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http://hdl.handle.net/2027/njp.32101055077760
A U T O R K S E S V A Ñ O L E
Jacinto Gkau; «El señor de P i g m a l i ón >
IMPRESIONES ATENEA
Madrid, 1921
OBRAS DE JACINTO GKAU
PUBLICADAS
Trasuntos. — Con una carta prólogo de don Juan Ma-
ragall.
Las Bodas dk Camacho. — Comedia lírica en un acto,
sacada del Quijote, en colaboración con Adriano
Gual. Música del maestro Ferrán, estrenada en el
teatro Tívoli de Barcelona.
El Tercer Demonio. — Esbozo de comedia en un acto,
estrenada en el teatro Lara de Madrid.
Don Juan de Carii.lana. — Comedia en dos actos y tres
cuadros, estrenada en el teatro Infanta Isabel de
Madrid.
Entre Llamas. — Tragedia en tres actos y un epílogo,
estrenada en el teatro Principal de San Sebastián.
El Conde Alarcos. —Tragedia romancesca en tres ac
tos, estrenada en el teatro de la Princesa de Madrid.
En Ildaria. — Comedia en dos actos, estrenada en el
teatro de la Princesa de Madrid,
El Hijo Pródigo. — Parábola bíblica, estrenada en el
teatro de Eslava de Madrid.
Conseja Galante. — Cuento ingénuo en dos actos y
un epílogo.
La Redención de Judas. — Estrenada en el teatro de la
Princesa de Madrid, seguida de Sortilegio, Horas de
Vida y El Rey Candantes.
El Señor de Pigmalión. — Farsa tragicómica de hom
bres y muñecos, en tres actos y un prólogo, seguida
de El Mismo Daño, comedia dramática en tres
actos.
en prensa
El Cuento de Barba Azul. — Comedia lírica en tres ac
tos y un prólogo a telón corrido,
roró.— Comedia en tres actos.
EN PREPARACIÓN
El Aventurero. — Comedia.
Estampas. — Impresiones, retratos. Crítica.
JACI"NTO GRAU
IL SETslOR DE
PIGMALION
Farsa tragicómica de hombres
y muñecos, en tres actos
y un prólogo
ATENEA
PUBLICACIONES
T E A T R U
Esta obra es propiedad de su autor.
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son los encargados de conceder o negar el permiso de repre
sentación y del cobro de los derechos de propiedad.
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Copyrigt, 1921» by Jacinto Grau.
EL SEÑOR DE
P I G M A L I Ó N
vi
71896S
PERSONAS DEL PROLOGO
Doña Hortensia. — Actriz retirada, alta, gruesa, fornida, im
ponente.
Teresita. — Su sobrina. Una señorita guapa.
Pigmalión. — Media edad. Afeitado. Cara interesante.
El duque de Aldurcara. — Un hombre joven y señoril.
Ponzano. — Actor cómico.
Don Lucio. j
Don Javier. \ Empresarios consocios.
Don Olegario. J
Don Agustín. — Representante de la empresa.
Un iortero.
ESCENA PRIMERA
Portero, con gorra galoneada, abriendo la puerta y
precediendo a Ponzano.
ESCENA II
Abrese rápidamente lapuerta y entra Doña Hor
tensia con Teresita. Doña Hortensia viene un poco
amoscada y muy digna. Teresita, acicaladísima.
en anuncios !
ESCENA III
Dona Hortensia y Teresita, solas.
ESCENA IV
Las mismas y Don Agustín, el representante. Entra
empujando la puerta suavemente, y al verlas, se qui
ta el sombrero con mucha finura. Es un señor muy
ceremonioso y muy gestero.
21
EL SEÑOR DE PIGMALIÓN
Teresita. (Llena de curiosidad. )¿ Ha lle
gado Pigmalión ?
Don Agustín. — Sí, ha llegado esta ma
ñana.
Teresita.— ; Se parece al retrato del car
tel?
Don Agustín. — No lo visto. Lo ha
he
recibido en la estación señor duque.
el
Dicen que tiene una gran presencia. Aho
ra que él no trabaja. Sólo trabajan sus mu
ñecos.
Doña Hortensia. — Ya veremos esos fa
mosos muñecos.
Don Agustín. — Poco hemos de vivir si
no los vemos.
Doña Hortensia.— Pues nosotras hemos
venido, como usted sabe...
Don Agustín. — ¡ Cuánto siento que se ha
yan ustedes molestado en balde ! ¡ Mil per
dones en nombre de la empresa !
Doña Hortensia. — ¿Pero qué pasa...?
Don Agustín. — Pues nada, que a última
hora, se ha resuelto no dar esas dos funcio
nes de despedida de la compañía; , .
ESCENA V
Don Agustín, solo. Después Portero
ESCENA VI
Don AgustIn y los dos empresarios.
ESCENA VII
Don Lucio y Don Javier.
3»
PRÓLOGO - ESCENA Vil
Don Lucio. — Y ahora se harían también,
si no fuera por lo que nosotros nos sabe
mos.
Don Javier. — Y tal, hombre, y tal. Ya
está decidido, el año que viene otro teatro.
Este no nos conviene." Muy bonito, no caro
de alquiler, buen sitio, el mejor de Madrid.
Un brillante, pero no nos conviene.
Don Lucio. — Si no tenemos la suerte de
dar con ese Pigmalión y de que, por lo que
sea, tenga interés en empezar su excursión
por España, salimos mal este año.
Don Javier. — Con las manos en la cabe
za. Necesitamos un teatro completamente li
bre.
Don Lucio. — Naturalmente. Sin un pro
pietario como el duque, que nos imponga el
tono del espectáculo.
Don Javier. — También es desgracia, hom
bre, que £anjQ.„aramados a. la. cola que sue
len ser los señoritos, y más los aristócratas,
el duque éste, propietario del teatro, haya sa
lido con gustos y aficiones artísticas, y nos
dé la lata con el buen nombre del teatro y el
arte dramático y demás zarandajas por él es
tilo. .
_
TOon Lucio. — Que se haga él empresario,
y no arriende el local.
Don Javier. — De todos modos hay que
aguantar al duque ahora, porque puede ha
cernos un préstamo gordo, si llega el caso.
3«
EL SEÑOR DE P I G M A LI Ó N
Don Lucio. — Por lo soporto. ¡ Pues
eso
anda, que cuando se entere que nos queda
mos con Ponzano y dejamos a Miranda !
Don Javier. — Qué tiene él ya que ver en
eso. De nuestra compañía en provincias po
demos hacer lo que nos dé la gana, no falta
ba más.
Don Lucio. — Y aquí lo mismo, para eso
le pagamos el teatro.
Don Javier. — ¡ Claro, hombre, claro ! Esto
es un negocio como otro cualquiera.
Don Lucio. — El decoro artístico está en
las pesetas.
Don Javier. — Todo está en las pesetas.
Don Lucio. (Accionando con un paque
te de cartas en la mano.) — ¡Todo! La mis
ma salud, no vale nada sin dinero.
Don Javier. — Y ese duque tanto abogar
por Pigmalión, y tanto querer ir a recibirlo
y mangonear él solo, y aún no ha venido a
darnos cuenta de la llegada. Y Don Olega
rio, también sin venir.
Don Lucio. — Lo de Don
Olegario es
inexplicable. Ese no tenía que ir a recibir
a nadie. Ahora lo del duque, no. Toma
estas cosas como un pretexto para diver
tirse.
Don Javier. — Claro,con cien mil duros
de renta se ven las cosas de otra manera que
las vemos nosotros.
Don Lucio. (Dejando su asiento.) — Si
33
PRÓLOGO - ESCENA VÜl
tarda más el duque, nos vamos a ver a Pig-
malión al Palace.
Don Javier. (Poniéndose también en
pie.) — Eso estaba pensando. Voy a pedir un
coche.
ESCENA VIH
Los mismos y el Duque. Entra alborozado, abriendo
precipitadamente la puerta del despacho. Gran pre
sencia ; flor en el ojal.
ESCENA IX
Los mismos y Don Oleoario. Un señor ordinariote,
viejo, con cara simpática y de buena persona. Des
pués Portero.
ESCENA X
Los mismos y Pigmalión. Es un hombre de media
edad, de aspecto aun joven. Cara afeitada, intere
santísima. Ojos escrutadores - y vivos. Viste traje
oscuro y usa monóculo grande, con círculo de concha.
4o
PROLOGO - ESCENA X
horas inolvidables !
Pigmalión. — Muy amable, es usted, muy
amable.
Duque. — Aquí tiene usted a los empresa
rios. No han ido a recibirle por culpa mía.
Deseaba verle a usted, yo solo, primero.
Pigmalión. (Inclinándose ante los tres
—
consocios.) Tanto gusto, señores.
Duque. (Presentando.) — Don Olegario
Andrade. Don Lucio Ibáñez, Don Javier Ta
layera.
Don Javier. (Yendo hacia Pigmalión, y
alargándole la mano.)— ¿Qué tal está usted?
Pigmalión. (Estrechando la mano.) —
Bien, bien, muchas gracias.
Don Lucio. (Acercándose también a Pig
malión, con la mano extendida y con esa
amabilidad campechana, bastante ordinaria,
muy al uso entre ciertas gentes.) — ¿Y la fa
milia?
Pigmalión. — No tengo más familia que
mis muñecos.
Don Olegario. (Dándole también la ma
no.) — Celebro mucho conocer a usted.
Pigmalión. — Igualmente, señor.
Duque. — Aquí los tiene usted, Pigmalión,
41
EL SEÑOR DE P I G M A Ll O N
45
EL SEÑOR DE PIGMALIÓN
fácilmente por unos muñecos. ¡ Cuántos hom
bres, menos inteligentes que mis fantoches,
han conseguido fortunas grandes ! Lo que se
da tan fácilmente a necios y a muñecos, no
puede valer mucho.
Don Lucio. — ¿Pero tanto han dado los
muñecos de usted?
Pigmalión. — En los pocos años que los
paseo por el mundo, me han hecho varias
veces millonario.
Don Lucio. (Con los ojos muy abiertos,
escapándosele, a su pesar, la palabra.) —
i Jinojo !
47
EL SEÑOR DÉ PIGM ALI Ó Ñ
Pigmalión. — Su Chichita de usted y toda
mujer, por hermosa que sea, no puede resis
tir comparación con Pomponina. Para cons
truirla, escogí y reuní las más puras formas
que imaginaron los hombres, y es toda ella
de un hechizo tal, que una mujer a su lado,
resulta algo grosero.
Don Olegario. — Caray, caray.
Duque. — Hay que ver al momento esa
Pomponina.
Don Lucio. — A ver si nos resulta usted,
con sus muñecos, un guasa de esos de mar
ca, y usted perdone la expresión.
Pigmalión. — Ustedes juzgarán. Me siguen
muchos enamorados, como yo, de Pompo-
nina. La escolta de excéntricos que va
detrás de mis muñecos en sus viajes, es
tanta, que ella sola llenará este teatro y
todos los teatros donde yo vaya, y no ca
brá toda. Yo mismo, pues, sin quererlo,
traigo el público a mis empresarios de Eu
ropa.
Don Lucio. — ¡ Rejinojo !
Don Javier. — Por ahí debía usted haber
empezado.
Don Olegario. — De esa manera, llenan
do los teatros, se puede ser lo que se quiera,
incluso artista.
Pigmalión. — Yo no puedo suplicar a Ve
nus, como el auténtico Pigmalión, que anime
a Pomponina, cual animó a la famosa esta
48
PRÓLOGO - ESCENA X
tua, porque mis muñecos y todos sus com
pañeros son ya seres animados, vivos, y pa
sarían por personas verdaderas, si no fueran
conmigo.
Don Lucio. — ¿Y qué representan los mu
ñecos de usted?
Pigmalión. — Farsas cómicas, la mayor
parte.
Don Lucio. (Entusiasmado.) — ¿Cómi
cas ? ¿ Pero cómicas de verdad ?
Don Javier. — ¿Verdaderamente cómicas?
Pigmalión. — Completamente cómicas.
Don Olegario. — Vuelve a salir el sol pa
¡
ra nosotros !
5*
PRÓLOGO ESCENA X
57
EL SEÑOR DE P I G M A LI Ó N
ESCENA PRIMERA
Los tres empresarios, que entran por la izquierda,
muy al primer término, en la línea del telón. Llevan
abrigo y sombrero puesto. Después Conserje.
lión.
Don Javier. — Ni el duque.
Don Olegario. (Mirando su reloj.) — Son
hombres puntuales. No tardarán.
Don Lucio. (Andando hacia atrás y lle .
59
EL SEÑOR DE PIGMALIÓN
Don Olegario. (Tratando de abrir la caja
y zqzgMdeándola.) — Nada, ya no se oye nada.
Don Javier. (Deteniendo a Don Olega
rio.) — ¡ Pssi, cuidado! ¿Qué hace usted,
hombre ?Deje usted eso
¡
!
61
EL S E Ñ O R D E PI G M A LI Ó N
ESCENA II
Los tres empresarios y el Duque y Pigmalión, tam
bién por la izquierda, primer término.
citos !
ESCENA III
Pigmalión, Duque, empresarios y los muñecos, que
van apareciendo por el orden que se indica.
65
EL SEÑOR DE PIGMALIÓN
breve de caja de música, y luego como un
rechocar de muelles y herrajes, ábrese rápida
la puerta de la caja, y aparece Juan el tonto,
dando dos pasos hacia Pigmalión. )
Juan. — Cu, cu. (Va vestido como el actor
cómico, clásico, del teatro ingenuo de brocha
gorda: sombrerete chico y ridiculo, coloradas
las mejillas y la punta de la nariz; cejas inve~
rosímiles, pelos lacios, boca puntiaguda, muy
roja, afeitado el rostro caricaturesco, chaleco
fantástico, pantalón pintoresco, a cuadros, y
bastón grandote y pesado de payaso. Duque
y empresarios, obsérvanle con gran interés.)
Pigmalión. — Buenas noches, Juan. Saluda
a estos señores.
Juan. (Con la cara seria, estúpidamente
imperturbable.) — Cu, cu.
Pigmalión. — Es el menos complicado de
todos. No habla. Sólo dice lo que oyen uste
des. Me bastó imitar el mecanismo de un sen
cillo reloj de cuco. Vamos a ir viendo ahora
los otros.
Juan. (Balanceándose, abriendo y cerran
do los ojos y haciendo muecas.)— Cu, cu.
Pigmalión. — Bueno. Cállate ya.
Juan. — Cu, cu.
Pigmalión. (Yendo hacia él, autoritario.) —
[
Silencio he dicho !
de
ACTO I ESCENA III
trae en un quejido metálico agudo. Después
queda rígido, inmóvil, seriamente cómico.
Pigmalión, le vuelve la espalda y se dirige al
Duque. Juan saca la lengua y le hace guiños
de burla.)
Duque. (Contemplando al muñeco.) —
¡ Prodigioso Saca la lengua como una per
!
sona.
Don Javier. — Un Toribio completo.
Pigmalión. — No es un Toribio, es Juan el
tonto nada más.
Don Lucio. — Está muy bien imitado, re
¡
caray !
68
ACTO I - ESCENA III
a ]van.) Lo dicho, ¿eh? Veamos los otros.
(Introduce la llavecita en la caja vecina a la
del tonto. Los mismos sonidos agudos y mu
sicales, al dar vuelta en la cerradura.)
Duque. (Leyendo también en voz alta, el
letrero de la caja.) — El Capitán Araña.
Don Javier. — A ver cómo es el fantoche
ese.
Pigmalión. (Delante de la caja.) — Este ya
habla como los demás. Se resistirán ustedes a
creer que son muñecos. (Apartando con el
gesto al Duque y a los empresarios, que se
echan un poco atrás.) Señor Capitán, haga
usted el favor de salir. (Abrese la puerta de
la caja, aparece el Capitán Araña, y con el
mismo sonido metálico de muelles y herrajes,
que se mostró el tonto, sale y avanza unos
pasos. Representa un hombre cincuentón,
muy acaricalurado también, vestido con uni
forme estrafalario, de una milicia imaginaria.
En cada bocamanga luce tres galones anchos,
y encima de ellos tres estrellas muy grandes y
visibles. Lleva un terrible sable corvo, pen
diente de la cintura, media bota, y cuélgale
de la barba una perilla larga, gris, y sobre ella,
resaltan unos enormes mostachos del mismo
color, agresivos, prolongados, muy retorci
dos y terminados en punta muy afilada, como
la de la perilla.)
Capitán. (Cuadrándose y saludando mili
tarmente a Pigmalión .) — Presente. (Bajando
69
EL SEÑOR DE PI G M A Ll O N
Pigmalión.— 6
EL SEÑOR DE PIG MALVÓN
— ¡ No !
PIGMALIÓN.
Don Lindo—; Salir ella y no verla Por
y0¿qué me has dado vida, !
ESCENA IV
Los mismos, y Pomponina, que al son de las campa
nas metálicas, entreabre la puerta de la caja y asoma
sólo la cabecita rubia, cubierta con un sombrerillo
precioso, y la cara graciosísima y hermosa, de un cutis
mate, con tornasoles de perla. Tiene un lunar ado
rable, en la mejilla izquierda, cerca de la boca. Sus
ojos azules, luminosos, de un mirar dulce, observan
curiosos el recinto y miran a Pigmalión y compa
ñía, de un modo asesino.
•
Don Lucio. — ¡ Qué atrocidad !
(Intentan
acercarse los cuatro.)
Pigmalión. (Deteniéndoles con el gesto.)—
Hay que verla de lejos ahora. Otro día, sin
tocarla, les dejaré contemplarla de cerca. (Re
troceden los cuatro, observando, embobados,
85
EL SEÑOR DE PIGMALIÓN
a Pomponina, que después de tomar su espe-
jillo colgante, de mirarse en él y de arreglar
se un rizo rebelde, les sonríe, coqueta.)
Pigmalión. (Sacando una bombonera del
bolsilloy dándosela a Pomponina. ) —Tus
bombones.
Pomponina. (Tomando la caja con aire
displicente.) — Gracias. ¿Y mis flores?
Pigmalión. — Hoy no hay flores. Estás cas
tigada.
Pomponina. (Haciéndole un mohín de mi*
mo y de .enfado.) — Por eso no te quiero, por
que me castigas.
Pigmalión. — Sé buena.
Pomponina. — No me da la gana.
Pigmalión. — No seas descarada.
Pomponina. — Rabia, rabia. Cada día seré
más mala y más remala. Rabia y rabia.
Pigmalión.— ¡ Pomponina !
Pigmalión. — Cállate¡
!
Pomponina. — Cállate tú !
¡
Pigmalión. — Muy bonito
¡
ese modo de
contestarme !
ESCENA V ;; :
das !
89
EL SEÑOR DE PIGMALION
Don Olegario. — Como todos los muñecos.
Duque. — Pero después de lo que hemos
visto...
Don Olegario. — Ante Pomponina, nada.
Dondinela. (Alzando y bajando la cabeza
entre unos leves escapes de música, y miran
do al Duque y empresarios de arriba aba
jo.)— \ Más galantes podían ser !
canto de muñeca.
ACTO l - ESCENA V
9"
EL SEÑOR b E P I G M A LI Ó N
Duque observóle mucho, cuando cerraba las
cajas, y no le quita los ojos de encima,.} :
ESCENA VI
Pigmalión, Duque y los tres empresarios. Después,
Conserje.
ESCENA VII
Duque y Conserje
Pigmalión. - i
hora después. La misma escena, desierta, y la misma
UNA
vPQnumbra. En las telas sombrías resaltan las cajas, como
C ataúdes^ claros, de "forraa cuadrada. Puede oirse el vuelo
de una mosca, en el silencio profundo, que Interrumpe la
débil resonancia de un chirrido metálico, y ábrese la puerta
de la caja de Juan el tonto. Asoma éste la cabeza y remira
*
i . ... - - a todos lados.
i
ESCENA PRIMERA
...
, . Muñecos solos
99
EL SEÑOR DE PIGMALI Ó N
,
Juan. (Saliendo apresuradamente de su ca
ja, llegándose a Don Lindo, con $u eterno aire
»?4.
ACTO lI - ESCENA 1
A la porra el Capitán*
A la porra Don Bernardo, -
:.!
Y a la porra Don Galán.
siempre! -
Lucas. — Mira, vete a tocar otra vez el gui
tarro ante Pomponina, y no seas tiroriro.
Don Lindo. — La culpa la tiene Urdemalas,
que te ha enseñado a fumar en pipa.
Lucas.- — ¡Toma! Como que robó para mí
en Filadelfia; esta pipa y esta bolsa, que se
dejó olvidadas en el escenario un tramoyista.
Don Lindo. — Calla y lárgate.
Lucas. — ¡ Porque tú lo mandas ! Me ha¡
.
107
EL SEÑOR DE PIGMALIÓN
Don Lindo. (Aproximándosele .) — ¡ Vete,
o no respondo de mí ! j Vete !
Lucas. — No me da la gana.
Don Lindo.— Quiero hablar a solas, sin
testigos, con Pomponina.
Lucas. — Y yo quiero fumar mi pipa, a mis
anchas.
Don Lindo. (Acercándole a la cara la fuñ
ía de la espada.) — ¡ Fuera de aquí, o te pin
cho!
Lucas. (Alzándose del suelo y esquivan
do la punta.) — Te voy a jugar una mala
treta. No olvides que me llamo Lucas Gé-
/ mez, y echo a perder las cosas muy fácil-
4, mente.
Don Lindo. — Ya la estás guillando !
Lucas. — El que se las va a guillar eres tú
¡
con un catarrito. Ya
me ha dicho Urdemalas,
que eres el único de nosotros que tienes pe
luca de quita y pon. (Da velozmente un brin
co, soslayando la hoja del espadín y tira de la
peluca de Don Lindo, quedándose con ella en
las manos. El paje, sorprendida del inespe
rado salto y maniobra, suelta el arma y se
lleva aterrado ambas manos a la cabeza, com
pletamente mocha y Usa, coma una bola de
billar.)
Don Lindo. — ¿Qué has hecho? .
. . :
til
EL SEÑOR ÜE PtGMALI ÓN
Don Lindo. — Sal un momento, y te io
diré.
Urdemalas. — Con mucho gusto. (Saliendo
de la caja.) Anda, dime..., ¡pero qué ridículo
estás ! ¡ Que no te vean así !
ese.., (Dando un
pequeño bote.) ¿Oyes...?
¡ Vete, que no te vean !
Don Lindo. — ¿Qué?
Urdemalas. — Ruido en la caja de
Revulgo. Mingo
Don Lindo. — ¡De Mingo!
voy corriendo !
¡Horror! ¡Me
¡ Pomponina está allí, si sale
y me ve... !
Pigmalid;t,—t
EL SEÑOR DE PIGMALIÓN
Urdemalas. — No sé. Urge recorrer y exa
minar bien todo el escenario, hasta encontrar
una salida segura.
Pomponina. — ¡ Qué aburrimiento ! Medio
año hace que hemos resuelto separarnos de
Pigmalión, y en ningún teatro hallamos opor
tunidad.
Urdemalas. — Cuestión de paciencia. Esca
parnos para que nos cojan en seguida, será
peor. Pigmalión es muy listo.
Pomponina. —Tú lo eres más.
Urdemalas. — Amabilidad tuya. Voy a ir
escudriñando este teatro. ¿ Dónde vas tú
ahora ? i
ESCENA II
Duque y Conserje, que le precede, provisto de una
linterna. Aparecen por donde se fueron, izquierda
primer término.
"7
EL SEÑOR DE P I G M A Ll Ó JV
ESCENA III
Duque y Pomponina
yo solo.
Pomponina. — ¿Y quién eres tú?
Duque. — El duque de Aldurcara.
Pomponina. — ¿Y cómo estás aquí solo?
Es la primera vez que veo gente sin Pigma-
lión.
Duque.-— No me hable usted más de Pig-
malión. Lo odio.
Pomponina. — Toma, y yo ! ¡Y todos ¡ Y
¡
!
119
EL SEÑOR DE PIGMALIÚN
Duque.— ¿ CÓmo el amor ? ¿ Tú, tan mara
villosamente guapa, estás enamorada de ese
muñeco ?
Pomponina.— Claro que sí.
Duque. — ¡ De un muñeco !
Pomponina .---¿Y qué soy yo?
Duque. — Pues destruiré ese muñeco.
Pomponina.— ¡ Ay, no, pobrecito !
Duque. — Te quiero para mí exclusivamen
te. Vengo a robarte.
Pomponina. — ¡ Ay, que miedo !
•
Duque. — No tengas miedo. Te quiero yo
con toda mi alma. v
Pomponina. — Es un decir. Estoy deseando
que se me lleven.
Duque. — Tengo muchos millones, muchos
palacios, muchos caballos y coches y muchas
joyas.
Pomponina. — ¿Tan bonitas como estas?
(Le enseña el collar de brillantes.)
Duque. — A ver. Trae.
Pomponina. (Retirando el collar.) — No te
vayas a quedar con él.
Duque. — Pomponina
¡
!
¿ Por quién me has
tomado ?
Pomponina. — Bueno, míralo ; pero no lo
"
suelto. !
\Z2
ACTO II ESCENA IV
Duque. — Vamos, amor mío, vamos.
Pomponina. (Tras la ventana. Vésela el
busto solo, como al Duque.) — | Libre, libre ;
¡ Uy,
ya soy libre ! cómo se van a poner al
gunos, cuando sepan que me he ido (Despi !
ESCENA IV
Todos los muñecos. Musiqueo metálico. Asoman
juntosla testa, en la caja de Dondinela, ésta y el
Tío Paco, y en la de Marilonda ésta y Periquito.
Los demás muñecos y muñecas, asoman también,
miran a todos lados y salen despacio.
124
ACTO 'tt - ÉSCÉÑÁ IV
Don Lindo coge apresuradamente su peluca,
y alisándola con la mano, se la encasqueta
al instante en la cabeza.) —
El Tío Paco. (A Lucas Gómez.) — ¡ Eh,
amigo, hay que tener mejor puntería ! Yo no
admito pelucas de nadie.
Lucas. — Bueno, hombre, bueno. Cualquie
ra la yerra, aunque no sea uno Ambrosio.
Ambrosio. — Alusiones, no.
Don Lindo. (A Lucas Gómez, apretándo
se con la diestra la peluca en la testa.) — Aho
ra hada me importa más que Pomponina ;
I47
EL SEÑOH ÜE PlGMALlÓN
no.) Sí, sí. (Alto.) Huir..., huir..., es..., es..M
es...» es..., es...
Pero Grullo. — Huir es escaparse.
Capitán.— ¡Tú lo has dicho, Pero Grullo!
¡
Gracias por el auxilio ! Huir es escaparse, y
escaparse, es gozar de una vida nueva, sin ese
déspota de Pigmalión.
Urdemalas. (Tirándole de la manga.) —
Acorta, hombre, te digo.
Capitán. (A Urdemalas.) — Ya, ya. (Otra
Hez en tono elevado.) Toma, tú, Bernardo.
(Le ofrece la linterna.) Toma.
Bernardo. — ¿ Yo ?
Capitán. —Tú, sí, tú.
Bernardo. (Tomando la linterna.) — ¡ Re-
tuerca !
Capitán. — Tú saltarás primero por esa ven
tana, y si hubiese algún impedimento, lo se
pararás con tu espada.
Bernardo. (Algo contrariado.) — Capitán
Araña, yo quizá no merezca el honor de ser
el primero;
Capitán. (Con una gran plenitud de con
vicción.) — Sí, lo mereces, gran Bernardo, lo
mereces.
Bernardo. (Cariacontecido, con la linterna
en la mano.) — Yo creo que exageras. ¿Ver
dad, Tío Paco?
El Tío Paco.— Yo no toco pito en este
asunto. Sólo quiero que nos escapemos
pronto.
i«8
ACTO II - ESCENA IV
. Capitán.— No exagero, Bernardo. Tú, con
tu espada famosa, debes precedernos. Tras de
Ambrosio con su carabina preparada,
tí,
el
y
Enano con su maza.
Enano. — Es que quizá no seamos ahora
nosotros, ni los más indicados, ni los más dig
nos.
Urdemalas. — ¿Cómo que no? ¡Vaya lo
si
sois
!
!
beis sacrificar vuestra natural modestia re
y
signaros ante vuestra grandeza. Pigmalión os
¡
la dió. (Afilándose la punta de perilla, con
la
mano con que empuñó la linterna subra
la
y
yando discurso, con el sable.) ¡Dichosos
el
mados a la inmortalidad.
Bernardo. — Retornillo
!
le
(
—
terna.) Ve tú, ve. Para algo te llamas Ber
nardo.
Bernardo. (Melancólicamente.) — Es ver
dad. Para algo me llamo Bernardo.
Urdemalas. — ¡Nobleza obliga!
Pigmalión,—
9
EL SEÑOR DE P I G M A LI Ó N
¡ ¡
gidos !
Juan. — Cu, cu.
Bernardo. (Ya junto a la ventana, miran
do por ella a la calle.) — No se ve nada. (La
salta, describe eses en el aire con la espada,
vuélvese a los muñecos, haciéndoles señas
que pueden seguirle, y desaparece. Ambro
sio y El Enano, saltan también, vuélvense
igualmente a los muñecos, haciéndoles las
mismas señas tranquilizadoras y aléjanse, per
diéndose en las sombras de la noche.)
Don Lindo. (Yendo presuroso a la venta
na.) — Yo encontraré a Pomponina. (Sálta
la y vase.)
Mingo Revulgo. — La encontrará para mí.
(Lárgase tras de Don Lindo, saltando torpe
mente la ventana.)
Pero Grullo. — Te sigo, te sigo, querido
Mingo. (Salta apresurado, después de Re-
vulgo, y marchase corriendo.)
Capitán. (Llegándose al marco de la ven
tana, con el corvo sable enhiesto.) — ¡Venid
todos ! ¡ Saltad ! j Sus ! ¡ Aprisa !
El Tío Paco. (Encaminándose solo a la
ventana. )— Eso de aprisa, será lo que tase un
sastre. Yo estoy gordo y no puedo fatigarme
mucho. Ven, Dondinela.
Dondinela. — Voy, voy. (Llégase al lado
131
EL SEÑOR DE PIGMALIÓN
del Tío Paco, el cual traspone la ventana,
montándose en ella con trabajo. Una vez en
la calle, extiende los brazos, toma las manitas
de Dondinela y ayúdala a pasar, cuidando
de que no se la suban las faldas, y atrayén
dola hacia sí. Vanse los dos.)
Periquito. (Empujando a las tres muñe
cas restantes.) — Acompañadme vosotras. Yo
os ayudaré a saltar.
Lucinda. — Sí, ayúdanos.
Corina. — ¡Llegó al fin la libertad!
Marilonda. — ¡ Ya era hora !
Periquito. (Saltando ágilmente la venta
na, observando la calle y dirigiéndose luego
a las tres muñecas.) — Soledad absoluta. Ve
nid, preciosas, venid. Yo os guiaré por el
mundo, mejor que el Tío Paco, a su novia.
(Ayuda a las muñecas, a pasar la ventana, co
mo ayudó el Tío Paco, a Dondinela, cuidan
do, tjmihién-rmtGhe-r"d& las faldas y huyendo
los cuatro prontamente.)
Lucas. — Ahora voy yo. Al menor encuen
tro, os prevendré, poniéndome a cantar. Dad
me la linterna.
Capitán. — Nada de linternas ni de cantos.
Tú no eres héroe. Lárgate pronto.
Lucas.— Voy, hombre, voy. No seas tan
súpito. (Salta y vase diciendo desde la calle.)
¡
Vía libre !
ESCENA V
Capitán y Urdemalas, que torna a la ventana.
me y desconocerme ! ¡
Sólo tú puedes cobijar
tan ruin pensamiento !
ESCENA PR I MERA . ,
137
EL SEÑOR DE PlGMALIÓN
ira, súbitamente, las faldas que le moles
—
tan.) Quiero mirarme.
Duque. (Observándola embobado.) — Es
tás divina. Y no me enseñes esas piernas tan
maravillosas ahora. ¡ Pierdo la cabeza ! Y ¡
no es la ocasión esta !
>J8
ACTO 111 ESCENA 1
pero cerca de
j
¡
¡
139
EL SEÑOR DÉ PiGUALlÓÑ
saría siglos sin sentir el tiempo ! ¡ Toda mi
vida es ya tuya ! ¡ A tu lado, todo me es
igual !
¡
Me aburría mucho. (Suena, lejana, la boci
na de un automóvil.)
Duque. — ¿ Oyes ?
Pomponina.— Sí, oigo. Voy a ver. (Asó
mase a una ventana.) . "> •. •
Pomponina ¡
Abre !
!
ñora a pie.
Duque. — ¿ Una señora ?
Pomponina. — Sí, muy compuesta. Mira co
mo buscando algo... Ahora se fija en mí, vie
ne hacia la casa. (Retirándose de la ventana.)
¿Quién será?
Duque. (Multiplicando los porrazos en la
puerta.) — Abre, abre por los clavos de
¡
Cristo !
ESCENA II
Pomponina, Julia, una mujer muy ataviada y moza,
que aparece en la puerta central, y el Duque desde
dentro.
Pomponina. — ¿ Lo conoces ?
Julia. — No conozco otra cosa. Por él vengo.
Duque. (A voz en cuello.) — ¡ Rayos y cen
tellas !
¡
Encerrado y burlado por una... digamos
muñeca ¡
Ni hecho de encargo
! !
Julia. — Las
¡
barme al duque !
Julia. (Encorajinada,•
zarandeando a
Pomponina.) — Antes de arrancarte los ojos y
el pelo y de sacarte el serrín, los tornillos y
la condenada magia que tienes dentro, te diré
tí,
!
Julia. (Zarandeando de nuevo a Pompo-
¡
.)
ESCENA III
Julia, Pomponina los demás muñecos que se
y
indican
ventana.) ¡Qué...!
147
EL SEÑOR DE PIGMALIÓN
Pomponina. (Corriendo a la ventana.) —
Mis muñecos, mis muñecos.
Juan. — Cu, cu. (Asoman junto al tonto
Lucas Gómez, El Enano, Bernardo y Am
brosio, y en la otra ventana del fondo, Ur-
demalas y Don Lindo. Todos recorren la es
tancia, con la vista, mirando sigilosos. Julia,
inmovilizada por el asombro, contempla, es
tupefacta, a los muñecos.)
Don Lindo. — ¡ Pomponina !
Don Lindo. —
(Estrechando el abrazo.)
¡Pomponina mía ! (Cuadro. Unos momentos
de expectación y silencio.)
Duque. (Aporreando otra vez la puerta.) —
¿Qué pasa ahora, vive Dios?
Julia. (Contemplando a los muñecos, des
concertada.)
— ¿ Estaré yo
soñando ? (Los
muñecos, van hablando cuando se indica, sin
pasar de la ventana.)
Urdemalas. — i Andando !
¡ Huyamos ! j Nos
sigue Pigmalión de cerca !
Pomponina. dulcemen
(Desprendiéndose
te de Don Lindo. ) — ¿Cómo habéis venido?
Lucas. — Nos hemos fugado.
Urdemalas. — Pssi. Hablad quedo.
Pomponina. — ¿Y los demás?
Don Lindo. — A todos los ha cogido Pig
malión.
148
ACTO II1 ESCENA III
Pomponina. — ¡ Los ha cogido !
Lindo y Urdemalas .)
Juan. (Observando a Julia, y recorriendo
otra vez con la mirada toda la habitación.) —
Cu, cu.
Lucas. — ¡ Ya estamos yéndonos (Desapa !
ESCENA IV
Julia y el Duque, encerrado.
Julia. — Qué
¡
susto me he llevado ! Hablan
todos muy bien. ¿Tú crees que serán muñe
cos de verdad?
Duque. — ¡ Abreme, o no respondo de mí !
'5«
ÉL SEÑOR DÉ PlgMÁLI ÓN
Juua. — Me dió el corazón, que llevarías la
condenada esa, por de pronto, a tu finca de
Predio Alto, donde pasaste conmigo la pri
mera luna de miel. En el camino, preguntan
do por tu coche amarillo, di con la pista. Creí
que me ahogaba la pena.
Duque. — ¡ Lástima que no te ahogase !
Julia. — Se me indispuso el chauffeur repen
tinamente, lo dejé en un pueblo, y guiando
el auto yo sola, he venido hasta aquí, donde
encontré el tuyo abandonado.
Duque. — Abre y vayamos en tu auto tras
los muñecos.
Julia. — ¡ Ca ! ¡ Son cosa del diablo ! Ya
ves, con las ganas que le tenía yo a la mu
ñeca esa, y de miedo la dejé irse.
Duque. (Exasperado, gritando y dándole
a la puerta con todas las fuerzas que le que
dan .) — Abreeeeeeeeee .
Julia. — Luego, hombre, luego. ¡ Calla !
Te vas a quedar afónico ! (Yendo por una
silla, y sentándose ante la puerta.) Ahora, la
verdad, hasta que venga gente, yo no tengo
ninguna prisa.
Duque.— ¡ Rayos y truenos !
ESCENA V
Julia y los muñecos de antes, que aparecen de nuevo,
en una ventana del fondo. Hablan entre sí, muy pre
cipitada y nerviosamente, sin que se les oiga, se
ñalando a Julia, que, sentada en la silla, de espal
das a ellos, no puede verlos. Urdemalas y Lucas Gó
mez, saltan la ventana, y de puntillas, con extremado
tiento, para que no le resuenen los muelles, se acer
can a Julia, haciéndole gestos. Urdemalas, saca un
pañuelo grande del bolsillo. Tras Lucas, saltan Am
brosio, Bernardo, el Enano y Juan el tonto. AI
llegar junto a Julia, Urdemalas, le echa prontamen
te el pañuelo a la cara, tapándole ojos y boca. Lu
cas, la sujeta los brazos. Ambrosio, el Enano y Ber
nardo, refuerzan el grupo y atenazan a Julia. El
Tonto, se queda atrás, riendo estúpidamente y ha
ciendo muecas grotescas de satisfacción.
Lindo !
f Lucas Gómez va presto junto a
! !
ESCENA VI
Los ocho muñecos citados.
'54
ACTO III - ESCENA VI
(Otro ruido breve y seco tras de la puerta, y
un quejido ahogado. Después silencio.)
Lucas. (Muy alegre, imitando con el ade
mán la acción de azotar.) — ¿Oís? Menuda
tunda la estarán dando ahí dentro.
Bernardo. — ¡ Por mí, que la zurzan ! Y
ahora, vengada ya Pomponina, pies al áire.
Don Lindo. (Yendo a la ventana.) — No
perdamos tiempo.
Urdemalas. (Reteniendo a Don Lindo, por
un brazo.) — He cambiado de opinión. ¡Nos
quedamos aquí ! (Rodéanle sorprendidos to
dos los muñecos. No se oye nada tras de la
puerta.)
Ambrosio. (Atónito, a Urdemalas .) —
¿ Aquí ? ¡ Tú estás loco !
Lucas. — ¡ Eso parece !
Bernardo. — ¡ Quedarnos aquí, para que
nos cacen como ratones !
«58
ACTO III ESCENA, VI
la pared lateral derecha, en la que apoya en
hiesta el arma, con mucha precaución, y lla
ma con la mano, a sus compañeros, que se le
van acercando.) Psssiii, venid y obedecedme
ciegamente. (Oyese un lejano trepidar de ca
mión-automóvil, que se va acercando paula
tinamente, entre una algarabía de voces y de
chirridos, como de quincalla sacudida. Los
muñecos, que se iban acercando a Urdema-
las, se detienen bruscamente, aterrados. Al
pararse, les resuenan unos instantes las en
trañas, conmovidas por el movimiento repen
tino.)
Pomponina. — Los muñecos !
¡
! Lo co
nozco por el ruido. Es nuestro carro !
— Ay
ti,
de se apoderan aquí, de
si
malas.) ¡
nosotros
!
de ay
|
de
ti
!
ESCENA VII
Los muñecos en fila, y Piomauón,
asoma la que
cabeza por una ventana del fondo, remira escrutador
a todos los rincones de la estancia y clava la vista
luego en los autómatas. Estos le miran angustiados.
Una pausa. Obsérvanse en un silencio trágico, los fan
toches y su creador.
Qué ¡
raro es todo esto ! (Más repiqueteo en la puer
ta.) Al momento, al momento abro. (Llégase
a la puerta, dando vueltas a la llave, y abrien
do. Sale el Duque, con el sombrero abollado,
163
ACTO lil - ÉSC E NA V Ill
sangrando la cara, acribillada de arañazos,
desabrochado el cuello de la camisa, torcida
la corbata y el gabán entreabierto, con los bo
tones colgando, medio arrancados, y rota una
de las solapas.)
ESCENA VIII
Pigmalión y el Duque. Después, Julia.
Duque. — ¡ Ira de Dios, ya era hora !
163
EL señor DE p ig m a li Ó ñ
Duque. (A Julia.) — ¡Cállate! ¡Basta de
espectáculo ! ¡ Estamos en evidencia !
Qué
¡
vergüenza para mí !
ESCENA IX
Pigmalión y los ocho muñecos, en fila, junto a la
pared.
ti,
a los demás a un pueblo entero de polichi
y
nelas, como vosotros. Por eso he querido per
seguiros yo solo, sin auxilio de nadie. Llevar
gente conmigo, era daros demasiada impor
tancia demasiada vanidad de mi parte. Yo
y
el
obra. (Azótales con otro"7áUgÓSo Rehilo "are
.
temblores descompasados, en jila, llena de
la
pánico.) ¡A ver! ¡Dad un paso adelante!
Mañana por la noche, cuando os presenteis
al público de España, por primera vez, nadie
creerá, al veros representar tan disciplinados
bien unidos mis farsas, que hayais sido ca
y
Al carro
¡
¡
¡
!
j
¡
16$
ACTO III - ESCENA IX
(Los muñecos, aterrados, van saliendo de la
fila que formaban en la pared, y empiezan a
caminar lentos, uno tras otro, en dirección a
la puerta central. Pigmalión, sin darse vuel
ta para mirarlos, sigue señalando con el dedo
la puerta, seguro de si mismo, y de ser obe
decido. Urdemalas, lleva rápido, ambas ma
nos a la espalda, coge la escopeta, la empu
ña en un santiamén, y dispara a boca de
jarro, tras de Pigmalión. Este cae instantá
neamente.)
Pigmalión (Desplomado en tierra.) —
¡
Ay ! . . Socorro (Los muñecos detienen su
.
¡
!
171
EL SEÑOR DE P I G M A Ll óN
ESCENA ULTIMA
Pigmalión, solo, caído en tierra.
¡
me desangro, me muero solo, sin nadie que
me auxilie... ! Acabo derrumbándome, estú
pidamente, como una babel, como un nuevo
Prometeo... Los dioses. vencen eternamente,
aniquilando al que quiere robarles su secre
to... Iba a superar al ser humano, y mis pri
meros autómatas de ensayo, me matan por
la espalda, alevosamente... ¡Triste sino el del
hombre héroe, humillado continuamente has
ta ahora, en su soberbia, por los propios fan
toches de su fantasía... ! Se me va toda la
sangre..., rae siento morir..., vencieron ellos
y la profecía... ¡Es lástima! ¡Nadie volverá
a fabricar muñecos perfectos y vivos, como
yo... ! ¡ Me ahogo... ! ¡ Aquí acaba para siem
pre Pigmalión ! (Da con el busto pesadamen
te en tierra. Entran revoloteando por la es
tancia dos murciélagos, que se entrecruzan
varias veces en un aletear loco, y a lo lejos
cantan los gallos.)
TELON
mismo daño
Comedia dramática en tres actos, estrenada
por la Compañía Atenea, en León,
la noche del 26 agosto de 1919
comedia, tuvo en ia primera representación, el adjun
ESTA
to reparto de papeles: Isabel, señora Peñaranda; Elisa,
señora Moría; Mariano, señor Muñoz (Don Miguel); Alberto,
señor Gómez de la Viga; Guillermo, señor Delgrás; Ramón,
señor Martínez; Felipe, señor Canales.
PERSONAJES
Mariano.
Isabel.
Alberto. \ u- i \t .
Mar'a"o-
Guillermo. / H>>os de
Elisa.
Ramón.— Criado.
Felipe.— Criado.
La acción en Madrid.
Epoca moderna.
Por derecha e izquierda, la del actor.
ACTO PRIMERO
El miimo daño. :*
de confianza, amueblada elegantemente. Una puerta
SalIta
grande en el fondo, por la que se ve un salón lujoso y
severo. Otra, pequeña, a la derecha. Entre dos butacas alar
gadas, comodísimas, una mesilla llena de ilustraciones y pe
riódicos. Es por la mañana.
ESCENA PRIMERA
Ramón y Felipe, entran por la puerta del fondo, lle
vando un espejo de Venecia con marco de plata re
pujada.
181
EL MISMO DAÑO
ESCENA II
Los mismos y Alberto, que entra por la puerta del
fondo.
Alberto. — Ojo...
¡
! Tratadlo con tiento. Es
una lástima lo que habeis destrozado.
Ramón. — Fueron los mozos, señorito.
Alberto. — Bueno..., bueno. Id..., id. .(En
tran los criados, con el espejo, por la puerta
derecha. Alberto, tras ellos, no pasa del
umbral.)
Alberto. (Hablando desde la puerta.) — -
Despacio... No le deis un golpe... No..., no
lo colguéis... Ya dispondrá la señora... De
jadlo arrimado al diván, así... Idos por la otra
puerta.
ESCENA III
Alberto y Guillermo, que entra también, por donde
aquél.
ti,
los sen
timientos son arias de ópera
!
Guillermo. — Mal entendidos, sí.
Alberto. — Y eres tú, el que los entien
¿
des bien Comopudieras hablar de lo que
si
?
no comprenderás nunca.
y ;.
Guillermo, — Continúas sermoneando es
inútil, no me has de convencer. En mi fami
lia...
Alberto. — ¡En tu familia!... ¿Eres tú ca
paz de saber qué es familia?
Guillermo. — Más que tú. Yo me preocu
po de ella, porque lleva mi nombre. Es un
lazo forzoso, un grupo, de cuyo brillo o in
felicidad, no tenemos más remedio que par
ticipar los que la componemos, sin derecho
de elección. La da el sino, así como las for
tunas.
Alberto.— Pues tú debes dar muchas gra
cias al sino.
Guillermo. — Eso es..., chilla ahora... Qué
modo de hablar de accionar descompasa
y
189
ÉL M l S M O DAÑO
incapaz de sentir de veras nada. Te sirves y
servirás de ese matrimonio, como de todo,
para mortificar, con importunidades y alfile
razos, porque a más no alcanzas. Si todos
estuvieran hechos como tú, sin cualidades de
hombre, sin sensibilidad, sin pasión, no exis
tiría el mundo.
Guillermo. — Sí existiría, pero de otro mo
do más conveniente.
Alberto. — Qué mundo
¡
más aburrido sería !
ESCENA IV
Los mismos y Elisa por el fondo,
con traje de calle
y sombrero puesto.
llejeo ?
Alberto. — ¿ Sales ?
Elisa. — Voy a misa.
Guillermo. — Santifícate. He preguntado
por ti. Creí que íbais hoy también a la esta
ción.
Elisa. — Ya no hay tiempo.
Alberto. — Volveremos a ir mañana. Hoy
domingo, no es fácil que lleguen.
Guillermo. — No veo la razón...
Elisa. — Tendría gracia que se presentaran
hoy. Tres días hemos ido a la estación, y
nada.
Guillermo.• — ¿Y por qué habeis ido? Lo
mejor es darles gusto, y puesto que desean
presentarse de improviso...
Elisa. —También ocurrencia. Vuestro
es
padre es algo excéntrico. Cuando pienso que
aún no hace ocho meses que salió para Amé
rica, y casi de repente, nos anuncia el ma
trimonio, y a poco su llegada para un día de
estos...
191
EL MISMO DAÑO
Guillermo. (Volviendo a sentarse junto a
la mesita.) — Salvo descarrilamiento.
Elisa. — Qué cosas se te ocurren.
Alberto. — Mi hermano, es así ; inevita
ble.
Elisa. — ¿Continúa maldiciente?
Guillermo. — ¿Maldiciente?... No es esa
la palabra.
Elisa. — No puedes disimular la satisfac
ción...
Guillermo. — Mira, Elisa... Tú tienes mu
chas cualidades, pero irónica, pobrecilla, no
eres.
Alberto. — A Dios, gracias. Ya basta con
tigo.
Elisa. — Después de todo, yo no me ex
plico...
Alberto. — Si lo de menos, para Guillep-
mo, es el matrimonio de papá. Mi hermano
ha necesitado toda su vida ser impertinente.
El pobre, cree que eso es humor británico, es
píritu distinguido, y resulta todo lo contra
rio, una falta de humor y de espíritu absolu
tos. Yo salgo. (A su mujer.) ¿ Vienes con
migo?
Guillermo. — No te vayas, Elisa ; quédate
un poco y charlaremos.
Alberto. — Eso es. Quédate, para dar gus
to al señorito un rato.
Guillermo. —Tú puedes irte. No haces
falta.
192
ACTO I ESCENA IV
Alberto. — Claro, así podrás destilar vene
no a tus anchas.
Guillermo. — Mientras tú vas por ahí, ha
ciendo la apología de papá a los amigos. No
es bastante que se comente en todo Madrid
el caso. Necesita Alberto, alimentar las bur
las a nuestra costa, riéndole a papá su últi
ma gracia.
Alberto. — Por ahí duele. Este, lo único
que teme, es la gente, lo que dirán.
Guillermo. — ¡ A fe, que papá no es cono
cido en Madrid !
Alberto. — ¿Y qué?
Guillermo. — ¡Y qué!... ¿Oyes, Elisa? Te
convences como tu marido es tonto.
Elisa. — No pelearse, por Dios... Entre her
manos.
Alberto. —Si éste se pelea entre todos. Es
un milagro que se le tolere en el mundo. Solo a
fuerza de...
Elisa. — Basta de eso. Siempre he creído
que Guillermo... exagera en esta cuestión.
Vuestro padre, no puede vivir sin emociones.
No parece un español de estos tiempos. Rea
liza por tercera vez un fortunón en América,
y para descansar, monta aquí un Banco, pro
yecta y emprende mil negocios ; vuelve a
América, se casa, sorprendiéndonos a todos,
sin decirnos siquiera el nombre de su mujer.
Alberto. — Pero, señor, una vez consuma
do el hecho...
El mis*no daño.— 13
EL MISMO DAÑO
a mí me parece bien.
Cuando
Elisa.— 'Si
se tienen el empuje,
la figura, el entendimien*
hacer muchas co
to de tu padre, se pueden
sas, qüe otros a su edad...
edad, tienen me
Guillermo. —Otros a su
tienen más juicio.
nos entendimiento, pero
No será nunca un
Papá es ün ser estrepitoso.
con sus éxi
hombre de buen tono. Enfatuado mercantil, todas
tos y con su cacareado genio indiscutibles, dig
sus ocurrencias le parecen
nas de consagrarse como
una religión..., y
Afortunada
muchas veces asoma el parvenú.
mente, yo tengo otra educación.
Alberto. — De eso," no cabe duda.
Elisa. — Otra vez pelea...
.. ., . ... m
ESCENA V
- -
Los . mismos y Ramón por el fondo.
ESCENA VI
Los mismos y Mariano e Isabel, por el fondo. Ramón,
se aparta a un lado, para dejarlos pasar y luego vase.
Pausa brevísima. Albkrto e Isabel, al verse, repri
men un movimiento de sorpresa., que nadie advierte,
salvo Guillermo.
195
EL MISMO DAÑO
Elisa. — Hemos ido tres días seguidos a la
estación.
Alberto. (Haciendo esfuerzos por aparen
tar naturalidad.) — Sí..., tres días seguidos.
Mariano. — ¿Por qué fuisteis? Ya os dije
que prefería sorprenderos... Tenemos mucho
que hablar..., mucho... ¿No os alegra ver
me?... ¿Qué os parece Isabel?
Elisa. — Digna de usted.
I sabel . — Gracias .
Mariano.—¡ Otro abrazo, Alberto... ! ¡ Otro,
Guillermo... Tú, siempre estirado, frío... Por
!
Isabel. — Mariano !
¡
197
EL MISMO DAÑO
guida... No seas huraño... , siquiera un día.
Guillermo. — Sí..., sí... (Vase por el sa
lón.)
Mariano. — Hoy deseo expansiones, buen
humor... Prohibido, en todo el día, hablar de
negocios, hablar de otra cosa que no sean in
timidades... Pero, Elisa..., Alberto..., os en
cuentro fríos.
Elisa.— Yo no... La sorpresa.
Alberto. — Eso..., la sorpresa... Ya sabes
lo que te quiero...
Mariano. (Tomándole cariñosamente del
brazo.)
— Lo sé, lo sé.
Isabel. — Comprende, Mariano, que los de
más no están en tu caso.
Mariano. — Ya vereis..., ya vereis, cómo
Isabel rompe aquí en seguida el hielo.
Guillermo. (Volviendo por el salón.)—
Á! instante suben el equipaje. Yo no puedo
almorzar con vosotros, porque recuerdo que
estoy invitado... Compromiso ineludible.
Mariano. — Ahora sales con esas!
¡
•.:
.
sorpresa,
„•
.
,
.¡
,
Alberto. — No
:
¿
¡
ESCENA PRIMERA
Mariano y Ramón.
-203
EL MISMO DAÑO
ESCENA II
Mariano y Elisa.
ti,
no te digo nada, porque
tú eres la dulzura en persona.
Elisa. — Usted siempre amable. Yo espero
que Alberto, volverá pronto, su alegría acos
a
tumbrada.
Mariano. — Así es natural que sea, así
y
será, o poco he de poder yo. Y lo más triste
del caso, es que empiezo notar también en
a
Isabel, cierta preocupación por lo que sucede.
La pobre, llega a una casa nueva, conoce una
familia, que no es la suya.
ESCENA III
Los mismos Isabel, por fondo. Viene de la calle.
el
e
lámpara de aceite.)
— ¿Interrumpo alguna
conversación reservada
?
soS
ACTO II - ESCENA VI V
Mariano. —Para
ti,
no tengo yo secretos.
Hablábamos de Alberto.
Isabel. — ¿Qué pasa? ¿Ocurre algo?
le
Mariano. — Lo de siempre. Esa tristeza pro
funda, alarmante, inexplicable.
Isabel. — Debe ser cansancio. Lleváis una
vida de continua agitación.
Elisa. — A eso lo atribuyo también. Ner
vios.
Mariano.— Sí, eso me decía Elisa, mien
y
tras no demos con otra explicación mejor...
Isabel. — Tal vez tenga la culpa... mi llega
da, de la causticidad de Guillermo... de la...
y
de la... .
Elisa.— Nada de eso...
Mariano. — Lo de Guillermo, ya te advertí,
que era crónico... En cuanto Alberto, sería
absurdo suponer...
Elisa. — Y tan absurdo... Precisamente
.
el
'
otro día, me habló cariñosamente dei.v
'
-
Isabel. — De mí...
?,
..,
Elisa. — Sí.
¿
ESCENA IV
Mariano e Isabel. Después, Ramón.
ESCENA V
Isabel y Alberto. Luego, Ramón. Vuelve Isabel al
centro de la escena. Anda despacio, como vacilante.
Su cara ha cambiado bruscamente, revelando angus
tia, sobresalto, tormento. Un rato largo de silencio.
«5
EL M I S M O DAÑO
Isabel. — Por su vida, por su mujer, por
su padre. . -..;¡- ¡
Alberto.— Piense
lo que será usted para
mí, cuando todo eso, con• ser tanto, se hun
de como si no existiera, más que para atorv.
mentarme( . ...
•
, , ...
Isabel. — ¡Calle! Puede venir alguien... .r
oírlo. . . desfallezco ! . . . ¡ Yo también sien
¡ Yo
to caer sobre mí, esta vida de ansias que ahor
ganl
- .ALBERTO.ir-Pues nadie lo diría. ¡Qué bien
ha disimulado usted!... Sus ojos reflejaron
u na indiferencia glacial ... Su voz no se ha
alterado. .„ ,Su: cara, no se bajó nunca cern
fusa. : :
Isabel. — Inevitable. ,
—
Alberto. Yo no la he buscado.
Isabel. — ¿La he buscado yo, acaso?... Si
pudiera destruirse la. memoria... u .
317
EL MISMO DAÑO
Isabel. — Pues ya que es tan fuerte su sen
tir, par ese sentir, le pido, Alberto..., le
pido...
Alberto. — ¿Que la deje? No necesita pe
dírmelo... Ahora, sí, nos perderemos de vista
para siempre... Sí, para siempre.
Isabel. — Por lo visto, nuestros encuentros
son dolor.
Alberto. — Ahora sólo yo debo decir eso...,
usted, no... ¿Qué necesidad teníamos de co
nocernos, no pudiendo unirnos nunca?
Isabel. — ¡ Más imposible es ahora I
Alberto.— Y más doloroso para mí ese
imposible... Entonces la impresión era re
ciente..., yo no podía prever su incalculable
gravedad... Una señora, joven, desconocida,
que pasa ante mí, como tanta gente... Unos
ojos que alegran los míos, entrándoseme en
el alma, sin yo saberlo..., y el primer día, me
río de mí mismo, y me felicito de ser más
hombre de prácticas que de quimeras, y qui
to importancia a la visión, y creo sólo haber
admirado, como se admira a los veinte años,
una mujer hermosísima..., pero la imagen
persiste..., porque nadie sabe lo que lleva
dentro, hasta que siente sus efectos... Y al
otro día, yo noto que mis miradas ponen
blanca su cara, perfecta y soberbia..., y todo
yo tiemblo..., y la veo a usted, dar el brazo
a un hombre, y alejarse silenciosa por un co
rredor largo y obscuro, que usted aclaraba con
2)8
ACTO II - ES C E N A V
O
C
V
T
.-1
ro, hubiera sido más franca, más expre
si
siva.
Isabel. — No podía serlo. Lo seguro era
que usted yo, no nos volviéramos a ver
y
más.
Alberto. — Pues ya ve usted, cómo lo se
guro, no se cumple.
Isabel. — Un caso no hace regla. La fatali
dad nadie puede huirla. Un día tuve la debi
lidad de a ver en la pizarra del hotel,
el
ir
233
EL MISMO DAÑO
Alberto. — ¡ Una alucinación que Dios ha
querido que sea verdad... !
Isabel. — Cuando una desgracia arre
me
bató a mi marido, no pensé volverme a ca
sar. Mi fortuna, me hacía independiente, pe»
ro mi soledad era un peligro, dados mis po
cos años. Por desgracia, no conocí ningún
hombre que hiciera en mí la menor impresión
seria... Pensar en usted, era una quimera...
] Quién
sabía dónde estaría usted, pero su re
cuerdo, tampoco podía perderse en mí... De
pronto, se presentó su padre de usted, prece
dido de una fama casi novelesca, de talento
y de riqueza... Le conocí y me recordó mis
años en España, ¡toda mi niñez!..., y algo
inexplicable..., que debía ser usted.
Alberto. — Isabel !
Isabel. — Yo no sé
¡
si me enamoré,
pero
sentí por él, interés vivo... Halagaba vanida
des de mujer..., y por ahí caemos muchas...
Nuestro matrimonio, casi se improvisó..., ya
conoce usted a su padre.
Alberto. — No siga usted, Isabel..., no si
ga... Me hace daño todo esto... Siento en mí,
como una tentación invencible... Está usted
en mi sangre... En todo yo, la veo mía...,
mía..., y el riesgo del deseo, lejos de calmar
aviva, aviva locamente...
Isabel. — Calle ! .
(Acercándosele.
!
. ,
... . ESCENA VI
•
! i Los mismos y Ramón. Luego, Mariano.
Ramón. — Señora.
Isabel. — ¿El señor?
Ramón. — En este momento, acaba de lle
gar.
Isabel. — Dígale usted, que venga inmedia
tamente. (Vase Ramón.)
Alberto. (Ansioso, a Isabel.,) — ¿Qué in
tenta usted?... Piense...
Mariano. (Por el fondo.) — ¿Qué pasa?...
Os creí en el comedor. ¿ Por qué ese recado
tan apremiante ? Pero... ¿ Qué es esto?... ¡ Al
berto ! . .. ¡ Isabel !
9*
ACTO II * ESCENA Vil
Isabel. — Mariano, yo sola debo darte ex
plicaciones.
Mariano. — ¡ Pero, Isabel !
Alberto. — ¡Señora!.
Isabel./ — Yo te he llamado ; conmigo debes
entenderte. ;
ESCENA VII
Alberto solo. Después, Elisa.
231
EL MISMO DAÑO
Mariano. — Aún falta mucho para la hora
de salir el tren. Es preferible aguardar aquí.
Isabel. — ¿ Aquí ?
Mariano. — ¿Te da miedo la soledad de los
dos? Hace días que apenas nos hablamos,
también nos huimos... ¡ Se rompió el encanto !
Isabel. — Mariano, cerremos los ojos...
Mariano. — Ciegos, sentiremos la carga con
la misma pesadumbre.
Isabel. — Lejos..., muy lejos..., el mun
do..., la vida, nos harán olvidar... lo que ha
roto el encanto... ¡Silencio para todo!
Mariano. — Te equivocas. El silencio y la
distancia solos, no nos devolverán el encanto.
Isabel. — Si crees eso, queda un medio.
Mariano.— ¿ Cuál ?
Isabel. — Déjame... Yo también sé pasar las
penas sola.
Mariano. — ¡Sola!... ¿Te llevarías tú, de
jándome, los males míos...?
Isabel. — No es ocasión esta, Mariano, pa
ra hablar de eso... Temía..., temía este ins
tante.
Mariano. — Yo también. Es la primera vez,
que tomada una resolución, no siento la tran
quilidad de ella. Estos días, disponiendo mi
salida de aquí, para siempre, una actividad
continua, precipitada, ha distraído mis pen
samientos. En una acción incesante, he cal
mado mis fiebres. Nunca ordené más pron
to, resolví mejor, vi más claro, en esta malla
«32
ACTO 111 ESCENA I
complicada de mis asuntos... En quince días,
luchando con la inercia de esta gente, suges
tionando impaciencias, imponiéndome, man
dando, he realizado la labor de medio año.
¡
Si se dominara lo mismo en los sentimien
tos propios, que en los negocios!... Todo lo
de fuera, ha sido una defensa y un consue
lo... ¡Había que olvidar mi casa!... Aquí es
taba el dolor y el pánico de ser vencido por
él... En mis cincuenta y dos años de vida,
por la primera vez, he tenido miedo de ser
doblegado, y una vergüenza infinita de mí
mismo, ha servido de espuela a mi voluntad.
¡
He sentido siempre horror, por todo lo que
viviendo, se deja tronchar !
Isabel. —Tu fortaleza fué mi defsnsa. Se
gura de ella, a ti enseñé el alma herida.
Mariano. — ¡Hiriendo la mía!
Isabel. — ¡Mariano!... Tu voz silba... Di
ríase que trituras en tus labios las palabras
hinchadas de ira... ¿Tienes de mí quejas?...
No olvides que he sido siempre noble con
tigo.
Mariano. — No olvides que también lo he
sido yo. En estos quince días, te he dejado
libre del menor espionaje... En fié. Pudis
ti,
naturaleza.
os
EL MISMO DAÑO
mente vencí en el mundo. A él no le impor
tan nuestras tormentas. Si entra en ellas, es
como en un espectáculo. Una emoción y una
curiosidad a nuestra costa. Lo conozco y no
he contado nunca con él, como no fuera para
luchar y vencerle, por más astuto y por más
duro... Pero he necesitado arrancar siempre
a la vista ilusiones nuevas, fuentes de amor,
y a veces con los más opulentos de amor y
de fe, suele esa misma vida ser implacable...
Dame odio, eso mantiene... Dame deseo... Yo
tengo aún inagotable tenacidad para satis
facerlo... ; ¡pero estas borrascas íntimas!...,
¡este mar de dolor callado !..., más allá de mi
voluntad para dominarlo, es un peligro, del
que huyo, como he huído de mi hijo y huyo
de esta casa. . . ¡ Vine a ella con muchos amo
res, y un solo amor me echa !
Isabel. — Pues si huyes... ¿Por qué avivar
antes de la partida, un dolor que no domina
mos?... Todo está listo... Este rato que nos
queda... ¿No podemos pasarlo fuera de estas
paredes?
Mariano. — Antes de irnos lejos, antes de
dejar estas paredes, que son mi pasado ; esta
tierra, que es mi país ; antes de matar para
siempre en mí un cariño de padre, quiero que
conozcas bien lo que siento... En estos días,
este huírnos todos, ha sido cobardía... Ayer
hablé con mi hijo... Tuvo la flaqueza de de
jar escapar llanto... Yo nunca he manifestá
is*
ACTO III -. ESCENA I
do más que mis alegrías... La única mujer
que me vió llorar un segundo, has sido tú..;
¿ Estás pálida hablando de Alberto ?
Isabel. — Mariano !
Mariano. — Ni un momento pude ver los
¡
«35
EL MISMO DAÑO
Isabel.— Por Dios, te pido, que no hable
mos otra vez de eso.
Mariano. — ¿Temes la verdad?
Isabel. —¿ Puedes decirme eso, cuando yo
he sido para ti la verdad misma ?
Mariano. — ¡ Ver en
ti,
descubriendo
ir
es
cuan de otro eres
!
Isabel. — Insistes
?
Mariano. — A pesar mío...
¿
medula de
y
236
ACTO III -ESCENA I
mis huesos, siento la angustia de que tu
pensamiento, tu deseo, ¡toda tú!, ño seas
mía..., mía solo..., y ante la impotencia
de mi voluntad fuerte, para conseguirlo,
una locura de iras contenidas, parece des
trozarme dentro, una a una, todas las en
trañas.
Isabel. — ¿ Y aun quieres que no tenga te
rrores?... Cae sobre mí todo esto, como una
amenaza... ¡Y yo soy la discordia, donde
quise ser el amor... !
Mariano. — Escúchame... No temas... Es
tos días, en medio de mi aturdimiento y acti
vidad, no he dejado de verte estremecida, po
seída por otro amor, y he sentido como secar
se todo el cariño por mi hijo..., y he sentido
cómo me azotaban dentro pasiones, pensa
mientos de fuego... ¡Te quiero mía..., mía so
lo!... ¡Por ti lo pierdo, lo dejo todo!
Isabel. — Cálmate... ¡Me asustas! Nunca
te vi así... Tus ojos giran como los de un
loco.
Mariano. — ¡ Tú aún no sabes lo que es un
hombre!... Alberto, sólo es un remedo mío...
El no sabe lo que es sentir, con toda la vida,
con todo el sér... El no hubiera podido, como
yo, hacer de la nada un mundo... El no sabe
lo que es vencer la miseria, romper volunta
des enemigas, dejar jirones de existencia en
la lucha, y desear las cosas de la tierra, con
el ahinco que yo las he deseado... ¡ El mundo
»37
ÉL M l S M Ó b A Ñ O
el
!
.
¡
a3?
ACtÓ ttt - ÉSÓÉÑ A tt
mi serenidad!... Ahora, descargado de estos
pensamientos, que no cabían dentro de mi, po
demos irnos cuando quieras... Dejo esta casa
sin pena..., ya no es mía.
Isabel.— ¡ Por fin !
Mariano. (Tomando de una silla abrigo y
sombrero.) — Guillermo dijo que vendría...
Isabel. — Al bajar, podemos ver si está en
su casa, sino, deja recado de que estamos en
la estación.
Mariano. — Es igual. Si tiene pereza de le
vantarse, o encontró capricho y entreteni
miento que lo retengan, no irá o llegará tar
de. Ya lo tenía descontado. No sirve para
nada. Su única preocupación estos días, ha
sido la gente, los criados, que no trasluzcan,
que no cuenten... Es un muñeco. (Toca el
timbre.)
Isabel. — ¿ Qué esperas ?
Mariano. — Un momento.
ESCENA II
Los mismos y Ramón
ESCENA III
Ramón y Felipe. Después, Alberto.
Felipe. (Asomando por la puerta del cen
tro.) — Me alegro de encontrarte aquí, Ra
món.
2.)0
ACTO III ESCENA III
Ramón. — Hombre
¡
! Llegas, que ni de en
cargo.
Felipe. — He bajado un momento a hablar
con la Felisa..., y no la veo. ¿Sabes tú si se
va con la señora?
Ramón. — Pronto se verá. Yo no sé nada.
La Felisa es una lagarta, ladina como ella
sola. No suelta palabra. Creo que va a la es
tación.
Felipe. — Larguémonos. Va a venir el se
ñorito Alberto.
Ramón.— Ahora, iba yo a avisarle, que se
han ido.
Felipe. — Ya lo sabe no te molestes. Des
;
ESCENA IV
Alberto y Guillermo.
ESCENA V
Alberto solo.
ESCENA VI
Alberto y Elisa, que sin ser vista por su marido,
asoma en la puerta del fondo. Pausa. Alberto toma
y levanta lentamente el revólver.
¿ Qué quieres ?
Elisa. ( Guardandoel revólver.) — Vaya
¡
Elisa. — No.
Alberto. — ¿Qué importa?... ¿Por qué
te
te mezclas en mis asuntos?
Elisa. — Alguna vez había de ser.
Alberto. — Es ya tarde. No me sirve de
nada tu interés. Guárdatelo. Me pesa. Por
esta casa ha pasado... algo, en pocos alas,
y nadie, fuera de los interesados, s<; lia
estremecido, ni ha derramado una lágri
ma... Temí, esperé tu odio como un mal
más, y no vino... ¿Sois autómatas tú y mi
hermano, o criaturas con sangre y con ner
vios ?
Elisa. — ¿Echas de menos un mal que te
miste y no ha venido? ¿Y por habértelo aho
rrado, me reprochas?
Alberto. — Entre humanos, la santidad
fría, es odiosa.
Elisa. — Y en el cielo, probablemente, tam
bién.
Alberto. — Pues aplícate el cuento y dé
jame. Nada nos une. (Pausa.)
Elisa. (Queda mirándolo un rato corto.
Luego, sentándose frente a él, en una butaca
baja, junto a la mesa.) — Te equivocas, Al
berto. Nos une todo. Ahora más que nunca...
247
EL MISMO DAÑO
Tanto, que nuestra verdadera unión, empie
za ahora.
Alberto. (Abriendo los ojos, sorp rendidí
simo.) — Estás..., estás..., estás...
Elisa. (Con una gran dulzura en la voz.) —
¿
Loca, ibas a decir ?
Alberto. — Sí... loca.
Elisa. — Antes, un ser como Guillermo...
Ahora, loca. Ay, Alberto, qué mal conoces
¡
tiendo.
Elisa. —Juntos un año, y soy para ti com
pletamente extraña.
Alberto. — Culpa tuya sería...
Elisa.— De los dos. Son muchos los que
viven bajo el mismo techo y no se conocen...
Generalmente, el más dichoso, es el más in
diferente. La felicidad es profundamente
egoísta. Para sentir la amargura del llanto
ajeno, hay que haberlo derramado primero
en abundancia. Antes de todo lo que ha pa
sado, la verdadera intimidad de alma entre
tú y yo, era imposible... ¡Nos separaba un
mundo ! Hoy es necesaria.
Alberto. — Explícate de una vez, por cari
dad. De mí, claro lo he visto, no estuviste
nunca enamorada.
249
EL MISMO DAÑO
Elisa. — No.
Alberto. — Lo
sabía. ¿Qué te importan
entonces mis dolores, mis tormentos?... ¿Qué
sabes tú de eso?
Elisa. — ¿No hubo más hombre que tú en
el mundo?
Alberto. (Levantándose a medias de su
asiento.)
— ¿Qué?... ¿Quieres a otro?,..
¿ Quieres a otro ? ¿ Y vienes a decírmelo a
mí? ¿Y en esta ocasión? ¿Es una vengan
za?... ¿Y te atreves?
—
Elisa. Cálmate. Sigues desconociendo
completamente a tu mujer.
Alberto. — ¡ Elisa, no juegues con la deses
peración ! ¡ Es mala consejera !
Elisa. (Poniendo una suavidad cariñosí
sima en las palabras.) — Sosiégate, Alberto,
y aprende a conocer por experiencia, lo que
pasa en los demás.
Alberto. — ¡Acabemos de una vez! ¿Qué
quieres, separación, libertad?
Elisa. — Si quisiera eso, Alberto, no hu
biera venido a impedir yo misma, lo que po
día dármela. Hace un instante te he quitado
una pistola de las manos.
Alberto. — ¡Y quieres a otro! ¿Y preten
des que yo. . . ?
Elisa. — No pretendo nada. Tú te lo dices
todo. ¿Te figuras, Alberto, que sólo tú vinis
te al mundo con pasiones y con alma ? Creo
que son muchos los que guardan una pena ma-
250
ACTO III ESCENA VI
dre, en su vida, y con ella se mueren. A unos
les llega antes, a otros después. Los que no
pueden confesarla, aliviándola en la efusión,
padecen aquí un infierno. Tú, Alberto, puedes
tener un consuelo... ¡No estás solo! ¡Yo, sí
lo estuve mucho tiempo ! Tú aún no sabes qué
es echar de menos una madre, pues aunque
como yo la mía, perdiste la tuya muy niño,
tu vida fué muy distinta. Tuviste fortuna
grande, placeres, actividades, un padre cari
ñoso que te enseñó la superficie alegre del
mundo. Yo no tuve nada de eso. Mi padre,
como sabes, murió arruinado. Toda su vida
fué sequedad, rencor, veneno. Dejó de exis
tir sin haberme hecho una caricia. Pasé mi
primera edad entre extraños. Mi juventud fué
un anhelo de ternura y amores que no llega
ban. No era lo bastante religiosa para pen
sar en un convento. El mundo, y más que el
mundo, todas las hermosuras de la tierra que
yo soñaba, y el saltar de mi sangre, y el go
zarme en mi propia juventud, llena de ale
grías, que no tenían en qué emplearse, lla
maban y hacían impaciente mi alma. Yo es
taba enferma de amor, sin amor. Un día, un
hombre, que yo me figuré, y lo era, mejor
que los otros, puso en mí su alma, y toda yo,
fui suya con el pensamiento..., y gusté en
un éxtasis grandísimo, el encanto divino que
puede tener la vida.
Alberto. —Y siendo de otro...
25'
EL MISMO DAÑO
Elisa. ( Vivamente.) — No me juzgues has
ta el fin. Déjame concluir. Una pureza, que
sólo una vez se siente, guió siempre nuestros
amores. Adoré a aquel hombre. Toda yo era
de él..., y las hermosuras de la tierra, las vi
ya solo en él. Cercana para mí la dicha, mu
rió ese hombre, y me quedé otra vez aban
donada entre la indiferencia de los demás,
pero mi soledad, era mucho más terrible que
antes, porque la agravaba una carga de dolor
infinito, que nadie podía recoger, porque a
nadie importaba. Para mayor tormento, pu
de resistir una pesadumbre, que sólo sintién
dola, se ve lo que agobia. Mi fortaleza, era
una pena más. Murió mi padre. Me quedé
sin amparo, y tu padre, amigo del mío, creyó
que mi bondad y mi nombre ilustre, así de
cía, ilustre, convenían a su hijo. Tú aceptas-
tes y nos casamos. Entre el abandono o el
convento, sin vocación para él, y un hogar,
no era dudosa la elección... Me uní a ti, sin
ilusión, pero sin desagrado. Esperé un hijo,
y el hijo no ha venido. Puse de mi parte, todo
lo posible por hacer dulce tu vida, y lo he
conseguido a medias. No te he importunado
nunca. Sólo en tus cortas enfermedades y
momentos de mal humor, fuí solícita. Yo sa
bía que no era el amor para ti, era sólo la
estimación. Tú, para mí, has sido algo que
despertaba un vago instinto de madre. No
venía el hijo, podías serlo tú. Siempre he
25a
ACTO III ESCENA VI
estado obligada a vosotros. Mi título vale mu
cho menos que tu bondad, que esta casa,
donde yo he abrigado mi soledad y mis do
lores.
Alberto. — ¿Y cómo nunca me dejaste adi
vinar, entrever... ?
Elisa. — ¿Para qué? Tú sabes con qué pu
dor se guardan las penas íntimas, tan difíci
les de entender por los que no las tienen. Ade
más, una esposa triste, para un hombre como
tú, ocupado, distraído, hubiera sido un eno
jo, y mi confesión inútil, te hubiese mortifi
cado. He disimulado cuanto he podido...,
pero entró aquí la pasión, entró aquí el in
fierno, y tus ojos derramaron llanto de fue
go y de amargura, y a medida que se te iba
destrozando el alma, yo iba viendo en ti al
semejante, iba sintiendo revivir en ti, todas
mis angustias pasadas ; iba viendo resucitar
todo el mundo de pesares, desolado como un
desierto, por el que yo había ya cruzado...,
y entonces, calladamente, lloré contigo tus
males y los míos, sin que tú lo vieras, por
que todavía mi compasión y mi ternura, no
podían servirte.
Alberto. (Sorprendido, desconcertado,
emocionadísimo.) — ¿No podían servirme...?
Elisa. — ¡ No ! Estaba vivo aún el amor
¡
*53
EL MISMO DAÑO
Alberto. — ¿Y acaso ahora...?
Elisa. (Con voz casi baja y muy amoro
— Ahora, sí Ahora, cuando iba a caer
sa.) -¡
!
una dicha
grande, que no esperé. Con ella, comienza a
pagarme la vida lo que me debía.
Alberto. Cogiendo a Elisa, por brazo,
el
(
J54
ACTO III - E S C E NA VI
misterioso,
¿ Qué hay en tu alma de dulce y
que así ilumina tus ojos ?
Elisa. (Casi juntando su cara a la de su
—
marido.) Míralo tú mismo, Alberto.
Alberto. — Al oir tu voz acariciadora, toda
mi pena parece que va a deshacérseme en
llanto.
Elisa. — Mejor... Llora
¡
Eso alivia... Llo
!
¡
FIN DE LA OBRA