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Filosofía Humanista

Lic. Juan Carlos Baena

Antropología de Platón

PLATÓN
(428‑347)

I. VIDA
Nació en Atenas (428‑427 a. de J. C.), de familia aristocrática. Su padre, Aristón, era descendiente del
rey ático Codro; y su madre, Perictione, era descendiente de Dropides, familiar de Solón. El nombre
"Platón" es, en rigor, un apodo (que significa "el de anchas espaldas"); su nombre originario era
Aristocles.
Educado por los mejores maestros de la época en Atenas, Platón tuvo dos intereses: la poesía ‑que
abandonó luego‑ y la política, que le preocupó siempre. A los dieciocho años de edad, se allegó al círculo
de Sócrates, quien ejerció enorme influencia sobre su vida y sus doctrinas y de quien fue el más original
discípulo. Por Sócrates tuvo lugar lo que puede llamarse la conversión de Platón a la filosofía.
Tras la muerte de Sócrates, se estableció un tiempo en Megara, con Euclides, otro discípulo de Sócrates.
De regreso a Atenas, comenzó sus enseñanzas filosóficas; se afirma, pero no puede asegurarse, que
emprendió asimismo un viaje a Egipto.
Poco después fue invitado por el tirano Dionisio el Viejo a Siracusa (sur de Italia), donde se relacionó con
los pitagóricos (especialmente con Arquitas). Aunque el sobrino de Dionisio el Viejo, Dión, se entusiasmó
con las doctrinas de Platón, el resultado del viaje fue desastroso; parece ser que por orden de Dionisio,
el filósofo fue ofrecido (hacia 387 a. de J.C.) como esclavo en el mercado de Egina (que estaba entonces
en guerra con Atenas) y que tuvo que ser rescatado por un cierto Aniceris.
De regreso a Atenas, Platón fundó la Academia; pero, invitado de nuevo por el sucesor del citado
Dionisio, Dionisio el Joven, emprendió un segundo viaje a Siracusa, donde esperaba poner en práctica
sus ideas de reform política. Caído Dión en desgracia, Platón regresó a Atenas, pero en 361‑360
emprendió un tercer viaje viaje a Sicilia, asimismo por invitación de Dionisio el joven. Tuvo, sin embargo,
que huir, protegido por Arquitas, a consecuencia de estar implicado en las luchas políticas del Estado,
regresando de nuevo a Atenas, donde permaneció, hasta el final de su vida, consagrado a la Academia y
a sus escritos. Murió en 347 a. de J.C.
II. ANTROPOLOGÍA

1. EL MITO DEL AURIGA (cochero).


Presenta la estructura del alma donde luchan constantemente dos fuerzas antagónicas
(los corceles).

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Diremos que el alma es como el grupo que forman un tronco de caballos alados y el
hombre que los guía. Los corceles y los conductores de las almas divinas son todos
excelentes y de noble estirpe; pero los de las almas restantes poseen una doble
naturaleza. El conductor que hay en nosotros lleva las riendas, pero de los dos caballos
hay uno que es bueno y hermoso y de pura sangre y otro que es todo lo contrario. Por
fuerza tiene que ser difícil y arriesgado para nosotros conducir un tronco así...
En cuanto a las otras almas, la más excelente, puesta a la zaga de los dioses y
queriendo semejarse a ellos levanta hacia el lugar que se halla, en el lado exterior del
cielo, la cabeza de su cochero y es arrastrada alrededor en el movimiento circular,
aunque sus caballos no la dejen moverse libremente y sólo con dificultad puede
contemplar las cosas que son. Otra de las almas levanta unas veces la cabeza, otras la
desvía; y como los caballos se lo impiden, ve unas cosas y otras no. Las demás siguen
el cortejo, porque todas sienten el deseo de elevarse; pero como no pueden, son
arrastradas en su impotencia, se pisotean y se empujan las unas a las otras, y todas
quieren encontrarse delante. Allí es el tumulto, el forcejo, el sudor agobiante: muchas
quedan lisiadas por la impericia de sus cocheros, a otras se les quiebran las alas.
Todas, en fin, después de haber pasado trabajos sin cuento, se alejan sin llegar a la
contemplación perfecta del ser, y cuando ya se han alejado tienen que recurrir a la
opinión como alimento. Y he aquí por qué es tan general el deseo de ver el sitio donde
se encuentra la llanura de la verdad: en sus praderas está precisamente el pasto que
más conviene a la porción egregia del alma; de él se nutren las alas que levantan el
alma y la hacen ligera. (Fedro, 246‑248.)

2. NATURALEZA INTEMPORAL DE ALMA.


Toda alma es inmortal. Efectivamente: todo lo que se mueve eternamente es inmortal,
pues lo que es vehículo de movimiento o lo que es movido desde fuera de sí, no deja
nunca de recibir movimiento y además es el origen y el principio del movimiento para
todas las cosas que se mueven. Un principio, sin duda, que no ha sido engendrado.
Todo lo que existe se deriva inevitablemente de un principio; ahora bien: el principio no
puede derivarse de nada, pues si se derivase de algo no sería principio. Por otra parte,
si no ha sido engendrado, tampoco puede ser destruido. En efecto, si el principio se
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destruyera, ni él mismo podría nacer de nada ni nada podría nacer de él, ya que todo
ha de ser engendrado necesariamente por ese principio. Por consiguiente, lo que es
principio del movimiento se mueve a sí mismo y no puede ni desaparecer ni ser
engendrado en ningún momento; pues, en otro caso, todo el cielo y la Tierra
desplomándose quedarían inmóviles y no tendrían ya nada que pudiera comunicarles
movimiento. Asentado ya que lo que a sí mismo se mueve es inmortal, no dejará nadie
de reconocer que ésa es precisamente la esencia del alma. Todo cuerpo movido desde
fuera es inanimado, y todo lo que se mueve desde dentro de sí mismo es animado, de
manera que ésta es la naturaleza del alma. Siendo así que lo que se mueve a sí mismo
es el alma, resulta necesariamente que el alma ni tiene principio ni tiene fin.
(Fedro, 245c.)

3. METEMPSICOSIS O REENCARNACIÓN. SANCIONES Y PREMIOS DE LAS


ALMAS.
El alma que ha tomado parte en el cortejo de un dios y ha llegado a ver algunas de las
verdades, estará libre de trabajos hasta la revolución siguiente; y si es capaz de hacer
siempre lo mismo, eternamente se hallará libre de penalidades. Pero si no tuvo fuerzas
para seguir dócilmente a los dioses y no llegó a ver nada, y por efecto de algún
accidente desgraciado, llena de olvido y corrupción, se embotaron sus movimientos y
así, postrada, perdió su plumaje y cayó a tierra, es ley entonces que no podrá
instalarse dentro del cuerpo de ningún animal en la inmediata generación. La que haya
visto el mayor número de cosas irá a insertarse en el germen de un hombre que haya
de ser amigo de la verdad, de la belleza o de la música, o entendido en cosas de amor.
La que sigue a esta alma, por la cantidad de cosas que ha visto, se incorporará a un
rey justo. El alma del tercer orden se instalará en un gobernante, un administrador o un
financiero. La de cuarto orden, en un gimnasta esforzado o en el que sabe curar las
dolencias del cuerpo. La del quinto orden formará parte de la existencia de un adivino o
de quien lleva al cabo alguna iniciación. Del sexto orden será el alma del poeta o del
que está adiestrado en cualquier género de imitación; al séptimo orden pertenece el
alma del artesano o del labrador; al octavo, el alma del sofista y la del demagogo; al
noveno, la del tirano.
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Entre todos estos, el que haya vivido en la Tierra de una manera más justa tendrá una
parte mejor; pero el que haya vivido en la injusticia no la tendrá tan buena.
Un alma que ha habitado un cuerpo de hombre puede instalarse en el de una bestia, y
al revés, desde la bestia puede emigrar al hombre el alma que ya habitó otra vez en el
hombre, pues el alma que no ha visto nunca la verdad no puede adoptar nunca la
forma humana. Conviene, ciertamente, que el hombre llegue a la intelección a través
de lo que se llama la idea, pasando de las diversas impresiones a lo que está reunido
en una sola cosa gracias al razonamiento. Y esto no es otra cosa sino el recuerdo de lo
que ha contemplado nuestra alma cuando marchaba en la compañía de un dios.
Cuando veía desde lo alto todas las cosas que ahora decimos que existen y levantaba
los ojos hacia lo que realmente es. Por eso es justo que sólo el pensamiento de un
filosofo tenga alas, puesto que se aplica incesantemente y en la medida de sus fuerzas
a evocar en la memoria aquellos objetos a los cuales también atiende la divinidad, y por
eso es divina. También el hombre que usa debidamente de esta clase de evocaciones y
llega a la perfección de los misterios se hace realmente perfecto. Al apartarse de los
cuidados de los hombres y dedicarse a la contemplación de las cosas divinas, las
gentes le reprochan que está fuera de sí, pero en realidad está endiosado, está en el
seno de Dios, y las gentes no se dan cuenta de ello.
(Fedro, 248‑249.)
4. EL MITO DE LA CAVERNA O EL CONOCIMIENTO COMO ACTIVIDAD HUMANA.
‑Ahora ‑continué diciendo‑, imagínate de la siguiente manera nuestra naturaleza, según
que recibe o no la debida educación. Figúrate unos hombres en una habitación
subterránea al modo de una caverna, que tenga la entrada vuelta hacia la luz y larga
como toda ella. En ella se encuentran desde niños, con las piernas y el cuello atados,
teniendo que permanecer en el mismo sitio y no pudiendo ver más que lo que tienen
delante, imposibilitados como están, por las ataduras, de mover la cabeza en torno. La
luz de un fuego colocado en lo alto y a lo lejos brilla detrás de ellos. Entre este fuego y
los presos hay un camino alto. A lo largo de este camino figúrate levantada una tapia,
algo así como las mamparas que ponen delante los titiriteros, frente al público, y por
encima de las cuales exhiben los títeres.
‑Me lo figuro ‑dijo‑.
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‑Figúrate, pues, a lo largo de esta tapia, hombres llevando cosas de todas clases que
sobresalgan de la tapia, y figuras humanas y de animales de piedra y de madera,
hechas de todas formas, como es natural, unos hablando, otros callados, los que las
llevan y pasan.
‑Cuadro extravagante pintas ‑dijo‑, y extravagantes presos.
‑Iguales a nosotros ‑repuse yo‑. Pues bien, y en primer término, ¿crees que unos
presos semejantes pueden haber visto de sí mismos y de los demás otra cosa que sus
sombras proyectadas por el fuego sobre la pared de la caverna que tienen enfrente?
‑¿Cómo ‑dijo‑‑, si están forzados a tener la cabeza inmóvil toda la vida?
‑Y de las cosas que llevan los que pasan, ¿ no es lo mismo?
‑ Qué, si no?
‑Si, pues, pudiesen conversar unos con otros, ¿ no piensas que estarían convencidos
de hablar de las cosas mismas, al hablar de las sombras que ven?
‑Forzosamente.
‑Y si la prisión tuviese un eco que saliese de la pared de enfrente de ellos? Cada vez
que uno de los que pasan hablase, ¿crees que podrían pensar que
quien hablaba era otra cosa que la sombra que pasase por la pared?
‑Por Zeus, no ‑dijo‑.
‑Unos presos semejantes ‑seguí yo‑ podrían en absoluto convencerse de que la verdad
fuese nada distinto de las sombras de las cosas.
‑Con toda necesidad ‑dijo‑.
‑Pues considera ‑proseguí yo cuáles serían los efectos de soltarles y liberarles de sus
ataduras y de la imbecilidad en que se encuentran sumidos, si por obra de naturaleza
les acaeciese lo siguiente. Cuando se soltase a uno y se le obligase a ponerse de
repente en pie, a mover el cuello, a andar y a levantar la vista hacia la luz; al hacer todo
esto, sentiría dolores y se sentiría imposibilitado por las vibraciones de la luz para ver
las cosas de que veía las sombras un momento antes. ¿ Qué crees que diría, si alguien
le dijese que un momento antes veía naderías, pero que ahora, algo más cerca de la
realidad y vuelto hacia las cosas más reales, veía más exactamente? ¿ Y si,
enseñándole cada una de las cosas que pasan, se le obligase, preguntándole, a
responder lo que era? ¿No crees que se encontraría en un callejón sin salida y que
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estaría convencido de que las cosas que veía un momento antes eran más verdaderas
que las que le enseñan ahora?
‑Mucho más ‑dijo‑.
‑Y si le forzasen a mirar a la luz misma, ¿no crees que le dolerían los ojos, y que dando
la vuelta huiría hacia aquellas cosas que podría ver, y que estaría convencido de que
éstas eran en realidad más claras que las que le enseñaban?
‑Así es ‑dijo‑‑.‑Y si ‑proseguí‑‑‑‑ le arrastrasen de allí a la fuerza por la subida ruda y
escarpada, y no le soltasen hasta haberle sacado a rastras a la luz del sol, ¿ es que no
crees que padecería, y que se exasperaría de que le arrastrasen, y que desde que
hubiese llegado a la luz tendría los ojos llenos de su resplandor, y no podría ver ni una
sola de las cosas que llamamos ahora las verdaderas cosas?
‑No podría ‑dijo‑ al menos en seguida. ‑Tendría falta, en efecto, de la costumbre, creo
yo, si quería ver las cosas de la parte alta. Primero vería con más facilidad las sombras;
después, las imágenes de los hombres y las de las demás cosas en las aguas, más
tarde, las cosas mismas, y a partir de aquí contemplaría las cosas del cielo mismo de
noche, levantando la vista a la luz de las estrellas y de la Luna, más fácilmente que de
día el Sol y su luz.
‑Cómo no? ‑Por fin, creo yo, sería el Sol, no su reflejo en las aguas ni en ninguna otra
superficie, sino él mismo, en sí mismo y en su lugar mismo, lo que podría mirar y
contemplar como es.
‑Necesariamente ‑dijo‑.
‑Y después de esto podría ya inferir acerca de él que él era quien traía consigo las
estaciones y los años, quien regía todas las cosas del espacio visible y quien era causa
en alguna manera de todas aquellas cosas que veían en la caverna.
‑Evidente ‑dijo‑ que vendría a parar en esto después de lo otro.
‑Qué, entonces? ¿No crees que, acordándose de su primera habitación, de la sabiduría
que allí reinaba y de los presos con él, se sentiría feliz del cambio y los compadecería?
‑Pues bien ‑proseguí‑, esta alegoría, querido Glaucón, debe aplicarse íntegramente a lo
dicho antes, comparando el mundo que se percibe por la vista a la prisión y la luz del
fuego encendido en ella a la fuerza del Sol. Y si tomas la subida y la contemplación de
las cosas de la parte alta por la ascensión del alma al espacio inteligible, no te
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apartarás, de lo que yo creo, supuesto que es lo que sientes afán por oír de mí. Dios
sabe si será verdad. Mas si he de atenerme a mi parecer lo que me parece es que en
los confines de lo cognoscible está y se ve, con dificultad, la idea del Bien; pero que,
vista, hay que concluir que ella es para todos la causa de todas las cosas rectas y
bellas; que en lo visible ha engendrado la luz y el señor de ella, y en lo inteligible, ella
misma señora, dispensa la verdad y la inteligencia; y que le hace falta verla al que
quiere obrar cuerdamente en lo privado y en lo público.
Atenas debe dedicar sus mejores hombres a la contemplación del bien.
‑Obra nuestra, pues ‑proseguí‑, de los fundadores, forzar a las mejores naturalezas a
dedicarse a la ciencia que hemos dicho antes que es la mejor de todas: a ver el Bien, a
hacer aquella subida; y cuando, después de haber subido, hayan visto bastante, no
permitirles lo que se les permite ahora.
‑Qué? ‑El quedarse allá ‑proseguí‑ y no querer bajar de nuevo con los presos ni
participar de sus fatigas y sus honores, más mezquinos o más valiosos.
‑Les diremos, en efecto, que los así formados en las otras ciudades no participan,
fundamentalmente, en las fatigas de ellas, porque se forman por sí mismos, a pesar del
régimen de cada una, y el que se ha hecho a sí mismo, y a nadie debe su sustento,
tiene derecho a no querer pagar a nadie lo que le ha sustentado. Pero a vosotros os
hemos formado nosotros, para vosotros mismos y para el resto de la ciudad, como a
los jefes y reyes de las colmenas, mejor y más acabadamente educados que aquéllos y
más capaces de participar de ambas cosas. Es menester, pues, bajar, cada cual a su
vez, a la común habitación de los demás, y es menester acostumbrarse a contemplar
las cosas obscuras; porque, acostumbrados, veréis mil veces mejor que
los de allí, y conoceréis cada una de las imágenes, qué sea y de qué, por haber visto la
verdad acerca de las cosas bellas, justas y buenas. Y así la ciudad habitará, para
nosotros y para vosotros, un suelo y no un sueño, como ahora. habitan las más, porque
luchan por una sombra unos contra otros y se sublevan por el mando, como si fuese un
gran bien. Pero la verdad es que la ciudad en que menos ávidos del gobierno sean los
llamados a gobernar será la mejor administrada y con menos sublevaciones, por
necesidad; y la que tenga los gobernantes contrarios, al contrario.
(República, VII, 514a‑520d.)
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