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Que vuelva Kropotkin

Julián Sorel
juliansorel20@gmail.com

Hablar aquí, a propósito del centenario de una revolución, la rusa de 1917, en la que no solo
no triunfó precisamente el modelo de comunidad que él hubiera preferido sino que terminó
imponiéndose el «socialismo de estado» –que, como él supo decir pronto, «en realidad no
es más que capitalismo de Estado» (1)–, del príncipe anarquista Piotr Kroptkin tal vez sea
absurdo, raro e incluso disparatado, pero, como ya saben de sobra los lectores y cuantos me
conocen, yo soy un bicho absurdo, raro e incluso disparatado.
Han de saber que el príncipe Kropotkin, que tanto quería, conocía y respetaba el mundo y la
cultura campesina, era, por derecho de nacimiento, uno de los señores de este mundo, y no
solo porque su familia fuera dueña de grandes latifundios y casi mil doscientos siervos en
tres provincias –lo que incluso podría parecer una vulgaridad–, sino por algo menos común
que la riqueza, y es que nuestro amigo Piotr Alexeyevich Kropotkin, hijo de Ekaterina
Nikolaevna Kropotkina y Aleksei Petrovich Kropotkin –príncipe de Smolensk–, nacido en
Moscú el 9 de diciembre de 1842, era descendiente directo de los Rurik, que gobernaron
Rusia antes que los Romanov.
Cuando Piotr tenía cuatro años, Ekaterina murió. A los diez, en un baile al que fueron los
hijos de la nobleza, el zar reparó en su inteligencia y belleza y fue invitado a convertirse en
uno de sus pajes. (2) Unos pocos jóvenes nobles se preparaban para integrar este selecto
grupo en la escuela más elitista de Rusia, «una institución que combinaba el carácter de una
academia militar y de una escuela selecta para los hijos de la nobleza» (3), el Cuerpo de
Pajes, en San Petersburgo. Tan selecta era esa institución que solo ofrecía ciento cincuenta
plazas, y abría casi automáticamente el paso a los cargos más codiciados de la Corte. (4)
Piotr fue a ella a los quince años.
Pero este príncipe, Piotr, tenía la peculiaridad de no sentirse tan cerca de la nobleza de la
cual por nacimiento formaba parte cuanto de los campesinos que, al fin y al cabo, eran
quienes lo habían cuidado de niño, y esta anomalía desvió del cauce –del cauce que hubiera
sido habitual en su caso– el curso completo de su vida.
Por puro amor (que no por amor puro) a la frivolidad de las anécdotas mencionaremos de
paso que, perseguido Kropotkin en su país debido a su notoria actividad revolucionaria,
tuvo que fugarse de prisión y exiliarse y que, dado el esnobismo que nos caracteriza a los
seres humanos de todo tiempo y lugar, él, a fuer de erudito, de extranjero y de aristócrata,
se convirtió, naturalmente, en una figura de moda en Londres, donde lo alabaron todos,
desde William Morris hasta Ford Madox Ford, y donde fue descrito por Oscar Wilde como
un «bello Cristo blanco», «a beautiful white Christ».
Perdón por la trivialidad del precedente párrafo. En Londres, Kropotkin escribió casi todo
el primer número de la revista Freedom, origen del sello editor Freedom Press, que, con su
pequeña librería, sigue funcionando en el mismo edificio de ladrillo marrón número 84 del
mismo callejón, Angel Alley, en Whitechapel, desde ese año de 1886 hasta hoy, domingo
29 de octubre del 2017.
Las principales tesis de Kropotkin están en La conquista del pan (1892) y Campos, fábricas
y talleres (1899). Kropotkin consideraba un buen modelo de organización social, libre de la
dominación tanto del estado como del mercado, el de las comunidades campesinas que
conoció en Siberia, y pensaba (no era un nostálgico) que la tecnología moderna aplicada a
la agricultura y otras actividades económicas permitiría un productivo y descentralizado
desarrollo acorde a las necesidades medioambientales (sí era lo que llamaríamos hoy un
ecologista).
Es preciso aclarar aquí que, frente a darwinistas sociales como Herbert Spencer, para quien
todo estaba regido por la «lucha por la vida» (bella, sonora, rudamente dice la expresión
original «the struggle for life» (5), a Kropotkin le parecía un mecanismo de supervivencia
eficaz más importante la ayuda mutua, título de otro libro suyo, Mutual Aid (1902), escrito
y publicado en inglés, en el exilio londinense, en el que afirma, por ejemplo, que «aquellos
animales que adquieren hábitos de ayuda mutua son sin duda los más aptos. Tienen más
probabilidades de sobrevivir y alcanzan, en sus clases respectivas, el mayor desarrollo de la
inteligencia y organización corporal».
Esto fue escrito por Kropotkin luego de la lectura de un artículo de Thomas Henry Huxley,
apodado afectuosamente «el Bulldog de Darwin».
Thomas Huxley (abuelo, por cierto, de Aldous, el gran escritor, de Julian, el evolucionista,
y de Andrew, el Nobel de Fisiología, además de profe de biología de H. G. Wells cuando,
becario pobre del Royal College of Science, este no había escrito ninguna de sus grandes
novelas de ciencia-ficción aún) había publicado su artículo «The struggle for existence in
human society» en febrero de 1888 en The Nineteenth Century, y Kropotkin, también en
The Nineteenth Century, le respondió con una serie de artículos, luego reunidos en Mutual
Aid.
La idea de la cooperación como fuerza natural expuesta en ese libro recopilatorio de 1902
se enmarca coherentemente en la opera omnia de nuestro autor. El príncipe Kropotkin creía
que el ser humano era solidario por naturaleza, o, al menos, propenso a colaborar con los
demás, y que, por ende, la idea de una sociedad integrada por comunidades basadas en la
democracia directa era perfectamente razonable.
Entre 1880 y 1920 sobre todo, las ideas de Kropotkin ganaron numerosos simpatizantes en
Europa y en todo el mundo; en Estados Unidos, fueron particularmente bien recibidas por
los Wobblies. Pero los modelos estatales centralizados terminaron por aparecer como los
únicos factibles desde la Segunda Guerra Mundial, especialmente en las décadas de 1950 y
1960, cuando el este comunista y el oeste capitalista enfrentaban sus respectivas versiones
de «progreso» y desarrollo.
No creo desentonar si digo que hoy esos modelos están cada vez más lejos de la estima
general. De hecho, no soy el primero en decirlo, y se suelen señalar diversos factores para
esta pérdida de crédito: la crisis económica desde la década de 1970, el prestigio, desde la
década de 1960, de la individualidad como un valor antepuesto a cualquier lealtad a estados
nacionales y demás abstracciones opresivas, son un par de ellos. Tal vez sea cierto. A veces
tenemos, en efecto, la impresión –no creo ser el único– de que un cierto espíritu libertario
recorre mucho de lo mejor de nuestra época, de sus crecientes expresiones espontáneas de
desobediencia civil, de sus varias protestas contra el poder de las empresas y las evasiones
fiscales sistemáticas del 1% más rico, ya sea en el 15-M en España, ya sea en el Occupy en
Wall Street, de las diversas formas de disidencia popular, en suma, de la última década, o de
las últimas dos décadas tal vez.
Los retos que la mente calcula de inmediato que tendríamos que enfrentar para sostener
estas expresiones de una voluntad de autodeterminación son en realidad los mismos retos
que ya enfrentaba el anarquismo de pensadores como Kropotkin. ¿Cómo construir algo que
se sostenga en el tiempo sin instituciones centralizadas, sin excesiva delegación de poder en
autoridades distantes de las personas reales, y por ende faltas de control, sin un malsano y
kafkiano crecimiento de la burocracia? ¿Qué ofrecer, para disuadirla de seguir corriendo al
abismo que ya asoma, a una inmensa mayoría mundial embarcada ciegamente en la inercia
de un crecimiento sin escrúpulos, límites ni reparos –un crecimiento, no ya a mediano, sino
a corto plazo, destructivo y autodestructivo– y adicta a un nivel de vida cada vez más alto?
¿Cómo pueden comunidades fundadas en la democracia directa local y en una igualdad real
enfrentarse a intereses respaldados por enormes concentraciones de poder en los estados y
los mercados internacionales? Tras los fracasos económicos y sociales tanto del llamado
«socialismo real» –o del capitalismo de estado, para ser exactos y justos en los términos–
como del capitalismo global, y ante la evidencia de la alarmante incapacidad de sistemas
como estos –tan alejados de todo control de los individuos de carne y hueso que somos–
para lidiar con la degradación ambiental o con los explosivos depósitos de desesperación e
inequidad tóxica sembrados y ahondados cada día en todas partes, ¿cómo salvarnos y salvar
al mundo? Quizá pensadores como Piotr Kropotkin puedan venir desde el pasado, a bordo
de la máquina del hoy citado de pasada H. G. Wells, y ayudarnos a inventar otro futuro.

Notas
(1) La cita completa dice así: «La adoración del Estado, de la autoridad y del socialismo de
Estado, que en realidad no es más que capitalismo de Estado, triunfó en las ideas
de toda una generación» («The worship of the State, of authority and of State
Socialism, which is in reality nothing but State capitalism, triumphed in the ideas
of a whole generation»). Piotr Kropotkin: «Caesarism», en: Freedom, nº 139,
junio de 1899.
(2) Roger N. Baldwin (ed.): Kropotkin’s Revolutionary Pamphlets, Nueva York, Dover
Publications, 1970, 311 p., pp. 14-16.
(3) P. Kropotkin: Selections from his Writings, con introducción de Herbert Read, Londres,
Freedom Press, Londres, 1942, p. 8.
(4) Alain Vieillard-Baron: «Dos cartas de Kropotkin», en: Revista de Filosofía, nº 6, 1960.
p. 286.
(5) «This survival of the fittest, which I have here sought to express in mechanical terms, is
that which Mr. Darwin has called “natural selection”, or the preservation of favoured races
in the struggle for life» («Esta supervivencia del más apto, que aquí he tratado de expresar
en términos mecánicos, es aquello que el señor Darwin ha llamado la “selección natural”, o
la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida»). Herbert Spencer:
Principles of Biology, Londres, Williams & Norgate, 1864, vol. 1, p. 444.

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