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Bolivia nuevamente acoge la competencia automovilística campo traviesa del Dakar, de una
larga historia pasando por los paisajes más inhóspitos y remotos del planeta, por quinto año
consecutivo seremos sede de este evento que así como tiene muchos seguidores y adeptos
tiene muchos detractores.
Más allá de las condiciones del paisaje y la factibilidad técnica que los organizadores toman
en cuenta a la hora de determinar los países por los cuales se trazara el recorrido en extenso,
existe un factor económico muy importante que se traduce en la disposición a pagar la
franquicia o el derecho a la marca Dakar para poder ser sede oficial del evento.
Querer afirmar que el Dakar es una política pública del Estado Plurinacional de Bolivia es
simplemente faltar a la verdad, el gasto “Dakar” es simplemente política, al carecer de
objetivos medibles, metas planteadas y una verdadera planificación que oriente la
disposición de recursos públicos, que han mermado en las arcas nacionales tras el fin de la
“década de oro” de precios internacionales.
Más allá de los efectos negativos ambientales, culturales y sociales que trae consigo el
Dakar, es necesario analizar el daño económico de hacer política cuando el verdadero
potencial de la actividad turística requiere de inversiones y no solamente el auspicio de
eventos que no hacen al fortalecimiento y promoción de Bolivia como destino turístico fuera
de nuestras fronteras.