Renovación Carismática Católica en España
Material de Formación
QUEREMOS VER A JESÚS
Mario Hevia, cmf
El segundo de los fines que nos proponen los
Estatutos de la Renovación Carismática en el artículo
2 es el siguiente: «La conversión continua de la
propia vida, acomodándola lo más posible a la
exigencia del evangelio, fruto de la experiencia de
Jesús vivo, de la gratuidad y de la filiación divina».
Vamos a hacer un comentario, analizando un poco
los cinco puntos que ahí vienen propuestos.
Conversión continua
A veces consideramos la conversión como una
ruptura definitiva e instantánea, como un giro de 180
grados, que marca «un antes y un después», etc.
Pero esto no suele ser lo más real, ni lo más
frecuente. Yo creo que la conversión, en la mayor
parte de los casos, es más bien un proceso que un
acontecimiento con una fecha y un lugar
determinados. Es propio de la psicología humana
llegar gradualmente a cambiar de mentalidad o de
comportamiento. Más aún, esos cambios llevan
consigo muchas veces paradas, estancamientos,
dudas, retrocesos, pérdida de orientación,
oscuridades... Por eso hablamos de conversión
continua, como un proceso más o menos complejo,
que tampoco, por otra parte, se da nunca por
terminado. Esa es la razón de que la Iglesia nos invite
constantemente a la conversión, en Adviento y en
Cuaresma y aun todos los días en la Eucaristía.
¿Qué es la conversión? La palabra «conversión» es la
misma palabra latina que traduce literalmente el
verbo usado por el Nuevo Testamento. En los Hechos
de los Apóstoles hay dos palabras que corresponden
a dos momentos del acto de conversión: «Haced
penitencia y convertíos...» (Hch. 3, 19): Una es
metanoia, que viene a ser la conversión moral, el
arrepentimiento de los pecados, el cambio de vida,
etc. y otra es el verbo epistrefein, que es un
«volverse» hacia el Señor por un acto positivo de fe.
«La conversión debe incluir, al mismo tiempo que
una transformación moral, un acto positivo de fe en
Cristo (...), abandono de los ídolos para volverse
hacia el Dios vivo, (...) a Cristo, pastor y guardián de
sus almas» (Léon-Dufour).
Es sugerente este «volverse», sentido bien enraizado
en la palabra latina convertere. Es un movimiento
desde los ídolos al Dios vivo que se nos hace
accesible en Jesucristo.
Las exigencias del evangelio
Una auténtica conversión lleva consigo naturalmente
un cambio de vida. Pero no consiste precisamente en
eso. Creo que aquí viene bien aquella cita, que me
sorprendió un día, a propósito de la oración: «La
verdadera relación entre la oración y la conducta no
consiste en que la conducta sea lo supremamente
importante y la oración tan sólo sirva como ayuda,
sino en que la oración es lo más importante y la
conducta sirve como comprobación» (William
Temple, Arzobispo de Canterbury, 1881-1944).
En el evangelio de San Juan encontramos estas
palabras: «Esta es la vida eterna, que te conozcan a
Ti, el solo Dios verdadero, y al que enviaste,
Jesucristo» (Jn 17, 3). Esto nos lleva a considerar la
conversión como una especie de «iluminación», de
descubrimiento, como, efectivamente, una
«experiencia del Jesús vivo». Es algo parecido a lo
que sucede con el descubrimiento de una persona
que puede afectar de manera importante a nuestra
vida, enriqueciéndola o confiriéndole sentido. Decía
Víctor Frankl: «Llegué a comprender que el
primordial hecho antropológico humano es aquél por
el que el hombre está siempre dirigido o apuntado
hacia algo o alguien distinto de uno mismo: hacia un
sentido que cumplir, u otro ser humano que
encontrar, una causa a la cual servir, o una persona a
la cual amar» (El hombre en busca de sentido).
Podemos, pues, afirmar que el descubrimiento de
Jesucristo como Salvador es el verdadero núcleo de
la conversión, capaz de transformar profundamente
todos nuestros planteamientos, expectativas y
metas, juicios y valoraciones, nuestras relaciones y
hábitos, de llenar nuestro corazón, en una palabra,
de cambiar nuestra vida y darnos la paz.
La experiencia de Jesús vivo
Queremos ver a Jesús
En el centro de toda celebración, de la recepción de
los sacramentos, de toda oración, ha de estar esa
«experiencia de Jesús vivo». Es decir, las
celebraciones cristianas no pueden tener otro
objetivo que ése. A veces las convertimos en pura
fiesta, o en simple devoción o en número de
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programa, o en cumplimiento de un precepto. Una
reunión de oración, la celebración de una Eucaristía
en el fondo no son, ni pueden ser, más que eso, un
encuentro con el Jesús vivo y verdadero, con el Cristo
resucitado, con el Salvador.
Ese encuentro, si es auténtico, cambiará, como
hemos dicho, nuestras perspectivas. En efecto, «ya
no viviremos para nosotros mismos, sino para Aquél
que murió y resucitó por nosotros» (II Co 5,15). Por
eso es tan importante cuidar la celebración, saber
dirigir la oración, y hacerlo efectivamente, escoger
acertadamente la Palabra en la Biblia, respetar los
silencios, llevar la música, no interrumpir el curso de
la oración, procurar el mejor ambiente de lugar, la
sala, los signos, la ausencia de ruidos y de
distracciones, sentir el calor y la fe de los que nos
acompañan, estar atentos a sus palabras, etc.; como
dice el cántico «El Señor está en medio de ti,
poderoso... ». Todo nuestro intento es alcanzar a ese
Cristo: «Todo lo tengo por basura con tal de alcanzar
a Cristo (...) y su justicia, que viene por la fe» (Flp. 3,
8s).
Es verdad, por otra parte, que el encuentro con el
Señor se realiza también en la vida y en la oración
íntima y personal, pero en el encuentro con otros
hermanos hacemos Iglesia, constituimos un pueblo,
formamos un cuerpo, el Cuerpo de Cristo, que alaba
al Padre en un mismo Espíritu. Nos ayudan, pues, los
demás, nos ayudan nuestros hermanos de aquí y de
ahora, pero también nos ayudan poderosamente los
escritos y testimonios de otros muchos hermanos,
que nos han precedido. Este alcanzar a Cristo ha de
ser como un empeño continuo: «Queremos ver a
Jesús» (Jn 12, 21).
nada delante de Dios. Pero Dios nos quiere elevar a
su altura, nos quiere hacer participar de su gloria.
Esto significa, por una parte, que nuestra relación
con Dios, nuestra religiosidad no puede estar
inspirada en el temor, sino en la confianza; por otra
parte, esta verdad de la filiación divina nos lleva a un
abismo de grandeza. Eso de que Dios quiera
hacernos «de su cámara», como diría Santa Teresa,
«conciudadanos de los santos y familiares de Dios»
(Ef 2, 18), es algo que supera no sólo nuestra
inteligencia sino también todas nuestras
aspiraciones. Es al mismo tiempo importante
considerar que no sólo cada uno debe sentirse hijo
de Dios en su conciencia, sino que también los demás
lo son. Uno de los fines de la Renovación Carismática
es acrecentar esta conciencia. En Rm 8, 15 leemos
que el Espíritu clama en nosotros «Abbá, Padre».
Hemos de dejar que el Espíritu Santo nos invada para
que del fondo de nuestros corazones podamos
reconocer a Dios como Padre, nos dé ese
conocimiento y ese sentido, con todo lo que eso
significa: confianza, abandono, amor, seguridad. «Y si
hijos también herederos; herederos de Dios y
coherederos de Cristo» (Rm.8, 17).
Revista Nuevo Pentecostés nº 100

La gratuidad

Este gemido del corazón, este deseo de Dios, es

también sólo una humilde súplica, porque la gracia
es gracia y los dones de Dios no se compran ni se
merecen, sólo se reciben, con gratitud, como
recibimos la vida, el sol, el aire y el agua. El que tiene
esta conciencia «anda en humildad y en verdad»,
vive en esperanza, sabiendo que fuimos creados
precisamente para esto, «para alabar y bendecir a
Dios», llamados a la dicha, sin méritos precedentes,
«siendo todavía pecadores» (Rm 5, 8). que hemos
sido amados, queridos, sin condiciones. Sólo basta
«volverse al Señor».
Queremos ver a Jesús

La filiación divina

«Hijos de Dios» se opone a esclavos, siervos o

simples criaturas. Como simples criaturas no somos