
blico” se advierte la preocupación del ayuntamiento por evitar pues-
tos en las calles que estorbaran el paso de los habitantes de la ciudad.
En el ámbito comercial, la lógica municipal también visualizaba
que contar con espacios ordenados y bien definidos para el comercio
haría más eficiente la recaudación del expendio. El proyecto de
mercado que la Comisión de Mercado propuso en 1833 al ayunta-
miento detallaba la importancia que tuvo la relación, el espacio, el
orden y la fiscalidad. Este proyecto elaborado durante la primera
república definía perfectamente lo que el ayuntamiento entendía
como buena policía y al mismo tiempo lograba su cometido de re-
caudación fiscal.
En párrafos anteriores hemos expuesto que las dos vías princi-
pales de ingreso económico municipal procedían del comercio ur-
bano: el derecho de plaza y el derecho municipal. La experiencia muni-
cipal advertía que habría que celar estos dos rubros, pues de ellos
dependía la solidez de las finanzas del ayuntamiento. Es relevante
subrayar que durante la primera república, la federación trató de
imponerse frente a los ayuntamientos, particularmente respecto
de sus finanzas, dejándoles únicamente maniobra administrativa.
Si bien el Ayuntamiento de la Ciudad de México logró negociar
ciertos privilegios con la federación e incluso tuvo poder de auto-
gestión económico-administrativa, es probable que la municipalidad
tuviera la constante amenaza de perder algunos de sus privilegios
—tales como la recaudación por la introducción de comestibles— y,
por tanto, concentró sus esfuerzos en la regulación del comercio ur-
bano, pues éste le generaba un retorno económico importante. Lo
anterior nos sugiere que la combinación entre recaudar y mantener
la buena policía generó la mayor tensión entre autoridades munici-
pales y comerciantes al tratar de controlar el espacio urbano.
El cuadro 3 ilustra sobre cuáles fueron las principales causas de
conflicto por el uso del espacio urbano desde la óptica de los ven-
dedores ambulantes. Las Actas de Cabildo muestran algunos de los
argumentos que los propios vendedores exponían para que no se
les moviera de ciertos puntos de venta. Uno de los más reveladores,
que legitimaba su presencia en las calles, era su función social: los

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vendedores se consideraban los abastecedores del pobre; en varios


de sus señalamientos justificaban su presencia porque sus precios
eran más bajos respecto de los que se conseguían en un lugar esta-
blecido, como una plaza o mercado. Estos argumentos no eran de
menor importancia, pues sabemos el contraste económico que la
sociedad mexicana tuvo en la primera mitad del siglo xix. Gran
cantidad de pobres viviendo en la calle o algunos con más suerte
bajo un techo pero en condiciones de hacinamiento fue muy común
en la ciudad de México.30
Es posible que los vendedores en las calles además de considerar
tener una función social, también concebían el espacio urbano como
el lugar de trabajo, es decir, un lugar en el que podían comerciar sus
productos para poder vivir. Posiblemente ni siquiera eran conscien-
tes de que su presencia en las calles fuera incómoda para las perso-
nas. Es importante aclarar que por el tipo de documentos utilizados
para esta investigación —básicamente Actas de Cabildo— no se cuen-
ta con registro de la opinión de los habitantes de la ciudad sobre los
vendedores ambulantes. Se sabe del rechazo que había hacia el re-
gatón en la época virreinal; dado el sistema de fijación de precios
que existía, generalmente se le responsabilizaba a éste del alza. Sin
embargo, con la libertad comercial el regatón se reemplazó por el
vendedor ambulante y, por tanto, en un sistema de libertad de pre-
cio el regatón se convirtió en un intermediario más de la cadena del
comercio. Por lo que se percibe en los documentos analizados, el
vendedor ambulante ofrecía precios más bajos que el comerciante
de una plaza, así que probablemente al habitante de a pie no le
molestaba del todo la presencia de este tipo de comercio.
Desde la óptica cultural el “espacio público”, como lo es una pla-
za o mercado, tiene diferentes connotaciones y significados para cada
uno de sus asistentes. Por ejemplo, un lugar como una plaza, un par-
que o un mercado tienen en común ser sitios de reunión social en los
cuales se realizan distintas acciones y cada una posee significados de
carácter histórico para cada uno de los visitantes. Dichos significados
generalmente son generados por un pasado sociopolítico común y

Ana María Prieto, Acerca de la pendenciera e indisciplinada vida de los léperos


30

capitalinos, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2001, p. 89.

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CONFLICTO SOCIAL Y ESPACIO URBANO EN EL COMERCIO 175

una fuerza cultural, así como por conflictos cotidianos propios de una
sociedad.31 La convivencia social en lugares abiertos, de concurrencia
frecuente, genera una concepción y un significado particular de acuer-
do con la experiencia y la vivencia de cada individuo. Esto implica
que, el espacio público que representa una plaza, un mercado o un
parque tiene varias connotaciones, según sus visitantes. Lo anterior
permite explicar las distintas concepciones que tuvo tanto para la
autoridad municipal como para los vendedores ambulantes el uso del
espacio para la venta de alimentos en las calles. De tal forma que,
mientras para la municipalidad era importante garantizar el buen
orden y al mismo tiempo recaudar; para los comerciantes, arraigados
en una antigua costumbre de vendimia callejera no consideraban
estar infringiendo ninguna norma, sino realizando una práctica de
trabajo legítima, ya que no dañaban a nadie y, por el contrario, bene-
ficiaban al pobre que se abastecía de sus productos.
Michel Foucault sostiene que los espacios físicos y la distribución
de éstos no son inocuos, sino que responden a una lógica o a una for-
ma de concebir el orden y el control del espacio.32 En ese sentido,
la propuesta de Foucault podría explicar por qué los comerciantes
consideraban que no cometían ninguna falta por el expendio callejero,
debido a que la apropiación que habían hecho de las calles tenía una
connotación laboral, mientras que la apropiación de las autoridades
era de control.33
El debate respecto de las reglas de control en lugares públicos
surge porque quienes estudian los espacios públicos señalan que
éstos tienen la característica de ser de libre tránsito. En ese sentido,
una calle, una plaza o un mercado son lugares abiertos en los que
no se requieren permisos para su circulación. No obstante, si aten-
demos a las referencias culturales que posee un lugar, es evidente
que en la práctica sí existen reglas y códigos que en cierta medida

Setha Low y Nail Smith, The Politics of Public Space, Londres, Routledge,
31

2006, p. 3.
32
Michel Foucault, “El ojo del poder”, en www.philosophia.cl.
33
Véase Michel Foucault, op. cit., y Marcel Roncayolo, La ciudad, Barcelona,
Paidós, 1988, 142 p. En este trabajo, el autor sostiene que los espacios públicos
son lugares dotados de historicidad. Esto genera que quienes los ocupan se apro-
pian del lugar a partir de las prácticas que realizan en las calles.

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producen determinados comportamientos sociales y, por tanto, li-


mitan la accesibilidad de tránsito. Entonces, un lugar público en
realidad no es un lugar en el que no existan reglas. Más bien se ca-
racteriza por su accesibilidad de tránsito y, por tanto, si se le impo-
nen reglas de control se limitan las libertades de quienes asisten a
él y, en cierta forma, disminuye su categoría de público. Según lo
dicho, en la práctica no existen lugares públicos sin reglas, más bien
existen lugares con libertades condicionadas. Es importante señalar
que las reglas no sólo son impuestas por una autoridad, también por
la propia sociedad que utiliza determinado espacio público.34
Lo anterior nos permite reflexionar sobre la percepción que los
propios comerciantes tenían de la acción que realizaban en las calles.
Si bien no tenían una definición clara sobre lo que significaba un
lugar público frente a uno privado, lo cierto es que sí tenían toda
una tradición cultural de lo que implicaba el libre tránsito en las
calles, comprendían perfectamente que vender dentro de un lugar
implicaba el pago de un impuesto (derecho de plaza), pero no reco-
nocían pagar un impuesto por vender en las calles. Jeremy Németh
propone un modelo explicativo para entender los usos del espacio
público por una sociedad a partir de tres componentes: lo físico, los
códigos y el contenido.35

a) Lo físico es la parte material en la que se localiza determinado es-


pacio, es decir, su geografía, las rutas de acceso, las restricciones
físicas de accesibilidad como pago o pasaporte, así como el estilo
propio del lugar.
b) Los códigos se refieren al marco regulatorio que tiene el lugar, sus
leyes y políticas, el horario de apertura, las normas culturales y de
comportamiento que se permiten en dicho espacio, el lenguaje uti-
lizado, así como la gobernabilidad.
c) El contenido es el uso que se le da al espacio, el comportamiento,
el simbolismo, los monumentos que existan en el lugar, los signifi-
cados y la interacción que se da entre sus asistentes.

Desde esta perspectiva es evidente que los tres componentes


arriba mencionados tenían significados diferentes para los vende-

34
Jeremy Németh, “Controlling the Commons: How Public Is Public Space?”,
Urban Affairs Review, n. 48, 2012, p. 812-814.
35
Ibidem, p. 817.

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CONFLICTO SOCIAL Y ESPACIO URBANO EN EL COMERCIO 177

dores ambulantes y para la municipalidad. Para efectos prácticos de


esta investigación centrémonos en los llamados códigos y conteni-
dos, pues estas dos categorías explican cabalmente el sentido del
espacio público que tenía la municipalidad y el vendedor ambulan-
te, y a partir de éstos entender el conflicto por el uso del espacio.
Llama la atención que los códigos y contenidos difieran tanto en
cada sector. Para los comerciantes ambulantes las calles eran lugares
de libre tránsito en donde podían vender sus productos, entendían
que para vender dentro de una plaza había que pagar impuestos,
pero en las calles no. Las calles para muchos de ellos eran su hogar,
su lugar de trabajo, su diversión; realizaban infinidad de actividades
en la calle por lo que habían generado una especie de apropiación
de ésta a lo largo de distintas generaciones. En cambio, para la mu-
nicipalidad, cada espacio en la ciudad era un lugar en el que se debía
representar el orden, el control, en pocas palabras el buen gobierno
y administración, desde la óptica recaudatoria, cada espacio en la
ciudad podía ser perfectamente recaudable.
El mapa 1 tiene el propósito de ilustrar sobre los lugares de
mayor presencia de vendedores ambulantes, así como los sitios en
los que el ayuntamiento permitió su instalación en la ciudad de
México, los primeros se representan con un círculo, los segundos
con un cuadrado. Es importante señalar que los productos que más
se comerciaban en estos lugares eran frutas y verduras, así como
algunos guisos, aguas de chía, atoles y tortillas. La intención de
confrontar los lugares de venta del comercio ambulante permite
explicar cuál era la lógica municipal para ordenar el comercio urba-
no. Los círculos se encuentran más al centro de la ciudad, mientras
que los cuadrados están más en la periferia, lo cual indica que hubo
un constante conflicto entre la municipalidad y los comerciantes
ambulantes: éstos por instalarse más al centro y la municipalidad
por reubicarlos en la periferia. No obstante, los vendedores ambu-
lantes escogieron lugares estratégicos.
De acuerdo con el mapa 1, se observa que a excepción de los co-
merciantes que se situaban afuera del Parián (4), la mayor parte de la
venta en las calles se ubicaba hacia la periferia: ¿qué características
compartían estos lugares para que se establecieran los vendedores
ambulantes? La Plaza el Factor (1) fue famosa porque era una de las

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primeras que se formalizaron en 1793, es decir, antes de esta fecha, no


tenía el estatus de plaza; al siguiente año de su nombramiento oficial,
se le construyó una fuente enfrente. Sin duda, esta característica hizo
de la plaza un sitio que llamaba a la concurrencia, situación que los
vendedores ambulantes aprovecharon muy bien para instalarse.36
Muy cerca de las calles Santa Clara y Manrique (2) estaba el
puente de la Mariscala. En él se localizaba una caja repartidora de
agua, que se decía que era “delgada”, llamada así por su transpa-
rencia. El agua venía desde Santa Fe y, a través del gran acueducto,
pasaba por distintos puntos de la ciudad para el abastecimiento de
los habitantes. Había otro acueducto que traía agua de los manan-
tiales de Chapultepec, llamada “gorda” por ser turbia y estar mez-
clada con agua de lluvias. Una vez que llegaba el agua a las cajas re-
partidoras se distribuía en diferentes cañerías.37 Muy cerca de las
plazas Vizcaínas (3) y Santo Domingo (5) había fuentes de agua, ya que
éstas eran parte del sistema de repartición de cañerías de agua de los
acueductos. Es decir, al parecer los vendedores ambulantes decidieron
ubicarse en lugares cercanos a fuentes y el agua fue el elemento que
seleccionaron para tener éxito en sus ventas porque así aseguraban
una importante concurrencia. El puente de la Leña (7), un lugar de
recurrente venta de pulque, también presentó el mismo patrón que
las plazas anteriores; si bien no había fuentes, sí tuvo la peculiaridad
de contar con dos entradas de agua a través de las acequias que des-
embocaban en dicho puente, del oriente la acequia procedente de la
garita de San Lázaro y del sur la garita de La Viga. En este caso, no
se trató de agua para beber, sino de lugares de fácil acceso por canoa,
lo cual beneficiaba la distribución del pulque. Los documentos de la
época señalan que el puente de la Leña fue un lugar con mucho
tránsito de peatones.
La plaza de Santa Catarina (6) tuvo la tradición de ubicar a vende-
dores ambulantes que desde fines del siglo xviii no habían alcanzado
lugar en la Plaza Mayor. La mayoría de ellos no contaba con recursos
suficientes para poder pagar la renta del cajón y, en 1794, la muni-

36
María de la Luz Velázquez, Evolución de los mercados en la ciudad de México
hasta 1850, México, Consejo de la Crónica de la Ciudad de México, 1997, p. 62.
37
Lourdes Márquez Morfín, La desigualdad ante la muerte…, p. 302-303.

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CONFLICTO SOCIAL Y ESPACIO URBANO EN EL COMERCIO 179

cipalidad hizo oficial el nombre de la plaza y reubicó a los vendedo-


res que no tenían lugar fijo. Esta situación generó que en dicha
plaza continuaran comerciantes ambulantes buscando que se les
asignaran nuevos puntos de venta.38
Los puestos ambulantes que se localizaban afuera del Parián se
piensa que lo hacían para captar consumidores de un nivel adquisi-
tivo alto, ya que este mercado se caracterizó por ofrecer productos
de lujo traídos de Europa. Cabe señalar que el Parián fue el único
mercado formalmente construido de mampostería, el resto de las
plazas y mercados, como ya hemos mencionado, no contaba con
estructura fija. Aunque las Actas de Cabildo afirman que en los sitios
arriba mencionados fue muy frecuente hallar vendedores ambulan-
tes, en general podemos decir que se trató de lugares con una im-
portante afluencia de personas y posiblemente con poca vigilancia
por parte de la autoridad, a excepción del Parián.
La lógica del vendedor ambulante fue ubicarse en lugares visi-
bles para los transeúntes pero ocultos para la municipalidad. Es
importante subrayar que la presencia de vendedores en las calles de
la ciudad de México fue una práctica común durante el virreinato, la
diferencia que se observa en la república fue que dicha práctica se
salió del control de la municipalidad y pese a los intentos por orde-
nar la ciudad no fue posible. Los incipientes proyectos urbanísticos
en la ciudad se realizaron durante la época del segundo conde de
Revillagigedo. Después de esta administración fue mínimo lo que
hicieron los siguientes gobiernos virreinales o republicanos. La his-
toriografía ha señalado que al finalizar el régimen virreinal pocas
plazas se habían construido formalmente de acuerdo con una pla-
neación; la mayoría emergió con mínimos o nulos marcos regulato-
rios, de ahí la recurrencia del comercio ambulante.
El mapa 1 analiza también qué características tenían los sitios en
los que el ayuntamiento permitió que se reubicara a los comercian-
tes ambulantes que se hallaban diseminados en las calles y ban-
quetas de la ciudad. Es importante señalar que dichos lugares eran
plazas establecidas, pero todas ellas tenían una característica común,
ninguna se ubicaba en el primer cuadrante de la ciudad, sino en la

38
María de la Luz Vélazquez, Evolución de los mercados…, p. 36 y 53.

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180 GISELA MONCADA GONZÁLEZ

periferia, por ejemplo. Las plazas de San Juan de Dios y La Concep-


ción se ubicaban en la zona norte-poniente. Eran sitios con poca
higiene y cerca de ahí había dos cementerios que en la época les
llamaban camposantos. A unos metros se hallaba el puente de Villa-
mil, en el cual frecuentemente se decía que se cometían robos. Las
plazas Del Carmen y Santa Trinidad, localizadas más al norte-oriente,
tenían la peculiaridad de estar cerca de las entradas de las garitas
de la ciudad, por lo que su tránsito era frecuente. En la plaza de la
Paja constantemente había vendedoras de alimentos, particularmente
atoleras y tortilleras.39
El análisis del mapa 1 muestra que los vendedores ambulantes
buscaron instalarse ligeramente más al centro que en las orillas de
la ciudad; sin embargo, los lugares que el ayuntamiento dispuso para
éstos se localizaban en la periferia. Esto es una muestra de la lucha
por el espacio que enfrentaron los comerciantes ambulantes ante las
autoridades municipales.
Sin duda, para el comerciante ambulante estar situado en la
periferia representaba un costo de oportunidad respecto de ubicar-
se en el primer cuadrante; en este último, se asume que la concen-
tración de consumidores era mayor por el simple hecho de ser el
centro de la ciudad, y por consiguiente aquéllos estaban dispuestos
a pagar mayores precios por los comestibles a un limitado número
de comerciantes, en relación con los precios que se pagarían por
estos mismos productos en una zona donde la demanda estuviera
más diluida, como lo era la periferia. No obstante, la autoridad sen-
tó los incentivos adecuados para controlar el asentamiento de co-
merciantes en el primer cuadrante, como lo era el decomiso de
mercancías, la fijación de multas e incluso, como señalaban los “avi-
sos”, la cárcel. Bajo este concepto no existiría tal costo de oportuni-
dad a menos que el precio que pagaba el primer cuadrante fuese lo
suficientemente generoso como para arriesgarse a ser acreedor a las
medidas impuestas por la autoridad. Claramente la autoridad bus-
caba dispersar la demanda fuera del centro capitalino, dando lugar
a nuevos centros de consumo, lo que explicaría el interés por formar

39
María Yoma y Luis Alberto Martos, Dos mercados…, p. 60-61.

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CONFLICTO SOCIAL Y ESPACIO URBANO EN EL COMERCIO 181

políticas de contención a una creciente demanda de comestibles y


llevar un orden en la fiscalización de la transacción de comestibles.

A manera de conclusión

El análisis de los conflictos por el uso de los espacios públicos para


la venta de alimentos en la ciudad de México entre la autoridad
municipal y los vendedores ambulantes ofrece distintas aristas para
conocer los intereses y las concepciones que cada uno de estos sec-
tores de la sociedad defendía. La base del conflicto emanaba de la
concepción y el significado del sentido y la función pública del es-
pacio urbano. Es evidente que mientras para las autoridades de la
ciudad el espacio urbano era el sitio en el que se debían cumplir los
principios de policía, esa condición no era compartida por los co-
merciantes ambulantes. Su concepción de espacio era distinta y, por
ello, consideraban que las calles de la ciudad eran lugares donde
podían realizar sus funciones de comercio. Bajo esta lógica, los ven-
dedores ambulantes hallaron sitios estratégicos para su venta. La
mayoría de ellos se situaba en la periferia porque sus ventas iban
dirigidas a los pobres, al trabajador de a pie que en horarios noc-
turnos pasaba por puntos específicos de la ciudad. Para este tipo de
vendedores, el incentivo era mantenerse en la periferia, porque así
eran menos vistos por la autoridad y al mismo tiempo aseguraban
una venta, aunque sus precios no los podían dar muy elevados res-
pecto del centro de la ciudad.
La autoridad de la ciudad en su afán de garantizar el orden y la
buena policía a los habitantes encontró nuevas formas de obtener
una mayor recaudación procedente del comercio ambulante; y al
parecer, la municipalidad en la república le dio una dimensión mu-
cho más fiscal al uso del espacio que en el virreinato. Esto último se
afirma porque acentuó su interés de recaudación en el expendio del
comercio ambulante según lo demuestran las fuentes documenta-
les a través de la publicación de “Avisos al público”. No obstante,
la municipalidad también se dio cuenta de su incapacidad para
poder controlar y regular el crecido comercio en la ciudad, la op-
ción que tomó fue construir nuevos mercados pero claramente no

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182 GISELA MONCADA GONZÁLEZ

fue la solución inmediata, ya que no se contaba con los recursos


económicos para ello.
A nuestro juicio, la principal causa que desencadenó el incre-
mento de vendedores ambulantes fue la falta de regulación del
comercio urbano. Tras la caída del gobierno virreinal y con ello la
desaparición de sus instituciones, la república no planeó un nuevo
marco regulatorio que diera sostén a las nuevas condiciones de la
libertad comercial. El Reglamento para mercados de 1791 elaborado
por el segundo conde de Revillagigedo se siguió utilizando en la
república. Fue hasta el centralismo, en 1840, cuando se elaboró un
nuevo reglamento.
Sin un marco regulatorio eficiente en el comercio urbano, el
vendedor ambulante tenía todos los incentivos para establecerse
afuera de una plaza, en la calle o en las banquetas, los “Avisos al
público” advierten esa condición. De acuerdo con el mapa en el que
se localizan los principales puntos de venta del comercio ambulante,
destacan los sitios cercanos a una fuente o bien cruces peatonales
muy concurridos. Mantenerse en la periferia les garantizaba menor
vigilancia respecto del centro de la ciudad.
El argumento empleado por los vendedores ambulantes para
establecerse en las calles vendiendo fue aludir a su función social,
abastecer al pobre. Para ellos, la venta en la calle no representó una
amenaza al orden; sin embargo, sí se observa la constante lucha que
se dio entre este grupo y la autoridad municipal por mantener los
espacios urbanos bajo control. En realidad, lo que sucedió fue que
la municipalidad terminó por disimular la presencia de comerciantes
con tal de seguir cobrando, ya que de la entrada de alimentos a la
ciudad y del derecho de plaza se nutrían sus finanzas. Esta proble-
mática nos hace reflexionar sobre nuestro presente, ya que la falta
de regulación en el comercio urbano continúa arrastrando los mis-
mos problemas a las siguientes administraciones.

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Mapa 1. Sitios de mayor concurrencia del comercio ambulante y sitios
en los que el ayuntamiento permitía la venta a ambulantes. Diego García Conde,
Plano general de la ciudad de México, 1793-1830, 55 × 49 cm, modificado para
localización de venta ambulante. Secretaría de Agricultura, Ganadería, Desarrollo
Rural, Pesca y Alimentación, Mapoteca Manuel Orozco y Berra, Servicio
de Información Agroalimentaria y Pesquera, Colección Orozco y Berra, Distrito
Federal, varilla OYBDF 03, no. clasificador: 932-OYB-725-A

Cuadro 4
distribuCión del ComerCio ambulante

Lugares de mayor concurrencia Lugares en los que el ayuntamiento


de vendedores ambulantes permitió el comercio ambulante

1. Plaza el Factor (a fines del siglo xviii 1. San Juan de Dios


también llamada del Baratillo) 2. De la Concepción
2. Las esquinas de las calles de Santa 3. Del Carmen
Clara y Manrique 4. De la Santísima Trinidad
3. Plaza Vizcaínas, se pide vender pulque 5. San Pablo
4. Afuera del mercado del Parián se 6. San Juan de la Penitenciaría
venden productos de la tierra 7. Colegio de Niñas
5. Plaza Santo Domingo, vendedores de (no es plaza)
productos de la tierra
6. Plazuela de Santa Catarina, venta de
semillas en la noche
7. Debajo del puente de la Leña se vende
pulque
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POR MI RAZA HABLARÁ LA METRÓPOLI
univerSidad, ciudad, urbaniSMo y Poder en La conStrucción
de ciudad univerSitaria, 1929-1952*1

Sergio Miranda Pacheco


Universidad Nacional Autónoma de México
Instituto de Investigaciones Históricas

[E]l poder es el que diseña las ciudades; la forma


más pura del poder es el control de la tierra
urbana. Cuando el Estado es el dueño principal,
puede imponer cualquier patrón que escoja
[…]. La planeación que promueve tal autoridad
es total e indiscutible y, por ende, la ley urbana es
claramente legible.
SPiro koStof

La idea de dotar a la Universidad Nacional Autónoma de México


de nuevas instalaciones, así como el proyecto y la construcción de
las mismas —que se materializó en la inauguración de la Ciudad
Universitaria (cu) en 1952—, configuraron un proceso histórico
rodeado de hechos y numerosas y diversas opiniones y representa-
ciones con las que se celebró a la urbe universitaria como testimonio
de la grandeza y la hazaña de la modernidad urbana, arquitectónica,
científica, educativa y material que había alcanzado México bajo la

* Este texto es una versión corregida y aumentada de la que presenté en la


11th International Conference on Urban History “Cities & Societies in Compara-
tive Perspective”, celebrada en Praga, República Checa, en agosto y septiembre de
2012, con el título: “ ‘For My Race Will Talk the Metropolis’ ”: Science, Power, Ur-
ban Planning and Society in the Construction of the University City of Mexico,
1910-1954”. Agradezco la lectura crítica y atenta, y las sugerencias de mis colegas
Omar Olivares y Moisés Ornelas.

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184 SERGIO MIRANDA PACHECO

dirección de los gobiernos posrevolucionarios y de sus elites univer-


sitarias en la primera mitad del siglo xx.
Es posible analizar e interpretar estos hechos, opiniones y repre-
sentaciones bajo la tesis de que la construcción de una ciudad im-
plica, entre otras cosas, necesidades sociales que se busca satisfacer,
recursos para cubrir todos los imperativos materiales y humanos de
la construcción, y un poder que dispone, organiza y provee de re-
cursos para la obra, y de un lugar adecuado para erigirla. En tal
sentido, la ciudad universitaria puede ser leída como un artefacto
urbano ideado y ejecutado para satisfacer las que entonces se tuvie-
ron como necesidades educativas y científicas, presentes y futuras de
la sociedad mexicana.
Pero en otro sentido, todo medio construido no sólo cumple o
satisface una función, ni tampoco constituye únicamente una forma
edificada. Puede ser leído también como un repositorio de signifi-
cados que surgen de la estrecha relación que guarda la arquitectura
con la sociedad que la produce y la consume. En este sentido, su
materialidad, sus formas y su emplazamiento son producto de pro-
cesos espaciales y del conflicto de fuerzas sociopolíticas a cuyos sig-
nificados, latentes y políticos, no es posible acceder a través del
tradicional análisis del diseño urbano y arquitectónico. ¿Cómo ac-
cedemos entonces a estos significados?
Apoyado en la obra de Mikhail Bakhtin, teórico y filósofo del
lenguaje, William Whyte ha propuesto interpretar la arquitectura
bajo la idea de que la producción arquitectónica y la interpretación
de ésta, al igual que ocurre con la traducción de textos, comprenden
una serie de transposiciones. Es decir, toda obra arquitectónica tiene
varios significados —que corresponden a su concepción, su planea-
ción, su diseño, su emplazamiento, su construcción, su habitación y
su interpretación— cada uno de los cuales guarda su propia lógica,
genera su propio mensaje y busca ser entendido dentro de la unidad
en la que están insertos y traspuestos: las construcciones.1
Pero, por otro lado, no debe olvidarse, nos dice Setha M. Low,
que en la base del diseño arquitectónico y la planeación urbana

William Whyte, “How Do Buildings Mean? Some Issues of Interpretation in


1

the History of Architecture”, History and Theory, 45 (mayo 2006), p. 153-177.

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POR MI RAZA HABLARÁ LA METRÓPOLI 185

existen implicaciones políticas. Así, las decisiones sobre la propiedad


de la tierra, sus usos y los recursos invertidos en el diseño y la cons-
trucción de un medio urbano —sobre todo tratándose de edificios
públicos, como lo es la cu— reflejan la acción política del Estado y
de la comunidad de intereses en que se apoya éste o dentro del cual
promueve sus decisiones y acciones. En este sentido, la arquitectura
y la planeación urbana han contribuido y contribuyen al dominio
de un grupo sobre otro, y funcionan como mecanismos para codifi-
car sus relaciones recíprocas, en un nivel que incluye no sólo la vigi-
lancia del otro, sino también sus propios movimientos.2
Siguiendo este orden de ideas, cabe interpretar que la edificación
de la urbe universitaria obedeció a razones que trascendían la sola
necesidad de reemplazar las viejas instalaciones donde transcurría la
enseñanza universitaria. Posee además significados urbanos, políticos,
sociales y culturales que sólo pueden ser develados si replanteamos el
modo de interpretar las obras arquitectónicas y urbanísticas.
En tal sentido, la edificación de la cu significó el rompimiento
espacial con la tradición científico-positivista —que había hallado
cobijo en las viejas, oscuras y malolientes habitaciones y calles de la
época colonial— para, en su lugar, impulsar la ciencia experimental
que exigía espacios funcionales e iluminados. Asimismo, la renova-
ción arquitectónica y el reordenamiento urbano de las instalaciones
universitarias fueron un medio destinado también a disciplinar al
estudiantado y para recomponer, por esta vía, el prestigio y la
utilidad de la Universidad como instrumento de superación per-
sonal y de progreso científico y social nacional, el cual había decaí-
do en medio del libertinaje político y de la disoluta vida estudiantil
en las calles del “decrépito” centro de la ciudad. Representó también,
luego de sus desencuentros, la alianza de las elites gobernantes y

2
Setha M. Low, “Cultural Meaning of the Plaza: The History of the Spanish-
American Gridplan-Plaza-Urban Design”, en Robert Rotenberg y Gary McDonogh
(eds.), The Cultural Meaning of Urban Space, Westport (Connecticut), Greenwood
Publishing Group, 1993, p. 75. Vid. también Michel Foucault, “Des espaces autres”
(conferencia en Cercle d’Études Architecturales, 14 marzo 1967), Architecture,
Mouvement, Continuité, n. 5, octubre 1984, p. 46-49, y Michel Foucault, “El ojo del
poder”, entrevista con Michel Foucault, en Jeremías Bentham, El panóptico, Madrid,
La Piqueta, 1979.

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186 SERGIO MIRANDA PACHECO

universitarias para la reafirmación de la educación universitaria y


del conocimiento científico como los instrumentos con que el Estado
posrevolucionario se proponía redimir del atraso a la sociedad mexi-
cana y colocarla en la vía de su modernización y el progreso. Y,
significó también la continuidad de un orden socioespacial segrega-
cionista en el contexto de la urbanización de la ciudad de México.
En resumen, en el presente ensayo me propongo demostrar que
la construcción de la cu posee, además de su innegable valor artístico
y urbanístico, otros significados cuyo desciframiento nos lleva lejos de
su materialidad y formas, y nos coloca en el contexto de la historia de las
relaciones de la Universidad con el Estado mexicano y con la propia
historia de la ciudad de México en la primera mitad del siglo xx.

La Universidad Nacional

La Universidad Nacional, de orígenes coloniales, se fundó en 1910


bajo los lineamientos del plan general de reorganización general de
la educación que Justo Sierra acordó con el presidente Porfirio Díaz
en 1905, cuando éste lo designó titular de la recién abierta Secreta-
ría de Instrucción Pública y Bellas Artes. La integrarían las escuelas
nacionales Preparatoria, de Jurisprudencia, de Medicina, de Inge-
niería, de Bellas Artes y de Altos Estudios.3
Inaugurada en el marco de los festejos por el centenario de la
Independencia, la apertura de la Universidad significó, además de
exaltar la figura y el poder del presidente Porfirio Díaz ante la opi-
nión internacional, “lograr un mejor entendimiento entre el gobierno
y los jóvenes de la clase media urbana”.4

El 26 de mayo de 1910, después de su aprobación legislativa, se promulgó


3

la Ley Constitutiva de la Universidad Nacional de México. Moisés Ornelas Her-


nández, “La Universidad Nacional de México. Entre el antiguo régimen y la Re-
volución (1910-1920)”, en Raúl Domínguez Martínez (coord.), Historia general de
la Universidad Nacional, siglo xx. De los antecedentes a la Ley Orgánica de 1945, Méxi-
co, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones so-
bre la Universidad y la Educación, 2012, p. 96.
4
Javier Garciadiego, Rudos contra científicos. La Universidad Nacional durante la
Revolución Mexicana, México, Universidad Nacional Autónoma de México/El Co-
legio de México, 1996, p. 412.

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POR MI RAZA HABLARÁ LA METRÓPOLI 187

No obstante las altas expectativas con que se fundó y las funcio-


nes y los fines que se le asignaron —el cultivo de las ciencias de
aplicación práctica sin olvidar los principios generales del conoci-
miento—, la nueva institución universitaria, atada por su Ley Cons-
titutiva al gobierno federal —el gobierno de la Universidad estaba
a cargo del rector y del Consejo Universitario, pero sus decisiones
quedaban a merced de la Secretaría de Instrucción Pública o, si
fuera el caso, del presidente de la República—, tuvo desde un inicio
dificultades para cumplirlas.
La caída del régimen porfirista y los avatares políticos e institu-
cionales que le siguieron dificultaron que, más allá de intentar la
integración administrativa de sus distintas escuelas, la Universidad
avanzara con paso firme en el desarrollo de la investigación, el au-
mento de la matrícula estudiantil, la innovación de métodos de en-
señanza, la profesionalización de profesores, o la renovación y/o
adaptación de sus instalaciones.
A decir de Javier Garciadiego, “lo novedoso y modernizante fue
parco y limitado” durante sus primeros diez años de vida, empero
en un examen cuidadoso de las ideas pedagógicas, de las prácticas
escolares y de las propuestas de reforma durante esos años Ornelas
Hernández ofrece elementos que hacen dudar de tal aseveración.5
No obstante, fue a partir de la dirección de José Vasconcelos,
primero como rector y luego como secretario de Educación Pública,
que la transformación de la educación y del papel de la Universidad
en ella adquirió un paso sostenido. Vasconcelos confió a la Univer-
sidad la “honra de redactar” el proyecto para la redención nacional
a través de la educación en todos sus niveles y promovió las reformas
para convertirla en una institución más académica, con un alto co-
metido social y, por tanto, en instrumento cultural y educativo del
nuevo Estado posrevolucionario, ideario que resumió en el escudo
y el lema universitario: “Por mi raza hablará el espíritu”.6
Así, durante la década de 1920 la vinculación de la Universidad
con las necesidades sociales, a través de la organización de las cam-

5
Moisés Ornelas Hernández, “La Universidad Nacional…”, p. 167. Vid. Ja-
vier Garciadiego, Rudos contra…, p. 24-31.
6
Moisés Ornelas Hernández, “La Universidad Nacional…”, p. 174.

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188 SERGIO MIRANDA PACHECO

pañas de alfabetización y de una amplia actividad de extensión uni-


versitaria y de servicio social —por medio de la cual trató de ade-
cuarse a los requerimientos del Estado—, dio cohesión a sus tareas
y también a los estudiantes, los cuales forjaron una conciencia polí-
tica de su papel social que más de una vez puso en entredicho la
orientación y la autoridad del orden instituido.7
Sin embargo, dos aspectos del funcionamiento de la Universidad
reformada por los gobiernos posrevolucionarios continuaron siendo
problemáticos para su desarrollo: lo limitado e inadecuado de sus
instalaciones para la formación de su privilegiada comunidad cien-
tífica y estudiantil, y su sujeción administrativa y financiera al go-
bierno federal.8 Ambas problemáticas, y los conflictos políticos aso-
ciados a ellas, limitaron el desarrollo de la investigación y la
enseñanza universitarias durante por lo menos la primera mitad del
siglo xx, periodo durante el cual un conjunto importante de cam-
bios llevó a que el Estado concediera a la Universidad su autonomía
(1929) y más tarde apoyara legalmente y con recursos la construc-
ción de su nueva sede que se inauguró el 20 de noviembre de 1952.
¿Cómo ocurrió esto?

La autonomía y la idea de la Ciudad Universitaria

La crisis económica que desde 1926 se manifestó en el país, así como


la guerra cristera y la crisis política que desató el asesinato —17 julio
1928— del presidente electo por segunda vez, general Álvaro Obre-

7
Renate Marsiske, “La Universidad Nacional: 1921-1929”, en Raúl Domín-
guez-Martínez (coord.), Historia general de la Universidad Nacional, siglo xx. De los
antecedentes a la Ley Orgánica de 1945, México, Universidad Nacional Autónoma de
México, Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación, 2012,
p. 196-197.
8
El año en que obtuvo su autonomía, 1929, la Universidad sumaba 8 154 es-
tudiantes que resultaban ser una minoría privilegiada, comparados con el poco
más de un millón de habitantes que tenía en 1930 la ciudad de México, distribuidos
en un superficie urbanizada de 5 462 ha. Vid. Ciudad Universitaria. Crisol del México
moderno, México, Fundación unaM, 2009, p. 55, y Enrique Espinosa López, Ciu-
dad de México. Compendio cronológico de su desarrollo urbano 1521-1980, México, El
Autor, 1991, p. 138-139.

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POR MI RAZA HABLARÁ LA METRÓPOLI 189

gón, provocaron que el futuro de los triunfadores de la Revolución


hecha gobierno se viera en un serio peligro en la elección presiden-
cial de 1929, a la que se había presentado como candidato indepen-
diente José Vasconcelos, quien muy pronto se ganó un creciente apo-
yo entre los estudiantes universitarios y otros sectores de la sociedad.9
En vísperas de las elecciones, el ambiente político estaba caldea-
do dentro de la Universidad. La intención de las autoridades de
extender a la Facultad de Derecho la aplicación de exámenes trimes-
trales, en lugar de uno anual, y la reforma al plan de Estudios en la
Escuela Nacional Preparatoria en marcha, terminaron por generar
una huelga estudiantil cuya efervescencia se combinó con la que
estaba provocando la candidatura de Vasconcelos.10
En el contexto de esta agitación política y electoral, inesperada-
mente el presidente interino Emilio Portes Gil hizo los arreglos nece-
sarios para que el Congreso concediera, aunque limitada, la ansiada
autonomía a la Universidad, pero fue evidente que el propósito de
esta concesión fue restar tensión al conflicto político electoral que
se vivía y, en esa medida, apoyar el triunfo del candidato oficial
neutralizando el apoyo creciente que estaba sumando el candidato
de la oposición.11
El 5 de junio de 1929 el Congreso de la Unión dio facultades
extraordinarias al Ejecutivo para expedir la Ley Orgánica de la Uni-
versidad Nacional Autónoma, lo cual ocurrió el 10 de julio, día en que
también se comunicó que Ignacio García Téllez, que se desempeñaba
en ese momento como oficial mayor de la Secretaría de Gobernación,
ocuparía transitoriamente la jefatura de la Universidad, en tanto se

9
Una explicación amplia de la crisis política producida por el asesinato de
Álvaro Obregón se encuentra en Arnaldo Córdova, La Revolución en crisis: la aven-
tura del maximato, México, Cal y Arena, 1995, 552 p.
10
Renate Marsiske, “La Universidad Nacional…”, p. 202.
11
El movimiento estudiantil de 1929 no tenía como demanda la autonomía.
Para un análisis del movimiento estudiantil, y el significado histórico y jurídico de
la autonomía de la unaM: José Raúl Domínguez-Martínez, “Autonomía universi-
taria. El ius abutendi de un concepto”, Política y Cultura, México, n. 9, 1997, p. 49-
70; Carlos Silva “El nuevo Estado mexicano”, 20/10 Memoria de las Revoluciones en
México, v. 8, México, 2010; e Imanol Ordorika Sacristán, La disputa por el campus.
Poder, política y autonomía en la unam, México, Universidad Nacional Autónoma de
México, 2006, 441 p.

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190 SERGIO MIRANDA PACHECO

hacía la designación de rector conforme a la nueva ley. Sin embargo,


tras desencuentros entre el Consejo Universitario y el presidente Por-
tes Gil, con cuya terna inicial no estuvo de acuerdo aquél, García
Téllez fue designado rector y tomó protesta el 11 de septiembre.
Tiempo atrás el tema de la autonomía, como el de la construc-
ción de una sede para la Universidad, había surgido en las discusio-
nes y debates de estudiantes y autoridades universitarias.12 Apenas
se obtuvo la autonomía, el tema cobró mayor fuerza, pues pasaron
a formar parte de la Universidad dependencias que estaban a cargo
del gobierno federal, lo cual supuso un aumento en su población,
en el número de sus edificios y en la dificultad para administrar sus
tareas e instalaciones estando éstas dispersas por las calles centrales
de la ciudad de México, básicamente hacia el poniente.13
El rector Ignacio García Téllez (1929-1932) fue un decidido de-
fensor del proyecto de cu. Fue él quien destacó a lo largo de su
gestión las necesidades y los problemas que vendría a satisfacer y
solucionar la futura sede universitaria, mismos que enfrentaron sus
sucesores hasta que ésta fue inaugurada: a) el mal estado, inadecua-
ción, insuficiencia y dispersión de las instalaciones universitarias;
b) la proclividad de los estudiantes al desorden y la flojera merced a
su estrecha cercanía con la vida cotidiana de la ciudad de México;
c) el activo protagonismo político estudiantil influido por su cercanía
a las sedes del poder formal e informal en México: sindicatos, des-
pachos de abogados, dependencias públicas, poderes de la Unión,

12
A comienzos de 1929 una de las resoluciones del Congreso de la Confedera-
ción Nacional de Estudiantes fue insistir en la necesidad de un espacio en donde
construir “Ciudad Universitaria”. Vid. Gabriela Contreras Pérez, “La autonomía
universitaria: de junio de 1929 a septiembre de 1935”, en Raúl Domínguez-Martí-
nez (coord.), Historia general de la Universidad Nacional, siglo xx. 1. De los antecedentes
a la Ley Orgánica de 1945, México, Universidad Nacional Autónoma de México,
Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación, 2012, p. 341.
13
Más aún, las condiciones materiales de los edificios, inadecuados para las
funciones educativas y científicas, hacían muy costosa, si no imposible, su adapta-
ción, como eran los casos de las sedes de la Escuela de Bellas Artes y su anexo; la
Escuela de Medicina Veterinaria; la fría, oscura y cuarteada Biblioteca Nacional;
el Palacio de Minería, en peligro de desquiciarse, y aun el Estadio Nacional que,
aunque recién construido, había que reconstruir en su fachada y adaptar su campo.
Ibidem, p. 367.

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POR MI RAZA HABLARÁ LA METRÓPOLI 191

mafias políticas, bandas y pandillas, asociaciones y clubes políticos,


partidos políticos, etcétera.
De ahí que la concentración de dependencias, profesores y estu-
diantes en un solo espacio fuera del centro de la ciudad se perfiló
durante las décadas de 1930 y 1940 en la mente de universitarios y
del gobierno como la solución a estas necesidades y problemas.

El problema de las instalaciones

Para García Téllez era “imposible trazar con el advenimiento de la


autonomía universitaria una nueva etapa en el progreso del país si
los alumnos seguían tomando sus clases en casas adaptadas como
instalaciones universitarias cuya adecuación era costosa”.14 Además,
dichas instalaciones eran nocivas para el estudiantado a causa de sus
“aulas asfixiantes, incómodas e insalubres, donde la disciplina se
relaja y el mal ejemplo se propaga […], casas seculares construidas
para llenar aspiraciones educativas de tiempos ya remotos […], lo-
cales totalmente impropios por haberse edificado para habitaciones
privadas pero no para albergue de instituciones educativas”.15
Testimonio de ello lo brindan los recuerdos de destacados profe-
sores, antaño estudiantes del viejo barrio universitario. Para Rubén
Bonifaz Nuño, insigne poeta, escritor y traductor de los clásicos lati-
nos, por ejemplo, asistir a clases en la Facultad de Filosofía, que esta-
ba instalada en la vieja casona de Mascarones en la calle de San Cos-
me 71, tenía un atractivo folclórico. Otro ilustre científico universitario,
el doctor Marcos Moshinsky, recordaba que las condiciones de trabajo
en el Instituto de Física, dentro del Palacio de Minería, un edificio del
siglo xviii, “eran realmente vergonzosas […] nos habían prestado un
salón en el que convivían apretados el director, su secretaria y cuatro
investigadores. No había laboratorios y sólo disponíamos de algunas
mesas y algunos libreros. En la azotea del edificio teníamos una tienda

Ibidem, p. 368.
14

“Artículo del Sr. Lic. Ignacio García Téllez, rector de la Universidad Nacio-
15

nal, acerca de las razones por las que es preciso construir la Ciudad Universitaria
extramuros de la de México”, en unam, La ciudad universitaria mexicana, México,
Talleres Gráficos Editorial y Diario Oficial, 1930, p. 3-4.

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192 SERGIO MIRANDA PACHECO

de campaña que servía para cubrir una máquina con la que hacíamos
mediciones de rayos cósmicos. Eso era todo”.16
Otro problema asociado con la inadecuación de las instalaciones
fue que la dispersión de las escuelas e institutos por las calles de la
ciudad impedía la convivencia entre estudiantes de diversas discipli-
nas, y entre éstos y los profesores, lo cual, se creía entonces, anulaba
la formación de un espíritu científico, necesario para la investigación.
Éste debía cultivarse en “edificios espaciosos y modernos, propicios a
la meditación, a los espíritus sanos y libres, y con las adaptaciones
impuestas por los centros actuales de elaboración científica en los que
se desenvuelve sin obstáculos la aptitud personal del investigador”.17
El remedio a estos males era, según el rector, alejar del corazón
de la ciudad de México los edificios educativos, “agrupándolos en
una región sana e higiénica, en donde el medio tranquilo y las me-
nores distracciones inviten al estudio, pues el acondicionamiento de
los actuales edificios sería enormemente costoso”.18
Bajo estos supuestos García Téllez hizo llegar al presidente Por-
tes Gil en octubre de 1929 un proyecto de decreto para la entrega
de terrenos, así como los planos para erigir la cu en las Lomas de
Tecamachalco. Meses después, durante su participación en el Primer
Congreso Nacional de Planeación sobre la Ciudad Universitaria
Mexicana, el 11 de enero de 1930, calculó que ésta requería “una
superficie de tres millones de metros cuadrados y la cantidad de diez
millones de pesos para adquirir el terreno necesario, hacer las obras
de urbanización —drenajes, pavimentos de calles y banquetas, apro-
visionamiento de agua potable, alumbrado general, etcétera—,
construir los edificios, laboratorios con sus equipos y los campos
deportivos”.19 Fue con el presidente Ortiz Rubio con quien se acordó

Los recuerdos de algunos universitarios que hoy son reconocidos profeso-


16

res e investigadores, y que estudiaron en las escuelas universitarias distribuidas en


el centro de la ciudad, pueden verse en “Ciudad Universitaria cincuenta años des-
pués”, en Universidad de México. Revista de la unaM, n. 618-619, diciembre 2002-
enero 2003.
17
“Artículo del Sr. Lic. Ignacio García…”, p. 3.
18
Carta de I. García Téllez a E. Portes Gil, 16 octubre 1929, Archivo General de
la Nación México (en adelante, agnM), Fondo Presidentes, Emilio Portes Gil (ePg),
caja 97, exp. 6/465. Citada en Gabriela Contreras Pérez, “La autonomía…”, p. 355.
19
Ibidem, p. 367.

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POR MI RAZA HABLARÁ LA METRÓPOLI 193

la adquisición de los terrenos en Lomas de Chapultepec (Tecama-


chalco),20 pero el proyecto no se llevaría a cabo sino veinte años des-
pués, y en otro lugar.

El desenfreno político

La idea de contar con una ciudad universitaria se alimentó de la


utopía de que en un nuevo espacio construido ex profeso —salubre,
higiénico y sosegado— los estudiantes contribuirían mejor al desa-
rrollo del conocimiento y progreso del país, pues su formación trans-
curriría entonces dentro de un “medio progresista, puro y […] no
contaminado con los vicios circundantes” de la ciudad de México.21
En el contexto de la época, los “vicios circundantes” que afecta-
ban a los estudiantes, y que preocupaban a las autoridades univer-
sitarias, podían ser las múltiples distracciones que ofrecía la vida
cotidiana del centro de la ciudad de México, la febril militancia
política que solía desplegarse durante los procesos de elección de
representantes populares o del gobierno de la Universidad, y toda
clase de intrigas, movimientos y protestas, las cuales con frecuencia
enfrentaban a los estudiantes con las autoridades y con otros grupos
desprestigiándolos.22
Desde el gobierno de Venustiano Carranza y hasta la década de
1940 la prensa, las oficinas de gobierno, la clase política, y las auto-
ridades universitarias emitieron opiniones adversas al estudiantado
universitario al que juzgaron como un sector social privilegiado que
no retribuía a la sociedad lo que ésta le daba.
En ocasiones esta crítica se extendía a los propios profesores y a
las autoridades —cuando éstas no coincidían con el gobierno—, pero
en general era a los estudiantes a los que se acusaba de flojos y

Ibidem, p. 370.
20

“Artículo del Sr. Lic. Ignacio García…”, p. 3.


21
22
Para una historia de los movimientos estudiantiles en la unaM: Salvador
Martínez della Roca, Estado y Universidad en México, 1920-1968: historia de los movi-
mientos estudiantiles en la unam, México, J. Boldó i Clement, 1986, 149 p. Una
radiografía política de los universitarios la ofrecen Donald J. Mabry, The Mexican
University and the State. Students conflicts, 1910-1971, College Station, Texas A & M
University Press, 1982, 344 p., e Imanol Ordorika, La disputa por…

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194 SERGIO MIRANDA PACHECO

—conforme se aliaban a grupos políticos fuera del control del go-


bierno— de comunistas, de irreverentes y de ser parásitos sociales.
La pretensión de construir un campus universitario extramuros
de la ciudad surgió en este contexto de activa participación política
estudiantil en los conflictos y lucha por el poder que acompañó a la
posrevolución, la cual tuvo en las calles del viejo centro de la ciudad
uno de sus escenarios principales. La condena a los universitarios
de ser un lastre social, proveniente tanto de las propias autoridades
universitarias como de la clase política, ocultaba el temor y el recha-
zo —si bien cuando les fue conveniente lo utilizaron— a su crítica
social y a su protagonismo político. Veamos algunos de sus episodios.
En noviembre de 1919, en el marco de la discusión sobre la ley
que proponía federalizar la enseñanza primaria en el Distrito Fede-
ral —frente a la incapacidad de los ayuntamientos para sostenerla—,
un diputado descartó la obligación del Estado de sostener la ense-
ñanza universitaria, porque “más obligación hay en un gobierno
democrático para favorecer la educación popular, que para sostener
la enseñanza universitaria, que en el fondo es fomentar una distin-
ción para cierto número de privilegiados que tarde o temprano tie-
nen que formar una casta especial”.23
Empero, el rechazo de la clase política a otorgar el apoyo estatal
a la educación universitaria obedecía más al hecho de que los estu-
diantes se habían convertido en un activo actor político que, en
alianza con otros sectores sociales, se mostraba capaz de denunciar
los problemas que le afectaban y de exigir aquellas soluciones que los
gobiernos de la posrevolución habían ignorado.
Tal fue el caso del efímero Centro Obrero Independiente funda-
do el 2 de junio de 1918 con miras a participar en las elecciones de
diputados y senadores de ese año, y que a los pocos días, 10 de junio,
incorporó a un nutrido grupo estudiantil para terminar llamándose:
Gran Centro Obrero Independiente y Estudiantil Unidos.
La alianza política entre obreros y estudiantes universitarios
de ese año quedó sellada con la inclusión —en las bases del pro-
grama político de gobierno que enarbolarían sus candidatos— de

Diario de los debates de la Cámara de Diputados. Año de 1919. XXVIII Legislatura,


23

sesión del 29 de noviembre.

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POR MI RAZA HABLARÁ LA METRÓPOLI 195

un conjunto de demandas que dejaban en claro las altas expectativas


de justicia social, el apoyo a las demandas obreras, y la insatisfac-
ción de los estudiantes con la impunidad y restricciones al ejercicio
profesional, el atropello a los derechos laborales de los docentes, la
deficiencia de planes de estudio y abusos de propietarios a quienes
se veían obligados a rentar sus inmuebles en los alrededores de las
edificaciones universitarias.24
Hasta el propio Álvaro Obregón, en medio de sus ambiciones
presidenciales, supo reconocer la importancia política del estudian-
tado y la conveniencia de obtener su respaldo electoral apoyando la
fundación del Partido Estudiantil Juventud Revolucionaria en junio
de 1920.25
Para 1931, en medio del Maximato, la oficina particular del pre-
sidente Pascual Ortiz Rubio continuaba recibiendo informes adversos
a la conducta estudiantil, como la misiva en la que el propio rector
García Téllez reconocía que “la Universidad marcha alejada del pue-
blo, su enseñanza es costosa, sus autoridades fomentan la flojera,
permiten que domine el comunismo y se insulte su investidura”.26

24
El programa político abrazado por obreros y estudiantes demandaba: Prime-
ro. Reglamentación del artículo 27 Constitucional. Segundo. Amplia y justa regla-
mentación del artículo 123 Constitucional. Tercero. Reglamentación adecuada y
precisa del funcionamiento a que se sujetarán las juntas de Conciliación y Arbitraje.
Cuarto. Abolición de la pena de muerte. Quinto. Libertad absoluta para ejercer
toda clase de profesiones, con excepción de la medicina o ingeniería. Sexta. Restric-
ción al secreto profesional a los doctores en medicina, exigiéndoles responsabilida-
des ante jurado competente en los casos de muerte de sus pacientes. Séptimo. Enér-
gica oposición a la militarización dentro y fuera de las escuelas. Octava. Preferencia
en el pago a los profesores escolares, durante las crisis económicas del país. Noveno.
Intercalar, por lo menos, una hora de enseñanza racionalista obligatoria en todas
las escuelas; y Décima. Estudiar el pago equitativo de rentas de casas en determina-
dos perímetros de las ciudades. Vid. El Gran Centro Obrero Independiente y Estu-
diantil, junio-julio 1918, Archivo Histórico del Distrito Federal (en adelante, ahdf),
Fondo Ayuntamiento, Sección Gobernación, Partidos Políticos, v. 1300, exp. 19.
25
“El Partido Estudiantil Juventud Revolucionaria remite su acta de funda-
ción. Junio de 1920”, ahdf, Fondo Ayuntamiento, Sección Gobernación, Elecciones,
v. 1134, exp. 13.
26
Carta del rector Ignacio García Téllez al oficial mayor de la Secretaría Par-
ticular de la Presidencia […], 17 abril 1931, agnM, Fondo Presidentes, Pascual Ortiz
Rubio, caja 83, exp. 1809-A, citado en Gabriela Contreras Pérez, “La autonomía
universitaria…”, p. 372.

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196 SERGIO MIRANDA PACHECO

A su vez, la prensa difundía opiniones como la de que los univer-


sitarios eran “Fifis farsantes y pretenciosos que la mayor parte se de-
dican dizque al cultivo de las letras”, y a la oficina del rector llegaban
misivas que le solicitaban “restringir todo lo posible la fabricación de
profesionistas de la universidad, la supresión de los institutos, exten-
siones, direcciones, consejos, etc., que no son más que un pretexto
para pedir sueldos, [y] la reforma de los planes de estudio de todas
las escuelas con el objeto de producir hombres de carácter, competen-
tes en su profesión y que vivan por sí mismos, prestando un servicio
a la comunidad, en vez de constituir una carga para ella”.27
El desprestigio de los universitarios volvió a ser tema del discurso
de toma posesión del rector Medellín Ostos en 1932: “Ya es tiempo de
que la credencial universitaria deje de ser una patente con que se
atropella la razón y la sociedad, con que se infama el nombre de
nuestra casa de estudios”.28 Su alusión fue a los estudiantes que en
la búsqueda de la representación en las sociedades de alumnos se
enfrascaban en disputas que los distraían de sus obligaciones, así
como a los profesores que hacían lo propio en los procesos de elec-
ción de directores de sus escuelas.
Con el tiempo, los conflictos estudiantiles terminaron por insti-
tuirse en la Universidad, a la par que los intentos de control de las
autoridades, tanto de la propia Universidad como del gobierno. Es-
tos conflictos fueron varios, desde las protestas por las reformas in-
troducidas por las autoridades hasta los enfrentamientos a raíz de la
disputa por las representaciones en el Consejo Universitario, en las
sociedades de alumnos o en la Federación de Estudiantes Universi-
tarios (feu) y la Confederación Nacional de Estudiantes (cne).29
Esta percepción negativa de los estudiantes, de la Universidad
y de la ciudad, como veremos, corrió paralela al debate sobre el
carácter y fines de la Universidad, sostenido tanto al interior como
fuera de la Universidad.

Carta de José Román al rector García Téllez, 18 de agosto de 1930, Archivo


27

Histórico de la unaM, Fondo Universidad Nacional, caja 31, exp. 397. Citado en
Gabriela Contreras Pérez, op. cit., p. 370.
28
Citado en Gabriela Contreras Pérez, “La autonomía universitaria…”, p. 379.
29
Ibidem, p. 491.

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POR MI RAZA HABLARÁ LA METRÓPOLI 197

Desde su fundación se configuraron tres grandes tendencias de


opinión —con sus correspondientes grupos de apoyo en la sociedad,
en el gobierno y en los partidos—, sobre el rumbo que debían tener
la investigación y enseñanza universitarias: la de “los universitarios
que estaban dispuestos a trabajar en colaboración con el gobierno,
[la de] quienes sostenían un proyecto autónomo y laico, que no com-
partían la intromisión de personajes vinculados ni con el gobierno
ni con la Iglesia, [y la de] los tradicionalistas, cuyo argumento se
basaba en que el gobierno no debía intervenir bajo ninguna circuns-
tancia, pues impediría que se desarrollara un proyecto educativo de
alcance nacional”, un proyecto que había nacido no con la Revolu-
ción sino con la fundación de la Universidad Nacional.30
Dentro o en contra de estas tendencias políticas, que estaban
consolidadas hacia comienzos de la década de 1940, los estudiantes
articularon su participación política en los destinos de la Universi-
dad, aunque hubo momentos en que el espectro político universita-
rio estuvo poblado por otras fuerzas.
En 1933, por ejemplo, los autonomistas se escindieron en la
célebre polémica Caso-Lombardo. Así, surgió una tradición estu-
diantil liberal que se opuso a la reforma socialista de la educación
(1934), defendió la autonomía universitaria y la existencia misma de
la Universidad (1935) y, años después, disputó el control de las orga-
nizaciones estudiantiles. Al finalizar la década de 1940, esta corriente
política entró en descomposición al tiempo que los grupos violentos
de choque, vinculados a las autoridades universitarias, comenzaban
a convertirse en la sombra y el guardián del movimiento estudiantil
popular.31

Ibidem, p. 536.
30

Hugo Sánchez Gudiño, Génesis, desarrollo y consolidación de los grupos estu-


31

diantiles de choque en la unam (1930-1990), México, Porrúa, Universidad Nacional


Autónoma de México, Facultad de Estudios Superiores Aragón/Miguel Ángel Po-
rrúa, 2006, p. 19. En 1961, la prensa retrataba así al porrismo: “En muchas escue-
las de la Universidad existen fraternidades, especies de sectas que se autodenomi-
nan porras, cuyos miembros no efectúan reuniones ni mantienen otro vínculo
entre sí que su dependencia de un jefe, que en algunos lugares es un polizonte,
agente de la judicial, pandillero ilustre. Esta fraternidad goza de la protección in-
vulnerable de muchos funcionarios, policías, jueces, etc. Es imposible lograr que
los agentes del orden vigilen las escuelas y sus alrededores, ni obtener testigos de

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198 SERGIO MIRANDA PACHECO

Más tarde, en 1938 en un memorándum confidencial dirigido


al presidente Lázaro Cárdenas su remitente identificó cinco fuerzas
activas en la Universidad: 1) los “liberales puros”, liderados por
Salvador Azuela, con facciones en la feu y en diversas escuelas;
2) los “fachistas”, encabezados por Juan José Bremer y Rubén Sala-
zar Mallén, y respaldados por pseudoentrenadores con influencia
en las elecciones estudiantiles; 3) los “liberales católicos”, dirigidos
por el rector Luis Chico Goerne, con influencia en algunos dirigen-
tes de la Federación de Estudiantes Universitarios; 4) los “católicos
fanáticos”, liderados por Luis Islas García, Armando Chávez Cama-
cho y Luis Calderón Vega, y 5) los “estudiantes izquierdistas”, en
especial los integrantes de las Juventudes Socialistas Unificadas de
México, la Confederación de Estudiantes Socialistas Unificados de Mé-
xico y la Confederación Nacional de Estudiantes, eran una minoría
con respaldo en algunos profesores, pero eran quienes más sufrían
la represión de las autoridades universitarias que contrataban pisto-
leros disfrazados de entrenadores de deportes para golpearlos, es-
pecialmente en el periodo de elecciones.32
Así, la intensa y conflictiva vida política de los estudiantes, la
proyección que ésta tenía hacia las calles de la ciudad y la divulgación
sesgada de sus conflictos en la prensa, en un contexto en que México
enfrentaba serias desigualdades y las elites, políticas y económicas,
se disputaban el rumbo de la nación —entre ellas el destino de la
Universidad— contribuyeron a condenar la actividad política de los
estudiantes y a forjar su identidad como la de un sujeto alborotador
y proclive a incumplir su compromiso académico y social.
Bajo el avilacamachismo y el alemanismo, se buscó corregir tal
defecto de carácter de los estudiantes, pues su indisciplina académi-
ca y su desenfreno político no se ajustaban a la unidad nacional que
exigían los tiempos de guerra e impedían a la Universidad la esta-
bilidad necesaria para proveer de los cuadros que exigía el viraje de
la economía nacional hacia la participación de la empresa privada
y del capital extranjero en la industrialización y la economía de

delitos cometidos por estos sujetos”, Aniceto Aramoni, “Rebeldes ¿Sin causa?, El
Universal, s/n, México, 2 de diciembre de 1961, p. 2. Citado en Sánchez Gudiño,
Génesis, desarrollo…, p. 127.
32
Citado en Gabriela Contreras, “La autonomía universitaria…”, p. 493-494.

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POR MI RAZA HABLARÁ LA METRÓPOLI 199

mercado bajo la rectoría del Estado. Así, una vía para disciplinar al
estudiantado durante este periodo fue la disposición, en la Ley Or-
gánica de 1945, para disminuir la participación estudiantil y a sus
representantes en los órganos de gobierno de la Universidad.33
Otro método empleado, en consonancia con el primero, fue la
persuasión de toda inconformidad valiéndose de los grupos de cho-
que armados, vinculados con la entonces recién creada Dirección
Federal de Seguridad (1947) al mando del presidente Miguel Ale-
mán, quien tenía infiltrados como estudiantes a un ejército de “ore-
jas”, cuyas funciones fueron el espionaje, la provocación y el apoyo
logístico y financiero a los líderes porriles.
Fue en esta década que la Prepa 1 tuvo fama de ser refugio de
vándalos y pistoleros, cuya edad era a todas luces impropia para ese
nivel de estudios: el Payo, Pistolo, Dager, Pinky, Príncipe, Bruja,
Monovano, Capullo, Vejigas, Manos de Palo, Llanta Baja, Cuco Pe-
lucho, fueron algunos de sus motes.34 Varios de estos agentes doble-
tearon sus servicios y lo mismo servían al gobierno que a las autori-
dades universitarias, al tiempo que sus jefes hacían negocios
tolerando a porros, estafadores, traficantes, lenones y ladrones.35
Los procedimientos aplicados contra los estudiantes —la restric-
ción de sus derechos de representación, la cooptación de sus repre-
sentantes, la intimidación y la violencia física— se aplicaron durante
el alemanismo también para sofocar la disidencia política y centra-
lizar el poder local en manos del presidente.
En la Asamblea Nacional del Partido Revolucionario Institucio-
nal, de febrero de 1950, Alemán desechó la farsa de las elecciones
primarias y optó por nombrar de forma directa candidatos oficiales
en una convención de nominación. Del mismo modo, eliminó de la
coalición oficial a la izquierda, depuró de comunistas al gobierno,
impuso a sus hombres en el movimiento obrero y cultivó la coopta-

La Ley Orgánica de 1945 eliminó el principio de paridad de los estudian-


33

tes en el Consejo Universitario, y estableció dos representantes —propietario y


suplente— por cada escuela y facultad. De esta manera, quedó virtualmente en
manos del rector el control del sector estudiantil y del Consejo, y se anulaba la
participación estudiantil en los asuntos de gobierno de la Universidad.
34
Sánchez Gudiño, Génesis, desarrollo…, p. 184-185.
35
Ibidem, p. 190.

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200 SERGIO MIRANDA PACHECO

ción de los líderes de los sectores.36 Así, la subordinación y la sorda


represión del estudiantado universitario formó parte de su estrategia
para establecer el dominio de un solo grupo gobernante.
Hacia 1950 la representación estudiantil estaba “disminuida y
funcionalmente controlada, revestida de pureza académica, pero
distanciada de sus propias bases operándose así un desplazamiento
de la actividad política hacia esferas no oficiales de donde emergie-
ran, ahí sí, líderes naturales”.37 A este estudiantado disminuido en
su poder político, pero sabedor de cómo moverse en el elevado
mundo de las miras y ambiciones de “los licenciados” —retratado
fielmente por Carlos Fuentes en su novelística de los años cincuenta
del siglo xx— fue destinada la cu, en cuyas aulas de la Facultad de
Derecho se escuchaba decir: “Aquí se estudia para presidente”.38

El desenfreno moral

Junto con la preocupación por el desenfreno político de los estu-


diantes, a las autoridades universitarias preocupaba también el he-
cho de que la “moral” estudiantil se veía afectada por su estrecha
relación con el hervor de la vida cotidiana de los habitantes del
centro de la ciudad de México, en cuyas calles, partiendo de la plaza
principal, se distribuían las instalaciones universitarias en un radio
de un kilómetro, rodeadas por barrios o colonias que desde comien-

Peter Smith, “México, 1946-c. 1990”, en Leslie Bethell (ed.), Historia de Amé-
36

rica Latina. 13. México y El Caribe desde 1930, Barcelona, Crítica/Grijalbo Mondadori,
2001, p. 102-103.
37
Celia Ramírez y Raúl Domínguez, “El mito de la participación estudiantil,
1945-1960”, en Lourdes Alvarado (coord.), Tradición y reforma en la Universidad de
México, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Centro de Estudios
sobre la Universidad/Porrúa, 1994, p. 253, citado en Génesis, desarrollo…, p. 200.
38
Stephen Niblo, Mexico in the 1940s: Modernity, Politics and Corruption, Wilm-
ington, Scholarly Resources Inc., 1999, p. 180. Según Niblo, era sabido que la
cercanía de la Universidad al Palacio Nacional facilitaba a los estudiantes congre-
garse con facilidad en el Zócalo y dirigir la presión de su número contra el gobier-
no a través de manifestaciones en las que era factible que, a causa de la obstruc-
ción del tránsito, algún funcionario de alto nivel fuera interceptado, lo cual era
intolerable para el gobierno. Esta situación motivó la idea de apoyar la construc-
ción de cu fuera de la ciudad. Vid. Stephen Niblo, Mexico in the 1940s…, p. 178.

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POR MI RAZA HABLARÁ LA METRÓPOLI 201

zos del siglo xx debían su reputación a ser escenarios de la trans-


gresión de la ley: Santa Julia, Candelaria de los Patos, Peralvillo,
Tepito, Barrio Chino de Dolores, Colonia Buenos Aires, La Guerre-
ro, La Romita y otras.39
Ya en tiempos porfirianos los estudiantes universitarios habían
fundado clubes sociales para cuyos fines —la mejoría física, intelectual
y moral de sus miembros— contaban con espacios propicios dentro
de la ciudad donde, además, la ingesta de “cervezas, licores u otras
bebidas refrescantes” no era considerada contraria a su imagen social.
Es el caso, por ejemplo, del Club Universitario de México cuyos
socios habían adquirido el inmueble que albergaba a la cantina
“Club Cosmopolita”, ubicado en la esquina de Donato Guerra y
Bucareli. En marzo de 1906 su presidente, Harold Walker, solicitó al
gobernador del Distrito Federal, Guillermo Landa y Escandón, que
se permitiera a los socios e invitados del club hacer uso de las insta-
laciones y servicio de cantina sin ánimo de lucro, como parte de lo
necesario para estimular las relaciones sociales entre sus miembros,
su mejoramiento físico, moral e intelectual y el cultivo de las cien-
cias, las letras y las artes.40
Años después, bajo los gobiernos posrevolucionarios, la presen-
cia de estudiantes en cantinas y centros de vicio se convirtió en una
viva y creciente preocupación social, y se acusaba a las autoridades
de la ciudad de alentar la proliferación de dichos establecimientos.
En febrero de 1923 la Unión Sindical de Empleados de Comercio
solicitó al presidente del Ayuntamiento de la Ciudad de México la
clausura de cantinas, pulquerías y “cualquier otro centro de vicio”
establecidos, por gracia de las autoridades municipales, al lado de
escuelas y pusiera “coto al incremento que el vicio ha tomado entre
la juventud y muy particularmente en el seno de la clase obrera, que

39
De hecho, los grupos de choque que trabajaban para la rectoría —como el
liderado por “El Fóforo” durante el rectorado de Luis Chico Goerne (1935-
1938)—, además de reclutar a sus integrantes de entre los universitarios que prac-
ticaban el futbol americano, el box y la lucha, enrolaban en sus filas a los pandille-
ros más agresivos de los barrios pobres y periféricos de la ciudad. Sánchez Gudiño,
Génesis, desarrollo…, p. 154.
40
Archivo Histórico del Distrito Federal, Fondo Ayuntamiento, Sección Gobierno
del Distrito, Juegos Permitidos. “Club Universitario de México” Bucareli y Donato
Guerra, marzo 1906, v. 1662, exp. 191.

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202 SERGIO MIRANDA PACHECO

debido a ese desenfreno en la explotación de sus debilidades, no ha


sabido todavía apreciar y aprovechar el mejoramiento que obtuvo,
a costa de tanta sangre hermana derramada en sus luchas por la
conquista de sus legítimos derechos”.41
Por otro lado, los estudiantes, tanto aquellos que tenían su do-
micilio en las calles de la ciudad como los que no, podían echar
mano de un amplio catálogo de espacios y lugares donde ejercer su
juventud —oficinas públicas y privadas, hoteles, cines, billares, libre-
rías, bares, cantinas, salones de baile y música, fondas, restaurantes,
cabarets, prostíbulos, cafés, plazas, tiendas, iglesias, teatros, pulquerías,
casinos, clubes, y otros—, en los que solían alimentarse, consumir
bebidas alcohólicas y drogas, gozar su sexualidad, hacer negocios,
compras, celebrar fiestas, bailes, peleas y tejer amores, amistades,
complicidades y vicios, fuera del control de las autoridades univer-
sitarias y aun del propio Estado.42
Durante la década de 1940 “la gran pachanga se convierte en el
proyecto de vida de un sector de la ciudad de México”, incluidos los
estudiantes universitarios. Los burdeles, las prostitutas, las diversiones
nocturnas y no tan nocturnas, las películas pornográficas o “sucias”
se convierten en atracción turística: Zona Roja, Cuauhtemotzin, Foco
Verde, Salón México, Waikiki, Can Can, La Fuente, Terraza Casino,
la Mundial, el Clóset, las Fabulosas, la Guadalupana o Vercelli.43
Para Carlos Monsiváis, la década de 1940 es:

41
“Es desgraciadamente muy común ahora que pared de por medio de una
escuela se halle una cantina, un figón o una pulquería, cuando estos antros de
oprobio y de vergüenza para la sociedad que los consiente y fomenta debieran es-
tar en zonas especiales, a cubierto de las miradas atónitas y curiosas de los niños,
que mucho antes de haber aprendido a leer, conocen ya el nutrido léxico de inju-
rias con que el hampa ha enriquecido (!) nuestro idioma.” Vid. La Unión Sindical
de Empleados de Comercio solicita sean quitadas las pulquerías, cantinas y cual-
quier otro centro de vicio que estén cerca de las escuelas. Febrero de 1923, ahdf,
Fondo Ayuntamiento, Sección Secretaría General, Gobernación, v. 3935, exp. 372.
42
Vid. Amparo Sevilla, “Aquí se siente uno como en su casa: los salones de
baile popular en la ciudad de México”, Alteridades, v. 6, n. 11, 1996, p. 33-41; Ana
Rosas Mantecón, “Auge, ocaso y renacimiento de la exhibición de cine en la ciu-
dad de México (1930-2000)”, Alteridades, v. 10, n. 20, 2000, p. 107-116; Élodie
Salin, “Vie privée-espaces publics: le Centre Historique de Mexique et les enjeux
de la métropolisation”, Cahiers des Amériques Latines, n. 35, 2001, p. 57-74.
43
Sánchez Gudiño, Génesis, desarrollo…, p. 165.

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POR MI RAZA HABLARÁ LA METRÓPOLI 203

un viaje felizmente dantesco a los círculos visibles o marginales de la


capital. En los cabarets de lujo, las mujeres tiran sus copas a la pista
para refrendar su alegría. En los cabarets de tercera, las prostitutas,
aún no alejadas del Orozco look, ajustan sus dramas pasionales a los
requerimientos de una puñalada. En las vecindades, se alternan la
felicidad y la perdición programada que narran a dúo Gabriel Vargas
en La familia Burrón y Sergio Magaña en Los signos del Zodiaco. En los
tugurios, templos de la fuga del impulso triunfalista, un músico (de
preferencia ciego) toca la guitarra a la luz de veladoras y una prostitu-
ta vieja asegura haber sido la última confidente del compositor Guty
Cárdenas. En los gimnasios de barriada, las promesas del boxeo, que
terminarán estrangulados por el vicio en un callejón, exhiben sus gran-
des cualidades mientras un organillo difunde notas meláncolicas.44

Era esta ciudad la que a diario habitaban los estudiantes. Y aunque


no es de dudarse que muchos la disfrutaban, como lo muestra su
tradicional “novatada” y los recuerdos nostálgicos de algunos de
ellos,45 lo cierto es también que otros la detestaban y la temían, co-
menzando por sus padres y familiares para quienes no era difícil
pensar que sus hijos podrían sucumbir, víctimas del pecado, en un
espacio reducido, rebosante de sitios de vicio y perdición, como lo
era entonces la vieja ciudad de México.46
La ciudad de los cuarenta, a decir de Sánchez Gudiño, era esce-
nario donde confluían y se entrecruzaban los bajos fondos, la pros-
titución, el tráfico de drogas, la delincuencia, la policía, los gánsteres
y los pistoleros, los golpeadores y los pandilleros que se desplazaban
hacia los corrillos universitarios. Para las autoridades universitarias,
en un escenario como éste resultaba fuera de toda lógica pensar que
podría florecer el estudio y la ciencia. Los estudiantes enviciaban su
razón con las disputas por el poder, y sus sentidos eran seducidos
por una amplia gama de atractivos.

44
Carlos Monsiváis, “Sociedad y cultura”, en Rafael Loyola (coord.), Entre la
guerra y la estabilidad política. El México de los 40, México, Grijalbo/Consejo Nacio-
nal para la Cultura y las Artes, 1990, p. 276.
45
Rubén Salazar Mallén, “Café París: remembranzas de un desmemoriado”,
Unomásuno, 22-23 junio 1986.
46
Según Sánchez Gudiño, en el primer cuadro de la ciudad en la década de
1940 se calculaba la existencia de 15 000 misceláneas, 400 cantinas, 400 cabarets y
200 lupanares. Vid. Sánchez Gudiño, Génesis, desarrollo..., p. 171.

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En este contexto, las universidades de Iowa, París y Madrid apare-


cieron como modelos a seguir en México, y en los proyectos que ela-
boraron los arquitectos Marcial Gutiérrez Camarena y Mauricio Cam-
pos (1928), Pablo Flores (1929), Federico Mariscal (1930) y Carlos
Contreras (1929) es visible la inspiración que los campus universitarios
europeos y norteamericanos habían producido entre los mexicanos.
Un común denominador en estos primeros proyectos es la pro-
puesta, precisamente, de establecer una ciudad universitaria fuera
de la vieja traza de la ciudad de México, en la periferia sur (Huipul-
co) o poniente (Lomas de Chapultepec). ¿Por qué fuera de la ciu-
dad?, ¿por qué al poniente o al sur?

La ciudad antes del campus

La utópica ciudad de los científicos universitarios, donde éstos ha-


brían de enseñar a los estudiantes que la ciencia era el “instrumen-
to más perfecto que la humanidad posee para crearse una vida de
adelanto continuo” —a través de la experimentación, la generaliza-
ción y la abstracción—, se proponía separar a la universidad de la
ciudad de México porque las condiciones de las instalaciones uni-
versitarias, como las de la ciudad, y el bullicio social y político que
en ella se vivían cotidianamente se oponían a la excelencia y a la
disciplina que exigía el quehacer científico.
Los discursos y proyectos de las autoridades universitarias apun-
tan a la idea de que la centralización y la homogeneización espacial,
que significaba la fundación de una nueva sede universitaria fuera
de la ciudad, harían posible: a) colocar a la ciencia, y por tanto tam-
bién a sus cultivadores, en el lugar preeminente que les correspon-
día dentro de la sociedad y dentro del espacio urbano, b) disciplinar
y unificar los esfuerzos de esa comunidad científica y estudiantil,
c) hacer más efectiva la enseñanza y la investigación, no sólo con
nuevos métodos sino con espacios funcionales.
La idea de sacar a la Universidad de la ciudad hacía eco de la
“utopía platónica de perseguir la razón fuera de los espacios de
construcción del poder, del ágora y del mercado, avanzando más
allá del sitio para establecer acuerdos políticos y del ámbito para

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POR MI RAZA HABLARÁ LA METRÓPOLI 205

buscar ventajas académicas, hasta dar con el Jardín de Akademos,


mítico centro de instrucción de las afueras de Atenas que emblema-
tiza la emergencia del saber en la Grecia clásica”.47
Pero en términos urbanísticos, la tradición americana del campus
fue la que se impuso entre los mexicanos. No resulta de poca impor-
tancia el hecho de que parte de la elite científica, entre quienes se
encontraban Manuel Sandoval Vallarta, Nabor Carrillo, Carlos Graef
y otros, hayan estudiado o sido huéspedes académicos en el Mit o en
la Universidad de Chicago, y que, incluso, como lo hizo Alfonso
Caso, hayan hecho visitas y estudios en los más importantes campus
americanos con la idea de establecer uno semejante en México.
La Universidad americana creció bajo la noción de que su aisla-
miento y la separación de la ciudad eran cruciales para la innovación
intelectual. Históricamente la comunidad universitaria había sido
una elite dentro de la sociedad americana, viviendo en un espacio
pastoral. Y persistió como tal, aun cuando durante y después de la
Segunda Guerra Mundial adquirió mayores tareas públicas y se in-
volucró en procesos económicos y políticos con implicaciones nacio-
nales y globales. Así, la expresión espacial de la identidad de la
universidad como un lugar planificado aparte de los asuntos del
Estado y del comercio se mantuvo, mientras el campus crecía y las
actividades de investigación se expandían.48
Los estudiantes universitarios necesitaban paz, ambientes natu-
rales que pudieran elevarlos moral e intelectualmente, y los ambien-
tes urbanos no eran propicios para ello. En la búsqueda de ello, los
americanos miraron hacia Oxford y Cambridge, y tendieron a es-
tablecer colegios y universidades en el medio rural, en pequeños
pueblos o en las poco pobladas orillas de las ciudades.
En el tiempo de su fundación, según Margaret Pugh, las más
prominentes universidades urbanas del siglo xx se establecieron de-
liberadamente en lugares que eran accesibles al centro comercial de
la ciudad, pero después se movieron de ahí. Harvard representaba
en las afueras de Cambridge más que el corazón de Boston; el cam-
47
Gustavo Vallejo, Escenarios de la cultura científica argentina. Ciudad y universidad
(1882-1955), Madrid, Centro Superior de Investigaciones Científicas, 2007, p. 42.
48
Margaret Pugh O’Mara, Cities of Knowledge. Cold War Science and the Search
for the Next Silicon Valley, Princeton, Princeton University Press, 2005, p. 93.

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pus original de Pensilvania estaba a una escasa media milla del cora-
zón mercantil de Filadelfia, pero en esta “walking city” tal distancia
colocó el campus en las orillas urbanas. Más de un siglo después, la
Universidad de Columbia fue fundada en una zona intermedia, par-
te suburbana del alto Manhattan, y Pensilvania abandonó su ya bas-
tante urbana locación por un nuevo campus en los vecindarios su-
burbanos de las clases medias altas en la parte oriental de la ciudad.49
Este rechazo a la ciudad por parte de la universidad privada se
extendió al sistema de universidades estatales. En muchos estados
las capitales no estaban en áreas urbanas, sino en locaciones remotas
—Albany más que New York City, Harrisburg más que Filadelfia,
Springfield más que Chicago—, creando una polarización política
adicional entre la gran ciudad y el hinterland rural. Los políticos con
frecuencia eligieron establecer los campus universitarios en estas
pequeñas capitales rurales o incluso en espacios más bucólicos.50
Richard Sennett ha relacionado el proceso de suburbanización
norteamericano que siguió a la segunda posguerra —en el que cabe
situar la fundación de universidades en la periferia de las ciuda-
des—, como resultado de la imposición en el espacio de una ideo-
logía y moral conservadoras que interpretaban la vida en las ciuda-
des como generadora de inestabilidad en el hogar y de inseguridad
social. Así, a finales de la década de 1960, la vida comunitaria su-
burbana pasó a dominar las ciudades y creció “una imagen mitoló-
gica de la familia de hogares opulentos donde papá bebe demasia-
do, los niños carecen de afecto y se dan a las drogas, el divorcio
campea por sus respetos, y las separaciones son cosa de rutina. Las
buenas, antiguas familias rurales, en cambio, estaban supuestamen-
te presididas por el amor y la seguridad”.51
En este sentido, el emplazamiento de las universidades en la
periferia y el desarrollo de comunidades suburbanas compartieron
la idea de que la diversidad y la posibilidad de experiencias sociales
complejas que brindaban las ciudades se oponían al desarrollo cien-

Ibidem, p. 60.
49

Ibidem, p. 61.
50
51
Richard Sennet, Vida urbana e identidad personal. Los usos del orden, Barcelo-
na, Península, 2001, p. 104-105 [1a. ed. en inglés: Nueva York, Alfred Knopf, Inc.,
1970].

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POR MI RAZA HABLARÁ LA METRÓPOLI 207

tífico y a la estabilidad familiar. El aislamiento de la ciudad contri-


buía al control social que se requería en las aulas universitarias y en
los hogares puritanos, para que floreciese el conocimiento y una
sociedad libre de conflictos.
Me parece que, con sus debidas reservas, es posible pensar que
esta idea adversa sobre la ciudad y la vida urbana estuvo presente
también en la decisión de extraer y alejar a la Universidad Nacional
de la ciudad hacia la periferia. Establecerla en un medio natural
aislado de la urbe resultaba propicio para sustraer a la juventud
universitaria de los “vicios circundantes” y para “germinar” las se-
millas de la ciencia en instalaciones ad hoc y, por extensión, las de
una sociedad sin “conflictos”. Al respecto cabe traer aquí los testi-
monios de quienes, como el poeta Efraín Huerta y el arquitecto
Teodoro González de León, supieron tomar el pulso del alma y el
cuerpo de la capital mexicana.
En noviembre de 1937, a sus 23 años, Huerta retrató el influjo
maléfico que la ciudad de México, al igual que las grandes urbes,
ejercía entonces sobre sus jóvenes habitantes:

Las grandes ciudades engullen, destrozan y lanzan a los cuatro vientos


los desechos de la juventud descuidada, tan propensa a la disipación,
caída en la timidez y el encogimiento. El anhelo juvenil más puro se
pierde en la madeja peligrosa e hiriente de las grandes poblaciones
ensordecedoras. Cuando, después de conocer la miserable pequeñez
de una provincia desteñida, pasa uno a vivir la tumultuosa agitación de
las urbes modernas, el cuerpo y la impetuosidad como que se convier-
ten en sueños, en cosas demasiado frágiles y desengañadoras. Muere
uno o cambia, según el grado de presión externa. […] México —los
publicistas vociferantes dirán, dicen cosas distintas— es una ciudad
turbia, desequilibrada, agotante. Es una ciudad con más virtudes que
una salamandra, pero con menos defectos que un erizo.52

A su vez, uno de los arquitectos que participó entonces en el


proyecto del campus, Teodoro González de León, reconoció que

52
Efraín Huerta, “Los enemigos de la ciudad”, El Nacional, noviembre de
1937. Tomado de Efraín Huerta, Palabra frente al cielo. Ensayos periodísticos (1936-
1940), edición de Raquel Huerta Nava, México, Universidad Nacional Autónoma
de México, Dirección de Literatura, 2015, p. 185-186.

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dicho proyecto, inspirado en los campus universitarios norteameri-


canos, encerraba el doble propósito urbanístico de aislar a la comu-
nidad universitaria de la decadente ciudad y de neutralizar así su
creciente politización:

Pero todo tiene su fin, y el comienzo del fin se gestó en 1946, cuando
Miguel Alemán, que tenía, como Mitterrand, la pasión por las grandes
obras urbanas, deslumbrado por los campus del vecino del norte, pien-
sa en uno más grandioso que sus modelos, situado en un escenario que
lo aislaría naturalmente de la ciudad: el Pedregal de San Ángel. Hay
que recordar que ese lugar de excepción del Valle de México —con su
flora y fauna sui géneris— ya había sido descubierto para usos urbanos
por Luis Barragán. Ya nos había sorprendido con sus misteriosos jar-
dines de los terrenos de muestra de lo que son los Jardines del Pedre-
gal. El nuevo campus sería un edén de jardines, que ocuparía la joya
de tierra vegetal donde cultivaban los ejidatarios de Copilco y estaría
aislado de la ciudad por el mar de roca. Se abandonaría el viejo centro
decrépito y sus oscuros edificios por aulas llenas de sol y vida. Era la
misma promesa de las utopías del movimiento moderno de los años
veinte, y de paso —esto no se decía— se anulaba la amenaza latente
que representaba la presencia de la población estudiantil, progresiva-
mente politizada, cerca de las oficinas gubernamentales.53

Y en efecto, el “decrépito” centro de la ciudad de México no


podía ofrecer el espacio utópico que las elites universitarias y guber-
namentales imaginaban. Por el contrario, en su zona central, la ciu-
dad padecía una escasez de espacios para la vivienda u otro proyec-
to urbano, y un acelerado deterioro de sus edificios, viviendas, calles
y servicios debido a los efectos inflacionarios y a la voraz especula-
ción inmobiliaria que experimentó la economía mexicana a causa
de la Segunda Guerra Mundial. Las medidas que tomó el gobierno
no hicieron sino empeorar esta situación.
Por ejemplo, para evitar que la especulación inmobiliaria perjudi-
cara los proyectos de industrialización que había emprendido, decretó
en julio de 1942 el congelamiento de las rentas de vivienda que un
elevado porcentaje de familias pagaba. Esta medida, que no resolvió
a fondo la escasez de oferta de vivienda, que se extendió aun después

Teodoro González de León, “La vida del barrio universitario”, A Pie. Cróni-
53

cas de la ciudad de México, año 3, n. 8, 2005, p. 21.

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POR MI RAZA HABLARÁ LA METRÓPOLI 209

de terminada la guerra, no hizo sino alejar del centro a los inversio-


nistas y aumentar radicalmente la densidad poblacional que se con-
centró en las viejas viviendas colectivas conocidas como “vecindades”.54
A lo largo de la década de 1940, los cuarteles centrales de la
ciudad derramaban sobre las calles de la ciudad a miles de gentes.
Las colonias, por ejemplo, Centro, Merced, Obrera, Doctores y Bue-
nos Aires llegaron a tener 30 000 habitantes por km2, y la Lagunilla,
Tepito y Exhipódromo de Peralvillo alrededor de 27 000 habitantes
por cada km2. Asimismo, se calculó que 31 de cada mil habitantes en
esas colonias populares morían anualmente, mientras que en las
colonias de clases medias en los rumbos poniente y sur el índice de
mortandad era de 9 por cada mil.55
Tales condiciones promocionaron la salida del centro y el pobla-
miento de la periferia urbana, pero la capacidad de los recursos de
familias e individuos determinó el rumbo hacia el cual extendieron sus
viviendas, negocios o industrias y, en muchos casos también, su filia-
ción a organizaciones sociales a las que el gobierno concedía servicios
o terrenos en las orillas de la ciudad a cambio de su lealtad política.56

54
La salida de la Universidad de las calles del centro de la ciudad de México
contribuyó también a su deterioro. Éste fue un efecto imprevisto por los creadores
y ejecutores de la idea de trasladarla fuera de la ciudad. El arquitecto Teodoro Gon-
zález de León lo reconocería años después. Cuando se le preguntó “¿Cómo ve la
Ciudad Universitaria, a la distancia, como modelo de ciudad dentro de la ciudad?”,
respondió: “Es extraordinaria. 700 hectáreas de infraestructura para la educación.
Un modelo de ciudad planeada que le dio la vuelta al mundo. Significó el deterio-
ro del centro, fue la contrapartida. Pero nadie lo hubiera previsto. Ninguno de los
que intervinieron en el proyecto lo pensó. Y había experiencias anteriores que
podrían haber dado pistas, pero no hubo ningún sociólogo, ningún antropólogo
que advirtiera que eso podría haber pasado. No era la moda pensar en eso; tam-
bién los sociólogos trabajan con la moda, como los arquitectos”. Vid. Entrevista,
Mexicanos de Culto II, ciudad de México, 28 de septiembre de 2009, Arquitectura,
en http://tomo.com.mx/2009/09/28/teodoro-gonzalez-de-leon/.
55
Armando Cisneros Sosa, La ciudad que construimos: registro de la expansión de
la ciudad de México, 1920-1976, México, Universidad Autónoma Metropolitana-
Iztapalapa, 1993, p. 89-93.
56
Sobre el tema de la urbanización y el clientelismo político en la ciudad de
México, vid. Cristina Sánchez Mejorada, Rezagos de la modernidad: memorias de una
ciudad presente, México, Universidad Autónoma Metropolitana, 2005, 416 p.; Diane
Davis, El Leviatán urbano. La ciudad de México en el siglo xx, México, Fondo de Cul-
tura Económica, 1999, 530 p.

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Fue así que, a grandes rasgos, los rumbos norte y oriente de la


ciudad se poblaron de asentamientos populares, con un bajo nivel
de planeación y de urbanización, y con severas irregularidades le-
gales, auspiciadas por líderes políticos del partido gobernante, por
autoridades locales y federales, por propietarios y especuladores
inmobiliarios. Las organizaciones de colonos surgidas de estos asen-
tamientos en demanda de servicios urbanos y de regulación de sus
viviendas engrosaron la clientela política del Estado, que se acrecen-
tó con los proyectos de vivienda colectiva —construidos, siguiendo
el modelo de las “cajas de vivir” de Le Corbusier, por Mario Pani,
uno de los arquitectos de la cu— para la burocracia financiados con
recursos públicos.
En cambio, los rumbos poniente y sur se fueron poblando con
fraccionamientos residenciales para clases medias de alta rentabili-
dad, a cargo de compañías inmobiliarias extranjeras y nacionales,
que invirtieron grandes recursos y planificaron todos los detalles.
Asimismo, se construyeron o ampliaron vialidades que valorizaron
las tierras antes destinadas a vivienda, y dieron lugar a oficinas,
supermercados, tiendas de autoservicio, oficinas y servicios para
clases medias.
Fue el caso de las avenidas Insurgentes, que conectaba los extre-
mos norte y sur de la ciudad, la calzada Mariano Escobedo hacia el
poniente y hacia el sur la avenida Dr. Vértiz. Además, en 1941 una
nueva ley orgánica del Departamento del Distrito Federal redefinió
los límites urbanos y dentro de éstos se incluyó el Pedregal de San
Ángel —sobre cuyos terrenos se edificaría en la siguiente década la
cu— como límite de la ciudad de México al sur.
La densidad poblacional en estos rumbos de la ciudad era muy
inferior comparada con la del centro de la ciudad. En 1951, el pro-
medio general de densidad poblacional en todos los distritos de la
ciudad de México era de 245 personas por cada hectárea. Los nive-
les más altos se concentraban en el centro de la ciudad con 508
personas por hectárea. En las zonas residenciales preferidas por las
clases medias de profesionistas la densidad disminuía, como en San

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Ángel (174 por hectárea) y Coyoacán (82). En el Pedregal era toda-


vía más baja.57
En este contexto urbano, la decisión de las elites universitarias
de establecer fuera de la ciudad de México, en el Pedregal de San
Ángel, en el límite sur de la ciudad, la utópica ciudad universitaria
fue una decisión casi “lógica”, “natural”, “inevitable”. Pero, además
de una correcta localización, construir una ciudad implica dinero,
poder. En el caso de la sede para la mayor de las universidades pú-
blicas mexicanas estos recursos —casi 25 millones de dólares— flu-
yeron de las arcas públicas gracias a las relaciones de poder que
universitarios y gobierno federal lograron entretejer. ¿Cómo articu-
laron Universidad y Estado sus intereses en el espacio de la ciudad?58

Universidad y Estado

El proceso mediante el cual la Universidad y el Estado mexicano


estrecharon sus relaciones y colaboración, se asemeja en algunos
aspectos al experimentado en los Estados Unidos, donde ambas
entidades se asociaron en varios momentos de su historia para vin-
cular la enseñanza y la investigación universitarias a la satisfacción
y la atención de las necesidades nacionales.59

A. Pérez-Méndez, “Advertising Suburbanization in Mexico City: El Pedregal


57

Press Campaign (1948-65) and Television Programme (1953-54)”, Planning Pers-


pectives, v. 24, n. 3, julio 2009, p. 370.
58
La afirmación del poder en el espacio urbano fue tema de la entrevista que
se hizo años después al arquitecto Teodoro González de León, quien a la pregunta
“¿El culto a la arquitectura está en entender que construimos una ciudad, un país,
al hacer un buen hospital, una buena escuela, una buena guardería?”, respondió:
“Es parte de la infraestructura que crea la ciudad. Uso la palabra infraestructura
en el sentido que hay una parte pública de edificios que forman espacios urbanos
que hacen ciudad. Si el Estado no se manifiesta en la ciudad, desaparece. En las
ciudades europeas el Estado, el poder, está presente en el espacio público y lo
conforma. Cuando esa presencia no es aplastante, creo que es bueno”. Vid. Entre-
vista, Mexicanos de Culto II, ciudad de México, 28 septiembre 2009, Arquitectura,
en http://tomo.com.mx/2009/09/28/ teodoro-gonzalez-de-leon/.
59
La historia de las relaciones entre Estado y Universidad en los Estados Uni-
dos es magistralmente analizada por Clark Keer, The Uses of the University, Cam-
bridge (Massachusetts), Harvard University Press, 2001, 261 p. Vid. especialmente
el capítulo “The Realities of the Federal Grant University”.

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212 SERGIO MIRANDA PACHECO

En particular, la vocación de “servicio” de las universidades ame-


ricanas se reafirmó a mitad del siglo xx cuando en tiempos de gue-
rra varios laboratorios universitarios —como el Lincoln Laboratory
del Massachusetts Institute of Technology, el Argonne de Chicago y
el Lawrence Radiation Laboratory de California— fueron reclutados
para apoyar la defensa nacional y el desarrollo científico y tecnoló-
gico como nunca antes, pues durante la Primera Guerra Mundial
las universidades habían sido únicamente una fuente de reclutas.60
Por el contrario, después de la Segunda Guerra Mundial, duran-
te la llamada Guerra Fría, la colaboración entre universidades y go-
bierno fue muy estrecha, pues la nueva fuente de riqueza, que sustitui-
ría la pérdida durante la guerra, fue el descubrimiento, manufactura
y venta de nuevos productos. Este giro en la industria requería inves-
tigación básica y aplicada.61 Así, fluyeron enormes recursos federales
hacia las universidades destinados al desarrollo de ciudades del co-
nocimiento, es decir, a la investigación y el desarrollo tecnológico.
Según O’Mara, “estos recursos fueron de tal magnitud que ampliaron
y redefinieron el concepto de ciencia en la Unión Americana para
abarcar actividades que eran parte del interés en la seguridad nacio-
nal, así como en el bienestar económico. Fue así como la Guerra Fría
trajo nuevas oportunidades a las universidades para investigar y a los
científicos profesionales para trabajar en y vinculados a ellas.62
En México, en la época de la guerra y la posguerra las relaciones
entre el Estado y la Universidad habían adquirido nuevos términos
también, luego de un interregno —entre 1933 y 1945— en que la
Universidad perdió el soporte financiero del Estado y vivió serios
60
Ibidem, p. 36 y 37. Algunos de los impulsores del Instituto de Ciencias Físi-
cas y Matemáticas, fundado en 1938 en México, que se dividió al año siguiente en
Instituto de Física e Instituto de Matemáticas —Manuel Sandoval Vallarta— estu-
diaron en el Massachusetts Institute of Technology. Vid. Gisela Mateos, et al., “Una
modernidad anunciada: historia del Van De Graaff de Ciudad Universitaria”, His-
toria Mexicana, v. 62, n. 1, 2012, p. 415-442.
61
Aunque muy pronto sería superada por máquinas más ágiles y comerciales,
la supercomputadora eniac (Electronic Numerical Integrator and Calculator),
construida en la Universidad de Pensilvania en 1946, fue el símbolo emblemático
del efecto catalítico que tendría la investigación militar sobre la tecnología civil y
el papel impulsor de la investigación universitaria como lugar idóneo para el de-
sarrollo tecnológico. Vid. Pugh O’Mara, Cities of Knowledge…, p. 25.
62
Ibidem, p. 27.

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POR MI RAZA HABLARÁ LA METRÓPOLI 213

problemas para sostenerse y para arreglar su gobierno interior.63


Fundamentalmente, la Segunda Guerra Mundial vinculó el aparato
productivo nacional a la demanda de bienes manufacturados que la
industria norteamericana dejó de producir, coyuntura que el gobier-
no mexicano quiso aprovechar para el fomento de una industriali-
zación basada en la sustitución de importaciones.
Dentro de este proyecto la Universidad se convirtió en uno de
los puntales del nuevo patrón de desarrollo y en mecanismo idóneo
de movilidad social, lo que en otros términos significó que los nue-
vos proyectos del gobierno se centraron en la expansión y el mejo-
ramiento de las clases medias urbanas.64
Bajo esta nueva situación, el equilibrio de fuerzas al interior de
la Universidad cambió y propició la integración de su sector más
liberal a los proyectos y tareas del gobierno en diversos niveles de
responsabilidad y le dio un enorme poder para moldear la organi-
zación política de la Universidad.65
La oportunidad para ello se presentó a raíz de un conflicto estudian-
til que derivó en la intervención del presidente de la República y con-
cluyó con la expedición de una nueva Ley Orgánica en 1945, vigente hoy
en día, en la cual se garantizó la autonomía, el subsidio del gobierno
y la preeminencia de las autoridades ejecutivas —Junta de Gobierno y
rector— sobre los cuerpos colegiados de estudiantes, profesores, inves-

63
Sobre la trayectoria y vínculos de las elites universitarias y las relaciones
entre éstas, la Universidad y el Estado mexicano, vid. Fidel Astorga, “La élite de la
Universidad Nacional. Trayectoria e ideas de los rectores de la unaM, 1945-1970”,
Política y Cultura, México, Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco, n. 9,
1997, p. 71-100.
64
Un contexto más amplio de la época puede verse en J. M. Covarrubias
(coord.), La unam en la historia de México. vi. De la apertura de cursos en Ciudad Uni-
versitaria al final del rectorado de Javier Barros Sierra: la época del optimismo en el siglo
xx (1954-1970), 7 v., México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2011; y
Stephen R. Niblo, Mexico in the 1940s…
65
Bajo el gobierno del presidente M. Ávila Camacho, el exrector Gustavo Baz
fungió como secretario de Salubridad y Asistencia; Manuel y Antonio Martínez
Báez, respectivamente, fueron presidente de la Comisión Nacional Bancaria y
subsecretario de la SSa; Alfonso Caso, director de Educación Superior en la SeP;
Jesús Silva Herzog, director financiero de la Secretaría de Hacienda; José Torres
Torija e Ignacio Chávez, directores del Hospital General Juárez y del Instituto
Nacional de Cardiología. Vid. Imanol Ordorika, La disputa por el campus…, p. 79.

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214 SERGIO MIRANDA PACHECO

tigadores y trabajadores, estructura de gobierno que se asemejaba mu-


cho al control corporativo que ejercía el presidente de la República en
todo el país a través de las estructuras locales, estatales y regionales del
partido gobernante y, en particular, en la ciudad de México a través
del jefe del Departamento del Distrito Federal, quien desde 1929 suplió
el gobierno local electo y era designado por el presidente.
Así, con el respaldo político y financiero del Estado, las elites
universitarias liberales lograron hacer de la Universidad una insti-
tución despolitizada, o al menos una en la que sus estatutos de go-
bierno interior no permitieron que los derechos políticos de estu-
diantes, profesores y trabajadores amenazaran los intereses de sus
autoridades centrales. Ciertamente, los estudiantes continuarían
desplegando una y otra vez su activismo político, pero casi siempre
como comparsas en las pugnas internas entre funcionarios de la
Universidad o del gobierno cuando a éstos convenía. Prevalecía, sin
embargo, la necesidad de nuevos espacios e instalaciones, es decir,
faltaba el disciplinamiento espacial de la vida universitaria. Su con-
secución sería menos difícil bajo el nuevo marco de cooperación
entre las elites políticas y científicas.

El arquetipo del campus y sus tensiones sociales

Como hemos visto, en los Estados Unidos la construcción de campus


universitarios fue la expresión espacial y urbana de la incorporación
de la Universidad en el desarrollo económico y urbano nacional. La
inversión pública en investigación básica y aplicada creció notable-
mente después de 1945. Una de las consecuencias de esto fue que
las universidades y el conocimiento que producían se convirtieron
en un activo económico para los lugares donde se establecieron,
convirtiendo a éstos en centros de crecimiento económico y de pro-
ducción científica.66
Asimismo, al erigirse en los suburbios, los campus universitarios
se convirtieron en alternativas al caos y a la corrupción de la ciudad
mercantil e industrial, cambiando en forma radical el paisaje urbano

66
Pugh O’Mara, Cities of Knowledge…, p. 58.

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POR MI RAZA HABLARÁ LA METRÓPOLI 215

nacional. A la larga, las áreas suburbanas se beneficiaron de la ex-


pansión de las ciudades centrales, y el sur y poniente crecieron
mientras el norte y el medio oeste se estancaron o declinaron.
Sin embargo, en el compromiso de las universidades con el de-
sarrollo económico nacional subyacían varias tensiones. La primera,
dice Pugh O’Mara, fue la tensión de su localización. Muchas de las insti-
tuciones de investigación prominentes permanecieron en las ciuda-
des. Pero en una era de desarrollo económico apoyado en la ciencia,
las universidades se convirtieron en redentoras económicas capaces
de centralizar el éxodo de residentes de clase media y trabajadores de
cuello blanco a los suburbios. En este contexto algunos pensaban
que las universidades no sólo podrían generar “ciudad” ahí donde
se establecieran, sino que deberían hacerlo de una mejor manera
sirviendo como modelos para el desarrollo urbano, pues habían
extendido su influencia para convertirse en el centro de una gran
Ciudad del Intelecto, y ello los obligaba a asumir no sólo las venta-
jas de su posición urbana, sino también su responsabilidad en el
desarrollo de una civilización urbana y regional.67
Pero en esta redefinición de la Universidad como ciudad en sí
misma y como parte integral del paisaje urbano había una tensión
espacial inherente al nuevo papel asignado a la investigación univer-
sitaria como motor del desarrollo económico. No obstante las gran-
des responsabilidades económicas y sociales que ello supuso para la
Universidad, se mantuvo la idea de dotarla de un lugar exclusivo,
separado y aislado del mundo exterior, lo cual contradecía su misión
intelectual fundamental.68
Esta separación fue establecida desde tiempo atrás a través de
tradiciones arquitectónicas y de planeación que influyeron en la
decisión tanto de las universidades como de las industrias científicas,
sobre el diseño y la arquitectura para la ampliación de los campus
universitarios y sobre la forma de los distritos industriales y de las
comunidades de sus alrededores.69

67
Ibidem, p. 59.
68
Idem.
69
Idem.

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216 SERGIO MIRANDA PACHECO

Una tercera tensión, dice Pugh O’Mara, que corrió a través de


este proceso fue la de definir lo que significaba la “investigación
universitaria”. Fue un término monolítico que abarcaba un amplio
y variado rango de sujetos institucionales: las instituciones de ma-
yor ranking, que obtenían la mayor parte del presupuesto público
federal, y las escuelas de mediano ranking que estaban tratando de
meterse dentro del selecto grupo de aquéllas. Éstas incluían univer-
sidades establecidas en el centro de sus ciudades, y universidades
en suburbios y pequeños pueblos, y escuelas en los cinturones in-
dustriales en declive o en ascenso. Del mismo modo, la definición
incluía tanto a las universidades privadas como a las públicas. Así,
la capacidad de una universidad para actuar como una fuerza po-
sitiva en el desarrollo regional dependía del lugar que ocupaba
dentro de esta amplia definición, una distinción que frecuentemen-
te se perdió en los intentos de los líderes locales, estatales o federa-
les para construir estrategias de desarrollo industrial alrededor de
estas instituciones.70
Al final, el gasto federal en ciencia, a partir de 1945, cambió
radicalmente la estatura de los científicos, el papel de las universi-
dades y la capacidad tecnológica del sector manufacturero america-
no. En este contexto, la idea de establecer una “comunidad de es-
pecialistas” fue muy lógica, y explica también que el sector público
apoyara iniciativas que, si bien estaban dirigidas a combatir el des-
empleo regional y la pobreza urbana, crearon ambientes privilegia-
dos —rodeados de vegetación, placenteros, modernos y homogé-
neos— para científicos privilegiados.71
La Ciudad Universitaria de la unaM reúne estas tres tensiones,
aunque de una forma sui géneris. Su excepcionalidad abarca tanto
su posición prominente dentro del sistema educativo y científico
nacional como el lugar y las cualidades de su emplazamiento y su
diseño y planeación urbano-arquitectónica. Los fondos para su cons-
trucción —casi 25 millones de dólares— fueron suministrados, entre
1945 y 1954, por tres presidentes de la República, lo cual de entra-
da puso en desventaja el desarrollo del resto de las universidades

70
Idem.
71
Ibidem, p. 92.

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POR MI RAZA HABLARÁ LA METRÓPOLI 217

públicas y privadas y generó una tensión institucional entre éstas


que no dejaría de manifestarse en los años subsecuentes.
Si bien ha contribuido al desarrollo de la ciencia y la cultura a
nivel nacional, a nivel local su impacto urbano económico se tradu-
jo en negocios inmobiliarios en su entorno que beneficiaron a los
sectores medios de la ciudad. Por las características de la ciudad, del
suelo donde se encuentra, de sus dimensiones, formas y arquitectu-
ra constituye un ambiente urbano privilegiado en el contexto de la
ciudad, es decir, es un modelo de ciudad, pero excepcional, como
ha sido el beneficio que representa en términos urbanos para las
clases medias de los fraccionamientos aledaños a ella. ¿Cómo se
construyó esta excepcionalidad urbano-social?

Imaginarios y emplazamiento urbano

Si atendemos su emplazamiento al sur de la ciudad de México, es


posible reconocer uno de los significados históricos de la cu. Éste
obedeció, por un lado, a la lógica histórica de la configuración so-
cioespacial de la ciudad de México. Erráticas políticas públicas, la
especulación inmobiliaria, la equívoca labor de arquitectos y urba-
nistas y la corrupción de inversionistas, habitantes, autoridades, po-
líticos y líderes sociales habían instaurado, desde tiempos porfiria-
nos, la segregación de la sociedad en el espacio como principio
rector de la urbanización del valle de México.
Así, en los rumbos norte y oriente predominaban los asenta-
mientos de alta densidad, baja inversión y deficiente calidad en su
urbanización, mientras que, por el contrario, al sur y al poniente
predominaban fraccionamientos de menor densidad, alta inversión
y mayor calidad en su urbanización. En este contexto, el emplaza-
miento de la cu al sur de la ciudad de México significó continuar
privilegiando la urbanización de alta rentabilidad y perpetuando la
injusticia espacial entre sus habitantes.
Además, este emplazamiento también tomó en cuenta los nego-
cios urbanos que potenciaría la urbe universitaria en una zona don-
de Luis Barragán Morfín y Carlos Contreras, no mucho antes, ha-
bían materializado el proyecto de construir para las prósperas clases

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218 SERGIO MIRANDA PACHECO

medias, hijas del “milagro mexicano”, “un santuario contra la opre-


sión del mundo moderno”: el fraccionamiento residencial Jardines
del Pedregal de San Ángel, ahí donde alguna vez Diego Rivera soñó
con establecer “una zona residencial de primera categoría de la ciu-
dad de México” aprovechando el suelo rocoso y el alto potencial
paisajístico del Pedregal,72 potencial que no desaprovechó el enton-
ces presidente de la República, Miguel Alemán Valdés, quien tuvo
inversiones en este desarrollo inmobiliario.
Pero en otro sentido, el emplazamiento de la cu en el Pedregal
de San Ángel y las características de su arquitectura y urbanización,
únicas entonces en la ciudad y hoy en el mundo, son la respuesta
que la ciencia universitaria acertó a dar a una época en la que las
contradicciones políticas, sociales y urbanas producidas por el auto-
ritarismo del régimen posrevolucionario se manifestaban en la pro-
ducción de una sociedad urbana con graves desigualdades. Así, la
cu era evidencia de que México podía construirse un futuro mejor,
lejos del desorden, el autoritarismo y la desigualdad en que vivían
los capitalinos y los mexicanos.
Por lo demás, ningún otro lugar del valle de México hubiese
permitido a las elites políticas y universitarias explotar sus cualida-
des simbólicas para alimentar el imaginario nacional en el conven-
cimiento de que la construcción de la sede universitaria en ese lugar
representaba el triunfo del poder de la ciencia73 y del poder del
Estado posrevolucionario en aras de la redención y del progreso
nacional, pues mediante la acción concertada de ambos se hizo re-
surgir del mar de lava la grandeza de la cultura mexicana.
En 1943 el entonces rector Rodulfo Brito intentó, sin éxito, com-
prar los que serían los terrenos sobre los que se iba a levantar la
nueva urbe universitaria y que pertenecían a ejidatarios de Copilco

72
De acuerdo con Laura González Flores, Barragán siguió los postulados que
alguna vez Diego Rivera expresó para construir un fraccionamiento urbano resi-
dencial en el Pedregal. Vid. Laura González Flores, “De retos y exploraciones: pa-
labra e imágenes de Armando Salas Portugal”, en A. Salas Portugal, Morada de
lava. Las colecciones fotográficas del Pedregal de San Ángel y la Ciudad Universitaria,
México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2006, p. 32.
73
Sobre las características y los resultados de la investigación científica en la
unaM, vid. La ciencia en la unam a través del subsistema de la Investigación Científica,
México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2007, 175 p.

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POR MI RAZA HABLARÁ LA METRÓPOLI 219

y Tlalpan. La compra, mediante expropiación, se concretó en no-


viembre de 1946.
Dichos terrenos se distribuían dentro de la extensa área cubier-
ta por corrientes de lava volcánica conocida como Pedregal de San
Ángel,74 que en la década de 1950 todavía era llamado a veces Pe-
dregal de Tlalpan, Pedregal de Coyoacán, Pedregal de Eslava y,
mucho tiempo atrás, también fue conocido como Pedregal de San
Agustín de las Cuevas. Se sitúa en el rincón suroeste de la cuenca
hidrográfica conocida como valle de México y abarcaba una exten-
sión aproximada de 80 km2.
Administrativamente su extensión se dividía entre las delegacio-
nes Villa Álvaro Obregón, Coyoacán, Tlalpan y Contreras. Por el sur
colinda con el macizo central del Ajusco, por el oeste con la Sierra
de las Cruces en su porción correspondiente al Monte Alegre. En su
borde noroeste se situaban los poblados de Eslava y Contreras; más
al norte San Jerónimo, Tizapán, Villa Obregón y Coyoacán. En las
lavas de la orilla este se ubicaban los pueblos de Los Reyes, La Can-
delaria, San Pablo, Santa Úrsula, Huipulco, Tlalpan, Chimalcoyoc,
San Pedro, San Andrés y La Magdalena.75
El difícil acceso al terreno y sus escasas posibilidades de explo-
tación mantuvieron alejados por mucho tiempo el interés y la acción
humanas a gran escala dentro del Pedregal, que por años se redujo
al pastoreo, quema de pastos, tala y cultivo. Todavía hacia 1954,
según Rzedowski, se “conservaban bastante bien extensiones gran-
des del Pedregal con una vegetación casi sin modificar”.
En general, para los botánicos los pedregales representan luga-
res especialmente privilegiados para el desarrollo de una flora muy
rica y variada y, dentro de México, el de San Ángel era el que más
había llamado su atención, pues dentro de los 80 km2 que abarcaba

74
Según Rzedowski, no fue el Xitle el que arrojó las grandes cantidades de
lava del pedregal. Acaso expulsó probablemente grandes cantidades de cenizas y
de otro material magmático suelto, cuyos restos todavía en 1954 podían encon-
trarse en sitios cercanos al volcán. Las enormes masas de lava fueron arrojadas
por “bocas parásitas” ubicadas alrededor del Xitle. Vid. Jerzy Rzedowski Roter, Ve-
getación del Pedregal de San Ángel, México, Instituto Politécnico Nacional, Escuela
Nacional de Ciencias Biológicas, 1954, p. 7.
75
Ibidem, p. 3.

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220 SERGIO MIRANDA PACHECO

vivía el número de especies más elevado que en cualquier otra área


de igual extensión dentro del valle de México.76
El botánico y colector Cyrus Guersney Pringle, por ejemplo, en
la década de 1930 apuntó:

[…] pero fue sobre todo el lecho de lava, o pedregal (lugar de rocas),
tan a menudo mencionado en la obra de Hemley, el que me mantuvo
ligado a la ciudad de México hasta el final de la temporada […] todavía
se encuentra y, parece que para siempre, seguirá siendo un indomable
coto salvaje, natural, en cuyos abrigados e inaccesibles refugios innu-
merables especies de plantas se perpetúan con seguridad […]. Plantas
que había conocido en lugares remotos vinieron a mi vista, las plantas
de cima de la montaña, de llanura y de valle […]. ¡Qué gran parque
natural y único en el pedregal, bien situado al lado de una ciudad po-
pulosa, y cuán deseable que un parque público esté apartado, lejos de
la expoliación del leñador y estar abierto ampliamente para viajar!77

Sin embargo, desde la década de 1940 el virginal aislamiento del


Pedregal comenzó a perderse por la invasión de sus terrenos a cargo
de los poblados situados en los límites de la lava. Pero la magnitud
e impacto urbano de estas invasiones sobre el medio natural del
Pedregal fueron menores, comparadas con las grandes transforma-
ciones e inversiones que implicaron, primero, el establecimiento del
“Fraccionamiento del Pedregal de San Ángel” —que tras siete años
de haber iniciado en 1947, ya había extendido su urbanización sobre
4 km2 en 1954— y, luego, la construcción de cu “que no obstante
estar situada en principio sobre dos grandes claros, ha[bía] modifi-
cado totalmente la fisonomía de los terrenos circundantes”.78

Ibidem, p. 16.
76

Traducción mía de: “but it was chiefly the lava beds, or pedrigal (place of
77

rocks) so often mentioned in Hemley’s work, wich held me so closely about Mexi-
co City till the end of the season […] it still lies and must ever remain an untama-
ble wild, natural preserve, in whose sheltered and inaccesible resesses numberless
species of plants perpetuate themselves in security […]. Plants whose acquaintan-
ce I had made in remote states came in view, plants of mountain top, of plain and
of valley […]. What a vast and unique natural park in the pedrigal, lying close be-
side a populous city, and how desirable that it be set apart for a public park, be
saved from further spoliation by the woodcutter and be more extensively opened
to travel”, citado en Jerzy Rzedowski Roter, Vegetación del Pedregal…, p. 2.
78
Ibidem, p. 6.

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POR MI RAZA HABLARÁ LA METRÓPOLI 221

Los terrenos expropiados para la cu tenían una extensión de


733 hectáreas, de las cuales apenas dos se utilizaban para el cultivo,
porque el resto estaban cubiertas de lava.
A diferencia del parecer de los botánicos, para quienes el pedre-
gal guardaba un conjunto de cualidades que hacían de él un lugar
rico en vegetación y único, para el gobierno mexicano no se trataba
sino de tierras infértiles que cobrarían vida gracias al sacrificio del
pueblo y al poder creador del Estado posrevolucionario pendiente
de la redención de las mayorías. A su vez, para los arquitectos, más
cercanos en su percepción a los botánicos, se trataba de una mora-
da, de un santuario vegetal y de lava que, a través de la acción
creadora de la arquitectura y el urbanismo modernos, daba la opor-
tunidad a México de reconciliarse con la grandeza de su pasado
prehispánico y de proyectarlo al futuro fortalecido por esa reconcilia-
ción. Ambos imaginarios se difundieron en el ánimo colectivo.
En una entrevista concedida meses antes de inaugurar la cu, el
presidente Miguel Alemán dejó en claro la concepción que tenía
sobre el poder de fecundación y disciplina social que las elites gober-
nantes asignaban al Estado y al conocimiento científico: “El gobierno
de la república no ha escatimado los medios económicos para crear,
en lo que era un páramo, un centro de cultura que mucho nos satis-
face que propios y extraños comprendan y elogien”.79 El sacrificio
del pueblo, según el presidente, ameritaba una obra destinada a
“salvar la cultura […] para preparar disciplinadamente a hombres y
mujeres imbuidos en la idea de que el saber y los progresos intelec-
tuales y científicos imponen, a quienes los adquieren, una mayor
responsabilidad de servicio para sus semejantes”.80
Las metáforas empleadas por el presidente —“páramo” y “salvar
la cultura”— pueden tener, en el contexto histórico hasta aquí rese-
ñado, dos posibles significados. La acción constructora del Estado
sobre un “páramo” sugiere que éste podía hacer fecundas las tierras
infértiles del Pedregal de San Ángel, pero no para hacer nacer frutos
o vegetales, sino para arraigar en su suelo la cultura y la ciencia na-
79
“Mensaje sobre la ciudad universitaria del presidente Miguel Alemán, 9 de
agosto de 1952”, Pensamiento y destino de la Ciudad Universitaria de México, México,
Imprenta Universitaria, 1952, p. 9.
80
Idem.

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222 SERGIO MIRANDA PACHECO

cionales cuyo seno, se daba por sentado, radicaba en la Universidad.


Mientras que “salvar la cultura” habla de una acción de rescate, qui-
zá de la ciencia amenazada por los edificios ruinosos e inadecuados
de sus instalaciones en el viejo centro de la ciudad de México y por
los vicios y desenfreno político de la población estudiantil.
Pero mientras que para el presidente Miguel Alemán, desde su
pragmatismo y retórica política, la flora y fauna del Pedregal no
constituían sino parte de un páramo, los arquitectos e ingenieros
creadores de la cu concibieron al Pedregal como “un raro producto
de la naturaleza no fácil de encontrar en cualquier parte del mundo
[…] ha sido el manto amoroso que ha cubierto la primera cultura
de América”. Sin embargo, “su desaparición bajo los nuevos edificios
sólo podía justificarse por la creación de ese otro mundo nuevo y
dinámico de la cultura, pivote y eje de toda la vida nacional: por la
creación de la nueva Universidad Nacional”.81
El pragmatismo presidencial explica que no se hayan escatima-
do los recursos de la nación para construir sobre el desierto de lava
una ciudad de la ciencia y el conocimiento, pensada para beneficiar
a esa abstracción llamada “pueblo”, “México”, pero también para
beneficiar los intereses concretos que socios del propio presidente
de la República tenían en el fraccionamiento residencial (garden
suburb) “Jardines del Pedregal”, situado junto a la cu.
Desde que se fundó éste en 1947 no había logrado consolidarse
como la opción habitacional de las clases medias altas, por lo que
sus desarrolladores —el afamado arquitecto Luis Barragán y los em-
presarios Luis y José Alberto Bustamante— cambiaron la oferta ha-
cia la clase media baja, principalmente profesionistas, y explotaron
la cercanía de la cu para atraer compradores e inversionistas en los
Jardines del Pedregal.82

81
Ricardo Rovina, “El Pedregal de San Ángel”, Arquitectura México, n. 39, sep-
tiembre de 1952, p. 337. Rovina fue el arquitecto que tuvo a su cargo el diseño del
Proyecto de Iglesia como parte del proyecto de conjunto de cu.
82
Miguel Alemán, antes de ser presidente había hecho una fortuna con varios
negocios. En sociedad con los hermanos Bustamante tenía negocios inmobiliarios
dentro y fuera de la ciudad de México. Vid. A. Pérez-Méndez “Advertising Subur-
banization in Mexico City: El Pedregal Press Campaign (1948-65) and Television
Programme (1953-54)”, Planning Perspectives, v. 24, n. 3, julio 2009, p. 370.

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POR MI RAZA HABLARÁ LA METRÓPOLI 223

Por su parte, la comunidad universitaria a cargo del proyecto de


la cu pensó en emplear otros medios —al menos no sólo el dinero
y las relaciones políticas— para fertilizar el suelo del Pedregal y
sembrar la simiente de un México moderno, urbano y sabio. El acto
más simbólico de esa apuesta, a la que habían convocado a los me-
jores profesionales de México, fue que la primera piedra que sem-
braron fue, precisamente, la del Instituto de Ciencias, lo cual revela
la fe inquebrantable que tenían en la ciencia, o tal vez el predominio
que tenía ese sector universitario en la toma de decisiones, visible
de algún modo en el hecho de que después de la Rectoría era el
edificio preponderante del conjunto central en 1954.
A decir de Keith Eggener, la posguerra fue para México una
época de grandes influencias y transformaciones, las cuales se ma-
nifestaron precisamente en su ciudad capital. Ejemplos de esta
transformación urbana, arquitectónica y cultural son la pintura La
ciudad de México (1947) de Juan O’Gorman, el campus de cu, los
Jardines del Pedregal de Barragán (1949) y las Torres de Ciudad
Satélite (1957-1958) que, tomadas en conjunto como una secuencia
de eventos urbano-arquitectónicos, representan “una ciudad que
cambia sus energías constructivas del centro a la periferia, de la re-
volución a la mercantilización, de la historia a la nostalgia. Una
ciudad, en palabras de Carlos Fuentes, ‘vieja en las luces’, anidada
en ‘cuna de aves agoreras’, ‘tejida en la amnesia’ ”.83
Pero si algo caracteriza a cu es, precisamente, la reminiscencia
del pasado prehispánico que hay en su diseño y materialidad y su
afán de futuro. En su conjunto el nuevo campus universitario em-
pleó en sus soluciones urbanísticas y arquitectónicas tanto los prin-
cipios de composición modernista, postulados en la Carta de Atenas
de 193384 adoptada por los congresos internacionales de Arquitectu-
ra Moderna, como los propuestos por Le Corbusier.

Keith Eggener, “Settings for History and Oblivion in Modern Mexico:


83

1942-1958”, en Jean-François Lejeune (ed.), Cruelty & Utopia. Cities and Landscapes of
Latin America, Bruselas/Nueva York, International Centre for Urbanism, Architec-
ture and Landscape/Princeton Architectural Press, 2003, p. 228. Las palabras que
Eggener cita de Carlos Fuentes son de su novela La región más transparente (1958).
84
La Carta de Atenas postulaba que los urbanistas debían tener presentes en sus
planes la topografía los materiales locales, las condiciones económicas, las necesida-

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224 SERGIO MIRANDA PACHECO

De igual modo adoptó las estrategias autóctonas, tales como las


terrazas, reminiscencia del urbanismo precolombino, la axialidad
del plan general, los espacios grandes y abiertos y una serie de
grandes murales que muestran el orgullo racial, el progreso tecno-
lógico y el respeto a los antepasados prehispánicos.
De acuerdo con Edward Burian, el propósito de esta recupera-
ción del urbanismo y la plástica indígenas fue transmitir la idea de
que México estaba de regreso en la Civilización después de haber
sido dejado de lado en las épocas coloniales y poscoloniales, lo que
implicaba un sentido de legitimación del presente.85 No obstante,
la recuperación del pasado prehispánico en la solución urbanística
y arquitectónica de cu me sugiere no sólo un supuesto homenaje o
reverencia a la grandeza de las culturas indígenas. No deja de llamar
mi atención que un régimen como el posrevolucionario —centralis-
ta, antidemocrático y autoritario— junto con las autoridades univer-
sitarias que avalaron e impulsaron el proyecto de cu se identificaran
con sociedades del pasado que se sustentaron precisamente en una
concentración de poder político, militar y religioso, el cual se pro-
yectó en sus ciudades y espacios urbanos.
No obstante, la arquitectura y la planificación de cu se destinaron,
dice Eggener, a acoger y lograr un cambio social fundamental en el
México de aquellos años: ayudar a preparar “el nuevo mexicano”. Fue
la obra maestra de los logros del gobierno mexicano en la moderni-
zación del país desde la Revolución y, en la escala de su ambición, fue
casi lo que su nombre anuncia: una ciudad en sí misma.86
Y así fue, cu comenzó a formar en sus aulas a los nuevos mexi-
canos que el país necesitaba, empero su poder aleccionador como
ciudad paradigmática fracasó, pues los principios urbanísticos que
la modelaron no tuvieron eco en las políticas públicas de urbaniza-
ción del conjunto de la ciudad de México.

des sociales y los valores espirituales, la funcionalidad, las áreas verdes, la zonificación
y la circulación del tráfico vehicular, principios todos ellos aplicados escrupulosamen-
te por Mario Pani y del Moral. Vid. K. Eggener, “Settings for History…”, p. 231.
85
Edward R. Burian, “Modernity and Nationalism: Juan O’Gorman and Post-
Revolutionary Architecture in Mexico, 1920-1960”, en Jean-François Lejeune (ed.),
Cruelty & Utopia…, p. 219.
86
Keith Eggener, “Settings…”, p. 231.

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POR MI RAZA HABLARÁ LA METRÓPOLI 225

Más aún, los componentes residenciales de su plan original fue-


ron suprimidos y se erigió como un oasis urbano, arquitectónico y
social, respecto de la deteriorada ciudad central de la que se extrajo
a sus profesores, empleados, autoridades y estudiantes.
Habiendo vuelto México, en aquellos años, a ser país de un solo
hombre (el presidente), siendo el espectro político dominado por un
solo partido (el Pri), gobernada la capital del país por un solo funcio-
nario designado no electo (el jefe del ddf), no resultaba fuera de lugar
que la cu se erigiera, por la voluntad de su dueño (el presidente de
la República), lejos de la vieja ciudad, para huir de las incomodidades,
del lugar histórico de la disidencia y de los vicios circundantes, para
cumplir una sola función: proporcionar educación superior.87
Como quiera que haya sido, a través de la modernidad artística,
libertad propositiva, adaptación del funcionalismo corbusiano, lumi-
nosidad, robusta unidad arquitectónica, horizontalidad, transparencia
constante, interrelación espacial del interior con el exterior, empleo
extensivo de materiales locales, con tradicionales y modernos, una
interpretación plástica prehispánica y la adecuación topográfica al
sitio,88 los creadores de la Ciudad Universitaria dotaron a ésta de un
lenguaje urbano, arquitectónico y artístico, cuya grandiosa y esplen-
dente materialidad pretendía encarnar la voz del espíritu de México.
La ciencia fue el lenguaje que reconectaría a los mexicanos con
su pasado civilizatorio, no sólo estableciendo el templo para su cul-
tivo en un lugar simbólico, geológica e históricamente —el desierto
de lava remitía al origen del mundo y los vestigios cercanos de Cui-
cuilco remitían al origen de la civilización en el valle de México—,
sino también mediante el lenguaje de la ciencia de la ciudad —el
urbanismo y la planeación— se resucitaría el urbanismo, la arqui-
tectura y el arte de las civilizaciones prehispánicas para construir
el nuevo templo del saber científico cuyo máximo sacerdote era el
Estado mexicano y sus auxiliares los arquitectos y urbanistas que
sabían leer los códigos y el lenguaje del pasado arquitectónico y
urbanístico de México.

Ibidem, p. 232.
87

Una síntesis de las cualidades urbano-arquitectónicas de la cu se encuentra


88

en Enrique X. de Anda, Historia de la arquitectura mexicana, 2a. ed., Barcelona,


Gustavo Gili, 2008, 276 p.

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226 SERGIO MIRANDA PACHECO

Ese nuevo templo exigió disciplina, dedicación y compromiso a


sus usuarios y habitantes. Quizá por ello, cuando años después co-
metieron el desacato de no honrar el sacrifico del Estado y de la
sociedad a la que se debían, la Plaza de las Tres Culturas en Tlate-
lolco —otro lugar de sacrificio mítico— se eligió como el lugar para
su castigo y como recordatorio para futuras generaciones.

Conclusiones

Mi propósito en las páginas anteriores fue argumentar la interpreta-


ción de que la construcción de la Ciudad Universitaria posee, además
de su innegable valor artístico y urbanístico, otros significados cuyo des-
ciframiento obliga a analizar no sólo su materialidad y sus formas,
sino a interpretar éstas respecto de las relaciones de la Universidad
con el Estado mexicano, así como con la propia historia de la ciudad
de México en la primera mitad del siglo xx. Al hacerlo así, puede
reconocerse que el problema de las viejas instalaciones universitarias
emplazadas en el centro de la ciudad de México no fue solamente su
deterioro y antigüedad y las limitaciones que ello suponía para que la
Universidad cumpliese con sus funciones. Junto con ello, el ambiente
urbano, social, político y moral que las envolvía había convertido
—según la opinión e imaginarios de las elites universitarias y políti-
cas— a los universitarios en un peligro para la estabilidad política, en
un lastre social para el proyecto de progreso nacional posrevolucio-
nario y en una vergüenza para la moral social dadas sus inclinaciones
a los “vicios circundantes”. En este contexto, un nuevo campus fuera
de la ciudad permitiría disciplinar la levantisca ideología política del
estudiantado, así como convertirlo en el nuevo hombre de ciencia que
la Universidad estaba obligada a producir y que el país requería para
llevar a cabo la obra redentora de los gobiernos posrevolucionarios.
En esta tarea, urbanistas, arquitectos y autoridades universitarias
y de gobierno hubieron de estrechar sus relaciones y ello significó
plegar, aunque no sin ceder su autonomía, a la Universidad a los
fines del Estado, al mismo tiempo que el Estado se obligaba a finan-
ciar sus funciones y sembraba en la Universidad las semillas de su
subordinación política.

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POR MI RAZA HABLARÁ LA METRÓPOLI 227

El emplazamiento elegido (el Pedregal de San Ángel), así como


el arquetipo de campus norteamericano, alimentaron los imagina-
rios tanto de los constructores de Ciudad Universitaria como de
las elites en el gobierno. La vuelta al origen, es decir, a un urba-
nismo con fuertes reminiscencias prehispánicas y la posibilidad de
hacer nacer de la roca de lava el magno proyecto educativo y cientí-
fico que fue la cu convenció a ambos —constructores y gobierno—
de que México estaba de regreso en la grandeza de la que venía.
Sin embargo, además de que su identificación urbanística con
una civilización señaladamente jerárquica y centralizada (como lo
fue la azteca) fue acrítica —pero que se ajustaba a la sociedad y al
sistema político autoritario imperantes—, la cu no dejó de apunta-
lar la segregación socioespacial que hasta entonces había configura-
do el desarrollo urbano de la ciudad de México. Así, el campus
universitario no pudo sustraerse ni a las tensiones sociales ni a las
tensiones urbanísticas que su emplazamiento en el sur de la ciudad
generó —la debacle urbana y social del centro de la ciudad, la ex-
pansión de los negocios inmobiliarios para las clases medias, la pro-
liferación de las colonias proletarias en la periferia de la ciudad,
entre otros—, ni tampoco éste —el cambio de emplazamiento— fue
suficiente para contener la creciente politización del estudiantado
precisamente porque lo que cambió fueron el lugar y las instalacio-
nes educativas para el nuevo sector social medio prohijado por la
posguerra, pero no las desigualdades estructurales que daban iden-
tidad a México, a su ciudad capital y a la mayoría de sus habitantes,
entonces como hoy.

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PENSANDO LOS INDÍGENAS URBANOS
Y LAS CIUDADES INDÍGENAS EN AMÉRICA

federico navarrete LinareS


Universidad Nacional Autónoma de México
Instituto de Investigaciones Históricas

Este artículo propone una perspectiva comparativa para analizar las


ciudades indígenas y los indígenas urbanos en América a partir del
siglo xvi hasta la fecha. El objetivo es entender por qué razón en al-
gunas ciudades, como las de México central, los indígenas son invisi-
bles, pese a su fuerte presencia, mientras que en otras, como El Cuzco,
Tlaxcala, Juchitán, Otavalo y Quetzaltenango, han adquirido y man-
tenido una alta visibilidad en el espacio público. Este contraste es ana-
lizado históricamente a partir de la categoría gramsciana de “hegemo-
nía” y se propone que en las primeras ciudades la hegemonía de la
identidad étnica hispana y mestiza ha invisibilizado a los indígenas,
mientras que en las segundas las élites nativas han sido capaces de
construir una hegemonía a partir de su propia identidad étnica.
En México profundo, su famoso e influyente ensayo de 1986, Gui-
llermo Bonfil dedica una apartado a describir aquello que llama “Lo
indio en las ciudades”. En apenas siete páginas, de las 250 que tiene
el libro, el antropólogo describe las principales formas en que los
indígenas mexicanos se hacen presentes en la vida de esos espacios
que define desde un principio como ajenos a ellos, pues son el “bas-
tión colonial” desde el que se ha impuesto la dominación española
y luego mestiza sobre las poblaciones originarias de México.1
Hecha esta salvedad, el autor afirma que los indígenas en la
ciudad pueden ser, en primer lugar, los restos de las comunidades

Guillermo Bonfil Batalla, México profundo. Una civilización negada, México,


1

Grijalbo/Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1990, p. 82.

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230 FEDERICO NAVARRETE LINARES

originarias que vivían en los barrios periféricos de las viejas ciudades


coloniales, como la propia ciudad de México, o de los pueblos de
los alrededores que fueron absorbidos por el crecimiento urbano. El
signo de la vida de estas comunidades es la resistencia para mante-
ner sus tradiciones de raigambre indígena. Bonfil enumera varias
de ellas, como las fiestas y mayordomías, la organización de los mer-
cados, la importancia de la familia extensa y la utilización de los
espacios comunes en vecindarios. Todos estos rasgos son, en sus
palabras, “trasfondo que subyace en las ciudades como herencia y
vivencia de una antigua población india, hoy desindianizada”.2
El segundo tipo de presencia indígena son los inmigrantes pro-
venientes de comunidades indígenas, más o menos distantes, que se
han avecindado en las ciudades en busca de empleos, educación y
otros servicios. Éstos suelen agruparse con personas del mismo origen
y así mantienen viva su herencia cultural propia y la enriquecen con
la de sus vecinos. Al mismo tiempo, mantienen vínculos muy activos
con sus comunidades originarias de modo. Por ello, Bonfil afirma:

extensas zonas de la ciudad están habitadas por gente que vive ahí con
un sentido transitorio, fijo el interés y la esperanza en lo que ocurre
allá, a muchos kilómetros de distancia, en el pueblo o el paraje del que
se forma parte y que da sentido a la emigración que se quiere temporal.
Son indios que ejercen su cultura propia hasta donde la vida en la
ciudad se los permite. No es raro que, frente a “los otros”, oculten su
identidad y nieguen su origen y su lengua: la Ciudad sigue siendo el
centro del poder ajeno y de la discriminación. Pero esa identidad sub-
siste, enmascarada, clandestina y en virtud de ella se mantiene la per-
tenencia al grupo original […].3

El tercer tipo de presencia indígena en la ciudad es la más visible, y


a la vez la más precaria. Se trata de los inmigrantes temporales. La
descripción de Bonfil está cargada de un tono patético:

La ciudad se puebla de indios, además, por el contingente de trabaja-


dores que concurre a ella diariamente desde comunidades indias más o
menos próximas, o que viene desde localidades apartadas y permanece

2
Ibidem, p. 84.
3
Ibidem, p. 87.

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PENSANDO LOS INDÍGENAS URBANOS Y LAS CIUDADES INDÍGENAS 231

en la urbe durante los días de labor. Por todos los rumbos de la ciudad
se encuentran las “marías” con sus hijos, amparadas en las esquinas de
mayor tráfico, vendiendo chicles y chucherías, o pidiendo limosna a los
automovilistas. Muchos más, mal enfundados en ropas de trabajo, sirven
como albañiles y en faenas de cualquier índole. El servicio doméstico,
más estable, ocupa a un gran número de mujeres indias […].4

El breve catálogo presentado por Bonfil resume con claridad la


manera en que la antropología mexicana y mexicanista ha concebi-
do la relación entre los pueblos indígenas y las ciudades en México.
Desde la conquista española, en efecto, las ciudades se han definido
esencialmente como espacios no indígenas e incluso contrapuestos
a lo indígena. Por ello, la presencia de “lo indio” en las urbes sólo
ha sido considerada como un residuo de antiguas poblaciones del
lugar, una invasión necesariamente velada y siempre foránea de
inmigrantes procedentes de las regiones indígenas o la muy visible
presencia de pordioseros y personal doméstico subordinado. En
otras palabras, en la geografía cultural de la etnicidad mexicana, lo
urbano es un espacio vedado a los indígenas, quienes pertenecen
esencialmente al ámbito rural, y por ello los que se aventuran en
nuestras ciudades terminan por perder su identidad, se ven obliga-
dos a ocultarla o son condenados a una marginalidad lamentable.
En este texto propondré algunas hipótesis históricas y antropoló-
gicas para explicar los orígenes de esta relación negativa entre indíge-
nas y ciudades, o más bien de la percepción que hemos construido al
respecto; siempre con el objetivo de criticar y deconstruir las premisas
que la han sustentado y la han justificado. Mi propósito es cuestionar
la obviedad histórica de este modelo de exclusión y poner en entre-
dicho la naturalidad con la que los habitantes de nuestras propias
ciudades y también los antropólogos y los historiadores asumimos que
“lo indio” para ser realmente indígena no puede ser urbano, y que lo
urbano, para ser realmente urbano no puede ser indígena.
Para lograrlo compararé esta particular configuración geográfica e
identitaria, que llamaré el “caso mexicano”, con otras configuraciones en
que los indígenas no han sido considerados ajenos al espacio urbano:
en nuestro propio país, Tlaxcala en el centro de México y Juchitán en

4
Ibidem, p. 88.

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232 FEDERICO NAVARRETE LINARES

la región del istmo de Tehuantepec; en Perú, Guatemala y el Ecuador,


las ciudades de El Cuzco, Quetzaltenango y Otavalo, respectivamente.
Mi objetivo, más que hacer historia de las ciudades será presen-
tar un esbozo de la historia de las relaciones interétnicas en las ciu-
dades, una continuación de las investigaciones sobre el tema que he
realizado a lo largo de muchos años. Al final de esta revisión apun-
taré a la posibilidad de encontrar nuevos acomodos geográficos y
culturales para el “caso mexicano“, más acordes con las nuevas rea-
lidades demográficas y sociales de nuestro país.

eL “caSo Mexicano”

Cuando Bonfil dio por sentado que las ciudades mexicanas se contra-
ponían a lo indígena por haber sido la sede de la dominación colonial
y estatal y también el espacio privilegiado de despliegue de la confi-
guración cultural e identitaria que él llamó “México imaginario”, y
que nosotros llamaremos identidad étnica hispana y mestiza, hizo eco
tanto de una realidad histórica como de una convicción muy acendra-
da en la memoria histórica y en el pensamiento social mexicano.
Una de las formulaciones más rigurosas de esta concepción es
el modelo geográfico propuesto por Gonzalo Aguirre Beltrán en su
obra clásica Regiones de refugio. En ella, se plantea la contraposición
sistemática entre las ciudades, donde viven los criollos o mestizos, y
desde las cuales se ejerce el poder político y económico, y las regio-
nes rurales periféricas habitadas por las “minorías indígenas”. Agui-
rre Beltrán demuestra de manera brillante cómo las identidades
étnicas y culturales de las poblaciones indígenas campesinas se han
hecho inseparables de ese entorno geográfico y ecológico en el que
se vieron obligadas a refugiarse. Propone también que han sido re-
legadas por el proceso dominical, es decir por la dominación colo-
nial y nacional, a una situación de subordinación que, entre otras
cosas, les veda el acceso pleno a la vida urbana.5

5
Gonzalo Aguirre Beltrán, Regiones de refugio: el desarrollo de la comunidad y el
proceso dominical en Mesoamérica, México, Fondo de Cultura Económica/Universi-
dad Veracruzana, 1991, 371 p.

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PENSANDO LOS INDÍGENAS URBANOS Y LAS CIUDADES INDÍGENAS 233

La propuesta de Aguirre Beltrán está en consonancia con otras


descripciones históricas de la campesinización casi completa de los
indígenas de los valles centrales de México, los de Toluca, México y
Puebla-Tlaxcala, la región donde se establecieron algunos de los
principales asentamientos urbanos españoles, como las de James
Lockhart, Friedrich Katz y John Tutino.6
Este proceso de campesinización se inició con la reorganización
territorial y la repartición de tierras desocupadas a las comunidades
indígenas durante la terrible crisis demográfica del siglo xvi que
convirtió en agricultores comunitarios a amplios grupos de la po-
blación autóctona de Mesoamérica que anteriormente vivían en ciu-
dades o se dedicaban a otras actividades, como jornaleros. No sin
cierta ironía, Katz se ha referido a este proceso como una “especie
de reforma agraria”.7
El proceso continuó con la disolución de los grupos nobles indí-
genas con raigambre anterior a la conquista, a fines del siglo xvi y
principios del xvii.8 Aunque este proceso tendió a homogeneizar a
las sociedades indígenas como colectividades campesinas, sin una
estratificación social interna tan marcada como la que había existido
en tiempos prehispánicos, no significó la desaparición de las dife-
rencias sociales en su seno.9 De hecho, los “Títulos primordiales”,
escritos a partir de la segunda mitad del siglo xvii muestran clara-
mente la supervivencia de un grupo dirigente en el interior de las
comunidades campesinas, encargado de defender la tierra y muy
celoso de mantener sus privilegios.10

6
James Lockhart, The Nahuas After the Conquest, Stanford (California), Stanford
University Press, 1992, 650 p.; Friedrich Katz, “Rural Uprisings in Preconquest and
Colonial Mexico”, en Friedrich Katz (ed.), Riot, Rebellion and Revolution. Rural Social
Conflict in Mexico, Princeton, Princeton University Press, 1988, p. 67-94; John Tuti-
no, “Agrarian Social Change and Peasant Rebellion in Nineteenth Century Mexico:
The Example of Chalco”, en Friedrich Katz (ed.), Riot, Rebellion and Revolution. Ru-
ral Social Conflict in Mexico, Princeton, Princeton University Press, 1988, p. 95-140.
7
Katz, “Rural Uprisings…”, p. 79.
8
José Rubén Romero Galván, Los privilegios perdidos: Hernando Alvarado Tezo-
zómoc, su tiempo, su nobleza y su Crónica mexicana, México, Universidad Nacional
Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, 2003, 168 p.
9
James Lockhart, The Nahuas After…, p. 94-140.
10
Paula López Caballero (ed.), Los Títulos Primordiales del centro de México, Mé-
xico, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2003, 351 p.

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234 FEDERICO NAVARRETE LINARES

Finalmente, a partir de la recuperación demográfica de media-


dos del siglo xvii estas comunidades establecieron una relación
laboral y comercial simbiótica con las ciudades y las haciendas. Las
comunidades dejaron de ser capaces de asegurar la autosubsisten-
cia de sus pobladores, por lo que éstos no tuvieron más remedio
que vender su mano de obra excedente en los espacios económicos
criollos para poder comprar alimentos. Por otra parte, las hacien-
das y las ciudades dependían de este excedente de mano de obra
indígena.11
Desde nuestra perspectiva, lo importante es que los dos ámbitos,
el indígena, campesino y comunitario, y el hispanoparlante, urbano
o de la hacienda, convivían sin mezclarse ni integrarse y que a las
dos partes les interesaba mantener esta separación. Las comunida-
des defendían con ahínco su autonomía local, basada en la propie-
dad colectiva de la tierra, representada simbólicamente por el santo
patrono y actualizada ritualmente por el complejo de fiestas vincu-
lado a esta figura.12 Al mismo tiempo, no podían dejar de participar
en la economía urbana y de las haciendas. Los hacendados, por su
parte, se apoderaron de las mejores tierras de las comunidades a lo
largo de los siglos y fueron erosionando más y más su capacidad de
autosubsistencia, para garantizarse así una fuente inagotable de tra-
bajadores. Sin embargo, nunca las despojaron completamente, pues
no tenían la necesidad económica ni política de mantener una po-
blación subordinada de tiempo completo. Desde su punto de vista
era mejor pagar a los indios por su excedente de trabajo cuando éste
resultaba más necesario que convertirlos en peones de tiempo com-
pleto a los que había que alimentar todo el año; igualmente los in-
dios que trabajaban en las ciudades no eran deseados en ellas como
residentes permanentes, sino como inmigrantes temporales.
Además, a lo largo del periodo colonial la Corona mantuvo una
política de mediación para impedir que ningún sector social conquistara

Tutino, “Agrarian Social…”, p. 98-101.


11

Federico Navarrete Linares, “El culto a los santos patronos y la resistencia


12

comunitaria: la compleja relación entre la cristiandad y la búsqueda de identida-


des indígenas en el México colonial”, en Carlos Mondragón (ed.), El cristianismo
en perspectiva global: impacto y presencia en Asia, Oceanía y las Américas, México, El
Colegio de México, en prensa.

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PENSANDO LOS INDÍGENAS URBANOS Y LAS CIUDADES INDÍGENAS 235

demasiado poder y se pudiera convertir en una amenaza para su so-


beranía. Por ello, aunque favorecía en general las posturas y los inte-
reses de los españoles, de acuerdo con la lógica del régimen colonial,
les impidió apropiarse de las tierras de las comunidades indígenas;
esta defensa de la propiedad comunitaria servía además para mante-
ner a los indígenas como tributarios directos del gobierno español.
Esta forma de coexistencia simbiótica entre comunidades rurales
indígenas y haciendas y ciudades hispanas estableció, mantuvo y
acendró la dicotomía entre ambos espacios en amplias regiones de
la Nueva España. Algunas variables cambiaban: en ciertas regiones,
como Oaxaca o Yucatán, las comunidades podrían conservar más
capacidad de autosubsistencia económica y por ello tendrían menos
necesidad de participar en los circuitos comerciales no indígenas;
esto significaba que los hacendados y pobladores de las ciudades
tenían que recurrir a repartimientos, compras forzosas y otros me-
canismos coercitivos para hacerlos trabajar para ellos.13 Sin embar-
go, esto también contribuía a fortalecer la segregación geográfica
entre los indígenas rurales y los habitantes hispanos de las urbes.
Otra clave de esta configuración étnico-espacial residía en el
control que los grupos hispanos establecieron sobre los mercados y
el intercambio regional e interregional, permitiendo a la población
indígena participar únicamente de una manera subordinada. Cuan-
do examinemos los casos de ciudades indígenas en América veremos
que en todos ellos las élites indígenas mantuvieron cierto grado de
control sobre las redes comerciales, en contraste con lo que aconte-
ció en el “caso mexicano”.
La segregación, desde luego, era reforzada, confirmada y oficia-
lizada por la separación jurídica de las repúblicas de indios. Como
bien sabemos, esta separación fue un ideal siempre añorado, regular-
mente defendido y continuamente violado (como suelen ser los idea-
les en nuestro país). Sin embargo, como señala Felipe Castro, los
españoles vinculaban su propio ámbito legal y social con el espacio
urbano, pues consideraban que las ciudades eran los únicos lugares
13
Nancy M. Farriss, “Indians in Colonial Yucatan: Three Perspectives”, en
Murdo J. MacLeod y Robert Wasserstrom (eds.), Spaniards and Indians in Southeas-
tern Mesoamerica. Essays on the History of Ethnic Relations, Lincoln/Londres, Univer-
sity of Nebraska Press, 1983, p. 1-39.

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236 FEDERICO NAVARRETE LINARES

donde imperaba la verdadera “policía” que ellos buscaban imponer


en estas tierras paganas; por ello, por su naturaleza, los indígenas no
podían pertenecer a ese espacio privilegiado y poderoso.14

LoS indioS en LaS ciudadeS

Sin embargo, la segregación étnica y espacial entre campo indígena


y ciudad española no representaba toda la realidad social novohis-
pana. No hay que olvidar que en todas las ciudades de la Nueva
España, y particularmente en la ciudad de México construida sobre
los despojos de la antigua capital mexica, vivía una importante po-
blación indígena originaria, organizada en un sistema de barrios y
cabildos desde el siglo xvi.
Esta población indígena fue segregada espacialmente de la es-
pañola al ser exiliada de la llamada “traza”, es decir, fuera del plano
reticular y regular, símbolo de la policía y la razón, que caracteriza-
ba a los asentamientos coloniales.15 Los barrios indígenas de los
alrededores, según incontables observadores, se distinguían de ese
centro ordenado por su desorden espacial, su suciedad y su poca
civilidad. Es decir, eran espacios que no se consideraban plenamen-
te pertenecientes al ámbito urbano privilegiado por los españoles,
aunque en la práctica su población era una parte esencial de la vida
urbana. Los indígenas urbanos, en primer lugar, eran proveedores
de alimentos locales, de leña y de madera para la construcción y la
confección de muebles. También ejercían oficios, como fabricar za-
patos o elaborar textiles, muchas veces compitiendo de manera di-
recta con los artesanos de origen español organizados en gremios.
Eran desde luego arrieros y cargadores. Igualmente trabajaban

14
Felipe Castro, “Los indios y la ciudad. Panoramas y perspectivas de investi-
gación”, en Felipe Castro (coord.), Los indios y las ciudades de Nueva España, Méxi-
co, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones His-
tóricas, 2010, p. 9-33.
15
Paul Charney, “ ‘Much Too Worthy…’: Indians in Seventeenth-Century Lima”,
en Dana Velasco Murillo, Mark Lentz y Margarita R. Ochoa (eds.), City Indians in
Spain’s American Empire. Urban Indigenous Society in Colonial Mesoamerica and Andean
South America, 1530-1810, Sussex, Sussex Academic Press, 2012, p. 87-103.

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PENSANDO LOS INDÍGENAS URBANOS Y LAS CIUDADES INDÍGENAS 237

como personal de servicio y en tal condición penetraban a los espa-


cios domésticos más íntimos y recónditos de las casas españolas.
En suma se puede afirmar que las ciudades españolas, y no sólo
la capital del reino, sino también las nuevas fundaciones, como Va-
lladolid o Puebla, no hubieran podido funcionar sin sus barrios in-
dígenas, aunque fueron construidas de espaldas a ellos.16
Si los indios nativos de las ciudades (o avecindados en ellas des-
de hacía tiempo) eran una presencia necesaria pero indeseable, lo
eran más los indígenas inmigrantes o trashumantes que entraban y
salían de las urbes de manera difícil de controlar, muchas veces para
horror e intranquilidad de quienes se consideraban los únicos due-
ños legítimos de ese espacio, fueran españoles o indígenas.17
Claro que estos indígenas no eran en realidad intrusos ajenos a
la ciudad, sino participantes de las redes políticas, de trabajo forzo-
so, de intercambio y dependencia económica, con las que la urbe,
como capital y sede del poder español, gobernaba, explotaba y su-
bordinaba el ámbito rural.
La contradicción entre la necesidad de tener cerca a los indíge-
nas y el miedo que despertaba su incómoda cercanía era particular-
mente patente en el caso de los empleados domésticos. Y aquí hay
que recordar que la presencia de las personas de origen africano
generaba un resquemor análogo que llevó en varias ocasiones a des-
enlaces violentos.
Por otro lado suele repetirse que las ciudades novohispanas se
convirtieron en ámbitos de “mestizaje” o “melting-pots”, dos expre-
siones frecuentes en la ideología racialista contemporánea y también
en el discurso académico que prefiero usar entre comillas porque no
me dejan enteramente satisfecho.
Esto quiere decir, en primer lugar, que las ciudades fueron un
espacio donde hombres españoles y mujeres indígenas, la pareja
paradigmática de nuestra ideología del mestizaje, tuvieron relaciones

16
Dana Velasco Murillo y Pablo Miguel Sierra Silva, “Mine Workers and Wea-
vers: Afro-Indigenous Labor Arrangements and Interactions in Puebla and Zaca-
tecas, 1600-1700”, en Dana Velasco Murillo, Mark Lentz y Margarita R. Ochoa
(eds.), City Indians in Spain’s American Empire. Urban Indigenous Society in Colonial
Me, Sussex, Sussex Academic Press, 2012, p. 104-127.
17
Felipe Castro, “Los indios y la ciudad…”, p. 9-33.

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238 FEDERICO NAVARRETE LINARES

y se reprodujeron, prohijando estirpes “mestizas”. Sin embargo, el


hecho del intercambio de información genética, cuya diferencia ori-
ginal no podemos siquiera calificar con certidumbre, no es de por sí
interesante, ni tiene trascendencia más allá de la historia genómica.
Más allá de esta primera formulación biologizante, se puede
decir de manera llana y evidente que en las ciudades los indígenas
estaban expuestos a un mayor contacto con grupos de culturas e
identidades diferentes y por lo tanto transformaron las suyas con
mayor velocidad que en el ámbito rural. Todos los observadores e
historiadores coinciden en que los indígenas adoptaron elementos
clave de la cultura material, religiosa y política europea y que lo
hicieron a una velocidad sorprendente. Este intercambio cultural
fluyó, no sobra decirlo, en ambas direcciones, pues también los es-
pañoles y los criollos, los afroamericanos y los mestizos, tomaron
elementos culturales de los indígenas.
Por estas razones, Luis Fernando Granados al describir a los
indígenas de la ciudad de México a fines del siglo xviii los califica
como “extraños”:

[…] extraños dado que a fines del siglo xviii hablaban castellano,
tenían nombres españoles y no eran agricultores sino artesanos y
proletarios en ciernes, y no obstante seguían manteniendo repúblicas,
barrios, santos particulares y un modo peculiar de relacionarse con el
espacio urbano.18

Lo que extraña a Granados es que los cambios en la cultura material,


en las actividades económicas, en la vestimenta y en la lengua misma
de los indígenas urbanos no necesariamente implicaron la transfor-
mación, o disolución, de sus identidades étnicas, centradas en la
organización barrial y en ciertas prácticas de posesión de la tierra y
de organización comunitaria.
Como ha mostrado Andrés Lira, en el siglo xix, después de tres
siglos de “aculturación”, los barrios indígenas de la ciudad de Mé-

18
Luis Fernando Granados, “Pasaportes neoclásicos. ‘Identidad’ y cobro de
tributo indígena en la ciudad de México borbónica”, en Felipe Castro (coord.), Los
indios y las ciudades de Nueva España, México, Universidad Nacional Autónoma de
México, Instituto de Investigaciones Históricas, 2010, p. 374.

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PENSANDO LOS INDÍGENAS URBANOS Y LAS CIUDADES INDÍGENAS 239

xico seguían siendo importantes actores de la vida urbana.19 Esta


continuidad en la identidad étnica indígena era algo que era dado
por sentado tanto por extraños, es decir, por los hispanos que veían
con desconfianza y temor a los indios que caminaban por las calles
de la ciudad, como por propios, es decir por los miembros de los
barrios, como los principales de Santiago Tlatelolco, quienes en
1820 defendieron su continuidad por medio de esta elocuente frase
citada por Lira: “Aunque por el nuevo sistema de cosas queda supri-
mida la Parcialidad, quedan siempre los naturales que la componen
y conservan todos sus bienes para atender con ellos los objetos propios
a que están destinados […]”.20 De acuerdo con esta autodefinición, el
barrio indígena es en primer lugar un conjunto de “naturales”, es
decir un grupo humano con una continuidad en el tiempo; en se-
gundo lugar es un conjunto de bienes, es decir tierras, edificios,
cajas de comunidad, e, implícitamente, las autoridades que los ad-
ministran. En suma es un grupo étnico que tiene una “identidad”
claramente reconocible ante propios y extraños, por eso resultaba
“natural” hablar de “naturales” como lo hicieron los tlatelolcas, pero
que también tiene una institucionalidad política y social que le per-
mite fungir como tal. Tan fuerte era este entramado que no desapa-
reció ni siquiera cuando el liberalismo decimonónico proclamó la
disolución instantánea de los grupos étnicos indígenas por medio
del simple expediente de terminar con el uso de la categoría legal
de “indio”; justamente el “nuevo sistema de cosas” al que se refieren
los naturales. En un artículo reciente, Margarita Ochoa ha cuestio-
nado también el supuesto “mestizaje” de los indígenas de la ciudad
de México, enfatizando que incluso su utilización del idioma caste-
llano en documentos legales puede ser interpretada como una es-
trategia para defender su identidad barrial.21

19
Andrés Lira, Comunidades indígenas frente a la ciudad de México. Tenochtitlan y
Tlatelolco, sus pueblos y barrios, México, El Colegio de México, 1972, 427 p.
20
Ibidem, p. 23.
21
Margarita R. Ochoa, “Culture in Possessing: Land and Legal Practices
among the Natives of Eighteenth-Century Mexico City”, en Dana Velasco Mu-
rillo, Mark Lentz y Margarita R. Ochoa (eds.), City Indians in Spain’s American Em-
pire. Urban Indigenous Society in Colonial Me, Sussex, Sussex Academic Press, 2012,
p. 199-220.

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240 FEDERICO NAVARRETE LINARES

El hecho de que los indígenas hubieran adoptado elementos de


la cultura europea no necesariamente debilitaba sus identidades
étnicas, sino que esos elementos “extraños”, como las cofradías o las
figuras del santo patrono, podían ser utilizados como nuevas ban-
deras para definir sus identidades y para diferenciarse de los no
indígenas. Las identidades étnicas no son meras prolongaciones de
la cultura ni reflejos automáticos de esencias raciales o lingüísticas,
sino construcciones históricas siempre cambiantes que retoman ele-
mentos culturales muy heterogéneos y de orígenes muchas veces
diversos para construir solidaridades y definir fronteras. Estas cons-
trucciones identitarias étnicas son siempre políticas, pues tienen que
ver con el poder y las relaciones económicas y sociales.22
Por otro lado, no hay que olvidar que la lógica social novohispa-
na, como la de cualquier antiguo régimen, no tendía a la homoge-
neización y la igualación entre los grupos, sino a la diferenciación y
a la jerarquización. Por ello resulta claro que estos complejos y con-
tradictorios procesos de interacción política, cultural y económica
no pueden ser comprendidos cabalmente en términos de “mezcla”
y “homogeneización”, que es a lo que las metáforas del mestizaje nos
conducen inevitablemente.
Estas descripciones nos muestran, por lo demás, que, lejos de
ser espacios realmente no indígenas, México y las otras ciudades
novohispanas, e incluso la Lima peruana, ese enclave colonial fun-
dado tan lejos de la antigua capital indígena de El Cuzco, funciona-
ban como espacios de convivencia interétnica donde era tarea ince-
sante e indispensable demarcar límites, confirmar segregaciones,
desplazar a los indígenas de los espacios que no deberían ocupar,
pero también negociar con ellos y escuchar sus voces, decididas a
defender la continuidad de sus identidades étnicas en ámbitos que
consideraban propios con todo derecho.
Esta dinámica partía, desde luego de la incuestionable subordi-
nación política, económica y social de los indígenas, incluida su no-
bleza, a los españoles y criollos. Esto no es ninguna sorpresa, des-
pués de todo en la Nueva España existió un régimen colonial en

Federico Navarrete Linares, Las relaciones interétnicas en México, México,


22

Universidad Nacional Autónoma de México, 2004 133 p.

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PENSANDO LOS INDÍGENAS URBANOS Y LAS CIUDADES INDÍGENAS 241

todo el sentido de la palabra: es decir, una forma de gobierno fun-


dada en la segregación entre colonizadores y colonizados y en la
sujeción y explotación de los últimos.23
Sin embargo, lo que está en juego en la discusión que quiero
plantear hoy es una forma de dominación más sutil, la hegemonía,
tal como la concibió Antonio Gramsci, esa convicción compartida
tanto por dominadores como por dominados, o en este caso, por
colonizadores y colonizados, de que el orden de las cosas es natural
y no puede ser de otra manera, ese “prestigio” que se reconoce a los
dominadores debido a su posición de poder.24 En este caso, lo que
está en juego es la hegemonía que ejercía la identidad y la cultura
hispana dentro del espacio urbano.
Para entender lo que significaba esta hegemonía, propongo aho-
ra que examinemos otras ciudades americanas que podemos consi-
derar “indígenas” tanto en el periodo colonial como en el contem-
poráneo: el Cuzco en Perú y Tlaxcala en el centro de México, para
el primer periodo; Juchitán en Oaxaca, Otavalo en el Ecuador, y
Quetzaltenango en Guatemala, para el segundo.

LaS ciudadeS indígenaS

El Cuzco

La situación de la ciudad de México y de otras ciudades novohispa-


nas contrasta con la que imperó en El Cuzco, en Perú, a lo largo del
periodo colonial, hasta la rebelión de Túpac Amaru, el segundo, en
1780. En esa ciudad, que no era la capital del virreinato pero que era
sin duda el centro político, religioso y económico de los Andes, la

23
En la literatura histórica sobre colonialismo ésta es la definición más básica
y universal que se ha planteado de los muy diferentes regímenes coloniales estable-
cidos a partir del siglo xv en América, África y Asia. Véanse, por ejemplo, Jürgen
Osterhammel, Colonialism: A Theoretical Overwiew, Princeton, Marcus Wiener Publish-
ers, 2005, 145 p., o David Abernethy, The Dynamics of Global Dominance: European
Overseas Empires 1415-1980, New Haven, Yale University Press, 2000, 524 p.
24
Antonio Gramsci, “Cuaderno 12 (xxix) 1932. Apuntes y notas dispersas
para un grupo de ensayos sobre la historia de los intelectuales”, en Cuadernos de la
cárcel, México, Era, 1986, v. 4, p. 357.

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242 FEDERICO NAVARRETE LINARES

posición hegemónica no correspondía a las élites hispanas, sino a la


élite indígena compuesta fundamentalmente por los descendientes
de los antiguos linajes reales incas y de la aristocracia incaica.
Una evidencia espectacular de esta hegemonía se encuentra en
el ciclo de pinturas dedicadas a retratar la fiesta de Corpus Christi
pintadas en el siglo xvii. En este ambicioso programa pictórico en-
cargado por miembros destacados de la aristocracia nativa y pintado
en el estilo característico de la llamada “escuela cuzqueña” de pintu-
ra, los nobles indígenas ocupan claramente un papel protagónico en
el ritual y en el espacio público; los criollos y los clérigos los acom-
pañan pero nunca los subordinan.
La hegemonía ejercida por esta orgullosa aristocracia era evidente
también en los programas iconográficos de los edificios jesuitas de El
Cuzco, la orden religiosa que era su principal aliada. A la fecha, la
traza urbana de El Cuzco refleja menos las fantasías ortogonales del
poderío español que las complejas alineaciones cronotópicas andinas
y la topografía del poder incaico. Esta continuidad se mostraba también
en la realización de rituales públicos de culto a los antepasados incas.25
Tan fuerte era el predominio indígena que la aristocracia criolla
local, así como los peninsulares más pujantes, se integraron a ella
en busca del ascenso social. El resultado fue un rápido intercambio
cultural que acercó a los aristócratas indígenas a la nobleza hispana,
pero que nunca puso en entredicho su identidad étnica incaica.26
Esta identidad, por otro lado, era compartida con la población
indígena campesina y rural que también otorgaba una gran signifi-
cación a la figura del inca, y en particular del inca decapitado, y que
reconocía un cierto grado de legitimidad al poder que los curacas
aristócratas ejercían sobre ellos en su función de intermediarios con
el régimen colonial.27

25
Carolyn Dean, Inka Bodies and the Body of Christ: Corpus Christi in Colonial
Cusco, Peru, Durham, Duke University Press, 1999, 288 p.
26
Steve J. Stern, Los pueblos indígenas del Perú y el desafío de la conquista española,
Madrid, Alianza, 1982, 358 p.; Luis Eduardo Wuffarden, “La descendencia real y
el ‘renacimiento inca’ en el virreinato”, en Natalia Majluf et al., Los incas, reyes del
Perú, Lima, Banco de Crédito, 2005, p. 175-251.
27
Jan Szeminski, La utopía tupamarista, Lima, Pontificia Universidad Católica
del Perú, 1993, 297 p.

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PENSANDO LOS INDÍGENAS URBANOS Y LAS CIUDADES INDÍGENAS 243

Esta función de intermediación era el fundamento del poder


económico y político que los aristócratas incaicos ejercían sobre la
población campesina y, por otro lado, de su posición privilegiada
frente al régimen español, que los necesitaba para poder extraer
eficientemente el tributo y controlar a las masas indígenas.
El contraste entre El Cuzco y las ciudades novohispanas nos
permite clarificar algunos puntos que ya se habían planteado en la
discusión del “caso mexicano”. El primero es, desde luego, que
ninguna ciudad, sea indígena o hispana, es viable sin vínculos es-
trechos con sus entornos rurales, a los que subordina y de los que
vive. En el caso de la Nueva España, estos vínculos se construyeron
a partir de una diferenciación étnica muy clara entre ambos espa-
cios y una jerarquización tajante que relegaba a las identidades
étnicas indígenas a un papel subordinado correspondiente al mun-
do rural y reservaba la posición hegemónica y urbana a la cultura
y la etnicidad hispanas. Los mismos indios urbanos novohispanos
estaban subordinados a esa jerarquía y por ello desempeñaban un
papel considerado marginal en la vida de las ciudades, además de
que no parecen haber cumplido una función dirigente significativa
respecto de los indios rurales.
En los Andes peruanos, en cambio, la misma relación entre ciudad
dominante y entorno rural no se estableció por medio de una espa-
cialización tan tajante de las diferencias étnicas, pues la aristocracia
indígena ocupaba una posición hegemónica en la ciudad y ejercía una
importante función de control y dominación sobre las masas rurales.
Esto permitió que la antigua capital del tawantinsuyu incaico siguiera
siendo indígena de una manera visible e incontestable, a la vez que
Lima fungió como capital del virreinato del Perú. En estas tierras, en
cambio, la antigua capital de la Triple Alianza mexica, convertida
en capital de la Nueva España, se hispanizó aceleradamente.

Tlaxcala

En la ciudad de Tlaxcala encontramos una configuración similar a la de


El Cuzco, pero con un “sabor” cultural muy diferente: una élite indíge-
na que mantuvo el control político sobre su ciudad y las regiones rurales

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244 FEDERICO NAVARRETE LINARES

de los alrededores y que fue capaz de generar una identidad étnica


que se mantuvo a lo largo de la mayor parte del periodo colonial.28
Sin embargo, esta identidad parece a primera vista menos indígena
que la andina porque estaba centrada en la adopción decidida de la
religión cristiana y de lo que Foster definió como la cultura española
de la conquista,29 cimentada en la alianza y el vasallaje de los tlaxcal-
tecas ante la Corona española. En suma, mientras los aristócratas
andinos y sus aliados hispanos se vistieron de incas, los tlaxcaltecas se
vistieron de conquistadores hispanos, como sus aliados españoles.
Este “sabor” occidentalizado y colonizado, sin embargo, no debe
engañarnos. Me parece que la identidad tlaxcalteca colonial, materia-
lizada en documentos visuales como el Lienzo de Tlaxcala y en rituales
públicos y religiosos que conmemoraban la colaboración tlaxcalteca
en la conquista,30 fue al mismo tiempo más que capaz de articular y ci-
mentar una muy exitosa estrategia de defensa de la autonomía política
de Tlaxcala y de la continuidad de su élite dominante.
De hecho, si atendemos a la interesante propuesta de Jovita Baber,
fue la iniciativa diplomática tlaxcalteca para negociar una relación
política de alianza y mutuo respeto con la Corona española la que
sentó las bases históricas y jurídicas del régimen de Repúblicas de
Indios que luego se generalizaría en la Nueva España y más allá.31
Por otro lado, la versión construida por los tlaxcaltecas de la
historia de la conquista, que atribuía una importancia fundamental
a la alianza de Tlaxcala con los españoles para lograr la sujeción de
los mexicas y del resto del territorio novohispano y que hacía de la
Malinche una representación mitificada del papel intermediario de

28
Andrea Martínez Baracs, Un gobierno de indios: Tlaxcala, 1519-1570, Méxi-
co, Fondo de Cultura Económica/Centro de Investigaciones y Estudios sobre An-
tropología Social/Colegio de Historia de Tlaxcala, 2008, 530 p.
29
George M. Foster, Cultura y conquista. La herencia española de América, Xala-
pa, Universidad de Veracruz, 1960, 467 p.
30
Federico Navarrete Linares, “La Malinche, la Virgen y la montaña: el juego
de la identidad en los códices tlaxcaltecas”, Revista História, 2008, v. 26, n. 2,
p. 288-310.
31
R. Jovita Baber, “Empire, Indians, and the Negotiation for the Status of
City in Tlaxcala, 1521-1550”, en Ethelia Ruiz Medrano y Susan Kellogg (eds.),
Negotiation within Domination: New Spain’s Indian Pueblos Confront the Spanish State,
Boulder, University Press of Colorado, 2010, p. 19-44.

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PENSANDO LOS INDÍGENAS URBANOS Y LAS CIUDADES INDÍGENAS 245

la propia Tlaxcala,32 se hizo profundamente influyente en la memo-


ria indígena y popular mexicana sobre los acontecimientos del siglo
xvi, y se puede encontrar incluso en la Relación de Querétaro, escrita
por los otomíes del Bajío en el siglo xviii y en la riquísima tradición
de las danzas de concheros.33 Sólo el nacionalismo mexicano del
siglo xx la ha encajonado al lado de las “visiones de los vencidos”,
negando así su significado más íntimo y más subversivo para la he-
gemonía hispana y mestiza en nuestro país.
Más allá de este asunto, que merece una discusión aparte, el hecho
es que la élite tlaxcalteca también debió su importancia en el perio-
do colonial a su capacidad de negociación entre el gobierno virreinal,
sus vecinos hispanos en Puebla y su propia población campesina.

Juchitán

John Tutino ha identificado una dinámica parecida, aunque a esca-


la más modesta, en la ciudad zapoteca de Juchitán, en el istmo de
Tehuantepec, en el México independiente:

La cultura de la resistencia zapoteca al poder estatal y otros intrusos


foráneos estaba plenamente establecida y arraigada en Juchitán para
la década de 1840. Ya se había establecido una élite local que seguía
siendo orgullosamente zapoteca, demandaba autonomía local y bus-
caba lucrar del comercio local. Algunos de estos notables zapotecos
sentían la tentación de colaborar con los poderosos foráneos. Pero
cuando los poderes externos resultaban demasiado intrusivos y ame-
nazaban la preeminencia de la élite juchiteca, los notables zapotecos
buscaban una y otra vez ganarse el apoyo de los campesinos del istmo.
Para movilizar a esos grupos populares, los dirigentes juchitecos man-
tenían su compromiso con la visión campesina de que las tierras y
el agua debían ser recursos comunitarios disponibles para todos.
Los notables podrían tener más tierra que los demás, algunos eran
modestos pequeños propietarios y muchos lucraban con el comercio
de los productos de los campesinos. Pero la capacidad de los notables

Navarrete Linares, “La Malinche, la Virgen…”.


32

Rafael Ayala Echavarri (ed.), “Relación histórica de la conquista de Querétaro”,


33

Boletín Mexicano de Geografía y Estadística, 1948, v. 66, p. 109-152; Arturo Warman, La


danza de Moros y Cristianos, México, Secretaría de Educación Pública, 1972, 167 p.

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para movilizar el apoyo masivo de los campesinos dependía de su de-


fensa de la visión campesina zapoteca del acceso común a los recursos.
La cultura zapoteca era el cemento que mantenía unida esta relación.34

En suma, en Juchitán, como en El Cuzco, existía una élite indígena


urbana que servía como intermediaria entre el régimen externo,
nacional en este caso, y la población rural indígena y esto significa-
ba que la diferencia étnica no se construía como una diferencia entre
campo y ciudad. Esta dinámica nos puede ayudar a entender por
qué razones Juchitán es a la fecha la única ciudad que podemos
llamar indígena en el paisaje urbano mexicano.
En su estudio de la insurrección política de la cocei (Coalición
Obrera, Campesina, Estudiantil del Istmo) en esa ciudad en los años
ochenta del siglo xx, Howard Campbell identificó una dinámica
parecida. La tenaz y combativa coalición rebelde que logró enfren-
tarse al autoritarismo priista durante más de una década estaba in-
tegrada por los sectores campesinos y populares de la región, con
una cultura claramente zapoteca, y también por un sector de la
élite juchiteca urbana, que si bien hablaba la lengua zapoteca y se
enorgullecía de su identidad étnica, compartía muchos más elemen-
tos, culturales y sociales, de la cultura mestiza nacional mexicana.
Ambos grupos, pese a las claras diferencias de clase entre ellos,
que se hacían evidentes en la lucha misma, coincidían en definirse de
manera militante como zapotecas y otorgaban a su lengua y cultura
un lugar preeminente en su lucha. Las mismas diferencias surgían en
la relación entre la cocei y el sector, aun más “mestizado”, de la élite
juchiteca que se afiliaba al Pri, pero que también se refería con orgu-
llo a su identidad zapoteca. Como señala el autor, la identidad étnica
zapoteca no creaba un “frente común” de los juchitecos contra los
mestizos foráneos, sino que servía como una herramienta de lucha
entre las clases que integraban la misma comunidad juchiteca.35
34
John Tutino, “Ethnic Resistance: Juchitán in Mexican History”, en Howard
Campbell, Leigh Binford, Miguel Bartolomé y Alicia Barabas (eds.), Zapotec Strug-
gles, Histories, Politics and Representations from Juchitán, Oaxaca, Washington, Smith-
sonian Institution Press, 1993, p. 58-59.
35
Howard Campbell, “Class Struggle, Ethnopolitics and Cultural Revivalism
in Juchitán”, en Zapotec Struggles. Histories, Politics and Representations from Juchitán,
Oaxaca, Washington, Smithsonian Institution Press, 1993, p. 217-218.

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PENSANDO LOS INDÍGENAS URBANOS Y LAS CIUDADES INDÍGENAS 247

En suma, la identidad zapoteca ocupa un lugar hegemónico en


la vida política y urbana de Juchitán, como un referente ritual, dis-
cursivo e identitario al que se deben referir todos los actores políti-
cos, pero no constituye una ideología que los unifique ni un progra-
ma político coherente.
Respecto de este punto conviene recordar que el consenso he-
gemónico tejido entre los aristócratas incaicos y los campesinos an-
dinos a lo largo de tres siglos de dominación española, centrada en
la idealización de la figura del Inca y en la exaltación de la identidad
indígena, terminó por hacerse añicos durante la rebelión de Túpac
Amaru, el segundo, en 1780, cuando quedó claro que los intereses
de la aristocracia indígena estaban con el orden colonial y no con el
proyecto radical de igualación campesina y etnocidio de los españo-
les que emergió entre las masas campesinas al calor de la lucha.36 La
resultante derrota de la rebelión marcó el fin de la hegemonía de la
aristocracia indígena sobre El Cuzco, pues la Corona española pro-
hibió de manera tajante las expresiones públicas de culto al Inca,
persiguió el arte “cuzqueño” y destruyó la parafernalia ritual que los
acompañaba. De todas maneras, como han mostrado los estudios de
Marisol de la Cadena y Charles Walker, El Cuzco siguió siendo una
urbe con una fuerte presencia indígena hasta el siglo xx.37
Por otro lado, hay que hacer una aclaración importante. Lo que
hacía de El Cuzco y de Tlaxcala ciudades indígenas en un contexto
colonial y lo que hace de Juchitán una ciudad indígena en un con-
texto nacional no es tanto lo que podemos llamar su funcionamien-
to “sustantivo”, pues las dos primeras urbes estaban plenamente
integradas al sistema económico y político más amplio del régimen
colonial y la segunda lo está a las redes políticas y económicas del

Steve J. Stern, “The Age of Andean Insurrection, 1742-1782: A Reapprai-


36

sal”, en Steve J. Stern (ed.), Resistance, Rebellion and Consciousness in the Andean
Peasant World, Madison, The University of Wisconsin Press, 1987, p. 34-93; Jan
Szeminski, “Why Kill the Spaniard? New Perspectives on Andean Insurrectionary
Ideology in the 18th Century”, en Steve J. Stern (ed.), Resistance, Rebellion and
Consciousness in the Andean Peasant World, p. 166-192.
37
Marisol de la Cadena, Indigenous Mestizos. The Politics of Race and Culture in
Cuzco, Peru, 1919-1991, Durham, Duke University Press, 2000, 408 p.; Charles
Walker, Smoldering Ashes: Cuzco and the Creation of Republican Peru, 1780-1840, Dur-
ham, Duke University Press, 1999, 330 p.

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248 FEDERICO NAVARRETE LINARES

Estado nacional mexicano. En la práctica, se puede afirmar que El


Cuzco y Tlaxcala no eran ciudades menos coloniales que la ciudad
de México, y que hoy Juchitán no es una ciudad menos “mexicana”
que Monterrey.
La diferencia tampoco estriba únicamente en lo que podríamos
llamar la “cultura real” de sus pobladores, pues hemos visto que la
aristocracia cuzqueña, más allá de sus nostalgias incaicas, se había
aliado matrimonialmente y había adoptado mucho de la cultura de
las élites hispanas, lo que la diferenciaba claramente de la población
campesina andina; igualmente la élite tlaxcalteca, además de haber-
se casado con españoles desde 1519, era experta en mostrar su fi-
delidad cristiana y en enumerar los servicios que había prestado a
la Corona española; por su parte, la élite zapoteca se desenvuelve
con fluidez en la cultura mestiza nacional mexicana, lo que la dife-
rencia de los sectores populares y campesinos de su propia región.
Lo que vuelve “indígenas” a estas ciudades es la “hegemonía”
ejercida por la identidad indígena, su dominancia en la esfera pú-
blica y en el discurso identitario, su visibilidad en rituales y ceremo-
nias. En la ciudad de México y otras urbes mexicanas y peruanas,
como Lima, en cambio, la identidad hispánica y luego mestiza fue-
ron y son a su vez hegemónicas, no porque hayan sido únicas, ni
omnipotentes, sino porque eran y son el lenguaje identitario más
compartido, el que más se ve y se escucha en la esfera pública, el que
articula el conjunto de símbolos y rituales más carismáticos y más
vinculados con el poder.
En otras palabras, alguien que buscara prestigio y poder en El
Cuzco colonial tenía que vestirse de inca; un tlaxcalteca tenía que de-
mostrar su acendrado cristianismo y su pertenencia al Libro del Bece-
rro del Ilustre Ayuntamiento, un padrón de los antiguos nobles de
Tlaxcala instituido a principios del siglo xviii; alguien que busque lo
mismo en Juchitán el día de hoy tiene que hablar zapoteco y proclamar
su orgullosa pertenencia y lealtad a esa identidad étnica, aunque en su
casa se vista de mestizo y hable castellano; inversamente, para acumu-
lar prestigio y poder en la ciudad de México o en Lima colonial o
contemporánea hay que quitarse las ropas indígenas y hablar español.
Estas hegemonías étnicas no tendrían, sin embargo, la eficacia
simbólica que han tenido, si no estuvieran firmemente ancladas en

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PENSANDO LOS INDÍGENAS URBANOS Y LAS CIUDADES INDÍGENAS 249

realidades sociales y económicas más que tangibles. La aristocracia


incaica de El Cuzco y la nobleza tlaxcalteca prosperaron durante el
periodo colonial y por ello dispusieron de los recursos económicos
y del poder político para establecer y conservar su hegemonía gra-
cias a que eran intermediarios clave entre la población campesina
andina y tlaxcalteca y el régimen colonial. Las élites juchitecas par-
ticiparon desde tiempos coloniales en los circuitos comerciales de
exportación de cochinilla e índigo y en el siglo xx se han convertido
en intermediarios entre el Estado y los pueblos indígenas de su re-
gión, no sólo entre los zapotecos sino también entre los huaves y los
mixes, y con frecuencia han desempeñado respecto de ellos un papel
similar al que las élites mestizas tienen respecto de los pueblos indí-
genas de otras regiones del país.38

Otavalo y Quetzaltenango

En Otavalo, Ecuador, otra ciudad indígena en la América contem-


poránea, los productores de textiles y los comercializadores kichwas
han adquirido a lo largo de los siglos una larga experiencia de co-
mercio hacia afuera de la región. Esto les permitió aprender a ne-
gociar condiciones particularmente favorables de intercambio y
apoderarse de las redes comerciales de los textiles producidos en la
zona a partir de 1980. Inició entonces lo que se puede denominar
un asalto a la ciudad misma, que había funcionado tradicional-
mente como una urbe hispana, o un centro dominical en la lógica
de las regiones de refugio definidas por Aguirre Beltrán,39 y se apo-
deraron de buena parte del control de los mercados.
En el año 2000 un indígena fue electo por primera vez como
alcalde de la ciudad. Un componente importante de esta reconfigu-
ración étnica, ha sido, sin duda el “carisma” que tienen los textiles

38
Huémac Escalona Lüttig, Las relaciones interétnicas entre mixes y zapotecos,
1900-1970. El caso de San Juan Guichicovi y Matías Romero, tesis para optar por el
grado de licenciado en Historia, México, Universidad Nacional Autónoma de Mé-
xico, Facultad de Filosofía y Letras, 2004.
39
Gonzalo Aguirre Beltrán, Regiones de refugio: el desarrollo de la comunidad y el
proceso dominical en Mesoamérica, México, Fondo de Cultura Económica, 1991, 366 p.

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250 FEDERICO NAVARRETE LINARES

otavaleños producidos al estilo kichwa en el mapa folclórico ecuato-


riano y mundial, lo que da a la etnicidad cultural kichwa una posi-
ción privilegiada en Otavalo, pues la convierte en una fuente muy
tangible de ingresos además de prestigio.
Lo mismo podría decirse de Guatemala, donde la fortaleza his-
tórica de las élites indígenas de ciudades como Quetzaltenango, Mo-
mostenango, Totonicapan y Chichicastenango, basada en su férreo
control de los sistemas de cargos y del costumbre, es decir, la religión
tradicional, ha sido complementada por exitosas incursiones en los
ámbitos de la producción de textiles, el comercio y el transporte.40
En Quetzaltenango, o Xelahú, se ha dado una interesante rivali-
dad por la hegemonía urbana entre las élites mestizas, que reivindican
el topónimo náhuatl para nombrar a la ciudad y se consideran here-
deras de los conquistadores encabezados por Pedro de Alvarado, y las
indígenas, que se refieren a la ciudad con su tradicional nombre maya.
A lo largo del siglo xix, las élites quichés de la ciudad mantuvieron
su poder en una alcaldía indígena y fungieron como intermediarios
entre el Estado nacional y los grupos populares quichés, urbanos y
campesinos, defendiendo, al igual que las élites zapotecas, la propie-
dad comunal y las estrategias tradicionales de apropiación y de ex-
plotación de los recursos colectivos. Cuando la alcaldía indígena fue
abolida en 1894, la élites nativas fueron excluidas de manera repeti-
da, pero nunca completa, del poder municipal y asumieron una nue-
va estrategia de defensa de su posición, centrada en la reivindicación
de su identidad étnica, marcada entre otros signos externos por el
uso del traje tradicional femenino y por un discurso de defensa de
la “raza” indígena oprimida, definida ya no tanto en los términos

40
Robert M. Carmack, “Spanish-Indian Relations in Highland Guatemala,
1800-1944”, en Murdo J. MacLeod y Robert Wasserstrom (eds.), Spaniards and In-
dians in Southeastern Mesoamerica. Essays on the History of Ethnic Relations, Lincoln/Lon-
dres, University of Nebraska Press, 1983, p. 215-252; Robert M. Carmack, “State and
Community in Nineteenth-Century Guatemala: The Momostenango Case”, en Ca-
rol A. Smith (ed.), Guatemalan Indians and the State: 1540 to 1988, Austin, University
of Texas Press, 1990, p. 116-136; Barbara Tedlock, Time and the Highland Maya, Albu-
querque, University of New Mexico Press, 1992, 293 p.; Richard N. Adams, “Strate-
gies of Ethnic Survival in Central America”, en Greg Urban y Joel Sherzer (eds.),
Nation States and Indians in Latin America, Austin, University of Texas Press, 1991,
p. 181-206.

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PENSANDO LOS INDÍGENAS URBANOS Y LAS CIUDADES INDÍGENAS 251

corporativos de raigambre colonial sino de acuerdo con los nuevos


discursos racialistas del discurso liberal hegemónico. Pese a su relativa
marginalización, y a la constante discriminación y segregación a la que
era sometida, la población urbana indígena de Quetzaltenango fundó
en 1972 un movimiento político etnicista, Xel-Jú, llamada así en honor
del topónimo maya de la ciudad, que conquistó el poder en 1995.41
Un elemento común a todos estos ejemplos de ciudades indíge-
nas es también la existencia de una clara estratificación en el seno
de las sociedades indígenas. El orgullo aristocrático de los nobles
cuzqueños y tlaxcaltecas era el centro y fundamento de su identidad
hegemónica y los intrincados registros genealógicos servían para
demostrar y presumir la cercanía con los antepasados incas o ante-
riores a la conquista. Los notables zapotecos de Juchitán son cono-
cidamente orgullosos de sus linajes y también de la “pureza” de su
lengua frente a las versiones menos elegantes que hablan otros za-
potecos de la región: esta definición un tanto elitista de la cultura
zapoteca es una fuente de orgullo étnico en general, pero también
una fuente de prestigio que legitima los privilegios de un grupo par-
ticular dentro de la sociedad nativa. En los casos guatemaltecos, las
marcadas diferencias de riqueza y poder que existen entre la mayoría
de los campesinos indígenas y las élites, que controlan la costumbre
y también, en muchas ocasiones, los elementos clave de la memoria
histórica de sus comunidades, como los antiguos títulos y los objetos
sagrados, se hicieron manifiestas claramente durante la terrible gue-
rra civil de los años sesenta a noventa del siglo pasado y ha sido una
de las causas del auge de las nuevas religiones protestantes y de los
catolicismos renovados entre los primeros grupos.42
Sin embargo, la hegemonía de la identidad étnica maya es tan
fuerte que, como ha señalado Yvon le Bot, la conversión religiosa
no ha significado la “desindianización”, como diría Bonfil, o la
“ladinización”, como se dice en la misma Guatemala, sino una con-
firmación de la etnicidad indígena bajo nuevos términos.43

Greg Grandin, The Blood of Guatemala. A History of Race and Nation, Durham,
41

Duke University Press, 2000, 343 p.


42
Yvon Le Bot, La guerra en tierras mayas. Comunidad, violencia y modernidad en
Guatemala (1970-1992), México, Fondo de Cultura Económica, 1995, 327 p.
43
Ibidem, p. 99-102.

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252 FEDERICO NAVARRETE LINARES

El “caso mestizo“

Para terminar este artículo, quisiera volver, como lo he prometido,


al “caso mexicano” para analizar el proceso de transformación de
la hegemonía hispana urbana en una hegemonía mestiza urbana
en los últimos dos siglos. Espero que la comparación con las ciuda-
des indígenas en el propio México y en otros países de América nos
sirva para entender mejor el funcionamiento y los límites de las
hegemonías étnicas y para examinar los procesos de conformación
identitaria urbana de nuestro país desde una perspectiva diferente.
Inicio esta reflexión con la siguiente determinación del visitador
José de Gálvez, quien a raíz de una rebelión en 1767 ordenó que los
indígenas de la ciudad de México debían seguir vistiendo su “propio
traje”: “para que se distingan de las demás castas con las cuales se
habían confundido en perjuicio del Estado, queriendo, ya a fuerza
de la muchedumbre que todos juntos componen, avasallar y aun
extinguir a la nación conquistadora y dominante”.44
Se puede reconocer en esta recomendación, así como en el com-
plicado sistema de censos que establecieron las autoridades borbó-
nicas de la ciudad a fines del siglo xviii para poder seguir cobrando
tributo capitular a una población indígena multiforme y cambiante,
analizado por Luis Fernando Granados,45 la necesidad imperiosa
del poder colonial de mantener la identificación étnica de los in-
dios, pese a que la transformación social de la ciudad y la fuerza
misma de la hegemonía de su identidad étnica militaba en una
dirección diferente.
Detrás de la orden del virrey se adivina claramente también el
miedo que sentían las élites hispanas a que los indígenas abandona-
ran sus ordenadas repúblicas y se sumaran a una “plebe” urbana
indefinida, mucho más difícil de manejar y de controlar. Augusto
Flores Galindo define elocuentemente lo que las élites limeñas en-
tendían por “plebe” en esa misma época:

Castro, “Los indios y la ciudad…”, p. 26.


44

Luis Fernando Granados, Cosmopolitan Indians and Mesoamerican Barrios in


45

Bourbon Mexico City. Tribute, Community, Family and Work in 1800, Washington,
Georgetown University, 2008, 572 p.

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PENSANDO LOS INDÍGENAS URBANOS Y LAS CIUDADES INDÍGENAS 253

Plebe fue un término usado con frecuencia en la época para denominar


a esa masa disgregada que era el pueblo de las ciudades. El término
tenía una evidente connotación despectiva, que a veces no era suficien-
te, por lo que se le acompañaba de algún adjetivo, como vil, ínfima,
“gavilla abundante y siempre dañina“, “baja esfera” […], sinónimo de
populacho y pueblo. Los plebeyos se definían porque, en una sociedad
que pretendía acatar una rigurosa estratificación social, sus miembros
carecían de ocupaciones y oficios permanentes. Pero, aparte de una
frágil condición económica, se contraponían a la aristocracia por vivir
al margen de la “cultura”.46

Desde nuestra perspectiva presente es tentador ver a esta amena-


zante “plebe” urbana como la vanguardia de un fenómeno histórico
al que hemos otorgado una trascendencia mitológica: el mestizaje
social que se llevó a cabo en las ciudades mexicanas, de manera
masiva a partir del siglo xix. Sin embargo, no hay que dejarnos
engañar por una aparente continuidad que tiene mucho de genea-
logía ideológica, construida retrospectivamente para justificar una
nueva hegemonía, y que como tal menosprecia los conflictos y las
discontinuidades históricas reales.
En primer lugar, no hay que olvidar que en el periodo colonial
la plebe ocupaba una posición marginal, sin encontrar un lugar
claro entre las elites criollas y españolas y las repúblicas de indios,
de ahí en buena medida la desconfianza que despertaba. En segundo
lugar hay que tener en cuenta que para que estos grupos interme-
dios y marginales pasaran a ocupar un papel central en la sociedad,
o en la imagen que ésta se hacía de sí misma, fue necesario que el
Estado mexicano realizara y llevara a su culminación un inclemen-
te, repetido y polifacético asalto a las comunidades indígenas a lo
largo de más de cien años tras la independencia.47 En suma, el mes-
tizo no surgió de una síntesis dialéctica entre las etnias contrapues-
tas en el periodo colonial y menos, como hemos visto, de un ayun-

46
Alberto Flores Galindo, La ciudad sumergida. Aristocracia y plebe en Lima,
1760-1830, Lima, Horizonte, 1991, p. 123.
47
Federico Navarrete Linares, “1847-1949: el siglo que cambió la historia in-
dígena mexicana”, en Josefina Mac Gregor (coord.), Miradas sobre la nación liberal:
1848-1948. Proyectos, debates y desafíos, 3 v., México, Universidad Nacional Autóno-
ma de México, Secretaría de Desarrollo Institucional, 2010, v. 1, p. 117-153.

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254 FEDERICO NAVARRETE LINARES

tamiento familiar entre madres indígenas y padres castizos, sino de


un proceso que tuvo mucho de “etnocida” y que no fue mal descrito
por Guillermo Bonfil como “desindianización”.48
Finalmente no hay que olvidar que la masa “mestiza” que surgió
de la fusión primero execrada, y posteriormente promovida entre
los indígenas y la “plebe” colonial siguió siendo objeto de profunda
desconfianza por parte de las élites, primero criollas y luego también
mestizas de la nueva república. En suma, más allá de las celebracio-
nes discursivas del mestizaje que suelen proferir en las fiestas cívicas,
las élites “bien nacidas” de la ciudad de México se sentían y se sienten
a la fecha asediadas por esa masa informe y heterogénea, inasible e
inquieta de “plebes”, o “nacos”,49 que son producto de las propias
políticas que han impulsado.
Un ejemplo de esta desconfianza la encontramos en la litografía
de Claudio Linatti llamada Dos indias peleándose. La violencia de los
ademanes y la expresión de furia desencajada de estas dos mujeres
de extracción popular trabadas en una lucha cuerpo a cuerpo es
reveladora, a mi juicio, de la manera en que las élites mexicanas
concebían a las masas urbanas como irracionales, violentas, entre-
gadas a sus bajas pasiones y difíciles de controlar.
El otro ejemplo es la figura del “pelado” construida por los teó-
ricos de la mexicanidad del siglo pasado, como Samuel Ramos y
Octavio Paz. Alejandra Leal ha señalado con tino que detrás de sus
descripciones horrorizadas de esta “vil categoría de la fauna social”
y de las “pantomimas furiosas” de ese animal, se agazapa, de manera
inconfesada pero innegable, su miedo a la presencia del indio, como
un remanente indomesticable e indisoluble de la identidad nacional.
El pelado es una criatura urbana y moderna pero su origen indíge-
na lo imposibilita a acceder plenamente a la modernidad y a la ur-
banidad y su incapacidad, a su vez, se transmite a toda la sociedad
mexicana como un lastre imposible de superar.50

Guillermo Bonfil Batalla, México profundo…, p. 13.


48

Ibidem, p. 88-89.
49
50
Alejandra Leal, “ ‘You Cannot be Here’: The Urban Poor and the Specter of
the Indian in Neoliberal Mexico City”, Journal for Latin American and Caribbean
Anthropology, en prensa.

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PENSANDO LOS INDÍGENAS URBANOS Y LAS CIUDADES INDÍGENAS 255

A la fecha, cuando los comentaristas y otros miembros de la sociedad


“civil” lamentan la presencia de masas “corporativas” e “informales” en
nuestra ciudad que crecen como “cánceres” o “plagas”, cuando resucitan
la idea de las dos repúblicas coloniales para contraponer a un México
que se imagina a sí mismo moderno, liberal y democrático contra un
México que ellos ven arcaizante, corporativo y autoritario, están ha-
ciendo eco de estas concepciones racistas y mantienen viva, en el co-
razón de nuestra ciudad mestiza, la sombra amenazante del indio.51
En suma podemos decir que la hegemonía de la identidad mes-
tiza que ha sustituido la hegemonía criolla en las ciudades mexicanas
se siente igualmente asediada y vulnerada por cualquier presencia,
real o imaginaria, de las culturas e identidades indígenas, salvo
aquellas que hayan sido debidamente embalsamadas y encerradas
en las vitrinas de los museos.
Ante estas concepciones racistas no es de extrañarse que el ca-
mino que hayan tenido que seguir los indios urbanos en nuestras
ciudades, tanto los nativos como los inmigrados, haya sido el de
hacerse “invisibles”, disimulando su origen y disfrazando su identi-
dad para poder integrarse con mediano éxito a la vida urbana, como
lo describe Regina Martínez.52 Por ello, pese a que las migraciones
de las últimas décadas han traído a millones de indígenas a las
urbes mexicanas, incluso a aquellas como Monterrey, donde no
existían poblaciones tradicionales, nuestras ciudades no reflejan
esta presencia en su fisonomía pública, en su vida social y cultural,
en los medios de comunicación y en la publicidad, en la calle y en
los antros.53 Las lenguas indígenas, por no hablar más que del rasgo

Un ejemplo de estas fantasías racistas se encuentra en el artículo de Carlos


51

Elizondo Mayer-Serra, “La república informal”, Reforma, 25 de agosto de 2006


(consultado en www.reforma.com/editoriales/nacional/680604 el 15 de octubre de
2013); se puede detectar con tonos aun más ominosos de limpieza racial en el
artículo de Roger Bartra relativo a la insurgencia magisterial del 2013, Bartra,
Roger, “Insurgencias incongruentes”, Reforma, 10 de septiembre de 2013 (consul-
tado en udual.wordpress.com/2013/09/10/roger-bartra-insurgencias-incongruentes/
el 15 de octubre de 2013).
52
Regina Martínez Casas, Vivir invisibles. La resignificación cultural entre los oto-
míes urbanos de Guadalajara, México, Centro de Investigaciones y Estudios Supe-
riores en Antropología Social, 2007, 290 p.
53
Eugenia Iturriaga, “Antropología en los antros: racismo y discriminación
juvenil en Mérida”, en Luis Amílcar Várguez Pasos (ed.), Niños y jóvenes en Yucatán.

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256 FEDERICO NAVARRETE LINARES

más reconocido de la etnicidad indígena en nuestro país, no han


merecido ningún reconocimiento en nuestra vida urbana. Los feno-
tipos indígenas siguen siendo objeto de desprecio y discriminación.
El español indígena sigue siendo motivo de burla.54
En el último siglo, la hegemonía mestiza en nuestras ciudades
se ha profundizado y endurecido al grado de no otorgar ni recono-
cer espacio alguno para las identidades indígenas, algo que pese a
todo sí existía en el periodo colonial. Paralelamente, sin embargo,
se considera permanentemente amenazada por un pasado indígena
que la lastra desde su interior y le impide ser plenamente moderna,
completamente europea, realmente “bonita”.55
Planteo como una hipótesis para desarrollar en otra ocasión que
esta intolerancia cultural, este racismo autoinfligido, este miedo
fantasmagórico se han encarnado en la brutal desigualdad de nues-
tras geografías urbanas, en la incapacidad que han mostrado nuestras
ciudades para construir espacios públicos realmente incluyentes y
regidos por normas universalmente aceptadas de convivencia, en la
falta de civilidad de nuestra convivencia cotidiana.
Espero que esta reflexión histórica y los ejemplos de las configu-
raciones étnicas de otras ciudades en nuestro país y nuestra Améri-
ca contribuyan a avanzar en la crítica de esta hegemonía asfixiante
y asfixiada y a liberarnos de una historia de racismo y segregación
que constituye, a mi juicio, el verdadero lastre y el verdadero obs-
táculo para el florecimiento de nuestras ciudades. En suma, que
podamos aprender de las ciudades indígenas en otras latitudes para
construir ciudades más incluyentes y hospitalarias.

Miradas antropológicas a problemas múltiples, Mérida, Universidad Autónoma de Yu-


catán, 2011, p. 215-236.
54
Federico Navarrete Linares, “Discriminación étnica y desigualdades en Mé-
xico: una reflexión histórica”, en Elisabetta di Castro (ed.), La desigualdad en México:
perspectivas interdisciplinarias, México, Universidad Nacional Autónoma de México/
Fondo de Cultura Económica, 2009, p. 237-282.
55
Alejandra Leal, For the Enjoyment of All: Cosmopolitan Aspirations, Urban En-
counters and Class Boundaries in Mexico City, tesis de doctorado en Antropología,
Nueva York, University of Columbia, 2011.

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ECOHISTORIA Y ECOESTÉTICA
DE LA MEGALÓPOLIS MEXICANA
concePtoS, ProbLeMaS y eStrategiaS de inveStigación

Peter krieger
Universidad Nacional Autónoma de México
Instituto de Investigaciones Estéticas

Nostalgia

Cuando el historiador se encuentra “frente a la ciudad” donde ex-


plora las experiencias y tendencias historiográficas, debería evitar
un modo del pensamiento caricaturizado por Friedrich Nietzsche
en su estimulante reflexión sobre el uso y la desventaja de la historia:
el modo de la historiografía del anticuario, cuya percepción y curio-
sidad académica permanecen dentro de un panorama delimitado
por la retro-visión nostálgica. En las palabras del filósofo: “Lo pe-
queño, lo estrecho, desvencijado y envejecido adquiere su propia
dignidad e intangibilidad porque el alma preservadora y admirado-
ra del hombre anticuario se traslada a estos objetos, en los cuales se
prepara un nido domiciliado. La historia de la ciudad se convierte
en la historia de él mismo [es decir, del historiador anticuario]”.1
Por supuesto, el historiador ilustrado y actualizado dedicado a
la comprensión compleja, hasta transdisciplinaria del fenómeno
ciudad, no cae en esta trampa. Aun los estudios más positivistas de

Friedrich Nietzsche, Vom Nutzen und Nachteil der Historie für das Leben, Zürich,
1

Diogenes, 1984, p. 28. Traducción de la cita de Peter Krieger. Cita en el original


alemán: “Das Kleine, das Beschränkte, das Morsche und Veraltete erhält seine
eigne Würde und Unantastbarkeit dadurch, daß die bewahrende und verehrende
Seele des antiquarischen Menschen in diese Dinge übersiedelt und sich darin ein
heimisches Nest bereitet. Die Geschichte seiner Stadt wird zur Geschichte seiner
selbst […]”.

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la historia urbana, que consisten en la acumulación ordenada de


datos históricos, en gran parte no caen en la trampa epistemológica
de la nostalgia, sino que mantienen cierta distancia crítica al obje-
to de estudio. Sin embargo, es innegable que existe este peligro
inherente del espíritu anticuario en la investigación historiográfica
urbana, en especial, cuando el objeto de estudio es una megalópolis
estéticamente descompuesta y ecológicamente autodestructiva como
es —según los resultados de mis investigaciones estéticas—2 la ciu-
dad de México. Cualquier revelación de una imagen del pasado
urbano virtualmente es capaz de generar una reacción nostálgico-
emocional en las redes neuronales del sujeto que investiga. Frente a
la “cronofagia” en la mente colectiva de los habitantes de la mega-
lópolis actual, y la erosión de la sustancia arquitectónica por los
procesos del desarrollo urbano incontrolable, cada pintura, fotogra-
fía o reporte escrito del pasado decimonónico, por ejemplo, presen-
ta una alternativa aparentemente atractiva de la escenografía urba-
na. Es justo aquel efecto nostálgico lo que despliegan muchos coffee
table books sobre la historia de la ciudad de México, ilustrados con
fotografías y grabados de estas décadas, lo que es una constante
mental y cultural en la evaluación de la ciudad con los parámetros
del anticuario: antes hubo una belleza innegable de la escenografía
urbana, donde hoy se expanden acumulaciones infinitas y desorde-

2
Publicaciones relacionadas de Peter Krieger, Megalópolis. La modernización
de la ciudad de México en el siglo xx, México, Universidad Nacional Autónoma de
México, Instituto de Investigaciones Estéticas, 2006, 297 p.; “Construcción visual
de la megalópolis México”, en Issa Benítez (ed.), Hacia otra historia del arte en México.
Disolvencias (1960-2000), México, Fondo de Cultura Económica/Universidad Na-
cional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Estéticas, 2004, p. 111-139;
“Aesthetics and Anthropology of Megacities – A New Field of Art Historical Re-
search”, en Thierry Dufrêne y Anne-Christine Taylor (ed.), Cannibalismes disciplinaires:
quand l’histoire de l’art et l’anthropologie se rencontrent, París, Musée du Quai Branly/
Institut National d’Histoire de l’Art, 2009, p. 197-211; “L’image de la mégalopole.
Comprendre la complexité visuelle de Mexico”, Diogène. Revue Internationale des
Sciences Humaines, Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la
Ciencia y la Cultura, n. 231, julio-septiembre 2010, p. 74-89; “¿Incomprensibilidad
paradigmática? La megalópolis latinoamericana en la mira de la vieja Europa”,
en Patricia Díaz, Montserrat Gali y Peter Krieger (eds.), Nombrar y explicar, México,
Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Estéticas,
2012, p. 355-373.

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ECOHISTORIA Y ECOESTÉTICA DE LA MEGALÓPOLIS MEXICANA 259

nadas casas; en el siglo xix todavía hubo distinción entre ciudad y


paisaje, además de un horizonte con características extraordinarias
con las superficies acuáticas y el marco geológico-escenográfico de
los volcanes, donde hoy se expande una masa gris de la megalópo-
lis cuyos contornos se disuelven en el smog. Fácil es el escape mental
al pasado urbano con una imaginación de su presunta armonía y
belleza, que excluye las existentes contra-imágenes críticas. Cómodo
es negar el registro directo y brutal de la condición descompuesta
de la megaciudad, para refugiarse en las memorias visuales de la
ciudad postal histórica, es decir en el kitsch.
De esta manera, una posible melancolía del observador urbano
actual, frente a los signos espaciales de la segregación social extrema
y de la no sustentabilidad cultural y ambiental, encuentra un modo
psíquico escapista eficiente, el kitsch, que es —según una definición
de Vilém Flusser— el reciclaje exitoso de la basura cultural descon-
textualizada del pasado, en un proceso de entropía cultural irrefre-
nable. Durante el proceso de entropía cultural, los objetos —tam-
bién las casas y las calles de la ciudad antigua— pierden valor e
información, se convierten en basura, lo que una cultura posterior,
nostálgica, con el deseo de retro-visiones culturales-urbanas, puede
consumir en calidad de entretenimiento masivo; es, según Flusser,
“un método cómodo para establecer su hogar en la basura”.3
Tal efecto psíquico-cultural es un peligro historiográfico latente
criticado por Nietzsche, quien constató (en su libro citado), que el
“sentido anticuario del hombre, de una comunidad urbana, de todo
un pueblo siempre tiene un campo visual muy reducido”.4 Apelan-
do al “campo visual” como medio de conocimiento, Nietzsche im-
plícitamente insinúa que el kitsch es tal vez más eficiente para el
autoengaño colectivo por medio de las imágenes, y menos en las
palabras. Tomando en cuenta el peligro epistemológico en el acer-
camiento del historiador a la ciudad como fuente y objeto de estu-
dio, conviene mencionar un principio investigado recientemente

Harry Pross (ed.), Kitsch. Soziale und politische Aspekte einer Geschmacksfrage,
3

Munich, List Verlag, 1985, p. 60 y 51-54.


4
Nietzsche, op. cit., nota 1, p. 30; cita en alemán: “Der antiquarische Sinn
eines Menschen, einer Stadtgemeinde, eines ganzen Volkes hat immer ein höchst
beschränktes Gesichtsfeld”.

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260 PETER KRIEGER

por la neurología: que la conciencia visual se construye por una


mezcla no lineal, casi anárquica, entre los datos sensoriales, visuales,
empíricos con la producción neuronal de ficciones.5 Para dar un
ejemplo, el habitante de la megalópolis, atrapado por la trampa
epistemológica del kitsch, imagina el “cielito lindo” sobre la ciudad
antigua, motivo de muchas obras del arte popular mexicano, y no
percibe las masas densas del esmog gris que se expande como una
amenaza ambiental omnipresente.6
Tal vez, el historiador tradicional, fijado únicamente en la pala-
bra como medio de información histórica, siente menos peligro de
transitar de los hechos a la ficción neuronal; empero, también la
construcción historiográfica basada en fuentes escritas, en textos, no
es libre de la ficcionalización de la historia, criticada por Nietzsche
—una ficcionalización que excluye los aspectos críticos de la ciudad
premoderna, como la extrema distinción de las clases sociales o in-
cluso la ya existente contaminación ambiental en las ciudades por
los artesanos y las manufacturas—. Fácilmente, el historiador anti-
cuario, nostálgico, cómodamente instalado en las referencias del
kitsch, acumulando con “manía de coleccionar” todos los indicios
históricos, escapa a la esfera de las ficciones, donde se envuelve,
según Nietzsche, en “aire podrido”.7
Para resumir esta primera advertencia conceptual para la histo-
ria urbana, en especial aquella historiografía que explora el poten-
cial de la imagen como fuente alternativa, intensa, reconocemos el
peligro de la ilusión barata de un presunto pasado urbano más ar-
mónico, bello y equilibrado. Todos estos valores mencionados son

Wolf Singer, Der Beobachter im Gehirn. Essays zur Hirnforschung, Frankfurt/Main,


5

Suhrkamp, 2002, 240 p. Véase también Peter Krieger, “Pinceles, pixeles y neuro-
nas. La iconografía expuesta”, en Hugo Arciniega Ávila (ed.), El arte en tiempos de
cambio, 1810-1910-2010, México, Universidad Nacional Autónoma de México,
Instituto de Investigaciones Estéticas, 2012, p. 531-545.
6
En preparación: Peter Krieger (ed.), Aerópolis. Estética e historia de la contami-
nación atmosférica. Véanse también mis textos “Pollution, Aesthetics of ” en Cuauh-
témoc Medina y Christopher Fraga (eds.), Manifesta 9. The Deep of the Modern. A
Subcyclopedia, Cinisello Balsamo (Milán), Silvana Editoriale, 2012, p. 227-229 (ver-
sión en holandés: “Pollutie, Esthetiek van”, p. 226-228), y “Disnea: cómo se asfixia
la ciudad”, Universidad de México, n. 624, junio 2003, p. 80-82.
7
Nietzsche, op. cit., nota 1, p. 31; cita en alemán: “Der Mensch hüllt sich in
Moderduft”.

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ECOHISTORIA Y ECOESTÉTICA DE LA MEGALÓPOLIS MEXICANA 261

relativos: la armonía —también en el desarrollo y la composición


urbanística— es negociada por cada generación de nuevo, con dife-
rentes configuraciones, en modos distintos. También la belleza cam-
bia según los tiempos históricos y diferentes culturas. Y el equilibrio
es un estado casi nunca alcanzable, menos en el desarrollo comple-
jo de ciudades y paisajes frente a la naturaleza.

Equilibrio

Especialmente el “equilibrio” es una noción tan atractiva como ino-


perante para definir el estatus de sistemas vivos como la flora y la
fauna de un paisaje, o para fijar una imagen del proceso permanen-
te de reconfiguración urbana. Cuando el historiador revisa el creci-
miento exponencial de la ciudad de México durante las cinco déca-
das pasadas,8 con facilidad surgen sensaciones de pérdida: de los
contornos urbanos que se disuelven en las aglomeraciones periféri-
cas del valle de México, y de las cualidades ecológicas y estéticas del
campo alrededor de la ciudad antigua. La crisis ambiental de la
megaciudad de México que se expresa en el abasto crítico del agua,
la contaminación del aire y la selladura de los suelos por asfalto y
concreto, entre otros factores más, es resultado de un desarrollo
descontrolado y no sustentable. Surge posiblemente, en la mente del
historiador sensible a la cuestión ambiental, el fantasma de un pa-
sado mejor, de una presunta edad de oro, con un productivo equi-
librio ambiental en el paisaje.
Sin embargo, como indican los estudios conceptuales de la ecolo-
gía, este equilibrio nunca existió, ni existirá, porque la naturaleza se
encuentra en un permanente proceso de cambios y alteraciones, ade-
más de luchas extremas entre los participantes del ecosistema. En
contra de la imaginación popular, la fauna y la flora de un paisaje no
son una entidad estable, que genera una imagen eterna, sino un con-
junto conflictivo, donde sobrevive aquella especie que mejor se adapta

Peter Krieger, Transformaciones del paisaje urbano en México. Representación y


8

registro visual, Madrid/México, El Viso/Museo Nacional de Arte, 2012, 251 p.

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262 PETER KRIEGER

a las transformaciones permanentes del entorno.9 Por supuesto, los


cambios más profundos no se generan en la naturaleza misma —con
la excepción de la erupción de volcanes o de los terremotos— sino
por la intervención del hombre en los espacios de la ciudad, gradual-
mente expandida al campo. Pero tampoco el campo agricultor afuera
de la ciudad, un elemento pictórico-documental en la pintura de pai-
saje de José María Velasco, por ejemplo, ha sido un paisaje natural,
con equilibrios, con armonía. Gran parte de lo que percibimos como
paisaje no es un espacio natural en sí, sino un campo aculturado, por
la agricultura y por las infraestructuras viales, hidráulicas, de energía
y telecomunicación —es decir, se trata de un paisaje artificial, diseña-
do según parámetros de eficiencia y racionalidad.
Esta simple pero esencial reflexión sobre la índole de la urbe y
su paisaje está bloqueada, en muchos casos por una visión románti-
co-decimonónica de la naturaleza y su apariencia, su estética. A fi-
nales del siglo xviii, cuando surgió el movimiento romántico en la
poesía y la pintura alemana, francesa e inglesa, pensadores como
Jean-Jacques Rousseau, o científicos ilustrados como Alexander von
Humboldt, enfocaron el interés colectivo en la condición estética y
ética de la naturaleza como contraparte de la civilización urbana. Es
más, con el avance de la Revolución Francesa, la naturaleza libre y
anárquica también alcanzó codificaciones políticas: el libre creci-
miento de la vegetación fue entendido como analogía a la deseada
libertad política; o en las tierras “salvajes” del continente americano,
especialmente en la naturaleza tropical, emanaban los símiles de una
liberación de los viejos regímenes monárquicos europeos.10
En estos contextos discursivos, paisaje y naturaleza se convirtie-
ron en espacios para la proyección de fantasías políticas, pero tam-
bién eróticas o esotéricas, englobados en el concepto de equilibrio:
una vez liberada la naturaleza, se establece en formas armónicas,
determinantes para el bienestar de los pueblos y ciudades. Es otra
ficción decimonónica cuya energía ideológica permanece hasta la
actualidad, en concreto cuando se evalúa y critica, por ejemplo, el
9
Hansjörg Küster, Das ist Ökologie. Die biologischen Grundlagen unserer Existenz,
Munich, Beck, 2005, p. 65-71 y 162.
10
Joachim Radkau, Die Ära der Ökologie. Eine Weltgeschichte, Munich, Beck,
2011, p. 38-39.

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ECOHISTORIA Y ECOESTÉTICA DE LA MEGALÓPOLIS MEXICANA 263

paisaje hiperurbanizado del valle de México: la idea de los paráme-


tros ambientales, botánicos, geográficos y climáticos —en su presun-
to estado “original” y eterno— determinan el chip étnico-psicológi-
co del hábitat humano. Tal fusión de historia natural e historia
humana11 ha generado un biologismo ideológico, con efectos a lar-
go plazo hasta hoy. He aquí una segunda advertencia para la histo-
ria y la estética ambiental de la megalópolis actual: evitar malenten-
didos conceptuales como el “equilibrio” de un paisaje, y poner alta
atención analítica en torno a modelos ideológicos cercanos al ro-
manticismo. No es posible la regresión hacia un estado “virginal”,
auténtico, de la naturaleza, sino que se desarrolla una sucesión pri-
maria y secundaria de impactos ambientales durante la evolución
de un ecosistema como el del valle de México.
Empero, a pesar de estos problemas conceptuales, reconocemos
que justo en los debates decimonónicos se inició la historia ambien-
tal —ahora una categoría establecida de la historiografía universal,
en la cual se analizan, según Joachim Radkau, uno de los pioneros
alemanes en la historia ambiental, “los procesos de organización,
auto-organización y descomposición en las combinaciones híbridas
de hombre-naturaleza”.12

Evolución

A semejanza de la investigación conceptual de la ecología —como


disciplina universitaria— también la historia ambiental no busca “rece-
tas para estabilizar las condiciones de la vida”13 a través de glorificaciones
de un presunto pasado ambiental “equilibrado”, “armónico”, sino que
analiza las relaciones entre los organismos, enfocando a los seres huma-
nos con su ambiente —de esta manera refiriéndose a los orígenes
de la ecología, presentados por el zoólogo alemán Ernst Haeckel en
1866. Desde sus inicios, la ecología implicó una dimensión histórica,

Joachim Radkau, “Nachdenken über Umweltgeschichte“, en Wolfgang Sie-


11

mann (ed.), Umweltgeschichte. Themen und Perspektiven, Munich, Beck, 2003, p. 165.
12
Ibidem, p. 168, en alemán: “Analyse von ‘Organisations-, Selbstorganisa-
tions- und Dekompositionsprozessen in hybriden Mensch-Natur-Kombinationen”.
13
Küster, op. cit., nota 9, p. 9.

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264 PETER KRIEGER

porque su sentido sólo se entiende dentro del marco de la evolución,


que es, según la definición del biólogo Hansjörg Küster, “un proceso
histórico sin datos históricos”.14 Como biólogo, Küster incluso recono-
ce plenamente los logros de los historiadores, quienes parten de la idea
de que la civilización humana en la tierra se encuentra en desarrollo,
en movimiento permanente,15 mientras muchos ecólogos únicamente
piensan en la condición actual del entorno y especulan sobre sus po-
sibles escenarios futuros. Es la crítica de una noción de la naturaleza,
reducida a una imagen estática y de la hipótesis incorrecta, según la
cual la evolución tiene fines claros.16
Tal reconocimiento de la historia en un ambiente intelectual
ajeno se basa también parcialmente en el reconocimiento del primer
secretario general de la uneSco, Julian Huxley (el hermano del
escritor Aldous Huxley), de que la investigación y la preservación
del medio ambiente es una tarea cultural —una posición expresada
durante una conferencia de la uneSco en la ciudad de México en
1947.17 Este acercamiento sinérgico de las presuntas “dos culturas”
separadas, que en 1959 diagnosticó Charles P. Snow, apenas se con-
creta en la práctica cultural y en la investigación interdisciplinaria
contemporánea.18
Pero mientras la historia como disciplina recibe ese reconoci-
miento de su capacidad discursiva interdisciplinaria en el campo de
los estudios ambientales, las investigaciones estéticas, entendidas
como ciencia de la imagen, basadas en la metodología de la historia
del arte, todavía reclaman su lugar en los debates. Un ejemplo de
cierta ceguera académica parcial de la que incluso adolecen algunos
historiadores ambientales reconocidos es el libro canónico del ya
mencionado Radkau, La era de la ecología. Una historia mundial, un
libro intenso de 782 páginas, publicado en 2011 en alemán y en
2013 en inglés. En la parte introductoria, Radkau perfila el panora-

Ibidem, p. 12: “Evolution ist ein historischer Prozeß ohne Geschichtsdaten”.


14

Ibidem, p. 154.
15
16
Ibidem, p. 153.
17
Radkau, op. cit., nota 10, p. 104.
18
Charles P. Snow, The Two Cultures, Cambridge, Cambridge University Press,
2003, 179 p.; Peter Krieger (ed.), Arte y Ciencia, México, Universidad Nacional
Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Estéticas, 2002, 624 p.

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ECOHISTORIA Y ECOESTÉTICA DE LA MEGALÓPOLIS MEXICANA 265

ma de las disciplinas comprometidas con la investigación ambiental,


pero deja afuera la historia del arte y los estudios sobre la imagen.
Critica la frecuente no comunicación entre las disciplinas, pero ig-
nora su disciplina hermana, la historia del arte.19
Para compensar esta omisión característica, perfilo, en el si-
guiente apartado de este artículo conceptual y panorámico, la fun-
ción de las imágenes en los discursos ambientales, y algunas estra-
tegias de investigación estética como propuesta para el diálogo con
las investigaciones históricas.

Estética

Las imágenes no sólo sirven como objetos de deleite, como lo cono-


cemos del cuadro paisajista colocado sobre el sofá burgués. Tampo-
co su función se reduce a la distracción o diversión, como lo ofrecen
las imágenes móviles enmarcadas por la pantalla de la televisión. Y
la presencia pública de las imágenes no sólo sirve para la identifica-
ción colectiva con opiniones políticas, productos del mercado u otros
modos de afirmación sistémica en una sociedad del consumo y del
espectáculo. Por el contrario, las imágenes —de cualquier tipo y
formato, desde la pintura al óleo hasta la construcción pixelada en
la computadora— proporcionan impulsos discursivos, complejos e
inesperados, más allá de la palabra, en diferentes contextos, entre
ellos la cuestión histórico-ambiental. Su impulso consiste en el estí-
mulo visual-neuronal diferente a la lectura de un texto. Su capaci-
dad manipuladora es alta, y sus mensajes se prestan también a mal-
entendidos. Es incorrecto el famoso dicho de que “la imagen dice
más que mil palabras”, porque sin capacitación en la lectura y la
comprensión, la información visual se puede quedar en un nirvana
epistemológico, en la nada de la comprensión, donde muchos con-
temporáneos, también algunos historiadores ilustrados, se quedan.
Dentro del contexto de la historiografía urbana las imágenes no
simplemente “ilustran” los procesos analizados en los escritos de los
historiadores, sino que son fuentes propias cuya comprensión gene-

19
Radkau, op. cit., nota 10, p. 18.

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266 PETER KRIEGER

ra capacitaciones específicas, mismas que ofrece la historia del arte


como disciplina autónoma desde mediados del siglo xix. Presencia-
mos con frecuencia usos inadecuados del potencial discursivo de la
imagen en publicaciones históricas o sociológicas, justamente cuando
no se explora la complejidad de la imagen, con su propio lenguaje.
Para la historiografía ambiental, las imágenes ofrecen introspec-
ciones interesantes de cómo se produce, transmite y recibe un mensa-
je visual con poder informativo y manipulador. Un fondo infinito de
imágenes disponibles, ahora la mayoría en formato digital en la red,
construye una memoria del ambiente y sus alteraciones, del cual se
seleccionan, archivan y publican algunas como entes discursivos clave
para entender, por ejemplo, cómo el hábitat en el valle de México se
convierte en extensión megalopolitana para más de veinte millones de
habitantes. Memoria y archivo son dos nociones esenciales de la histo-
riografía que no se petrifican, sino, al contrario, se intercalan perma-
nentemente para construir interpretaciones novedosas, para otorgar
conocimiento de orientación acerca de una de las materias esenciales
en nuestro planeta: la comprensión de la complejidad ambiental para
frenar, o por lo menos disminuir el proceso autodestructivo en el cual
muchas megaciudades, como México, se encuentran.
Es claro, el archivo de informaciones visuales o textuales también
sirve para ejercer poder, o su acceso restringido puede borrar algu-
nos temas y problemas de la conciencia colectiva; pero justamente
es la tarea de los historiadores de la imagen revelar cómo la presen-
cia virtual de la imagen es una herramienta epistemológica para
responder a las tres preguntas filosóficas esenciales, ¿quiénes somos,
de dónde venimos y hacia dónde vamos?
Las imágenes, marcan instantáneas de la evolución del paisaje ur-
banizado, se convierten en testigos de los estados en que se desarrolla
un ecosistema, aun de sus elementos desaparecidos. Capturan momen-
tos de una entidad en mutación permanente, la ciudad y el paisaje.
Por ello, son materia predestinada para construir la historia ambiental,
siempre y cuando los investigadores logren generar novedosas pre-
guntas y explorar nuevos aspectos de los fondos de imágenes conoci-
das. Es por medio de la imagen, que se revelan facetas desconocidas
de los paisajes. Entre paréntesis: también el análisis de semillas, polen

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ECOHISTORIA Y ECOESTÉTICA DE LA MEGALÓPOLIS MEXICANA 267

o madera son fuentes para la historia ambiental,20 cuyo potencial se


abre a través de preguntas inteligentes en contextos interdisciplinarios
(ya que el biólogo tradicional, unidimensional, sólo analiza la estructu-
ra genética del material pero no imagina su historicidad).
Para resumir estas breves reflexiones sobre los objetivos de la
ciencia de la imagen para la historia ambiental, cabe mencionar que
la definición básica de la ecología como orientación del ser humano
en su ambiente incluye, de manera esencial, la capacitación senso-
rial, la exploración de los sentidos, en primer lugar el óptico, para
integrarse a un ambiente; aspecto que se remonta al origen concep-
tual de la “estética” en la filosofía griega antigua de Aristóteles, de
la aisthesis como capacidad epistemológica.

Paisaje

Casi como ningún otro tópico de investigación ambiental, el “paisa-


je” se ofrece como medio de exploración compleja, interdisciplinaria,
donde confluyen aspectos científicos, históricos, socio-psicológicos y
estéticos, entre otros más. Conviene aclarar algunos parámetros bá-
sicos para el análisis estético e histórico-ambiental sobre el paisaje.
Primero, el paisaje no es “naturaleza” pura, sino idea y construc-
ción según la voluntad humana. El paisaje tiene una historia y gene-
ra imaginarios específicos, los cuales indican un panorama de valores
culturales. El paisaje se construye en las redes neuronales durante el
proceso de percepción y conceptualización; por ello, es tan polifa-
cético como las capacidades imaginativas del sujeto que lo registra.
Los modos eficientes del registro son las imágenes fijas en la foto-
grafía o la pintura; también las imágenes móviles de la televisión
—por ejemplo en los programas del Discovery Channel— contribu-
yen a la construcción visual colectiva del paisaje.
Los paisajes, también de la megalópolis, producen “tensiones
visuales”21 permanentes, capturadas en la pintura o la fotografía de

20
Wolfram Siemann y Nils Freytag, “Umwelt — eine geschichtswissenschaftli-
che Grundkategorie”, en Wolfgang Siemann (ed.), Umweltgeschichte. Themen und
Perspektiven, Munich, Beck, 2003, p. 10.
21
Martin Seel, Eine Ästhetik der Natur, Frankfurt/Main, Suhrkamp, 1996, p. 143.

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268 PETER KRIEGER

paisaje. El marco de la obra de arte, pero también la imagen foto-


gráfica técnica, abre un espacio para la reflexión histórica y estética
ambiental. Por ello, la ficción visual de la pintura del paisaje es una
fuente de la historia igual que la fotografía documental. Importan-
te es la capacitación en el análisis de la imagen, para que el impacto
visual, por ejemplo de una vista panorámica de la megalópolis con-
taminada, no permanezca en su estado inicial de shock, sino que
despliegue un proceso de conocimiento urbano-ambiental, base
para la autodefinición del ser humano en su ambiente.
Conviene advertir, que la imagen artística del paisaje (urbano)
enfoca facetas subjetivas, características del entorno. La pintura del
paisaje no captura el terreno en sí, sino su configuración cultural
como paisaje, con todas sus posibles connotaciones racionales y emo-
cionales. La libertad creativa del artista, pero también la composición
visual del piloto que sobrevuela los paisajes urbanos y los captura en
instantáneas fotográficas documentales, son marcos mediáticos que
filtran y determinan la experiencia de los ecosistemas específicos;
permiten al observador integrarse mentalmente en un paisaje dado,
igual que un recorrido terrestre. Confluyen, entonces, experiencias
ópticas del paisaje urbano con la “educación” y la memoria visuales,
donde cada observador define sus propios intereses y valores.

Compensación

Uno de estos intereses y valores consiste en el deseo —posiblemente


nostálgico o kitschificado— de compensar emocionalmente las condi-
ciones ambientales críticas en la vida cotidiana de la megaciudad.
¿Por qué la pintura de paisaje de José María Velasco, por ejemplo,
aun a más de cien años después de su muerte, atrae a un público
amplio? ¿Es el deseo colectivo de preservar en la memoria visual un
estado histórico del paisaje urbano en el altiplano de México, que ha
sido codificado como máxima representación ambiental, aparente-
mente “equilibrado”, en una fase cuando todavía hubo distinción
entre ciudad y campo?
En los cuadros de Velasco, y también en los de sus antecesores
como Eugenio Landesio o en los de sus sucesores como Gerardo

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ECOHISTORIA Y ECOESTÉTICA DE LA MEGALÓPOLIS MEXICANA 269

Murillo, reconocemos una naturaleza contradictoria, pero altamen-


te atractiva del paisaje: al mismo tiempo, es decir en el momento
histórico de la captura visual, se perciben los resultados de los ciclos
geológicos y botánicos a largo plazo —por ejemplo, la presencia
arcaica de la roca volcánica y del maguey— con la documentación
del impacto a corto plazo —como las trazas viales o el uso agrario
contemporáneo—; y esta contradicción que se disuelve en una ima-
gen aparentemente “armónica” del paisaje es un fascinosum, no sólo
en México, sino en todos los paisajes del mundo que alcanzaron
cierto estatus al ser retratados por artistas y fotógrafos. Es más, el
habitante de la megalópolis quiere ver en el retrato antiguo de su
paisaje un idilio virtual, con suficiente fuerza visual para la construc-
ción de identidades espaciales colectivas.
Aquel principio supuesto tiene sus orígenes conceptuales en el
odio (filosófico y literario) a la ciudad desde la cultura suburbana
romana antigua, motivo que en el siglo xix se expresa con claridad
ideológica, por ejemplo, en la obra poética de Ralph Waldo Emerson,
quien en su ensayo Nature de 1836, originó en los Estados Unidos un
culto a la naturaleza “salvaje” como compensación a los ambientes
urbanos degenerados y contaminados de la temprana industrializa-
ción. La contraposición de un aparente —pero no verdadero— esta-
do “natural” del paisaje a la morfología urbana conflictiva es una
tensión virtual que genera gran parte de la atracción visual de la
pintura (o poesía) del paisaje: siguiendo el motivo de Emerson, la na-
turaleza, imaginada en los “cielos libres y los bosques”, es una sustan-
cia de estabilidad ontológica; su percepción garantiza compensación
virtual a los daños ambientales de la civilización.
Es claro que, ya en los tiempos de Emerson, el culto a “lo salvaje”
disimuló la alteración de la pradera (prairie, en inglés) a causa de la
roturación incendiaria, es decir, un paisaje emblemático surgió por
intervención humana, como producto de la civilización.22 También
los paisajes de Velasco eran producto de cambios profundos por la
aplicación de tecnologías agrícolas eficientes en tiempos de la glo-
balización porfirista, además de la continua desecación de los lagos

22
Radkau, op. cit., nota 10, p. 69-71.

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alrededor de la ciudad de México.23 Sin embargo, estas imágenes e


imaginaciones podrían servir como contraparte mental a la percep-
ción del paisaje hiperurbanizado en la actualidad; igual en los Esta-
dos Unidos que en México.
Las contra-imágenes “naturaleza arcaica” y “ciudad moderna”
indican una distinción que en la evolución del paisaje no existe tan
tajantemente. Son más bien las interacciones graduales y las interfe-
rencias complejas entre lo rural y lo urbano las que configuran el
paisaje a lo largo de siglos y décadas, llegando al extremo del paisaje
hiperurbanizado en la actualidad; un desarrollo que a pesar de toda
la planeación es un proceso autopoiético, con resultados inesperados,
generando nuevas tipologías híbridas del paisaje contemporáneo.
Hay que tener, entonces, cuidado analítico con las imágenes que
capturan instantáneas históricas, sobresalientes de la ecohistoria del
paisaje, como lo reconocemos en la obra pictórica de Velasco. De
ningún modo son imágenes de un paisaje natural, sino un autoen-
gaño dulce, nostálgico, de la era anterior a la hiperurbanización del
mundo, en la que vivimos actualmente.24 Son compensaciones al pai-
saje urbano modernizado, donde, según las palabras de un fotógra-
fo vanguardista de los años veinte del siglo xx, “nuestras praderas
son asfalto; nuestro cielo estrellado, las lámparas de arco voltaico; [y]
nuestros bosques, los postes de las líneas de alta tensión”.25
Sin embargo, con el reclamado cuidado analítico, la contraposi-
ción de las imágenes mentales de la megaciudad actual, a la pintura
de paisaje e incluso a la fotografía aérea documental, es una dife-
rencia que genera introspecciones interesantes. Contemplando la
configuración de los elementos naturales en un cuadro de Velasco,
virtualmente emana una noción establecida por el poeta e historia-
dor Friedrich Schiller26 a finales del siglo xviii, que indica que la

23
Peter Krieger (ed.), Acuápolis, México, Universidad Nacional Autónoma de
México, Instituto de Investigaciones Estéticas, 2007, 281 p.
24
Ricky Burdett (ed.), The Endless City, Londres, Phaidon, 2008, 512 p.
25
Hans Windisch, Das deutsche Lichtbild, Jahresschau 1928/29, Berlín, Robert &
Bruno Schultz, 1928, 52 p.
26
Friedrich Schiller, “Über naive und sentimentalische Dichtung”; véase:
Helmut J. Schneider. “Utopie und Landschaft im 18. Jahrhundert”, en Wilhelm
Voßkamp (ed.), Utopieforschung. Interdisziplinäre Studien zur neuzeitlichen Utopie, 3 v.,
Frankfurt/Main, Suhrkamp, 1985, v. iii, p. 172-190, en especial p. 173.

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ECOHISTORIA Y ECOESTÉTICA DE LA MEGALÓPOLIS MEXICANA 271

percepción de la imagen de la naturaleza no sólo evoca un estado


melancólico en el sujeto, sino que inspira la reflexión utópica sobre
la recuperación posible de la libertad dentro de un esquema cultu-
ral-urbano de alienación y represión.
He aquí una pista para la comprensión sobre nuestra fascinación
por lo arcaico, “salvaje”, del paisaje, aquella anarquía autopoéitica
que sólo sobrevive en los nichos de la megalópolis o en sus escasas
reservas ecológicas. ¿Por qué registramos una inversión de los valo-
res desde finales del siglo xviii que codifica lo “salvaje” como posi-
tivo, e incluso “bello”?27 Y, aún más, ¿por qué y cuándo —bajo qué
circunstancias— surgió el interés en la ecología como nueva catego-
ría básica de la historiografía? Como sostiene el historiador Götz
Großklaus,28 la cantidad de estudios y publicaciones sobre temas de
la naturaleza se incrementa en tiempos de crisis culturales, por
ejemplo (en Europa) alrededor de 1780, 1900, 1970, y podemos
añadir en la primera década del siglo xxi. ¿Contiene la imagen de
la naturaleza en el paisaje un potencial utópico para la revitalización
de las aglomeraciones urbanas no sustentables? Son tópicos y es-
peculaciones que requieren más trabajo sistemático sobre la eco-
historia y eco-estética de las ciudades contemporáneas.

Sustentabilidad

Es posible constatar que los cambios drásticos de la modernización


urbana unidimensional, a partir de la segunda mitad del siglo xx,
marcan una cesura en la historia urbana,29 que afecta nuestra percep-
ción y evaluación de los paisajes tradicionales. Los procesos del cre-
cimiento poblacional exponencial, y en casos como México, también
el continuo proceso de centralización de los poderes económicos,
27
Véase al respecto Rainer Beck, Ebersberg oder das Ende der Wildnis. Eine
Landschaftsgeschichte, Munich, Beck, 2003, 303 p.
28
Götz Großklaus, Natur – Raum. Von der Utopie zur Simulation, Munich, Iudi-
cium Verlag, 1993, 190 p.
29
Sobre la cesura energética de los años cincuenta del siglo xx, véase las
investigaciones históricas ambientales de Rolf Peter Sieferle, “Nachhaltigkeit in
universalhistorischer Perspektive”, en Wolfgang Siemann (ed.), Umweltgeschichte.
Themen und Perspektiven, Munich, Beck, 2003, p. 39-60, en especial p. 61-65.

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272 PETER KRIEGER

políticos y culturales en una capital, son factores que provocaron la


crisis ambiental de las ciudades. La modernización unidimensional
y no sustentable, con su máxima expresión simbólica en las redes de
las autopistas urbanas, generó efectos destructivos, los que —según la
evaluación del arquitecto Richard Rogers—30 convirtieron a las ciuda-
des en parásitos que desgastan los recursos naturales y energéticos,
como el agua, de los campos cercanos, del llamado “paisaje”.
Desde los inicios de la cultura urbana en el planeta existe la
distinción espacial entre los centros administrativo-infraestructura-
les y los campos agrícolas; y esta tendencia colonizadora continúa.
Más aún, cada vez se acelera el proceso de urbanización también en
este hinterland agrícola, y con ello se disuelven los límites territoriales
—y mentales, imaginarios— entre paisaje y ciudad. En la actualidad,
megaciudades como México, São Paulo —pero también Dacca y La-
gos, en África, o Kuala Lumpur y Shangái, en Asia— demuestran la
explotación extrema del paisaje y sus recursos naturales. Es aquella
transición del “uso” a la “sobreexplotación”,31 lo que caracteriza la
condición ambiental de las megaciudades con sus efectos autodes-
tructivos. Por ello, a nivel político internacional, surgió en la confe-
rencia de la onu en Río de Janeiro (1992), el debate sobre la pre-
sunta “sustentabilidad” del desarrollo de ciudades y paisajes.32
Sin entrar a profundidad a la historia de este término político-
operativo y su cuestionable éxito discursivo hasta la actualidad, con-
viene mencionar dos aspectos importantes para la eco-historiografía
y la eco-estética de las megaciudades del siglo xxi. Primero, las for-
mulaciones de la conferencia de Río pusieron el problema ambiental
en la agenda de muchos países, si bien sólo disimularon los intereses
económicos de los grandes consorcios globales, quienes tuvieron su-
ficientes fondos para crear un departamento de relaciones públicas

Richard Rogers y Philip Gumuchdijan, Ciudades para un pequeño planeta, Mé-


30

xico/Barcelona, Gustavo Gili, 2001, p. 27.


31
Küster, op. cit., nota 9, 127.
32
La sustentabilidad como objetivo político-ambiental se formuló por primera
vez en el informe Brundtland de 1987 y se estableció en la agenda política inter-
nacional en 1992 en la unced (United Nations Conference on Environmentalism
and Development) en Río de Janeiro.

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para generar una imagen ecológicamente correcta que legitime la


extrema y no sustentable explotación de los recursos naturales.33
La segunda objeción al concepto de “sustentabilidad” es más
profunda. En sentido estricto, sustentabilidad no existe en la natu-
raleza, sólo —como ya lo mencionamos en torno a la ilusión del
“equilibrio”— una cohabitación conflictiva de la flora y la fauna,
dominada por el ser humano. Como concepto histórico, la susten-
tabilidad surgió alrededor de 1800 en la economía forestal en Ale-
mania, cuando empezaron a compensar la tala extensiva de árboles
con la siembra sistemática de nuevos árboles —el principio del vi-
vero, basado en fríos cálculos económicos—.34 Ese origen conceptual
tuvo una repercusión implícita cuando inició la exitosa historia con-
temporánea del término, durante los años ochenta del siglo pasado,
en torno al debate sobre la protección de las pluviselvas (o bosques
de lluvia), cuando el tópico antiguo de “salvaje” fue reemplazado
por “sustentabilidad”;35 es decir, desde una posición eurocentrista,
primermundista, se estableció un término político-operativo, sin
indagar profundamente en qué consiste la presunta “sustentabili-
dad” de una selva, e incluso de una “selva” megalopolitana. En
suma, como sostiene el ya citado biólogo Küster, “La sustentabilidad
no existe en la naturaleza, pero es un objetivo cultural importante”,36
y por ello se continúa utilizando en relación con el desarrollo de los
paisajes urbanos contemporáneos.
Para la calidad operativa de la historia y la estética ambiental de
las ciudades, esta aclaración cobra importancia, porque en muchos
debates, el término “sustentabilidad” otorga una presunta orienta-
ción ética a la investigación, pero de hecho revolotea como un espí-
ritu vago sin definición alguna.
Otra aclaración para la historia ambiental —para no decir depu-
ración conceptual— consiste en el hecho de que no existen la “natu-
raleza” ni la “historia” del ambiente, sino que sólo existe el problema

33
Timothy Doyle, Environmental Movements in Majority and Minority World. A
Global Perspective, New Brunswick (Nueva Jersey), 2005, 212 p.; véase también
Radkau, op. cit., p. 190.
34
Radkau, op. cit. (nota 10), p. 47 y 465-471.
35
Ibidem, 242.
36
Küster, op. cit., p. 18.

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274 PETER KRIEGER

que nosotros percibimos y conceptualizamos en ellas. Me refiero a


una noción desarrollada por el historiador Otto Vossler, quien cons-
tató que la historia no tiene un objeto, sino problemas, de los cuales
surgen las preguntas, las descripciones y explicaciones, que buscan
construir “sentido”.37 Es una noción basada en Jacob Burckhardt, que
sustenta que lo que nos interesa de la historia es lo que nos afecta en
la actualidad —y esa actualidad a inicios del siglo xxi se define pri-
mordialmente por una crisis ambiental del planeta y su hiperurba-
nización acelerada; o con un enfoque personal: vivir en una mega-
ciudad autodestructiva y sufrir una degradación preocupante de
cualidades ambientales elementales como el agua y el aire.
Empero, la investigación puede ser inspirada por la melancolía,
pero no guiada por el lamento. Es más bien lo que anotó Aby War-
burg, en uno de sus aforismos sobre historia cultural: el “sufrimien-
to de la humanidad se convierte en patrimonio humano”,38 en ma-
teria para la reflexión histórica y estética. En concreto, nuestras
disciplinas autónomas, la historia y la historia del arte, cuya sinergia
exploro en el ambiente de las ciudades, generan conocimiento de
orientación, más allá de las investigaciones científicas, que son va-
liosas, pero muchas veces incomunicables al público interesado.
La historia ambiental no sólo captura las instantáneas de los
problemas, sino que revisa los procesos a largo plazo, sus tendencias
duraderas —virtualmente dignas de ser preservadas—, y en este
sentido contribuye a la sustentabilidad cultural de las ciudades. El
paisaje (urbano) es un archivo que contiene una cantidad innume-
rable de imágenes que representan los elementos clave de las suce-
siones morfológicas, llegando al extremo de la megalópolis actual.
La historia ambiental revela, paso por paso, los elementos de este
palimpsesto, y la contribución de la historia del arte, convertida
en ciencia de la imagen, consiste en el análisis de la función discur-
siva de los elementos visuales en aquel palimpsesto, reclamando un

Otto Vossler, Geschichte als Sinn, Frankfurt/Main, Fischer, 1983, p. 28 y s.


37

Aby Warburg, “Der Leidschatz der Menschheit wird humaner Besitz”, po-
38

nencia en la Cámara de Comercio de Hamburgo, Alemania, 1928 (documento


12.27 del Warburg Institute en Londres).

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axioma de Walter Benjamin que dice que la “historia se desmorona


en imágenes, no en historias”.39

Transformaciones

Este axioma incómodo para los historiadores es, por supuesto cues-
tionable, ya que no se trata de aprovechar la rivalidad de dos disci-
plinas cercanamente relacionadas, sino fomentar su intercambio
sinergético. La diversidad de las fuentes históricas, incluyendo la
historia mental sobre el medio ambiente, exige modelos de investi-
gación compleja, donde la contemplación y el análisis de la imagen
amplían el horizonte del tema y el problema dado, como la postura
del “historiador frente a la ciudad”.
El historiador y el historiador del arte se enfrentan hoy, como lo
esbocé en esta ponencia panorámica y conceptual, a una configura-
ción crítica de la ciudad y del paisaje, donde gran parte de los terri-
torios se convirtió en depósitos desordenados de infraestructuras,
construcciones y basura, donde la noción de paisaje se perfila en
extrema contraposición a la kitschificada imagen mental colectiva del
“paisaje natural”, debajo del “cielito lindo” en el valle de México. La
historia de las imágenes, que captura las transformaciones de estos
paisajes, en diferentes medios visuales, desde la pintura de óleo has-
ta la fotografía documental aérea, reconstruye cómo se alteraron las
diferentes “atmósferas”40 paisajistas y se codificaron como elementos
de identidades normativas.
Las múltiples conciencias visuales del paisaje que el habitante
—o visitante— de la ciudad de México y de sus alrededores puede
generar se nutren de la percepción cotidiana de la materia física,
pero también del mundo virtual de imágenes históricas, que ofrecen

Walter Benjamin, Das Passagenwerk, Frankfurt/Main, Suhrkamp, 1983, v. 2,


39

p. 596; cita en alemán: “Geschichte zerfällt in Bilder, nicht Geschichten”.


40
El concepto de atmósferas de Georg Simmel, véase Albrecht Lehmann, “Aspekte
populären Landschaftsbewußtseins”, en Wolfgang Siemann (ed.), Umweltgeschichte.
Themen und Perspektiven, Munich, Beck, 2003, p. 147 y Georg Simmel, “Philosophie
und Landschaft”, en Das Individuum und die Freiheit. Essais, Berlín, Wagenbach,
1984, p. 130-139.

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276 PETER KRIEGER

múltiples esquemas visuales para albergar impresiones, fantasías e


incluso críticas de la ciudad. Para los “historiadores frente a la ciu-
dad” es grato recordar una introspección formulada por el historia-
dor cultural decimonónico Wilhelm Heinrich Riehl, que afirma que
“cada siglo no sólo tiene su propia manera de ver el mundo [i. e.
ideología, Weltanschaung en el original alemán], sino su propia ma-
nera de ver el paisaje”.41
He aquí uno de los parámetros clave del proyecto editorial y
curatorial en el Museo Nacional de Arte, realizado en 2012, sobre
las Transformaciones del paisaje en México. Representación y registro
visual,42 en el cual reconstruí elementos determinantes de la historia
y la estética ambiental a lo largo del siglo xx, comparando dos me-
dios visuales diferentes, pero complementarios, la pintura (y gráfica)
del paisaje y la aerofotografía técnica (resguardada en la Fundación
ica). Sin embargo, el objetivo de este artículo no es resumir los re-
sultados de dicha investigación, sino, partiendo de ella, problema-
tizar algunos aspectos de la historia ambiental y su relación con las
fuentes visuales.
El libro Transformaciones del paisaje en México ofrece una reflexión
sobre el poder epistemológico de las vistas aéreas y terrestres del
valle de México en tiempos en que la educación ambiental, enfoca-
da en la configuración compleja de (mega) ciudad y paisaje, cuenta
con el dispositivo colectivo de las imágenes satelitales de programas
como Google Earth —una herramienta que ha generado una revo-
lución mediática porque populariza un conocimiento anteriormen-
te restringido por instituciones como el inegi o por intereses mili-
tares—. Con base en esta familiarización de la lectura de vistas
aéreas de los paisajes urbanos contemporáneos, el fondo histórico
de imágenes recibe otro impulso de indagación. Se evidencian otros
contextos, contradicciones y sentidos de la historia ambiental del
valle y de la ciudad de México, los cuales sacan de su nicho, de su

41
Wilhelm Heinrich Riehl, “Das landschaftliche Auge”, en Kulturstudien aus
drei Jahrhunderten, 3a. ed., Stuttgart, 1896, p. 65, cita en alemán: “Jedes Jahrhun-
dert hat nicht nur seine eigene Weltanschuung, sondern auch seine eigene Lands-
chaftsanschauung”. Traducción al español por Peter Krieger.
42
Krieger, op. cit.

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ECOHISTORIA Y ECOESTÉTICA DE LA MEGALÓPOLIS MEXICANA 277

“nido domiciliario”,43 aun al historiador —caricaturizado por Nie-


tzsche como anticuario— y le hacen ver la historia de la ciudad no
sólo como “historia de sí mismo”, sino como un campo de temas y
problemas paradigmáticos en la actualidad. Se proporciona la infor-
mación y la invitación para relacionar la herencia histórica, la con-
figuración estética y la biodiversidad compleja del paisaje de Méxi-
co, un leitmotiv capaz de orientar nuestros patrones de acción en el
espacio y en el tiempo.44

Nota bene: Este artículo sobre la función discursiva de la imagen en


la historiografía ambiental no se ilustra con imágenes. Esta parado-
ja se explica por la dificultad de obtener los derechos de reproduc-
ción de las ilustraciones requeridas. Los lectores pueden revisar las
imágenes gratuitamente en la red o consultar mi libro Transforma-
ciones del paisaje urbano en México. Representación y registro visual o
activar su imaginación.

Véase nota 1.
43

Winfried Schenk, “Historische Geographie. Umwelthistorisches Brücken-


44

fach zwischen Geschichte und Geographie”, en Wolfgang Siemann (ed.), Umwel-


tgeschichte. Themen und Perspektiven, Munich, Beck, 2003, p. 129-146, en especial
p. 131 y 138.

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