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El hada muérdago

El hada Muérdago es pequeña, muy pequeña. Viste siempre de verde y rojo y, cuando
se siente especialmente entusiasmada o feliz, agita sin parar sus hermosas y
centelleantes alas de color dorado, tan rápido tan rápido que casi ni se ven, y se eleva a
toda velocidad para luego dejarse caer planeando con suavidad.

El hada Muérdago es graciosa, muy graciosa, y también divertida, alegre y


bulliciosa pero, sobre todo, es una de las hadas más responsables y sensatas de todo el
bosque mágico lo cual motivó -hace ya muchos, muchos, muchísimos años- que el
Consejo Supremo de las Hadas decidiera nombrarla Guardiana de la Magia de la
Navidad. Una gran elección, sin la menor duda. Ni un sólo año, desde que ella se hizo
cargo del asunto, ha faltado la Navidad en nuestro mundo.

Bueno, hubo cierta vez en que casi, casi nos quedamos sin ella. Pero sólo casi. Y
como ahora tengo un poco de tiempo, y como no tengo nada que hacer, y como me
aburro un poco, y como nadie me puede decir que me calle, voy a aprovechar y a
contar como fue que casi, casi, pero sólo casi nos quedamos sin la Navidad.

Cada año, la pequeña Muérdago, días antes de emprender el vuelo para esparcir la
magia navideña por todo el mundo, inspeccionaba el cofre donde la guardaba -tras
siete puertas y siete conjuros, bajo siete llaves y siete candados- para asegurarse de
que todo estuviera en perfectas condiciones, le quitaba un poco el polvo, le daba brillo
y la dejaba lista para el gran día. Pero ese triste año, Muérdago se llevó una gran -y
desagradable- sorpresa: la preciosa cajita había desaparecido. Puf. No estaba en su
sitio. Puf. Se había esfumado. Puf. Se había evaporado. Así, sin dejar ni rastro. Puf. El
pequeño cofre plateado había desaparecido.

Muérdago, primero, se sorprendió. Después, se enfadó. Luego, se asustó. Por


último se inquietó, agitó sus alas con nerviosismo, dio saltitos de preocupación y se
mordió las uñas mientras pensaba en dónde podía estar el arca.

Recorrió su casa-abeto de arriba abajo, de abajo arriba, de derecha a


izquierda, de izquierda a derecha y hasta en diagonal. Nada.

Miró bajo la cama, bajo las sillas, bajo las mesas, bajo la cocina, bajo las
alfombras y hasta debajo de los jarrones. Nada.

Miró en las macetas, las ollas, los platos, los tarros, los armarios, entre las sábanas e,
incluso, en la bañera. Nada.

Buscó en las copas más altas de los árboles más altos. Nada.

Buscó entre las hojas acumuladas al pie de cada árbol. Nada.

Husmeó en guaridas, madrigueras, nidos y cubiles. Nada.

Recorrió el Bosque Más o Menos Encantado de norte a sur y de este a oeste.


Escudriñó cada rincón y bajo cada planta y animal. Nada.
La pobre Muérdago se sentía cada vez más triste y desesperada. Tenía la cara
mustia, el pelo desordenado, las ropas manchadas de tanto arrastrarse por rincones
sucios y oscuros. Si no encontraba pronto la caja no habría magia, no habría luces de
colores, no habría canciones, no habría brillantes adornos, no habría árboles
decorados, no habría reuniones familiares, ni regalos, ni niños sonrientes...

El hada lloraba con enorme desconsuelo. Era la primera vez que fallaba en su
importante misión. ¿Cómo iba a explicarlo ante el Consejo Supremo? ¿Y qué iba a ser
de los niños? ¿Cómo iba a mirar a la cara a los habitantes del bosque? ¿Qué sería de
los niños? ¿Quién se habría llevado la cajita? ¿Y qué iba a ser de los niños? (Como se
puede comprobar a Muérdago le preocupaban mucho los niños...).

No quedaba tiempo para montar una gran investigación. No había tiempo para avisar
al Consejo. La Navidad estaba a la vuelta de la esquina y Muérdago tenía que
encontrar una solución pronto, sin ayuda de nadie. Y mientras le daba vueltas y más
vueltas al asunto y pensaba en las caras llenas de ilusión de los niños, a Muérdago se
le ocurrió una idea. En un instante tuvo claro lo que debía hacer.

¿Cómo no se le había ocurrido antes? La respuesta estaba en los niños. Por


supuesto.

Tenía que haberse dado cuenta antes. Daba igual que no encontrara la cajita.
La magia que guardaba en ella no era la importante, la verdadera magia, la que
contaba, la que de verdad hacía que la Navidad volviera, era la que guardaban los
niños durante todo el año en sus corazones.

Ellos eran los auténticos cofres mágicos.


Muérdago saltó, bailó y cantó llena de alegría. Agitó sus doradas alas y,
alzando el vuelo, puso rumbo a nuestro mundo, para recoger la magia infantil y luego
repartirla por todos los corazones adultos del mundo.

De sus sonrisas tomó la luz, de sus voces cogió la música y en sus ojos encontró
el brillo mágico. De sus abrazos obtuvo el calor, de sus sueños la ilusión y de su
corazón el amor. Fue de aquí para allá, de allá para acá, de acá para acullá,
recolectando un poco de cada niño y, cuando hubo reunido una considerable cantidad
de magia volvió a sobrevolar el mundo dejándola caer sobre cada pueblo y cada
ciudad, sobre cada casa y cada edificio. Y, a su paso, todo cobraba color y calor
navideño.

A partir de entonces, Muérdago, dejó de guardar la magia navideña en una cajita


escondida en su casa-abeto en lo profundo del Bosque Más o Menos Encantado. Ya no
necesitaba tenerla almacenada. Ahora disponía de una fuente inagotable de magia en
los cálidos corazones de los niños.

Ah, por cierto, nadie supo jamás quién o qué hizo desaparecer la caja mágica
aunque yo he oído por ahí no sé qué de cierto dragón viejo y gruñón al que, aquel año,
se le vio sonreír más de lo que en él era habitual (que era nada) y llevar unos curiosos
y brillantes adornos en sus alas pero, bueno, eso es otra historia bien diferente y no es
el momento de contarla.

A lo mejor la cuento otro día en que tenga un poco de tiempo, y no tenga nada
que hacer, y esté un poco aburrida y nadie me pueda decir que no lo cuente.

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