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Angel Balzarino

MARIEL ENTE NOSOTROS


Prologo

Tengo algo que decir...

¿Dónde está Mariel? ¿Dónde se ha escondido?

Podemos buscarla entre los desagradables y remotos recuerdos que guarda la


memoria, remover en nuestro inte-rior, hurgar en nuestras actitudes y ansiedades,
tal vez en los más insensatos impulsos o en las peores vejaciones de que fuimos
víctimas.

También podríamos deslizarnos sigilosos durante la noche, por las desoladas y


polvorientas callejuelas de un pueblo silente e inexplicable, que todo lo absorbe y
lo devora, con fantástica ferocidad, como una máquina implacable de hacer
picadillo a cuanto ser viviente se aproxime aún, a la figura emblemática de Mariel.
O rastrear en los alrededores lodosos y oscurecidos por las arboledas.

Pero Mariel está ahí, latente en cada casa y en cada vereda o esquina de La
Florida y, La Florida: ¿Existe o no?

La respuesta, sórdida, desorientada y casi perdida, lle-gará desde la boca a la


yema de los dedos de cada uno de los increíbles personajes, increíbles y reales
que habitan este libro, cifrado en dieciséis formidables cuentos, que el autor, Angel
Balzarino, acomete con gran oficio y espléndida flui-dez, oficio al que por otra
parte, Balzarino nacido en el centro de nuestro país, nos tiene acostumbrados.

Escritor de larga trayectoria y varios títulos publicados con otros tantos premios
aquí y en el exterior, nos mantiene anhelantes porque queremos «más».

Lo sustancial emerge desde un comienzo, con «Ahora, la oscuridad» recorriendo:


Cuerpo en llamas pasa por: Mariel entre nosotros -cuento que da nombre a la
presente edi-ción- para llevarnos expectantes a Ellos, al acecho, -todos de
temática nacional- los personajes viven, están vivos, palpitan, se puede olerlos y
oírlos respirar. Acontecimiento éste, harto difícil en la literatura.

Cada individuo de La Florida es cuestionado. Se consu-me en su propia


desolación, vibra, lucha, se debate entre sus ambiciones, sus resentimientos y
envidias, e intenciones tan inherentes a la raza humana, y que Balzarino ha
captado con excelente ojo avisor y mejor pluma.

El erotismo, el sexo y el deseo, no están exentos, trazados con talentosa sutileza,


sin caer en lo degradante, de mal gusto o pornográfico, sobrevuelan todo el tiempo
éstas páginas, en un estigma de perdición irremediable al que los habitantes de
este mundo nos hallamos expuestos.

El lector busca a Mariel con ansiedad, y pronto se da cuenta que está allí,
intangible, en cada esquina, recostada, esperando, en el marco de cada ventana o
en los descampados terrosos, en todos lados, porque comprende que Mariel es
uno mismo, y que si no lo es aún, podría llegar a serlo. Esta es una de las virtudes
del autor. Nos transfiere casi como una expe-riencia de vida, una visión de la
realidad existencial desarro-llada en un pueblo inexistente (o no) entre seres
imaginarios (o no) toda una saga, casi mítica, casi cotidiana, con ojos nuevos para
viejas pasiones.

Inolvidable.

Un libro excitante que sacude la momificada narrativa nacional.

Tengo algo que decir; Mariel está entre nosotros, y se quedará por mucho, mucho
tiempo, entre nosotros.

Norberto García Yudé


Ahora, la oscuridad

Los vio de repente. Como si hubieran surgido de algún remoto sueño. Enfundados
en deslumbrantes chaquetillas blancas. De aspecto imponente y los brazos
abiertos, con el avieso propósito de cortarle el paso y hacerlo caer, sin duda para
impedir que tocara la pelota y llevara a cabo una de aquellas deslumbrantes
jugadas que provocaban el temor de sus adversarios y enronquecían de alegría y
frenesí las voces diseminadas por todo el estadio. Espere. El grito le taladró la
cabeza. No. No van a detenerme. La firme intención parecía completamente
alejada del estado de debilidad, de creciente mareo que ahora le dificultaba cada
movimiento. Pese a sostener una brega sin duda infructuosa, no estaba dispuesto
a ceder, a dejar que los otros frustraran su propósito. Obstinado. Como lo había
hecho siempre, desde el ya lejano tiempo de la infancia, cuando empezó a tener
esa relación sutil, íntima, arrebatadora con la pelota, y sintiéndose el dueño
absoluto, pretendió obligarla a cumplir los dictados de sus piernas, alcanzar a
través de ella los momentos de placer más intensos y profundos. Al principio había
sido en cualquier baldío o rincón de una calle, al concretar junto a otros chicos del
barrio partidos entusiastamente disputados; y después, en 1a cancha del Club Los
Girasoles, cuando sus dotes comenzaron a despertar interés y admiración, con la
esperanza de tener un promisorio futuro. Sólo quería jugar. Disfrutar la alegría de
tocar la pelota. Olvidarme de toda otra cosa. Un modo de refugio o evasión.
Imperioso. Reconfortante. Para librarse de las aburridas enseñanzas que
procuraban inculcarle en la escuela, pero, sobre todo, para huir del opresivo clima
de tensión y amargura, de violencia y casi desesperanza, que imperaba en la casa
por obra de su padre al descargar en ellos -su madre, sus hermanas y él- los
golpes y gritos nacidos del permanente estado de ebriedad. El cambio tan
anhelado surgió de improviso, luego del partido con el Sportivo Alborada,
poderoso equipo de la capital de la provincia, al demostrar que era un imbatible
dominador de la pelota y logró despertar la algarabía de la gente que colmaba 1a
cancha. Me gustó mucho como jugaste. Creo que deberías ir pensando en algo
más importante que un club de barrio. Si querés, puedo llevarte conmigo a la
Capital. Con una mezcla de perplejidad y regocijo escuchó las palabras del
director técnico del equipo visitante. Y de pronto creyó divisar un amplísimo
horizonte pleno de luz, de fascinantes promesas, de sueños casi al alcance de la
mano. Espere. Tiene que venir con nosotros. Ahora los dos hombres parecieron
decididos a actuar. Firmes. Erguidos. Los brazos abiertos. Formando una ajustada
barrera. No. Nadie sería capaz de detenerlo. Yo les demostraré que soy el mejor.
Aunque una puntada le perforaba la cabeza y tenía la sensación de encontrarse
apresado en un cerco infranqueable, estaba seguro de poder salir airoso.
Triunfador. Por obra de sus espléndidas gambetas. Como había hecho en el
primer partido que jugó en la capital de la provincia. La prueba más difícil para
mostrar su capacidad y empezar a concretar todos los anhelos o, por el contrario,
fracasar y caer tal vez para siempre en una situación peor de la que pretendía
escapar. Sí. Esta ocasión es única y no puedo desaprovecharla. Clara y rotunda la
meta. Y sólo creyó superar el desafío cuando, al terminar el partido, de todos los
rincones del estadio su nombre resonó en un clamor. Jubiloso. Ensordecedor.
Después todo pareció desarrollarse de manera vertiginosa: el pase de un equipo a
otro, la facilidad de tener tanto dinero como jamás llegó a imaginar, los
comentarios elogiosos sobre cada uno de sus goles, la posibilidad de satisfacer
cualquier gusto o capricho. Sí. Como si todo eso le sucediera a otra persona o
fuera sólo un sueño que podía desvanecerse bruscamente. Debido al instintivo
temor de perder todo eso, procuró disfrutar cada momento. Intensamente. Con
voracidad. Sobre todo junto a las mujeres con las que pretendió alcanzar no sólo
un placer arrebatador, sino más bien encontrar la compañía y una cuota de amor
que desalojaran para siempre todo vestigio del vacío y la desolación sobrellevados
desde la niñez. Tal vez la búsqueda más ardua. Sin tregua. Nunca satisfactoria.
Únicamente les interesaba mi dinero y el gusto de estar al lado de alguien famoso.
Sin entender ni importarles lo que yo quería. Semejante comprobación surgió de
improviso. Lacerante. Como una súbita puñalada. Deténgase. Debe venir con
nosotros. Aturdido por la orden perentoria, abrió y cerró los ojos repetidas veces,
en un intento por despejarse completamente y recuperar la fuerza y el empuje
para vencer a los dos hombres que, sumidos en una especie de niebla, le
cerraban el camino. Debo pasar. Ni la mejor barrera del mundo podrá impedir que
haga un gol. Instintivamente trató de revivir algún fragmento del tiempo en que era
capaz de concretar jugosas hazañas con una pelota. Pero no pudo asirse a esa
tabla de salvación. Ya estaba hundida en una recóndita zona del pasado.
Irrecuperable. No. Nunca más. Y aunque no quiso admitirlo, poco a poco se vio
abrumado por la evidencia de su limitación, cuando pasaron varios partidos sin
poder convertir un gol y empezó a reflejar una creciente torpeza en cada jugada.
Hasta recibir el peor castigo: el desdén, la frialdad, el progresivo desprecio de
quienes siempre le habían expresado el apoyo más cálido y fervoroso. Se
precipitó en un abismo. Desvalido. Y no obstante restar importancia a los
reiterados consejos, debe cumplir con los entrenamientos, llevar una vida más
ordenada, pues ya estaba demasiado convencidoo de que le bastaba tocar la
pelota con su pierna derecha para encender de júbilo a los espectadores, se
impuso la inesperada realidad. Excluido de la única tarea que le confería sentido a
su vida, lo acosaron los viejos fantasmas de la miseria y el desamparo. Inútilmente
buscó refugio en los amigos, cada vez más escasos e indiferentes, y en las
mujeres, cada vez más altivas y exigentes para ofrecerle, casi como una limosna,
unos efímeros instantes de compañía. Entonces sólo le quedó la bebida. Como
una mano fiel y protectora para eludir cualquier preocupación. Aunque no impedía
que golpeara furibundo a quien le recordaba la época en que había sido uno de
los mejores jugadores que pisó una cancha de fútbol o arrojara botellas o cascotes
contra las vidrieras en las madrugadas plenas de alcohol y soledad. Después lo
recluyeron en cuartos fríos y húmedos para contenerlo y evitar que produjera
cualquier daño. Una y otra vez. Sin poder anular el permanente deseo de huir.
Como ahora. Pero ya las piernas no le respondieron al ansia de correr. Trastabilló.
Y los brazos de ellos, firmes y solícitos, lo socorrieron. Cálmese. Ahora nosotros
vamos a ayudarlo. Instintivamente supo que era inútil toda resistencia. Tanto por
sentirse ya sin fuerzas como por la sorpresiva actitud de ellos. Comprensivos.
Prodigándole una desconocida muestra de afecto. Y vencido, con la furtiva
esperanza de alcanzar algo de paz y olvido, se dejó llevar.
Una sombra entre ustedes

Sí. Estuve esperando el momento oportuno para decírtelo. Quizá no tuve otro
objetivo en la vida. Ejercer venganza, cobrarme todo lo que debí padecer por vos:
falta de afecto, soledad, sentirme casi una intrusa en nuestra propia casa. Porque
siempre ocupaste un lugar de privilegio. Desde que estabas en la cuna y comencé
a notar cómo tu presencia me quitaba espacio en la atención y el cariño de
nuestros padres, tenías preferencia para obtener cualquier juguete o satisfacer
con premura el menor capricho. Al principio lloraba de amargura al sentirme
desprotegida, creciendo en un ambiente opresivo y casi hostil, pero después, a
medida que tomaba conciencia de la soledad cada vez más lacerante, me fui
armando de vigor y coraje. En actitud defensiva. Dispuesta a repeler cualquier
ataque. Esperando la revancha. El placer más anhelado, siempre esquivo, por
momentos inalcanzable. Mientras me dedicaba a vigilarte. Obsesiva.
Comprobando tu dichosa y casi arrogante postura ante las gratificaciones que
cosechabas: primero en la escuela, donde tu conducta sin tacha y el esmero en
los estudios te hicieron destacar entre todos los alumnos; después, tu cuerpo
convertido en el centro de la atención, tanto de las mujeres que no podían eludir
una dosis de celos y envidia, como de los hombres que llevaban a cabo un
persistente acecho, ávidos por colmar su deseo en la primera oportunidad; y por
último, la conquista de Aníbal Ortelli, sin duda el candidato más codiciado por
todas las muchachas del pueblo con ganas de casarse y alcanzar un sustancioso
poder económico. Lograste no sólo encandilarlo sino también doblegar el aire de
soberbia y superioridad que parecía ubicarlo en un pedestal casi inaccesible.
Ocurrió ante la vista de todos. Sin disimulo. La noche en que el Club
Independiente celebraba sus cincuenta años. Durante la fiesta a la que asistió
todo el pueblo, aceptaste las veces que te invitó a bailar, entre sorprendida y
gozosa al notar que las miradas estaban concentradas en ustedes. Esa noche
nada te resultó más importante que él. Tanto por el deslumbramiento de ser la
elegida como por el orgullo de poder mostrar, abiertamente y con gesto triunfal,
que habías alcanzado una de las metas más difíciles. Así me lo hiciste saber
cuando regresamos a casa. Atropelladamente. Como si de pronto hubieras
cortado todas las ligaduras y podías expresar sin reparo lo que sentías. En un
torbellino de palabras, me confiaste el placer de haberlo tenido cerca y descubrir
muchas cosas en común y la esperanza de compartir un tiempo futuro. No quise
interrumpirte. Necesitaba escucharte y observar el rostro resplandeciente y los
brazos moviéndose en gestos aparatosos, para tomar plena noción de la afrenta.
Sin duda la más cruel, pero también la última que estaba dispuesta a soportar. Lo
comprendí de pronto. Al sentir como una bofetada tu desbordante felicidad.
Entonces, la humillación y el desplazamiento que durante años sobrellevé por tu
culpa hicieron crecer el afán de vengarme. Vorazmente. Sobre todo a medida que
la relación de ustedes se consolidaba y eran cada vez más firmes los planes para
el casamiento. El modo de hacerlo surgió una de esas noches en que él vino a
visitarte y desde mi cuarto percibí tu voz quejosa y autoritaria, no, basta, dejame,
intentando frenar las arremetidas que sin duda pretendían ser más audaces de lo
que estabas dispuesta a permitirle. Aníbal expresó su malestar con la amenaza de
una ruptura definitiva. Eso no te preocupó. Segura, dueña de una situación de la
que nadie podía desplazarte, lo manejabas a tu antojo. Jugabas a la estrategia de
llevarlo al punto máximo de excitación y después, fría y calculadora, lo
rechazabas, generosa en promesas de vivir los momentos más intensos y
placenteros apenas se formalizara el matrimonio. Hasta que una noche me decidí.
Ubicada a tres cuadras de la casa lo esperé. Era ya la madrugada cuando lo vi
acercarse. Por el aspecto nervioso y desaliñado imaginé que una vez más habías
frustrado sus ardientes pretensiones. Debí parecerle una figura fantasmal al
cortarle el paso. Pero la acción desvaneció muy pronto el desconcierto y la súbita
parálisis. Rápida. Contundente. No por efecto de palabras insinuantes ni por
deslumbrarlo con la belleza de mi cuerpo, sino por la carga de bronca, malestar,
deseo, que él ya no podía soportar. Enceguecido me arrastró hasta un baldío.
Mientras lo dejaba desahogarse, te imaginé observándonos. Horrorizada. Y sentí
ganas de lanzar una carcajada. Estruendosa. Triunfal. Feliz por concretar al fin
una forma de herirte, de cobrarme tantos años de postergaciones. No se trata de
amor, no cesaba de repetir él, con súbita sensación de culpa y queriendo dejar
bien claro que lo ocurrido era algo fugaz, unos instantes de bienestar que no iban
a dejar ninguna huella. Será nuestro secreto, procuré tranquilizarlo cada vez que
nos encontramos después, subrepticiamente, ansiosos y casi sin hablar, sólo
interesados en cumplir el rito que saciara el propósito de cada uno: él, alcanzar el
goce que vos le negabas, y yo, sentir el sabor de una venganza largamente
anhelada. Tácitamente sabíamos que todo concluiría con el casamiento. Ese
casamiento que preparabas con tanto ardor: las invitaciones, los detalles de la
fiesta, la elección del vestido de novia, los arreglos de la nueva casa. Todo eso
que, al llegar el día elegido, disfrutaste plenamente. Orgullosa. Exultante.
Convertida en protagonista del hecho que tuvo la virtud de quebrar la espantosa
monotonía del pueblo y suscitar una mezcla de admiración, celos, envidia, en los
habitantes. Con el rostro luminoso durante la ceremonia religiosa y saludando a la
gente que colmaba la iglesia; impetuosa y sin el menor cansancio en la frenética
algarabía de la fiesta. Te observé todo el tiempo. Aunque parezca increíble, me
agradaba verte así. Vital. Enfervorizada. Porque iba a tener mayor efecto el golpe
que había preparado. Me limité a esperar el momento de dar la estocada final. A
punto de iniciar el viaje de boda, lo hice. Te conté lo ocurrido entre Aníbal y yo.
Bruscamente. Y ahora sólo quiero gozar el fruto de mi obra, mientras imagino tu
total desánimo cuando quedaron solos en un cuarto de hotel y él sin duda no llegó
a tocarte, paralizado por la sorpresa, incapaz de responder a la pregunta
repentina, artera, llena de furor, con que pretendiste saber si era cierto que te
había traicionado y que yo para siempre sería una sombra destructora e
infranqueable entre ustedes.
Algo más que un paseo

Apenas llegaron a la plazoleta, él se desprendió de su mano y comenzó a correr


hacia el grupo de chicos que como todos los días lo esperaba para jugar.
Impetuoso. Profiriendo gritos de alegría. Como un pájaro que abandona su jaula.
Sin otra preocupación que disfrutar estos momentos. Y una vez más comprendió
que también para ella permanecer allí, observándolos, lograba contagiarle tanto
júbilo y entusiasmo. Está bien. No dispare. Yo le... Una sensación en la que se
mezclaban la ansiedad, el regocijo, la certeza de ser dueño de un invencible
poder, lo invadió al notar el temblor de la voz y el sorpresivo pánico reflejado en el
rostro de la muchacha cuando le apuntó con la pistola. Imperativo. Con una
seguridad que no admitía duda. Casi tuvo ganas de lanzar una brusca carcajada,
como si fuera la única forma de manifestar el inefable placer que alcanzaba en
cada asalto, durante el breve e intensísimo tiempo en que tenía el privilegio de
ejercer un total dominio sobre los otros. Poné aquí todo lo que tengas. Rápido.
Luego de sentarse en el banco habitual, sacó una revista de la cartera, pero no
llegó a concentrarse en la lectura y se limitó a mirarla bastante distraída. Como
siempre, toda su atención fue ocupada por él, gratificada al observarlo reír y gritar
y correr infatigable junto a los otros chicos. Es lo más importante y querido. Casi lo
único que tengo ahora. No podía evitar cierto desgarramiento al considerar el
reducido universo que formaban ellos dos después del abrupto alejamiento de
Rodrigo, y por eso, no sólo por amor sino fundamentalmente por angustia y el
anhelo de tener un sostén para sobrellevar la soledad, se aferró a él. Nos
necesitamos los dos. Ya nada podremos hacer separados. Obsesiva se
transformó la necesidad de compartir cada momento, de gozar su compañía pero
también de hacer todo lo posible para protegerlo de cualquier daño o peligro.
Encendió un cigarrillo y, dispuesta a eludir cualquier otra cosa, sólo quiso verlo
jugar en la plazoleta. Apurate. No vamos a estar aquí toda la tarde. La voz
perentoria y furiosa del Cholo quebró de pronto esa especie de encandilamiento y
repentino deseo que ella logró despertarle con su cuerpo túrgido y provocativo
dentro del vestido demasiado ajustado. No. No es el momento para eso. Aunque
sería lo más agradable. Bruscamente tomó conciencia de lo que debía hacer allí,
en ese local y frente a la muchacha pálida y temblorosa que con evidente torpeza
sacaba los billetes del cajón y los ponía en una bolsa. Aquí tiene. Es todo. Como si
hubiera concluido una fatigosa tarea, le tendió la bolsa deformada por el cúmulo
de billetes. ¿Estás segura? El tono resultó entre amenazador y algo divertido
mientras le apoyaba la pistola entre el pronunciado pliegue de los senos,
convertido el caño en una prolongación de su mano, ávida por explorar la tibieza
de la carne suave y palpitante. Abrió otro cajón y en forma maquinal retiró algunos
billetes. Dale. Vamos. Esto se va a llenar de gente en cualquier momento. Aferró
la bolsa, ya firme y decidido a cumplir su propósito con la eficacia de siempre. Ni
se te ocurra moverte de aquí. Agitó por última vez la pistola frente a los ojos
desorbitados y después corrió hacia donde estaba el Cholo. Tropezaron con
algunas personas, entre desaforados gritos de sorpresa y alarma ante la visión de
las armas desnudas, al salir a la calle en vertiginosa carrera. Apurate. Ya perdimos
demasiado tiempo. Agrio y pleno de reproche el tono del Cholo. No trató de
justificarse ni de esgrimir una disculpa. Sólo compartió la preocupación y rabiosa
premura por ponerse a salvo, sortear las numerosas siluetas que dificultaban el
paso y llegar hasta el coche donde los esperaba Santillán. Pero todo pareció
tornarse oscuro, incomprensible, producto de una absurda pesadilla, cuando
surgió el grito convertido en orden escueta e inapelable. Alto. No se muevan.
Como ya era habitual, observó que un rictus amargo reemplazaba la sonrisa y
quedaba con el cuerpo rígido, en súbita actitud de rebeldía o de muda protesta.
Vamos. Ya es tarde. Mañana vendremos otra vez. Debía apelar a su paciencia,
utilizar las palabras más tiernas y afectuosas, ofrecer algún caramelo o barra de
chocolate, para que el final del juego no resultara tan doloroso. Aunque hubiera
querido que se prolongara indefinidamente, pues ella disfrutaba tanto como él de
los momentos que pasaban allí, era necesario poner un límite. Cuando recuperó la
sonrisa por obra de las deslumbrantes promesas de otras jornadas de juego más
extensas y divertidas, abandonaron la plazoleta. La colmaba de alivio cada vez
que se restablecía entre ellos una comunicación íntima y jubilosa, aunque siempre
le tocaba ceder ante la voluntad y los caprichos de él. Lo principal es verlo feliz. Y
que pueda tenerlo cerca, para abrazarlo y besarlo. Después de marchar un rato, él
soltó su mano y, libre, comenzó a correr por la vereda, dando saltos y efectuando
diestras jugadas con alguna pelota imaginaria. Faltaban dos cuadras para llegar a
la casa cuando, al doblar una esquina, vio a varias personas moverse en forma
desordenada, profiriendo gritos y palabras incoherentes. No tuvo tiempo de
indagar el motivo de tanta agitación. Quedó paralizada por el seco estampido de
un disparo. La reacción del Cholo fue rápida y contundente. Con el rostro
desfigurado por la bronca y vociferando maldiciones, disparó contra la figura
uniformada que pretendía cortarles el paso. ¿Quién le avisó? ¿Cómo pudo...?
Inútilmente procuró encontrar una justificación a la trampa que de pronto los
cercaba. Corré. Dale. Abrumado por la confusión y el desconcierto -con el policía
haciendo fuego parapetado detrás de un coche, la gente corriendo en busca de un
lugar seguro, el horror expresado en gritos histéricos-, sólo quiso eso. Escapar de
allí. Ponerse a salvo. A cualquier precio. Sobre todo después de escuchar el
quejido del Cholo y verlo desplomarse como una especie de muñeco
desarticulado, con los brazos abiertos y una mancha roja en el pecho. Terminaré
igual si no salgo de aquí. Ya. Rápido. Convertida en el tesoro más preciado, aferró
fuertemente contra el pecho la bolsa llena de billetes, y apretó el gatillo. Una vez y
otra y otra. Descontrolado. Sin un blanco definido. A cualquier figura que
pretendiera frustrar su huida. Sebastián. Urgida por el pánico y la desesperación,
procuró alcanzarlo para brindarle su amparo, mientras lo llamaba en un clamor
desolado. Y siguió repitiendo el nombre querido con voz cada vez más débil,
enronquecida, quebrada por el llanto, después que cesaron los disparos y la gente
ya se había dispersado y un silencio ominoso comenzó a cubrir la calle casi
desierta, sin poder apartar los ojos del cuerpo diminuto y quieto de él.
El recuerdo de Julieta bailando y un acordeón repentinamente triste

Ya no es lo mismo. Aunque seguimos respetando la costumbre de reunirnos en la


plaza a las seis de la tarde y don Batista sigue tocando su acordeón desvencijado,
todo resulta distinto. Falta ella. Y no podemos sentir la excitación y el júbilo que
nos había deparado el espectáculo a lo largo de tantas jornadas, ni los dedos del
viejo se muestran ágiles y entusiastas sobre las teclas sucias, ni la música
representa un bálsamo vital y gratificante. Nos cuesta aceptarlo, admitir sin
protesta que por culpa de la intolerancia y el despecho de unas solteronas ya no
podemos gozar del esplendor y la algarabía que Julieta lograba conferirle a las
últimas horas de la tarde.

Instintivamente aguardamos su regreso. Para seguir cumpliendo la cita iniciada


cinco meses atrás, cuando había dado por primera vez una muestra de su
destreza y contagiosa alegría al detenerse frente a don Batista -que ubicado en un
rincón de la plaza, durante algunas horas apretaba el acordeón en un intento por
lograr que, en retribución por su tarea o por simple conmiseración, la gente
depositara algunas monedas en la caja de madera que tenía al lado- y
súbitamente comenzó a moverse al ritmo de una tarantela. Ágil. Sensual.
Apasionada. Y desde entonces, al principio por curiosidad y después por
inocultable gusto y bienestar, cada día fuimos más los que nos congregábamos
allí, subyugados por la presencia de esa muchacha que, al bailar un vals o una
polka, despertaba encendidos aplausos y gritos de felicidad y admiración.

Fue el inicio de algo nuevo. El hecho que desvaneció la apatía del pueblo.
Impacientes esperábamos que dieran las seis para acudir a la plaza. La casi
indiferencia con que desde hacía tres o cuatro años observábamos a don Batista
instalarse allí para tocar el acordeón como el único recurso para sobrevivir
después que la progresiva torpeza de sus manos artríticas lo obligó a desertar del
Sexteto Rojo donde siempre había sido una figura destacada, dio paso a un
repentino interés. No por él, sino por Julieta, que tuvo la virtud de hacernos vibrar
de fervor y deslumbramiento por la gracia que reflejaba en cada gesto, por la cara
luminosa de felicidad, por la belleza de sus piernas. Sin duda el más beneficiado
resultó el viejo, al comprobar el incremento de sus ganancias de un modo que
nunca había imaginado, pues el placer y el agradecimiento parecían tornarnos a
todos mucho más generosos.

Así incorporamos a las costumbres arraigadas en el pueblo esos instantes de


recreo que, después de vegetar tanto tiempo en un clima de chatura y casi
imbatible melancolía, nos mantenía excitados, disfrutando una desconocida cuota
de júbilo y entusiasmo. Y por eso la sorpresa se transformó de inmediato en
rechazo e indignación cuando empezaron a surgir las reacciones adversas.

La primera en dar la voz de alarma fue Clotilde Macario. Qué vergüenza. Esto es
un escándalo para el pueblo, casi gritó como para que todos pudieran oírla al
cruzar la plaza rumbo a la iglesia para asistir a la misa de la tarde. Sólo nos
mereció una sonrisa divertida, pues ese comentario correspondía a la óptica
sombría y de inexorable censura con que observaba cualquier cambio en los
hábitos establecidos por la tradición. Pronto comprendimos que era algo más que
una protesta aislada. Otras solteronas, Zulma Zapattini y las hermanas Blasco, tan
agrias y reacias como ella para aceptar cualquier manifestación de humor y
distensión, la apoyaron en la campaña por erradicar la perniciosa costumbre de
congregarse todas las tardes en la plaza para escuchar la música interpretada por
don Batista y observar a una muchacha bailando de manera desenfadada, con
gestos lascivos y dejando parte de su cuerpo al descubierto en un claro atentado
al pudor y la decencia. Además de difundir sus exagerados argumentos por todo el
pueblo en busca de adeptos, no tardaron en pasar a una acción más agresiva
para frustrar el espectáculo: ruidos con pedazos de lata y madera, gritos de horror
en defensa de la moralidad. Se produjeron forcejeos, discusiones, cambio de
improperios con quienes estábamos dispuestos a defender esos momentos de
solaz y beneplácito. Ante el fracaso de sus intentos buscaron el apoyo del padre
Joaquín, quien, a través de cada homilía, pidió a los habitantes que mantuvieran
una conducta decorosa, que no perdieran tiempo en diversiones frívolas, que no
hicieran exhibición obscena del cuerpo. Aunque evitó cualquier referencia
concreta, no hubo dudas de hacia dónde apuntaban sus dardos. Y las
consecuencias se notaron muy pronto.

Primero comenzó a reducirse el grupo que se reunía todas las tardes en la plaza.
Después faltó Julieta. Súbitamente. Un día, dos, tres. Muy pronto todas las
conjeturas quedaron relegadas por una realidad casi inaceptable: los padres, para
evitar que siguiera bailando y dejara de ser el centro de las habladurías y las
reconvenciones que sin duda los llenaban de bochorno y vergüenza, decidieron
enviarla a la casa de una tía en la capital de la provincia. Por último, don Batista,
ya sin los bríos de tantas otras tardes, con un desánimo que apenas le daba
fuerzas para apretar las teclas, dejaba escapar del acordeón un sonido
infinitamente triste y, alrededor, nosotros, los seis o siete fieles que seguíamos
acudiendo a la cita, empecinados, con la remota pero acuciante esperanza de
verla otra vez a ella, contagiarnos del ímpetu y el goce con que bailaba cada
pieza, deslumbrarnos con la visión de su piel blanca y tentadora.

No. Ya no ocurrirá nada de eso. Ahora, como para revelarnos que ha concluido
tan regocijante etapa, poco antes de las siete, cuando las primeras campanadas
llaman a misa, aparecen Clotilde Macario o las hermanas Blasco o Zulma
Zapattini, o todas juntas, hieráticas y con aire de soberbia, casi sin poder disimular
una sonrisa de satisfacción y orgullo. Con extrema lentitud, como si llevaran a
cabo una ceremonia de la que nadie debía perder ningún detalle, dejan caer
algunas monedas en la caja de don Batista. Súbitamente caritativas. Con el claro
propósito de reflejar un halo de poder y superioridad.

Para nosotros no es más que la forma descarada de aplacar un atisbo de culpa o


dar una ínfima y ofensiva recompensa por los esplendentes momentos que nos
han robado.
El calvario repetido

Aunque había considerado exagerada la inquietud de Julia al saber que sus


amigos iban a ofrecerle una despedida de soltero, quién sabe qué piensan hacerte
esos degenerados, sin duda habrán preparado alguna barbaridad, tené cuidado,
ahora, al terminar de comer. Pudo comprobar que tenía razón. No sólo por las
bromas referidas a los inconvenientes y desventajas que debería enfrentar en su
futura vida matrimonial, sino cuando, incentivados por una abundante dosis de
vino, le tiraron un balde de agua fría. Se levantó de un salto, con súbito malhumor
y una espantosa sensación de ridículo, mientras la carcajada general le revelaba
que la fiesta adquiría un cariz más violento, casi despiadado. Sin posibilidad ya de
imponer su voluntad, debería someterse a los caprichos y decisiones de los otros.
Por favor, muchachos, no abusen, abrió los brazos en ademán defensivo al ver
que ellos, con movimientos lentos y un aire gozoso y triunfal, comenzaban a
rodearlo. Luego de pronunciada la sentencia y, ya sin poder hacer nada para
modificarla, observó a los hombres y mujeres que, rojas las caras y agitando los
brazos, vociferaban enardecidos su nombre. Por fin, cuando alguien le arrojó una
piedra, el grupo perdió todo control y, como respondiendo a una tácita orden, se
dispuso a iniciar el ataque. Abroquelado en un rincón de la sala, le quitaron la
camisa con gestos imperiosos y, después, debió observar impotente cómo se la
pasaban entre ellos, alborozados por el repentino juego. Vamos. Ya es hora de
dar un paseo. A rudos empujones lo llevaron hacia la calle, donde se encontraba
una camioneta. Dejarlos solos. Arruinarles la fiesta que piensan disfrutar a costa
mía. Aunque Julia habría aprobado el repentino anhelo de huir, comprendió que
ellos no sólo iban a considerarlo un acto de cobardía o traición imperdonable, sino,
peor aún, derrumbaría para siempre el sentimiento de amistad y afecto compartido
desde la niñez. Sí. Deberé pasar la prueba, por más fea y dolorosa que sea. Se
movilizaron de pronto. Incontenibles. Feroces. Cuerdas en lacerantes latigazos le
abrieron la piel, el rostro fue cubierto poco a poco por oscuros salivazos y, por
último, le colocaron una corona de espinas sobre la cabeza. Lo subieron a la caja
de carga de la camioneta. Apenas arrancó, tuvo el inquietante presagio de iniciar
una especie de aventura confusa e impredecible. Sobre todo cuando empezaron a
sacar de una bolsa algunos elementos. Primero una soga, que antes de imaginar
cuál sería su utilidad, la usaron para atarle las manos; después, un frasco de miel
que derramaron por el torso desnudo; al fin le sujetaron con cinta adhesiva un
manojo de plumas sobre la cabeza. No pudo contenerlos. Impetuosos.
Concentrados en cumplir la tarea que sin duda habían planeado en cada detalle. Y
satisfechos, se unieron en un canto cada vez más fervoroso a medida que la
camioneta ingresaba por las calles del centro de la ciudad. Aquí va el rey de los
enamorados. Mírenlo. Su última noche de soltero. ¡Viva el rey! Y mientras lo
sujetaban en alto, procuraron exhibirlo como una especie de trofeo o figura
destacada ante las escasas personas que deambulaban a esa hora de la
madrugada. Aunque su cuerpo quebrantado no soportaba la enorme cruz de
madera y cayó reiteradas veces, no le concedieron la posibilidad de un descanso.
Obligado a seguir la marcha por los golpes y las voces imperativas. Sólo algunas
mujeres, en actitud algo tímida y de infinita misericordia, se atrevían a secarle la
cara sudorosa y darle un poco de agua para beber. Por eso, no llegó a definir si
cada paso hacia el lugar del sacrificio acrecentaba la sensación de angustia y
temor o, más bien, apresuraba el momento del alivio definitivo. Hubiera querido
gritar o efectuar algún gesto de alarma y desagrado con la furtiva esperanza de
recibir una ayuda de las personas que observaba al paso de la camioneta. Supo
que nunca podría hacerlo. Apresado entre los cuerpos de ellos, apagada cualquier
palabra por el ensordecedor sonido de la bocina y los gritos que repetían su
nombre entre expresiones burlonas y soeces. Al fin se detuvieron. Un escalofrío
estremeció su cuerpo exhausto cuando sintió el filo de los clavos en las manos y
los pies. Oscuramente presintió que la parte fundamental de su misión estaba a
punto de cumplirse y, cuando fue elevado en la cruz, echó una mirada sobre los
hombres y mujeres que permanecían en torno, expectantes, no tanto a manera de
despedida sino más bien con una mezcla de piedad, amor y desolación. Al notar
que se encontraban frente a la plaza central, no llegó a experimentar la placidez y
júbilo de otras veces. De improviso le pareció un sitio triste y lóbrego, en el que sin
duda ellos pensaban culminar del modo más espectacular el acto celebratorio.
Cuando descendieron de la camioneta, dio unos pasos, algo asombrado de poder
moverse con cierta libertad. Ya es suficiente, muchachos. Basta por favor. Le
resultó casi desconocida la voz. Pero supo de inmediato que, para concluir la
pesadilla de esa noche, el ruego debía ir unido a una acción rápida y efectiva.
Entonces, sin rumbo definido y por impulso del pavor y la ansiedad, comenzó a
correr. Pareció ser la señal esperada por los otros. Sin demora iniciaron la
persecución. Jubilosos. Con gestos y gritos amenazantes. Sí. Perdonarlos. Porque
no saben lo que hacen. Aceptar este sacrificio por el bien de ellos, para lavarlos de
todo pecado. Mientras marchaba por los senderos de lajas y trataba de sortear los
canteros de flores, se vio abrumado por los proyectiles: huevos, tomates, bombas
de crema. Hasta que, al tropezar con un mosaico, cayó. Luego de rodar varias
veces, quedó recostado sobre un cantero de rosas. Vencido, con la molestia de
tener el cuerpo atrozmente sucio, asfixiado por el acoso de ellos. Sí. Tenía razón
Julia. Son capaces de cualquier cosa. Sin importarles si me gusta o quiero
participar en este juego. Antes de poder incorporarse, se inclinaron sobre él.
Mientras algunos se esforzaban por inmovilizarlo y aplacar cualquier resistencia,
otros le quitaron el pantalón. Hay que colocar al rey en su trono. Vamos.
Bruscamente lo levantaron y desnudo, con el bochorno de presentir un sacrificio
cruel y ya incontenible, se vio empujado hacia donde estaba el mástil de la
bandera. Poco a poco el dolor convirtió el cuerpo en una masa amorfa, sin
fuerzas. Obnubilado. Con la sensación de ir cayendo en un pozo. Tengo sed. La
queja resultó casi inaudible entre las múltiples voces que se elevaban a su
alrededor. Pero no tardó en observar que un hombre le acercaba un esponja y, a
manera de un nuevo castigo, sintió el desagradable sabor del vinagre en los labios
resecos. Después perdió la noción de todo. Hundido en el mayor desamparo y con
el último aliento, sólo atinó a proferir un grito, mientras una repentina oscuridad lo
cubría como una mano cálida y liberadora. El sentido de la derrota se impuso
contundente cuando lo ataron de espaldas contra el metal helado. ¡Viva el rey de
los enamorados! ¡Viva! Durante largo rato repitieron la exclamación entre aplausos
y señas de sumisa y burlona reverencia, hasta que, por obra del cansancio o ya
aburridos de ese modo de diversión, comenzaron a alejarse. Entonces un
creciente terror se fue apoderando de él a medida que tomaba conciencia de estar
allí, maniatado y desvalido en la plaza desierta, sin defensa para guarecerse del
frío sobrecogedor, clamando por ayuda en una súplica ronca y cada vez más inútil.
Al otro lado de la ventana

Abrió las persianas unos centímetros, dejando que se filtrara un delgado haz de
luz, y luego desplegó con extremo cuidado la cortina grisácea, casi transparente,
hasta cubrir completamente la ventana. Perfecto. Así nadie podrá verme desde
afuera. Con la tranquilidad de haber concluido la ceremonia que desde hacía casi
un mes realizaba todos los días, ansiosa y con una meticulosidad rayana en cierta
obsesión, se dispuso a cumplir la cita ya irresistible. Acercando el rostro a la
cortina, clavó los ojos ávidos en un punto definido: la amplia ventana de uno de los
departamentos que estaba al otro lado de la calle. ¿Qué harán hoy? ¿Qué
pasará? Ya no lograba evitar múltiples interrogantes al iniciar la diaria vigilancia,
plena de expectativa, intrigada sobre lo que habría de depararle esa especie de
película o espectáculo que siempre presenciaba con renovado fervor, sustraída de
cualquier otra cosa. Sí. Como si fuera una droga. Aunque ese compromiso ya
ejercía sobre ella una dependencia casi enfermiza, no estaba dispuesta a
abandonarlo, pues era el único que había logrado quebrar el opaco e inalterable
desarrollo de su vida y le otorgaba un inusitado atractivo. Ocurrió casi por
casualidad. Una tarde, al mirar hacia afuera, divisó las dos siluetas en el
rectángulo de una ventana. En el cuarto iluminado por una tenue luz amarilla, vio
movilizarse los cuerpos con lentitud, abrazados y besándose mientras se quitaban
la ropa. Cuando desaparecieron de su visión, le resultó fácil imaginarlos sobre la
cama amándose con voracidad. No supo cuánto tiempo permaneció inmóvil, sin
poder reponerse de la sorpresa y el encandilamiento. Deben ser recién casados.
No tendrían tanto entusiasmo si llevaran quince años, como yo. Embargada por
una sensación de ardor y voluptuosidad, esa noche el encuentro con Rafael ya no
tuvo el carácter de un rito frío y mecánico que cumplía por obligación, sólo para
complacerlo, sino que, después de mucho tiempo, participó en forma activa y pudo
alcanzar un orgasmo pleno y satisfactorio. Después continuó la vigilancia. Tenaz.
Absorbente. Al cabo de cuatro días de inútil espera, ocurrió algo. Aunque la
escena resultaba similar a la anterior, muy pronto creyó descubrir una diferencia:
el hombre era otro. Esforzándose por recordar al que había visto la primera vez,
tuvo la seguridad de que era bastante rubio, y el de ahora -a pesar de no ser muy
nítida la luz del dormitorio- pudo descubrir que tenía la piel morena y el cuerpo
más gordo. Uno debe ser el amante. Pero cuál de ellos. Impaciente por dilucidar la
duda, quedó absorbida por la visión de ellos y, sin tener idea del paso de las
horas, se olvidó de preparar la cena. La reacción de su marido fue violenta y
ninguna excusa logró calmarlo. Comieron las sobras del mediodía y se acostaron
en silencio, en un estado de malestar y hostilidad. Tardó en dormirse, no tanto por
el altercado con él sino por el halo de misterio que rodeaba a los habitantes de la
casa vecina. Necesito saber qué está pasando entre ellos. Cuanto antes. Y al día
siguiente se propuso ahondar la investigación. Celosamente comenzó a controlar
el horario en que llegaba y se iba cada uno de los hombres, el tiempo que
permanecían junto a la mujer, el modo como ella los trataba. Con íntima
satisfacción llegó a comprobar que su empeñosa tarea le permitía conocer cada
vez con mayor claridad el mundo de ellos. Ya es como si formáramos parte de la
misma familia. Compartiendo los placeres y las preocupaciones. Eso le hizo
descuidar otras cosas: limpiar la casa, preparar la comida, lavar la ropa. Tomaba
conciencia de ello cuando llegaba Rafael y estallaba en reproches. Irascible. Cada
vez con menos paciencia. Apelaba a vagos pretextos para calmarlo, sin atreverse
a revelar la verdadera causa de tanto desapego, temerosa de perder eso que
había tenido la virtud de conferirle un cariz distinto y fascinante a su vida.
Lamentaba sobre todo que, debido al creciente grado de tensión y malhumor, ya
no podía -cuando ellos lograban excitarla en forma casi intolerable- establecer un
acercamiento que colmara sus ansias. Muy pronto va a terminar esto. Todo
volverá a la normalidad. Con desasosiego presentía tal perspectiva, pues no le
resultaba demasiado alentador hundirse otra vez en la exasperante rutina de
tantos años, sin ningún hecho que la conmoviera o aliviara al menos el creciente
sentido de frustración y desencanto. No obstante el anhelo de seguir disfrutando
los momentos febriles y plenos de regocijo que le deparaba esa historia, le pareció
cercano el desenlace, especialmente por la actitud del hombre rubio, quien tuvo
cada vez menos gestos de afecto con la mujer y varias veces los vio enfrentados
en agrias disputas. Las otras escenas -las que ella aguardaba con mayor
ansiedad, pues lograban despertar en su cuerpo un ardor desconocido durante
años-, la mujer las protagonizaba con el gordo. No pueden seguir viviendo así
mucho tiempo. Debe ser terrible. Alguien va a descubrir el engaño. Y a la espera
de eso, cada día le llevó más tiempo la vigilancia. Impaciente. Sin querer perder
ningún detalle. Por fin -después de estar incontables horas apostada junto a la
ventana, absorta-, se encendió la luz en el departamento de enfrente y vio entrar a
la mujer, quien, luego de dar varias vueltas con evidente inquietud y
desorientación, se puso a buscar algo en los cajones del ropero. De improviso la
estremeció el ruido de una puerta. No se movió para no distraerse. Sobre todo
cuando el hombre rubio penetró en el cuarto. Abruptamente. Y entonces percibió
un grito. Rabioso. Insultante. Por un momento creyó que pertenecía al hombre
rubio que estaba golpeando furioso a la mujer, hasta que, al darse vuelta, observó
como una sorpresiva y espantosa revelación a Rafael que, esgrimiendo un puñal
en la mano derecha, se abalanzaba sobre ella.
Cuerpo en llamas

Al doblar la esquina, la visión de hombres y mujeres movilizándose con evidentes


muestras de alarma y descontrol en la calle mal iluminada lo obligó a detenerse.
¿Qué pasa? ¿Por qué tanto alboroto? Tuvo la sensación de encontrarse en un
sitio extraño, casi hostil, grávido de algún indefinido peligro que de pronto
amenazaba la paz y el solaz del paseo de todas las noches. A1 fin, impulsado por
una curiosidad que superaba cierto temor, marchó hacia el grupo.

(El asedio, la constante pretensión de recibir parte de lo que él y sus hermanos


obtenían por el lavado de autos, la venta de diarios o pidiendo limosna en bares y
colectivos, comenzó dos meses atrás, cuando les había cortado bruscamente el
paso.

-¿Qué tal ha ido la cosecha de hoy, muchachos?

Casi sin comprender el sentido de la pregunta, quedaron paralizados por la


sorpresa y, sobre todo, el miedo ante la presencia de quien, por su carácter
beligerante y el afán de conseguir algún beneficio a costa de los demás, todos en
el barrio preferían evitarlo.

-¿Qué querés?

-Estaba pensando que sería bueno convertirnos en socios -displicente, aflorando


una sonrisa entre irónica y burlona, dejó caer las palabras lentamente-. ¿ Qué les
parece?

Para eludir cualquier problema y aunque su actitud reflejaba una cuota de


cobardía y debilidad, aferró con premura las manos de Gonzalo y Ramón,
dispuesto a continuar la marcha. Pero el cuerpo del otro se interpuso. Las manos
rudas le estrujaron la camisa y lo obligaron a levantar la cabeza.

-La van a pasar muy mal si tratan de jugar conmigo -le produjo un escalofrío
observar la mueca despreciativa-. Desde ahora vamos a repartir las ganancias.
¿Está claro?

Frío y contundente. Sin admitir la menor réplica. Al efectuar un movimiento para


liberarse, la reacción fue más violenta. Mientras estallaba el grito asustado de sus
hermanos, vio resplandecer la hoja de la navaja. Y en seguida sintió la filosa punta
en el pecho.

-Quiero la plata. Toda. Ahora.

Fue el comienzo del despojo. Despiadado. Casi cotidiano. Por la fuerza y la


prepotencia, el Moncho Oviedo logró apropiarse de la mayor parte de lo que ellos
conseguían en fatigoso peregrinaje por la ciudad. Acorralado, se dedicó a buscar
una salida. Por fin supo cómo hacerlo. Una noche, al regresar a la casilla donde
vivían, dejó que sus hermanos se le adelantaran varios metros mientras él se
ocultaba entre algunos coches. Desde allí ejerció una morosa vigilancia sobre
cada rincón de la calle. La última vez. Ya no le quedarán ganas de quitarnos un
centavo. Tuvo esa sola consigna cuando lo vio. Sin darle tiempo para efectuar un
gesto de defensa, se abalanzó sobre él. Abruptamente. Dotado de un vigor y
decisión casi desconocidos. La barra de hierro describió un círculo. El primer golpe
fue en la espalda. Los otros, en las piernas, el pecho, en todo el cuerpo.
Arrebatado por el ansia de venganza y liberación. Hasta detenerse. Exhausto. Con
una súbita ráfaga de inquietud y horror, aunque no pudo definir si era por la visión
del cuerpo sucio de tierra y sangre, o por la amenaza, apenas audible, pero
demoledora:

-Me vas a pagar esto. Te aseguro que te voy a reventar.

-¡Qué horror, Dios mío!

-¿Cómo puede pasar algo así?

-¡Es increíble! ¡Pobre muchacho!

Casi no prestó atención a los comentarios mientras forcejeaba entre los cuerpos
apretujados, impaciente por llegar al centro de la calle. Entonces compartió el
estado de estupor y desolación de los otros. Al observar la figura casi fantasmal,
cubierta de fuego, que, efectuando gestos convulsivos, en lucha penosa y solitaria,
avanzaba a pasos vacilantes. No. No puede ser. Con la sensación de asistir a un
espectáculo absurdo e increíble, quedó paralizado. Sin aliento.

(Cargando un tarro de lata y amparado por la oscuridad, marchó sigiloso por la


vereda. El silencio y la ausencia de gente lograron conferirle bastante seguridad
para llevar a cabo su objetivo. A pocos metros de la casilla, quedó observándola,
acuciado por el furor y la urgencia de vengarse. Ya no van a jugar conmigo. Les
daré una lección que no olvidarán jamás. Estremecido por el recuerdo de los
golpes y el hecho de haber sufrido la mayor humillación de su vida. Los aplastaré
como a hormigas. Destapó el tarro y comenzó a derramar el líquido junto a las
frágiles paredes de cartón y madera. Sí. Ahora tendrán los mejores sueños.
Paladeando por anticipado el sabor del triunfo, encendió un fósforo.)

No supo cuánto tiempo permaneció quieto. Adherido al suelo, con similar


desconcierto y pavor que las personas congregadas allí.

-Hay que ayudarlo. ¡Pronto!

Bruscamente logró sobreponerse. Impulsado por una corriente eléctrica. Profirió el


grito, brusco y destemplado, tanto para aplacar el estridente rumor de las voces
como para lograr que los otros se evadieran de la irritante quietud y lo
acompañaran en una acción urgente y solidaria. -¡Vamos!
Sin esperar respuesta, y mientras se quitaban el saco, se dirigió hacia la flamígera
silueta.

(No supo si lo despertaron los gritos o el resplandor rojizo que iluminó la pieza.
¿Qué es esto? ¿Qué está pasando? Le costó respirar, aletargado por el humo.
Los quejidos terminaron por despabilarlo. Gonzalo. Ramón. Se incorporó de un
salto. Guiado por las llamas y luchando por superar el aturdimiento, buscó los
cuerpos queridos. Vamos. Hay que salir de aquí. Procuró arrastrarlos a pesar de la
creciente debilidad y la irritación de los ojos y el calor que ya le quemaba la piel.
Un intento supremo. Efímero. Frustrado por el repentino derrumbe de la casilla. El
estruendo se confundió con las expresiones de dolor y espanto. Quedó
inmovilizado por el peso de los cartones y maderas. Cuando el fuego se extendió
por la ropa, pudo levantarse. Violentamente. Moviendo los brazos, en un instintivo
acto defensivo, con el único afán de apartar el fuego que lo cercaba. Muy pronto
comprendió que era inútil. No sólo porque las llamas devoraban la casilla y
rescatar a sus hermanos iba a resultar una tarea infructuosa, sino también porque
el fuego ya había alcanzado su cuerpo. Y sin rumbo, como si no supiera o no
pudiera hacer otra cosa, comenzó a correr. Alocadamente.)

A pesar de la premura, no pudo evitar que el cuerpo envuelto en llamas rodara por
el suelo. Después de cubrirlo con el saco, lo apretó en un abrazo fuerte, casi
desesperado, no sólo con el propósito de librar al muchacho de la voracidad del
fuego sino también para prodigarle una dosis de ternura y amparo.

-¡Muévanse! Busquen ayuda. ¡Rápido!

El grito estalló en la calle súbitamente silenciosa, sublevado contra todos esos


hombres y mujeres que, asaltados por el estupor o el desasosiego o la simple
curiosidad, se limitaban a observar todo pasivamente. Y más que a la espera de
ayuda, continuó el clamor como si no tuviera otro modo de expresar la rabia, el
dolor, la impotencia, al notar que ya ningún movimiento agitaba el cuerpo apretado
entre sus brazos.
Mariel entre nosotros

Sí. Ya será casi imposible que pueda librarme de la sensación de culpa o, al


menos, alcanzar un grado de tregua o alivio. Demasiado tarde para eso. Ahora
sólo deberé sobrellevar el hecho irrevocable de haber cometido un acto impulsivo,
fruto de largos días de bronca y resentimiento, sin medir las consecuencias.
Enceguecida. Ávida de ejercer una drástica venganza. No había tenido otro
propósito desde que ella llegó al pueblo y se convirtió en la enemiga que
desbarataba el orden de mi vida y con una rapidez que no me permitió superar la
sorpresa ni armar una defensa me arrebató lo más querido: Hernán. Me sentí
burlada, desmoronados de pronto los sueños que habíamos alimentado juntos,
con la atroz perspectiva de quedar confinada en una aplastante soledad. No pude
soportarlo. Y con tímida esperanza me dediqué a esperar la oportunidad para
sacarme esa espina que me perforaba el pecho. Creí que podría hacerlo cuando
aparecieron dos policías de la capital de la provincia y dijeron que estaban
buscando a una mujer cuyas características respondían perfectamente a las de
quien en el pueblo todos habíamos empezado a conocer con el nombre de Mariel.

Cada encuentro tenía un viso de sorpresa e incertidumbre, porque hasta último


momento, hasta que no la tenía frente a él, se debatía en la duda, con el
persistente temor de que desapareciera de su vida tan bruscamente como había
surgido. Tal vez sea la forma en que esto tenga mayor atractivo. Como si se
tratara de un juego fascinante y cargado de oscuros peligros. Ninguna similitud
con el modo de relación que durante casi tres años había sostenido con Aurora en
la cual todo estaba previsto, el horario de los encuentros y el recato de los besos y
caricias y los proyectos elaborados para el cada vez más cercano casamiento; y
por eso no lamentó la ruptura, ni el llanto histérico de ella, cuando su interés por la
mujer desconocida que había llegado al pueblo se hizo tan evidente que ya no
pudo ni se preocupó por disimularlo. Sólo quería tenerla a mi lado. Sin que nada ni
nadie nos perturbara. La sorpresa, la intriga sobre su pasado, el ignoto propósito
que la animaba, todos los interrogantes que llegaron a efectuarse por obra de su
repentina presencia no tuvieron para él ninguna relevancia. No le importó de
dónde venía, ni qué buscaba allí. Pero nunca imaginó que le resultara tan difícil
penetrar en su mundo, tan arduo quebrar la coraza detrás de la cual ella intentaba
refugiarse, fría e inescrutable, ante el acoso de él. Días y días la siguió por las
calles del pueblo y pretendió abordarla cada vez que salía de la relojería de
Loprete, donde había comenzado a trabajar. Hasta que al fin llegó la primera
sonrisa, el intercambio de algunas palabras, la primera cita.

Unos tímidos y ya familiares golpes lo sorprendieron. Desalojando toda


incertidumbre, marchó hacia la puerta. Al abrirla, lo invadió un renovado regocijo
por verla allí.

-Hola.

(Todavía no lograba alcanzar un estado de tregua, ni podía sustraerse al tenaz


recuerdo de lo ocurrido cinco meses atrás, ni mucho menos librarse de la
acechante figura de él. Tal vez nunca lo conseguiré. Como si aún lo tuviera frente
a mí. Vigilándome. Imponiendo su voluntad en todo lo que debo hacer. Con gritos
o con golpes. Abrumada por la certeza de resultar completamente inútil y sin
sentido el acto fruto de un súbito acceso de coraje, la culminación de un
interminable tiempo de oprobio y padecimientos- con que se había sublevado, a
través del cual quiso cerrar una etapa, relegar para siempre al hombre que por
seis o siete años creyó estar unida por amor, sin darse cuenta o querer admitir que
poco a poco era llevada a una situación de sutil, agobiante sometimiento. Hasta
que estalló. Fulminante.

Antes habían pasado muchos días de tensión, de una convivencia sin huella de
ternura ni armonía, cada vez más inmersos en un clima de hostilidad y
beligerancia. Te voy a dar la paliza que merecés. La paliza más grande de tu vida.
Las palabras eran similares a las que siempre servían de preludio al ritual de un
castigo que ya formaba parte de la rutina en que alternaban los momentos de
amor e iracundia, de apacible ternura y una descontrolada violencia, pero de
pronto presintió que sería más grave que otras veces. Tal vez por la promesa
proferida con absoluta serenidad. Frío. Rotundo. Aunque ya no resultó una
consecuencia del trastorno producido por varias botellas de vino, o disgustado por
la forma en que había preparado alguna comida, o cuando la falta de dinero
agudizaba la depresión y el malhumor, sino el brusco corolario de unos momentos
que tenían resabios del amor y la concordia y el respeto que mucho tiempo atrás
se habían jurado como algo permanente. No sos buena ni para la cama. Ya me
tenés podrido. Y aplastada por el reproche, con la misma sensación de tantas
otras veces -un irrefrenable temblor, una piedra creciendo en el fondo del
estómago, la certeza de que el mundo iba a desplomarse sobre ella-, permaneció
rígida en la cama de la cual él saltó y, ciego de indignación, marchó hasta la silla
donde había dejado la ropa. Después de unos segundos se volvió, enrojecido el
rostro, la mano derecha aferrando un largo cinturón.)

Sí. Fui la única que tuvo el valor de denunciarla. Sin duda nadie en el pueblo
habría cargado con esa responsabilidad, pues desde el momento en que llegó
todos parecieron lograr un tácito acuerdo para hacerla sentir cómoda y tranquila,
sin duda por obra de cierta compasión o ternura o un súbito afán protector al
notarla tan frágil, desvalida, como acosada por un indefinido temor. A1 principio yo
también experimenté algo parecido, hasta darme cuenta del modo como pretendía
aprovechar esos privilegios y, de manera especial, cuando se inmiscuyó
arteramente en mi vida. Ya no pude soportarlo. Y cuando ellos aparecieron en la
estación de servicio buscándola, no dudé un segundo. Sin preocuparme por
indagar qué había hecho. Únicamente vi la posibilidad de que la apartaran para
siempre de mi camino. Yo sé dónde pueden encontrarla, les dije apenas la
reconocí en la pequeña fotografía. Como todas las noches, en el cuarto de
Hernán. Sí. Desde nuestra ruptura, era el refugio que ellos habían elegido para
encontrarse, para disfrutar las largas horas de amor y placer que no me daban un
segundo de tregua, agudizando el dolor de sentirme desplazada y cada vez más
sola. Entonces comprendí que ellos se encargarían de concretar mi anhelo. Y
después de varios meses, fue la primera noche en que no me acosaron los dos
cuerpos desnudos en un acto febril y arrebatador, sino que sólo pude imaginar,
con voluptuoso goce, los rostros despavoridos cuando vieran a los policías.

Luego de cruzar el umbral en actitud sigilosa pero con cierta premura, cerró la
puerta y quedó apoyada en ella, como si necesitara recobrar las fuerzas o más
bien alcanzar un estado de sosiego.

- Estás bien?

-Sí

No podía evitar la pregunta, aunque casi ya se había habituado a verla así -


respirando agitada, como si hubiera realizado una fatigosa carrera, observando en
torno con cierta alarma y desazón-, tanto por el anhelo de resguardarla de
cualquier riesgo, como por el interés y aun la necesidad de saber qué le pasaba,
cuál era la causa que la preocupaba y mantenía nerviosa, incapaz de alcanzar un
instante de serenidad. Tal vez nunca lo conseguiré. Tal vez sea el secreto que no
quiere o no se atreve a revelar. Creyó comprenderlo desde las primeras horas en
que estuvieron a solas allí, en ese cuarto, cuando advirtió la fuerza del abrazo, el
ímpetu y casi desesperación con que se aferró a él, como si su cuerpo fuera el
único sostén para evitar la caída, pero sobre todo por la resistencia, el reparo casi
instintivo que demostró a medida que le iba quitando la ropa, pareciéndole que al
despojarla de cada prenda la dejaba no sólo desnuda sino, peor aún, abiertamente
expuesta, débil, sin el menor amparo.

-¿Qué es eso? -no pudo reprimir la pregunta, entre la sorpresa y cierta furtiva
decepción, casi fastidio, al notar la mancha violácea sobre el pecho izquierdo que
de pronto destruía la armonía y la belleza del cuerpo que por primera vez podía
observar desnudo.

De manera instintiva cubrió la mancha con una mano, turbada, como si le hubieran
descubierto una falta.

-Oh, no es nada. Un golpe. Hace mucho.

-¿Accidental o no?

Casi de inmediato se arrepintió de la pregunta, porque tuvo la sensación de hundir


un puñal en una vieja herida que ella luchaba por cicatrizar.

-No tiene importancia. Lo bueno es que ya está desapareciendo -echó una rápida
mirada a la mancha, algo desdeñosa, con una sonrisa que pretendía disimular una
ráfaga de tristeza y pesadumbre-. Cosas del pasado.

Desde entonces pareció quedar establecido un mutuo acuerdo. Procuraron evitar


cualquier indagación sobre sus vidas que no tuviera referencia con ese presente
pleno de fulgor y luminosidad que deseaban aprovechar al máximo, sin tregua,
libremente. Sí. Dejar atrás todo. Ella, el bagaje de recuerdos que trata de apartar
con ardor, y yo, cualquier vínculo que pueda unirme todavía a Aurora.

Por eso ya no necesitaban de las palabras. A través de los labios y las manos
lograban alcanzar no sólo una comunicación íntima, desbordante de placer, sin
horario ni sombras acechantes, sino sobre todo hundirse en una zona apacible y
de anhelado olvido.

Y fue esa noche, cuando yacían exhaustos y satisfechos, trabados en un abrazo


que hubieran querido prolongar de modo indefinido, que fueron sobresaltados por
los golpes en la puerta. Secos. Imperativos.

(No. Basta. Aunque el pensamiento surgió claro y preciso, despojada de pronto del
último resabio de paciencia con que había soportado múltiples atropellos, no pudo
moverse, paralizada tal vez no tanto por el terror al verlo acercarse, con el cinto en
alto y a punto de atacar, sino por la incapacidad o desorientación para saber qué
hacer, cómo protegerse y poner fin a una escena repetida hasta el hartazgo.

-Ahora te voy a enseñar cómo debés tratarme.

No supo si fue el tono amenazador con que gritó las palabras o el dolor provocado
por la fina lonja de cuero que restalló sobre su pecho, lo que la movilizó.
Bruscamente. Sobreponiéndose a la pasividad nacida del miedo y la impotencia
con que tantas otras veces soportó las arremetidas de él, comenzó a dar vueltas
por la pieza en desesperado intento por eludir los constantes latigazos. Acabar
con esto para siempre. Dejar de ser tratada como el insecto más miserable.
Entonces se le impuso la necesidad no sólo de presentar una actitud defensiva
sino, desechando por primera vez cualquier síntoma de cobardía o debilidad, de
concretar un acto liberador. Urgentemente. Al tropezar con la mesa que estaba en
un rincón vio la botella de vino que él había bebido poco antes. Con gesto torpe y
presuroso, se la arrojó. Mientras el brusco quejido se confundía con el estrépito de
los vidrios rotos, pudo salir del cuarto.

Indecisa y con la sensación de estar acorralada, se detuvo en el centro del


comedor. Bruscamente tuvo noción de lo que había hecho, de la reacción
instintiva que, si bien le concedió unos efímeros instantes de libertad, sólo podría
acentuar el furor y el ansia vindicativa de él. Ahora querrá matarme. Nunca habrá
de perdonarme lo que le hice. Luchando por conservar la calma y atenuar el
creciente terror que iba gobernándola, observó a su alrededor en busca de una
salida o de algo que le permitiera salvarse. Aunque la visión del armario le hizo
evocar de pronto fragmentos de escenas atroces y humillantes, logró otorgarle una
furtiva esperanza. Si alguna vez se te ocurre engañarme, te mostraré lo que voy a
hacer, sacando del armario la diminuta pistola, él parecía alcanzar una diversión
inefable, morbosa, mientras la exhibía en una lenta y casi interminable sección de
tortura, un tiro en el medio de la frente, rápido y definitivo, entendés, así que andá
sabiendo muy bien que conmigo no vas a jugar. Sí. Lo único. De improviso creyó
distinguir una luz que le devolvía el aliento y la seguridad. Con premura marchó
hasta el armario. Mientras hurgaba en uno de los cajones, la estremeció el golpe
de una puerta y la voz ronca, implacable:

-Te dije muchas veces que no te hagas la viva conmigo. Esta es la última que me
hacés. Te lo juro.

Al darse vuelta lo vio: casi descomunal, el rostro desfigurado por una mueca agria,
agitando el cinto. Recién cuando se abalanzó sobre ella pareció advertir el peso
de la pistola. Apretándola entre las manos, convertida en tabla salvadora, disparó.
Lo vio trastabillar, al tiempo que profería un grito desgarrador y abría los brazos en
vano intento por aferrar algo. Volvió a disparar, una y otra vez, incontenible, quizá
no tanto para asegurarse de que él no podría tocarla más, sino más bien como el
modo de expresar la gratificante certidumbre de cerrar para siempre un período
sombrío y desolador.

Sólo cuando él dejó de agitarse y el silencio de la casa le resultó sobrecogedor,


casi como una mano que la asfixiaba, sintió la urgencia de salir de allí. Arrojó la
pistola al suelo y luego se vistió presurosa. Iba a matarme. No podía hacer otra
cosa. Recorriendo las calles en incierto peregrinaje, trató de hallar un justificativo,
de aplacar el pánico y la perturbación por lo que había hecho, hasta llegar a la
estación de tren. Agotada, se desplomó en un asiento del solitario andén. Cuando
la bocina estridente la despabiló, subió a uno de los vagones, impaciente, como si
fuera el refugio más seguro.

Después de pasar incontables horas entre fugaces momentos de sueño y una


tensa vigilia, al considerar que ya se había alejado bastante del hombre que, aun
quieto y desarticulado como un muñeco, le producía escozor y sobresalto, o
porque ahora cualquier sitio le iba a resultar igual, por fin decidió bajar en la
estación donde observó indiferente un letrero que decía La Florida.)

-¿Quién puede ser?

-No sé.

-Será mejor que...

Los golpes se repitieron. Más fuertes. Con una insistencia que llegaba a la
agresividad.

-Parecen dispuestos a romper la puerta -él saltó de la cama y, mientras se ponía


el pantalón, observó que ella tendía una mano en un ademán para detenerlo,
temblorosa y casi en gesto suplicante.

-No abras, por favor.

-¿Por qué? ¿Qué te pasa?


-No sé. Tengo un mal presentimiento.

De pronto la vio desarmada, con una clara muestra de pavor, sin preocuparse ya
por denotar la imagen de manifiesta dureza, fría y reacia a cualquier manifestación
espontánea, qué siempre había acentuado el comportamiento enigmático que de
modo infructuoso procuraba develar. La súbita posibilidad de lograrlo le produjo
una sensación en la que alternaban cierto alivio y una brusca inquietud ante algo
desconocido.

-Calmate, por favor -se esforzó por infundirle la serenidad que él tenía cada vez
menos, mientras daba unos pasos hacia el pasillo, apremiado por los golpes
perentorios-. ¿Quién es?

-La policía.

Y entonces no supo qué hacer. Hundido de repente en una espesa niebla que
tornaba todo absurdo e incomprensible, observó atónito cómo ella abandonaba la
cama mientras estallaba en un grito, no, no, y corría hasta la ventana, por donde
salió antes de que él pudiera moverse para detenerla; luego, convertido en un
sonámbulo, marchó por el pasillo rumbo a la puerta de calle, impelido por la
necesidad de acabar con los golpes enloquecedores; y, por último, la presencia de
los dos hombres que lograron descorrer el velo sobre la zona oscura e
indescifrable de la mujer que identificaron con el nombre de Mariel Acosta, cuya
foto y datos correspondían a ella, cuando expresaron el verdadero motivo por el
que estaban allí, buscándola:

-Hace cinco meses mató a su marido.

Pasé la noche sin dormir. Queriendo paladear con intensidad la idea de saber que
eran las últimas horas que ellos iban a pasar juntos, pero sobre todo por esperar
ansiosa la mañana que me permitiría cosechar los frutos esperados. No fue así.
Apenas salí a la calle comprobé que el pueblo estaba alborotado. Todos hablaban
de ella. De pronto su vida surgía sin ningún secreto. Cada uno pareció ser dueño
del dato más íntimo y revelador sobre su mundo. Y no pude sustraerme al
asombro y perplejidad a medida que conocía no sólo cada detalle de su pasado -
un matrimonio signado por el furor y la intemperancia, los disparos con que ella
quiso acabar con una situación insostenible, el refugio que parecía haber
encontrado en nuestro pueblo-, sino especialmente por lo que ocurrió esa noche:
la enloquecida huida del cuarto de Hernán cuando llegó la policía y después, al
cruzar una esquina, el choque sorpresivo contra un auto. La liberación más
inesperada. La que nunca llegué a imaginar. No. No quise eso. Lo único que pude
gritar frente a Hernán, tal vez no tanto a la espera de un gesto de perdón sino
apenas de comprensión y consuelo. Inútil. Sin palabras, con sus ojos fríos y
lacerantes, reflejó la más despiadada acusación. Y desde entonces no he podido
recobrar la serenidad, ni dejar de sentirme culpable por la muerte de Mariel, ni
mucho menos admitir que ya nunca podré recuperar el amor de él.
Deuda saldada

Vine. Ya estoy aquí. Casi tuvo la necesidad de gritar las palabras, no tanto para
desalojar el gesto de incredulidad reflejado en el rostro de él, sino más bien para
convencerse de que al fin se había atrevido a concretar el acto postergado
repetidas veces. Sí. Tal vez sea la única salida. Trató de relegar cualquier síntoma
de duda o miedo sobre la decisión tomada. Por ellos. Por mi padre y por Rodolfo.
Comprendió que sólo ese justificativo había logrado conferirle la fuerza, el valor, la
determinación para quebrar el estado de opresión y asfixia en que se debatían.
Convertidos en meras sombras, buscando el refugio de un silencio agrio y
pertinaz, prisioneros de la casa demasiado grande. Sin poder definir ya el
momento en que había concluido la etapa de esparcimiento y júbilo, de
camaradería y euforia, cuando se reunían para celebrar un cumpleaños o eran
favorecidos por la suerte de una cosecha abundante o marchaban al pueblo para
participar en alguna fiesta de bautismo casamiento. Casi de modo imperceptible,
todo eso se fue desmoronando. Tal vez volveremos a vivir como antes. Tal vez
ahora podremos recuperar aquel tiempo. Con pasos sigilosos cruzó la galería y el
comedor y el largo pasillo, hasta detenerse frente a una puerta. Lentamente la
abrió, temiendo que el chirrido de los goznes oxidados perturbara la quietud de la
casa. Por fin penetró en el estrecho cuarto saturado por el olor a humedad y casi a
tientas, guiado más por el hábito adquirido durante muchos años que por la
escasa luz que se filtraba por la ventana, trató de abrirse paso entre el cúmulo de
objetos -palas, monturas, sogas-, hasta llegar a la pared donde estaba colgada la
escopeta. Matarlo. Como un perro. Al tomar el arma una oleada de calor le
recorrió el cuerpo y una sola meta se le impuso, excluyente. Matarlo. Ahora.

-Ya no puedo esperar más, don Santiago. Cancela la deuda o tendrán que
abandonar el campo. Voy a esperar cinco días. Nada más.

La voz de Bartolomé Ortiz resonó clara y poderosa, mientras el gesto de la mano


derecha trasuntaba la amenaza contenida en las palabras. No le sorprendió ni
llegó a producirle un atisbo de inquietud. Sí. Tenía que llegar este momento.
Admitiendo con una especie de inexorable fatalidad lo presentido a través de
diversos signos: la atroz y devastadora enfermedad de Genoveva; la visión del
campo castigado por una persistente sequía; la falta de dinero y 1as deudas que
iban creciendo con voracidad. Nada comparable al cúmulo de sueños, proyectos,
esperanzas, abrigado ocho o diez años atrás, cuando el trabajo esporádico
tornaba asfixiante la existencia en San Carlos Centro y entonces las noticias sobre
las fértiles y generosas tierras de La Florida se transformaron en una luz grávida
de abundantes promesas. Tal vez debemos probar suerte. Correr el riesgo de
conseguir una forma de vida algo mejor de la que llevamos ahora. Tanto
Genoveva como él creyeron que al fin podían dejar atrás la rutina de los días
chatos y desalentadores. Soñando con labrar un futuro sólido y esplendoroso, no
tanto para ellos, sino especialmente para Matilde y Rodolfo. Sin dejarse perturbar
por los inciertos días venideros, llevando unas reducidas pertenencias, pletóricos
de esperanzas, hicieron el trayecto hacia la incipiente colonia. Enfervorizados por
el cambio. Alquilaron un campo a Bartolomé Ortiz, y deseando obtener lo
necesario para pagar el alquiler y vivir con dignidad, trabajaron con
empecinamiento, casi sin permitirse un recreo, ayudados por los hijos a los que
trataron de inculcarles el amor al pequeño reducto de tierra sentido cada vez más
como propio. Durante ocho, diez años, celebraron jubilosos el fruto de las buenas
cosechas y afrontaron con amargura y bastante resignación los estragos
producidos por la sequía, una granizada o la súbita baja de los precios. Hasta que
la progresiva enfermedad de Genoveva comenzó a socavar lo construido tan
laboriosamente. Invirtiendo los ahorros en médicos y remedios, ya le resultó
imposible cubrir las deudas. Como si los esfuerzos y la dedicación de tantos años
no hubieran servido de nada. Y ahora la diaria presencia de Bartolomé Ortiz lo
precipitaba en el vacío, con las manos atadas, impotente.

-Cinco días de plazo para pagar, don Santiago. Nada más.

Pasá. Al fin pareció vencer la perplejidad y una leve sonrisa logró atenuar la
habitual hosquedad del semblante de rasgos duros. Y enseguida -mientras el tono
de la voz más que una invitación, parecía dictar una orden- creyó que los ojos
horadantes la despojaban de la ropa. Como siempre. Como si no hubiera tenido
otra intención desde la primera vez que me vio. Y no pudo eludir el sentimiento de
malestar y aprensión que la embargaba cada vez que le tocaba estar frente a ese
hombre, a lo largo de muchos años simplemente viéndolo conversar con su padre
por asuntos de negocios, pero sobre todo en los últimos meses al convertirse en
asiduo visitante que exigía el pago del alquiler. Le resultaron tan agobiadores el
gesto prepotente y las palabras insinuantes con que la acosaba como notar la
humillación y el sentido de la derrota que minaba cada vez más a su padre. No
quisiera echarlos del campo. La cuestión del alquiler podemos arreglarla. Depende
de vos. Convertida casi en la única fuente de salvación, sobre todo después de
concederle a su padre cinco días para pagar la deuda o serían echados del
campo. Sin alternativa para el rechazo o la protesta. Ya es tarde para el
arrepentimiento. Ahora debo hacerlo. Y maquinalmente cruzó el umbral. A medida
que marchaba por el camino desparejo, bordeado de paraísos, el odio y la
indignación superaban el cansancio. Impaciente por descargar la tensión que
parecía crecer a cada paso. Le demostraré que Matilde nunca será para él.
Nunca. Ningún otro objetivo resultaba más urgente: eliminar al hombre que se
mostraba cada vez más interesado por su hermana, dos labios abiertos en una
sonrisa provocadora, arrogante, en permanente espera del momento oportuno
para caer sobre ella. Incapaz de aceptar que le arrebatara el afecto y la compañía
de Matilde. Con el carácter de un robo. Lo mataré antes de que le toque un
cabello. La decisión había surgido rápida y perentoria ante la mera idea de perder
al único ser que, luego de la muerte de su madre, le ayudó a sobrellevar el dolor y
la soledad. No. Nunca lo permitiré. Al fin se detuvo frente a la casa. Lentamente
revisó las paredes y aberturas, en afanosa búsqueda de un resquicio por donde
introducirse. Estaba a punto de abandonar ese propósito cuando una ventana
cedió a su presión. Con infinito cuidado saltó hacia el interior, y luego de quedar
unos segundos quieto, sosteniendo con firmeza la escopeta, comenzó a
escudriñar cada rincón, a la expectativa. Muy pronto algunas palabras
entrecortadas por accesos de risa le sirvieron de guía. Sí. Es él. Tratando de
mantener la serenidad, marchó hasta la puerta entreabierta. Luego de darle un
empujón, quedó en el umbral. Estupefacto. No tanto por ver sobre la cama el
cuerpo desnudo y corpulento del hombre odiado, sino por reconocer, apretujada
por el recio abrazo, la figura de ella. Matilde. Me sentí traspasada por el grito.
Desgarrante. Expresando el dolor más profundo. Y aunque conocía muy bien esa
forma de reaccionar, por primera vez era provocada por mi culpa. Yo, que siempre
lo mimé como un chico indefenso y quise resguardarlo de cualquier daño, ahora le
daba el golpe más terrible. Y comprendí que era tarde e inútil gritarle que no lo
había traicionado, que no estaba acostada con Ortiz por gusto sino para
salvarnos, para evitar que nos echara del campo. Porque ya había elegido la
escopeta para alcanzar la paz y liberación. Sin control. Fulminante.
Evangelina

Se detuvo. Jadeante. Tal vez no tanto por el presuroso recorrido de varias


cuadras, sino por el hecho de encontrarse allí, frente a la casa de él. Estremecida
por una aguja que perforaba cada poro de su piel, haciendo surgir de inmediato el
recuerdo de otro tiempo en que se había debatido entre el horror y la
desesperanza, el miedo y la soledad. Como si no hubieran pasado diez años.
Como si aún me encontrara allá. Incrédula todavía de haber concluido por fin la
espera que no le permitió un segundo de tregua. Voraz. Arrebatadora.
Transformada en el objetivo fundamental de su vida, que sólo iba a concluir
cuando concretara la anhelada venganza. Sí. Ahora. Al deslizar la mirada por el
amplio salón, donde las mesas presentaban una abundante gama de comidas y
bebidas, despertando una golosa satisfacción en los hombres y mujeres sentados
alrededor, ávidos y sonrientes y sumidos en una charla fresca y bulliciosa, lo
embargó un sentimiento de paz y felicidad. Especialmente cuando detuvo los ojos
en ella. Evangelina. La leve sonrisa parecía otorgarle mayor belleza y atractivo al
rostro. Lo más querido. Lo único verdaderamente importante. Por algunos minutos
quiso saborear con fruición el privilegio de observarla, de tenerla cerca, de saber
que era el pilar donde encontraba siempre la cuota de amor, ternura, comprensión,
para sentirse fortalecido y desechar cualquier duda o dificultad. Por eso la fiesta
que había preparado para celebrar sus resplandecientes quince años tenía el
carácter de un cálido, profundo agradecimiento. Al apoyarse contra una pared en
un intento por recuperar la calma, observó la propiedad: alta e imponente, con
puertas y ventanas profusamente iluminadas, bordeada por una verja que le daba
un aspecto inexpugnable. Por fin reparó en las figuras que estaban al frente, en
actitud alerta y vigilante. Como siempre. Necesita tener cerca un ejército de
guardias para sentirse fuerte y seguro. Bruscamente un escalofrío la estremeció al
ser asaltada de nuevo por el recuerdo de una noche lejana, en la que el
desconcierto, la impotencia y sobre todo el miedo surgieron incontrolables cuando
figuras casi espectrales penetraron en el cuarto donde Mario y ella dormían
abrazados. Golpes, gritos desaforados, armas exhibidas con orgullosa ostentación
de fuerza, no les dieron margen para moverse o proferir cualquier palabra de
protesta mientras eran aferrados con rudeza e introducidos en un coche y por fin
arrojados a una celda húmeda y oscura. Después, la separación de Mario, la
soledad y el horror creciendo día tras día al comprobar lo que les ocurría a sus
compañeros de encierro y, sobre todo, sufrir en carne propia las presiones, los
interrogatorios, las extensas sesiones de tortura. Entonces una sola persona llegó
a tener la potestad de hacer y decidir sobre su vida con entera libertad: el coronel
Bermúdez. La música irrumpió con cierta violencia, casi como una manera de
poner término a la inmovilidad y darle un carácter más vivaz y divertido a la fiesta.
Ella se levantó rápidamente y se unió a los primeros que comenzaron a bailar. Al
observarla reír y moverse con soltura, sin ninguna sujeción, comprendió una vez
más que a lo largo de los años sólo había querido que viviera así, despreocupada
y feliz, ajena a cualquier conflicto. Como una rosa que debía mantener siempre
fresca. Destinada a otorgarle los mejores momentos de recreo. Intensos.
Regocijantes. Una vía de reposo o evasión para el trabajo que durante años le
había tocado desempeñar. Duro, muchas veces ingrato, plagado de riesgos. Pero
siempre lo había gratificado merecer el respeto y estima de los compañeros del
ejército, lograr cargos cada vez más destacados, recibir el elogioso
reconocimiento de sus superiores. Esta es una misión muy delicada y riesgosa.
Usted es la persona adecuada para llevarla a cabo, Bermúdez. Quizás una de las
cosas más añoradas era cumplir esas tareas en las que prevalecían la violencia, el
pánico, la acechante presencia de la muerte, donde ponía de manifiesto su
capacidad y actitud de mando. Firme. Sin vacilación. Tal vez ha llegado la hora de
gozar de un merecido descanso. Y aunque no podía sustraerse de una dosis de
cierta amargura y desolación por haber dejado la actividad que durante años
desarrolló de manera absorbente, con la certeza de ser la única que le otorgaba
sentido a su vida, se vio aliviado por el hecho de tener cerca a Evangelina y poder
disfrutar su compañía en forma exclusiva. Vamos. Llegó tu turno. Sacado de
improviso del asiento y, mientras crecían las voces de aliento, fue conducido hacia
el centro de la sala donde estaba ella esperándolo, sonriente, con los brazos
abiertos en clara invitación para bailar. Sobrevivir. La única meta, el excluyente
propósito que le concedió el vigor, la calma, el coraje para soportar primero la
brusca soledad, lejos de Mario y de las cosas más queridas, después el
hacinamiento junto a otros seres tan desesperados como ella y, por último, las
interminables sesiones de atropello y vejámenes. Sí. Vivir únicamente para
cobrarme todo eso. Llegó a resultarle casi increíble su capacidad para soportar el
dolor, para no dar ningún nombre, ni domicilio, ni actividad de sus amigos, para
mantenerse impasible ante las presiones y amenazas. Te gusta hacerte la
valiente. Pero andá sabiendo que todavía nadie ha quebrado la voluntad del
coronel Bermúdez. El tono de la voz, entre persuasivo y ferozmente autoritario, la
figura corpulenta, las órdenes impartidas con el rigor de un latigazo, fueron
caracterizando al hombre sobre el cual concentró todo su rencor y anhelo
destructivo. No sólo durante el tiempo que había pasado en celdas siniestras -sin
llegar nunca a definir la cantidad de días, semanas o meses-, sino más aún
después, cuando el estado de libertad le pareció tan frágil y casi el producto de un
milagro que le costaba admitir, sin proporcionarle ningún síntoma de paz o
siquiera consuelo, pues de inmediato se vio lacerada por la realidad de
encontrarse sola, destrozada por la pérdida definitiva de Mario, sin saber qué
rumbo seguir. Como si me hubieran cortado en cien pedazos y ya nunca volvería a
estar completa. Sólo permaneció incólume el ansia vindicativa. Recóndita. Cada
vez más voraz. A la espera del momento de manifestarse. Abiertamente. Por fin.
Ahora. A observar de improviso que desde la casa, entre gritos y risas,
comenzaba a salir la gente. Detenidos junto a la puerta, se dedicaron a despedir a
cada uno de los participantes de la fiesta. Sonrientes, intercambiando besos y
abrazos, con la promesa de nuevos encuentros. Sí. Una de las fiestas más
hermosas. Mientras mantenía fuertemente abrazada a Evangelina, en un intento
por expresarle cuánto la quería y representaba para él, acompañaron hasta la
vereda a los últimos invitados. Fue entonces cuando sonó el llamado. Coronel
Bermúdez. Estalló el grito en su boca reseca, sosteniendo la pistola en la mano
derecha, parada en el medio de la calle, a escasos metros de ellos. Donde más
pueda dolerle. Donde ya no tenga consuelo mientras viva. Obsesionada por un
solo pensamiento aceleró la acción. Temerosa de perder esa oportunidad, apretó
el gatillo. Una y otra vez. Incontenible. Guardias. Pronto. E tono tuvo el carácter
perentorio con que siempre había impartido las órdenes. Pero muy pronto
comprendió que era inútil. Bruscamente todo perdió sentido y ya no le importó la
sorpresiva presencia de la mujer en la calle, ni el rápido movimiento de los
guardias, ni el fragor de los disparos, sino que, paralizado por el chillido estridente
de Evangelina, se limitó a observarla, hipnotizado, mientras una mancha rojiza le
teñía el vestido y se desplomaba sobre la vereda.
El amor a través de la mirada

Sí. Allí vienen. El lejano pero inconfundible sonido de algunas risas le reveló que
había concluido la espera. Entonces clavó los ojos en el estrecho sendero apenas
insinuado entre la mata de troncos, hojas y arbustos que se había ido formando
junto a las ya inútiles vías del tren y divisó las dos siluetas. Con sigilosa rapidez se
ubicó en el sitio ya habitual -oculto entre cartones y maderas, junto a una de las
ventanas de la derruida estación-, dispuesto a ejercer, sin el temor de ser
descubierto, una intensa y morosa vigilancia. El placer más grande. Sin duda el
único que puedo disfrutar ahora. Una vez más comprendió que después de tanto
tiempo -ya no tenía noción desde cuándo se limitaba a sobrevivir de la caridad de
los otros, sin afanes ni sueños-, por fin ocurría algo que no sólo quebraba la opaca
rutina sino, mejor aún, lograba infundirle una súbita cuota de ánimo, le otorgaba
inusitado vigor a su cuerpo ya abrumado por el cansancio y los años. Como si otra
vez sintiera lo mismo que ellos. Lleno de vitalidad y deseo. Ahora las voces le
llegaron más nítidas, las palabras entrecortadas por estallidos de risas, como si
disfrutaran de alguna broma íntima y secreta, despreocupados y felices, hasta que
los vio detenerse en un pequeño claro entre los árboles que bordeaban la
estación. De una bolsa extrajo una botella de vino y bebió un trago largo, tanto
para aplacar la ansiedad como para festejar por anticipado cada detalle de la
escena que iba a presenciar. Después permaneció rígido, sin efectuar el menor
ruido. A la expectativa.

Como siempre, fue ella la que tomó la iniciativa. Suave, lentamente, llevando a
cabo una ceremonia en la que cada gesto parecía destinado a otorgarle mayor
interés y atractivo, le desprendió la camisa y comenzó a sacársela. El muchacho la
dejó hacer, sin moverse, mientras las risas se transformaban en susurros y
contenidos jadeos. Cuando le tocó el turno a él, todo se hizo más agitado.
Súbitamente presuroso, le quitó la blusa con evidente rudeza, urgido por la
impaciencia. Lo invadió una dosis de codicia, placer, deslumbramiento, al surgir
los pechos, blancos y turgentes, que las manos del muchacho palparon en ávida
caricia. Si pudiera hacerlo yo. Si al menos una vez... La certeza de no tener ya la
oportunidad de protagonizar algo semejante le hizo evocar, en un afán por atenuar
la frustración y alcanzar cierto consuelo, otra época, cuando Hortensia lograba
satisfacer las ansias de su cuerpo joven y enardecido. Llevó otra vez la botella a la
boca. La necesidad de beber pareció crecer tanto como el ardor que lo
estremecía, mientras trataba de imaginarse otra vez junto a Hortensia. Lo mismo
que él con la muchacha, la acostaba sobre el húmedo colchón formado por la
gramilla, y la poseía entre besos y caricias que lo llevaban cada vez a un
paroxismo de gritos y risas y palabras incoherentes. Pero después, cuando ellos
quedaron quietos y abrazados, ajenos a cualquier otra cosa que no fuera seguir
disfrutando los instantes que habían vivido, sintió la boca reseca, como si hubiera
probado algo amargo, con súbita conciencia de su soledad y del ya para siempre
insatisfecho anhelo de tocar otro cuerpo.

Apenas ellos se alejaron, estalló. Sin preocuparse ya por guardar silencio, arrojó
con violencia la botella vacía y golpeó los puños contra la pared y profirió gritos
que trasuntaban la carga de furia, dolor e impotencia. Después comprendió que
debía conseguir otra botella de vino. Rápidamente. Para obtener cierto desahogo
y tranquilidad. Sintiendo todo el cuerpo pesado y torpe, abandonó la estación y a
pasos lentos marchó hacia el pueblo.

Debió golpear muchas puertas y reflejar el mayor estado de indigencia, antes de


conseguir algunas monedas. Le alcanzó para comprar dos botellas de vino y,
apenas salió del boliche de Bottaro, comenzó a beber. Aunque siempre había
evitado hacerlo mientras andaba por las calles del pueblo -después que la
enfermedad de Hortensia lo precipitó en la ruina y necesitó apelar a la caridad de
la gente para sobrevivir-, ya no le importó que lo vieran. Bebió con avidez.
Impaciente por embriagarse y alcanzar cuanto antes un profundo sueño que le
hiciera olvidar la pérdida definitiva de Hortensia, que aplacara el deseo despertado
por la frenética relación de ellos, que borrara la certidumbre de vegetar en un
estado bochornoso, sin esperanza ni dignidad.

Como si marchara a través de una humareda que desdibujaba las cosas y le


producía un creciente mareo, cada paso le resultó más difícil. Después de un
tiempo interminable pudo divisar el contorno familiar de la estación. Cuando
intentó cruzar las vías, tropezó. Al perder el equilibrio, lanzó un grito y abrió los
brazos en busca de algo para sostenerse. Fue inútil. No pudo evitar la caída y
súbitamente sintió el golpe seco, contundente, en la cabeza.

Las manos de él quedaron de pronto quietas, desganadas, sin terminar de


desabrocharle la blusa.

-Vamos -ella lo apremió, impaciente-. ¿Qué te pasa?

Se apartó y echó una furtiva mirada hacia la estación.

-No sé. Ya no puedo hacerlo aquí, ahora que el viejo no está mirándonos.
Salvar el honor

Sí. Quieren ver qué voy a hacer. Con una ráfaga de sorpresa y desagrado que
poco a poco se fue transformando en simple resignación, pues no tenía modo de
evitarlo, observó a los hombres, mujeres, aun niños, que lenta y progresivamente
se congregaban en la estación. Comprendió que no era para emprender un viaje
ni para esperar la llegada de algún pasajero. Es por mí. Únicamente. Ya falta
poco. Unos minutos más y podré darle la noticia. La mejor. La que, sin decirlo,
esperábamos para recuperar la felicidad de los primeros meses de casados. Al
menos yo. Ardientemente. Ojalá también pueda aplacar el malhumor de él. Me
lastima verlo tan abatido, reacio a cualquier muestra de afecto, con claro fastidio
por todo lo que existe a su alrededor. Quise saber si era por la marcha del campo,
por alguna deuda o tal vez por una enfermedad. Inútil. El silencio como única
respuesta. Huraño. Casi acusador. Por eso empecé a preguntarme cada vez más
si no sería yo la culpable. Tuvo la sensación de estar desnudo, maniatado,
expuesto sin reserva a la horadante mirada de quienes efectuaban un lento
copamiento de la estación. Con las manos atadas y tan desorientado como dos
meses atrás, al recibir el primer mensaje. Subrepticio. Artero. Un proyectil que le
destrozó el corazón, al revelar la maniobra de una mano infame que, sin piedad,
realizaba una velada acusación sobre la conducta de su mujer. Casi todos los
habitantes de La Florida estábamos allí. Curiosos. Dándole a la estación un
inusitado clima de bullicio, muy distinto al aspecto desolado que solía ser común,
aun los viernes, el único día de la semana en que pasaba el tren. Convertido de
pronto en el lugar de una cita. Primordial. Impostergable. A1 comprender que por
fin iba a producirse el desenlace de eso que, como si se tratara de una obra de
teatro en la que cada cuadro acrecentaba la dosis de interés e intriga, nos había
mantenido en tensa expectativa. E1 responsable fue el petiso Noguera. Se me
acaba de ocurrir una idea fabulosa, dijo una noche en el boliche de Bottaro,
mientras comentábamos la suerte que había tenido Sebastián Daneri al casarse
con una mujer tan hermosa. Escuchen. Ocurrió una mañana en que él había ido a
realizar la habitual provisión de azúcar, papas, fideos, en el almacén de Cayetano
Paiva. Luego de acomodar las mercaderías en la chata y cuando ya estaba a
punto de azuzar los caballos, descubrió el papel junto al cajón que le servía de
asiento. Quizá no le habría prestado atención si no hubiera notado, por el pedazo
de ladrillo que lo sostenía, que alguien se había preocupado por colocarlo allí. Y
súbitamente tembloroso leyó las palabras garabateadas con rasgos desparejos:
¿Sabés qué hace tu mujer cuando no está con vos? Sólo atinó a estrujar el papel,
paseando la mirada en torno, en ansiosa tentativa por descubrir quién había
dejado el inesperado mensaje. Después, mientras efectuaba el recorrido de cinco
leguas hacia su casa, el furor se fue transformando en progresivo estado de duda,
resquemor, desasosiego. No. No es más que una maldita patraña. Aunque
pretendió descartarlo de inmediato -no sólo porque ella jamás le había dado
motivo de sospecha, sino también por el disgusto de que otros se inmiscuyeran
entre ellos-, la nota, de manera subterránea y letal, tuvo el efecto de alterar
abruptamente la etapa de paz y dicha que había creído definitiva al casarse con
Esmeralda Ribas. Sí. Lo mejor que pudo pasarme. Tuvo esa certidumbre al
conocerla y considerar que podría librarlo de la angustia y el desánimo por
encontrarse solo en el campo, luego de la muerte de sus padres. Deslumbrado.
Pareciéndole una especie de premio a la ardua y extenuante labor de todos los
días, sin otro recreo que tomarse unas ginebras los sábados por la noche en el
boliche de Bottaro o asistir a la carneada llevada a cabo por algún amigo de la
colonia. Sucedió durante la fiesta del casamiento de la hija mayor de los Puchetta.
Al cabo de quince años de estar radicada en la capital de la provincia, Esmeralda
había vuelto a La Florida para estar junto a la amiga de la infancia en ese
momento tan especial. Aquella noche no pareció existir otra cosa para él. Como si
la hubiera estado esperando toda la vida. Como si hubiera venido únicamente por
mí. Y aunque de inmediato le atribuyó un carácter providencial y gratificante al
encuentro, tal vez nunca se habría atrevido -por timidez o temor al fracaso- a
acercársele sin el amparo de las voces y risas alborozadas y el ritmo frenético de
las tarantelas y, sobre todo, el vino sabroso y abundante. Tal vez todo resultó más
fácil o rápido de lo que pensaba. Casi asombrado por la afinidad establecida entre
ellos, por obra de gestos y simples miradas más que por un cúmulo de palabras. Y
después, ya incapaz de soportar la separación, fue él quien comenzó a realizar
cada dos o tres semanas un viaje a la capital para visitarla. Hasta culminar, por fin,
en el casamiento. Todo parecía perfecto. Únicamente queríamos estar juntos.
Entonces comenzaron a llegar los mensajes. Hirientes. Maliciosos. Y se inició el
derrumbe. Sí. Esta noticia será también un modo de retribución, de expresarle mi
agradecimiento por su ternura, por el amor que supo demostrarme desde el
momento en que nos conocimos, por permitirme vivir de nuevo en La Florida. Sin
duda la aspiración más profunda mientras permanecí en la Capital. Al contrario de
Ismael y Zulema, que se adaptaron muy pronto, yo nunca dejé de sentirme una
extraña, sin poder familiarizarme con los seres y las cosas que me rodeaban,
evocando con nostalgia y bastante pesar todo aquello que formó el mundo de mis
primeros años: mis padres, las amigas con quienes compartí la alegría de los
juegos, los múltiples descubrimientos revelados por la escuela primaria. Al
casarme con él creí tener la oportunidad de regresar a mis raíces, de acabar con
la tristeza y el desamparo provocados por tantos años de desarraigo. Ahora sólo el
deseo de ver a mis hermanos me lleva a la Capital una o dos veces por mes. Y
siempre me asalta la urgencia por volver a La Florida. Hoy más que nunca.
Impaciente. Porque sólo quiero estar frente a él y darle la noticia. Éramos apenas
seis o siete los que estábamos en el boliche esa noche en que el petiso Noguera
lanzó la idea. ¿Qué les parece si le hacemos creer que ella lo engaña? Es tan
joven y linda que no resultará nada raro. La carcajada general reflejó de inmediato
no sólo la aprobación, sino también el anticipado goce por una broma que
prometía un desarrollo jubiloso y fascinante. Teníamos la costumbre de
confabularnos de tanto en tanto para algún juego o burla, simplemente para
divertirnos y quebrar la exasperante calma del pueblo. Pero con Sebastián Daneri
la cosa se encaminó poco a poco por un carril sorpresivo, fuera de control, con la
latente amenaza de un grave e impredecible final. Lo advertimos muy pronto. Los
escritos -que le dejábamos sobre el sulky o disimulados entre las mercaderías que
compraba- lograron variar su carácter. Cada vez se reveló más hosco, con una
mueca amarga en el rostro, a punto de estallar en furia incontenible. Fue entonces
cuando algunos, con súbita preocupación, deseamos concluir la conjura. Pero ya
era demasiado tarde, no sólo para desmoronar el plan en el que participaba la
mayoría de los habitantes del pueblo, sino también para desalojar de la cabeza de
Daneri la idea que le habíamos inculcado con tanta saña. Hasta convertirlo en un
toro enjaulado. Llegó a tener reacciones intempestivas ante cualquier referencia a
su mujer, como si preguntarle qué tal estaba o por qué no había participado de
alguna fiesta en el pueblo fuera algo ofensivo. Lo que haga ella no le importa a
nadie más que a mí, gritó una tarde en el boliche de Bottaro, con varias ginebras
encima, queriendo dejar bien en claro que Esmeralda Ribas era una propiedad
privada y exclusiva. Y aunque muchos opinaban que al fin él descubriría el
engaño, cuando el viernes ella ascendió al tren rumbo a la Capital, creímos que no
lo hacía simplemente para visitar a su familia, como ya era costumbre, sino para
irse definitivamente, incapaz de soportar el carácter cada vez más violento de
Daneri o, más bien, él había decidido echarla de la casa. Por eso ahora, al cabo
de una semana, nos congregamos en la estación, creyendo que la llegada del tren
iba a despejar la incógnita. Ya falta poco. Tengo tantas ganas de abrazarlo, de ver
cómo se ilumina su rostro al saber la novedad. Sólo quiero borrarle toda huella de
pesadumbre y contagiarle la alegría que me ha deparado este viaje a la Capital,
no sólo por haber visto a mis hermanos sino porque el doctor Zalazar me confirmó
que estoy esperando un hijo. E1 repentino silbato lo estremeció. Sí. Llegó el
momento. Ahora les demostraré a todos que no voy a soportar la traición ni la
burla. El sentimiento de rabia e indignación que había ido creciendo durante los
últimos días pareció llegar al grado más agudo. Erizado el cuerpo, súbitamente
preparado para realizar el acto liberador, la atención concentrada en ella, en la
persona que había logrado despertarle el amor más profundo y que, desde hacía
dos meses, por obra de un tropel de avisos, le resultaba ajena, casi desconocida.
Vinieron a ver si tengo sangre en las venas o si permito que me usen la mujer sin
parpadear. Y permaneció rígido, clavados los ojos en el tren que se acercaba,
pendiente de la figura de ella. Sin duda ninguno de los que estábamos allí pudo
imaginar ese desenlace. Echando por tierra las incontables conjeturas de los
últimos días. Más que por la sorpresa o el desconcierto, quedamos inmovilizados
por el horror. Ella descendió del tren y con una sonrisa que acentuaba la belleza
del rostro, se dirigió hacia Daneri, sin observar a la gente que colmaba la estación
ni reflejar el menor rastro de inquietud o disgusto por las habladurías que sobre
ella circulaban en todo el pueblo. Entonces no tuvimos tiempo ni posibilidad de
efectuar un gesto. Convertidos de pronto en testigos azorados de la escena.
Breve. Rápida. Contundente. Cuando ella estaba a punto de abrazarlo,
distinguimos el brillo del puñal. Un grito desgarrador superó los otros sonidos
mientras el brazo de él se movía repetidas veces. Sin control. Implacable. Y
consternados, en forma tardía y ya inmodificable, comprendimos que nos
correspondía mucho de culpa y responsabilidad en el acto despiadado con que
Sebastián Daneri pretendió salvar su honor.
A plena luz

¿Te sorprende verme aquí? Sin duda debo ser la última persona que esperabas.
Después de seis o siete años. Aunque nos encaminamos por rumbos distintos, yo
nunca pude desligarme de vos, apartarte de mis pensamientos, lograr que
ingresaras para siempre en el pasado. No. Permanentemente estabas frente a mí.
Al acecho. Con la sensación de caer apresada entre tus brazos. Impidiendo que
me moviera con libertad, sin miedo. Ahora estoy aquí, no para cuidarte toda la
noche, como le hice creer a la enfermera, sino para concretar el acto con que
procuraré relegarte para siempre de mi vida. Sí. No abrigo otro propósito.
Extirparte como una espina molesta y cruel. Porque no llegaste a ser otra cosa
para mí. Desde que comenzaste a vivir con nosotras. Más que por amor, mi madre
te buscó para apartar la soledad y tener una ayuda para afrontar los gastos de la
casa. No consiguió nada de eso. Sólo pretendiste imponer tu voluntad. Autoritario.
Reaccionando de manera intempestiva cuando no era satisfecho alguno de tus
caprichos. Nos hundimos cada vez más en un clima de violencia y malhumor.
Sobre todo después de aquella noche en que mi madre llegó muy tarde del trabajo
y no pudo preparar la cena. Por primera vez la golpeaste, mientras le gritabas que
era una inútil y le ibas a enseñar cómo debía tratarte. Fue el preludio de lo que
habría de ocurrir pocos días después. Cuando el brillo de codicia que varias veces
había notado en tu mirada se hizo ya demasiado evidente. Alentado sin duda por
varios vasos de vino y por la ausencia de mi madre, quisiste saciar de pronto el
deseo acumulado día tras día. Abruptamente. Pese a tener un cuerpo bastante
desarrollado para mis doce años, no tuve fuerzas para contener la impetuosa
arremetida: primero las bofetadas para ahogar cualquier grito y después tus
manos destrozando la ropa y por último los rudos empujones hasta desplomarme
sobre la cama. Tal vez fueron apenas algunos minutos, debido a tu impaciencia y
avidez, pero yo creí estar años enteros allí, petrificada, casi sin atreverme a
respirar, inmovilizada por el peso implacable de tu cuerpo. Cuando al fin
terminaron tus descontrolados movimientos, proferiste la amenaza demoledora, si
contás algo de esto, te mato. ¿Te acordás? Aunque el ataque te dejó paralizado y
ahora podés respirar gracias a una maraña de tubos y cables, tal vez guardes el
recuerdo de aquel hecho. En mi caso, estoy segura de que nada podrá
borrármelo. Grabado a fuego. Para siempre. Y sirvió para dejar establecido entre
nosotros una especie de acuerdo. Secreto. Inviolable. Por obra de tu drástico
aviso y por el miedo que me impedía revelar lo ocurrido y pedir ayuda. Menos a mi
madre. Cada vez más débil, vencida por tantas horas de trabajo, sin demostrar ya
demasiado interés por lo que pasaba a su alrededor. Y aprovechaste esa
situación. Despótico. Triunfador. Casi todas las noches, cuando el vino y el deseo
te enardecían la sangre, penetrabas en mi cuarto. Sigilosamente. Cumpliendo un
rito cada vez más rutinario. Meses y meses recibí aterrada tu visita, y sentí las
manos ásperas lastimándome la piel, y debí morderme los labios para no estallar
en gritos histéricos. La muerte de mi madre marcó el final de eso. A1 menos me
alejó de vos. Encontré un amparo salvador en mi tía Rosario y creí que todo
empezaría a ser distinto. Más fácil y agradable, sin presiones. No. Tu sombra
siguió rondándome y no pude sepultar los vestigios del pasado. Te impusiste.
Poderoso. Sin darme un momento de paz. Obsesionado por mantener mi cuerpo
oculto, celosamente cubierto, a resguardo de cualquier mirada, como si mostrarlo
significara no sólo una forma de pecado o abominación sino, peor aún, reavivara
los instantes que me tenías entre los brazos como simple objeto de placer. Todo
se agravó al conocer a Federico. Compartir horas de estudios estableció entre
nosotros una corriente de amistad y afecto. Me aferré a él. Ansiosa. Pero cuando
el impulso, la necesidad o el deseo nos unieron por primera vez en un abrazo, se
produjo la ruptura. Desaparecieron rápidamente la placidez y el goce al sentir las
manos ávidas recorriendo mi cuerpo. Creí que eras vos. Otra vez. Afanoso por
someterme. Lo aparté. Violentamente. Después, trastornada por el dolor y la
impotencia, me encerré en mi cuarto. No sé cuánto tiempo permanecí allí, aislada,
no tanto en lucha por apartar escenas hirientes o tratar de hundirme en una zona
cálida y sin peligro, sino concentrada en vos. Únicamente. Con todas mis fuerzas.
Comprobando poco a poco que la repulsa, el odio, la indignación acumulados a lo
largo de casi ocho años desembocaban en un solo punto: el deseo de vengarme.
Nada más claro y definitivo. Sí. Apartarte de mi camino para poder seguir viviendo
sin sobresaltos. Supe cómo lograrlo cuando me dijeron que estabas internado por
un derrame cerebral. Y aquí estoy. Decidida a probar que ya no me causarás
miedo, ni podrás provocarme ningún daño, ni poblarás mis noches con tu figura
acechante. De una sola manera: quitándome el escudo con el que siempre intenté
resguardarme de tus ataques: la ropa. Ante tus ojos, que es lo único que ahora
revela un hálito de vida. Para que me veas a plena luz. Sin sentirme agobiada por
la vergüenza. Hacerlo así, lentamente. Primero, la blusa. Tentarte con la visión de
los pechos que tus manos jamás volverán a tocar. Quisiera saber qué
sentimientos refleja tu mirada. Tan fija y penetrante. Tal vez persiste algún resabio
del deseo enloquecedor de otros tiempos. Regocijarte con mis piernas al quitarme
la pollera. Pero sin duda lo mejor será quitar el baluarte que vanamente pretendía
conservar durante aquellas noches que llegabas a mi cama. Fácilmente lo
quitabas y, sin defensa, podías gozar victorioso. Ahora puedo sacarme la
bombacha por propia voluntad. ¿Ves? Tranquila. Ante tus ojos quietos y
desencajados. El desafío que me permitirá romper para siempre todo vínculo con
vos. Y el alivio que va invadiéndome ahora sin duda anticipa el placer que podré
disfrutar junto a otro cuerpo. Por primera vez. Libremente.
Remotos y fascinantes fragmentos de la memoria

Ahora despertaba un sentimiento de ternura o de infinita piedad cuando


deambulaba por el pueblo a pasos nerviosos o, deteniéndose de pronto, efectuaba
raras contorsiones con los brazos y el cuerpo mientras recitaba un poema o hacía
la representación de una escena teatral. Nosotros, los que la conocíamos desde la
niñez y habíamos compartido juegos, estudios y los sueños que pretendíamos
concretar cuando fuéramos grandes, la observábamos impotentes, lastimados por
su figura escuálida y cubierta con ropas deshilachadas y bastante sucias, con el
deseo de reflejar algún signo de protesta o indignación al no poder hacer nada
para librarla del ya imbatible desvarío.

No. Nadie hubiera imaginado algo así. Sobre todo porque desde muy chica
parecía tener marcado un destino luminoso y de notable relevancia, cuando
empezó a demostrar una especial cualidad para recitar un poema o interpretar
diversos personajes en las obras representadas en la escuela para el 25 de Mayo,
9 de Julio y las fiestas al final de los cursos de cada año. Poco a poco resultó
infaltable en la realización de cualquier acto. E ardor y seriedad con que
desempeñaba el rol asignado llegó a definir su vocación. Aunque destinataria de
los elogios y las felicitaciones, sin duda era su madre quien más disfrutaba de esa
situación. La perspectiva de que llegara a convertirse en una gran actriz la
colmaba de orgullo y justificaba la desmesurada cantidad de libros que compraba
en la única librería del pueblo con el propósito de inculcarle el gusto por la lectura
y el conocimiento por las disciplinas artísticas.

Las incontables actuaciones en la escuela y después en el salón del Club Social


con el grupo de teatro independiente que había formado, nos hicieron creer que se
marcharía a la Capital o a una ciudad importante donde iba a tener mayores
posibilidades. Pero todo se derrumbó. Abruptamente.

Fue después de la muerte de la madre. Si bien de pronto, al perder el pilar que


siempre le había brindado apoyo y orientación, se encontró desvalida y sin saber
qué hacer, la presencia del padre comenzó a tener inusitada vigencia. Entonces
nos percatamos del desdén y aun el desprecio que le merecía lo que ella
realizaba, no sólo porque jamás había presenciado alguno de sus trabajos sino
por el tono despectivo con que solía responder a cualquier comentario sobre ella.
Ya está demasiado grande para esas pavadas. Es hora de que haga algo
provechoso. El camino que con tanta obsesión la madre quiso trazarle quedó
bruscamente trunco y ella ya no tuvo el valor ni la determinación para romper las
ligaduras, alejarse de la sombra nefasta del padre, intentar suerte en otro lugar,
luchar abiertamente para poder cumplir su auténtica vocación. Nuestras ansias de
ver su nombre en grandes titulares y su figura embelleciendo las revistas y alguna
película quedaron definitivamente perdidas el día en que empezó a trabajar en la
tienda del padre.

Como si fuera una propiedad de todos los habitantes, tal vez por el afecto y la
admiración provocados por tantos momentos de emoción y alegría que nos había
regalado, no pudimos aceptar verla allí, detrás del mostrador y trajinando con telas
y clientes, bajo la dura y vigilante mirada del padre. A principio tratamos de sacarla
de esa rutina exasperante, le pedimos que regresara al grupo de teatro
independiente, prometimos ayudarla para realizar sus aspiraciones. En vano.
Adusta, con un creciente desapego por cuanto ocurría a su alrededor, rechazaba
con secos monosílabos cualquier ofrecimiento. Cada vez más nos asaltó la idea
de considerarla una prisionera. Aislada. Indefensa. Y así, con la impotencia de no
poder modificar algo que ella ya parecía aceptar como una fatalidad, nos
convertimos en testigos de su paulatino desmejoramiento.

A través de rumores y comentarios pudimos develar el modo como se desarrollaba


su vida: el clima hostil que imperaba en la casa; las repetidas discusiones con el
padre entre llantos y gritos furibundos; el rostro resplandeciente de él cada vez
que se entregaba a la tarea de quemar una pila de libros en el fondo del patio; la
marcha sigilosa de ella por la noche hasta la librería donde, por algunas horas, la
dueña le permitía saciar la urgente necesidad de leer. Pero los signos de
desequilibrio empezaron a notarse a través de la conversación con los clientes, ya
que en vez de referirse a la operación comercial, prefería decir algunos versos del
Canto General o parte del monólogo de Hamlet.

A morir el padre, ya parecía una anciana con sus cuarenta y tres años. La piel
extremadamente pálida, con una delgadez que insinuaba la forma de los huesos,
la mirada perdida en algún punto indefinido. Sin noción de la realidad, regresó al
tiempo en que daba cauce a su incipiente vocación, cuando se mostraba plena de
vitalidad. Después de permanecer tantos años enclaustrada en la casa,
empezamos a verla cruzar otra vez las calles. Presurosa. Observando todo con
ansiedad y aun deslumbramiento, como si tratara de adaptarse a un sitio
totalmente nuevo que descubría poco a poco. Hasta que, deteniéndose en
cualquier esquina, revivía a través de gestos y palabras alguna de aquellas
interpretaciones realizadas en la infancia.

Y para eso comenzamos a esperarla. Ávidos por recuperar una época que tanto
nos había regocijado. El poema La bailarina de los pies desnudos. La escena en
que Yerma mata a su marido. Los primeros versos de Hojas de hierba. Nos
bastaba pedir y ella, luego de unos segundos en que trataba de encontrar en
algún punto recóndito de su mente la respuesta adecuada, nos complacía.
Generosa. Entusiasta. Entonces nuestros aplausos y gritos exultantes resultaban
no sólo una muestra de agradecimiento sino más bien el modo de premiarla, de
atenuar el sentido de la frustración que la había marcado con un estigma indeleble
y reconocer las cualidades descubiertas años atrás. Nuestro propósito quedaba
colmado cuando dejaba aflorar una sonrisa. Dulce. Gratificante. Que parecía
otorgarle un fugaz momento de lucidez, orgullosa y feliz por la retribución que
recibía, disfrutando el privilegio de representar el papel de la actriz que siempre
quiso ser.
El refugio

Con el mismo fervor de otras noches, caminó de manera sigilosa por las dormidas
calles del pueblo rumbo a la plaza escasamente iluminada. Luego de sentarse en
el banco de costumbre, se dedicó a observar a su alrededor, algo temerosa de
que él faltara a la cita. Pero no pasó demasiado tiempo cuando dos manos
bordearon su cintura y la obligaron a darse vuelta, con una sorprendida
exclamación de alegría. Vamos, ya es tarde, lo urgió apenas pudo apartarse de la
boca apremiante y con una suave presión de su cuerpo lo impulsó a la marcha. No
me gusta ir allí, creo que nos traerá problemas, la voz de él tembló en un claro
signo de pesadumbre, pero no obtuvo de ella más que una risa burlona, casi
provocativa, mientras trataba de calmarlo como si fuera un chico que necesitaba
protección y le rogaba que no tuviera miedo, pues el primer piso de la casa de la
señora Benítez resultaba sin duda el mejor sitio para disfrutar unos momentos de
placer, libres y tranquilos. La vieja no oiría el estallido de una bomba a dos pasos,
afirmó ella en un intento de justificar la seguridad de ese refugio y poco a poco la
alarma de él se fue desvaneciendo por imperio del fascinante atractivo de la
aventura compartida casi todas las noches. Trabados en un abrazo que alentaba
un impetuoso deseo, abandonaron el pueblo y entonces se internaron por un largo
y angosto sendero bordeado de frondosos árboles hasta desembocar en una casa
alta, de aspecto imponente, pálidamente definida a la luz de la luna. Durante unos
minutos observaron a través de la ventana el interior donde habían estado con
mucha frecuencia no sólo en las últimas semanas sino también varios años atrás,
en el despreocupado tiempo de la infancia, cuando iban allí para jugar con José
Luis o para que la señora Benítez les regalara caramelos o les contara alguna
pintoresca historia. Por fin marcharon hasta la puerta, que a veces se encontraba
cerrada con llave y el común anhelo quedaba frustrado, pero ahora pudieron
abrirla fácilmente y después, con reconfortante alivio, penetraron como furtivos
ladrones en la tenue penumbra donde el conocimiento adquirido a lo largo de
muchos años les permitió moverse con rara habilidad entre los objetos y muebles.
El inconfundible sonido de platos y cubiertos llenaba de manera casi estridente el
ámbito de la casa y mientras ella susurraba la vieja está en la cocina, apurate,
comenzaron a subir la frágil y desvencijada escalera de madera con creciente
impaciencia por llegar al pequeño recinto donde conseguirían una intimidad
perfecta, arrebatados por el olvido y la dicha. Después de guardar los platos en el
aparador, la señora Benítez echó una lenta mirada por la reducida cocina donde
ya todo denotaba un orden y pulcritud que la colmaban de orgullo; siempre le
había resultado una preocupación obsesiva mantener la casa arreglada en forma
brillante, a pesar de que ahora el reumatismo iba atrofiando sus músculos y
cualquier esfuerzo le provocaba un acuciante dolor. Observó la hora que marcaba
el reloj colgado en la pared y algo fastidiada, con la torpe rapidez que le otorgaban
las piernas endurecidas, se encaminó hacia el dormitorio. Abrió el ropero y, al
tiempo que sacaba algunas prendas, pensó de nuevo en la inesperada carta en
que Matilde le comunicaba la delicada enfermedad de su hijo y recalcaba con
acento algo sombrío el urgente deseo de verla. Aunque la abrumaban el peso de
la vejez y la idea de abandonar la casa, supo que no tenía alternativa; superando
una ráfaga de duda e inquietud, decidió emprender de inmediato el largo trayecto
hacia la Capital, con el ruego fervoroso de ver a José Luis antes del casi previsible
desenlace. El encuentro se concretaba en la oscuridad que no resultaba un
obstáculo sino más bien una perfecta aliada, pues todo lo que ocupaba ese
estrecho cuarto -la silla de mimbre, el baúl repleto de libros y juguetes, la diminuta
cama-, formaba parte de un mundo demasiado familiar y ya lejano, el de la
infancia plena de sueños y entusiasmo, cuando se reunían allí con el hijo de la
señora Benítez y pasaban tardes enteras jugando o realizando las tareas del
colegio o sintiéndose felices simplemente por estar juntos. Luego que José Luis se
marchó del pueblo, ellos tomaron la costumbre de regresar allí por las noches,
subrepticiamente, amparados en la inmutable sordera de la señora Benítez, no
para evocar el pasado sino con el único propósito de alcanzar unos momentos de
placer en ese refugio cálido e inviolable. Dominada por una febril ansiedad, ella
comenzó a desabrocharle la camisa con premura, en un gesto que parecía
trasuntar cada vez una fascinante novedad, y luego la boca ávida recorrió el pecho
que aún palpitaba como un pájaro asustado mientras le repetía dejá de
preocuparte, aquí no podrá descubrirnos, hasta que la reacción esperada se
materializó cuando las manos de él la despojaron de manera brusca e imperiosa
de la ropa que fue cayendo al suelo como algo molesto e inútil. Depositó sobre la
cama el raído vestido que usaba diariamente y, luego de echar un rápido vistazo al
interior del ropero, donde el escaso contenido no le ofrecía mucho para elegir, se
decidió por un traje gris que reservaba siempre para las ocasiones especiales; y
sin duda visitar a José Luis era una de ellas, quizá la más importante en el curso
de los últimos siete años, después que su partida hacia la Capital la precipitó a
una progresiva soledad que ya nada pudo atenuar, ni el desarrollo de los
quehaceres diarios, ni las reuniones con las amigas, ni la relectura de las
esporádicas cartas en que él le notificaba el súbito casamiento o los ascensos
obtenidos en el trabajo. Por eso, apresada por la fatiga y el desaliento, se fue
hundiendo en el laberinto de los recuerdos como una forma de consuelo o de
aliviar el penoso avance de la vejez, cuando abruptamente la sacudió una realidad
sorpresiva y cruel al recibir la carta de Matilde. Hizo un esfuerzo por reponerse; la
posibilidad de ver y abrazar de nuevo a José Luis parecía compensar una larga
etapa de sufrimiento y la obligó a vestirse con rapidez. Luego de tomar la valija y,
mientras marchaba lentamente, deslizó la mirada sobre todos los objetos a modo
de despedida, algo disgustada por dejar la casa sin duda por varios meses; por
eso, como había hecho con todas las ventanas, puso sumo cuidado en asegurar la
puerta principal con el firme propósito de malograr el ataque de cualquier intruso.
Las manos de él se deslizaron con extrema lentitud sobre la suave piel del cuerpo
que yacía en total abandono mientras no cesaba de repetir ya es tarde, será mejor
irnos de aquí, pero sólo obtuvo la risa jubilosa de ella como respuesta, no seas
miedoso, la vieja no podrá descubrirnos, vamos a esperar un rato más. Cuando se
desvaneció toda huella de placer, acordaron en vestirse. Al llegar a la puerta de
salida advirtieron que estaba cerrada con llave; pensando que la señora Benítez
se había acostado, marcharon hacia el dormitorio a tientas y tropezando contra
algunos muebles. La ausencia del fuerte y habitual ronquido les hizo encender una
lámpara sin ningún cuidado, impacientes, con un presentimiento que fue
transformándose en terror a medida que recorrían la casa y comprobaron que
estaban solos, sin poder cruzar las ventanas enrejadas ni las puertas de madera
indestructible. Los gritos de rabia y auxilio llegaron a expresar una total impotencia
al comprender que nadie iba a escucharlos, no había ninguna casa vecina, el
pueblo se encontraba a más de un kilómetro, y no tenían idea sobre cuándo
regresaría la señora Benítez.
Ellos, al acecho

Sí. Como si fuera la única que estoy aquí. Tuvo la repentina certeza de ser el
centro de la atracción de ellos. Traspasada por las miradas lacerantes. Vos tenés
la culpa. Usás la ropa tan ajustada que volvés locos a los hombres. Aunque era
justificado el reproche de su madre, le causaba regocijo el hecho de despertar
interés, admiración, envidia, cada vez que marchaba por la calle o entraba a
cualquier sitio. Creo que ésa puede ser. Vigilala bien. Comprendió que resultaba
innecesario el consejo del Fito. Apenas ascendieron al vagón ella tuvo la virtud de
destacarse entre los otros pasajeros. Alta, tensos y grandes los pechos,
exhibiendo provocativa las piernas desnudas. Como si se tratara de un desafío, no
bajó la cabeza ante la fijeza con que se dedicaban a observarla los dos
muchachos apostados junto a una de las puertas. Sí. Todos quieren obtener una
sola cosa. Pero debió admitir que ninguno como ellos se había atrevido a revelarle
su propósito tan abiertamente, sin disimulo. Si Ezequiel estuviera aquí ya les
hubiera dado una trompada. Sería la consecuencia lógica del malhumor y furia
que siempre experimentaba por las palabras insinuantes y las miradas procaces
de quienes pasaban a su lado, trastornado por unos celos casi enfermizos que, si
bien le conferían el halago de saber cuánto la amaba, por momentos le otorgaban
el carácter de una prisionera, sin el menor asomo de libertad. Si te molesta tanto
cómo me visto y lo que me dicen por la calle, será mejor que busques otra
compañía. La amenaza solía contenerlo, indicarle que el amor no le daba derecho
a utilizarla como propiedad privada, sujeta a sus gustos y caprichos. Blanca y
limpia y perfumada. Era fácil imaginarla así, cuando sus ojos voraces ya habían
logrado despojarla de la diminuta pollera y la blusa fina y escotada. Conocer algo
nuevo. Mejor. Esa fascinante perspectiva le produjo no sólo un repentino
hormigueo en todo el cuerpo, sino también, de pronto, lo llenó de bronca y
desazón al considerar que siempre había tenido que sacarse las ganas con la
Graciela o la Turca Zamaro, pues nunca tuvo dinero para aspirar a otra cosa. Casi
acostumbrándose a eso. Por necesidad o desesperación. Desde aquel atardecer
en que, junto al Cholo Lamberti y los hermanos Piacenza, había penetrado
sigilosamente en la casa vieja y con escasa iluminación, donde, luego de una
espera en la que se mezclaban el deseo, la ansiedad y el miedo, se encontró a
solas con la mujer en el cuarto saturado de olor a tabaco y perfume. Vamos, no
puedo estar con vos toda la noche. Impaciente al notarlo tan indeciso y
avergonzado, lo ayudó a desvestirse y después lo guió en el acto breve,
arrebatador, que no llegó a depararle el anhelado placer sino más bien una
sensación de tristeza y extrema laxitud. Fue similar las veces siguientes. Sin poder
definir si era por el clima casi asfixiante o la voz plena de urgencia o la piel
sudorosa y arrugada por la caricia de tantas otras manos. Para conseguir mujeres
hermosas y un auto y cualquier cosa que te guste, se necesita plata. Mucha plata.
El Fito insistía con el único medio que iba a liberarlo no sólo de la frustración y
desesperanza que ya habían comenzado a gobernarlo al recorrer todos los días la
ciudad buscando y vendiendo cartones y botellas para ayudar a su madre en los
gastos, sino también permitirle abandonar alguna vez el mísero reducto de madera
donde vivían amontonados como ratas y tener dinero para disfrutar las mujeres
más atractivas. Si querés, puedo ayudarte a vivir de otra manera. De vos depende.
La propuesta llevaba implícita una seductora promesa de poder y esplendor.
Presintió la oportunidad tan anhelada. Sobre todo por comprobar encandilado
cómo el Fito había dejado atrás el estado de pena e indigencia que compartieron
en el barrio y podía andar orgulloso en una moto reluciente, estar acompañado por
una mujer distinta cada semana, disponer siempre de un abultado fajo de billetes,
como si fueran las cosas más naturales del mundo. Entonces no dudó. Estoy
decidido. Decime lo que tengo que hacer. Al notar que el tren aminoraba la
marcha no pudo definir si experimentaba alivio por librarse del feroz acecho de
ellos o cierta desazón al concluir esa especie de juego cargado de sugerencias,
gestos contenidos, miradas que parecían trasuntar turbios secretos, del cual
resultaba la principal protagonista. Excitada. Gozosa. Como si hubiera estado
haciendo el amor. Le resultó fácil imaginar la reacción entre sorprendida y
horrorizada de su madre y, sobre todo, de Ezequiel, si les confesara lo que había
llegado a sentir durante el viaje. Tené mucho cuidado ahora. No la pierdas de
vista. Y conservá la calma. Desde que habían comenzado a trabajar juntos, casi
un mes atrás, resultaban rutinarias las palabras del Fito cuando llegaba el
momento de actuar. Pero ahora eran inútiles. No sólo porque ya había aprendido
todos los trucos del engaño y la sagacidad para obtener con éxito el botín
apetecido, sino más bien porque ninguna presa logró despertarle tanto interés y
codicia como esa muchacha. Tenerla. Sólo para mí. El único anhelo, el trofeo que
hubiera compensado tantos años de tristeza y desolación y, sobre todo, borrado el
sabor amargo que casi siempre le dejaba cada fugaz encuentro con la Turca o la
Graciela. Sí. Ahora empezaré a tener lo que siempre fueron sólo sueños. Al lado
del Fito pudo adquirir un reconfortante sentimiento de fuerza y seguridad, cada vez
más dispuesto a conquistar cualquier objetivo, sin temor, como si le bastara tender
la mano para lograrlo. Aferrando el bolso, marchó presurosa hacia una de las
puertas. Sofocada. Impaciente por respirar aire puro. Debía tener enrojecida la
cara, reflejando la ráfaga de excitación y goce que la había arrebatado. Desvió la
mirada hacia los causantes de ese estado. No. Nunca llegarán a saber lo que me
hicieron sentir. Luego desaparecieron de su visión, cubiertos por los hombres y
mujeres que, como si hubieran recibido una orden, se movilizaron con premura al
detenerse el tren. Más que por propia voluntad, traspuso la puerta por la presión
de los otros cuerpos. Vamos. No hay que perder tiempo. La voz del Fito sonó seca
y perentoria. La orden que no admitía réplica. Sí. Para eso estamos aquí. Para
trabajar. Procuró desplazar el hecho de haberse dejado embargar por el
deslumbrante placer de quitarle la ropa a la muchacha y sentir la suave tibieza de
su piel y poseerla sin apuro, olvidado de todo, con el deseo de prolongar
indefinidamente ese momento. Apurate. El grito del Fito y la mano imperiosa sobre
un hombro le hicieron avanzar entre la gente, forcejeando con rudeza por abrirse
paso, los ojos clavados en la presa elegida. Al descender del tren la vio alejarse
por el andén. Debés actuar con serenidad y rapidez. Tomar el objeto deseado y
disparar a toda carrera. La reiterada recomendación le martilleó la cabeza cuando
la tuvo a escasos metros, tentadoramente deseada en el zigzagueante movimiento
de su cuerpo. Ahora. Ahora. No logró definir si el mandato provenía de la voz del
Fito a sus espaldas o por comprender que había llegado el momento oportuno.
Entonces tendió una mano hasta el bolso de la muchacha. Un gesto ágil. Violento.
Y, como tantas otras veces, no necesitó volver la cabeza para adivinar el empujón
del Fito y la caída de ella. El grito desesperado fue suficientemente revelador. Y
tanto para dejar de oírlo como para ponerse a salvo, aceleró la marcha. El único
objetivo después de concretar el asalto. Correr.

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