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ANÁLISIS
Félix Millet, el principal encausado del caso Palau, a la salida de la Audiencia Provincial de Barcelona donde se la ha comunicado la sentencia de 9
años y 8 meses de prisión. JOAN SÁNCHEZ (EL PAÍS)
Al conocer la noticia de que el rico empresario catalán Fèlix Maria Millet i Tusell cobró a sus consuegros la mitad
de los gastos de la boda de su hija cuando en realidad el que pagaba el total de lo gastado (81.156 euros) era la
Fundación Orfeó Català i Palau de la Música de Barcelona, del que el propio Millet es director y fundador, no resistí
la tentación de considerar que la codicia es una enfermedad mental, o sea, una enfermedad del cerebro. ¿Cómo si
no?, alcancé a preguntarme. No resulta fácil entender el sentimiento que alberga la codicia, meterse en la piel del
codicioso. ¿Por qué gente que ya es muy rica quiere o ha querido más y más? ¿Por qué siguen acumulando
riqueza si ya tienen de sobra todo lo que necesitan para vivir bien? ¿Acaso están enfermos?
El origen etimológico de codicia es cuspiditas, un vocablo latino. Se ha definido como un afán excesivo de
riquezas, como un deseo voraz y vehemente de algunas cosas buenas, no solo de dinero o riquezas. Lo que más
caracteriza al codicioso es un interés propio, un egoísmo que nunca se consigue satisfacer. Se ha dicho que la
codicia es como el agua salada, pues cuanto más se bebe más sed da. Para el codicioso suficiente nunca es
suficiente. Codicia y avaricia no son la misma cosa. Mientras que la avaricia es el afán de poseer riquezas u otros
bienes con la intención de atesorarlos para uno mismo mucho más allá de lo requerido para satisfacer las
necesidades básicas y el bienestar personal, la codicia se limita a un afán excesivo de riquezas sin necesidad de
querer atesorarlas. El avaro acumula, es tacaño, gasta lo menos posible y casi nunca comparte. El codicioso puede
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19/1/2018 Así funciona el cerebro de un codicioso | Ciencia | EL PAÍS
disfrutar de su riqueza, se la gasta y puede incluso compartirla. Hágase pues, si le place, amigo de un codicioso,
pero nunca de un avaro. El jugar a la lotería, el apostar en un casino o el invertir en bolsa, incluso cuando se trate
de pequeños ahorradores, tampoco deja de ser un comportamiento que, aparte de adictivo, alberga un plus de
codicia, pues no suele hacerse por necesidad.
Un estudio de la universidad de Gante en Bélgica ha puesto de manifiesto que la codicia ocurre más a menudo en
hombres que en mujeres, en el mundo financiero o en posiciones de gestión y, generalmente, en personas no muy
religiosas. Ninguna razón biológica que conozcamos nos permite afirmar que las mujeres son menos codiciosas
que los hombres, pero el que la mayoría de los imputados y condenados por corrupción en muchos países sean
hombres pudiera darlo a entender. La explicación a esa diferencia es cultural, pues en la mayoría de países son los
hombres los que suelen asumir el liderazgo en los negocios o los cargos políticos o administrativos susceptibles
de generar corrupción.
¿Por qué gente que ya es muy rica quiere o ha querido más y más? ¿Por qué siguen
acumulando riqueza si ya tienen de sobra todo lo que necesitan para vivir bien?
¿Acaso están enfermos?
La codicia estuvo detrás del uso de las conocidas tarjetas Black y de abusos como el de los directivos de la entidad
financiera Cataluña Caixa, que autorizaron incrementos salariares para sus ejecutivos cuando la entidad ya había
reclamado ayudas extraordinarias al Estado por la situación de bancarrota en que se encontraba. Parecida es
también la codicia de accionistas y empresarios que no reparan en mantener factorías o industrias que deterioran
el medio ambiente con sus vertidos y la generación de residuos tóxicos. Y no es sólo cosa de tiempos modernos,
pues como explica el historiador Juan Eslava Galán, el Duque de Lerma, valido del rey Felipe III trasladó la corte de
Madrid a Valladolid muy posiblemente con la intención de dar un pelotazo inmobiliario, pues había comprado allí
previamente terrenos y casas a un precio inferior al que luego vendió a los funcionarios y cortesanos que se vieron
obligados a trasladarse a la nueva capital. A los seis años la corte volvió a Madrid. El suelo, más que la propia
edificación, ha sido y es muchas veces objeto de la codicia humana.
Pero sería injusto no mencionar que la codicia también ha sido considerada e incluso jaleada como motor de
crecimiento y desarrollo, pues puede promover la economía al motivar a la gente para crear nuevos productos y
desarrollar nuevas industrias, lo que a su vez genera riqueza, empleo y bienestar. Los codiciosos, por tanto, no
parecen
engañarse siempre a sí mismos cuando ven su codicia
como algo bueno. Otra cosa
son las consecuencias
colaterales, pues los codiciosos son muchas veces detestados en su entorno y socialmente rechazados. A la larga
pueden salir perdiendo, aunque en su eventual crítica el ciudadano medio suele apelar con disgusto al beneficio
todavía retenido o al ya disfrutado por los codiciosos (¡Que le quiten lo bailado!) cuando son legalmente
castigados por haber cometido infracciones o ilegalidades. Lo que la gente quiere es que el que ha robado
devuelva el dinero.
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La inercia a acumular recursos contrarresta el sentimiento de incertidumbre sobre lo que le puede pasar a uno en
el futuro, por lo que la codicia pudo haber evolucionado en nuestros antepasados ancestrales como una forma de
adaptación cuando el entorno es pobre en recursos. Si uno tiene mucho se preocupa menos por el futuro que si
tiene poco. Un sentimiento, en definitiva, de hormiga más que de cigarra. Ese planteamiento hace que algunos
científicos crean que los diferentes grados de codicia de las personas podrían derivar por ello de las diferentes
percepciones y expectativas de la gente sobre las inseguridades del porvenir. Eso explicaría también, por qué en
entornos inciertos como el de la economía algunas personas parecen más deseosas que otras de comportarse
adquisitivamente, de invertir. El peligro está sobre todo en la gente corriente, particularmente en las clases
medias, que pueden ser víctimas de la codicia arriesgándose a invertir sus trabajados y limitados ahorros en
juegos, loterías o activos financieros, por querer multiplicarlos con rapidez y con mucho menos esfuerzo del que
les costó conseguirlos.
La denuncia pública de los codiciosos, sobre todo cuando su comportamiento alcanza la ilegalidad, es uno de los
mejores remedios, pues la vergüenza puede ayudar a que al menos la gente sensata se contenga. Como en tantos
otros casos, el gran remedio es lento, pues está en la Educación. Un buen sistema educativo debería tener
previsto el enseñar a los más jóvenes las consecuencias de la codicia, mostrándoles cómo ha servido para corroer
y dinamitar a individuos, empresas y sociedades, y contraponiéndola siempre a los mejores valores de la
ciudadanía y de una sociedad justa y solidaria.
Ignacio Morgado Bernal es director del Instituto de Neurociencias de la Universidad Autónoma de Barcelona, autor de “Emociones
Corrosivas: Cómo afrontar la envidia, la codicia, la culpabilidad y la vergüenza, el odio y la vanidad” (Barcelona, Ariel, 2017)
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