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JONES, Philip, “ Comuna y signoría: La ciudad – estado en Italia en el medioevo tardío”


(“Comuni e Signorie" La citta – stato nell’Italia del tardo medioevo”),
en La Crisi degli ordenamenti comunali e le origini dello stato del
Rinascimento ( a cura de Giorgio Chittolini), Bologna, Il Mulino, 1979.
pp. 360 y ss.

En el medioevo tardío, las ciudades-estado de la Italia centroseptentrional, fueron


teatro de conflicto teórico y práctico entre dos sistemas de gobierno opuestos: el
republicano y el despótico ( o en la terminología de la época, el gobierno del
“comune”, en libertad, y el gobierno de “un tirano”, Signoría o Principado. El
conflicto comenzó alrededor de la mitad del s. XIII y tarde o temprano, se
resolverá casi en todos los lugares, a favor del despotismo. Para 1300, desde el
punto de vista territorial: buena parte de Lombardia, Piemonte, Emilia, Veneto, y
casi toda la Romagna y el Marche se encontraban bajo dominio señorial; y
algunos escritores (Albertino Mussato) comenzaban a hablar de un ciclo
predeterminado en el desarrollo de los Estados
El declive de las instituciones comunales, estuvo acompañado casi desde el
comienzo, por un proceso de agregación en escala regional, luego del cual,
independientemente de la forma de gobierno y de las teorías políticas, los estados
grandes de tragaron a los más pequeños. Así surgieron, hacia el ‘400 algunas
potencias territoriales, Milano, Florencia, Mantova y Ferrara, que mediante una
difícil política de equilibrio, se aseguraron el control de Italia septentrional. Hacia
fines del Medioevo, pocas ciudades habían conservado la independencia y el
autogobierno y muchas menos eran las que tenían una historia que podía
considerarse ininterrumpida. ...para la mayor parte de las Comunas, el período de
autonomía efectiva entre el régimen feudal y el despotismo, debió haber sido
bastante breve: pocas generaciones de autogobierno tumultuoso, total o parcial, a
la sombra de un feudatario o de un magnate local. En una edad en la que
también en Italia, los gobernantes eran en su mayor parte, reyes o príncipes, lo
que sorprende no es tanto el retorno a la monarquía, sino su interrupción.
Para los teóricos políticos italianos, la monarquía era la forma ideal de gobierno,
en ello estaban de acuerdo civilistas, canónigos, filósofos, académicos,
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humanistas. Sin embargo, el gobierno del príncipe no era el único ideal de la


época. En los últimos siglos del Medioevo, cuando la monarquía ganaba más
terreno, crecía la indiferencia política, precedida en Italia por un vendaval de
republicanismo. ...en diversos modos, monárquicos y republicanos, se nutrían de
la tradición clásica, tal y como había sido interpretada por la doctrina jurídica y
filosófica de la Edad Media o como había sido redescubierta por los humanistas; y
estaban más interesados en las ideas que en conceptos y programas de acción
política. A pesar del divorcio entre la vida activa y la vida contemplativa, esos
escritos,... reflejaban la influencia de los hechos reales. Este influjo fue evidente
en el nuevo acento que Marsilio de Padua y otros escritores ponían en el
principio de la soberanía popular, y aun cuando en la doctrina consagrada por
Bartolo, de la ciudad como Estado soberano y de la tiranía como usurpación de
una autoridad cívica soberana; pero es aun más evidente un nuevo interés por los
respectivos méritos del gobierno señorial y de aquel comunal.
Florencia en particular, se convirtió en un centro de actividad diplomática y de
propaganda republicana, alimentada en gran medida por la guerra, se desarrolló
una particular ideología florentina de tendencia republicana, basada en la creencia
en parte convencional y en parte sincera, en las sólidas virtudes democráticas de
la clase mercantil urbana. Los venecianos fueron menos expansivos, pero su
constitución, (mal interpretada) se convirtió en el ideal mismo del republicanismo.
...El tema central de los republicanos era la libertad, entendida en el doble
sentido de gobierno electivo e independiente de cualquier dominio extranjero. El
argumento de los monarcas era el orden, la paz y la unidad. Ambos pretendían
representar el dominio de la legalidad y ambos proclamaban su apego a los
valores culturales.
Nunca se trató de una divagación entre democracia y dictadura. El gobierno
señorial no era un gobierno totalitario, y el régimen comunal, aunque lo llamemos
democracia, ignoraba totalmente el voto universal. De acuerdo con la mayoría de
las ciudades italianas, los derechos de ciudadanía y, más aún la elegibilidad a los
cargos públicos que estaban reservados de modo casi exclusivo a los ciudadanos
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propietarios de origen local y de antigua residencia. La gente del condado, más


numerosa, aun organizada en comunas rurales era considerada por la ley como
de naturaleza inferior, y estaba privada de casi todos los derechos políticos;
privación que se extendía a los ciudadanos más humildes y asalariados y
plebeyos; no menos semejante era la condición de los habitantes de las ciudades
ya independientes incorporadas por conquista a los Estados territoriales en
expansión; que aun conservando un limitado poder de autogobierno, estaban
excluidas de la representación política. Los parlamentos representativos, en Italia
como en otros sitios, fueron una creación de gobiernos feudales, no urbanos.
Bajo el gobierno de las repúblicas más ricas, Venecia y Florencia, las
comunidades sometidas fueron degradadas a una condición de dependencia y de
explotación despiadada de los intereses económicos de la ciudad dominante. La
“libertas florentina” valía solo para Florencia.
A pesar de los más elaborados sistemas de equilibrio constitucional, el poder de
las Comunas italianas estuvo siempre obstinadamente ligado a la riqueza y
pasaba de mano en mano con los sucesivos traspasos de ella y a través de todas
las revueltas políticas y económicas, la forma predominante de gobierno siguió
siendo de hecho o de derecho, la oligarquía. En sus primeros cien años de vida,
la Comuna representó una forma institucional según la cual, y de acuerdo con la
terminología de la época, los llamados minores o pedites, que constituían el
populus, eran gobernados por la clase de los maiores o milites, grupo social
heterogéneo formado por pequeños feudatarios y mercaderes que en Florencia,
por ejemplo, sumaban una centena de familias. En algunas ciudades, como
Venecia por ejemplo, este sistema de patriciado, sobrevivió sin obstáculos hasta
la caída del ordenamiento comunal; pero en la gran mayoría de las ciudades,
comenzó a disgregarse hacia el 1200. Por un lado, la clase dominante se dividió
en facciones rivales; por el otro, el “populus” o pueblo enriquecido con el
comercio, y aumentado por la inmigración urbana, se rebeló en contra del
dominio de los magnates y se aseguró en el curso del siglo XIII, una parte o en
ciertos puntos, el control del gobierno comunal. Estas luchas fratricidas, en parte
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de origen social pero con más frecuencia de naturaleza política o personal, son el
tema predominante en la historia medieval italiana. La emigración del “popolo”
nunca coincidía con la población, ni siquiera con la totalidad de la Comuna. Él era
más bien un “partido” el “pars populi” para pertenecer al cual, podía requerirse un
censo más elevado que para pertenecer a la Comuna. Los grupos más
fuertemente representados eran las grandes corporaciones mercantiles, en
particular la de los banqueros, los comerciantes y los industriales – el “popolo
grasso”.
En ninguna ciudad, el pueblo eliminó a los magnates, aunque solo fuera para
detener la lucha de las facciones. En la mayoría de las Comunas, los poderes de
los magnates, continuaron intactos, aunque hubiese sido privada de derechos
políticos, esa clase conservó la riqueza y la influencia sobre la Iglesia y el Estado
y no renunció a sus antiguas ambiciones de dominio; con ella se unieron
rápidamente los miembros del “popolo grasso”, que adoptaron sus hábitos e
ideología. En suma, cualquiera que fuera la forma de gobierno, persistía un
contraste entre patricios y plebeyos, entre aquellos que - como observara
Maquiavelo – querían la libertad como objeto de dominio y aquellos que la
deseaban solo por razones de seguridad; este patriciado a pesar de su afinidad
social, continuó el litigio por el poder; siendo el resultado siempre el mismo, : la
gran mayoría neutral de ciudadanos, los “homine comunes”, cuyo espíritu cívico
anterior a la cultura humanística hacía funcionar la cosa pública, se tornaron cada
vez más apáticos, dejaron de formar parte de las asambleas y los consejos, y
abandonaron la acción política en manos de sus miembros mejor ubicados. Este
retiro de la vida pública fue realizado más fácilmente debido a la tendencia que
desde el siglo XIII se afirmaba autónomamente hacia la concentración de la
autoridad – por razones de eficiencia y eficacia – en pequeños comités ejecutivos
y en comisiones restringidas o autoridades dotadas de plenos poderes. De tal
forma que, tanto en el plano constitucional y en el político, como lo reconocían los
mismos republicanos, se iba a firmando irresistiblemente la tendencia a
concentrar los más altos cargos públicos, los honores no retribuidos, en las
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manos de un grupo de familias dominantes, los ottimati, los principali, los


beneficiati etc..., siempre en proporción minoritaria con respecto a la población
total.
Las ideas políticas de este patriciado urbano, fueron claramente
formuladas hacia el final del período considerado, por el aristocrático Gucciardini
y otros escritores florentinos. A su juicio el gobierno pertenecía naturalmente a la
riqueza y a la astucia. La democracia era una ilusión peligrosa, que identificaba
la libertad con la licencia. Si el gobierno de la mayoría amenazaba al gobierno de
la minoría, entonces era mejor confiar en el gobierno de uno solo. Ideas tan
precisas no siempre se planteaban por escrito, pero ellas expresaban los
prejuicios tradicionales de las clases superiores italianas. Y es en estos prejuicios
de clase, agravados por la emergencia de “gente nueva”, fogosos partidarios de
las leyes anti-magnates, donde se encuentran los orígenes de la Signoría en
Italia. No es solo que casi todos los signores provenían de las clases superiores,
de familias feudatarias, como los Visconti, o de plutócratas como los Medici; de
Ferrara, donde a comienzos del 1200 se formó la primera signoría estable, el
Florencia donde a principios del 1500 se estableció con éxito la última, aquellas
que favorecieron o más rápidamente aceptaron el régimen señorial, fueron,
fundamentalmente los miembros de esa clase. Si no podían ejercer el dominio
directo, podían al menos gobernar indirectamente. Este esquema, sin embargo,
no se ajusta a todas las situaciones. Hubo algunas signorías efímeras, fundadas
por demagogos pertenecientes a la nobleza, “traidores de su clase” como se les
llamó; otras más estables, nacidas a través del ejercicio9 de la magistratura
popular o por aclamación de asambleas populares. Pero la aclamación por parte
del pueblo no es prueba de una auténtica iniciativa popular; por el contrario, las
asambleas de mesas fueron repudiadas como un expediente de carácter tiránico
en las ciudades donde temporalmente se restablecieron las instituciones
republicanas. Este es sólo uno de los caminos seguidos por las clases medias
para resistir a la naciente signoría. A diferencia del despotismo del mundo
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antiguo, los orígenes de las signoría en Italia, al asumir formas populares, se


encontraron con la oligarquía más que con la democracia.
La democracia, se decía, debía seguir más que preceder al principato. Para que
un régimen democrático pudiera afirmarse con éxito, era necesaria la previa
formación de un Estado Absoluto, superior a cualquier división; bajo este aspecto,
se ha asegurado que Italia se anticipó al resto de Europa, cuando la signoría
sucedió a la comuna.
Esta tesis no supone menospreciar a las comunas. En la tendencia general en
Europa hacia la recuperación de autoridad y de iniciativas en el plano
gubernamental, común en la Edad Media, los primeros pasos se habían dado en
la Italia centro septentrional, en las ciudades. Comenzando por elementos
simples y rudimentarios ellas habían logrado, entre los siglos XI y XII un
elaborado sistema constitucional, una administración fuerte y el primer núcleo de
una burocracia permanente. Al mismo tiempo, habían buscado reconstruir la
antigua unidad entre ciudad y territorio, y afirmar de hecho, sino de derecho, el
principio jurídico de la soberanía dentro de los confines de la civitas. Al exterior,
ellas se habían liberado, en Toscana y la alta Italia, de cualquier supremacía que
no fuese la del Imperio, y en los Estados de la Iglesia de cualquier pretensión de
soberanía pontificia, que no estuviera limitada. Al interior, ellas habían combatido
las jurisdicciones privadas, habían desafiado las inmunidades feudales y los
vínculos de fidelidad, y habían reducido con la legislación clasista del “popolo” los
privilegios jurídicos y fiscales de la nobleza. Ya tenían trayectoria en la mayor
parte de los Estados del Medioevo, la refutación de los privilegios de la Iglesia, en
la subordinación y tributación del clero, en contradecir en algunos casos y suprimir
el pago de los diezmos y la aprobación de drásticas leyes en contra de la
inamovilidad que valían para limitar las propiedades eclesiásticas. En el campo
del derecho, las ciudades italianas, habían evolucionado desde 1300, de una
confusa amalgama de normas consuetudinarias, derecho romano y normas de
derecho jurisprudencial, un cuerpo de estatutos; y al lado de la jurisdicción
estatutaria habían comenzado a desarrollar una jurisdicción de equidad, que
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superaba el rigor del ‘ius scriptum’, apelando a la ‘humanitas’. En el curso de la


evolución legislativa, habían llegado a sustituir la ley personalizada por la ley
territorial, y a eliminar la iniciativa privada en la administración de la justicia, y a
lograr revivir la noción del crimen como ofensa en perjuicio del Estado. Mayor
progreso se había alcanzado en el campo de las finanzas públicas. En las
transacciones indirectas, las comunas demostraron gran ingenio al establecer
peajes y aduanas de todo tipo; en las transacciones directas, sustituyeron el
primitivo impuesto sobre los hogares o fogones (focaticum) con un nuevo
impuesto sobre la propiedad (libra), cuya alícuota venía establecida de acuerdo
con la riqueza y sobre la base de estimaciones del catastro, y en el manejo de las
rentas comenzaron a adoptar las técnicas de contabilidad más avanzadas usadas
en el mundo de los negocios. También en la política económica, las ciudades
italianas – aunque sujetas a una práctica proteccionista – trabajaban par crear
una cierta uniformidad regional, estandarizando pesos y medidas y estipulando
tratados para una adecuación de la moneda.
En el examen de los logros de la comuna y de la signoría y el paso de una a otra,
se ha hecho costumbre acentuar, como lo hicieron los críticos de la época, no los
resultados creativos, sino las deficiencias prácticas de la ciudad-estado italiana.
Con mucha frecuencia, se resalta el elaborado sistema constitucional descrito por
los estatutos que ocultaba una efectiva confusión de oficios, consejos, órganos
jurisdiccionales, creados en el curso de sucesivas revueltas políticas, pero sin
coordinación entre ellos. También, la administración estaba todavía muy ligada a
las exigencias privadas y recurría con frecuencia al expediente de la fortuna. En
cuanto a la defensa militar, hasta el 1400, no había ningún ejército regular y, salvo
en Venecia, tampoco una flota permanente. En lo relacionado con los asuntos
corrientes de gobierno, la burocracia y los jueces eran frecuentemente
insuficientes y mal pagados. Por consiguiente, en ambos regímenes, la justicia
fue denunciada como ineficiente y corrupta, abierta a las manipulaciones de los
poderosos. La influencia de la riqueza era impulsada por la permanencia en el
derecho municipal, del sistema germánico de sanciones pecuniarias por los
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delitos y de las multas de tarifa fija; la pena de muerte era conmutada a los ricos,
a cambio de dinero. Además, en otras formas los estatutos sancionaban la
desigualdad ante las leyes. En muchas ciudades, los habitantes rurales recibían
castigos más severos que los urbanos.
El ordenamiento fiscal, en sus últimos desarrollos, fue inicuo. En todas las
comunas, el campo debía pagar más impuestos que la ciudad; en la mayor parte
de ellas, la riqueza móvil burlaba la imposición directa. En Florencia, y otros
centros urbanos importantes, los impuestos directos eran descuidados o
suspendidos (para los habitantes de la ciudad) por un sistema de préstamos
gubernamentales, redimibles, garantizados por títulos de deuda pública
Este sistema en el mejor de los casos desnaturalizaba el correcto funcionamiento
de las finanzas públicas a favor de los ricos, que podían prestar al Estado grandes
sumas de dinero con buenas ganancias; en el peor de los casos, significaba
prácticamente transferir las rentas públicas a manos de una restringida oligarquía
financiera. Como resultado, en 1400, en Florencia, Bologna y sobre todo en
Génova, los propietarios de la deuda pública, asumieron el control total de las
rentas de la república y al final concentraron en sus manos una parte del poder
político. De aquí la sarcástica observación de parte de Maquiavelo de que en
Génova se hablaba de dos Estados y no de uno.
Los escritores posteriores, sobre la base de la experiencia del Estado Moderno,
han extendido el análisis de Maquiavelo a todas las ciudades italianas. Ellas no
eran comunidades soberanas, y el poder en su interior no era único, sino dividido;
aún cuando independientes en la práctica, seguían reconociendo la supremacía
de la actividad imperial y aun más la del pontífice; aun siendo hostiles al clero,
tendían al reconocimiento de sus privilegios, y a pesar de ser enemigas de la
feudalidad, toleraban en distintas formas, la supervivencia de las inmunidades
feudales. Con la expansión de las comunas más grandes, su jurisdicción fue
regulada por convenciones individuales entre las ciudades y los señores
dependientes, que con más frecuencia eran sus confederados que sus súbditos.
Por tanto, la ciudad-estado, nunca fue territorialmente una unidad, sino que
permaneció como una asociación de comunidades y poderes de variada índole.
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Sin embargo, fue típica de las ciudades italianas esta estructura compuesta de
comunidad política. Esta nació y se desarrolló bajo la forma de un conglomerado
de grupos e instituciones semiautónomas, entre las que la mayoría de los
ciudadanos dividía de buen grado sus preferencias.
En primer lugar estaba el núcleo familiar o el clan familiar. Como decía León
Battista Alberti, “el vínculo más fuerte es el vínculo de sangre”. En Italia, como en
otros lugares, las funciones y competencias, que a principios del medioevo eran
reivindicadas por la familia, fueron cedidas con renuencia al Estado renacentista.
La larga camaradería familiar, especialmente entre la nobleza, fue defendida con
reglas de derecho, por medios administrativos y normas hereditarias. Sus
componentes vivían juntos o vecinos, unidos por una estrecha disciplina. Su casa
era con frecuencia un verdadero castillo propio: un torreón fortificado dentro de
los muros de la ciudad, con puentes levadizos y todos los artificios bélicos - en
últimos tiempos -, una artillería privada. Los miembros del clan debían colaborar
en todas las actividades en especial la de defensa. Como consecuencia, un
hábito inveterado de la sociedad comunal fue la práctica de la vendetta. Esta era
una obligación de honor de todos los miembros de la familia y el recurso a la
justicia pública era considerado como un acto indigno. Los enfrentamientos
(faide) eran de una ferocidad increíble, y al favorecer la tendencia a la violencia
personal, agravaban los conflictos sociales; también, la ley y la opinión pública
fueron lentas en la condena y los estatutos de las comunas italianas se limitaron,
a lo más a imponer el diálogo. En el siglo XIV, estas federaciones familiares se
convirtieron en la verdadera y propia comuna de la comuna: elegían funcionarios,
consejeros o parlamentarios, tenían jurisdicción propia y ejercían poderes de
policía autónoma; se habían dado códigos de derecho privado, algunos de los
cuales han llegado a nuestros días y demuestran como quizás ningún otro
documento, la realidad que se ocultaba tras la teoría del Estado urbano. El
dilema no se daba tan al pie de la letra: en las ciudades italianas servir a la
comuna no era tan distinto del servir a los amigos. Desde el siglo XIII al XVI, en la
literatura política no hay una queja más reiterada, ni un hecho más conocido
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abiertamente, que el hecho de que quien se ocupa de la política, lo hace


únicamente para acceder a los cargos públicos y que éstos son buscados solo
para obtener ventajas para la propia parentela: encargos lucrativos, contratos y
concesiones gubernamentales, aparte de los impuestos y otras fuentes de
ingreso.
En gran parte, fue contra el poder de estos grupos familiares, que estuvieron
dirigidos los movimientos “populares”; y en los períodos de gobierno más
democrático, parece que efectivamente la ley y la gestión pública tendieron a ser
más impersonales y a ejercer un control más riguroso sobre la violencia privada y
la vendetta.
Más allá de la familia, existían otras formas de agregación: la corporación
mercantil, la clase social y más que todo: el partido político; también era
característico como, a semejanza del matrimonio, la guilda, el “partido” y la
misma clase social, tendieron a asumir una estructura corporativa, siguiendo el
modelo de la corporación comunal. Estas exigían la prestación del juramento de
fidelidad, tenían leyes y jurisdicciones propias, asambleas y funcionarios, y cada
una constituía formaciones militares o paramilitares estables. Nominalmente,
todos estos grupos estaban sujetos a la comuna. En la práctica, eran
instituciones rivales que luchaban para absorber la comuna e identificar al Estado
con una clase o un partido. Hacia el final del 1200, ellas habían alcanzado su
objetivo de forma sustancial. En muchas ciudades, el “popolo” organizado, en la
práctica había sustituido a la comuna; en la mayor parte de ellas, la comuna se
había transformado oficialmente en guelfa o gibelina, y no obstante, la forma
democrática del gobierno, la pertenencia a una determinada clase, “partido
político” o corporación, se había convertido en un elemento determinante para
obtener la ciudadanía o el acceso a los oficios públicos.
En la mayoría de las ciudades-estado italianas, la victoria de los intereses
corporativos, populares o de partido, signó la fase final de la independencia de las
repúblicas. Del Estado de las partes nació el Estado señorial,... casi todos los
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signori italianos tuvieron una cosa en común: llegaron al poder, en principio como
jefes de una facción.
Originalmente, la signoría italiana fue producto de tendencias políticas restrictivas
oligárquicas o de facciones, en Estados con una soberanía limitada y de
unificación imperfecta. El problema está en saber ¿en qué punto entre 1300 y el
1500, los señores repudiaron su origen y decidieron eliminar las imperfecciones
de la ciudad-estado?
Formalmente, la comuna continuó. No sólo permanecieron el nombre y la
concesión corporativa de la comuna, sino que sobrevivió la misma constitución
comunal, con sus magistrados y sus consejos, a través de los cuales con variados
grados de libertad, la comunidad de súbditos continuaron eligiendo sus
funcionarios, promulgando leyes, imponiendo impuestos y administrando la
gestión. En el campo jurídico, los estatutos municipales, integrados en el ius
comune, siguieron siendo el fundamento de la justicia; y retocados y reforzados
por los decretos de la Signoría, sufrieron pocos cambios de contenido,... la
costumbre tradicional de los enfrentamientos (faide) familiares, continuó
igualmente en la signoría como en la comuna y, en algunos sitios, sobrevivió
también el antiguo derecho de los padres a exigir reparaciones pecuniarias.
Con la notable excepción de la organización militar, que cambiaron a problema
político, los publicistas de la época, dedicaron poca atención a las cuestiones
administrativas. Para los escritores republicanos, la supervivencia de las
instituciones comunales bajo la signoría, fueron simplemente apaciguadores, una
ofrenda brindada al sentimiento popular que no ocultaba la realidad del poder.
Cualquiera que fueran las formas constitucionales, con el gobierno señorial, todas
las materias políticas, desde la concesión de la ciudadanía en adelante, estaban
contratadas, si no decididas personalmente por el príncipe. Si se reunían las
asambleas comunales, el número y la calidad de los presentes, junto con sus
competencias estaban predeterminadas desde arriba. En modo especial, los
consejos generales perderían gran parte de sus poderes y en algunas ciudades
fue reducido drásticamente el número de sus componentes, mientras los
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consejos menores, más vistos ahora, como instituciones representativas de la


comuna, fueron en la práctica transformados en órganos administrativos del
signore. De manera similar, los altos funcionarios fueron nombrados por el
signore y con frecuencia mantenidos en funciones más allá de los términos
estatutarios. Los estatutos, como el gobierno, dependían en adelante, de la
sanción del príncipe: sus decretos prevalecían sobre los códigos y sobre el
derecho común, mientras en la administración de la justicia, reivindicaba y
ejercitaba libremente, un derecho exclusivo de dispensa. También el sistema
fiscal, estaba sujeto al poder del signore. Los derechos en materia financiera
fueron, con frecuencia los últimos en ser concedidos por la Comuna; pero
cualquiera que fueran las convenciones estipuladas a propósito con el signore, en
la práctica, a él correspondió el control final de las rentas, y solo fue cuestión de
tiempo pero al final, la imposición, la recaudación y toda la administración de los
tributos pasaron, formalmente, más que de hecho, a las manos del signore y sus
funcionarios.
En la mayor parte de los casos, esta redistribución de competencias entre la
comuna y el príncipe fue la derivación natural de la plenitud del poder (arbitrium)
de los que casi todos los señores estaban investidos desde la primera fase de su
ascenso. Al comienzo tal poder provenía casi siempre de una elección popular,
que se repetía toda vez que un nuevo dominador tomaba el puesto del anterior;
con el tiempo, sin embargo, un número cada vez mayor de signores buscaron
reducir esta ceremonia a una simple formalidad. Esto fue logrado, en parte,
dando carácter hereditario a su poder, o mediante la designación del sucesor o
asociándose los herederos en el ejercicio de la actividad del gobierno; otro
sistema usado, consistía en hacerse atribuir del titular de la soberanía nominal,
Emperador o Papa, el cargo de vicario temporal o, más tarde de magrave o
duque, esto es, una investidura que – sin pérdida alguna de poder- le confería
garantía de autonomía en el ejercicio de la autoridad. Cuando fue posible los
señores buscaron liberarse de los vínculos de lealtad con las facciones políticas
que le habían ayudado a conquistar el poder, después de un conveniente
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intervalo de tiempo, los exiliados volvían a la patria, personas de cualquier sector


político eran llamadas al servicio del signore y el nombre mismo de las facciones
era prohibido. De este modo, poco a poco fueron superados sus orígenes del
dominio señorial, hubiesen sido éstos, sectarios o de base electoral: a la figura
del jefe de la facción, al cual la comuna le había delegado el ejercicio del poder,
(la sustituyó la figura del príncipe que delegaba el poder a la comuna y que
idealmente habría debido ejercer una misma autoridad sobre todos los intereses
particulares.
En este ideal de régimen principesco, se ha creído encontrar no solamente la
teoría sino la práctica misma del dominio señorial. Por ejemplo, se puede
mostrar cómo, de tanto en tanto, los signores buscaron garantizar una mayor
equidad de la justicia y la distribución de los cargos fiscales entre las diversas
clases de la población y las distintas partes de sus dominios; así como en las
signorías menores, apareció clara la tendencia a liberar los distritos rurales de la
sujeción a las ciudades y las ciudades más pequeñas de la subordinación en las
confrontaciones con las más grandes. Desafiando el descontento popular, los
signores llamaban a su servicio a hombres provenientes de cada parte de sus
territorios o además, de toda Italia. Los Visconti y los Sforza se sirvieron además,
de clérigos que, bajo el régimen comunal, habían sido excluidos de los oficios
públicos seculares. Ellos le dieron al clero, acceso también a los estatutos
urbanos, que anteriormente, había sido negado a los eclesiásticos considerados
como extranjeros (forenses). Esta nivelación de las condiciones jurídicas
personales fue soplo un aspecto de una política más amplia tendiente a afirmar
una autoridad indiscutida sobre cualquier forma de privilegio corporativo o
territorial. Donde quiera que fuera posible, el príncipe actuaba a semejanza de
Bernabò Visconti, como “Papa, emperador y signore” de sus territorios. Así los
dominios independientes fueron obligados a someterse; los actos de investidura
feudal no podían realizarse en exteriores sin la autorización del signore. Las
organizaciones (consortiles) no autorizadas fueron prohibidas, cuando menos en
el Estado de Milán; las corporaciones mercantiles fueron reducidas a condiciones
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de subordinación y privadas de todo poder político. Los privilegios de la Iglesia


opusieron mayor resistencia, y en las signorías menores, sobre todo en los
dominios papales, permanecieron virtualmente libres de interferencia. En los
dominios milaneses, por el contrario, fueron limitados de un modo siempre más
riguroso: la inmunidad jurídica del clero fue generalmente admitida, pero las
nóminas del clero fueron atentamente controladas y colocadas bajo el parecer del
signore; los bienes y las riquezas de la Iglesia fueron regularmente tasados, sin el
consenso del pontífice ni del clero local, y las propiedades eclesiásticas fueron
limitadas por ley. Fue en los estados más grandes, en particular en Milano, que la
sujeción común de grupos y territorios diversos bajo la misma autoridad superior,
comenzó al menos en parte, a convertirse a partir de la 2ª. Mitad del s. XIV, en
una cierta comunidad jurídica y administrativa. Fueron promulgadas leyes
generales, la eficacia de las normas estatutarias fue la misma de una ciudad a
otra, el acceso a los tribunales locales fue abierto a ciudadanos de otras
comunas. En el dominio milanés con Giangaleazzo Visconti, fueron creados
tribunales regionales para los territorios orientales y occidentales; y en muchos
Estados, fueron establecidas Cortes de apelación con sede en la población más
importante; la administración financiera fue poco a poco centralizada y, en todos
los ramos de la actividad gubernamental, entre los súbditos y el poder personal
del príncipe se interpuso gradualmente el poder impersonal de una burocracia
especializada.
Fue en experimentos como éstos, que se han escogido de los inicios en Italia, que
surgió un nuevo tipo de Estado, el Estado renacentista, unitario, absoluto y laico,
construido sobre nuevas bases y sobre una nueva estructura de clase; un Estado
que serviría de modelo a los demás países de la Europa Occidental.
Lo que amerita a ser subrayado de los Estados señoriales, es la obstinada
supervivencia de la variedad y del privilegio. En el campo del derecho, los
estatutos locales continuaron presentando grandes diferencias, aun en los
estados más rigurosamente centralizados; y en varios casos críticos, ni siquiera
un signore con el poder de Giangaleazzo Visconti, fue capaz de imponer la
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uniformidad legal o la reciprocidad de los derechos entre las ciudades. La


confusión y las contradicciones legales, de tribunales y de jurisdicciones, creaban
una situación de un costoso desorden, en el que sufrían más los litigantes más
pobres. Los derechos consuetudinarios permanecían vivos y no controlados, y a
pesar de los decretos, no se habían codificado orgánicamente. La unificación de
los Estados señoriales permaneció siempre como algo rudimentario; baste
pensar en la frecuencia con la que los signores dividían sus dominios por
sucesión hereditaria o por estrategias de ocultamiento. Rara vez las ciudades
originarias de los signores asumían el rol de capitales; y donde se desarrolló una
verdadera capital como en Milán, una de las consecuencias fue la atribución de
sus habitantes de una condición privilegiada en la promoción a los oficios que
ofendía al municipalismo de las otras ciudades. En todas las comunas sujetas a
la autoridad del signore, el municipalismo y los privilegios locales permanecieron
muy potentes, así como también, las viejas facciones y divisiones políticas. En
muchas ciudades es más, todavía hacia 1400, la autoridad de los signores,
permanecía ligada al apoyo de las facciones. No sorprende por lo tanto, que en
momentos de aguda crisis política, el más imponente estado señorial pudiese
derrumbarse en el curso de pocas semanas o pocos días, como sucedió dos
veces con el ducado de Milán, en 1402 y 1447.
Hacia fines del Medioevo, por lo tanto, la unidad de los estados señoriales era
más un hecho personal que una realidad territorial, basada no tanto en la
uniformidad del gobierno, como en la acumulación de autoridad por el vértice.
Esto se ve más claramente en la política de los signores hacia las clases y las
corporaciones.
En realidad, la mayoría de los signores, bastante solícitos en la ocupación de las
propiedades eclesiásticas en virtud de un contrato de arrendamiento o de un título
feudal, fueron prodigios de donaciones y favores hacia la Iglesia. Pero el
beneficiario no fue el clero en general, sino más bien los grandes monasterios y
altos prelados. La misma distinción se encuentra en la política señorial hacia los
laicos. Si bien hay acuerdo en que los signores favorecieron a los campesinos,
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en realidad ellos hicieron bien poco para disminuir los onerosos gravámenes
sobre la clase rural y nada por reducir los privilegios jurídicos de los habitantes de
las ciudades y de los terratenientes. Luego de la aparición de os signores, el
“popolo”, con su legislación y organización clasista, fue en casi todas partes,
eliminado. Nobles y patricios obtuvieron los puestos de mayor responsabilidad en
la Iglesia y el Estado y dominaron así las asambleas municipales, que asumieron
un carácter siempre más aristocrático, seguido de la reducción del número de sus
miembros. Así como observara Maquiavelo, la aristocracia y la monarquía eran
conservadoras. Identificando la república con la igualdad y a la signoría con la
desigualdad social, él observó que un príncipe no podía gobernar sin realeza y
que allí, donde ésta no existiera, el príncipe debía crearla.
A propósito de los signores, sería más exacto decir que, a través de una
combinación de familias viejas y nuevas, ellos establecieron una clientela de
magnates y vasallos, propia, mediante los instrumentos de matrimonios
interfamiliares, privilegios y beneficios feudales. Con el renacimiento de la
monarquía, también volvió a la vida el feudalismo. Al lado de los antiguos
señores feudales, que aunque reducidos a un estado de dependencia, raramente
fueron debilitados en su poderío, fueron creados en número creciente, nuevos
feudos, por lo general, con mayores y más amplios derechos que los de antiguo
origen. No menos frecuentes que las infeudaciones, fueron las concesiones de
inmunidades fiscales, que tuvieron el efecto de aumentar los ya pesados
gravámenes de las clases subalternas. Bajo la signoría la desigualdad de las
cargas fiscales prosperó en beneficio de los ricos y los nobles; así mismo, los
privilegios de los magnates ante la ley.
Cierto es que, el privilegio no equivalía al poder. Incapaz de gobernarse, o de
conservar el poder en sus manos, el patriciado había cedido el segundo para no
perder el primero; y estaba claro que el pacto no escrito era respetado.
La caída como el ascenso del principado fueron reguladas por los mismos
intereses de clase.
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Las repúblicas y el régimen señorial, presentaron semejanzas importantes al


menos en relación con las diferencias. En la organización política, las dos formas
de gobierno fueron una prolongación del pasado, del cual conservaron sin
modificaciones sustanciales, los lineamientos fundamentales. Y, no por último,
uno de sus puntos de gran semejanza fue el hecho de que, como otras
estructuras políticas europeas, no convalidaron de hecho el concepto de moda de
un Estado del Renacimiento o Monarquía Renacentista. Más bien, ellas
confirmaron el punto de vista según el cual, en toda Europa se asistía a partir del
final del medioevo, a una continua evolución en la teoría y la práctica y en la
Razón de Estado, como aspecto de un más amplio movimiento económico y
político que cabalga entre las tradicionales fronteras de las historias, “ medieval”,
“renacentista” y “moderna”.

Traducción Libre realizada por Elide Rivas de C. Del texto de Philip Jones“ Comuna y
signoría: La ciudad – estado en Italia en el medioevo tardío” (“Comuni e
Signorie" La citta – stato nell’Italia del tardo medioevo”),
en La Crisi degli ordenamenti comunali e le origini dello stato del
Rinascimento ( a cura de Giorgio Chittolini), Bologna, Il Mulino, 1979.
pp. 360 y ss.

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