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El hada Muérdago es pequeña, muy pequeña. Viste siempre de verde y rojo y, cuando
se siente especialmente entusiasmada o feliz, agita sin parar sus hermosas y
centelleantes alas de color dorado, tan rápido tan rápido que casi ni se ven, y se eleva a
toda velocidad para luego dejarse caer planeando con suavidad.
Bueno, hubo cierta vez en que casi, casi nos quedamos sin ella. Pero sólo casi. Y
como ahora tengo un poco de tiempo, y como no tengo nada que hacer, y como me
aburro un poco, y como nadie me puede decir que me calle, voy a aprovechar y a
contar como fue que casi, casi, pero sólo casi nos quedamos sin la Navidad.
Cada año, la pequeña Muérdago, días antes de emprender el vuelo para esparcir la
magia navideña por todo el mundo, inspeccionaba el cofre donde la guardaba -tras
siete puertas y siete conjuros, bajo siete llaves y siete candados- para asegurarse de
que todo estuviera en perfectas condiciones, le quitaba un poco el polvo, le daba brillo
y la dejaba lista para el gran día. Pero ese triste año, Muérdago se llevó una gran -y
desagradable- sorpresa: la preciosa cajita había desaparecido. Puf. No estaba en su
sitio. Puf. Se había esfumado. Puf. Se había evaporado. Así, sin dejar ni rastro. Puf. El
pequeño cofre plateado había desaparecido.
Miró bajo la cama, bajo las sillas, bajo las mesas, bajo la cocina, bajo las
alfombras y hasta debajo de los jarrones. Nada.
Miró en las macetas, las ollas, los platos, los tarros, los armarios, entre las sábanas e,
incluso, en la bañera. Nada.
Buscó en las copas más altas de los árboles más altos. Nada.
El hada lloraba con enorme desconsuelo. Era la primera vez que fallaba en su
importante misión. ¿Cómo iba a explicarlo ante el Consejo Supremo? ¿Y qué iba a ser
de los niños? ¿Cómo iba a mirar a la cara a los habitantes del bosque? ¿Qué sería de
los niños? ¿Quién se habría llevado la cajita? ¿Y qué iba a ser de los niños? (Como se
puede comprobar a Muérdago le preocupaban mucho los niños...).
No quedaba tiempo para montar una gran investigación. No había tiempo para avisar
al Consejo. La Navidad estaba a la vuelta de la esquina y Muérdago tenía que
encontrar una solución pronto, sin ayuda de nadie. Y mientras le daba vueltas y más
vueltas al asunto y pensaba en las caras llenas de ilusión de los niños, a Muérdago se
le ocurrió una idea. En un instante tuvo claro lo que debía hacer.
Tenía que haberse dado cuenta antes. Daba igual que no encontrara la cajita.
La magia que guardaba en ella no era la importante, la verdadera magia, la que
contaba, la que de verdad hacía que la Navidad volviera, era la que guardaban los
niños durante todo el año en sus corazones.
De sus sonrisas tomó la luz, de sus voces cogió la música y en sus ojos encontró
el brillo mágico. De sus abrazos obtuvo el calor, de sus sueños la ilusión y de su
corazón el amor. Fue de aquí para allá, de allá para acá, de acá para acullá,
recolectando un poco de cada niño y, cuando hubo reunido una considerable cantidad
de magia volvió a sobrevolar el mundo dejándola caer sobre cada pueblo y cada
ciudad, sobre cada casa y cada edificio. Y, a su paso, todo cobraba color y calor
navideño.
Ah, por cierto, nadie supo jamás quién o qué hizo desaparecer la caja mágica
aunque yo he oído por ahí no sé qué de cierto dragón viejo y gruñón al que, aquel año,
se le vio sonreír más de lo que en él era habitual (que era nada) y llevar unos curiosos
y brillantes adornos en sus alas pero, bueno, eso es otra historia bien diferente y no es
el momento de contarla.
A lo mejor la cuento otro día en que tenga un poco de tiempo, y no tenga nada
que hacer, y esté un poco aburrida y nadie me pueda decir que no lo cuente.