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Gustav Meyrink

RELATOS
Traducción:
Jorge SEGOVIA y Violetta BECK

MALDOROR ediciones
La reproducción total o parcial de este libro, no autorizada
por los editores, viola derechos de copyright.
Cualquier utilización debe ser previamente solicitada.

Título de la edición original:


Le Cardinal Napellus
Éditions du Panama, 2006

© Primera edición: 2012


© Maldoror ediciones
© Traducción: Jorge Segovia y Violetta Beck

ISBN 13: 978-84-96817-21-0

MALDOROR ediciones, 2012


maldoror_ediciones@hotmail.com
www.maldororediciones.eu
RELATOS
El c a r d enal Nap ellu s

No sabíamos mucho de él, aparte de que


se llamaba Hieronymus Radspieller y
que, año tras año, vivía en un ruinoso
castillo en el que había alquilado una
planta completa para su exclusivo uso.
Decoró las estancias con un mobiliario
antiguo y muy caro. El propietario –un
vasco ajado y taciturno–, sirvió durante
mucho tiempo a una familia de noble
linaje que se fue marchitando en la
soledad y melancolía de ese castillo.
Castillo que, por lo demás, el vasco
heredó legítimamente. Aquel que
traspasaba el umbral de esas estancias
acababa por sentirse totalmente deso-
rientado por el súbito cambio: venía de
atravesar una región desierta, salvaje,
donde no se oía ni el canto de un pájaro

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y donde cualquier signo de vida parecía
ausente: sólo, de vez en cuando, los
decrépitos y enmarañados tejos dejaban
oír sus gemidos bajo la violencia del
viento, en tanto que el lago sombrío,
abierto como un ojo que mira al cielo,
reflejaba el paso de las blancas nubes.
Hieronymus Radspieller se pasaba casi
todo el día en su bote desde el que deja-
ba caer al agua, suspendido de la punta
de un largo y fino hilo de seda, un
destellante huevo de metal, como una
sonda para medir la profundidad del
lago.
Posiblemente trabaje para alguna socie-
dad geográfica –nos dijimos, cuando una
noche, al regreso de una partida de
pesca, pasamos algunas horas en la bi-
blioteca que Radspieller había gentil-
mente puesto a nuestra disposición.
“Hoy, casualmente, supe por boca de la
vieja repartidora que lleva las cartas al
otro lado de la montaña, que corre el
rumor de que Radspieller estuvo en un
convento en su juventud, y que se flage-
laba todas las noches –su espalda y bra-

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zos conservan aún las cicatrices, –nos
dijo M. Finch cuando la conversación
volvió a recaer una vez más sobre nues-
tro anfitrión. A propósito ¿dónde estará
a estas horas? Ya son más de las once.
–Hoy hay luna llena –dijo Giovanni
Braccesco, y, con su descarnada mano
nos señaló a través de la ventana el bri-
llante sendero que discurría al borde del
lago. Podremos ver su bote fácilmente si
escrutamos el horizonte.”
Poco después, oímos pasos en la esca-
lera. Pero era Eschcuid, el botánico, que
regresaba de su paseo más tarde que de
costumbre y quien ahora entraba en la
biblioteca.
Sostenía entre sus manos una planta de
gran envergadura que tenía esplen-
dentes flores de un azul acerado.
“Sin duda es el ejemplar más bello de
esta especie que hasta ahora he encon-
trado; nunca hubiera creído que el
acónito pudiese crecer hasta tales
alturas” –dijo con voz apagada tras salu-
darnos. Luego, con sumo cuidado, a fin
de que la planta no perdiese ninguna de

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sus hojas, la colocó sobre el alféizar de la
ventana.
Pensé entonces que a él no le iba mejor
que a nosotros, y tuve la impresión de
que M. Finch y Giovanni Braccesco pen-
saban en ese momento lo mismo que yo.
Viejo como es, no cesa en su errancia y
va de acá para allá sobre esta tierra,
como alguien que busca su tumba sin
poder encontrarla, y colecciona plantas
que mañana estarán marchitas. ¿Por
qué? ¿Para qué? Eso es algo que parece
no importarle. Sabe que su quehacer
carece de objetivo, como nosotros lo
sabemos del nuestro, y, lo que es peor, la
desoladora certeza de que nada tiene
una finalidad, de que todo lo que se lleva
a cabo, ya sea algo grande o pequeño, se
habrá extinguido en el transcurso de la
existencia: y esa certeza, sin duda, debe
haberle desmoralizado. Desde nuestra
juventud somos como agonizantes cuyos
dedos tantean inquietos las ropas de
cama, sin saber muy bien a qué asirse:
agonizantes que súbitamente adquieren
conciencia de que la muerte está en su

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habitación y a la que no le importa saber
si estos juntan las manos o cierran los
puños.
“¿A dónde irá cuando haya terminado la
temporada de pesca? –preguntó el
botánico, tras echarle una última mirada
a su preciada planta y sentándose indo-
lente a nuestra mesa. M. Finch se mesó
los cabellos; luego, sin alzar la vista,
comenzó a darle vueltas a un anzuelo
que tenía en la mano y se encogió de
hombros.
“No lo sé –respondió Giovanni Braccesco,
después de unos segundos, como si la
pregunta le hubiese sido hecha personal-
mente.
Pasó una hora en un silencio de plomo,
aunque yo podía oír el latido de mi san-
gre en las sienes.
Finalmente, la cara pálida y rasurada de
Radspieller asomó en el marco de la
puerta.
Tenía su aire habitual, tranquilo y relaja-
do, y su mano permaneció firme cuando
se sirvió una copa de vino y brindó por
los presentes, aunque lo envolvía algo

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indefinible y turbador, insólito, que no
tardó en apoderarse también de noso-
tros. Sus ojos, que habitualmente pare-
cían cansados e indiferentes y cuyas
pupilas nunca se contraían ni dilataban,
como en aquellos que sufren de la médu-
la espinal, y que parecían no reaccionar
a la luz –como si fuesen botones de seda
gris con un punto negro en el centro,
según a menudo decía M. Finch–, reco-
rrían hoy las paredes y los estantes de
libros, afiebrados e inquietos, sin quedar
fijos en ninguna parte.
Giovanni Braccesco inició la conver-
sación hablando de nuestros diferentes
métodos para pescar esos ancestrales si-
luros cubiertos de musgo que viven una
noche eterna en los abismos del lago,
que jamás ven la luz del día y desdeñan
cualquier cebo que les ofrezca la natu-
raleza. Sólo se dejan seducir por las for-
mas más extrañas que el pescador pueda
inventar: láminas brillantes y plateadas
en forma de mano humana, que, sujetas
al sedal de la caña, bailan la giga, o bien
murciélagos de rojo cristal con anzuelos

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pérfidamente incrustados en las alas.
Radspieller no le escuchaba. Su pensa-
miento estaba en otra cosa. Súbita-
mente, estalló, como cuando alguien que
durante años ha guardado un terrible
secreto, de pronto, en un instante, se li-
bera del mismo exclamando: “Hoy, por
fin... mi sonda tocó fondo.”
Nosotros nos miramos, completamente
desconcertados. Yo estaba tan sorprendi-
do por el tono vibrante y extraño de sus
palabras que, durante un largo instante,
apenas pude comprender lo que decía
sobre la manera de sondear el fondo del
lago: al parecer, había allí en el fondo, en
los abismos, a miles de brazas, vertigi-
nosos torbellinos que arrastraban la
sonda, la mantenían en suspensión y le
impedían tocar fondo, a menos que se
diese un feliz azar.
Y de nuevo, de sus palabras surgió esta
insólita declaración como un fogonazo:
“Es el lugar más oculto y profundo de la
tierra al que pudo llegar un instrumento
hecho por la mano del hombre.” Estas
palabras se grabaron a fuego en mi con-

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ciencia sin llegar a comprender por qué.
Un equívoco fantasmal se ocultaba en
aquellas palabras como si un personaje
invisible habitase en él; como si se
hubiese dirigido a mí con símbolos
secretos por medio de Radspieller.
No podía apartar la vista de su rostro:
¡qué evanescente e irreal me pareció de
pronto todo aquello! Si cerraba los ojos
un instante, podía verlo aureolado por
pequeñas llamas azulosas, “¡los fuegos
de San Telmo de la muerte!”, estuve a
punto de decir. Tuve que apretar los
labios para no gritar esas palabras.
Acudieron a mi memoria algunos pasajes
de libros escritos por Radspieller. Libros
que yo había leído en mis horas de ocio,
maravillado por su erudición. Había en
ellos vehementes ataques contra la
religión, la fe, la esperanza, y contra
todo eso que hay de promisión en la
Biblia. Es el rechazo, pensé, de las expe-
riencias de su juventud. Consumido por
los tormentos de una vida ascética, pasó
del ámbito de los deseos sin límites al de
las pasiones terrestres. Es el movimiento

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pendular del destino que balancea al
hombre. De la luz a las tinieblas. Tuve
que hacer un esfuerzo para escapar a la
paralizante somnolencia que hacía presa
en mis sentidos, y fustigué entonces mi
ánimo para seguir el relato de Radspie-
ller. Sus primeras palabras seguían per-
cutiendo en mí como un susurro incom-
prensible.
Sostenía en la mano la sonda de cobre, y
la hacía girar de uno a otro lado; a la luz
de la lámpara, despedía destellos como
una joya.
“Pescadores entusiastas como ustedes
–dijo–, conocen esa excitante sensación
que se da cuando el sedal se tensa repen-
tinamente y –a una profundidad de
doscientas brazas–, sentimos que ha
mordido el anzuelo un enorme pez y
que, en un instante, un monstruo verdi-
noso va a salir a la superficie y azotará el
agua hasta cubrirla de espuma.
“Multipliquen esa sensación por mil, y
tal vez comprendan entonces lo que yo
sentí cuando ese trozo de metal me
anunció al fin: he tocado fondo. Fue

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como si mi mano hubiese llamado a una
puerta. Es el final de un trabajo que duró
decenios –añadió en voz baja para sí
mismo–, y la angustia hacía vibrar su
voz, como preguntándose ahora: pero,
¿qué haré mañana?
–Ahí es nada para la ciencia que una
sonda haya tocado el punto más profun-
do de la corteza terrestre –dijo el botáni-
co Eshcuid.
–¡Para la ciencia, para la ciencia!”
–repetía Radspieller, como ausente,
mientras nos contemplaba con aire
interrogativo. “¡Qué me importa a mí la
ciencia!” –dijo finalmente.
Acto seguido, se levantó raudamente y
comenzó a moverse de un lado a otro
por la pieza.
“Para usted como para mí, la ciencia es
algo accesorio, mi querido profesor
–dijo–, volviéndose de pronto hacia
Eshcuid. Llámela por su verdadero nom-
bre: la ciencia sólo es un pretexto para
nosotros; para hacer algo, no importa
qué. La vida, la terrible y despiadada
vida nos ha endurecido el alma, ha vio-

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lado nuestro yo más íntimo, y, para no
estar siempre gritando de dolor,
andamos detrás de caprichos pueriles
para olvidar lo que perdimos. ¡Sólo para
olvidar! ¡Pero no nos engañemos a
nosotros mismos!”
Todos permanecimos en silencio.
“Aunque también existe otro sentido en
nuestros caprichos –prosiguió, mientras
una creciente inquietud se apoderaba de
él. He llegado a pensar esto poco a poco,
gradualmente. Un sutil instinto mental
me dice que cada acto que realizamos
tiene un doble sentido mágico; lo cierto
es que no podemos hacer nada que no
sea mágico... Yo sé muy bien por qué he
sondeado el lago durante casi la mitad
de mi vida. Y también sé qué significado
tiene que por fin haya logrado tocar
fondo, y gracias a este largo y fino sedal,
a través de los torbellinos, establecí con-
tacto con un reino al que no llegan los
rayos del sol, ese sol cuyo mayor placer
es dejar morir de sed a sus criaturas. Lo
que ocurrió hoy es un acontecimiento
sin importancia si lo juzgamos desde el

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exterior, pero a cualquiera que sepa ver
e interpretar lo que hay detrás de las
cosas más simples, le basta con la som-
bra informe que se dibuja contra la
pared para saber quién se ha puesto
delante de la lámpara. (Me sonrió con
sorna). Voy a explicarle en pocas pa-
labras el sentido secreto de este aconte-
cimiento exterior. He hallado lo que bus-
caba; a partir de hoy estoy inmunizado
contra las serpientes venenosas que son
la fe y la esperanza, que sólo pueden
vivir en la claridad. Lo supe así por el
brusco latido de mi corazón cuando hoy
pude ver cumplido mi proyecto y toqué
el fondo del lago con mi sonda. Un acon-
tecimiento exterior sin importancia me
reveló su cara interior.
–¿Acaso fueron tan trágicas las cosas que
le ocurrieron en la vida en esa época en
que... quiero decir cuando estuvo en el
convento? –preguntó M. Finch; y añadió
en voz baja, casi susurrando–: ¿Cómo se
explicarían si no las heridas de su alma?”
Radspieller no respondió; parecía ver
una imagen surgida ante él. Luego se

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sentó nuevamente a la mesa, fijó su
mirada –a través de la ventana– en la
luminosidad de la luna y comenzó a
hablar como un sonámbulo, entrecor-
tadamente:
“Nunca fui eclesiástico, pero ya desde
muy joven un oscuro y poderoso arreba-
to me alejó de las cosas terrenales. He
vivido horas en que el rostro de la natu-
raleza se transformaba ante mis ojos en
una forma diabólica, sarcástica, en tanto
que las montañas, el paisaje, el agua y el
cielo, y hasta mi propio cuerpo, me
parecían como los muros infranqueables
de una cárcel. Sin duda, ningún niño se
va a impresionar demasiado porque una
nube que pasa ante el sol arroje su som-
bra sobre una pradera, pero a mí me
acometía un terror paralizante, y, como
si de pronto me arrancasen una venda
de los ojos, podía ver ahora ese mundo
secreto y tormentoso de infinidad de
seres minúsculos que se destrozaban
mutuamente, ocultos tras las briznas de
las hierbas y sus raíces.

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“Quizá se deba a una tara hereditaria
–mi padre murió de una crisis de delirio
místico–, si desde entonces veo el mundo
como un antro de asesinos sedientos de
sangre.
“Poco a poco mi vida se convirtió en un
continuo tormento de anhelo espiritual
que me hacía morir. No podía ya dormir
ni pensar, y día y noche, sin descanso,
mis labios temblorosos formulaban
maquinalmente las palabras de la
oración: Sálvanos del mal, hasta que un
día y debido al agotamiento caí
desvanecido.
“En el valle donde nací existe una secta
religiosa conocida como los “Hermanos
azules”. Sus adeptos, cuando sienten que
su fin está próximo, se hacen enterrar
vivos. Su convento aún hoy sigue en pie;
en el porche de la entrada está esculpida
una flor venenosa de cinco pétalos
azules, y cuyo pétalo superior se aseme-
ja a una capucha de monje. Se trata del
Aconitum napellus, el acónito azul de
nuestras montañas.

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“Yo era muy joven cuando busqué refu-
gio en la orden de los Hermanos azules,
y casi un anciano cuando la abandoné.
“En el jardín del convento florecía en
verano esa planta letal de azulosas flo-
res. Los monjes la regaban con la sangre
que derramaban sus heridas cuando se
sometían a la disciplina. Cada hermano
debe, a su entrada en la orden, plantar
un tallo de acónito, que, como en un
bautismo, recibe el nombre del neófito.
“El mío se llamaba Hieronymus y bebió
mi sangre durante tanto tiempo que me
consumí en la espera de un milagro: ¡yo
únicamente deseaba que el Invisible
Jardinero regase las raíces de mi ser con
una sola gota de agua!
“El sentido simbólico de esa extraña ce-
remonia de bautismo es el siguiente: el
hombre debe plantar mágicamente su
alma en el jardín del Paraíso y fer-
tilizarla con la sangre de sus deseos.
“La tradición sugiere que, sobre la
tumba del fundador de aquella ascética
secta –el legendario cardenal Napellus–,
creció en una sola noche de luna llena,

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un acónito de azulosas flores y tan alto
como un hombre. Cuando abrieron el
sepulcro, no se encontró ni huella del
cadáver. Al parecer, el santo se habría
metamorfoseado en planta, y de esa
planta habrían nacido todas las que hoy
vemos sobre la tierra. En otoño, cuando
las flores se marchitaban, nosotros
recogíamos sus semillas venenosas que
semejan pequeños corazones humanos y
que, según la doctrina secreta de los
Hermanos azules, representan el grano
de mostaza de la fe, de la que se dice que
puede mover montañas... y las
comíamos.
“Del mismo modo en que su veneno
altera el corazón y nos pone entre la
vida y la muerte, así la esencia de la fe
debe transformar nuestra sangre: hacer-
la fuerza milagrosa en las horas que se-
paran la agonía cruel del éxtasis sublime.
“Pero con la sonda de mi conocimiento,
yo llegué a una cala más profunda de
esas maravillosas metáforas, di un paso
más y me enfrenté con el dilema cara a
cara: ¿qué sucedería con mi sangre cuan-

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do fuera contaminada por el veneno del
acónito azul? Y, entonces, en torno a mí
las cosas adquirieron vida, hasta las
piedras del camino me gritaron con mul-
titud de voces diferentes: ¡una y otra vez,
con el regreso de la primavera, lloverá
torrencialmente para que crezca una
nueva planta venenosa y lleve tu propio
nombre! En ese momento, le arranqué la
máscara al vampiro que hasta entonces
había alimentado en mi interior y un
odio irredento acabó por apoderarse de
mí. Fui al jardín y pisoteé la planta que
me había robado el nombre y se ali-
mentaba de mi vida y la destrocé hasta
la última fibra.
“A partir de ese día, mi existencia se
colmó de acontecimientos extraordinar-
ios. Aquella misma noche, se me apare-
ció el cardenal Napellus: llevaba en la
mano –del mismo modo que cuando
mantenemos una vela encendida–, un
acónito azul de cinco pétalos. Tenía el
aire de un cadáver, pero una vida indes-
tructible brillaba en sus ojos. Se parecía
tanto a mí que creí encontrarme ante mi

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propia imagen y, sin quererlo, me sentí
presa de terror ante mi rostro, como un
hombre que, tras perder un brazo en
una explosión, intenta tocar la herida
con la mano que le queda.
“Después me encaminé al refectorio y,
con un odio ciego, forcé el relicario
donde debían encontrarse las reliquias
del santo, con el propósito de destruir-
las. Pero sólo encontré el globo te-
rráqueo que ven en esa hornacina.”
Radspieller se levantó, cogió el globo y lo
puso ante nosotros sobre la mesa. Luego,
prosiguió su relato: “Lo llevé conmigo al
huir del convento, para destruirlo y
hacer añicos así de lo único que queda-
ba del fundador de la secta. Más tarde
pensé que el envilecimiento de la
reliquia sería mayor si la vendía y le
daba el dinero a una puta.
“Cosa que hice tan pronto se me presen-
tó la ocasión.
“Después, no dejé de perseguir las invi-
sibles raíces de esa planta que abruma a
la humanidad y de arrancarlas de mi
corazón.

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Como ya les dije al comenzar este relato,
desde el día en que desperté a la clari-
dad los milagros se sucedieron, sin
embargo yo no me aparté de mi camino.
Ningún fuego fatuo pudo ya arrastrarme
a la ciénaga.
“Cuando comencé a coleccionar
antigüedades –todo lo que ven en esta
pieza proviene de esa época–, descubrí
ciertos trazos en algunos objetos que me
hicieron recordar los oscuros ritos de
origen gnóstico y del siglo de los
encamisados. Incluso el zafiro que luzco
en mi dedo –curiosamente lleva el
emblema de un acónito, la flor de los
Hermanos azules–, cayó entre mis manos
por azar, cuando hurgaba en el saco de
un buhonero: algo que no me turbó ni
por un instante. Y, cuando un buen día,
un amigo me regaló ese globo terráqueo
que ven ustedes, el mismo que robé del
convento y luego vendí por algunos
francos –la reliquia del cardenal Nape-
llus–, no pude menos que reírme al
reconocerlo, admirando la pueril ame-
naza de tan absurdo azar. No, aquí en el

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aire límpido y ligero de las nieves eter-
nas, ya no puede alcanzarme el veneno
de la fe y la esperanza, pues el acónito
no puede crecer en estas alturas. Así, el
proverbio se transforma en otra verdad:
quien quiere sondear los abismos debe
subir las montañas. Por eso ya no
desciendo a la llanura. Estoy curado. Y
aunque todos los milagros hechos por
los arcángeles me cayesen entre las
manos, los rechazaría como despreciable
pacotilla. ¡Que el acónito siga siendo un
remedio para los enfermos del corazón y
los asténicos de esta vana geografía! ¡Yo
quiero vivir y morir ante la diamantina
ley de las necesidades inmutables de la
naturaleza que ningún fantasma
demoníaco puede violar! Continuaré
sondeando, sondeando, sin finalidad ni
deseo, feliz como un niño al que le basta
con el juego y se contenta con él y aún
no sabe nada de la mentira según la cual
la vida podría tener un sentido más pro-
fundo... seguiré sondeando y sondeando.
Y cada vez que logre tocar fondo, oiré
como un grito de júbilo: siempre será la

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tierra, y sólo la tierra lo que tocaré, esa
tierra orgullosa que rechaza fríamente
del universo la hipócrita luz del sol, la
tierra que permanece fiel a sí misma,
tanto por dentro como por fuera, del
mismo modo que este globo terráqueo,
última y miserable pertenencia del car-
denal Napellus, seguirá siendo siempre
interior y exteriormente un trozo de
tosca madera.
“Y cada vez la abisal profundidad del
lago me lo repetirá: es verdad que sobre
la costra de humus de la tierra crecen
terribles venenos, alimentados por el sol,
pero en su interior, sus precipicios y
abismos permanecen inmunes –ahí las
profundidades son puras.”
El rostro de Radspieller parecía desenca-
jado a causa de la emoción, sus enfáticas
palabras se quebraron y ahora daba
rienda suelta a su odio, tanto tiempo
reprimido: “Si pudiese expresar un
deseo, sería poder llegar con mi sonda al
centro mismo de la tierra, para poder
gritar al fin: ¡Miren aquí, o allá, sólo hay
tierra, tierra! ¿Comprenden?”

27
Nosotros le mirábamos asombrados
cuando se calló.
Se dirigió hacia la ventana.
El botánico Eshcuid sacó su lupa, se
inclinó sobre el globo terráqueo y dijo
en voz bien alta, para borrar la penosa
impresión dejada por las últimas pa-
labras de Radspieller:
“Esta réplica debe ser una falsificación,
data incluso de nuestro siglo. Aquí están
señalados (y puso el dedo sobre Amé-
rica) los cinco continentes.”
Por razonable y banal que pareciese su
observación, no logró sin embargo disi-
par la pesada atmósfera que comenzaba
a apoderarse de nosotros, sin razón
aparente, y que a cada segundo se trans-
formaba en una angustiosa amenaza.
Súbitamente, la estancia pareció impreg-
narse de un suave y turbador perfume,
como de arraclán o laureola.
“Viene del jardín”, iba a decir, pero
Eshcuid se me adelantó al propósito de
conjurar aquel aire de pesadilla.
Introdujo una aguja en el globo y
susurró algo como: “Es extraño que este

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lago, un punto tan minúsculo, figure en
el mapa.” Entonces se oyó de nuevo la
voz de Radspieller, de pie ante la ven-
tana, y aquella voz temblaba de
desprecio:
“¿Por qué la imagen de su eminencia, el
gran cardenal Napellus, ya no me per-
sigue, día y noche, como no ha mucho?
En el Códice Nazareno, el libro gnóstico
de los Hermanos azules escrito doscien-
tos años antes del nacimiento de Cristo,
figura una profecía para los neófitos:
¡Quien riegue con su sangre la planta
mística hasta el fin de sus días será fiel -
mente acompañado por ella hasta las
puertas de la vida eterna; pero el
sacrílego que se atreva a arrancarla la
verá sin cesar como la muerte, y su
espíritu errará en las tinieblas exteriores
hasta que llegue de nuevo la primavera!
¿Qué ha sido de estas palabras? ¿Han
caducado? Me explico: una profecía
hecha hace dos mil años se rompió con-
tra mí. ¿Por qué no aparece ahora –para
que pueda escupirle a la cara–, el carde-
nal Nap...” Una descarga emocional le

29
impidió a Radspieller pronunciar las
últimas palabras, y me di cuenta de que
había visto la flor azulosa que el botáni-
co poco antes había colocado sobre el
alféizar de la ventana; la miraba fascina-
do. Me disponía a levantarme y prestar-
le ayuda. Pero me retuvo un grito de
Giovanni Braccesco. La corteza aperga-
minada del globo estalló –igual que
estalla un fruto demasiado maduro–,
bajo la presión de la aguja introducida
por Eshcuid: una destellante esfera de
cristal se ofreció entonces a nuestras
miradas.
Y en el interior de aquella esfera, mara-
villa de habilidad artística, estaba
incrustada la imagen de un cardenal con
su sotana roja y su capelo y que llevaba
en la mano, como quien sujeta una vela
encendida, una flor de cinco pétalos, de
un azul acerado. Paralizado por el ho-
rror, a duras penas conseguí volver la
mirada hacia Radspieller.
Tenía los labios blanquecinos y un aire
cadavérico. Permanecía contra la pared,
inmóvil como la estatuilla en la esfera de

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cristal, y como ella sostenía en la mano
la letal flor azulosa, en tanto su mirada
estaba extrañamente fija en el rostro del
cardenal.
Sólo el brillo de sus ojos revelaba que
aún estaba vivo; pero pronto tuvimos el
sentimiento de que su espíritu se había
hundido en la noche sin regreso de la
demencia.

Eshcuid, M. Finch, Giovanni Braccesco y


yo nos separamos a la mañana siguiente,
sin cruzar ni una palabra, casi sin salu-
darnos. Las últimas y angustiosas horas
de la noche anterior aún pesaban en
nosotros y la perplejidad sellaba nues-
tros labios.
Seguí recorriendo el mundo durante
mucho tiempo, al azar y siempre solo,
pero nunca me he vuelto a encontrar
con ninguno de ellos.
Una sola vez, años más tarde, el destino
me llevó de nuevo a aquella región: del
castillo en ruinas ya no quedaban más
que los muros, pero, entre las piedras,
plantas de talla humana, apretujadas

31
unas contra otras, con flores de un azul
acerado, se tendían hacia el sol: el
acónito.

32
L a s sanguijuelas d e l t i e m p o

Mi abuelo encontró el descanso eterno


en el cementerio de Runkel, una peque-
ña ciudad ignorada del mundo. Sobre
una lápida invadida por una espesa capa
de musgo, se pueden leer bajo la fecha
ya desvahída cuatro letras doradas
inscritas en una cruz, y de un brillo tan
intenso que parecen recién grabadas:

V I

V O

lo que significa en latín: vivo, me expli-


caron cuando, aún muy pequeño, leí por
primera vez aquella inscripción. Y desde
entonces habita en mi alma, como si el

33
mismo difunto me la hubiese gritado
desde el fondo de la tumba.
Vivo, vivo ¡extraña inscripción para una
lápida! Aún hoy resuena en mí. Me basta
con pensar en ella para que aparezca
ante mis ojos lo que veía entonces: mi
abuelo –a quién nunca llegué a conocer–,
que yacía allí, intacto, con las manos ple-
gadas, los ojos claros y transparentes
como el cristal, abiertos e inmóviles.
Como un hombre que, en el reino donde
todo se descompone, se mantiene inco-
rruptible y espera serenamente la resu-
rrección.
Visité los cementerios de muchas ciu-
dades; el vago e inexplicable deseo de
encontrar de nuevo la misma inscripción
sobre una tumba guiaba mis pasos, pero
sólo en dos ocasiones, una en Dantzig y
otra en Nuremberg, encontré esa pa-
labra: vivo. En ambos casos, la mano del
tiempo había borrado los nombres, y,
también, en ambos casos las letras que
componían la palabra vivo destellaban
como si tuviesen vida propia.

34
Siempre di por descontado que mi abue-
lo –como oí decir desde pequeño– no
dejó ni una sola palabra escrita de su
mano. Por ello, mi emoción fue enorme
cuando, poco después, al abrir un cajón
secreto de un escritorio heredado de mi
familia, encontré una gavilla de anota-
ciones que, manifiestamente, habían
sido escritas por él.
Estaban en una carpeta rotulada con una
extraña sentencia: “Quien quiere escapar
a la muerte no debe contar con nada ni
esperar nada”. Al punto, la palabra vivo
se abrió paso en mi alma, aquella pa-
labra que me había acompañado toda mi
vida como un signo luminoso que, en
ocasiones, parecía esfumarse para volver
de vez en cuando, sin motivo aparente, a
iluminarme de nuevo, bien en mis
sueños o ya despierto. Si hasta entonces
había pensado que aquel vivo grabado
en la lápida se debía al azar –por ejem-
plo, a la decisión de un sacerdote–, la
máxima que rotulaba la carpeta me con-
venció plenamente de que esa palabra
ocultaba un sentido más profundo, algo

35
que quizá había determinado la existen-
cia de mi abuelo.
A medida que me sumía en la lectura de
aquellas páginas, mi convicción iba en
aumento. Esas anotaciones contienen
muchas cosas que tienen que ver con mi
familia como para que pueda revelarlas.
Así, pues, me limitaré a informar sobre
lo que me llevó a conocer a Johann
Hermann Obereit y de lo concerniente a
su viaje a la región de las sanguijuelas
del tiempo, como él las llama.
Según estas notas se puede deducir que
mi abuelo perteneció a la “Sociedad de
los Hermanos Filadelfos”, una orden
cuyas raíces se remontan hasta el
antiguo Egipto y que tiene como su fun-
dador al legendario Hermes Trismegisto.
Encontramos ahí también descritos con
detalle los “motivos” y los gestos por los
que sus miembros se reconocían.
El nombre de Johann Hermann Obereit
aparecía citado en esos papeles con
harta frecuencia. Este era un químico
que, al parecer, estaba unido a mi abue-
lo por estrechos lazos de amistad y que

36
pasó toda su vida en Runkel. Dado que
yo quería saber más sobre la vida de mi
antepasado y la oculta metafísica que se
adivinaba en cada línea, decidí tras-
ladarme a Runkel para tratar de des-
cubrir si aún existían descendientes del
mencionado Obereit, y que tal vez estu-
viesen en posesión de una crónica
familiar.
Es imposible imaginarse algo más fantás-
tico que aquella pequeña ciudad: olvida-
do vestigio de la Edad Media con sus
calles tortuosas donde pesa un silencio
de muerte, con su camino empedrado,
invadido por las hierbas, que conduce al
castillo de Runkelstein –cuna de la casa
de los príncipes de Wied–; en Runkel la
vida transcurre como dormida, sin preo-
cuparse por la estridente agitación del
siglo.
A la mañana siguiente, me dirigí al
cementerio. Pasando de un túmulo flori-
do a otro y leyendo maquinalmente los
nombres –inscritos bajo las cruces–, de
aquellos que duermen su último sueño
en un féretro, rememoré mi juventud. El

37
sol me daba de pleno. De lejos, reconocí
la tumba de mi abuelo con la brillante
inscripción.
Un anciano de canosa pelambre, sin
barba, de rasgos delicados, estaba senta-
do ante el túmulo, con el mentón apoya-
do en el pomo de marfil de su bastón. Me
observaba con ojos extrañamente vivos,
como un hombre que luchaba contra las
emociones que podía inspirarle el pare-
cido de un rostro.
Llevaba ropas como del último siglo,
cuello almidonado y ancha corbata de
seda negra, y parecía el retrato de algún
ancestro de una época hace tiempo abo-
lida. Su aspecto, tan anacrónico y
chocante para los tiempos actuales, me
sorprendió de tal modo que, a pesar de
lo ensimismado que estaba por lo que
descubrí en los papeles de mi abuelo, me
vi pronunciando a media voz el nombre
de “Obereit”.
“Sí, me llamo Johann Hermann Obereit”
dijo el anciano, sin mostrar la menor
extrañeza.
Poco faltó para quedarme sin aliento y lo

38
que después supe por su propia boca no
era de naturaleza para rebajar mi
estupor.
No resultaba una aventura banal encon-
trarse ante un hombre que no aparenta
ser mucho mayor que uno y que sin
embargo ha vivido ya ciento cincuenta
años. A pesar de que ya tengo el pelo
cano, me sentía como un adolescente
mientras íbamos caminando y me habla-
ba de Napoleón y otros personajes
históricos a quienes había conocido,
como se habla de alguien que ha muerto
hace poco.
“En esta ciudad me toman por algo así
como mi propio nieto” dijo sonriendo.
Llamó mi atención sobre una de las lápi-
das ante la que caminábamos y que tenía
grabada la fecha de 1798. “De hecho, es
aquí donde debería ser enterrado.
Mandé inscribir la fecha de mi muerte
porque no quiero que la gente me vea
como un moderno Matusalén. La palabra
vivo –agregó–, como si hubiese adivina-
do mis pensamientos, sólo será grabada
cuando esté verdaderamente muerto”.

39
Pronto estrechamos nuestra amistad e
insistió en que me alojara en su casa.
Transcurrió un mes. A menudo, pro-
longábamos nuestras veladas hasta muy
entrada la noche y nuestras conversa-
ciones tenían un aire animado, pero
siempre cambiaba de tema cuando yo le
preguntaba por el significado de la má-
xima rotulada en la carpeta de mi abue-
lo: “Quien quiere escapar a la muerte no
debe contar con nada ni esperar nada.”
Una noche, sin embargo, la última que
pasamos juntos, la conversación recayó
sobre los procesos intentados antaño a
las brujas.
“Casos manifiestos de histeria femenina”
–dije con aplomo.
Y, al punto, me contestó:
“¿Así, pues, usted no cree que el hombre
pueda abandonar su cuerpo y, por ejem-
plo, trasladarse al aquelarre del monte
Blocksberg?”
Hice un gesto negativo con la cabeza.
“¿Quiere que le haga una demostración?”
–preguntó, fijando en mí su aguda
mirada.

40
Me apresuré a explicar:
“Admitiré sin embargo que, tal vez, las
pretendidas brujas, mediante el uso de
ciertos narcóticos, caían en un estado de
éxtasis que les llevaba a creer a pies jun-
tillas que volaban por los aires montadas
en una escoba”
Se quedó pensativo. “Creo que, a pesar
de lo que yo diga, usted seguirá pensan-
do que todo eso es únicamente fruto de
mi imaginación” –añadió en voz baja. Y
volvió a ensimismarse. Finalmente, se
puso en pie y cogió un cuaderno de uno
de los anaqueles.
“Quizá le interese conocer el informe
que escribí cuando, hace años, me metí a
fondo en el tema. Debo decir que por
aquel entonces yo era todavía un hom-
bre joven y lleno de ilusiones (en su
mirada pude percibir que había retroce-
dido con el pensamiento a tiempos muy
lejanos), y que creía en eso que los hom-
bres llaman vida hasta que, uno tras
otro, llegaron los golpes: perdí todo
aquello que uno más ama en este
mundo: mi mujer, mis hijos, todo. Fue

41
entonces cuando el destino hizo que
conociese a su abuelo; él me enseñó a
comprender qué son los deseos, la espe-
ranza, las ilusiones, los estrechos lazos
que las unen y cómo podemos arrancar-
les la máscara a todos esos fantasmas.
Nosotros les dimos el nombre de sangui-
juelas del tiempo: pues del mismo modo
que las sanguijuelas nos chupan la san-
gre, éstas chupan de nuestro corazón el
tiempo, que es el verdadero néctar de la
vida. Aquí, en esta misma estancia, su
abuelo me enseñó a dar los primeros
pasos en el camino que permite vencer
a la muerte y aplastar con el pie las ví-
boras de la esperanza... Y, desde en-
tonces... (pareció dudar un instante)... sí,
desde entonces, me he convertido en
algo así como un trozo de madera, un
leño insensible a todo, bien se lo acaricie
o se lo corte con una sierra, o ya sea
arrojado al agua o al fuego. A partir de
esa época, mi yo está vacío: dejé de bus-
car cualquier consuelo, ya no lo nece-
sitaba. ¿Por qué habría de hacerlo? En el
presente tengo la certeza de que existo y

42
sólo ahora comienzo a vivir. Hay una
sutil diferencia entre: vivo y: existo.
– Usted dice eso con total sencillez y sin
embargo es terrible –exclamé conmovido.
“Sólo lo parece –dijo sonriendo para
tranquilizarme–. De un corazón petrifi-
cado puede surgir un sentimiento de
felicidad que usted ni se imagina. Es
como una dulce melodía continua ese yo
existo que, una vez que nace, no podrá
desaparecer jamás, ni en sueños ni cuan-
do nuestros sentidos despiertan nueva-
mente a la realidad, ni con la muerte...
¿Quiere que le diga por qué los hombres
mueren tan pronto y no llegan a los mil
años como se dice de los patriarcas de la
Biblia? Porque son como los brotes de un
árbol, pero han olvidado que forman
parte de una rama, de un tronco; por eso
se marchitan con la llegada del otoño.
Pero lo que yo quería era contarle cómo
abandoné mi cuerpo por primera vez.
Existe una doctrina secreta muy antigua,
tan antigua como el género humano, que
se ha ido transmitiendo de boca en boca
hasta nuestros días, pero que sólo muy

43
pocos conocen. Nos enseña el medio
para franquear el umbral de la muerte
sin perder el conocimiento. Aquél que lo
logre será de ahí en adelante dueño de sí
mismo: se revestirá de un yo nuevo, y lo
que hasta entonces le pareció que era su
yo se habrá convertido en un simple
instrumento, del mismo modo que sólo
son instrumentos nuestros pies y nues-
tras manos. El corazón y el aliento se
paralizan como los de cualquier cadáver
cuando el espíritu, apenas liberado, lo
abandona y se va, igual que cuando emi-
gramos con los hebreos de Egipto y
vimos que a nuestro paso se abrían las
aguas del mar Rojo y se alzaban como
murallas. Durante mucho tiempo, sin
desfallecer en mi ánimo, hube de repetir
el intento entre grandes sufrimientos,
hasta que un día al fin conseguí sepa-
rarme de mi cuerpo. Al principio me
sentí como levitando, como nos ocurre a
veces en sueños que creemos volar, con
las rodillas ágiles y una sensación de
ligereza, pero súbitamente me precipité
en un río que discurría de sur a norte y

44
que, en nuestro lenguaje, denominamos
el Jordán que va a su fuente, y el rumor
de sus aguas era como el de la propia
sangre en los oídos. Muchas voces exal-
tadas me instaban a que regresara, pero
yo no podía ver de qué bocas salían.
Finalmente, me acometió un temblor y
presa de una oscura angustia abordé
una roca que emergía ante mí. Entonces,
con la claridad lunar, pude ver a un ado-
lescente como de ocho años, desnudo y
de sexo ambiguo; tenía un tercer ojo en
medio de la frente como Polifemo y, con
un dedo, señalaba inmóvil tierra
adentro.
“Tras haber sorteado una espesa maleza,
pronto me vi desplazándome por un
blanco y liso sendero, sin embargo no
sentía el suelo bajo mis pies, y cuando
intentaba tocar los árboles o el follaje
que me rodeaba, no conseguía posar la
mano sobre ellos: una fina capa de aire
que no podía atravesar hacía imposible
el contacto de mi mano. Una pálida
luminiscencia, como la de la madera
podrida, lo cubría todo y me obligaba a

45
tomar conciencia de lo que es el sentido
de la vista. El contorno de las cosas que
veía parecía incierto, blando y grotesca-
mente agrandado. Había allí –en un
enorme nido– tiernos pájaros aún sin
plumas, de ojos redondos e insolentes,
hinchados y que parecían grandes patos
y, a mi paso, dejaban oír un caudaloso y
exaltado piar. Un cervatillo, que apenas
podía mantenerse en pie y sin embargo
tan desarrollado como un animal adulto,
estaba indolentemente tumbado sobre la
hierba y, como un dogo, giró su cabeza
hacia mí. Cada criatura que surgía ante
mis ojos manifestaba una indolencia de
sapo.
“Poco a poco, me hice una idea de dónde
me encontraba: en un lugar tan real y
verdadero como nuestro mundo, y sin
embargo simple reflejo del nuestro –en
el reino de esos dobles fantásticos que se
alimentan de sus formas terrestres origi-
nales, y que las agotan, a la vez que
adquieren dimensiones más monstruo-
sas en tanto sus arquetipos terrestres se
afanan en vanas esperanzas, en la espera

46
inútil de la felicidad y la dicha. Cuando
en la tierra un cachorro pierde a su
madre bajo las balas del cazador y, lleno
de confianza, aún espera su alimento
hasta que se muere de inanición, su
doble fantástico nace en esta isla maldita
y como una araña chupa la vida desfalle-
ciente de las criaturas de nuestra tierra;
las fuerzas vitales de la naturaleza te-
rrestre que se disipan en la esperanza
adquiere aquí forma y se convierte en
lujuriante maleza, y el suelo está preña-
do por la savia fertilizante del tiempo
perdido en la espera.
Prosiguiendo mi camino, llegué a una
populosa ciudad. Había conocido en la
tierra a muchos de los que la habitaban
y recordé entonces sus frustradas espe-
ranzas, y cómo, de un año a otro, cami-
naban con la espalda aún más doblada, y
a la vez, sin embargo, se negaban a
arrancar al vampiro de su corazón –su
propio yo demoníaco que chupaba su
vida y su tiempo. Los encontraba ahora
aquí bajo la forma de monstruos fofos y
adiposos, las carnes temblequeantes, la

47
mirada extática y vidriosa, las mejillas
blandengues e inflamadas.
“De una tienda de apuestas de la que col-
gaba el rótulo:

LA RUEDA DE LA FORTUNA
cada billete gana el premio mayor

salía una multitud apiñada y sonriente,


que arrastraba sacos repletos de oro y
chascaba la lengua con aire satisfecho
–fantasmas, convertidos en grasa y
gelatina, de todos aquellos que en la tie-
rra se consumían en una insaciable sed
esperando los frutos del azar.
“Entré en una gran sala cuyas columnas
se alzaban hasta el cielo. Parecía un tem-
plo; allí, sobre un trono de sangre coagu-
lada, se sentaba un monstruo de cuerpo
humano, que tenía cuatro brazos y una
bocaza de hiena chorreando baba; era el
dios de la guerra de tribus africanas
cuyas supersticiones les lleva a ofrecer
víctimas para que les sea concedida la
victoria sobre sus enemigos.
Despavorido, me alejé de aquel hedor de
putrefacción que impregnaba el lugar,

48
gané la calle y, poco después, me quedé
paralizado por el asombro ante un pala-
cio que sobrepasaba en esplendor todo
lo que hasta entonces había visto. Sin
embargo, reconocía cada piedra, cada
gablete, cada escalinata como si aquel
edificio hubiese sido concebido por mi
imaginación.
“Actuando como si yo fuera el señor
absoluto de aquel palacio, subí las largas
escalinatas de mármol y pude leer sobre
el escudo de la puerta mi propio nom-
bre: Johann Hermann Obereit.
“Entré y me vi a mí mismo vestido de
púrpura, sentado ante una mesa suntuo-
osa, atendido por mil esclavas y en
quienes reconocí a todas las mujeres que
habían despertado mis deseos, aunque
sólo fuese por un instante.
“Me invadió un odio indescriptible al
adquirir conciencia de que aquel hom-
bre –mi doble–, encenagado en la gloto-
nería y las comilonas, era yo mismo
desde que estoy en el mundo, que yo lo
había llamado a la existencia y gratifica-
do con todas las riquezas, mientras que

49
dejaba escapar de mi alma la fuerza
mágica de mi ser disipándola en ilu-
siones, en deseos y esperanzas vanas.
Comprendí con horror que mi vida
entera había consistido en esperar, todas
las formas de la espera, y sólo en espe-
rar, en una suerte de perpetua hemorra-
gia, y que todo el tiempo que me queda-
ba para percibir el presente ya apenas se
podía contar en horas. El contenido de
mi vida me pareció entonces como una
pompa de jabón que estallaba ante mis
ojos. Ahora puedo deciros: todo lo que
hacemos en la tierra engendra una
nueva espera, una nueva esperanza. El
universo está impregnado por los vahos
pestilentes de la lenta agonía de un pre-
sente apenas nacido. ¿Quién no ha
experimentado alguna vez la enervante
debilidad que nos acomete cuando nos
hallamos en la sala de espera de un
médico, un abogado o un funcionario? A
eso le llamamos vida: pero es la sala de
espera de la muerte.

50
“Súbitamente comprendí lo que era el
tiempo: nosotros mismos, nosotros
somos creaciones del tiempo, cuerpos
que parecen tener sustancia y que no
son nada más que tiempo coagulado.
“Y nuestro diario periplo camino de la
tumba ¿qué otra cosa es sino remontar el
tiempo con ayuda de la ilusión y la
espera? ¡Como el hielo que puesto al
calor se convierte en agua!
“Cuando esta sospecha se abrió camino
en mí, pude ver cómo un temblor atra-
vesaba a mi doble y la angustia devora-
ba su rostro. Entonces supe qué debía
hacer: luchar sin tregua contra los fan-
tasmas que nos chupan como vampiros.
“¡Oh!, ellos saben muy bien por qué son
invisibles para el hombre, por qué se
hurtan a la mirada, esos parásitos de
nuestra vida. Además, la mayor perfidia
del diablo consiste en hacernos creer
que no existe. A partir de ese momento
he desterrado para siempre de mi vida
las ideas de ilusión y esperanza.
–Creo, querido señor, que yo me des-
moronaría desde los primeros pasos si

51
me decidiera a seguir el camino que
usted emprendió –dije cuando dejó de
hablar. Puedo imaginar, eso sí, que
aplicándose a ello todos los instantes,
podamos llegar a adormecer dentro de
uno los sentimientos de ilusión y espe-
ranza, y sin embargo...
– Adormecerlos... con eso no basta. En lo
más hondo de nuestro ser pervive el
deseo de esperanza. ¡Hay que cortar el
mal de raíz! –zanjó Obereit. ¡Conviértase
en un autómata aquí en la tierra! ¡En un
muerto viviente! No coja ningún fruto
que se ofrezca a usted si el menor deseo
de esperanza se encuentra unido a él, no
tienda ninguna mano y verá cómo las
cosas vienen a usted a su debido tiempo.
Al comienzo le parecerá algo así como
una errancia a través de un páramo de-
solador –y eso dura mucho tiempo–,
pero súbitamente todo se iluminará en
torno suyo y podrá ver todas las cosas,
tanto las bellas como las feas, bajo una
luz novísima como jamás pudo sos-
pechar. Entonces dejará de haber para
usted cosas que cuenten o no cuenten, y

52
todo aquello que le ocurra le resultará
indiferente. Se sentirá protegido como
por una segunda piel, igual que Sigfrido
después de bañarse en la sangre del
dragón, y podrá decir de sí mismo: bogo
por el mar infinito de mi vida eterna con
velas blancas.”
Esas fueron las últimas palabras que me
dijo Johann Hermann Obereit. Jamás
volví a verlo.
Entretanto, han pasado muchos años y,
en la medida de lo posible, yo me esfor-
cé en seguir sus enseñanzas, pero la
ilusión y la esperanza se niegan a aban-
donar mi corazón.
Soy demasiado débil como para arrancar
de raíz las malas hierbas, y ya no me
extraña que entre las muchas tumbas de
los cementerios tan pocas lleven la
inscripción:

V I

V O

53
ÍNDICE

El cardenal Napellus 7

Las sanguijuelas del tiempo 33


Gustav MEYRINK (1868-1932). Escritor austriaco. Nació en Viena,
hijo bastardo de un ministro del rey de Wurtemberg y de una actriz
de origen judío. Es uno de los principales representantes de la
literatura fantástica de lengua alemana. Sus obras están influenci-
adas por las ciencias ocultas y la kábala de las que era adepto. Vivió
en Munich hasta los 13 años, y en esa ciudad completaría sus
estudios primarios. Más tarde se trasladó a Hamburgo, donde pasó
una corta temporada. En 1883 su madre se instaló en Praga, ciudad
en la que Meyrink viviría durante veinte años y que a menudo
describe en sus obras. Praga no aparece ahí como decorado, sino
como personaje, especialmente en las novelas El Golem y La noche
de Walpurgis.
Sus inicios literarios datan de 1900, con la publicación de relatos en
el magazin Simplicissimus. Esos relatos, de corte satírico, grotesco o
fantástico consiguen un cierto éxito entre los lectores de la revista
muniquesa y serán recogidos más tarde en tres volúmenes, y
editados a partir de 1903 por el editor Albert Langen.
Meyrink publicó su primera novela –El Golem– , en 1915, obra en
la que rescata un mito judío centroeuropeo, según el cual era
posible animar una figura de barro, el Golem, colocando bajo su
lengua ciertas palabras mágicas. Esto se halla directamente
relacionado con la doctrina kabalística, según la cual es posible
crear mediante la palabra o combinación de letras el secreto
nombre de Dios. El Golem tuvo un enorme éxito y se reeditó con
frecuencia, siendo objeto de varias adaptaciones cinematográficas.
Entre sus obras, además de las ya citadas El Golem y La noche
de Walpurgis (1917), cabe destacar, asimismo: El rostro verde
(1916), El dominico blanco (1921) y El ángel de la ventana de
occidente (1927).
MALDOROR ediciones recoge en este volumen bajo el título de
Relatos dos textos extraordinarios de Gustav Meyrink.

ISBN 13: 978-84-96817-21-0

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