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El señor de Pigmalión ...

farsa tragicómica de hombres y muñecos,


en tres actos y un prólogo.
Grau, Jacinto, 1877-1958.
[Madrid, Impresiones Atenea, 1921]

http://hdl.handle.net/2027/njp.32101055077760

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PUBLICACIONES
ATENEA Volumen 41

A U T O R K S E S V A Ñ O L E
Jacinto Gkau; «El señor de P i g m a l i ón >

y «El mismo daSo>


Volumen 18. Teatro 8
Primera edición de ejemplares
2.000
con retrato y autógrafo
del autor.

IMPRESIONES ATENEA
Madrid, 1921
OBRAS DE JACINTO GKAU
PUBLICADAS
Trasuntos. — Con una carta prólogo de don Juan Ma-
ragall.
Las Bodas dk Camacho. — Comedia lírica en un acto,
sacada del Quijote, en colaboración con Adriano
Gual. Música del maestro Ferrán, estrenada en el
teatro Tívoli de Barcelona.
El Tercer Demonio. — Esbozo de comedia en un acto,
estrenada en el teatro Lara de Madrid.
Don Juan de Carii.lana. — Comedia en dos actos y tres
cuadros, estrenada en el teatro Infanta Isabel de
Madrid.
Entre Llamas. — Tragedia en tres actos y un epílogo,
estrenada en el teatro Principal de San Sebastián.
El Conde Alarcos. —Tragedia romancesca en tres ac
tos, estrenada en el teatro de la Princesa de Madrid.
En Ildaria. — Comedia en dos actos, estrenada en el
teatro de la Princesa de Madrid,
El Hijo Pródigo. — Parábola bíblica, estrenada en el
teatro de Eslava de Madrid.
Conseja Galante. — Cuento ingénuo en dos actos y
un epílogo.
La Redención de Judas. — Estrenada en el teatro de la
Princesa de Madrid, seguida de Sortilegio, Horas de
Vida y El Rey Candantes.
El Señor de Pigmalión. — Farsa tragicómica de hom
bres y muñecos, en tres actos y un prólogo, seguida
de El Mismo Daño, comedia dramática en tres
actos.
en prensa
El Cuento de Barba Azul. — Comedia lírica en tres ac
tos y un prólogo a telón corrido,
roró.— Comedia en tres actos.
EN PREPARACIÓN
El Aventurero. — Comedia.
Estampas. — Impresiones, retratos. Crítica.
JACI"NTO GRAU
IL SETslOR DE
PIGMALION
Farsa tragicómica de hombres
y muñecos, en tres actos
y un prólogo

ATENEA
PUBLICACIONES

T E A T R U
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sentación y del cobro de los derechos de propiedad.
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et laHollande.
Copyrigt, 1921» by Jacinto Grau.
EL SEÑOR DE
P I G M A L I Ó N

vi
71896S
PERSONAS DEL PROLOGO
Doña Hortensia. — Actriz retirada, alta, gruesa, fornida, im
ponente.
Teresita. — Su sobrina. Una señorita guapa.
Pigmalión. — Media edad. Afeitado. Cara interesante.
El duque de Aldurcara. — Un hombre joven y señoril.
Ponzano. — Actor cómico.
Don Lucio. j
Don Javier. \ Empresarios consocios.
Don Olegario. J
Don Agustín. — Representante de la empresa.
Un iortero.

'PERSONAS Y MUÑECOS DE LA FARSA


La bella Pomponina.
Lucinda. .

Muñecas al servicio de Pomponina.


Marilonda. i
DONDINElA. )
Julia. — Una moza de rumbo y postín.
Don Lindo — Paje de Pomponina.
Pedro Urdemalas.
El Capitán Araña.
El viejo Mingo Revulgo.
El tío Paco.
Pero Grullo.
Bernardo el de la espada.
Ambrosio el de la carabina.
El enano de la venta.
Periquito entre ellas.
Lucas Gómez.
Juan el tonto.
Pigmalión.
El Duque de Aldurcara.
Don Lucio.
Don Javier.
Don Olegario.
Un conserje.
La acción del prólogo en Madrid, en la dirección del
teatro de Aldurcara. La de los dos primeros actos de
la farsa, en el escenario de ese teatro, y la del tercero,
en el interior de la casa de un peón caminero, situada
a orillas de la carretera, en pleno campo despoblado y
llano.
Epoca actual, unos pocos años antes de la guerra.
Derecha e izquierda la del actor.
PROLOGO
el teatro de Aldurcara. Despacho de la empresa. Una
EN sola puerta en el fondo, practicable, forrada de cuero
rojo, con mirilla ovalada de cristal, en lo alto. Escritorio
norteamericano, cerrado. Dos mesillas con máquina de es
cribir. Divanes y sillones de cuero. En las paredes, carte
les colgados y superpuestos, retratos de artistas y un car
tel enorme anunciando a Pigmalión y sus muñecos como
sigue : «¡ Exito mundial ! j Prodigio nunca visto de mecá
nica! ¡Acontecimiento único, sensacionalísimo y maravillo
so de los tiempos modernos!» Dos carteles más, grandísi
mos, reproduciendo cada uno un retrato distinto de Pigma
lión y varias tiras sueltas y anchas con el nombre del re
tratado, en gruesas letras de colores. Son las dos de la
tarde. Desierta la estancia.

ESCENA PRIMERA
Portero, con gorra galoneada, abriendo la puerta y
precediendo a Ponzano.

Portero. — Pase, pase usted.


Ponzano. (Un actor cómico en boga,
con mucho empaque y un gran contento de
sí mismo, claramente visible. Entra tras del
portero, hablando autoritario.) — ¡ No me
miente usted más a Pigmalión ! ¡ Tengo un
EL SEÑOR DE PIGMALION
empacho de Pigmalión ! ¡ He llegado a so-
ñarlo, ¿ sabe ?
Portero. — Sí, señor, sí.
<^

Ponzano. — Avise usted a Don Olegario.


Portero. — Don Olegario, no ha llegado
aún. A Don Lucio y a Don Javier, sí los he
visto.
Ponzano.— Pues dígales usted, a cual
quiera de ellos, que deseo hablarle en segui
da. En seguida, ¿eh?
Portero.— Sí, señor, en seguida.
Pqnzano. — Dígales usted que Ponzano.
Ponzano, ¿ eh ? ¡
Ponzano !

Portero. — Sí, señor, sí. Ponzano.


Ponzano. — Que Ponzano aguarda aquí.
Cosa urgente.
Portero. — Sí,señor, sí, voy. (Retírase,
cerrando tras de sí la puerta. Ponzano se re
pantiga en un sillón, se quita el sombrero,
que deja de malísimo humor en el diván cer
cano, dando un golpetazo, mira la hora en
su reloj, pega una patadita de rabia en el
suelo y saca un pitillo, que enciende. Una
pausa. Silencio absoluto. Ponzano echa bo
canadas de humo.)
Ponzano. (Cansado de silencio y de estar a
solas consigo mismo, levántase, paseando
de extremo a extremo, hablándose a sí pro
pio.) — Como vuelvan a decirme algo de
Pigmalión, les suelto una fresca. Si creerán
que porque viene el tío ful, ese, los demás
u
PRÓLOGO ESCENA II
no somos nada. (Volviendo a mirar el re
loj.) ¡ Y no viene nadie ! ¡ Peor para ellos !
i Más bilis criaré! (Va hacia el diván, en el
que se deja caer, dándole a las piernas un
tembleque de ira.) ¡Lo toman con calma... !
i Qu¿ gente ! ¡ No saben ser empresarios !
(Se tiende en el diván, apartando el som
brero y abriendo mucho las piernas.) ¡ Gro
seros siempre !

ESCENA II
Abrese rápidamente lapuerta y entra Doña Hor
tensia con Teresita. Doña Hortensia viene un poco
amoscada y muy digna. Teresita, acicaladísima.

Doña Hortensia. (A Ponzano.) — ¡


Hom
bre Está usted ahí.
!

Ponzano. (En tono protector, sin levantar


se ni corregir la postura sobrado familiar.) —
Así parece. Hola, Teresita. ¿Qué hay?
Doña Hortensia. (Sin dar tiempo a que
conteste Teresita.) — Pues hay que desean
hablar con ésta (Señalando a su sobrina),
para ver si quiere hacer el papel dramático
de La Mano colgante, y la niña, la verdad,
por dos noches, no me parece bien que se
moleste en hacer un papel. Y luego han ve
nido a contratarla a última hora. He recibido
el recado esta mañana.
«5
EL SEÑOR DE PIGMALIÓN
Ponzano. (Desde su diván.) — Siempre lo
mismo. Yo que usted, Teresita, les decía
que no.
Teresita. (Con aires candorosos de chiqui
lla inocente.) — Yo lo que la tía diga, lo que
la tía quiera.
Ponzano. — Que le den morcilla a la em
presa. Que le haga el papel su abuela o Pig-
malión. Bolos, no, niña, aunque sea en Ma
drid.
Doña Hortensia. — Total por dos noches.
El jueves debuta Pigmalión.
Ponzano. — Qué lata¡
Un !
¡
mes hablan
do a todas horas del tío camama ese, que
será un ventrílocuo más. Nada, tres noches
de lleno y san se acabó, y eso si llega. No
saben ser empresarios.
Doña Hortensia. — ¡ Y qué reclamo, hijo !
Ni que viniese Dios a trabajar aquí !
Teresita. — ¡ El dinero que se han gastado
¡

en anuncios !

Ponzano. — Estoy de Pigmalión ya hasta


la coronilla.
Doña Hortensia. — A lo mejor será un ca
melo el tío ese.
Ponzano. (Consultando de nuevo su re
loj.) — ¡Seguro! ¡Un camelo seguro! ¡Vaya,
abur. No espero más. (Levantándose pronto,
cogiendo el sombrero y encasquetándoselo
hasta el cogote.) Háganme ustedes el favor
de decirle a la empresa, cuando venga, que
16
PROLOGO - ESCENA II
he esperado más de media hora, y que no
aguardo más. Que no ensayo esta tarde. A
mí no se me remonta nadie, no, señor.
Doña Hortensia. (Llena de interés.) —
¿ Qué le pasa a usted, Ponzano ?
Teresita. (Lo mismo.) — ¿Qué le pasa a
usted, Ponzano?
Ponzano. — Nada, que a mí no se me re
monta nadie, ¿sabe? Aunque no sea yo Pig-
malión.
Doña Hortensia. — ¿Pero qué le ocurre
a usted?
Ponzano. — Ese fantoche de Miranda, será
un gran actor, un trágico, pero no viene na
die a verlo. En cambio yo, cuando pongo
una obra mía, lleno el teatro, ¿sabe?
Doña Hortensia. — Qué duda cabe, el
solo nombre de usted...
Ponzano. (Excitándose progresivamente
y sin atender a Doña Hortensia.) — Ellos
serán muy actores y muy geniales y muy dra
máticos, pero andan años y años por provin
cias dando tumbos, y cuando vienen aquí,
el drama de verdad es el de la taquilla : ¡ni
una perra chica ! Yo seré muy malo y un
actor bruto, pero llevo ya años y años en
Madrid, ¿sabe?..., y ahí están los periódi
cos. Cinco contratos me han salido aquí ya
y aun no he hablado de despedirme de la
compañía.
Teresita. — Sí, ayer leímos en el Heraldo...
Pigmalión.— 17
EL SEÑOR DE P I G M A LI O N

Ponzano. — En el Heraldo y en todas par


tes es público que se me solicita.
Doña Hortensia. — Qué duda cabe !
¡

Ponzano. —Cuando pregunten por mí, dí


gale usted a la empresa, que ni ensayo aho
ra, ni voy con la compañía a provincias. Que
se lleven a Miranda solo.
Doña Hortensia. — Se van a poner furio
sos.
Ponzano. — Que se pongan. Yo seré muy
mal cómico, ¿ sabe ? ; pero los cuartos los doy
yo, y a mí no se me remonta nadie, ¿ sabe ?
Ni me dejo pisar de nadie, ¿ sabe ?
Doña Hortensia. — Hace usted muy bien.
Ponzano. — ¡Natural! ¡O Miranda o yo!
Si quieren algo, ya saben dónde vivo. Para
esperar, que esperen ellos o su mamá. Para
algo me llamo Ponzano. ¡ Adiós, Doña Hor
tensia ! ¡ Adiós, niña ! ¡ Y créame usted a mí !
¡Bolos, no! ¡Bolos, pal gato ! (Vase aira
do, dando un portazo.)

ESCENA III
Dona Hortensia y Teresita, solas.

Doña Hortensia. — Qué tupé


¡
Cual !
¡

quier día doy yo el recadito. Que lo dé su


mamá, como dice él.
Teresita.— Está engreído. Claro, lo aplau
18
PRÓLOGO ESCENA III
den tanto, gana tanto, y todos los días ha
blan de él los periódicos. Ponzano por aquí,
Ponzano por allá. ¿ Qué hace Ponzano, qué
piensa Ponzano, qué dice Ponzano?
Doña Hortensia. (Dándose aire con el
pañuelo.) — Está el teatro que es una ver
güenza... ¡ Uf ! (Echándose en un sillón.)
Déjame descansar, hija. Con el frío que hace
y se me sube el pavo siempre después del al
muerzo..., y en verano me ahogo. Un día
me da un patatús, y te quedas sin tía.
Teresita.— Es que come demasiado.
Doña Hortensia. — Mujer, no digas tonte
rías. Como lo preciso. Hay que sostener este
cuerpo.
Teresita. (Distraída viendo los retratos
de las paredes.) — Sí, tía, sí.
Doña Hortensia. (Dándose otra vez aire
unos momentos.) — Cuando venga la empre
sa, le vas a decir que no puedes hacer el pa
pel de ninguna manera, en tan poco tiempo.
Teresita. — Pero no me ha dicho usted
que es una ocasión ésta, y que debo agarrar
me a ella.
Doña Hortensia. — Sí, hija, sí, qué duda
cabe, pero debes negarte al principio. Así
te lo agradecerán más. Tú no sabes de esas
cosas todavía. Eres un crío. Fortuna que es
toy yo a tu lado con mi experiencia.
Teresita. — Sí, tía, sí:
Doña Hortensia. — A mí me han salido
19
EL SEÑOR DE PIGMALION
las muelas en el teatro, y la del juicio repre
sentando una comedia. La última que repre
senté.
Teresita. — Se convenció usted de que no
servía.
Doña Hortensia. — j Qué disparate Al !

contrario, que servía de sobra, j Qué imbé


cil eres ! ¿ No sabes tú que yo era una bar
baridad de actriz? ¡Vamos! ¡Mira que no
servir yo !

Teresita.- — Como ha dicho usted que...


Doña Hortensia. — ¿Qué hubieran sido
más si yo continúo ? ¡ Nada ! Y
de cuatro,
tú, sin mí, tampoco serías nada, para que te
enteres.
Teresita. (Contemplando el cartel de Pig-

malión.)- Sí, tía, sí.
Doña Hortensia. — Claro que sí.
Teresita. — Qué buena facha tiene ese Pig-
malión. Creo que viaja como un príncipe, y
tira el dinero.
Doña Hortensia. — Ya parará, ya parará.
Teresita. — Y parece todavía un hombre
^Vfjoven y de muchas campanillas.

>V1/ Doña Hortensia. Las campanillas se
caen ; por bien puestas que estén, se caen. Ya
ves tú esa, la Villalobos, la célebre Villalo
bos, mujer ; yo le serví de madre, la ayudé
a sufrir, y cuando llegó a célebre, me trató
como a una pobre de solenidá, y ahora ya
ves, vieja, y en la miseria otra vez. Las cam
30
P R ÓLOG O ESCENA IV
panillas se caen hija, se caen por bien pues
tas que estén.
Teresita. — Sí, tía, sí.
Doña Hortensia. — No sé por qué me pa
rece a mí que ese Pigmalión, va a ser como
la barbería de José María, poco jabón y mu
cha vacía.
Teresita. — Pero, tía, si es una celebridad
mundial.
Doña Hortensia. — Esas son las que dan
el batacazo más fuerte.

ESCENA IV
Las mismas y Don Agustín, el representante. Entra
empujando la puerta suavemente, y al verlas, se qui
ta el sombrero con mucha finura. Es un señor muy
ceremonioso y muy gestero.

Don Agustín. — ¡ Ustedes aquí !


¡
Perdo
nen ustedes !
¿ Saben los empresarios que es
peran ustedes?
Doña Hortensia. (Levantándose.) — Sí,
les hemos mandado recado.
Don Agustín. — Dispensen ¡
ustedes ! Es
tán ahora hablando con Pérez, el traductor
de La Mano colgante, y está hecho una furia
el buen señor. Con la llegada de Pigmalión,
todo el mundo anda aquí de cabeza.
Doña Hortensia. — Ah, ¿pero ha llegado
Pigmalión... ?

21
EL SEÑOR DE PIGMALIÓN
Teresita. (Llena de curiosidad. )¿ Ha lle
gado Pigmalión ?
Don Agustín. — Sí, ha llegado esta ma
ñana.
Teresita.— ; Se parece al retrato del car
tel?
Don Agustín. — No lo visto. Lo ha
he
recibido en la estación señor duque.
el
Dicen que tiene una gran presencia. Aho
ra que él no trabaja. Sólo trabajan sus mu
ñecos.
Doña Hortensia. — Ya veremos esos fa
mosos muñecos.
Don Agustín. — Poco hemos de vivir si
no los vemos.
Doña Hortensia.— Pues nosotras hemos
venido, como usted sabe...
Don Agustín. — ¡ Cuánto siento que se ha
yan ustedes molestado en balde ! ¡ Mil per
dones en nombre de la empresa !
Doña Hortensia. — ¿Pero qué pasa...?
Don Agustín. — Pues nada, que a última
hora, se ha resuelto no dar esas dos funcio
nes de despedida de la compañía; , .

Doña Hortensia. — Ahora salimos con


esas. . .

Don Agustín. — Ya ve usted, Pigmalión,


quiere ensayar él solo sus muñecos en el es
cenario, tarde y noche. Hasta ahora no lo
ha sabido la empresa. Fuerza mayor. Uste
des perdonarán, ¿verdad?
22
P R ÓLOG O ESCENA IV
Doña Hortensia. — ¡ Conste que por la ni
ña no hubiera quedado Tiene mi sangre
!
¡
!

Hubiese hecho el papel en dos días. No lo du


den ustedes.
Don Agustín. — ¡Qué hemos de dudarlo!
La prueba está que recurrimos a ella. Yo mis
mo se lo indiqué a la empresa.
Doña Hortensia. — Hizo usted bien ! Es
¡

ta sale a mí. Cuando yo cogía un papel, me


lo comía.
Don Agustín. — Caramba, Doña Horten
sia, saldría usted a indigestión diaria.
.Doña Hortensia. — No sea usted pelma.
Ya me entiende usted. Si continúo yo en el
teatro, hubiera sido una barbaridad de ac
triz. ¡ Y lo sería aún ¡Si usted me llega a
!

ver Tenía yo un alma


!
¡
!

Don Agustín. — Esa la conserva usted to


davía. Bien se nota...
Doña Hortensia. — ¡ Ay, sí, a Dios gra
cias Es lo que yo le digo a la niña. Tú que
!

eres jovencilla aún y tan guapa, espanta a


la mosconería y estudia. Con dos trapitos es
tás elegante. Ya ve usted, el otro día la vestí
yo de negro, con una tontería de nada en la
cabeza, un sombrerillo cualquiera, y había
que verla.
Don Agustín. — Siempre hay que verla.
Está monísima. Cuenta con ella la empresa
para la excursión de provincias. ¿Irá usted,
verdad, Teresita?
»3
E L SEÑOR DE Pl G M ALIÓ N

Teresita. — Yo, lo que mi tía diga, lo que


mi tía quiera.
Doña Hortensia. — Ya veremos. ¿ Por qué
no ha de ir? Y diga usted, ¿piensa la em
presa tirar sólo aquí con ese Pigmalión, has
ta el verano?
Don Agustín. — Y más tiempo que hu
biera.
Doña Hortensia. — Pero ese hombre se
ngotará en quince días.
Don Agustín. — No, señora. Viaja con
muchos muñecos. Todos maravillosos, que
representan más de doscientas farsas, todas
de un éxito loco y de una novedad perfecta.
¡
Una maravilla ! ¡ Cosa nunca vista aquí !
Ya ve usted que hay tela cortada para rato.
Teresita. — ¿Es verdad que hablan esos
muñecos?
Don Agustín. — Mejor que usted y que yo.
Doña Hortensia. — Mejor que los actores
no es posible.
Don Agustín. — ¡ Señora, hay cada actor
por, ahí! ¡Está muy rebajado el oficio! ¡Y
cada autor ! Ya ve usted, Pérez, el traductor
de La Mano colgante todavía dice Pusilá-
mine y examine y cuala, y cobra sus buenos
miles de duros de derechos. Así está el hom
bre, de tonto y ensoberbecido, chinándole
ahora a la empresa. Pide una indemnización
si no le estrenan aquí, en seguida La Mano
colgante. Dice que se la ha negado a varios
34
P R ÓLO G O - ESCENA IV
teatros para dársela a éste, y que se cisca en
Pigmalión y en todos los muñecos del
mundo.
Doña Hortensia. — Pues hay que hablar
con ese hombre en seguida, Teresita. Que
te conozca, que te vea, que te dé el primer
papel dramático de la obra en provincias, pa
ra que la traigas ya hecha aquí. Con el per
miso de usted, Don Agustín, y usted per
done que... .
Don Agustín.— Usted es la que ha de per
donar que la hayamos molestado en balde.
Adiós, Teresita, hermosura...
Teresita. — Adiós, Don Agustín...
Don Agustín. — Y mucho cuidado con la
mosconería...
Dona Hortensia. (Impetuosa.) — ¡No hay
cuidado Me basto y sobro yo sola para ahu
!

yentarla. En cuanto me ven se asustan, y no


vuelven .

Don Agustín. — Ya nota, ya, que; es


se
usted una mujer de carácter. : . : -

Doña Hortensia. — ¿Que si lo soy...? No


lo sabe usted bien. Que se lo pregunten a
mi marido, que está en América. Yo, Don
Agustín, no le temo ni al hombre cañón, y
cuando llega el caso, me crezco más que- un
toro bravo. ....
Don Agustín. — Se ve, señora, se ve.
Doña Hortensia. (Tomando a Teresita
por un brazo.) — Vamos, niña, vamos apri
25
EL SEÑOR DE P I G M A LI Ó N
sa, antes que se vaya ese hombre... Que te
conozca Pérez, que te vea Pérez...
Teresita. — Voy, tía, voy.
Dona Hortensia. (Empujando a la sobri
na hacia la puerta.) — Vamos corriendo. Hay
que tener iniciativa. Que te conozca, que te
vea. Abur, Don Agustín.
Teresita. — Adiós, Don Agustín.
Don Agustín. (Inclinándose.) — A ion
pies de ustedes. Ustedes lo pasen bien.
Doña Hortensia. — Que te conozca, que
te vea, que te vea... (Vanse ambas. Doña
Hortensia, sale la última, dando un por
tazo.)

ESCENA V
Don Agustín, solo. Después Portero

Don Agustín. — ¡ Qué ciclón ! Cuidado


con la tía. Es toda una tía. (Va a una mesi-
ta, ante la que se sienta, preparando papel
para escribir a máquina. Llaman a la
puerta.)
Don Agustín. — Adelante.
Portero. (Entreabriendo puerta, qui
la
tándose la gorra y mostrando un paquete de
papeles.) — Los retratos, programas y anun
cios de mano de Pigmalión.
Don Agustín. — Déjelos ahí, en la mesa.
»6
PRÓLOGO - ESCENA V

Portero. (Entrando y obedeciendo.)



Está el de la cartelera.
Don Agustín. — Que espere.
Portero. — Muy bien.
Don Agustín.— ¿Ha venido Don Olega
rio?
Portero. — Aún no. ¿Quiere usted algo?
Don Agustín. — Nada. (Vase el Portero.
Don Agustín sigue arreglando el papel de
la máquina. Otro silencio. Abrese de nuevo
la puerta, y entran Don Lucio y Don Ja
vier.,)

ESCENA VI
Don AgustIn y los dos empresarios.

Don Javier. — ¡ Hola !


Don Lucio. — ¿ Qué está usted haciendo ?
Don Agustín. (Levantándose.) — Iba a
escribir las cartas que me encargaron uste
des.
Don Javier. — Déjelo usted todo, vaya a
Contaduría y telefonee al de los anuncios lu
minosos. Queremos, desde mañana, cuatro in
termitentes y continuos en la Puerta del Sol,
cinco en las Cuatro Calles, dos más en la ca
lle Mayor, y otros dos en la de Carretas, y
aquí, en la plaza del teatro, tres cintas lumi
nosas en la fachada y otra enfrente.
Don Agustín. — Nunca se ha hecho un re
37
EL SEÑOR DE PIGMALIÓN
clamo así. Va a subir el presupuesto una
enormidad.
Don Javier. — ¡ No importa ! Pigmalión
es una mina. En Boston solo, ha dado una
millonada- En San Francisco de California,
otra. . .

Don Agustín. — Ya saben ustedes lo que


es Madrid. A las cincuenta noches ha visto
ya todo el mundo ese espectáculo, y a pre
cios caros, no sé, si...
Don Lucio. — Se trata de un acontecimien
to mundial y hasta científico.
Don Javier. — Una cosa nunca vista. Pig
malión ha hecho el hombre artificial. Telefo
nee usted lo dicho.
Don Agustín. — Lo que ustedes quieran.
He visto a Ponzano, y...
Don Javier. — Sí, sí, ya sabemos, ya.
Na ¡
da Entre Ponzano y Miranda, Ponzano.
!

Damos preferencia al género cómico. De


acuerdo con los de provincias.
Don Lucio. — Sólo que Ponzano pasa ya
de lo cómico. . .

Don Agustín. — Abusa de las toninadas.


Don Lucio. (A Don jAviER.^^Ya verá
usted cómo Miranda nos pone en ridículo
en la Prensa. Tiene muchos amigos, un gran
nombre...
Don Javier. — Me importa un comino a mí
el ridículo y el nombre de Miranda. ¡Pese
tas, pesetas !
28
PROLOGO - ESCENA VI
Don Lucio.— A eso estamos.
Don Javier.— Además, después de traer a
Pigmalión, nuestro nombre de empresarios
queda a gran altura. ( Volviéndose hacia Don
Agustín) ¿Y Don Olegario?
Don Agustín. — No lo he visto. Es raro
que no esté aquí ya.
Don Lucio. — j Un día como hoy Tam !

bién lo toma con calma. Telefonee usted lo


convenido. Ultimo precio. Que venga uno
de la casa.
Don Agustín. — Sí, señor... Ah, se me ol
vidaba. La Gómez Pintado, que se va de la
compañía, porque no está conforme con el
repertorio de provincias. Ella quiere hacer
arte.
Don Lucio. — Que se vaya, hombre. ¡
Buen
viaje !

Don Javier. — Sí, hombre. ¿Actriz dramá


tica, guapa, pero dramática? No perdemos
nada con que se vaya.
Don Lucio.— También tiene gracia que
la Pintado quiera hacer arte, con dos niños,
marido con botica abierta, y el cuarto hecho
siempre una prendería.
Don Agustín. — Toma, y se pasa las horas
haciendo crochet, zurciendo los calcetines de
sus crios, y hasta citando aquí a la lavande
ra para apuntarle la ropa, y al hijo mayor-
cito para repasarle las lecciones.
Don Javier. — Le digo a usted, que...
29
EL SEÑOR DE P 1 G M A LI Ó N

Don Lucio. (A Don Agustín..) — Vaya


usted, vaya y telefonee. Hábleles de rebaja.
Que venga uno de la casa.
Don Agustín. — Voy al momento. (Sale
rápido.)

ESCENA VII
Don Lucio y Don Javier.

Don Lucio. (Sentándose ante el escrito


rio americano, abriéndolo y poniéndose a re
volver cartas y papeles.) — Hay una gran ex
pectación.
Don Javier. — Sobre todo, es un tío ese
Pigmalión, que ha dado un dineral en todas
partes.
Don Lucio. (Ordenando unos legajos.)—
En todas partes, no. En los Estados Uni
dos nada más.
Don Javier. (Sentándose en una butaca,
después de acercarla al escritorio.) — Hom
bre, donde ha actuado. Allí empezó. Créame
usted, de allí nos vienen siempre ahora los
grandes adelantos.
Don Lucio. (Atando un manojo de car
tas.) — Hoy las ciencias adelantan que es una
barbaridad, como cantan en la Verbena.
Don Javier. — ¡ Qué tiempos aquellos de la
Verbena! Entonces sí que se hacían negocios
en el teatro. -


PRÓLOGO - ESCENA Vil
Don Lucio. — Y ahora se harían también,
si no fuera por lo que nosotros nos sabe
mos.
Don Javier. — Y tal, hombre, y tal. Ya
está decidido, el año que viene otro teatro.
Este no nos conviene." Muy bonito, no caro
de alquiler, buen sitio, el mejor de Madrid.
Un brillante, pero no nos conviene.
Don Lucio. — Si no tenemos la suerte de
dar con ese Pigmalión y de que, por lo que
sea, tenga interés en empezar su excursión
por España, salimos mal este año.
Don Javier. — Con las manos en la cabe
za. Necesitamos un teatro completamente li
bre.
Don Lucio. — Naturalmente. Sin un pro
pietario como el duque, que nos imponga el
tono del espectáculo.
Don Javier. — También es desgracia, hom
bre, que £anjQ.„aramados a. la. cola que sue
len ser los señoritos, y más los aristócratas,
el duque éste, propietario del teatro, haya sa
lido con gustos y aficiones artísticas, y nos
dé la lata con el buen nombre del teatro y el
arte dramático y demás zarandajas por él es
tilo. .
_
TOon Lucio. — Que se haga él empresario,
y no arriende el local.
Don Javier. — De todos modos hay que
aguantar al duque ahora, porque puede ha
cernos un préstamo gordo, si llega el caso.

EL SEÑOR DE P I G M A LI Ó N
Don Lucio. — Por lo soporto. ¡ Pues
eso
anda, que cuando se entere que nos queda
mos con Ponzano y dejamos a Miranda !
Don Javier. — Qué tiene él ya que ver en
eso. De nuestra compañía en provincias po
demos hacer lo que nos dé la gana, no falta
ba más.
Don Lucio. — Y aquí lo mismo, para eso
le pagamos el teatro.
Don Javier. — ¡ Claro, hombre, claro ! Esto
es un negocio como otro cualquiera.
Don Lucio. — El decoro artístico está en
las pesetas.
Don Javier. — Todo está en las pesetas.
Don Lucio. (Accionando con un paque
te de cartas en la mano.) — ¡Todo! La mis
ma salud, no vale nada sin dinero.
Don Javier. — Y ese duque tanto abogar
por Pigmalión, y tanto querer ir a recibirlo
y mangonear él solo, y aún no ha venido a
darnos cuenta de la llegada. Y Don Olega
rio, también sin venir.
Don Lucio. — Lo de Don
Olegario es
inexplicable. Ese no tenía que ir a recibir
a nadie. Ahora lo del duque, no. Toma
estas cosas como un pretexto para diver
tirse.
Don Javier. — Claro,con cien mil duros
de renta se ven las cosas de otra manera que
las vemos nosotros.
Don Lucio. (Dejando su asiento.) — Si
33
PRÓLOGO - ESCENA VÜl
tarda más el duque, nos vamos a ver a Pig-
malión al Palace.
Don Javier. (Poniéndose también en
pie.) — Eso estaba pensando. Voy a pedir un
coche.

ESCENA VIH
Los mismos y el Duque. Entra alborozado, abriendo
precipitadamente la puerta del despacho. Gran pre
sencia ; flor en el ojal.

Duque. (Descubriéndose. Los empresa


rios le imitan.) — Buenas tardes, señores.
Don Lucio. — Por fin, duque, por fin.
Don Javier. — Nos íbamos ya a ver a Pig-
malión.
Duque. — Vengo entusiasmado. Desde qué
llegó Pigmalión esta mañana, hasta ahora,
salvo el rato que se separó de mí para quitar
se el polvo del viaje, no me he apartado de
él ¡ Qué hombre más extraordinario ! Ya ve
rán ustedes, ya. Es un nuevo Cagliostro.
Don Javier.— ¿Un nuevo Ca... qué?
Duque.— Un nuevo Cagliostro.
Don Javier. — ¿Cagliostro? No me suena
el nombre.
Don Lucio. — ¿ Ese Cagliostro, hizo tam
bién muñecos?
Duque.— Pero, hombre, no tienen ustedes
idea de nada.
Pigmalión.— 3 33
E L S E Ñ O R DE Pl G M ALIO N

Don Javier. — Ni falta que nos hace, créa


me usted.
Don Lucio. — Díganos, díganos usted de
Pigmalión, de éste, del de ahora, que es el
que nos importa.
Don Javier. — ¿Cuándo podremos verlo?
Duque. — Viene en seguida. En cuanto
vea mismo cargar sus cajas en la esta
él
ción y sacar el carro-automóvil de los muñe
cos.
Don Lucio. — ¿Y qué? ¿Es un hombre
listo, eh?
Duque. — ¿Cómo listo? Es un portento. Y
he tenido una sorpresa agradable. Es espa
ñol.
Don Javier. —¿ Español ?
Don Lucio. — ¡ Malo Interesará menos al
!

público. No conviene que se diga.


Don Javier. — Es mejor que sea francés, o
alemán, o sueco, lo que sea.
Duque. — Habla español, con algún acen
to inglés ; poco, y el inglés, lo mismo que
un yanqui.
Don Javier. — Muy bien. Que no diga que
es español, hasta último de temporada.
Don Lucio. —Sí, sí. Estos detalles tienen
importancia en nuestro negocio.
Don Javier. — Mucha, mucha importancia.
Mejor sería que pasara por belga o ruso.
Duque. — Por mí, que pase por chino. Sa
lió de aquí muy niño para buscarse la vida,
34
PRÓLOGO ESCENA VIH
y él solito, ha realizado el mayor prodigio
que se ha hecho en el mundo. Crear la cria
tura humana artificial. Sus muñecos viven
como nosotros. Un portento. Ya verán us
tedes.
Don Javier. — Sí que es interesante eso.
Duque. — Menos mal que le interesa a us
ted algo fuera de las pesetas.
Don Javier. — Es que es desde el punto de
vista de las pesetas precisamente, que me in
teresa.
Don Lucio. — Naturalmente.
Don Javier. — Usted, duque, como es muy
rico, no sabe de la vida.
Don Lucio. — ¿ Ha visto usted algún mu
ñeco de Pigmalión ?
Duque. — He visto solo fotografías y esce
nas de las farsas en muchos periódicos ilus
trados norteamericanos, pero se me hacían
minutos las horas oyendo a Pigmalión, que
me dejó embelesado. Es un verdadero artis
ta, de los pocos que hay ; un artista de raza.
Un asombro de artista.
Don Lucio. (Con la cara súbitamente
alargada por el pánico.) — ¡Recontra!
Don Javier. (Con una desesperación sin
cera y cómica, yendo a sentarse abatido en
un sillón.) — ¡ Pues nos hemos lucido !
Don Lucio. (Yendo a sentarse en el si
llón cercano.) — ¡ Anda, salero ! ¡ Nuestro
gozo en un pozo !
35
El señor de pigmali Ón
Duque. (Que permanece de pie ante am
bos.)— ¿Pero están ustedes locos?
Don Lucio. — No, señor, muy cuerdos.
Don Javier. — ¿ Usted sabe lo que quiere
decir un artista?
Duque. — Pero, hombre...
Don Javier. (Desde su sillón, con acento
tristísimo.)
— Los he sufrido por desgracia.
Me los sé de memoria por experiencia. Un
I artista es siempre un loco o un chiflado, que
f cree que todo el mundo es imbécil, menos él.
Y si ese artista tiene fama mundial, como
Pigmalión, se convierte en un ser intratable.
La primera vez que se presenta al público,
todos los literatos, pintores, músicos y de
más gentecilla sin un real, que son el tifus y
el engorro de los teatros, la nube de langos-
ta del negocio, todos esos~señores se apode
ran déT escenario y rodean al debutante, y
chillan y alejan a todo el mundo con sus
voces. Y a los tres días no viene nadie al
teatro, ni ellos mismos, aunque no les
cueste nada el espectáculo. Se contentan
con chillar en los cafés, hablando de lo que
han visto, y nosotros los empresarios, pa
gamos muy caro, carísimo, al artista y a su
arte.
Don Lucio. (Al que se puede ahorcar con
un cabello.) — ¡ Y tan caro ! A veces nos
cuesta cerrar el teatro.
Don Javier. — Es lo que nos faltaba, des
PRÓLOGO ESCENA IX
pues de la temporada reciente de Miranda y
de los dramas de Bermúdez.
Duque. — Bermúdez es de las dos o tres
glorias nacionales verdad, que tenemos en
todo el país.
Don Lucio. — Sí, señor, sí ; una gloria
grandísima, pero con la gloria nacional, no
pagamos lo que nos cuesta subir el telón.
Don Javier. — No admiten gloria en el
pago de las facturas.
Don Lucio. — El viejo ese Bermúdez, con
toda su gloria, nos cuesta más de cien mil
pesetas en lo que va de temporada.
Duque. (Yendo al diván, en el que se

sienta.) ¡ Son ustedes dos hombres magní
ficos !

ESCENA IX
Los mismos y Don Oleoario. Un señor ordinariote,
viejo, con cara simpática y de buena persona. Des
pués Portero.

Don Olegario. (Empujando la puerta y


descubriéndose pausadamente.) — Buenas tar
des, señores. ¡ Quietos ! No se levante nadie.
Don Javier. — ¡ A buena hora !
Don Lucio. — ¡ Lo ha tomado usted con
tiempo !
Duque. — Viene usted oportunamente.
Don Olegario. — ¿ Ha llegado Pigmalión ?
37
EL SEÑOR DE PIGMALIÓN
Don Lucio. — Sí, señor. Ha llegado, por
desgracia.
Don Olegario. ( Alarmadísimo y lleno de
sorpresa, fijándose en la cara de sus dos con
socios.)
— ¿Cómo por desgracia? ¿Qué
pasa?
Don Lucio. (Levantándose con aire mus
tio, yendo despacio hacia Don Olegario, y
hablándole cerca del oído.) — Pasa..., pasa,
que Pigmalión es un artista.
Don Olegario. (Con súbito sobresalto.) —
I Rediós !

Don Javier. (Desde su butaca, con acen


to de melancolía.) — Por lo menos el señor
duque, nos lo asegura.
Duque. (Desde el diván, con voz tanan
te.) — ¡Sí, señor, lo aseguro!
Don Lucio. — Ya lo oye usted, Don Ole
gario. (Vuelve contristado a su sillón.)
Don Javier. (Dejando a su vez el asiento,
yendo a Don Olegario, en actitud desespe

rada.) ¡ Entérese usted, hombre! ¡Y usted
sin venir ! ¡ Vaya usted tomando estas cosas
con calma ! (Torna a su butaca, con aire tris
tísimo .)
Don Olegario. — ¡ Demonio
(Queda él
!

solo, en pie, en medio de la estancia. Todo


su rostro parece escurrírsele y caérsele fláci-
do. El Duque, desde el diván, lo observa re
gocijado. Reina un silencio trágico.)
Don Olegario. (Rompiendo el silencio
38
PRÓLOGO - ESCENA IX
en un tono desolado.) — ¡Cuando se entere
mi Chichita ! ¡ Ella que esperaba un gran ne
gocio con Pigmalión, y hacer un viaje de
seis meses, tirando el dinero !
Don Lucio. — Pues ya puede usted ir dan
do el disgusto a Chichita. Que se despida del
viaje.
Don Javier. — El que va a viajar pronto,
como no guste aquí, es Pigmalión.
Don Olegario. — Me planta Chichita.
Duque. — ¡ Mejor, hombre ! En la varie
dad está el gusto, Don Olegario.
Don Lucio. — La sustituye usted por otra.
Duque. — Eso. Lleva usted ya dos años de
Chichita. Demasiada Chichita'. Sustituyala
usted.
Don Olegario. — Es una chica insustituí
ble para mí, y haciendo negocios como el
último que hemos hecho con Miranda, me
nos sustituíble aún. Por supuesto, que ese
Bermúdez tiene su parte. En cuanto llega
una obra suya me pongo a temblar. ¡ Adiós
mi dinero !

Don Lucio. — Ese Bermúdez es iettatore,


y trae la mala pata para toda la tempo
rada.
Don Olegario. — Lagarto, lagarto.
Duque. — Todo esto es delicioso. Ustedes
los empresarios al uso, son los únicos-nego-
Hantes que desconocen la_méfcancía que ne-
""
gocíánT" él arte.
39
EL S E Ñ OJt DE PIGMALIÓN
Don Javier. — No nos hable usted ya más del
arte, por Dios.
Don Olegario. — Chichita es la única ami
ga artista de veras que he tenido, y me está
costando un ojo de la cara.
Duque. — Sí, que es la más cara de todas.
Don Javier. (Irritadísimo.) — Chistes, no,
por todos los clavos de Cristo, y en esta oca
sión menos.
Don Olegario. — También podía haberse
hundido el barco que traía a Pigmalión con
él, con todo el pasaje, y con todos los pajo
leros muñecos de la porra.
Portero. (Abriendo la puerta.) — El se
ñor de Pigmalión.
Duque. (Poniéndose en pie.) — Que pase,
que pase inmeditamente.
Don Olegario, Don Lucio y Don Ja
vier. (A una.) — ¡ Pigmalión (Levántanse
!

también los tres.)


Duque. — Que entre, que entre en seguida.
Portero. — Está bien. (Vasé.)

ESCENA X
Los mismos y Pigmalión. Es un hombre de media
edad, de aspecto aun joven. Cara afeitada, intere
santísima. Ojos escrutadores - y vivos. Viste traje
oscuro y usa monóculo grande, con círculo de concha.

Pigmalión. (Entra saludando, quitándose


el flexible. Avanza unos pasos. Gran soltura

4o
PROLOGO - ESCENA X

de ademanes. Castellano corriente, con un


ligerísimo acento exótico.) — Señores, muy
buenas tardes.
Duque. (Efusivo, yendo hacia él.) — ¡ Ad
mirable, Pigmalión ¡ Le debo a usted unas
!

horas inolvidables !
Pigmalión. — Muy amable, es usted, muy
amable.
Duque. — Aquí tiene usted a los empresa
rios. No han ido a recibirle por culpa mía.
Deseaba verle a usted, yo solo, primero.
Pigmalión. (Inclinándose ante los tres

consocios.) Tanto gusto, señores.
Duque. (Presentando.) — Don Olegario
Andrade. Don Lucio Ibáñez, Don Javier Ta
layera.
Don Javier. (Yendo hacia Pigmalión, y
alargándole la mano.)— ¿Qué tal está usted?
Pigmalión. (Estrechando la mano.) —
Bien, bien, muchas gracias.
Don Lucio. (Acercándose también a Pig
malión, con la mano extendida y con esa
amabilidad campechana, bastante ordinaria,
muy al uso entre ciertas gentes.) — ¿Y la fa
milia?
Pigmalión. — No tengo más familia que
mis muñecos.
Don Olegario. (Dándole también la ma
no.) — Celebro mucho conocer a usted.
Pigmalión. — Igualmente, señor.
Duque. — Aquí los tiene usted, Pigmalión,
41
EL SEÑOR DE P I G M A Ll O N

contristadísimos, desde que les he dicho que


es usted un artista.
Pigmalión. (Con cierta ligera zumba en
el tono.) — Es natural, no lo habrán creído.
Hay tan pocos verdaderos artistas.
Don Lucio. — A Dios gracias, y perdóne
nos usted la franqueza.
Don Javier. — El negocio, es el negocio.
Don Olegario.— ¡Y tal! Si hubiese mu
chos artistas, habría muy pocos empresa
rios.
Don Lucio. (Precipitadamente.)— Vamos
ahora a lo más importante. ¿Cuándo podre
mos ver sus muñecos ?
Don Javier. — ¿Qué calcula usted, hablan
do en comercio, que pueden dar de sí, en un
teatro como éste, sus muñecos?
Don Olegario. (Quitando la palabra a su

consocio.) ¿Cuántas representaciones de
éxito han resistido en otros teatros?
Duque. — Nos aturden ustedes, señores,
Calma, calma.
Pigmalión. — Señores, el dinero que den
mis muñecos, me tiene muy sin cuidado!"
Don Javier. (Tragando- saliva.) — ¿ Sin
cuidado, dice usted ?
Pigmalión. — Absolutamente sin cuidado.
(Una pausa. Caras de angustia en los tres
empresarios, que se miran mollinos y cari
acontecidos.)
Don Lucio. (Bajo, a Don Javier, como
4*
PRÓLOGO ESCENA X

si barrenasen dentro las entrañas.) — ¡Te


le
nía razón el duque ! ¡Es un artista !
Don Javier. (En el mismo tono, a Don
Lucio.) — ¡ Ay, sí ! ¡ Sólo un artista puede
decir necedades semejantes !
Don Olegario. (Rápido y aparte a sus
dos compañeros.) — ¡ Nos han clavado !
Pigmalión. (Mirando al Duque malicio-,
sámente, y dándose perfecta cuenta de lo que
sucede.)
— Lo que me importa de mis mu
ñecos, señores, ya se lo he dicho al duque,
son ellos mismos, su vida, única hasta aho
ra entre muñecos, más interesante que la
de muchos hombres. Ya se convencerán us
tedes.
Don Lucio. — Si no ganase usted dinero,
no podría usted viajar, ni perfeccionar sus
muñecos, ni cultivar su reclamo, ni llevar esa
vida de príncipe que usted lleva.
Don Olegario. — Eso ; sin dinero, no ten
dría usted ni muñecos.
Duque.— Como no tendría usted a Chi-
chita.
Pigmalión. — Señores, desde luego, les
puedo asegurar a ustedes, que cuando hace
años, construí el primer muñeco, con el auxi
lio de un pobre obrero mecánico, yo estaba
en la más negra de las miserias, y ni enton
ces, ni ahora que gano sumas fabulosas, sin
darme cuenta, tuvo para mí ningún valor el
dinero, la riqueza sí, pero el dinero, créanme
43
EL SEÑOR DE P IGMA LI Ó N
de todas las cosas que ha hecho el
ustedes,
mundo, es la que vale menos.
Don Javier. (Quedo a Don Lucio, mirán
dole como un carnero cuando lo degüe
llan.) — ¡ Está loco !
Don Lucio. — ¡ Y tanto ! ¡ Es un gran ar
tista, indudablemente !
Don Lucio. — En resumidas cuentas, señor
de Pigmalión, ¿ cuándo se fija el debut ?
Pigmalión. — Pasado mañana.
Don Olegario. — ¿Cuándo podemos nos
otros ver funcionar los muñecos?
Pigmalión. — Mañana por la noche.
Don Olegario. — Perfectamente.
Duque. — Pero estamos todos de pie. Sen
témonos. (Torna a su diván.)
Don Lucio. — Perdone usted, señor de Pig
malión, si no le hemos dicho...
Don Javier. — El natural interés del negocio.
Pigmalión. — Yo, si ustedes me lo permi
ten, prefiero estar de pie.
Don Lucio. — Como usted guste. Está us
ted en su casa. Sentémonos nosotros. (Va
otra vez a sentarse ante el escritorio. Don
Javier y Don Olegario se acomodan en su
correspondiente sillón.)
Don Javier. — De modo que pasado maña
na sin falta...
Pigmalión. — O el otro...
Don Lucio. — ¿Qué es eso del otro? Ne
cesitamos saberlo con fijeza absoluta.
44
PRÓLOGO - ESCENA X
Pigmalión. — No se preocupen ustedes de
eso ni del negocio.
Don Lucio. (Levantándose alarmado.)

¿Cómo que no nos preocupemos...?
Don Javier. (Poniéndose también en
pie.) — ¿Quién se va a preocupar si no?
Don Olegario. (Imitándoles.) — Estas son
cosas muy serias, señor de Pigmalión.
Duque. (Recostándose más en el diván.) —
¡
Buena la ha hecho usted, diciendoles eso !
Pigmalión. — Sosiégúense ustedes, seño
res, y siéntense. Yo me comprometo, desde
ahora, a ser yo solo empresario a todo even
to, y les subarriendo a ustedes el teatro con
prima, si ustedes quieren.
Don Lucio. (Radiante, dejándose caer en
su silla.) — Ve usted, eso ya es interesante.
Así se tratan los negocios, poniéndose en te
rreno firme.
Don Javier. (Tornando a sentarse, tam
bién satisfecho.) — De ése modo puede usted
debutar cuando guste.
Don Olegario (Sentándose con idéntica
satisfacción.) — Antes de decidir nada, hay que
pensarlo un poco.
Duque. — Si arrienda usted el teatro a es
tos señores, yo quiero ser empresario con
usted.
Pigmalión. — Como usted quiera. La uti
lidad ya no me importa. El dinero es una
cosa tan tonta, que hasta se deja ganar muy

45
EL SEÑOR DE PIGMALIÓN
fácilmente por unos muñecos. ¡ Cuántos hom
bres, menos inteligentes que mis fantoches,
han conseguido fortunas grandes ! Lo que se
da tan fácilmente a necios y a muñecos, no
puede valer mucho.
Don Lucio. — ¿Pero tanto han dado los
muñecos de usted?
Pigmalión. — En los pocos años que los
paseo por el mundo, me han hecho varias
veces millonario.
Don Lucio. (Con los ojos muy abiertos,
escapándosele, a su pesar, la palabra.) —
i Jinojo !

Don Javier. — ¿Pero tanto tienen esos mu


ñecos de particular?
Don Olegario. — Aunque
los hemos de
ver, no estaría de más que usted nos expli
case ahora...
Duque. — Sí, Pigmalión, dígales usted...
Pigmalión. — Con mucho gusto. Es de lo
que prefiero hablar. Lo que más me interesa
de todo en el mundo, son mis muñecos. Yo
los inventé entre anhelos y fiebres, y aho
ra que viven y asombran cual un prodigio
desconocido hasta el presente, ellos me
poseen a mí, a su creador, y en lugar del
amo, he pasado a ser el esclavo de mis ju
guetes.
Don Javier. — ¿ Cómo le da usted solo cuer
da a tanto muñeco?
Pigmalión.— Mis muñecos, como nosotros,
46
PRÓLOGO ESCENA X

tienen cuerda perpetua, hasta que se desha


gan del todo.
Don Lucio. — ¿Cómo? ¿No se estropean
esos muñecos?
Pigmalión. — Se estropean como nosotros
nos ponemos enfermos. Yo los arreglo, pero
cuando la compostura es grave, hay que des
truir el muñeco y hacer otro. Se acaban co
mo los seres vivos.
Don Olegario. — Es increíble.
Pigmalión. — Logré infundirles tal vida,
que necesito sujetarlos, vigilarlos y conducir
los bien. Sospecho que a veces, en la soledad,
salen de sus cajas y viven a mis espaldas,
tramando diabluras. Además me odian. So
bre todo Pomponina. La he construído bellí
sima, como esas imaginarias princesas de los
cuentos, y tan ligera y vana como una qui
mera. No es nada y se ha apoderado de mi
vida. Como se enamoró el famoso rey de
Chipre, cuyo nombre he tomado, de la esta
tua que esculpió, me he enamorado yo de
Pomponina. Imposible idear nada más her
moso, ni más frágil.
Don Olegario. — Como mi Chichita.
Pigmalión. — ¿Su Chichita es una niña?
Don Olegario. (Suspirando.) — ¡Ay, no!
Es una mujercita que tiene lo suyo, créame
usted, tiene lo suyo.
Duque. — Y se lleva lo ajeno que es un gus
to, ¿verdad, Don Olegario?

47
EL SEÑOR DÉ PIGM ALI Ó Ñ
Pigmalión. — Su Chichita de usted y toda
mujer, por hermosa que sea, no puede resis
tir comparación con Pomponina. Para cons
truirla, escogí y reuní las más puras formas
que imaginaron los hombres, y es toda ella
de un hechizo tal, que una mujer a su lado,
resulta algo grosero.
Don Olegario. — Caray, caray.
Duque. — Hay que ver al momento esa
Pomponina.
Don Lucio. — A ver si nos resulta usted,
con sus muñecos, un guasa de esos de mar
ca, y usted perdone la expresión.
Pigmalión. — Ustedes juzgarán. Me siguen
muchos enamorados, como yo, de Pompo-
nina. La escolta de excéntricos que va
detrás de mis muñecos en sus viajes, es
tanta, que ella sola llenará este teatro y
todos los teatros donde yo vaya, y no ca
brá toda. Yo mismo, pues, sin quererlo,
traigo el público a mis empresarios de Eu
ropa.
Don Lucio. — ¡ Rejinojo !
Don Javier. — Por ahí debía usted haber
empezado.
Don Olegario. — De esa manera, llenan
do los teatros, se puede ser lo que se quiera,
incluso artista.
Pigmalión. — Yo no puedo suplicar a Ve
nus, como el auténtico Pigmalión, que anime
a Pomponina, cual animó a la famosa esta

48
PRÓLOGO - ESCENA X
tua, porque mis muñecos y todos sus com
pañeros son ya seres animados, vivos, y pa
sarían por personas verdaderas, si no fueran
conmigo.
Don Lucio. — ¿Y qué representan los mu
ñecos de usted?
Pigmalión. — Farsas cómicas, la mayor
parte.
Don Lucio. (Entusiasmado.) — ¿Cómi
cas ? ¿ Pero cómicas de verdad ?
Don Javier. — ¿Verdaderamente cómicas?
Pigmalión. — Completamente cómicas.
Don Olegario. — Vuelve a salir el sol pa
¡

ra nosotros !

Don Javier.— Como que en lo cómico está


el dinero.
Don Olegario. — ¡Claro! Al teatro va la
gente a divertirse, no a llorar.
Duque. — Desde que ando por el mundo,
vengo oyendo esa frase a todos los tontos
que he encontrado por ahí.
Don Olegario. — Yo no me incomodo por
que me llame usted tonto.
Pigmalión. — Mis muñecos son, en su ma
yoría, grotescos. Tipos populares españoles.
Alguno de ellos de cuidado, se me creció• en
tre las manos cuando lo hacía, pero Pompo-
nina, sobre todo, y las otras muñecas de su
acompañamiento, luego, son el trasunto más
acabado de la hermosura femenina y terre
nal.
Figmaliótt.—4 *9
EL SEÑOR DE P IGMALI Ó N

Don Lucio. — Que lleva usted un harén


consigo, vamos.
Pigmalión. —Con la ventaja de que no hay
que mantenerlo.
Don Javier. — Al contrario, le mantiene a
usted su harén.
Don Olegario.— Caray con el tío, lo qiui
lleva.
Pigmalión. — Lo que llevo es una gran tris
teza conmigo mismo. Estoy locamente ena
morado de una muñeca, como tantos hom
bres, sólo que ellos no saben que adoran una
muñeca, y yo sí lo sé.
Don Javier.- —Si no supiésemos quién es
usted, creeríamos que estaba usted loco.
Pigmalión. — Voy camino de estarlo. Dios
rae castiga por haber querido meterme en su
oficio. Idolatro a Pomponina. Muchos de
mis muñecos la codician.
Duque. — ¿ Cuándo veremos a esa Pompo-
nina ?
Pigmalión.— Pronto la verá, desgraciada
mente para usted, y en cuanto la vea, la sim
patía que me tiene se trocará en odio.
Duque.— Demontre, Pigmalión...
Pigmalión. —Ya sabe usted cómo hice mis
muñecos. -

Don Lucio. — Hombre, cuéntenos usted a


nosotros...
Duque. — Sí, cuénteles usted, es interesan
tísimo. Verán ustedes...

PRÓLOGO - ESCENA X

Don Javier.— Somos todo oídos. (Escu


chante atentos.)
Pigmalión. — Cuando niño, vi aquí, en
Madrid, casualmente, en la colección parti
cular de un inglés muy rico, unos muñecos
antiguos de palo, maravillosos, construídos
por aquel célebre Juanelo, relojero de Car
los V, y por Vaucanson. Esos autómatas se
movían y andaban de un modo perfecto. Me
impresionaron hondamente. Luego, como si
fuese mi destino que me los pusiese delante,
tuve ocasión de ver muñecos japoneses y chi
nos, carátulas prodigiosas y dos muñecas he
chas por Lafitte Daussat, que eran una aca
bada imitación de la mujer. Salí de España,
y en Nuremberg, esa Jauja infantil, donde
se crean tantos juguetes, me interesé por la
fabricación de los fantoches ; pero un día,
viendo en un Museo, caretas de Debureau,
caras descoloridas de Pierrot, con las venta
nas de la nariz dilatadas ; caretas de bronce
del Japón y de madera laqueada ; máscaras
de la comedia italiana, unas de cera pinta
da, otras de seda, y algunas de gasa exten
dida sobre hilos de alambre ; caretas de Ve-
necia, con expresión enigmática ; un verda
dero compendio, en fin, de histrionismo hi
riente y heterogéneo, un mundo de muecas,
de geniales deformaciones plásticas... Vien
do todo eso, nació en mí la idea de crear ar
tificialmente el actor ideal, mecánico, sin va
EL SEÑOR DE P I G M A Ll O N

nidad, sin rebeldías, sumiso al poeta crea


dor, como la masa en los dedos de los escul
tores. . .

Duque. — Estupenda ocurrencia. Se cam


biaría el teatro completamente.
Pigmalión'. — Luego, leyendo, la Enciclo
pedia de Edimburgo, fuí más lejos en mi
propósito, y me tentó el deseo de sobrepujar
a la mecánica, y producir muñecos-criaturas,
de un barro sensible y complicado como el
humano.
Duque. (Con la mirada fija sólo en PiG-
malión, pendiente de sus palabras.) — ¡ Atre
vida idea !
Pigmalión. — Muchos la han tenido ; yo
solo la he realizado, y pienso llegar a más ;
crear algo mejor que el hombre.
Duque. — ¡ Demonio !
Pigmalión. — Me anima a ello el resultado
de mi primer ensayo. Mis muñecos tienen por
dentro arterias, nervios, visceras y hasta un
jugo que hace las veces de sangre. (Los tres
empresarios vanse quedando beatíficamente
inmóviles, acariciados por un sopor incipien
te.) Ante el cadáver, penetrándolo con los ojos
ávidos, años y años bosquejé mi plan. He
buscado las materias mejor combinadas para
mi objeto, las más dinámicas, algunas rarí
simas y desconocidas aún, y empecé a crear
mis figuras. Todas ellas tienen radium, lá
minas imantadas de un acero especial, com

5*
PRÓLOGO ESCENA X

binado y sensibilizado por mí. (Los empre


sarios comienzan a dormitar, cabeceando li
geramente.) Todas ellas tienen red compli
cadísima de fibras textiles, elaboradas en
años de rebusca y angustia ; corazones vi
vos, contráctiles, auténticos, sacados de ani
males, y puestos de modo que... (Se oye un
ronquido fuerte de Don Olegario, ya com
pletamente dormido.)
Pigmalión. (Mira a los empresarios, in
terrumpe instantáneamente su discurso, y
dice al duque, bajando la voz.) — ¡
Se han
dormido !

Duque. (Levantándose, va de puntillas a


Pigmai.ión, y le dice también quedamente.) —
Psss... Venga usted conmigo. Me lo seguirá
usted contando fuera. Me interesa tanto lo
que usted dice, que me da fiebre.
Pigmalión. — Yo hace años que tengo fie
bre continua. (Percíbense ya los ronquidos
secos y mezclados de los tres empresarios,
que dormidos completamente, dan cabeza
das tremendas, como si compitiesen para ver
quién las da mejor y más rápidas.)
Duque. (Sigue hablando en tono bajo.) —
Ya lo ve usted, en cuanto se humaniza y les
dice algo de verdadero interés, se duermen.
Pigmalión. (También con voz apaga
da.) — Es natural.
Duque. — Del mundo vario, de toda la
obra del Universo entero, no les preocupa
53
EL SEÑOR DE PI G MA Ll O N

más que el libro de caja, las pesetas y su ta


quilla.
Pigmalión. — ¿Qué usted que les
quiere
preocupe? De su taquilla viven. Son como
mis actuales muñecos. Dan de sí aquello que
tienen. Cada hombre no puede ser más que
como lo forjaron.
Duque. (Cogiendo del brazo a Pigmalión
y conduciéndolo despacio a la puerta, andan
do con cuidado, para no hacer el menor rui
do .)— Convendrá usted en que éstos son muy
brutos.
Pigmalión. (Dejándose conducir.)
— Es
tán dentro de su papel. En todas partes, sal
vo alguna rara excepción, suelen ser igual sus
colegas.
Duque. — ¿Tan brutos como éstos?
Pigmalión. — O más. Cada oficio tiene su
fatalidad. (Salen ambos calladamente. Don
Lucio, Don Javier y Don Olegario, prosi
guen durmiendo, roncando y cabeceando
furiosamente. Cae despacio el telón.)

FIN DEL PRÓLOGO


ACTO PRIMERO
el fondo y a los lados, cortinas de entonaciones oscuras,
ENcafdas en pliegues amplios. Por techoi• también tela plisa
da, del mismo color. Arrimadas a las cortinas del centro, nue-
|
ve cajas altas, pintadas de un cierna £laro, lo bastante an-
\ chas, para dar cabida a un muñeco del tamaño de una perso
na, de estatura corriente. A cada lado, arrimadas también a
. las telas, cuatro cajas más, iguales. Todas ellas muy cuida
das, parecen nuevas, resaltan en lo oscuro de las telas y
llevan en medio de la tapadera (que es como una puerta prac
ticable) y en sitio muy visible, dos letreros grandes, que
pueden leerse fácilmente. Arriba, uno que dice : «j Ojo I ¡ Frá
gil !»* y más abajo, casi en el centro, el nombre del muñeco
que encierra la caja. En la de Pomponina, en lugar de ¡ Ojo !
se leerá : «¡ Mucho ojo !» y en vez de ¡ Frágil !, «¡ Fragilí
sima !» y en las de las cuatro muñecas, en lugar de ¡ Frágil I
pondrá «| Muy frágil !» Las cajas llevarán este orden : cen
tro, Pomponina ; derecha de la caja de Pomponina, caja de
Lucinda, Don Lindo y Periquito entre ellas;
Marilonda,
izquierda de la caja de Pomponina, cajas de Coriña, 055-
dinela, Bernardo, el de la espada, y Ambrosíó, el de la
carabina. Lado derecho, primer término, caja de Juan el
""tonto ; siguen la del Capitán Araña, Pero_G&uxl0 y Mingo
Revulgo. Lado izquierdo, primer término, caja de Pedro
ÜrdemaiaS.; siguen las del Enano de la venta, el Tío Paco
y Lucas Gómez. Sólo una claridad tenue, ilumina suavemen
te telas y cajas. Soledad completa.

57
EL SEÑOR DE P I G M A LI Ó N

ESCENA PRIMERA
Los tres empresarios, que entran por la izquierda,
muy al primer término, en la línea del telón. Llevan
abrigo y sombrero puesto. Después Conserje.

Don Lucio. — Aún no ha llegado Pigma-


.

lión.
Don Javier. — Ni el duque.
Don Olegario. (Mirando su reloj.) — Son
hombres puntuales. No tardarán.
Don Lucio. (Andando hacia atrás y lle .

gando hasta cerca de las candilejas, para ver


el efecto de las cajas, que resaltan en lo som
brío de las telas.) — No puede ser más senci
lla la escenografía.
Don Javier. (Imitando a Don Lucio. ) —
Sí, muy simple.
Don Olegario. (Yendo junto a sus com
pañeros, y observando con ellos las cajas y
las telas.) — Esa costumbre de Pigmalión, de
poner las comedias con unas cortinas por to
do decorado, no deja de ser una ventaja eco-
nómica.
Don Lucio. — Solo que una cosa es una
decoración para muñecos, y otra para acto
res de verdad.
Don Javier. — Pues Pigmalión, dice que
sus muñecos son más eminentes representan
os
ACTO I ESCENA I
do sus farsas, que todos los actores del
mundo.
Don Olegario. — Bueno, eso es lo que dice
Pigmalión.
Don Lucio. — Ya vendrá luego el tío Paco
con la rebaja.
Don Javier. (Mirando a las cajas.) — Ahí
debe estar el Tío Paco. (Señalando la caja
del muñeco.) ¿No leen ustedes?
Don Lucio. (Leyendo.) — Sí. Ojo : Frá
gil. El Tío Paco. (Va a la caja del aludido.
Sus dos compañeros le siguen.)
Don Lucio. (Examinando la caja, tocán
dola y golpeándola suavemente.)— ¿Qué
hay, Tío Paco?
Don Javier. — Mire usted que si contes
tase ahora.
Don Olegario.—; Qué susto !

Don Javier. — Tengo ganas de ver esos


muñecos.
Don Lucio. — Y yo. Son cosa diabólica,
por lo visto. (Se oye un chirrido destem- V
piado.)
Don Olegario. (Dando un respingo.) —
¿ No oyen ustedes ?
Don Javier. — Sí. Un ruido en esa caja.
(Señalando a la de Lucas Gómez, junto a la
del Tío Paco, y aplicando el oído a ella. Los
otros dos escuchan también. Pausa.)
Don Lucio. — Será algún muelle o tornillo
del muñeco que se habrá aflojado.

59
EL SEÑOR DE PIGMALIÓN
Don Olegario. (Tratando de abrir la caja
y zqzgMdeándola.) — Nada, ya no se oye nada.
Don Javier. (Deteniendo a Don Olega
rio.) — ¡ Pssi, cuidado! ¿Qué hace usted,
hombre ?Deje usted eso
¡
!

Don Lucio. — Que se estropee el muñeco,


y no haya mañana debut, y tengamos que
devolver el dinero, con el teatro todo vendi
do ya, para diez días.
Don Javier. — Nos lucíamos.
Don Olegario. — No digan ustedes nada
a Pigmalión. ¡ Con lo que nos ha encargado
que no toquemos las cajas !
Don Javier. — Qué le hemos de decir, hom
bre.
Don Olegario. (Mirando una caja, por
entre las junturas.) — Todo esto es muy esca
mante.
Conserje. (Gorra en mano, entrando por
donde antes los empresarios.) — Don Agus
tín telefonea, que ha salido la compañía para
Valencia, y que si no lo necesitan ustedes,
no vendrá esta noche, porque está un poco
acatarrado.
Don Javier. — Bueno, que no venga.
Don Olegario . — Cúbrase, García, cúbra
se. (El Conserje obedece.)
Don Lucio. — ¿Está arriba el contador?
Conserje. — Sí, señor ; están todos los de
Contaduría. ¿Quiere usted algo?
Don Lucio. —Nada. Ya subiré yo luego.
6o
ACTO I - E S C E N A I
Conserje. — Está bien. (Vase, volviendo
sobre sus pasos.) Ah, se me olvidaba. Ha
dicho el señor Pigmalión, que si oímos rui
do en las cajas, que no nos preocupemos
(Acentuando mucho las sílabas), que al me
nor cambio de temperatura, o a la más leví
sima oscilación del suelo, cruje la maquina
ria complejísima que hay dentro.
Don Javier. — ¡Caramba, García, desde
que ha oído usted los dramas de Bermúdez,
todas las noches, está usted hablando que
ni Castelar !

Conserje.— Todo se pega, Don Javier ;

pero para hablar bien, Pigmalión. ¡ Qué tío !


Don Javier. — Bien, García, bien. Tráiga
se unas sillas.
Conserje.— Ha dicho Pigmalión, que no
quiere ningún objeto ni asiento, en el esce
nario.
Don Javier. — Ah, si lo ha dicho Pigma
lión, nada. Pigmalión manda. (Vase el
Conserje.)
Don Olegario. (Sacando el reloj.) — Las
diez y media. ¡
Lo que tardan !

Don Javier. — Es raro que...

61
EL S E Ñ O R D E PI G M A LI Ó N

ESCENA II
Los tres empresarios y el Duque y Pigmalión, tam
bién por la izquierda, primer término.

Duque. (Saludando alegremente al en



trar.) Buenas noches.
Pigmalión. — Hola, señores.
Don Lucio. (Yendo hacia ellos, presuro
so.) — ¿Por qué han tardado ustedes tanto?
(Apretones mutuos de manos.)
Don Olegario.— Como no permite usted
la entrada a nadie esta noche en el teatro, ni
a nuestras familias, nos aburríamos ya.
Pigmalión.— Con la familia se hubiesen
ustedes aburrido más. Tengo costumbre de
anticipar sólo a la empresa, la vista de mis
muñecos.
Don Javier. — A ver si por fin los vemos.
Don Lucio. — Estamos en una tensión ner
viosa tremenda, desde que ha llegado usted.
Duque. — Nos consume la impaciencia.
Pigmalión. — Pues nada, ahora la satisfa
rán ustedes.
Don Olegario. — Gracias a Dios !
¡
Pigmalión. — Primero les enseñaré los mu
ñecos. Después las muñecas. Unas meras
presentaciones solo. Hasta la función, no los
verán ustedes trabajar en las tres primeras
62
A C T O I ESCENA II
farsas de mi invención, ya anunciadas en el
cartel para mañana.
Don Javier. — ¿No podían adelantarnos al
guna escenita de conjunto, por ejemplo?
Pigmalión. — No, señor.
Don Javier. — ¿Por qué?
PigmaLión. — Primero, porque para repre
sentar la farsa, esas cajas estorban ; no están
a la vista del público, y no vale la pena qui
tarlas ahora. Después, porque a mis muñe
cos, cuando trabajan, hay que verlos a dis
tancia y con ojos de niño, que es la mejor
manera de ver el arte, y luego porque se han
fatigado mucho, encerrados en sus cajas du
rante el viaje, y conviene dejarles el mayor
reposo posible.
Don Lucio. -— ¡ Hombre ! ¿ Es que se can
san como las personas?
Pigmalión. — Lo mismo. Ya les he dicho a
ustedes, que esos autómatas, son más que un
prodigio de mecánica. Son la criatura artifi
cial y el paso más serio que se ha dado para
crear los primeros ejemplares de una huma
nidad futura, sin los defectos de la actual.
Don Olegario. — ¡ Recaray !
Don Javier. — ¿Comen también?
Pigmalión. — Sí. Un alimento especial ;

esencias, aceites y grasas.


Don Lucio. — Que cuestan lo suyo, va
mos.
Duque. — Y el cuerpo, ¿cómo lo tienen?
63
EL SEÑOR DE PIGMALIÓN
Pigmalión. — Como el Idéntico,
nuestro.
desnudo. Y es todavía un remedo del hom
bre, y por eso me dan muchos disgustos ;
pero un día prescindiré de ellos, porque los
habré superado.
Duque. — Es usted un nuevo Prometeo.
Pigmalión. — Exactamente. Y quizás me
castiguen un día los dioses, como al propio
Prometeo.
Don Lucio. (Dando un codazo a Don
Javier.} — Ya empiezan con los nombre-
¡

citos !

Don Javier. —¡ Y qué nombrecitos !


Pigmalión. —Sin haber hecho estos muñe
cos de ensayo, no podría conseguir hacerlos
mejor luego.
Duque. — Veámoslos ya de una vez.
Pigmalión. (Yendo a la caja, primer tér
mino derecha, seguidr; del Duque y empre
sarios.)— En seguida. Como he nacido en
España, he buscado para mis farsas, según
ya dije a ustedes, tipos populares de estas
tierras, equivalentes en todos los países. Mos
traré los más sencillos primero. (Sacando
una llavecita del bolsillo.) Comencemos por
el tonto.
Duque. (Leyendo en la caja.) — Juan el
tonto.
Pigmalión. — Eso es. Un idiota maligno,
muy maligno, como tantos idiotas que hay
por ahí.
64
ACTO I - ESCENA III
Duque. — Es verdad. Los tontos suelen ser
malignos y malpensados.
Pigmalión. — La tontería casi nunca es ge
nerosa. Necedad y mezquindad, suelen ser
hermanas. (Metiendo la llave en la caja de
Juan el tonto, da dos vueltas. Oyense, a cada
girar de la llave, chirridos agudos y musica
les.)
Duque. — Querrán ustedes creer, que estoy
emocionado.
Don Javier. — Yo tengo miedo.
Don Olegario. — Y yo.
Don Lucio. — Es una cosa alarmante tanto
aparato.
Pigmalión. — Antes mandaba amis autó
matas sin hablarles, por medio de la celeús-
tica ; pero en las farsas, algunos, torpes, se
resistían, y opté por la palabra. Les sirvo yo
mismo, de apuntador. Apártense ustedes un
poco hacia atrás. (Obedecen los cuatro.)
¡
Va ! (Quitando la llave de la caja.) El mis
mo se abrirá la puerta. ¡Sal, Juan! (Expec
tación del Duque y empresarios. Juan no
sale.)

ESCENA III
Pigmalión, Duque, empresarios y los muñecos, que
van apareciendo por el orden que se indica.

Pigmalión. (Imperativo.)—] Vamos ¡ Haz !

lo que te mando ! ¡ Sal (Se oye un chasquido


!

65
EL SEÑOR DE PIGMALIÓN
breve de caja de música, y luego como un
rechocar de muelles y herrajes, ábrese rápida
la puerta de la caja, y aparece Juan el tonto,
dando dos pasos hacia Pigmalión. )
Juan. — Cu, cu. (Va vestido como el actor
cómico, clásico, del teatro ingenuo de brocha
gorda: sombrerete chico y ridiculo, coloradas
las mejillas y la punta de la nariz; cejas inve~
rosímiles, pelos lacios, boca puntiaguda, muy
roja, afeitado el rostro caricaturesco, chaleco
fantástico, pantalón pintoresco, a cuadros, y
bastón grandote y pesado de payaso. Duque
y empresarios, obsérvanle con gran interés.)
Pigmalión. — Buenas noches, Juan. Saluda
a estos señores.
Juan. (Con la cara seria, estúpidamente
imperturbable.) — Cu, cu.
Pigmalión. — Es el menos complicado de
todos. No habla. Sólo dice lo que oyen uste
des. Me bastó imitar el mecanismo de un sen
cillo reloj de cuco. Vamos a ir viendo ahora
los otros.
Juan. (Balanceándose, abriendo y cerran
do los ojos y haciendo muecas.)— Cu, cu.
Pigmalión. — Bueno. Cállate ya.
Juan. — Cu, cu.
Pigmalión. (Yendo hacia él, autoritario.) —
[
Silencio he dicho !

Juan. — Cu, cu.


Pigmalión. (Tirándole de una oreja.) —
¡
Va a haber solfa ¡ A callar (Juan se con
! !

de
ACTO I ESCENA III
trae en un quejido metálico agudo. Después
queda rígido, inmóvil, seriamente cómico.
Pigmalión, le vuelve la espalda y se dirige al
Duque. Juan saca la lengua y le hace guiños
de burla.)
Duque. (Contemplando al muñeco.) —
¡ Prodigioso Saca la lengua como una per
!

sona.
Don Javier. — Un Toribio completo.
Pigmalión. — No es un Toribio, es Juan el
tonto nada más.
Don Lucio. — Está muy bien imitado, re
¡

caray !

Don Olegario. — ¡ Muy propio !

Pigmalión. (De espaldas al autómata, mi


rando al rostro de los cuatro, para ver el efec
to producido.) — Eso no es nada todavía. Aho
ra verán ustedes. (Más guiños de burla de
Juan, y más sacar la lengua a las espaldas
de Pigmalión .)
Duque. (Mirando como
los empresarios,
asombrados, al fantoche.) — ¡Qué bien juega
los músculos de la cara !
Don Lucio. — Pistonudo !

Pigmalión. — ¿Pero qué... qué pasa? (Gi


¡

rándose brusco y sorprendiendo al tonto, ha


ciéndole burla.) ¡ Ah, tunante (Otro tirón
!

de orejas y nuevo chirrido metálico.)


Duque. — Finge usted perfectamente la ira.
Don Olegario. — Muy bien combinado
todo.
67
EL SEÑOR DE PI G MALI ó N
Pigmalión. — ¿Cómo combinado? Yo no
estoy combinado con mis muñecos. Ese idio
ta, se burla de mí, contra mi voluntad.
Duque. — Es usted un gran mímico, Pig
malión.
Don Javier. — Da usted el pego estupenda
mente.
Pigmalión.— Les aseguro a ustedes que
soy franco, y no hay tal pego. (Al tonto.) Si
no te estás quieto y sigues burlándome, iré
por la vara de acebuche.
Juan. (Con terror súbito, dilatándosele los
ojos de miedo, repite muy aprisa.) Cu, cu.
cu, cu, cu, cu, cu.
Pigmalión. — Ya lo sabes. Con que no te
digo más. Y se acabó el cu, cu. fJUAN se pone
muy hosco y solemnemente grotesco.)
Duque. — ¡ Imposible dar más vida a un
muñeco !
Don Lucio. — Muy bien tramado.
Pigmalión. — ¡ Y vuelta ! Les aseguro a us
tedes, que esto que pasa, está fuera de pro
grama y no es una comedia, sino una reali
dad. Mis muñecos me odian, me hacen rabiar
cuando pueden, y necesito castigarlos y tener
los muy a raya.
Don Lucio. — ¡ Jinojo, Pigmalión, no nos
tome usted más el pelo, hombre !
Pigmalión. (Encogiéndose de hombros
desdeñoso.)
— ¡ Bueno ! ¡Crean ustedes lo que
gusten Dejemos eso. (Echando una mirada
!

68
ACTO I - ESCENA III
a ]van.) Lo dicho, ¿eh? Veamos los otros.
(Introduce la llavecita en la caja vecina a la
del tonto. Los mismos sonidos agudos y mu
sicales, al dar vuelta en la cerradura.)
Duque. (Leyendo también en voz alta, el
letrero de la caja.) — El Capitán Araña.
Don Javier. — A ver cómo es el fantoche
ese.
Pigmalión. (Delante de la caja.) — Este ya
habla como los demás. Se resistirán ustedes a
creer que son muñecos. (Apartando con el
gesto al Duque y a los empresarios, que se
echan un poco atrás.) Señor Capitán, haga
usted el favor de salir. (Abrese la puerta de
la caja, aparece el Capitán Araña, y con el
mismo sonido metálico de muelles y herrajes,
que se mostró el tonto, sale y avanza unos
pasos. Representa un hombre cincuentón,
muy acaricalurado también, vestido con uni
forme estrafalario, de una milicia imaginaria.
En cada bocamanga luce tres galones anchos,
y encima de ellos tres estrellas muy grandes y
visibles. Lleva un terrible sable corvo, pen
diente de la cintura, media bota, y cuélgale
de la barba una perilla larga, gris, y sobre ella,
resaltan unos enormes mostachos del mismo
color, agresivos, prolongados, muy retorci
dos y terminados en punta muy afilada, como
la de la perilla.)
Capitán. (Cuadrándose y saludando mili
tarmente a Pigmalión .) — Presente. (Bajando

69
EL SEÑOR DE PI G M A Ll O N

la mano y dirigiéndose al Duque y compa


ñía.) Señores, muy buenas noches. (Queda
rígido y quieto como Juan el tonto.)
Don Lucio. — Recanastos !

Don Olegario. — Habla como nosotros.


¡

(Llegándose al Capitán y observándolo muy


de cerca.) Parece mentira que esto sea un
muñeco.
Pigmalión. — Hace ya mucho tiempo que
están probados y contrastados mis muñecos.
Cuando sea oportuno, los podrán examinar
de cerca. Ahora no los molesten ni se aproxi
men mucho, porque algunos de ellos tienen
mal genio, y pueden ustedes recibir un testa
razo.
Don Olegario. (Alejándose corriendo del

muñeco.) ¡ Caray, no
- !

Pigmalión. — Ahora verán ustedes todo el


sexo fuerte de una vez. (Va jugando rápida
mente el llavín, en todas las tapaderas de las
cajas de los muñecos, sin abrir ninguna puer
ta. Chirrido musical y metálico, a cada vuelta
de llave. El Duque y los tres empresarios, mi
ran asombrados, ora a las cajas, ora a Pigma
lión, ora a los dos muñecos, que permanecen
inmóviles.)
Pigmalión. (Cuando ha terminado de ha
cer girar el llavín, en la última caja de los mu
ñecos, del sexo masculino.) — Señores, no ya
las mejores figuras inanimadas de cera, del
renombrado Museo Grevin y las fabricadas
ACTO I ESCENA III
por los especialistas del género, figuras insig
nificantes como arte imitativo, sino la célebre
carroza de Camus, que divirtió la infancia de
Luis xiv y el famoso jugador de ajedrez, he
cho burdamente de intento, y los asombrosos
danzadores de cuerda de Maelzel, y aquel ad
mirable pato construído por Vaucanson, pato
que comía el grano que le echaban, y se zam
bullía en el agua, como sus semejantes vivos ;
todos esos prodigios de mecánica, y los más
acabados ensayos conocidos hasta ahora, han
dejado de ser una maravilla, ante lo que van
ustedes a ver. (Da dos palmadas, dirigiéndose
a las cajas.) \ Salgan ustedes ! (Silencio y ex
pectación. Los muñecos no salen.)
Juan (Como desgarrando el silencio, con
su canto.) — Cu, cu.
Pigmalión. (Airado, al tonto.) — ¡Idiota!
¡
A callar he dicho ! ( Dirigiéndose de nuevo
a las cajas.) Vamos, aprisa. Salgan todos. Lo
mando yo, Pigmalión. (Muy imperativo,
dando una palmada.) ¡ Vamos ! ¡ Fuera ! (Es-
trépito general, como el de varias cajas jun
tas de música; estrépito, que cesa al aca
bar de abrirse simultáneamente las puer
tas de las cajas, saliendo a un tiempo,
entre un breve rechocar y rechinar de
herrajes, todo el resto de muñecos varones.
Don Lindo, el paje barbilampiño de Pompo-
nina. Un mancebo esbelto, vestido con un
precioso traje convencional, similar al de esos

E L S E ÑOR ü E PI G MA Ll Ó N

pajes bonitos de ópera. Va sin sombrero, luce


una espléndida cabellera rubia, rizada en bu
cles por los lados, y lleva capita corta y espa
dín lujoso. Mingo Revulgo, con traje actual,
de americana, cúbrese con un flexible, tiene
cabello castaño, cara gorda y vulgarísima,
colores en las mejillas, panza pronunciada,
leontina de oro, muy gruesa, en el chaleco, al
filer de pedrería en la corbata y varias sorti
jas de brillantes en la mano izquierda. Peri
quito entre ellas, ataviado como un señori
tingo chisgarabís ; usa botines y un bastoncillo
■ de junco, delgado y flexible. El Enano de la
Venta, con ropas oscuras, del día, cual casi
todos los demás muñecos, y cara anormal y
espantable ; cejas pobladísimas, pelos hirsu
tos, que le arrancan de la mitad de la frente
V le asoman por narices y orejas ; manos ve
lludas, y una maza enorme en la diestra. Am
brosio, el de la "carabina, con hábitos de ca
zador del día; sombrerillo blando, gabardina,
calzón corto, media bata color cuero, cartu
chera en la cintura, y colgando de la espalda,
una escopeta pequeña, de juguete. Bernardo,
el de la espada, con uniforme arbitrario, en
tre municipal y soldado, con esclavina, que le
tapa los brazos, hasta más allá del codo. Lleva
un morrión alto, en la cabeza, barba corrida,
en forma de abanico y una tizona descomu
nal y fanfarrona, cuya punta, casi le arrastra
por el suelo. El Tío Paco, anchóte, cuadrá
is
ACTO I - ESC EN A III
do, con aspecto de lugareño cazurro. Cha
queta corta y sombrero de alas anchas. Lu
cas Gómez, picudo de viruelas, con el ojo
sano ribeteado de rojo, y el otro tapado con
un parche negro; cabellera corta, rala y gris;
nariz roma, boca torcida, grande de buzón y
aspecto desmañado. Ostenta una prenda de
cada color y corbata chillona. Pero Grullo,
alto, solemne, estirado, atildado. Cabeza ca
nosa y aspecto de senador o político impor
tante. Levita y chistera. Pedro Urdemalas,
enjuto, anguloso, con cierto aspecto clerical,
peinado corto, echado hacia atrás; rostro fi
no, afeitado, agudo, inteligente; cejas mefis-
tqjélicas, ojos vivísimos, redondos y hundi
dos; nariz descarnada, aguileña; boca sutil
y astuta. Va muy sencillo, de oscuro.
Los autómatas, después de adelantar dos
pasos, quédanse fijos, cual imágenes sin vi
da, hasta el momento en que hablan o inter
vienen en la acción. Entonces, sus gestos y
ademanes serán expresivísimos y levemente
rígidos los movimientos, precedidos éstos, ca
si siempre, por débiles notas de sonata de ju
guete mecánico.
El Duque y los tres empresarios, que for
man grupo en primer término, atónitos, sólo
miran ya a. los fantoches. Pigmalión, cerca
de sus monigotes, se goza en el efecto que
producen. Cuadro.)
Pjgmalión! (Tornando, después de un ra
li
EL SEÑOR DE PIGMALIÚN
to de silencio, cerca del Capitán..) — Aquí tie
nen ustedes, ya lo han visto, al celebérrimo
Capitán Araña. No enardeció, como el coji-
tranco poeta Tirteo, a un pueblo contra otro,
dándole la victoria ; pero, en cambio, consi
guió en sus buenos tiempos de leyenda, que
riñeran entre sí muchos países, y que otros
capitanes, compañeros suyos, pelearan heroi
camente y se dejaran el pellejo en la batalla,
mientras él, sin haber combatido nunca, se
contentaba con verlos contender y morir des
de lejos, y con embarcar gente y más gente,
para seguir repoblando Jas tropas de esos ca
pitanes. Como ven, es un benemérito de la
patria. Las madres de su pueblo y su pueblo,
le deben estar muy agradecidos.
Capitán. (Aparatoso. Habla campanuda
mente y le resuena la voz en el pecho.) — ¡Y
lo están ! La prueba es que me han hecho in
mortal.
Duque. — Maravilloso
¡
! Se expresa como
una persona.
Don Javier. — [Sí, canastos, como una per
sona !

Capitán. (Saludando de nuevomilitarmen


te.) Y casi una persona soy. En ninguna

empresa de importancia, falto yo. Nadie como
yo, para llamar levas, juntar voluntades, em
barcar mundo y servir al Estado y al ideal.
Pigmalión. — Enterados, capitán. (Dándole
la espalda y acercándose a los muñecos del
74
ACTO I ESCENA III
centro.) Aquí está Periquito entre ellas. (Se
ñalándolo con el dedo.) Gran amigo de mis
muñecas, que lo miman mucho. Tiene todas
las condiciones apetecibles para gustarles. Es
guapito, vano, calaverilla, un tanto ligero,
muy divertido y poco inteligente. Como no
tiene nunca que hablar de algo, habla siempre
de alguien. ¿Qué más se necesita para ser
afortunado con el sexo femenino? Posee ade
más, varios trajes, y es un excelente taram
bana.
Periquito. — Muchas gracias. Es favor.
Don Lucio. — j Demonio !
¡
Entienden y
todo!
Don Olegario. — Colosal, colosal !
¡

Duque. — No se han visto muñecos tan per


fectos.
Don Javier. — Tendrá usted un éxito loco.
Don Lucio. — Por descontado. Un éxito
impepinable.
Urdemalas. — ¡ Impepinable ! Retendremos
la palabra.
Don Javier. — Jinojo ¡
!
¿ Quién es el tío ese
tan fúnebre y diabólico?
Pigmalión. — Pedro Urdemalas.
Don Lucio. — ¡ Sí que tiene cara de urdir
las mal !

Pigmalión. (Aproximándose a Urdema


las.) — Es mi muñeco más complicado y difí
cil de hacer, y tan inteligente como yo. No se
puede conseguir ya más, ni construir mejor
75
EL SEÑOR DE P I G M A LI Ó N
una cabeza artificial. Sólo, que es progresiva
mente malo. Cuando estaba a medio hacer,
me asusté, pero ya no tenía tiempo de rectifi
car, y entre destruir mi obra, o terminarla,
opté por lo último.
Urdemalas. — Hiciste bien. Yo soy necesa
rio en las farsas. Sin mí no sería posible ni el
teatro, ni este mundo nuestro, ni el tuyo, ni el
otro que dices que hay. Soy, pues, algo pre
ciso, indispensable.
El Tío Paco. (Dirigiéndose a Urdema
las. ) — Exageras, hombre, exageras. (Habla
calmosamente, con ademanes reposados, aires
de zorro viejo y en tono sentencioso, cual esos
rústicos sabihondos, de pueblo.)
Pigmalión. (Señalando.) — Ahí tienen us
tedes al Tío Paco, un muñeco poco pulido,
pero modesto, prudente, y que no quiere ser
engañado, ni puede sufrir las exageraciones.
Mozo, fué tabernero en su pueblo, y goza
siempre, echando agua al vino, disminuyendo
las cosas, y sobre todo, vulgarizándolas. Por
eso representa a maravilla, su papel en las far
sas y le aplaude muchísimo el vulgo.
El Tío Paco. — No tanto, no tanto.
Mingo Revulgo. (Llevándose la diestra a
la panza y acariciando la abultada cadena, que
le brilla en el chaleco.) — ¡ Y tal que no tanto !
Mingo Revulgo es muy sensato y equilibra
do, y aplaude siempre con medida y discre
ción, sobre todo con discreción.
76
ACTO I - ESCENA III
Pigmalión. — ¡ Cierto! Este muñeco no pier
de nunca el tiempo en entusiasmarse. Tam
bién lo cuidé, en conjunto, al hacerlo. Tiene
una colección de joyas, que se ven a cien le
guas y la bolsa muy bien repleta. Gran parte
de mis ganancias, él me las guarda, porque
nadie como él, sabe rendir culto al dinero y al
sol que más calienta. Es mi cajero.
Mingo Revulgo. — Porque soy un autóma
ta honrado. (Se oye un eructo sonoro, soez y
rotundo, que se le escapa a Lucas Gómez, el
cual, se lleva, ya tarde y perezosamente, Id
mano a la boca.)
Don Lucio. (Mirando sorprendido a Lu
cas Gómez .)— ¡ Reconcho !
Don Javier. — ¡Buen provecho!
Don Olegario. — ¡ Le ha salido regularcito!
Pigmalión. — Tú tenías que ser, Lucas Gó
mez. Siempre mal educado y metiendo la pata.
Duque. — Por aquí hay muchos Lucas Gó
mez, Pigmalión. Ya los irá usted conocien
do, ya.
Pigmalión. — Mis muñecos, están muy bien
representados en todas partes, aunque en el
reparto de mis farsas, lleven nombres espa
ñoles.
Pero Grullo. (Muy grave.) — En todas
partes cuecen habas.
El Tío Paco. (Mirando a Pero Grullo. ) —
Sí que las cuecen.
Don Javier. — Muy bien hablado.
77
EL SEÑOR DE PlGMALIÓN
Don Lucio. — Pero qué oportunamente, in
tervienen esos muñecos.
Don Olegario. — No se puede llegar a
más.
Pero Grullo. (Adelantando un paso, al
zando la diestra con solemnidad, hablando y
j accionando con mucha 'prosopopeya ¡ y for
mando una rosca, con el índice y el pulgar.) —
Y si en todas partes cuecen habas, es porque
en todas partes hay habas.
Pigmalión. — Este señor fantoche, Pero
Grullo, es el talento más seguro, agasajado y
reconocido entre mis muñecos. Todos le ad
miran y le consultan. Es la mayor autoridad
entre ellos, y si un día se emanciparan y for
masen Gobierno, sería él, jefe de ese Gobier
no. Sólo Urdemalas, le toma un poco en
broma.
Ambrosio. — Y yo.
Bernardo. — Y yo.
Ambrosio. — Bernardo y yo derribaríamos
en seguida ese Gobierno.
El
Enano. (Encarándose con Bernardo y
Ambrosio, regirando los ojos fieros y espan
tosos, mostrando unos dientes blancos, afila
dos y terribles y blandiendo la maza.) — ¿Y
yo, soy manco?
Duque. — ¿ Estos son los bravos ?
Don Olegario. (Parapetándose detrás de
Don Lucio.j — Avísenos usted, para tomar
precauciones.
78
ACTO I - ES C E N A III
Pigmalión. — No se asusten ustedes. No
son estos los muñecos de cuidado.
Ambrosio. (Echándose la escopeta a la ca
ra y apuntando al aire.) — ¿Que no? (Dispa
ra, sin que salga el tiro. Se oye el ruido seco
del gatillo.) Mi carabina no falla nunca.
El Tío Paco. — Nunca más, que cada cien
to, noventa y nueve.
Bernardo. — De tanto pinchar, se ha des
gastado ya mi espada gloriosa. (Tira del pu
ño, saca la hoja y blande una espada de tor
neo, sin jilo ni corte, toda mellada y rota.)
El Enano. (Azotando el aire con la ma

za.) ¡ Como esta maza, nada I
Juan. (Burlón.) — Cu, cu. . .

El Enano. (Indignado, amenazando a


Juan con la maza.) — A callar tú, idiota.
Juan. (Con la* mismfr^entonación burlo
na.)
— Cu, cu^ \
Pigmalión. (Nervioso.)- ¿A callar todos.
¡
Silencio ! \ .

Pero Grullo. {Espetado y tornando a le


vantar el brazo muy aparatosamente . — Cuan
do se calla, siempre hay silencio.
Don Olegario. (Mirando a sus conso
cios.)
— ¡ Recontra con el tío !

Pigmalión. (A Don Olegario.) — Es per


sona importante. En mi célebre farsa titula
da Lisistrala moderna, este muñeco preside
acertadísimamente un senado de notables. Y
ahora que ya conocen ustedes a los autóma
79
EL SEÑOR DE PIGMALIÓN
tas, que tengo aquí en juego, les presentaré al
bello sexo de la compañía.
Don Olegario. — ¡ Al bello sexo, venga de
ahí!
Duque. — j Vamos con las muñecas !
Pigmalión. — Antes, retiraré los muñecos.
(Dirigiéndose a éstos.) A ver, ¡preparados!
(Ruido múltiple y destemplado en las entra
ñas de los fantoches, que se estiran a un tiem
po, más de lo que estaban aún.) ¡ Una ! ¡ Dos !
¡Media vuelta! (Menos el paje, obedecen los
muñecos instantáneamente, girando sobre si
mismos, cual sobre un eje.) ¡ Dentro ! (Ex
ceptuando a Don Lindo, que no se mueve
de su sitio, entran todos en sus cajas y dan
media vuelta, cerrando tras de sí la puerta.
Oyense unos gritos broncos, guturales, estri
dentes en la caja de Lucas Gómez, el cual, se
ha cogido los dedos de la mano, al cerrar,
quedando sólo, entornada la tapadera.)
Lucas. (Desde su caja.) — ¡ Ay, ay, ay,
ay, ay...
Duque.(Alarmado.) — ¿Qué es eso?
Don Javier. (Asustado, como sus dos com
pañeros.)-— ¿Qué pasa?
Don Lucio. — ¿Ocurre algo?
Pigmalión. — Nada, nada grave. (Yendo
rápido subsanar el entuerto, retirando al mu
a
ñeco, los dedos de la puerta, y acabando de
cerrar ésta, tras Lucas Gómez.) Tú tenías
que ser, Luquitas, siempre torpe.
8o
ACTO I - ESCENA. III
Duque. — Es portentoso, portentoso cómo
presenta usted esos muñecos.
Don Lucio.— ¡ Increíble ! -.

Don Javier. — ¡ Y tal !


Don Olegario. — ¡Sí, caray!
Duque. (Señalando al paje.) —Y ese, ¿por
qué no entra?
Pigmalión.— Porque es poeta mozo y ena
morado y sabe que va a salir Pomponina,
ahora y quiere verla, dirigirla miradas y sus
piros y decirla bajito alguna endecha o ma
drigal.
Duque. — Hombre, pues será muy divertido
eso. Déjele usted que no entre. ;
:

Pigmalión. — Será muy divertido para


ustedes, para mí, no. (Alzando la voz.)
¡Adentro, Don Lindo! ¡No te necesita^
mos !.
Dón Lindo.— Me necesitará Pomponina.
(Habla dulcemente, con acento mimoso y
triste.)
Pigmalión.— No, hombre, no. Anda, vete.
Don Lindo. — ¿ Quién la ayudará a salir de
la caja, si tiene pereza de caminar sola?
¿ Quién la abanicará, si se sofoca ? ¿ Quién la
ofrecerá grajeas, bombones y refrescos, si tier
nesed? ¿Quién puede halagarla como yo,
cantando sus gracias? Pomponina, me nece
sitará, ;
'

Pigmalión. — ¡ Pero yo no Vete ! !


¡

Don Lindo. ¡ Déjame quedar !

Pigmalión.— 6
EL SEÑOR DE PIG MALVÓN
— ¡ No !
PIGMALIÓN.
Don Lindo—; Salir ella y no verla Por
y0¿qué me has dado vida, !

Pigmalión, para ha-


¿

S cerme tan desgraciado?


Pigmalión.— Por la misma razón que Dios
me dió vida a mí y al mundo, sin consultár
noslo. ¡
Vete !

Don Lindo. — Le contaré a Pomponina, có


mo tratas a su paje.
Pigmalión. — No seas ¡luso. A Pomponina
le sale todo por una friolera.
Don Lindo. — ¡ Ay sí, por desgracia !
Pigmalión. — ¡A tu caja!
Don Lindo.— A la fuerza me voy, pero
conste que protesto.
Pigmalión. — ¡Muy bien! ¡Ahí me las den
todas! ¡Constará la protesta! (Imperativo.)
¡
Una (Oscila el muñeco.) ¡ Dos ! ¡ Media
!

vuelta ! ( Obedece el paje.) ¡ Dentro ! (Pene


tra Don Lindo en su caja, cerrando, como los
demás-, la puerta tras de si.)
Pigmalión.— ¡ Gracias a Dios!
Duque. — Delicioso,
¡ estupendo ! Vamos
ahora con las muñecas.
Don Javier. — ¡ Sí, sí ! ¡
Las mueñecas, las
iwú ñecas !
Don Olegario. — ¿Son guapas?
Pigmalión. — Lindísimas.
Duque. — Nos tiene usted locos de curiosi
dad.
Pigmalión. — Cuando vea usted a Pompo
82
ACTO I - ESCENA III
nina, perderé la simpatía y la amistad de us
ted.
Duque. — Ya me ha dicho usted varias ve
ces eso, que me parece un absurdo.
Pigmalión. — Ya se convencerá usted. Ese
primor de mujercita artificial, me ha costado
ya, infinitos disgustos. Hay quien me tiene ju
rada la muerte, para apoderarse de la muñe
ca, y entre todas las maldiciones que han lle
gado a mí, una me ha preocupado y preocupa
aún mucho. En fin, duque, va usted a encon
trarse ahora, ante la tentación más fuerte de
su vida.
Duque. — Demontre !

Pigmalión. — No hay nada que atráiga más


¡

en amor, que lo imposible, lo inútil y lo su-


perfluo. Pomponina es todo eso. A pesar mío
la adoro, y por ahí empieza mi castigo de ha- )(
ber construído estos muñecos. No la tengo j*?:^
junto a mí, porque me doy miedo a mí mis-...vL_
mo ; pero un día, no tendré voluntad, haré un 4-¡swr:.
disparate, viviré con Pomponina y se acabó .

Pigmalión y sus sueños de crear una huma-


nidad mejor. "v v *
Duque. — Además de un gran artífice, es
usted un admirable farsante y un ventrílocuo
estupendísimo.
Don Javier. — Y un cómico como una casa.
Pigmalión. — Farsante, cómico y ventrílo
cuo, ¿eh? Pues ahora verán ustedes.
Duque. — Es lo que estamos deseando.
83
EL SEÑOR DE PIGMALIÓN
(Pigmalión saca su cartera, la abre,- rebusca
en ella, y ante la expectación de los cuatro, sa
ca una llavecita, más diminuta que la primera,
se llega a las cajas del centro, donde están las
muñecas, y va abriendo la cerradura de cada
una. Oyese al volver de la llave, en cada caja,
un sonido límpido musical y grato, como esas
campanas de cilindros metálicos, que se po
nen detrás de algunas puertas.)
Pigmalión. (Acercándose adonde está
Pomponina, oprimiendo un botón invisible, en
un lado de la caja, y adistanciándose luego
unos pasos.) — Pomponina, divina Pomponi
na, sal.

ESCENA IV
Los mismos, y Pomponina, que al son de las campa
nas metálicas, entreabre la puerta de la caja y asoma
sólo la cabecita rubia, cubierta con un sombrerillo
precioso, y la cara graciosísima y hermosa, de un cutis
mate, con tornasoles de perla. Tiene un lunar ado
rable, en la mejilla izquierda, cerca de la boca. Sus
ojos azules, luminosos, de un mirar dulce, observan
curiosos el recinto y miran a Pigmalión y compa
ñía, de un modo asesino.

Don Javier. — Jinojo, qué cara !


¡

Don Olegario. (Suspirando.)— ¡ Ay, Dios


mío !
• •..

Don Lucio.— ¡Un cromo!


Duque— No diga usted tonterías. Es la
propia Venus moza.
84
Acto l - escena ir
Pigmalión. — Cada cual se expresa como
sabe. Dice bien Don Lucio. Es una belleza,
dentro de lo consabido ; ojos azules, cutis
nacarado, lunar en las mejillas, y con todos
esos elementos tan conocidos, qué divina re
sulta.
Duque. (En éxtasis.) — Archidivina
¡
!

Pigmalión. — Hay cosas, que no lograrán


Ivulgarizar nunca, todos los aluviones de la
mala poesía. Las noches de luna, el mar y las
¡jnujeres guapas.
Pomponina. (Sale, abriendo del todo la
Puerta de la caja, recogiéndose las faldas un
poco, dando unos pasos y saludando con re
verencia de minué, entre una música suave y
apagada.) — Buenas noches. (Va vestida con
estofas delicadas y ricas, como una princesi-
ta de Watteau. Cuélganle de la cintura, pen- ^
dientes de una cadenilla de oro, un abanico
redondo y un espejillo de plata bruñida, con
mango dé pedrería.)
. Duque. (Juntando las manos embelesa
do.) — ¡ Qué maravilla !

Don Olegario. — ¡ Yo me mareo !

. Don Javier.—; Recoles !


Don Lucio. — ¡ Qué atrocidad !
(Intentan
acercarse los cuatro.)
Pigmalión. (Deteniéndoles con el gesto.)—
Hay que verla de lejos ahora. Otro día, sin
tocarla, les dejaré contemplarla de cerca. (Re
troceden los cuatro, observando, embobados,
85
EL SEÑOR DE PIGMALIÓN
a Pomponina, que después de tomar su espe-
jillo colgante, de mirarse en él y de arreglar
se un rizo rebelde, les sonríe, coqueta.)
Pigmalión. (Sacando una bombonera del
bolsilloy dándosela a Pomponina. ) —Tus
bombones.
Pomponina. (Tomando la caja con aire
displicente.) — Gracias. ¿Y mis flores?
Pigmalión. — Hoy no hay flores. Estás cas
tigada.
Pomponina. (Haciéndole un mohín de mi*
mo y de .enfado.) — Por eso no te quiero, por
que me castigas.
Pigmalión. — Sé buena.
Pomponina. — No me da la gana.
Pigmalión. — No seas descarada.
Pomponina. — Rabia, rabia. Cada día seré
más mala y más remala. Rabia y rabia.
Pigmalión.— ¡ Pomponina !

Pomponina. (Haciéndole otro gesto.) —


i Tonto !
Duque. (Desde el grupo de los empresa
rios, escapándosele, a su pesar, la palabra.) —
¡ Pomponina, divina !
Pomponina. (Volviendo a echar una ojeadi-
ta al espejillo.)— Así me llaman por guapa
que soy.
Pigmalión. — ¿A quién debes agradecer tu
hermosura? ¿Quién te ha hecho así?
Pomponina. — Dios.
Pigmalión. — He sido yo. No ha sido Dios.
86
ACtÓ l ÉSCÉNA IV
Pomponina. — ¿ No dices que a tí te ha he
cho Dios ?
PlGMALIÓN.— Sí.
Pomponina. — Pues sia tí no te hubiera he
cho Dios, tú no me hubieses podido hacer a
mí. (Destapando la bombonera y tomando
un chocolatito, que se traga.) Están muy bue
nos. (Alzando la cajita.) ¿Quién quiere?
Duque. (A Pigmalión.) — ¿Puedo tomar
uno?
Pomponina. (Bajando la cajita.)^— -¡
Qué
gracioso ¡ !No, señor Los
! ofrecí por cumpli
do. Son muy ricos, y los quiero para mí sola.
Pigmalión. — Es una muñequita muy
egoísta.
Duque. — ¡ Delicioso !

Don Olegario. — Si hubiéramos sabido que


le gustaban a Pomponina Tas flores, hubiéra
mos alfombrado de ellas el escenario.
Duque. — Mañana encargaré para ella, todas
las que haya, en todos los jardines de Murcia
y de Valencia.
Pomponina. (Muy satisfecha, a Pigma
lión.) — Les he gustado, les he gustado.
Don Lucio.— ¡ Digo, si nos ha gustado !

Don Javier. (Aproximándose con el Du


que y los empresarios otra vez a Pomponi

na.} Nos ha dislocado.
Pigmalión. (Sin dejarles acercar.) — No
vengan aquí. Déjenme espacio entre ustedes
y mis muñecos.
87
EL SEÑOR DE PIGMALION
Duque. (Retrocediendo algo con los em
presarios.) —Toda mi fortuna por esa muñe
ca, Pigmalión.
Pigmalión. — No la vendo por nada. Mi cau
dal asciende ya a muchos millones.
Duque. — ¡ Qué lástima !

Pigmalión. — Sin fortuna, perdería usted


instantáneamente a Pomponina. Usted no sa
be lo que cuesta el bibelot éste.
Duque. — Qué bibelot. ¡Es un angel!
Pomponina. (Abanicándose.)— ¡ Eso es!
¡
Un ángel !

Pigmalión. — Sin alas y de lo más caro y


peligroso que hay, créame usted.
Pomponina. (Cerrando el abanico y ame
nazando con él a Pigmalión.)— -j No te quie
ro, vete !

Pigmalión. — Cállate¡
!

Pomponina. — Cállate tú !
¡
Pigmalión. — Muy bonito
¡
ese modo de
contestarme !

Pomponina. — Estoy harta de tí. En cuanto


pueda me escapo.
Duque. — ¡Que sea conmigo!
Don Lucio. — Caracoles con la niña !
¡

Don Olegario. — Para comérsela ¡


!

Pigmalión. — ¡ Siempre tiene el mismo éxi


to ¡No falla !
!

Don Javier.— ¡ Qué ha de fallar, hombre,


qué ha de fallar !
Pigmalión. — Ahora verán ustedes las cua
«8
a ero i Escena V

tro damas de honor de Pomponina. Llamarían


la atención doblemente, si no estuviesen junto
a ella. (Recorre las cuatro cajas, oprimiendo
un botón lateral, en cada una, como hizo en
la de Pomponina. ) .
. Duque. — Después de esto, ya no se puede
ver nada.
Don Olegario. — ¡ Absolutamente nada ! J Mi
Chichita parece una fregona al lado de ésta !
Pigmalión. (Con voz fuerte y autorita
ria.)— Marilonda, Dondinela, Gorina, Lucin
da, ¡fuera! (Un templado resonar de campa
nas musicales ; óbrense las puertas de las cua
tro cajas, y aparecen dentro de éstas las cua
tro muñecas restantes. Son unas mozas de ca
ra linda y aporcelanada. Dos rubias y dos
morenas. Llevan suelto y caído el cabello
atrás; falda corta, zapato primoroso y unos
impertinentes de mango largo, colgándoles
de la cintura.)

ESCENA V ;; :

Los mismos y las cuatro muñecas, que salen de sos


cajasi danzando perezosamente pl compás de una mú
sica tenue y lenta, cual suele ser la de los muñecos
mecánicos, y van frente a Pomponina, saludándola
reverentes. Luego, se inclinan más levemente ante
Pigmalión y acompañamiento. Cesa la música y que
dan las cuatro inmóviles y algo rígidas también.

Don Lucio.— ¡ Son preciosas


Don Javier. — Admirablemente construí
!.

das !

89
EL SEÑOR DE PIGMALION
Don Olegario. — Como todos los muñecos.
Duque. — Pero después de lo que hemos
visto...
Don Olegario. — Ante Pomponina, nada.
Dondinela. (Alzando y bajando la cabeza
entre unos leves escapes de música, y miran
do al Duque y empresarios de arriba aba
jo.)— \ Más galantes podían ser !

Marilonda. — ¡ La finura está cara !


Corina. — ¡ Por las nubes !
Lucinda. — Claro, como somos muñecas,
nos dicen todo lo que se les antoja.
Pomponina. — No les hagáis caso, Son unos
lilailas.
Marilonda. (Con ira infantil.)-— Tú los
embobas.
Pomponina. — ¡
Yo
no ! Ellos solos, hija ;
ellos solos se emboban.
Pigmalión. — Ahora ya no se duermen us
tedes, como cuando les hablé ayer, por prime
ra vez, ¿ verdad ?
Don Olegario.— ¡ Quién se duerme viendo
estas cosas !
Don Lucio. — ¡ Cuidado con el personal qui
se trae Pigmalión !
Don Javier. — ¡Tendremos que reforzar el
servicio de incendios !

Pomponina. — ¡ Ay, que susto! ¡No se va


yan ustedes a poner malitos !

Duque. — ¡ Qué divina se pone Qué en !

canto de muñeca.
ACTO l - ESCENA V

PlGMALjÓN. — ¡ Bueno ! ¡ Basta por esta no


che t ¡ Terminó la presentación ! ¡ Dentro to
das !
Pomponina. — ¿ Ya? ¡ Qué fastidio ! ¡ Si aca
bamos de salir ahora mismo !
Pigmalión.— No seas caprichosilla. Obede
ce y calla.
Pomponina. ( Abriendo y cerrando los
ojos, echándose otra miradita en el espejillo
y haciendo muchas posturas.) — ¡ Ay, quién
será el que me robe y me quite de Pigma-
lión !
Duque. (Yendo, vehemente, hacia ella.) —
¡
Yo 1

Pigmalión. ( Cortándole el paso. ) —


¡ Quieto !
Duque. — ¡ Déjeme usted !

Pigmalión. (Poniendo su diestra en el pe


cho del Duque y apartándole suavemente.) —
¡ Quieto
! Ya le dije a usted que me odiaría,

en cuanto viese a Pomponina. (Tornándose


de cara a las muñecas, grita despótico, en to
no adusto, de mando.) ¡ Media vuelta ! ¡ Den
tro ! f Pomponina y las cuatro muñecas, asus
tadas, giran sobre sí mismas, y entran ace
leradamente en sus cajas, cerrando tras de sí
la puerta, como los muñecos. Sones varios y
entremezclado, de cajas de música y campanas
metálicas. Pigmalión, aprieta de nuevo el bo
tón de cada caja y la cierra también con lla
ve, guardando ésta, otra vez en su cartera. El

9"
EL SEÑOR b E P I G M A LI Ó N
Duque observóle mucho, cuando cerraba las
cajas, y no le quita los ojos de encima,.} :

ESCENA VI
Pigmalión, Duque y los tres empresarios. Después,
Conserje.

Duque.— Imposible que eso


¡
sea una mu*
ñeca !

Pigmalión.— Pues lo es. Una. muñeca


única.
Don Olegario. — ¡Capaz de trastornar a un
santo (Fíjase de pronto, Pigmalión, en una
!

de las cajas, revísala de cerca y examina lue


go atentamente los botones y las cerraduras de
varias más.) -
• •
.
!

Don Lucio.— ¿Qué ocurre? ¡


.•

Pigmalión. (Un poco sorprendido en su


examen y dejando escapar las palabras, como
si hablase consigo mismo.)- — Es raro. .
.Duque ( Yendo a Pigmalión, con mucha
curiosidad.)
— ¿Se ha descompuesto algo?
Don Javier. (Alarmado, mirando a Don
Olegario.,) — ¿Qué... qué hay? : : •

Pigmalión. (Sacando un lápiz y rayando


con él la juntura de algunas puertas de . co»
ya^-r^Nada, señores, nada que a ustedes in
terese. Mañana mismo, cambiaré toda el• jue
go de cerraduras^ -

Duque. — ¿ Pero qué pasa ?


.
•.:
\
ACTO I - ES C E N A- V I
Pigmalión.— Sospecho muñecos
que mis
han lográdo descubrir el medio de abrir sus
cajas y salir de ellas, cuando no los ve nadie.
Don Javier.—¡ Recaray !
Pigmalión. — Mis muñecos sort de cuidado.
Duque. — Son la misma vida. -

Pigmalión. — Todavía es muy poco lo que


han presenciado. Mañana, cuando les vean
ustedes representar mis farsas, podrán darse
cuenta de las perfecciones alcanzadas en la
fabricación dé mis fantoches. -
..

Conserje. (Entrando, gorra en manó, por


la izquierda, primer término.)- — Están ahí los
redactores gráficos, muy extrañados . de que
no se les deje entrar, para ir sacando fotogra
fías. También buscan a ustedes muchos seño
res de la Prensa. Aquí tengo estas tarjetas
para el señor Pigmalión.
Pigmalión. (Tomándolas y' leyéndolas.) —
Con el permiso de ustedes, voy a disculpar
me con todos esos señores, y a explicarles
por qué hasta mañana, no me conviene qué
fotografíen nada. .
:

. Don Lucio. — Nosotros iremos con usted:


Don Javier. — Hay que dar satisfacciones a
toda esa gente.
Don Olegario. — Claro que sí. ¿Viene us
ted, Duque? -.
.

Duque. — Voy en seguida. Les espero en la


Dirección. -;
Pigmalión. — Muy bien. Yo me libraré
93
EL SEÑOR DE P I G M ALI Ó N

pronto de todas esas visitas y nos iremos jun


tos a tomar un ponche. Luego me largo a la
cama. Tengo neuralgia.
Duque. — Haremos lo que usted quiera.
Pigmalión. (Yéndose por la izquierda, pri
mer término.) — Hasta ahora, pues.
Don Lucio. (Siguiéndole.) — Vamos to
dos.
Don Olegario. (Cogiendo a Don Javier
por el brazo.) — Vamos.
Don Javier. — Sí, vamos. (Salen los tres en
pos de Pigmalión. El Conserje, vase a ir por
donde ellos y vuelve sobre sus pasos, a una se
ña del Duque.)

ESCENA VII
Duque y Conserje

Conserje. (Acercándose al Duque.) — ¿Me


llamaba el señor duque ?
Duque. (Quedamente.) — Cuando vayan se
todos y apague usted las luces, deje alguna
encendida en el escenario.
Conserje. — Está bien.
Duque. — Haga usted las rondas como siem
pre, y dentro de dos horas me espera usted
en la calle, junto a la puerta de escape que da
al guardarropía. Y mucha reserva. Que no se
enteren ni las ratas. (Poniendo unas monedas
94
ACTO I - ESCENA Vil
en la mano del ConserjeJ ¿ Me ha entendi
do usted?
Conserje. — Perfectamente, señor duque.
Duque. — Pues chitón, y andando. (Mar
chase por donde Pigmalión y los empresa
rios.)
Conserje. (Dándole escolta.) — Esté tran
quilo el señor duque. (Detiénese unos mo
mentos, mirando las cajas.) j Maldita la gra
cia que me hace a mí, guardar esas diabluras
mecánicas !... ¡Si no fuese por los garbanzos,
cualquier día me estaba yo aquí esta noche !

(Vase. Desierta la escena. Disminuye de


pronto la claridad, quedando sólo el resplan
dor pálido de una luz tenue. Cae pausada
mente el telón.)

FIN DEL ACTO PRIMERO


ACTO SEGUNDO

Pigmalión. - i
hora después. La misma escena, desierta, y la misma
UNA
vPQnumbra. En las telas sombrías resaltan las cajas, como
C ataúdes^ claros, de "forraa cuadrada. Puede oirse el vuelo
de una mosca, en el silencio profundo, que Interrumpe la
débil resonancia de un chirrido metálico, y ábrese la puerta
de la caja de Juan el tonto. Asoma éste la cabeza y remira
*
i . ... - - a todos lados.

i
ESCENA PRIMERA
...
, . Muñecos solos

Juan. (Desde la caja, después de observar


un rato.) — Cu, cu. ( Cierra la puerta, dejando
un pequeño resquicio, por el que sigue vigi
lando. Abrese la caja de Mingo Revulgo, el
cual remira también como Juan, y cuando ad
vierte la soledad completa, sale solemne y len
to de su caja, y como iría un muñeco que imi
tase bien al hombre, va de puntillas a la caja
de Pomponina. Ya, ante la caja, saca de la fal
driquera una abultada bolsa, que mira y so
pesa. Luego, quedamente, llama a la puerta
de la caja, agitando la bolsa. Estrépito me

99
EL SEÑOR DE PIGMALI Ó N

tálico de monedas y una campanada aguda y


suave, a cada porracito en la puerta.)
Mingo Revulgo. (Sonando la bolsa.) —
Pomponina..., Pomponina. Tengo más mone
das. ¿Oyes cómo suenan? ¡Más monedas, y
todos los brillantes y pedrería que me dio a
guardar ayer Pigmalión ! ¿ Oyes ? (Acompa
ñando cada sílaba, con un remover de la bol
sa.) Pom... pom... pom... Pomponina..»,
ven..., ven..., ven... ¡Te espero en mi caja!»..
¡
Ven ¡ No tardes ! Ven ! (Agita por última
!
¡

vez la bolsa en el aire y torna a su caja, en la


que se mete, cerrando suavemente la puerta.
Pomponina, abre despacio la de su caja, exa
mina con sigilo toda la escena; sale, deja ce
rrada la puerta y vase corriendo, sobre la pun
ta de sus piececillos, que musiquean levemen
te al chocar sobre el suelo, llegándose a la ca
ja de Mingo, en la que golpea con el mango
del abanico.)
Pomponina. (Golpeando en la puerta.)— -
Soy yo, Pomponina. Abre antes de que me
vean. (Crujido seco. Entreábrese la puerta
de la caja, aparece la manaza de MiNGo Re-
vulgo y tira dePomponina. Entra ésta, pron
ta, en la caja. Déstáeanse en el silencio unas
vibraciones, como de reloj de cuerda qué se
descompusiese al dar la hora. Luego, otro cru
jido seco. Silencio y soledad de nuevo en la
escena. El tonto, que sigue espiando, torna a
sacar la cabeza.)
too
ACTO II - ESCENA I
. a la caja de Revulgo, ba
Ju AN. (Mirando
jando y subiendo la testa y haciendo guiños
expresivos.) — Cu, cu. (Vuelve a ocultarse
tras la puerta, dejando el mismo hueco para
mirar. Sale Periquito entre ellas, de su caja,
deslizándose muy ligero hasta la de Corina.}
Periquito. (Llamando en la puerta con el
junquillo Corina..., Corina... Soy yo, Pe
rico, Periquito, Periquillo.
Corina. (Mostrando solo la cabeza, por la
puerta. Retintinea la campana.) — No tengo
humor de visitas esta noche. Estoy cansada.
Periquito.— Pero monina, Corina...
Corina.— Estoy rendida del viaje. Me due
len todos los resortes y cuerdas del cuerpo.
Periquito. — Mujer, deja un momento. Ten*
go que decirte una cosa.
. Corina. (Mimosa y decidida.) — No, .no,
no, Perico. Ahora no, no y no. (Cierra pre
surosa la puerta. Sonsonete metálico y pro
longado.)
Periquito. — ¡ Qué dengosa está !
¡
Cuántos
finflanes ! Siempre caprichosas. (Va a la caja
de al lado, llamando igualmente en la puer
ta.) Dondinela, Dondinela.
Dondinela. (Sacando las narices, tras la
Puerta, que apenas entreabre.) — Déjame en
paz. .
Periquito. — Pero...
. Dondinela. — No seas bulle, bulle. Estoy
citada con el Tío Paco.
(01
EL SEÑOR DE PIG MAL-I ÓN
Perico. — ¡Con el Tío Paco!..., ¡pero mu
jer... !

Dondinela. — Ya te diré luego por qué...


Yo me entiendo.
Periquito. — ¡Pero, chica!... ¡Con el tío
ese machucho, tan ordinario!
Dondinela.— No te metas en eso tú.
Periquito. — Pues sí me meto, ea, me me
to, me meto, vaya si me meto. Escucha...
Dondinela. — No escucho. Ya hablaremos.
Abur. (Portazo y son metálico.)
Periquito.— ¡ Caprichosas y sinvergüen
zas ! ¡ Y qué tragaderas tienen ! Por conve
niencia, apechugan con todo. (Vuelve sobre
sus pasos, pasa ante la caja de Pomponina, y
llama en la de Lucinda.)
Lucinda. (Abriendo a medias la puerta, y
poniéndose furiosa al ver a Periquito.)—
Eres tú, tú. ¡ Tú !
Periquito. — ¿ Pero qué tienes, qué te
pasa ?
Lucinda.— Y tienes valor de presentarte,
después de la que me hiciste en el tren...
¡ Quita, quita, so sinvergüenza, so perdis, so
badulaque...! ¡Largo de aquí! (Otro porta
zo y ruido brusco de muelles, que se quejan
sacudidos.)
Periquito. — ¡Pues, señor, bien! ¡Cómo
están estas niñas ¡
Ni que se lo hubieran di
!

cho unas a otras !


(Llamia en la caja de Ma-
rilonda.)
lo?
ACTO II - ESCENA I
Marilonda. (Entreabriendo la puerta.) —
¡
Hola, Perico l
Periquito.— ¡ Hola, rica ! Deseo hablarte.
Marilonda. — Tengo mucho sueño. Déjalo
para otra noche.
Periquito.— Es que quiero decirte...
Marilonda.— No me digas nada...
Periquito. — Tú te lo pierdes. Pensaba con
tarte lo de Lucinda.
Marilonda. (Interesadísima, sacando el
busto fuera de la caja.) — ¿Lo de Lucinda...?
Periquito. — Sí.
Marilonda. — ¡ Al fin, hombre !
Periquito. — Ya ves como yo, siempre com
placiente...
Marilonda. — ¿Pero de verás me conta
rás...?
Periquito. — Todo¡
!

Marilonda.— ¿ Sin dejar nada?


Periquito. — Sin dejar nada.
Marilonda. — Entra, pues. (Entra Peri
quito, apresuradamente, cerrando tras él, la
puerta.)
Juan. (Tornando a sacar la cabeza.) — Cu,
cu, cu, cu. (Empuja Don Lindo la puerta de
su caja, y ocúltase ail punto el tonto, sin dejar
y de ver lo que sucede en la escena.)
Don Lindo. (Fuera ya de su caja, restre
gándose los ojos y desperezándose.) — ¡ Algu
na vez había de ser oportuno el chillido de ese
idiota ! Bien ha hecho en despertarme ahora.
io3:
E L S E ÑOR DE PI G MALLO ¿V

Qué manera de dormir... En un enamorado


como yo,• parece imposible... ; Ese odioso
Pigmalión l ¡ Qué modo más imperfecto y gro
sero de hacernos \ \ Verdad que Hevo muchas
noches en vela, adorando a Pom ponina. . .
¡ Pomponina ! ¿ Qué
valdría el mundo y la vi
da de los muñecos como yo, si ella no estu
viese sobre la tierra? (Yendo a la caja de
Pomponina, y dando en la puerta suavemen
te, con los nudillos.) Pomponina... Pomponi
na, sol de. mis noches, alegría de mis ojos y
de mi vida, abre a tu Don Lindo... Abre a tu
paje. (Aguarda en vano que ceda la piterta.)
Abreme... ¡Yo te lo ruego, Pomponina!
(Otro ratito de esperar en balde.) Ya sé por
qué no me abres. Quieres que te diga madri
gales. Sé lo que te gusta la serenata y el can
to. (Va a su caja, toma un laúd, vuelve a la
de Pomponina y canta, casi pegando la boca
a la puerta.)

". Estrella y sirena


de mis amores... , ,

Juan. (En tono burlón, entreabriendo la


puerta .de su caja.) — Cu, cu-.
Don Lindo. (Interrumpiendo bruscamen
te, el canto, y mirando airadísimo la caja del
tonto¿)—\ Imbécil > •
!

,
Juan. (Saliendo apresuradamente de su ca
ja, llegándose a Don Lindo, con $u eterno aire
»?4.
ACTO lI - ESCENA 1

de cretino malicioso, llevándose ante él am


bas manos a la cabeza, e imitando con el ín-
dÍ£gJ.os cuernos.) — Cu, cu.
Pon Lindo. (Empuñando el laúd y ame
nazándole con él.) — ¡ Zoquete ! ¡ Si no te vas
de aquí... |.
Juan. (Esquivando el golpe, corre a la caja
de Mingo Revulgo, dando a entender con el
ademán, que está en ella Pomponina .J — Cu,
cu. (Hace otra vez ante Don Lindo, la figura
del cornudo.) Cu, cu.
Don Lindo. (Poseído de zozobra, con to
do el profundo dolor que puede expresar
un paye y un muñeco.) — ¿Será cierto...?
¿Será verdad lo que quiere decirme el ton
to? (Acercándose a la cafa de su ado
rada.) ¡ Pomponina... ! ¡Pomponina! (Ti
re el laúd, saca un hier recito del bolsi
llo, lo mete en la cerradura, oprime el boten
y abre la puerta, retrocediendo, desesperado,
al ver vacía la caja.) ¡No está! .
Juan. (Junto a la caja de Revulgo. Jh—
Cu, cu.
Don Lindo, (Llevando la diestra al puño
del espadín, va furioso al tonto.) — ¡Estúpi
do ! (Juan, da una carrera hacia su caja, y
entra en ella precipitadamente, cerrando casi
del todo la puerta.)
Don Lindo. (Llegando a la caja del ton
to.) —j Mentecato !
Juan. (Dentro ya de su caja, aplicando la
,05
EL SEÑOR DE P I G M A LI Ó N

boca al resquicio de la puerta.) — Cu, cu. (Ce


rrando del todo. Oyese el chirriar de la cerra
dura.) .

Don Lindo. (Ante la caja del tonto, requi


riendo el puño de la espada.) — ¡ Necio !
¡
Aca
baré con tu vida de pelele, pasmarote !
¡ Que

haga otro Pigmalión !


(Va ante la caja de
Mingo Revulgo.) ¡Pomponina ! Estás ahí, ~¡

sí, lo sé! No falta nunca un bobalicón maja


dero, para dar las noticias horribles ! ¡ Pompo-
nina ! ¡ Sal, por tu vida y por la mía ! ( Gol
peando la caja lleno de ira y de pena.) Pom
ponina... Pomponina... ¡ Engañar á tu paje!
¡Y con Mingo Revulgo ! ¡ Con ese abomina
ble fantoche grasiento, rechoncho, gordin
flón y ridículo ! ¡ Y todo porque tiene unas
monedas y unas piedras que lucen ! (Tiran
do de la espada.) ¡ Lo haré picadillo ! ¡ Abre,
Pomponina, abre! ¡Padezco atrozmente,
Pomponina ! (Llora, cubriéndose el rostro
con la mano que le queda libre. En esté mo
mento, sin ser advertido de Don Lindó, sale
Lucas Gómez, de su caja y contoneándose,
camina despacio al centro de la escena y
se sienta. Saca una pipa y una bolsita.
Toma de ésta tabaco y carga la pipa torpe
mente, recogiendo del suelo, el qué se le
derrama.)
Lücas. ( Cantando, mientras contempla
su pipa y aprieta en ella el tabaco con él
dedo.) ....•
• .

106
ACTO II- ESCENA I
. A la porra Don Ambrosio, - -

A la porra el Capitán*
A la porra Don Bernardo, -
:.!
Y a la porra Don Galán.

-Don Lindo. (Dando una sacudida, sor


prendido y herido por el canto de Lucas. Gó
mez .)—¿ Qué haces ahí ?
Lucas. — Ya lo ves. Voy a fumar mi pipa.
Don Lindo. — Se lo diré a Pigmalión.
Lucas.- — Y yo te pegaré en la maquinaria
de lá cabeza.
Don Lindo — ¡ Inoportuno y mastuerzo
<

siempre! -
Lucas. — Mira, vete a tocar otra vez el gui
tarro ante Pomponina, y no seas tiroriro.
Don Lindo. — La culpa la tiene Urdemalas,
que te ha enseñado a fumar en pipa.
Lucas.- — ¡Toma! Como que robó para mí
en Filadelfia; esta pipa y esta bolsa, que se
dejó olvidadas en el escenario un tramoyista.
Don Lindo. — Calla y lárgate.
Lucas. — ¡ Porque tú lo mandas ! Me ha¡

rás reir sin ganas (Registrándose por todos


!

los bolsillos.) ¡Adiós! ¡No tengo cerillas!


Anda, búscame una, Don Lindo. Urdemalas-
debe de tener. Pídesela.
Don Lindo. (Alzando él espadín.) — Una
estocada a fondo, te daré a tí yo.
LUCAS. — Lo mismo temo yo a tu espada,
que a la de Bernardo. ;

.
107
EL SEÑOR DE PIGMALIÓN
Don Lindo. (Aproximándosele .) — ¡ Vete,
o no respondo de mí ! j Vete !
Lucas. — No me da la gana.
Don Lindo.— Quiero hablar a solas, sin
testigos, con Pomponina.
Lucas. — Y yo quiero fumar mi pipa, a mis
anchas.
Don Lindo. (Acercándole a la cara la fuñ
ía de la espada.) — ¡ Fuera de aquí, o te pin
cho!
Lucas. (Alzándose del suelo y esquivan
do la punta.) — Te voy a jugar una mala
treta. No olvides que me llamo Lucas Gé-
/ mez, y echo a perder las cosas muy fácil-
4, mente.
Don Lindo. — Ya la estás guillando !
Lucas. — El que se las va a guillar eres tú
¡

con un catarrito. Ya
me ha dicho Urdemalas,
que eres el único de nosotros que tienes pe
luca de quita y pon. (Da velozmente un brin
co, soslayando la hoja del espadín y tira de la
peluca de Don Lindo, quedándose con ella en
las manos. El paje, sorprendida del inespe
rado salto y maniobra, suelta el arma y se
lleva aterrado ambas manos a la cabeza, com
pletamente mocha y Usa, coma una bola de
billar.)
Don Lindo. — ¿Qué has hecho? .
. . :

Lucas. ( Zarandeando la peluca en el



aire.) ¡ Dejarte a punto para reconquistar a
Pomponina ! (Echase a correr hacia su caja
.o3
ACTO i1 - ESC EN A 1

gritando.) Pomponinaaa... Pomponinaaa...


(Entra en la caja y se encierra.)
'-
,

Don Lindo. (Recogiendo su espadín y


lanzándose, frenético, a la caja de Lucas Gó
mez. ) — ¡Tuerto, adefesio, bellaco, te arranca
ré el otro ojo ! (Azotando la caja con el fuño
de la espada.) ¡ Abre, cobarde, abre !
Juan. (Asomando unos instantes la cabe
za por la puerta de su caja, ríe, mirando al
paje, hácele gestos de mofa y suelta su chi
llido.)-— Cu, cu.
Don Lindo. (Dirigiéndose como loco a la
caja del tonto.) — ¿Otra vez tú, pazguato? >'
Lucas. (Entreabriendo su puerta, sacando
la peluca y blandiéndola en lo alto como un
trofeo de victoria.)

Pomponina, Pompoíii-
naaa... ¡ Sal y mira ! (Torna Don Lindo, fue
ra de sí, a la caja de Lucas Gómez. Este le da
con la puerta en los hocicos.)
Don Lindo. (Pataleando y aporreando la
puerta con el espadín.) — ¡Te destripo, te ma
chaco, te muelo, te zurzo a estocadas!
£l
Tío Paco. (Que sale de su caja, cuya
puerta olvida cerrar, y va a la caja de DoN-
Dinela, deteniéndose al ver a Don Lindo.}—
¡Retuerca, hombre! ¡No chilles másl ¡Ya
será un poco menos ! (Extrañado al ver el
cráneo reluciente, mondo y lirondo del paje.)
¡ Calla !
¡Tú así! Ja, ja, ja, ja, ja...
Don Lindo. —¿ También tú ?
El Tío Paco. (Prudente y suave, al mirar
109
BL S&Ñ O R DÉ PtGMALlÓN
la hoja desnuda del espadín,) — Perdona, Don
Lindo, perdona..., que... (Volviendo a reir,
es
sin poder contenerse.) Ja, ja, ja... Pareces
aquel muñeco chino, que hizo Pigmalión
para. . .

Don Lindo. (Interrumpiéndole


y dando
una patada de coraje en el suelo. Le resuenan
cuerdas y muelles.) — ¡ Basta ya !
El Tío Paco, — ¿Pero qué es eso? ¿Y tu
pelo? -
-. ... i
Dondinela. (Entresacando la cabecita por
la puerta de su caja.) — Eh... psssi... psssi...
Tío Paco... Tío Paco.;, . . "; .

El Tío Paco. — Voy, voy. (Encaminándose


a la caja de Dondinela, sin apartar la mira
da de Don Lindo.) ¡Qué visión! Dispénsa
me, Don Lindito, no puedo más..., ja, ja, ja.
¡Lo que se van a reir todos cuando te Vean
así... ! Ja, ja, ja. .
'
Dondinela.— ¿ De qué te ríes? ¡Tanto em
peño en hablarme, y te estoy esperando hace
una hora ! (Fijándose en el paje.) j Redanza !
¡Don Lindo, calvo! (Soltando una carcajada
estridente.) Ja, ja, ja. ¡Cuando te Vea Pom
pón i na Ja, ja, ja.
!

Don Lindo.— ¡ Esto más! i- !

El Tío Paco, (A. Dondinela.) — Calla,


preciosa, rica, allla... No rías tan fuerte.
Don Lindo. — Pindonga, desvergonzada.
El Tío Paco. — ¡ Haya paz ! j Faltar, no ! -

Vamos, tú, monada, déjame entrar, y no rías


1 10
ACTO 11 ESCENA 1

más, no vaya a acabarse de sulfurar el barbi


lindo. (Empuja a Dondinela, entra en la ca
ja y cierra la puerta. Ruido musical. Oyense
confundidas dentro, las carcajadas de am
bos.) , ;

Don Lindo. — Qué noche ! ¡ Yo hecho un


¡

hazmerreír y Pomponina con Mingo, quizás


permitiendo, sin repugnancia, que le acari
cien las manotas groseras y brutales. ¡ Atroz...,
atroz... Si no la llamo, si no voy por ella
!
¡

y rompo la caja de ese Mingo, si no sale Pom


ponina, me destrozan la ira y la pena, y- si
sale, me mata el ridículo ! ¡ Debo estar espan
toso ¡
!Maldito sea Lucas Gómez y Pigma-
lión, que le dió vida y me hizo a mí tan vul-
.nerable ¡Oh, rabia ser así... ¡Ser un ma
! !

niquí, para poder lucir, si conviene, pelucas


bonitas, y repetir toda la vida palabras de
otro, en las farsas, y depender siempre de un
amo aborrecible ! ¡Oh rabia, rabia... ! Y ese
Urdemalas dañino, que tiene la culpa de to
do, por decir al esperpento de Lucas Gómez
si llevo o ho postizo el cabello... ¡Venganza,
venganza ! ¡ Con Urdemalas empezaré a ajus-
tar mis cuentas. (Va a la caja de Urdemalas
'y llama en ella, dando puntapiés en la
puerta.) . . ;>..-..

Urdemalas. (Asomando la testa- tras la


puerta de su caja.) — ¿Quién va? ]Ah, eres
j
tjí ! Pero, chico, cómo te han puesto la ca
bezal ¿Qué ha sido eso? . ,

til
EL SEÑOR ÜE PtGMALI ÓN
Don Lindo. — Sal un momento, y te io
diré.
Urdemalas. — Con mucho gusto. (Saliendo
de la caja.) Anda, dime..., ¡pero qué ridículo
estás ! ¡ Que no te vean así !

Don Lindo. (Cogiendo con la manó iz


quierda, por la solapa, a Urdemalas, y apre
tando el espadín con la diestra.) — ¿Tú le has
dicho, al guarro ese de Lucas Gómez, que mi
peluca era de quita y pon ?
Urdemalas. (Frío, astuto y en un tono muy
natural y amable.) — ¿Yo...? Yo no le he di
cho nada.
Don Lindo. — El me ha dicho que has si
do tú.
Urdemalas.— Pues te ha tomado la peluca
de dos modos.
Don Lindo.— ¿ Quién pudo habérselo di
cho? Tú solo sabías, por una casualidad...
Urdemalas. — Ha sido Pero Grullo, que se
enteró ayer también, casualmente, como yo,
y le fué con el cuento a Periquito entre ellas,
que a su vez se lo ha contado a Lucas Gómez.
Don Lindo. — ¿ Cómo puedes tú pro
barme... ?
Urdemalas.— Restituyéndote la peluca al
momento...
Don Lindo. — Necesito antes, que caiga Lu»
cas en mis manos.
Urdemalas. — j Caerá! ¡Fía en mi astucia 1
J Pocas ganas que le tengo yo al sucio tuerto
ACt O ti -ESCENA i . -

ese.., (Dando un
pequeño bote.) ¿Oyes...?
¡ Vete, que no te vean !
Don Lindo. — ¿Qué?
Urdemalas. — Ruido en la caja de
Revulgo. Mingo
Don Lindo. — ¡De Mingo!
voy corriendo !
¡Horror! ¡Me
¡ Pomponina está allí, si sale
y me ve... !

Urdemalas. (Fingiendo una gran


sa y sorpre
consternación.)—] ¡ ¡ Pomponina ! ! ! ¡ Po
bre Don Lindo ! -

Don Lindo. (Precipitándose hacia


su ca
ja.) — :¡ No lo sabes tú bien !
envainando
(Entra rápido,
el espadín y dando un
Pomponina sale de la caja de portazo.
Mingo, con una
bolsa en la mano derecha y
Un collar de pe
drería en la izquierda.)
Urdemalas. —¿Qué tal, Pomponina?
Pomponina. — Muy bien,
Pedro. ¿Te gus
ta? ( Enseñándole el collar. ) Regalo de
Mingo.
Urdemalas. — Muy bonito, muy
Pomponina.— bonito. ;

Relumbrará mucho, ¿ver


dad?
Urdemalas. (Sonriendo se.) — Una barba
ridad.
Pomponina. —
¿Por qué te sonríes?
Urdemalas. — Por nada. Es una costum-
. bre.
Pomponina.—
¿Tú crees que aquí podre
mos, al fin, escaparnos?

Pigmalid;t,—t
EL SEÑOR DE PIGMALIÓN
Urdemalas. — No sé. Urge recorrer y exa
minar bien todo el escenario, hasta encontrar
una salida segura.
Pomponina. — ¡ Qué aburrimiento ! Medio
año hace que hemos resuelto separarnos de
Pigmalión, y en ningún teatro hallamos opor
tunidad.
Urdemalas. — Cuestión de paciencia. Esca
parnos para que nos cojan en seguida, será
peor. Pigmalión es muy listo.
Pomponina. —Tú lo eres más.
Urdemalas. — Amabilidad tuya. Voy a ir
escudriñando este teatro. ¿ Dónde vas tú
ahora ? i

Pomponina.— A dejar esto en mi caja y a


desagraviar a Don Lindo, que me ha estado
dando murga, hace poco, en la puerta de la
caja de Mingo.
Urdemalas. — ¡ Ah, sí, ya lo he visto ! Está
celosísimo y desconsolado el pobre.
Pomponina. — Yo lo calmo en seguida con
una carantoña.
Urdemalas. — Qué duda cabe. Lo tienes
aquí (Alzando y moviendo el índice.) enliga
do completamente.
Pomponina. — ¡ Pobre ! Lo quiero mucho !
¡

Sería adorable si fuese más alegre y no se


pusiese tan celoso.
Urdemalas. —Claro, claro, es demasiado
celoso. ¡ Por nada se incomoda !
Pomponina.— Es un romántico.
114
ACTO 11 ESCENA 1

Urdemalas. — Eso, un romántico. Escucha.


POMPONINA. — ¿ Qué ?
Urdemalas. — Antes de ver a tu paje, di a
Lucas Gómez, que te enseñe una cosa.
Pomponina. — ¡ Ay, no ! Me es muy antipá
tico, y apesta a tabaco.
Urdemalas. — Un momento nada más. No
te arrepentirás. Te dará la cabellera de tu Don
Lindo.
Pomponina. (Sobrasaltada.) — ¿Cómo? ¿Le
han hecho algo a mi paje?
Urdemalas. — No, tonta. Una peladura pa
sajera. Pigmalión se la arregla en un peri
quete.
Pomponina. — ¿ Cómo una peladura ? ¿
Quién
lo ha pelao ?
Urdemalas. — Su mala suerte. Es muy des
graciado.
Pomponina. — ¡ Ay, no, que
es muy guapo !
Urdemalas. — Por eso. No se puede ser
hermoso. Aunque ya no es tan guapo. (Se
oye un ruido.)
Pomponina. (Con susto.) — ¡Gente!
Urdemalas. — Sí. ¡Por vida de...! Hay
que irse.
Pomponina. — Y pronto. ( Vase presurosa,
estrujando en el "pecho la bolsa y el collar, y
entra en su caja, cerrando la puerta. Son dé
bil de campana. Urdemalas, queda unos se
gundos en escucha.)
Urdemalas. — Y tanto que conviene irse.
ÉL SEÑOR bE PIGMALIÓM
(Va a su caja, advirtiendo de pronto la del
Tío Paco, abierta y vacía.) ¡ Calle ! El tío re
baja ese, ha salido de su caja, olvidando ce
rrar la puerta. ¡ Valiente estafermo ! ¡ Para
comprometernos a todos ! (Cierra la caja muy
cuidadosamente, a fin de no hacer ruido, y va
a la suya, mirando precavido alrededor de sí.)
Esa Pomponina..., cada día más bonita... Es
una vergüenza para mí, que todavía no...
(Penetra en su caja, y cierra la puerta rápi
damente.)

ESCENA II
Duque y Conserje, que le precede, provisto de una
linterna. Aparecen por donde se fueron, izquierda
primer término.

Duque.— ¡ Por fin !


¡
Creí que no llegaba
nunca el instante !

Conserje. (Mirando receloso todos la


a
dos, con cierto temblor de manos y pier
nas.)— ¿Y cómo va a abrir la caja el señor
duque ?
Duque. — Aquí está la cartera de Pigma-
lión (Mostrándosela.) con la llave dentro.
(Sacando la llavecita.) Tome usted la cartera.
Conserje. (Tomándola, atónito.) — ¿Y qué
hago con ella, señor duque?
Duque. — Restituírsela intacta a Pigmalión.
Le dice usted que por orden mía, se la ha ró
116
ACTO II ESCENA II
bado esta noche, un raterillo famoso, que me
está agradecidísimo porque lo defendí y sa
qué absueltó hace unos años. Le envié recado
al salir de aquí.
Conserje. (Guardando la cartera en un bol
sillo interior.) — Lo primero que haré maña
na, será llevársela a Pigmalión, tal y como me
la entrega el señor duque... ¿Y ahora?
Duque. (Yendo a la caja de Pomponina.) —
Ahora me llevo esa divinidad de muñeca.
Conserje. (Dando diente con diente y sal
picando de luz el suelo, con la linterna, que le
baila en la mano, temblona.) — j Mucho cuida
do, señor duque...! Yo, la verdad, tengo
miedo.
Duque. — ¡ Miedo a una muñeca !
Conserje. — Me parece haber oido abrirse
las cajas, y hablar y cantar a los muñecos.
Duque. — Sí que es usted un hombre de
temple.
Conserje. (Empavorecido.) — Con perso
nas vivas, lo que quiera el señor duque ; pero
con muertos y cosas de magia y mecánica...,
yo no...
Duque. — Pues váyase, váyase.
Conserje. — Con el permiso del señor du
que... Aquí le dejo la linterna. (Pénela en el
suelo y vase por donde entró, como alma que
lleva el diablo.)
Duque. — Mejor que se vaya. (Encarándose
con la caja de Pomponina.) ¡ Por fin voy a

"7
EL SEÑOR DE P I G M A Ll Ó JV

convencerme de qué es esto ! ¡ Mujer o muñe


ca, ilusión o realidad, yo he de llevármela J
(Acercándose más a la caja.) En ningún rin
cón del mundo, ni en el fondo de los mares,
ni en los palacios de maravilla, que levantaron
los hombres, se ideó un hechizo, como esta
Pomponina, adorable. (Jugando la llave, en la
cerradura de la caja.) ¡ Parece que se me va a
romper el corazón ! (Deja la llave, Para lle
varse ambas manos al pecho.) ¡ Me ahogo de
emoción ! ¡ Valor ! ¡ Voy a verla solo, , yo !
(Da vuelta a la lime y tantea en los
bordes de la caja.) ¡ Ya dí con él ! Este
debe de ser el botón que abre. (Oprimiéndo
lo.) Probaremos. (Abrese bruscamente la ca
ja, y vese a Pomponina dentro.)

ESCENA III
Duque y Pomponina

Duque. — ¡ Ella ¡ Qué divinidad (Llamán


! !

dola en voz baja.) Pomponina... Pomponi


na... ¡No me contesta! (Tomando la linterna
del suelo y alumbrando la caja.) Señora..., se
ñora muñeca, o lo que usted sea... ¿No sale
usted ?
Pomponina. (Saliendo de su caja, y llevan
do aún en la mano, el collar que le regaló
Mingo.) — ¿Y Pigmalión?
ii 8
ACTO II - ESCENA í II
Duque. — El diablo lo confunda ! Vengo
¡

yo solo.
Pomponina. — ¿Y quién eres tú?
Duque. — El duque de Aldurcara.
Pomponina. — ¿Y cómo estás aquí solo?
Es la primera vez que veo gente sin Pigma-
lión.
Duque.-— No me hable usted más de Pig-
malión. Lo odio.
Pomponina. — Toma, y yo ! ¡Y todos ¡ Y
¡
!

mi paje, Don Lindo, más que todos !


Duque. — Pero usted, o tú, o como usted
quiera... ¿Quién eres," tan soberanamente
hermosa ?
Pomponina. — Pomponina, hombre. ¿ No lo
has visto en mi caja?
Duque.— ¿ Pero qué eres ? ¿ Mujer, muñe
ca, ensueño, apariencia, o qué?
Pomponina. — Soy Pomponina.
Duque. — Yo te adoro.
Pomponina. — Igual me dicen Pigmalión y
mi paje.
Duque. — ¡ No me hables de nadie !
¡
Sólo
me importas tú !

Pomponina. — Lo mismo, lo mismo me dice


mi Don Lindo.
Duque. — ¡ Tu Don Lindo ! ¡ Maldito paje !

Pomponina. — ¡ Ay, no ! Déjalo en paz !


¡

¡ Lo han pelado ahora Cuando lo vea, lo que


!

me voy a reir. A ver si se me va el amor que


le tengo.

119
EL SEÑOR DE PIGMALIÚN
Duque.— ¿ CÓmo el amor ? ¿ Tú, tan mara
villosamente guapa, estás enamorada de ese
muñeco ?
Pomponina.— Claro que sí.
Duque. — ¡ De un muñeco !
Pomponina .---¿Y qué soy yo?
Duque. — Pues destruiré ese muñeco.
Pomponina.— ¡ Ay, no, pobrecito !
Duque. — Te quiero para mí exclusivamen
te. Vengo a robarte.
Pomponina. — ¡ Ay, que miedo !

Duque. — No tengas miedo. Te quiero yo
con toda mi alma. v
Pomponina. — Es un decir. Estoy deseando
que se me lleven.
Duque. — Tengo muchos millones, muchos
palacios, muchos caballos y coches y muchas
joyas.
Pomponina. — ¿Tan bonitas como estas?
(Le enseña el collar de brillantes.)
Duque. — A ver. Trae.
Pomponina. (Retirando el collar.) — No te
vayas a quedar con él.
Duque. — Pomponina
¡
!
¿ Por quién me has
tomado ?
Pomponina. — Bueno, míralo ; pero no lo
"
suelto. !

Duque. (Examinando el coüar.) — Son


cuentas de vidrio.
Pomponina.— No, que son brillantes.
Duque. — Cristal, y del mediano.
rao
ACTO II - ESCENA. III
Pomponina. (Desilusionada.) — Y eso va
le menos, ¿ eh ?
Duque. — Eso no vale nada.
Pomponina. — ¡ Maldito Mingo ! Ya verás
tú. (Va furiosa a la caja de Mingo. )
Duque. ( Interponiéndose. ) — ¡ No, por
Dios, déjalo ¿ Qué te importa ya ? Te com
!

praré las piedras preciosas mejores de la tie


rra, te haré fabricar carrozas de oro y plata,
y autos eléctricos y silenciosos, con camari
nes de ébano y palo de rosa, y tendrás mil
criados, y serás libre y reina en el mundo.
Pomponina. (Palmoteando.) — j Ay qué
bien, ay qué bien ! Es verdad todo eso, ¿eh?
Duque. — Dentro de unas horas, toda mi
fortuna será tuya.
Pomponina.— Entonces llévame.
Duque. — Ven ! (Tomándola, emocionadí-
¡

simo, de la mano.) ¡Ven!


Pomponina. — -¿ Dejarás ir conmigo a mi
paje Don Lindo?
Duque. ( Con súbita indignación.) — ¡ De
ningún modo! ¿Estás loca? Te quiero para
mí solo, solo. . .

Pomponina. — ¿Y cuando me canse de ti?


Duque. — Me mataré.
Pomponina. — Así, bueno ; pero a mí no me
harás daño, ¿eh? Tengo una maquinaria muy
delicada.
Duque. — Pomponina ! Qué candor Mi
¡ ¡
!

ra, detrás de esas cortinas (Señalando al fon


EL SEÑOR DE P I G M A LI Ó N
do), hay una ventana muy baja que da a la
calle. Saltaremos por ella, para que los em
pleados de Pigmalión, que duermen ahí, en
los corredores, no nos vean.
Pomponina. — Ah, sí, Tomás y Mauricio.
Son unos borrachos.
Duque. — Ven, ven. (Suelta la mano de la
muñeca y descorre las telas, entre la caja de
Pomponina y la de Corina. Queda visible una
ventana alta.) Anda, vamos, ven.
Pomponina. — Voy, voy... Y no me enga
ñes. Ya sabes, palacios, joyas, carrozas de
plata, autos de palo de rosa. ¡ Me voy contigo
por eso !

Duque. — El mundo entero compraría yo


para tí. Ven, ven.
Pomponina. — Voy, voy. Cómo va a rabiar
¡

Pigmalión. (Tornando a batir palmas.) ¡Me


alegro Que rabie, que rabie. Así no me cas
!

tigará otra vez sin flores. (Acércase al Du


que. Este abre con tiento la ventana y la sal
ta. El tonto, sin ser advertido, entreabre un
poco más la puerta de la caja.)
Duque. (Tras la ventana, ofreciendo las
manos a Pomponina.) — Ven, alma mía, ven.
Pomponina. (Tomando las manos del Du
que.)• — Es bajita, ¿eh?
Duque.— Ya lo ves. (Salta también Pom
ponina, apoyándose en el Duque. Ya en la
calle, vuélvese y mira por la ventana las cajas
de los muñecos.)

\Z2
ACTO II ESCENA IV
Duque. — Vamos, amor mío, vamos.
Pomponina. (Tras la ventana. Vésela el
busto solo, como al Duque.) — | Libre, libre ;
¡ Uy,
ya soy libre ! cómo se van a poner al
gunos, cuando sepan que me he ido (Despi !

diéndose con la manita, como una niña.)


¡
Adiós, adiós, adiós todos !

Duque. (Entrelazándola, delicadamente,


con el brazo.) — Vamos, vamos. (Llévasela.
Se oye el toque seco y brusco de la bocina de
un auto y el trepidar del vehículo. Después,
nada.)
Juan. (Sacando la cabeza, con susto en el
rostro y en tono de espanto y alarma.) — Cu,
cu, cu, cu, cu, cu, cu. (Echase fuera de su
caja, observa, escucha atento, y grita de nue
vo.) Cu, cu, cu, cu, cu, cu, cu...

ESCENA IV
Todos los muñecos. Musiqueo metálico. Asoman
juntosla testa, en la caja de Dondinela, ésta y el
Tío Paco, y en la de Marilonda ésta y Periquito.
Los demás muñecos y muñecas, asoman también,
miran a todos lados y salen despacio.

Juan. (Encarándose con los muñecos, sé-


ñalándoles primero la caja abierta y vaciá de
Pomponina, y después la ventana, remedan
do mímicamente la fuga, y volviendo a gri
tar en tono plañidero.) — Cu, cu, cu, cu, cu.
"3
EL SEÑOR DE PIGMALIÓN
Don Lindo. (Con desesperación.)—] Pom
ponina, se ha escapado ! (Reparan todos en
Don Lindo, y sueltan la carcajada.) Ja, ja, ja.
Don Lindo. (Cubriéndose la cabeza con
las manos.) — ¡ Por vida de... Con esta desgra
!

cia, se me ha olvidado mi peluca... No es pa


*
ra reírse el momento.
Marilonda. — Lo han pelado, ja, ja, ja.
Don Lindo. (Indignado, a Marilonda.^—
Más valía que te arreglases tú las greñas, tu
nanta, en lugar de reírte.
Marilonda (A Periquito, arreglándose
los rizos de la frente.) — ¿Ves?
¡
Por no saber
hablar y estar conmigo en mi caja ! ¡ Siempre
me sacan los colores por tí !
Lucinda. (Señalando al paje con el de
— ¡ Qué visión !
do.)
Corina. — ¡Qué facha!
Dondinela. (Señalándolo también, y can
tando en broma.) Motilón, motilón.
Todas. (A coro .)— Motilón, motilón, mo
tilón. (Ríen.)
Don Lindo. — ¡ Necias ! Sólo me importa,
¡

ahora, Pomponina ; pero luego, haré un es


carmiento.
Lucas. (Alzando la peluca y agitándola en
el aire.) — ¡No, hombre, no! ¡Toma! No es
tando Pomponina, para nada la necesito. ¡ Yo
que pensaba divertirme tanto ! ¡ Toma ! (Le
tira a Don Lindo la peluca, y apunta mal,
dando con ella en la frente del TÍO Pacq.

124
ACTO 'tt - ÉSCÉÑÁ IV
Don Lindo coge apresuradamente su peluca,
y alisándola con la mano, se la encasqueta
al instante en la cabeza.) —
El Tío Paco. (A Lucas Gómez.) — ¡ Eh,
amigo, hay que tener mejor puntería ! Yo no
admito pelucas de nadie.
Lucas. — Bueno, hombre, bueno. Cualquie
ra la yerra, aunque no sea uno Ambrosio.
Ambrosio. — Alusiones, no.
Don Lindo. (A Lucas Gómez, apretándo
se con la diestra la peluca en la testa.) — Aho
ra hada me importa más que Pomponina ;

pero luego, prepárate.


Lucas. — ¡ Adiós, Don Terrible !
Don Lindo. (Exasperado, sin oirle.) —
¡ Pompe-nina, Pomponina mía !

Urdemalas.— La haber robado


debe de
aquel hombre, que llamaba duque Pigmalión.
Juan. (Haciendo signos afirmativos con la
cabeza.) —Cu, cu, cu, cu.
Don Lindo. — ¡ Mataré a ese duque !
Mingo Revulgo. — ¡ Qué disparate ! Yo me
haré más rico que él, y le volveré a quitar
Pomponina.
Don Lindo. — Te pulverizaré yo antes, to
dos los tornillos del cuerpo.
Capitán. — ¡Basta ya! ¡Esta es la ocasión
de escaparse 1

Urdemalas. — ¡Y tanto ! Llega, por fin,


la Oportunidad de emanciparnos, y perdeis el
tiempo peleándoos.
«*5
EL SEÑOR DE PIGMALIÓN
Capitán. — Cierto. Huyamos.
Muñecas. (A coro.) — Libertad, libertad.
Juan. (Saltando regocijadísimo.) — Cu, cu,
cu^
cu,
Pero Grullo. — Calla, tú, tontuelo. ¿ Quién
va a sustituir a Pigmalión, para dirigir
nos ? >

Mingo Revulgo.--Yo me encargo de ad


ministraros y exhibiros por el mundo.
Don Lindo.- Como si tuvieras tú el talen
to de Pigmalión.
Mingo Revulgo. — Para eso tenemos a Ur-
demalas de consejero.
Pero Grullo. —.Y yo, ¿qué? ¿ Puede pres-
cindirse de mí en directorio?
ese
Urdemalas. (Disimulando una sonrisa.) —
De ninguna manera. Tú serás nuestro diplo
mático y representante entre los hombres. Es
tás lleno de dignidad, y no te equivocas
nunca.
Pero Grullo. — Exacto. Me gusta mucho
que me hagan justicia.
Urdemalas. — No perdamos más tiempo.
Capitán. — Muy bien hablado. Voy a pre
parar la fuga en el acto, y a enardeceros a to
dos.
Juan. (Muy alegre.) — Cu, cu, cü, cu.
Capitán. (Sacando el sable y blandiéndólo
en el aire.) — Venid aquí. Escuchadme, aten-
dedme. {Continúa empuñando con la diestra
el sable, y recoge del suelo, con la izquierda,
126
ACTO ll - ÉS C EN A IV
la linterna que dejó el Conserje, contemplán
dola detenidamente. Rodéanle muñecos y mu
ñecas.)
Capitán. (Accionando ya con el sable, ya
con la linterna.)—] Os hablo en nombre de
nuestra conveniencia y más sagrados intere
ses !

Urdemalas. (Yendo cerca del Capitán .) —


A ver si estás a la altura de las circunstan
cias. : ,

Capitán. — ¡ Yo siempre estoy en las altu


ras, a cubierto de las cobardías vulgares ! Es
cuchad. (Estrechan el corro.)
Urdemalas. (Al oído del Capitán. )-'-Sé
breve.
Capitán. — Ya, ya. Fijaos bien todos en esa
ventana. (Volviéndose y señalándola, con el
sable.) ¡ Fijaos bien ! (Los muñecos miran a
la ventana.)
Capitán. — Tras esa ventana, está el fin de
nuestra esclavitud.
Pero Grullo. (Adelantando un paso y al
eando solemnemente el brazo.) — Y el princi
pio de nuestra libertad.
Urdemalas. — ¡Eso es! ¡Bravo!
Capitán. — Tras esa ventana, está la dicha
libre, la danza libre y el entendimiento libre...
¡Todo libre, todóT
Urdemalas. (Bajito al Capitán .)— No te
enredes. Abrevia.
Capitán. (A Urdemalas, en el mismo to

I47
EL SEÑOH ÜE PlGMALlÓN
no.) Sí, sí. (Alto.) Huir..., huir..., es..., es..M
es...» es..., es...
Pero Grullo. — Huir es escaparse.
Capitán.— ¡Tú lo has dicho, Pero Grullo!
¡
Gracias por el auxilio ! Huir es escaparse, y
escaparse, es gozar de una vida nueva, sin ese
déspota de Pigmalión.
Urdemalas. (Tirándole de la manga.) —
Acorta, hombre, te digo.
Capitán. (A Urdemalas.) — Ya, ya. (Otra
Hez en tono elevado.) Toma, tú, Bernardo.
(Le ofrece la linterna.) Toma.
Bernardo. — ¿ Yo ?
Capitán. —Tú, sí, tú.
Bernardo. (Tomando la linterna.) — ¡ Re-
tuerca !
Capitán. — Tú saltarás primero por esa ven
tana, y si hubiese algún impedimento, lo se
pararás con tu espada.
Bernardo. (Algo contrariado.) — Capitán
Araña, yo quizá no merezca el honor de ser
el primero;
Capitán. (Con una gran plenitud de con
vicción.) — Sí, lo mereces, gran Bernardo, lo
mereces.
Bernardo. (Cariacontecido, con la linterna
en la mano.) — Yo creo que exageras. ¿Ver
dad, Tío Paco?
El Tío Paco.— Yo no toco pito en este
asunto. Sólo quiero que nos escapemos
pronto.
i«8
ACTO II - ESCENA IV
. Capitán.— No exagero, Bernardo. Tú, con
tu espada famosa, debes precedernos. Tras de
Ambrosio con su carabina preparada,
tí,

el
y
Enano con su maza.
Enano. — Es que quizá no seamos ahora
nosotros, ni los más indicados, ni los más dig
nos.
Urdemalas. — ¿Cómo que no? ¡Vaya lo

si
sois
!

Capitán.—; Qué duda cabe que lo sois De

!
beis sacrificar vuestra natural modestia re

y
signaros ante vuestra grandeza. Pigmalión os

¡
la dió. (Afilándose la punta de perilla, con

la
mano con que empuñó la linterna subra
la

y
yando discurso, con el sable.) ¡Dichosos
el

aquellos cuyo destino les reserva la alta mi


sión del heroísmo Yo os envidio a al Ena
tí,
!

no al valiente Ambrosio, porque estáis lla


y

mados a la inmortalidad.
Bernardo. — Retornillo
!

Capitán. — Ve, Bernardo, ve. Sígúele Am


¡

brosio, tú, celebérrimo espantajo de la venta,


y

secúndales. Id, id los tres.


Todos. — Sí, sí, id, id.
Capitán. Bernardo, que se ha avi
A

le
(

nagrado rostro, clava la vista en la lin


el


terna.) Ve tú, ve. Para algo te llamas Ber
nardo.
Bernardo. (Melancólicamente.) — Es ver
dad. Para algo me llamo Bernardo.
Urdemalas. — ¡Nobleza obliga!
Pigmalión,—
9
EL SEÑOR DE P I G M A LI Ó N

Capitán. — Y tanto que obliga


¡
Ve, ve a la
!

ventana, Bernardo, alúmbrate en la calle, y


avísanos si no estuviese expedito el camino
Bernardo. (Sacando su enorme espada, y
con ella fuerzas de flaqueza, y dejando la lin
terna en el suelo.) — La luz compromete. Pre
fiero las sombras.
Capitán. — Vamos, tú, Ambrosio y Enano,
dadle escolta.
Ambrosio. (Descolgándose mustio la ca
rabina y amartillando el gatillo.) — Bueno, se
la daremos. Qué remedio queda.
El Enano. (Agitando la maza.) — Alguien
se ha de exponer primero.
Capitán. (Grandilocuente, levantando muy
alto el sable.)—] Os exponeis por toda nues
tra raza de muñecos! Ya se lo habeis oído
mil veces a Pigmalión. Somos los comienzos
de un futuro mundo mejor. Figuraos qué
¡

lugar os reserva mañana la historia !


Lucinda. — Os tejeremos coronas.
Las tres muñecas restantes. (A coro.) —
Muchas, muchas coronas.
Capitán. — Ya lo veis. Las mujeres os aga
sajarán también.
Bernardo. (Dirigiéndose, despacio, a la
ventana, blandiendo la espada.) — Vamos.
Ambrosio. (Tras él.) — Andando.
El Enano. (Echando a andar, de mala ga
na, detrás de Ambrosio.;) — Pero, sin correr,
con cautela.
130
ACTO 1 1 - ESC EN A IV
Urdemalas. (Inmóvil, viéndolos ir.) —
Qué suerte teneis !
Capitán. — Quién la tuviera ! Son los ele
¡

¡ ¡

gidos !
Juan. — Cu, cu.
Bernardo. (Ya junto a la ventana, miran
do por ella a la calle.) — No se ve nada. (La
salta, describe eses en el aire con la espada,
vuélvese a los muñecos, haciéndoles señas
que pueden seguirle, y desaparece. Ambro
sio y El Enano, saltan también, vuélvense
igualmente a los muñecos, haciéndoles las
mismas señas tranquilizadoras y aléjanse, per
diéndose en las sombras de la noche.)
Don Lindo. (Yendo presuroso a la venta
na.) — Yo encontraré a Pomponina. (Sálta
la y vase.)
Mingo Revulgo. — La encontrará para mí.
(Lárgase tras de Don Lindo, saltando torpe
mente la ventana.)
Pero Grullo. — Te sigo, te sigo, querido
Mingo. (Salta apresurado, después de Re-
vulgo, y marchase corriendo.)
Capitán. (Llegándose al marco de la ven
tana, con el corvo sable enhiesto.) — ¡Venid
todos ! ¡ Saltad ! j Sus ! ¡ Aprisa !
El Tío Paco. (Encaminándose solo a la
ventana. )— Eso de aprisa, será lo que tase un
sastre. Yo estoy gordo y no puedo fatigarme
mucho. Ven, Dondinela.
Dondinela. — Voy, voy. (Llégase al lado
131
EL SEÑOR DE PIGMALIÓN
del Tío Paco, el cual traspone la ventana,
montándose en ella con trabajo. Una vez en
la calle, extiende los brazos, toma las manitas
de Dondinela y ayúdala a pasar, cuidando
de que no se la suban las faldas, y atrayén
dola hacia sí. Vanse los dos.)
Periquito. (Empujando a las tres muñe
cas restantes.) — Acompañadme vosotras. Yo
os ayudaré a saltar.
Lucinda. — Sí, ayúdanos.
Corina. — ¡Llegó al fin la libertad!
Marilonda. — ¡ Ya era hora !
Periquito. (Saltando ágilmente la venta
na, observando la calle y dirigiéndose luego
a las tres muñecas.) — Soledad absoluta. Ve
nid, preciosas, venid. Yo os guiaré por el
mundo, mejor que el Tío Paco, a su novia.
(Ayuda a las muñecas, a pasar la ventana, co
mo ayudó el Tío Paco, a Dondinela, cuidan
do, tjmihién-rmtGhe-r"d& las faldas y huyendo
los cuatro prontamente.)
Lucas. — Ahora voy yo. Al menor encuen
tro, os prevendré, poniéndome a cantar. Dad
me la linterna.
Capitán. — Nada de linternas ni de cantos.
Tú no eres héroe. Lárgate pronto.
Lucas.— Voy, hombre, voy. No seas tan
súpito. (Salta y vase diciendo desde la calle.)
¡
Vía libre !

Juan. (Saltando tras Lucas y en tono apan


gado.) —Cu, cu.
132
ACTO 1 1 - ÉS C ÉÑ A V

Capitán. (Dándole un sablazo leve en íaÉ


espaldas.)— Silencio, tú, estúpido.
Juan. (Tocándose, dolorido, la espalda.)—
Cu, cu. (Desaparece.)
Urdemalas. (Pasando ligero a la calle.)—
Abur, Capitán. (Vase.)
Capitán. (Asomándose a la ventana.)—
¿Cómo abur? Hasta ahora mismo. (Sigue
asomado, pantalleándose los ojos con la ma
no izquierda, mirando por donde se han ido
los muñecos.)

ESCENA V
Capitán y Urdemalas, que torna a la ventana.

Capitán. (Ansioso.)— ¿Qué? ¿Hay nove


dad?
Urdemalas. — Ninguna. No se divisa ni el
farol de un sereno.
Capitán. — ¡Respiro! ¿Por qué vuelves?
Urdemalas. — Sé que te vas a quedar y...
Capitán. — j Cómo que me voy a quedar ! Y ¡

en una ocasión como esta ! Eso es insultar


¡

me y desconocerme ! ¡
Sólo tú puedes cobijar
tan ruin pensamiento !

Urdemalas. — ¡ Psssi, calla Discursos con


!
¡

migo, no ! Como sé que te vas a quedar, yo


me encargo de que recibas aquí, noticias nues
tras, para que te reúnas con nosotros, cuando
puedas huir, sin el menor riesgo.
Capitán. — ¡Pero, Urdemalas...!
'33
EL SEÑOR DE PIGMALI óN
Urdemalas. — Suprime aspavientos. Tu
presencia debe evitar todo peligro, Capitán,
porque, como la mía, es indispensable en las
farsas y en el mundo. ¡ Adiós ! (Mira hacia
la izquierda, a lo lejos, y se va nuevamente.)
Capitán. (Volviéndose de espaldas a la
ventana, se apoya con una mano en su sable,
se atusa con la otra los mostachos y la perilla,
y medita unos segundos.) — Ese Urdemelas,
tiene razón. ¡ Es más listo que una centella !
¡ Vaya
si tiene razón ! ¡ Qué duda cabe, yo
me debo quedar ! ¡ La que se va a armar aquí !
Será curioso escuchar a Pigmalión y ver la
cara que pone, cuando descubra la fuga de
sus muñecos. (Yendo reposadamente a su ca
ja.) Luego, que venga mañana y se le pase
el sofoco, salgo y le digo que no he podido
impedir esta criminal escapatoria, y que he
gritado en vano, sin que me oyese nadie, y
pasaré a ser su hombre y autómata de con
fianza. No me vigilarán ya más, ni sospe
charán de mí, y entonces, sin peligro, podré
salir de aquí cómodamente, para unirme a mis
compañeros, sin exposición ninguna, cual
conviene a un capitán de mi gloriosa histo
ria. (Se mete en su caja y cierra tras de si la
puerta. Ruido metálico y telón rápido.)

FIN D£L ACTO SEGUNDO


TO TERCERO
I nterior pobre, de una casa de peón caminero.
asiento, bancos negruzcos y usados de madera, y a la
Por todo

derecha, en un rincón, dos sillas de anea, ante una mesilla


pequeña y vieja, de pino, sobre la que arde una lámpara.
—""^Puerta central, a medio cerrar. Cuatro ventanas abiertas.
Dos Taterales y dos más en et fondo, una a cada lado de la
puerta central. Dan a la carretera. De las paredes, cuelgan
herramientas diversas de trabajo: azadas, martillos de pi
car piedra y Una escopeta. A la izquierda, otra puerta entor
nada, que comunica con las habitaciones del albergue. Tiene
la llave en la cerradura, y arrimados en el rincón opuesto a
la mesa, varios mazos, pesados, de apisonar. Es de noche.
Entra en la estancia el reflejo de la : lima, •que reluce tras una
ventana. Alumbra redonda y rojiza, como un farol japones.

ESCENA PR I MERA . ,

Pomponina, sentada en una silla, apoya un codo en


la. mesa, y a la luz de la lámpara, contémplase el
rostro, en su espejillo de mano, que empuña con la
izquierda. El Dugos, de pie, ante la muñeca, la obser
va atento.

Duque. — No te mires más, vidita, alma


mía.
Pomponina. (Apartando el codo de la me
sa y subiéndose, de un manotazo, con la dies

137
EL SEÑOR DE PlGMALIÓN
ira, súbitamente, las faldas que le moles

tan.) Quiero mirarme.
Duque. (Observándola embobado.) — Es
tás divina. Y no me enseñes esas piernas tan
maravillosas ahora. ¡ Pierdo la cabeza ! Y ¡

no es la ocasión esta !

Pomponina. (Tornando a apoyar el codo


en la mesa y a contemplarse, absorta, en el
espejillo.) — ¿La ocasión de qué?
Duque. — ¡ De nada ! Me gusta que seas tan
inocente.
Pomponina. — Pues a mí me gusta que se
me vea bien todo lo que tengo. Pigmalión, no
me ha querido enseñar nunca desnuda, delan
te de la gente, y es lo que yo le decía, ya que
me has hecho tan perfecta, ¿ por qué no dejas
que me vean sin ropa?
Duque. — Sin ropa, no te verá nadie mien
tras yo viva. Como no sea yo solo.
Pomponina. — ¿También tú? Pues no eres
poco egoísta. Lo mismome decían mi paje y
Pigmalión. ¡Pues, no, señor! Yo quiero que
vean todos lo retepreciosa que soy.
Duque. — Mira, monina, urge que te edu
que para mí solo. Eres algo nuevo imprevis
to, sorprendente, que se adora con toda el
alma, aunque sea una muñeca. Y no te mi
res más, repito. Mírame a mí.
Pomponina. — ¡ Ya no me gustas !
Duque. — ¡Sí que pronto!
te has cansado
¡
Aun no hace una hora que estamos juntos !

>J8
ACTO 111 ESCENA 1

Pomponina. — Me has prometido palacios,


fiestas, jardines, perlas. Por eso me he ido,
solita contigo, sin mi paje y los otros muñe
'
cos. . .

Duque. — No me hables más de tu paje ni


de los muñecos. Ya
no tienes nada que ver
con ellos. Olvídalos para siempre.
Pomponina. — ¿ Dónde están los palacios y
las perlas?
Duque. — Pero si hace un momento que es
tás conmigo, tontuela.
Pomponina. — ¡ Escaparme para venir a pa
rar a esto ! ¡ Yo no quiero estar aquí !
Duque. — ¡Toma, ni yo! ¿Quién iba a pen
sar en la avería del auto ?
Pomponina.—Se tienen automóviles -más
seguros.
Duque.— -Más seguro que un Rolly Roce,
último modelo, no conozco.
Pomponina. — Pues ya ves, qué seguro es,
que a lo mejor del camino, paf, rotura.
Duque. — ¡ Inevitable ! Mi chauffeur y el
peón caminero de esta casa, han salido esca
pados en busca de remolque.
Pomponina. — ¿Y si pasamos aquí toda la
noche?
Duque. — Renegaré de mi estrella, pero...
¿ qué le voy a hacer ? Estamos lejos de pobla
do. Tardarán en volver por aprisa que vayan,
todo es nada, Sólo tú im
tí,

pero cerca de
j

portas Eres tan hermosa Viéndote, pa


!
!

¡
¡

139
EL SEÑOR DÉ PiGUALlÓÑ
saría siglos sin sentir el tiempo ! ¡ Toda mi
vida es ya tuya ! ¡ A tu lado, todo me es
igual !

PoMPONiNA. — j A mí, no ! ¡ Qué mareo !


Nos cogerá Pigmalión, que es muy listo, y
adiós escapatoria.
Duque. — Es lo que nos faltaba, pero no.
Pomponina. — Pero sí...
Duque. — ¡ No
! Ca Hasta mañana no
¡
! se
entera Pigmalión de que te he robado.
Pomponina. — No te fíes, no te fíes. Si sé
esto, no me voy contigo. Se está muy mal
aquí.
Pigmalión. — Ya te hartarás de palacios y de
lujos. Unas horas nada más de molestia.
Pomponina. — Yo no quiero molestias.
Duque. ( Yendo hacia ella muy amoro
so.) — Pero, tontina, muñequita divina, encan
to mío. ¡ Cómo te adoro ! (Intenta abrazarla,
en un arrebato de pasión.)
Pomponina. (Rechazándolo con el gesto.)—
Quita, quita.
Duque. — No te enfades, monina.
Pomponina. (Ensayando gestos en el es-
pe jillo, tornando a extasiarse en la contempla
ción de sí misma.) — Me he escapado para di
vertirme y gozar yo, no tú. (Dando un golpe-
tazo con el espejillo, en sus faldas.) ¡ Qué
triste es todo esto !
Duque.— En cuanto venga otro automóvil,
saldremos corriendo. Mañana, en mi casa de
140
ACTO III - ESCENA I
Predio Alto, y dentro de unos días en París.
Pomponina. (Palmoteando.) — ¡ Ay> sí, sí !
j París, París ! Pigmalión dice que es divino.
Nos iba a exhibir allí muy pronto. ¡ A París,

Q Pigmalión^2— Llevar una mujer a París, es


cómó'TIevaTun bacalao a Escocia, o un plá
tano a Cuba, pero tú eres algo aparte. Una
alhaja, hasta en París.
Pomponina. — ¡ Quiero ver París, quiero ver

<ViGMALiÓN[.y-¡ Cómo me gusta, verte pa.sar


en seguida,' ífe la tristeza a la alegría !
Pomponina. — Dame agua.
Duque. — ¿ Agua ?
Pomponina. — A nosotras hay que remojar
nos con frecuencia el engranaje. Quiero agua.
Duque. — ¿ Dóndé la encuentro yo ahora ?
Pomponina. — Búscala.
Duque. — Pero, Pomponina...
Pomponina. — Quiero agua. Tú me has di
cho que satisfarías todos mis caprichos. Ve
al automóvil.
Duque. — Sólo hay botellas de vino.
Pomponina. —Pues búscala por ahí, por
dentro de la casa.
Duque. —Pero, monina...
Pomponina. (Haciendo pucheros.) — Quie
ro agua.
Duque. — ¡ No ! ¡ Llorar, no ! Se me parte
el alma de verte llorosa.
EL 5 E f¡ O R DE PIGMALIÓN
Pomponina. — Pues dame agua.
Duque. — Voy, voy a ver si la encuentro.
No te apures. (Enciende una cerilla y énira
se por la puerta izquierda, en el interior de
la casa. La muñeca queda sola, en acti
se
tud pensativa. Un ratito de inacción y silen
cio.)
Pomponina. — Lo voy a encerrar y me esca
po yo solita... ¡ Ay, no, qué miedo; solita,
no!..., pero lo encierro. Vaya si lo encierro.
Le haré rabiar, para no aburrirme. (Va de
puntillas, a la puerta por donde se fué el Du
que y echa la llave.) Así, así. Qué gusto !
¡

Las ventanas tienen reja ahí. No podrá sal


tar.
Duque. (Desde dentro, llamando en la
puerta.) — El agua.
Pomponina. (Junto a la puerta.)— Ya no
quiero agua.
Duque. — Pero abre, me has encerrado.
Pomponina. — No abro. Rabia.
Duque. — ¡ Pomponina !
Pomponina. — Que no abro.
Duque. — Pero criatura...
Pomponina. — Yo no soy criatura. Soy
Pomponina.
Duque. (Golpeando la puerta.) — ¡ Vamos,
abre!
Pomponina. (Llevándose la diestra, a la na
ricilla graciosa, haciéndole
y burla.)— No
abro. Encerrado ahí por malo.
ACTO III ESCENA II
Duque. (Aporreando la puerta.)— Echaré
la puerta abajo.
Pomponina. — Mejor ! ¡ Así rhe divertiré
¡
!

¡
Me aburría mucho. (Suena, lejana, la boci
na de un automóvil.)
Duque. — ¿ Oyes ?
Pomponina.— Sí, oigo. Voy a ver. (Asó
mase a una ventana.) . "> •. •

Duque. — | AI fin ! Ya está ahí el auto,


¡

Pomponina ¡
Abre !
!

Pomponina. (Desde la ventana.) — Cuando


llegue. Aun no se ve. Calle ! Viene una se
¡

ñora a pie.
Duque. — ¿ Una señora ?
Pomponina. — Sí, muy compuesta. Mira co
mo buscando algo... Ahora se fija en mí, vie
ne hacia la casa. (Retirándose de la ventana.)
¿Quién será?
Duque. (Multiplicando los porrazos en la
puerta.) — Abre, abre por los clavos de
¡

Cristo !

Pomponina. — Luego, luego. Me gusta mu


cho hacerte rabiar.

ESCENA II
Pomponina, Julia, una mujer muy ataviada y moza,
que aparece en la puerta central, y el Duque desde
dentro.

(Observando a Pomponina, sin pasar


Julia.
del umbral de la puerta.) — Esta debe de ser.
143
EL SEÑOR DE PI G M A LI O N
Pomponina. (Contemplando a la recién lle
gada.) — Ya te he visto desde lejos. Pasa, pa
sa. (Julia adelanta, despacio, sin quitar los
ojos de Pomponina.)
Duque. (Moliendo la puerta a patadas y
puñetazos.) — Abre, abre.
Julia. (Mirando, sorprendida, a la puer

ta.) ¿ Quién está ahí dentro ?
Duque. — ¡ Eso me faltaba, Julia aquí
Julia. (Yendo presurosa a la puerta, y apli
cando él oído en ella.) — Atiza! ¡ El duque
¡
!

Pomponina. — ¿ Lo conoces ?
Julia. — No conozco otra cosa. Por él vengo.
Duque. (A voz en cuello.) — ¡ Rayos y cen
tellas !

Julia. (Para a Pomponi


sí, examinando
na, con unos impertinentes.) — Es divina real
mente. (Alto.) ¿Lo ha encerrado usted?
Pomponina. (Mirando también con sus im
pertinentes, a la dama.) — Me aburra.
Julia. — ¿Y por eso?
Pomponina. — Sí, por eso, por distraerme
lo he encerrado.
Julia. (Hablando alto, cerca de la puerta,
para oiga el Duque.) — Magnífico
que la ¡
!

¡
Encerrado y burlado por una... digamos
muñeca ¡
Ni hecho de encargo
! !

Duque. — Ira de Dios !


Julia. ( A Pomponina.) — Así podremos ha
¡

blar usted, y yo, a nuestras anchas.


Pomponina. (Asintiendo gozosa.) — Sí, sí.
144
ACTO III ESCENA II
Julia. — ¿ Están ustedes aquí, por alguna
avería del auto, verdad?
Duque. (Aporreando iracundo.) — ¡ Abre
me, Julia !
Julia. — ¡ Ca ! Me conviene más que estés
encerrado.
Duque. — ¡ Abre con mil diablos !

Julia. (Aplicando la boca cerca de la puer



ta.) Aquí no hay más diablos que tu mu
ñeca y yo.
Duque. (En el paroxismo de la cólera,
acompañando su hablar con golpes en la
puerta.) — ¿Cómo estás aquí?
Julia. — No te importa.
Duque. — ¡ Mil rayos !
Pomponina. (Ingenua, a Julia.J — Cómo
rabia, ¿eh?
Julia. —¡ Que rabie ! Por él y por usted ve
nía, sea usted o no, una muñeca.
Pomponina. —Una muñeca soy. Como so
mos nuevos aquí, aun no me has visto repre
sentar en las farsas.
Julia. — Nunca oí hablar a las muñecas. Tal
y como una persona es usted.
Pomponina. (Abanicándose, coqueta y
vanidosa.)
— ¡ Más bonita que una persona !
¡Me han hecho muy bien! (Va a sentarse
en una silla. Musiqueo metálico al sen
tarse.)
Julia. — ¿Tiene usted música dentro?
Pomponina. — ¿ No lo oyes"?
PigmalióH.— 10 '45
EL SEÑOR DE PI G M A LI Ó N
Julia. — Y me tutea siempre. Todo esto es
extraordinario.
Pomponina. — Y tú, ¿quién eres?
Julia. (Con un comienzo de ira.) — ¡ A que
sepas quién soy he venido !
Pomponina. — ¿ Ah, sí ? No comprendo !

Julia. — Las
¡

muñecas comprenden pocas


cosas.
Pomponina. — No creas. Pigmalión nos ha
dado mucha picardía. Si tú conocieses a Ur-
demalas, verías. Es muy travieso.
Julia. — ¡ Qué más Urdemalas, que tú Ro !
¡

barme al duque !

Pomponina. — ¿Yo? Yo no he robado al


duque.
Julia. — Conque no, ¿eh?
Pomponina. — Ha sido él, que me ha roba
do a mí.
Julia. — ¿Con que él te ha robado?
Pomponina. — De mis cajas, sí, señora. Y
me ha prometido que seré como una reina, y
que tendré muchos palacios, perlas y brillan
tes a montones, pero ya me estoy arrepintien-
do de esta huída. Me vuelvo con mis muñe
cos. Abur, me voy.
Duque. — ¿Cómo que se va? ¡Y yo aquí
encerrado ! Pomponinaaaaa.
Julia. — No hay cuidado, no se va. (Lléga
se de un salto a la muñeca, cogiéndola por un
brazo. Oyese un crujir de caja de. música, sa
146
ACTO III - ESCENA III
cudida y dos o tres notas destempladas, de
campana sonora.)
Pomponina. — Suelta ! ¡ Déjame ¡
!

Duque. (Chillando tras la puerta.) — ¡ Si la


estropeas, te mato !

Julia. (Encorajinada,•
zarandeando a
Pomponina.) — Antes de arrancarte los ojos y
el pelo y de sacarte el serrín, los tornillos y
la condenada magia que tienes dentro, te diré
tí,

a para que me oiga también ese, que con


migo, con Julia, no juegan ni hombres, ni
mujeres, ni peleles bonitos como tú, aunque
los haya hecho el mismísimo demonio.
Pomponina.— Socorro..., ay, ay, socorro!
Duque. (Como loco.) — Déjala, déjala
¡

!
Julia. (Zarandeando de nuevo a Pompo-
¡

nina.) — Dejarla Voy a dividirla en peda


?
¿

zos Así, ves tú, muñequita de los diablos.


!

(Ppnele una mano en sombrero otra en


el

pecho. En la ventana izquierda, del fondo,


el

asoma cara de Juan el tonto


la

.)

ESCENA III
Julia, Pomponina los demás muñecos que se
y

indican

Juan. (Mirando a Pomponina.) — Cu, cu.


Julia. (Sorprtendidísima, soltando a Pompo-
nina, al ver la cabeza de Juan el tonto, apa
recer en —
la

ventana.) ¡Qué...!
147
EL SEÑOR DE PIGMALIÓN
Pomponina. (Corriendo a la ventana.) —
Mis muñecos, mis muñecos.
Juan. — Cu, cu. (Asoman junto al tonto
Lucas Gómez, El Enano, Bernardo y Am
brosio, y en la otra ventana del fondo, Ur-
demalas y Don Lindo. Todos recorren la es
tancia, con la vista, mirando sigilosos. Julia,
inmovilizada por el asombro, contempla, es
tupefacta, a los muñecos.)
Don Lindo. — ¡ Pomponina !

Pomponina. (Yendo a la otra ventana, al


ver a Don Lindo, y abrazándose a él.) — ¡ Mi
paje !

Don Lindo. —
(Estrechando el abrazo.)
¡Pomponina mía ! (Cuadro. Unos momentos
de expectación y silencio.)
Duque. (Aporreando otra vez la puerta.) —
¿Qué pasa ahora, vive Dios?
Julia. (Contemplando a los muñecos, des
concertada.)
— ¿ Estaré yo
soñando ? (Los
muñecos, van hablando cuando se indica, sin
pasar de la ventana.)
Urdemalas. — i Andando !
¡ Huyamos ! j Nos
sigue Pigmalión de cerca !
Pomponina. dulcemen
(Desprendiéndose
te de Don Lindo. ) — ¿Cómo habéis venido?
Lucas. — Nos hemos fugado.
Urdemalas. — Pssi. Hablad quedo.
Pomponina. — ¿Y los demás?
Don Lindo. — A todos los ha cogido Pig
malión.
148
ACTO II1 ESCENA III
Pomponina. — ¡ Los ha cogido !

Lucas. — Sí. Ha poco, al enterarse de la fu


ga tuya y nuestra, preparó nuestro carro-au
tomóvil para viajar por los pueblos, y se lan
zó él solo en nuestra persecución.
Don Lindo. — En una plaza llena de pórti
cos, bajó para darnos caza.
Urdemalas. — Y mientras cogía a Periqui
to, Lucinda y demás muñecos, nosotros asal
tamos el carro, le di toda la velocidad al mo
tor, y aquí estamos.
Pomponina. (Alzando las manitas bonitas
y batiendo palmas.) — ¡ Muy bien jugado,
muy bien jugado !
Urdemalas. — En cuanto nos hizo Pigma-
lión, nació para nosotros una nueva provi
dencia.
Don Lindo. — Huyendo al azar, divisamos
dos autos parados, y vimos luz en esta casa.
Dejamos allá lejos nuestro carro, para que
no advirtieran, nuestra llegada, con el ruido
que mete, y con cautela, hemos venido hasta
esta ventana, pensando en el que te robó y
en tí.
Pomponina. — ¡Qué alegría! ¡Si no es por
vosotros...
Urdemalas. (Interrumpiéndola.) — No per
damos tiempo ahora. Nos siguen de cerca.
Don Lindo. — ¡ Ven, Pomponina, ven,
ven !

Pomponina. — ¡Sí, sí, sí! ¡Llevadme, lle


149
EL SEÑOR DE PIGMALIÓN
vadme (Salta la ventana, apoyada en Don
!

Lindo y Urdemalas .)
Juan. (Observando a Julia, y recorriendo
otra vez con la mirada toda la habitación.) —
Cu, cu.
Lucas. — ¡ Ya estamos yéndonos (Desapa !

recen rápidos todos los muñecos. El tonto, se


queda un instante en la ventana.)
Juan. (Haciéndole muecas de burla a Ju
lia.) — Cu, cu. (Vase. Oyese al Duque gol
pear furioso la puerta. Julia, de pie en medio
de la escena, sigue mirando, atónita, a las ven
tanas. Otro rato corto de silencio.)

ESCENA IV
Julia y el Duque, encerrado.

Julia. (Para si, desconcertada.) ¿Pero —


qué es esto ? ¿ Qué apariciones son esas ?
¡ Qué
caras ! . . . , ¡ qué tipos ! ¡ Lo estoy vien
do y no lo creo ! (Va precavida y temblando
a la ventana derecha, asomándose a ella con
miedo y mirando unos momentos hacia lo le
jos.) ¡ Se han ido ! ¡ No se ve nada ya !
Duque. (Desde dentro.)
— Pomponina,
Pomponinaaaa.
Julia. (Desde la ventana.) — Se fué, hijo,
se fué.
Duque. — Se fué !
¡

Julia. (Retirándose de la ventana, un po


«5°
ACTO III - E S C E N A IV
co más repuesta del susto y la sorpresa,
y
acercándose donde está el Duque, cerca de la
puerta.) — Sí. Han venido unos tíos muy ra
ros y un muñequillo precioso, vestido como
en las óperas del Real ; se han asomado todos
a las ventanas, asustándome, y se han lleva
do a Pomponina.
Duque. (Con la voz estrangulada por la
ira.) — ¡ A Pomponina !

Julia. — Qué
¡
susto me he llevado ! Hablan
todos muy bien. ¿Tú crees que serán muñe
cos de verdad?
Duque. — ¡ Abreme, o no respondo de mí !

Julia. — Hasta que no venga gente, no. Te


conozco el pronto, y la verdad, mientras no
se te pase el sofocón, no me pongo yo a tu
alcance.
Duque. — ¿ Cómo has llegado hasta aquí ?
Julia. (Hablando muy cerca de la puer

ta.) Pues nada, hombre, que fuí a tu casa,
por el pabellón del jardín, y me encontré tu
carta y el cheque contra el Banco, y me puse
furiosa.
Duque. — ¡ Acaba de una vez !
Julia. — No me tragué lo de la muñeca. Fuí
al teatro. Estaban allí los tres empresarios,
con el conserje, como locos. Me enteré de tu
fuga, con la figurilla esa mecánica, me cegué
y monté en mi auto...
Duque. — ¡ Y no te estrellaste, por desgra
cia !

'5«
ÉL SEÑOR DÉ PlgMÁLI ÓN
Juua. — Me dió el corazón, que llevarías la
condenada esa, por de pronto, a tu finca de
Predio Alto, donde pasaste conmigo la pri
mera luna de miel. En el camino, preguntan
do por tu coche amarillo, di con la pista. Creí
que me ahogaba la pena.
Duque. — ¡ Lástima que no te ahogase !
Julia. — Se me indispuso el chauffeur repen
tinamente, lo dejé en un pueblo, y guiando
el auto yo sola, he venido hasta aquí, donde
encontré el tuyo abandonado.
Duque. — Abre y vayamos en tu auto tras
los muñecos.
Julia. — ¡ Ca ! ¡ Son cosa del diablo ! Ya
ves, con las ganas que le tenía yo a la mu
ñeca esa, y de miedo la dejé irse.
Duque. (Exasperado, gritando y dándole
a la puerta con todas las fuerzas que le que
dan .) — Abreeeeeeeeee .
Julia. — Luego, hombre, luego. ¡ Calla !
Te vas a quedar afónico ! (Yendo por una
silla, y sentándose ante la puerta.) Ahora, la
verdad, hasta que venga gente, yo no tengo
ninguna prisa.
Duque.— ¡ Rayos y truenos !

Julia. (Acomodándose en la silla, a sus an



chas.) Pero ninguna prisa. (Golpear terrible
del Duque, en la puerta.)
ACTO í 1 1 - ESCENA V

ESCENA V
Julia y los muñecos de antes, que aparecen de nuevo,
en una ventana del fondo. Hablan entre sí, muy pre
cipitada y nerviosamente, sin que se les oiga, se
ñalando a Julia, que, sentada en la silla, de espal
das a ellos, no puede verlos. Urdemalas y Lucas Gó
mez, saltan la ventana, y de puntillas, con extremado
tiento, para que no le resuenen los muelles, se acer
can a Julia, haciéndole gestos. Urdemalas, saca un
pañuelo grande del bolsillo. Tras Lucas, saltan Am
brosio, Bernardo, el Enano y Juan el tonto. AI
llegar junto a Julia, Urdemalas, le echa prontamen
te el pañuelo a la cara, tapándole ojos y boca. Lu
cas, la sujeta los brazos. Ambrosio, el Enano y Ber
nardo, refuerzan el grupo y atenazan a Julia. El
Tonto, se queda atrás, riendo estúpidamente y ha
ciendo muecas grotescas de satisfacción.

Urdemalas. (En voz queda y dirigiéndose


con señas expresivas a Don Lindo y Pompo-
nina, que se han quedado tras de la ventana,
muy juntos y amartelados.) — Psssiiii... Id ya
a la reja de fuera y llamad la atención del du
que. (Desaparecen de la ventana Pomponina
y Don Lindo .)
Duque, (Desde dentro, dejando de apo
rrear la puerta.) — ¡ Al fin, gente en la reja !

¡ Prepárate, Julia ! (Con voz más distancia-


da) ¡ i Qu¿ ' ! ' ¡¡I Pomponina
1
!
¡ ¡
Don ! !
¡

Lindo !
f Lucas Gómez va presto junto a
! !

la puerta y da una vuelta a la llave. Urde


53
EL SEÑOR DE PIGMALIÓN
malas, Bernardo, Ambrosio y El Enano
empujan a hacia la puerta, que entre
Julia
abre Lucas, lo preciso solo, para que pase el
cuerpo de la mujer, y la precipitan dentro.
Lucas cierra la puerta instantáneamente, tor
nando a dar dos vueltas a la llave y llegándo
se a la ventana. Todo prontísimo, en menos
que se cuenta.)
Lucas. —
(Desde la ventana.) Venid. Ya
está.
Juan. (Frotándose las manos contentísimo
y convulso de risa.) — Cu, cu. (Vuelve Lucas
junto a los muñecos. Se oye tras de la puerta,
un porrazo espantoso y unos gritos agudísi
mos de Julia, que cesan en seguida. Don
Lindo y Pomponina, reaparecen en la venta
na, que saltan a su vez, uniéndose a Urde-
malas y demás compañeros.)

ESCENA VI
Los ocho muñecos citados.

Urdemalas. ( A Pomponina .)—\ Ya estás


vengada !

Don Lindo. (Tomando de la mano a Pom


ponina y señalando a la puerta.) — Esa es la
que te quería dividir en pedazos, ¿ verdad ?
Pues ahora la dividirán a ella.
Pomponina. — Así, que la zurren, por mala.

'54
ACTO III - ESCENA VI
(Otro ruido breve y seco tras de la puerta, y
un quejido ahogado. Después silencio.)
Lucas. (Muy alegre, imitando con el ade
mán la acción de azotar.) — ¿Oís? Menuda
tunda la estarán dando ahí dentro.
Bernardo. — ¡ Por mí, que la zurzan ! Y
ahora, vengada ya Pomponina, pies al áire.
Don Lindo. (Yendo a la ventana.) — No
perdamos tiempo.
Urdemalas. (Reteniendo a Don Lindo, por
un brazo.) — He cambiado de opinión. ¡Nos
quedamos aquí ! (Rodéanle sorprendidos to
dos los muñecos. No se oye nada tras de la
puerta.)
Ambrosio. (Atónito, a Urdemalas .) —
¿ Aquí ? ¡ Tú estás loco !
Lucas. — ¡ Eso parece !
Bernardo. — ¡ Quedarnos aquí, para que
nos cacen como ratones !

Pomponina. (Tirando de Don Lindo.) —


Vámonos, vámonos.
Urdemalas. — He dicho que nos queda
mos.
Lucas. — ¡ Quedarse es absurdo !

Don Lindo. — ¡ Una barbaridad ! Pigmalión


nos sigue de cerca. Esta es la sola casa que
hay en toda la llanura despoblada, y como nos
llamó la atención a nosotros, se la llamará a
Pigmalión, también, y entrará aquí.
Urdemalas. — No sale nadie.
El Enano. (Dando dos pasos hacia lapuer
•55
ÉL SÉÉOR DÉ P I G M A LI Ó N
ta central.) — Saldremos todos, y te quedarás
tú solo.
Bernardo. (Imitándole.) — Si creerás tú
que hemos sido héroes en nuestra fuga, Am
brosio, El Enano y yo, para que nos lleven
otra vez, al encierro de nuestras cajas.
El Enano. — Como tú saliste el último y no
te expusiste...
Urdemalas. — No seáis pasmarotes y escu
chadme. (Todos los fantoches reducen y es
trechan el semicírculo, alrededor de él. Juan
el tonto, lo oye atento, acentuando su expre
sión de bobo.)
Urdemalas (Silbando las palabras, insi
nuante y persuasivo.) — Cuando hace un rato,
rescatamos a Pompon i na y tornamos a nues
tro carro, ¿ por qué en vez de escapar, hemos
vuelto aquí?
Don Lindo. — ¡ Toma !, para vengar a Pom-
ponina de esa mujerota fiera.
Urdemalas. — Y todo, porque mientras vol
víamos al carro, Pomponina nos contó el pe
ligro que ha corrido.
Don Lindo. — ¿ Por qué antes querías huir,
y ahora de pronto, quieres que nos quedemos
aquí ?
Urdemalas. — Porque antes, las nubes del
cielo ocultaban de vez en cuando la luna, y
ahora está despejado y hemos perdido mu
cho tiempo, se acerca el día, y como todo es
llanura y no tenemos sombra que nos proteja,
156
ACTO III -ESCENA VI
nos coge Pigmalión si nos ve, y en lugar de
libertar a nuestros compañeros presos, maña
na, esclavos de nuevo, hacemos todos la pri
mera farsa en el teatro de Aldurcara, que es
lo que quiere Pigmalión.
Lucas. — ¡Y lo que no queremos nosotros!
Pomponina. — ¡ Otra vez Pigmalión, cuando
nos creíamos libres de él para siempre ! ¡ Qué
horror !

Don Lindo. — Pero si no salimos y nos coge


aquí dentro Pigmalión, ¿cómo nos libramos
de él ?
Urdemalas. — Dejadme seguir. ¿Qué desea
Pigmalión? Dominarnos. ¿Qué queremos
nosotros? Ser libres. ¿Quién es el fuerte? El.
¿ Y los débiles ?
Lucas. — Nosotros, por desgracia.
Urdemalas. — O por fortuna. El mundo es
de los débiles astutos.
Don Lindo. — ¿Y qué hacemos?
Urdemalas. — El mal... Hagamos el mal,
purificador mal, justo mal. ¿Qué ha hecho
Pigmalión, con nosotros? Hacernos muy mal,
de puro querernos hacer muy bien. La prue
ba que prepara otros muñecos mejores, que
cuando estén acabados, nos sustituirán, y nos
destruirán. Al pues, mayor mal. Des
mal,
truyamos a Pigmalión, aquí mismo, antes que
un día nos destruyan a nosotros.
Pomponina. (Batiendo palmas.) — Ay, sí...
¿ Pero cómo lo destruímos ?
«57
EL SEÑOR DE PIGMALIÓN
Urdemalas. — Intentando el desorden y el
caos en nuestra grey, mejores que la injusti
cia. Del caos de arriba, me contaba un día
Pigmalión, cuando me acabó de hacer, y qui
so probar mi inteligencia de fantoche, del
caos de arriba, salieron esta condenada luna
que nos joroba esta noche y las estrellas.
Mientras duren éstas que hay, tan viejas, no
podrán salir otras mejores. Hagamos el mal,
el mal, purificador mal...
Lucas. — ¿Y cómo lo hacemos, repalanca?
Urdemalas. — Dejádmelo hacer a mí, que
es mi oficio, y para eso me hicieron.
Bernardo. — Tú nos responderás...
Urdemalas. — De todo, buen Bernardo, de
todo. Mil abuelos tuve, y mil herederos ten
dré, y tan preciso soy en el mundo, que ni
hombres, ni muñecos, podrían vivir, ni progre
sar sin mí. (Sepárase de los autómatas, que
lo observan curiosos, y va despacio a la pa
red, de donde descuelga la escopeta, que al
canza y examina atentamente.) ¿Veis? En to
das partes, tengo yo cómplices y ayudas in
visibles. Mis amigos dominan en la tierra.
(Tornando a examinar, cuidadoso la escope
ta.) Esta cosa, me parece un poco mejor que
tu carabina de las farsas, Ambrosio. Está car
gada, y no es fácil que esté llena de pólvora
sola, como las que empleamos en el teatro.
(Levanta, precavido, el gatillo de la escope
ta, pasa ante el grupo de los fantoches, va a

«58
ACTO III ESCENA, VI
la pared lateral derecha, en la que apoya en
hiesta el arma, con mucha precaución, y lla
ma con la mano, a sus compañeros, que se le
van acercando.) Psssiii, venid y obedecedme
ciegamente. (Oyese un lejano trepidar de ca
mión-automóvil, que se va acercando paula
tinamente, entre una algarabía de voces y de
chirridos, como de quincalla sacudida. Los
muñecos, que se iban acercando a Urdema-
las, se detienen bruscamente, aterrados. Al
pararse, les resuenan unos instantes las en
trañas, conmovidas por el movimiento repen
tino.)
Pomponina. — Los muñecos !

Don Lindo. — Es nuestro carro


¡

¡
! Lo co
nozco por el ruido. Es nuestro carro !

Bernardo. — Pigmalión, nos lo ha tomado.


¡

Lucas. — Sí, desde su auto, habrá traslada


do al carro los demás muñecos.
Ambrosio. — Estamos cogidos !
El Enano. (Alzando su maza ante Urde-
¡

— Ay
ti,

de se apoderan aquí, de
si

malas.) ¡

nosotros
!

Todos los demás muñecos. (Avanzando


desesperados hacia Urdemalas blandiendo
y

ante él, los puños levantados.) — Ay


ti,

de ay
|

de
ti
!

Juan. (Que no puede hablar, con ros


el
y

tro lleno de cómico espanto, amenaza también


con ambos puños cerrados.) — Cu, cu.
Urdemalas. (Yendo rápido a los muñecos
«59
EL SEÑOR DE PIGMALIÓN
y apartándolos a un lado, a manotazos.) —
¡
Idiotas ! ¡ Mereceríais que os abandonase a
vuestra esclava suerte ! ¡ Callad y obedeced-
me ! ¡ Arrimaos a la pared !
Bernardo. (A los muñecos.) — ¿Qué ha
cemos ?
Don Lindo. (Yendo a la pared lateral de
recha, donde dejó arrimada la escopeta Ur
j
demalas. — Ya qué remedio queda. Obedez
camos.
Pomponina. (Yendo tras Don Lindo. ) —
Sí, sí.
Urdemalas. — ¡Silencio! ¡Vivo! Arrimaos
en fila junto a Don Lindo. (Cumplen la orden
los muñecos, colocándose en hilera al costado
del paje.)
El Enano. (Que con el tonto, es el último
que va a la fila.) — Qué déspota
¡
Habla ya lo
!
¡

mismo que Pigmalión !


Urdemalas. (Mientras va a ponerse, a la
cabeza de la de los muñecos, en el sitio
fila
donde está la escopeta, a la que oculta con
su cuerpo.) — Estrechad más la fila. Espere
mos aquí. No temais a Pigmalión. Desafiad-
le con la palabra. Yo solo acabaré con él.
(Muy próximo ya, el carro-automóvil, óyesele
parar a pocos pasos de la casa. Aumentan la
chillería y el estrépito metálico. Restallan,
fuertemente en el aire, unos chasquidos de
tralla.)
Pigmalión. (Muy cerca de la casa, sin que
160
ACTO III - ESCENA Vil
vea aun, y con voz clara y rotunda de
se le

mando.) ¡ Basta de gritos ! ¡ A callar ! (Cesa
la chillería de repente.)
Todos los muñecos. (Menos Urdemalas
y Juan el tonto.} — El ¡Ya está ahí ! (Pé
¡
!

nese a temblar la hilera de muñecos, con un li


gero musiqueo de herrajes y muelles sonoros.
Sólo Urdemalas, permanece firme, en s<u
puesto.)

ESCENA VII
Los muñecos en fila, y Piomauón,
asoma la que
cabeza por una ventana del fondo, remira escrutador
a todos los rincones de la estancia y clava la vista
luego en los autómatas. Estos le miran angustiados.
Una pausa. Obsérvanse en un silencio trágico, los fan
toches y su creador.

Pigmalión. (Desde la ventana, interrum


piendo el silencio.) — Hola, perillanes
¡ ¡
Me !

sorprende verte, Pomponina Me dijeron que !

te había robado el duque. No esperaba encon


trarte aquí.
Pomponina. (Con voz entrecortada y dé .

bil.) — Pues ya lo ves. Aquí estoy.


Pigmalión. — Sí, ya lo veo, ya. ; Muy bo
nito lo que habeis hecho Ahora, ahora me !
¡

las pagareis todas juntas (Retirase de la !

ventana. El temblor de los muñecos, arrecia


penosamente.)
Pigmalión. (Entrando por la puerta ceh-
Pigmalión," 11
EL SEÑOR DE PIGMALI ÓN
tral, y deteniéndose en medio de la habita
ción. Lleva en la mano un látigo de mango
largo, muy pintado y barnizado.) — Ah de la
casa..., ah de la casa... Está deshabitado esto,
por lo visto.
Duque. (Desde dentro, con voz apagada,
llamando suavemente en la puerta con los nu
dillos.) — Pigmalión, Pigmalión.
Pigmalión. (Mirando en derredor de sí.) —
¿ Quién me llama ? Yo conozco esa voz.
Duque. (En el mismo tono.) — Abrame us
ted.
Pigmalión. — ¡Demonio!, ¿quién está en
cerrado ahí, que me conoce? (Va hacia la
puerta.)
Juan. (Alzando ambas manos y con acento
de pánico.) — Cu, cu.
Pigmalión. (Volviéndose hacia los muñe
cos y dándoles un latigazo en las piernas.) —
¡ A callar, tú ! ¿ Qué significa esto ? ¿ Qué
nueva diablura habéis hecho aquí ? (Otro la
tigazo.) ¿No contestáis? Pronto saldré de
dudas.
Duque. (Dando más fuerle en la puerta.) —
¿Abre usted, o no ?
Pigmalión. — Calle Es la voz del du
!

que ! Y Pomponina entre los muñecos.


¡ ¡

Qué ¡
raro es todo esto ! (Más repiqueteo en la puer
ta.) Al momento, al momento abro. (Llégase
a la puerta, dando vueltas a la llave, y abrien
do. Sale el Duque, con el sombrero abollado,
163
ACTO lil - ÉSC E NA V Ill
sangrando la cara, acribillada de arañazos,
desabrochado el cuello de la camisa, torcida
la corbata y el gabán entreabierto, con los bo
tones colgando, medio arrancados, y rota una
de las solapas.)

ESCENA VIII
Pigmalión y el Duque. Después, Julia.
Duque. — ¡ Ira de Dios, ya era hora !

Pigmalión. — Usted ¡Y en esa facha


¡
! !

Duque. — ¡ Yo, sí, yo !

Pigmalión. — ¿Pero qué le pasa a usted?


Duque. — Me pasa, que esos peleles de us
ted son diablos sueltos, y no muñecos.
Pigmalión. — Ya le dije a usted que eran
de cuidado. ¿ Pero qué le han hecho a usted ?
¿Quién le ha encerrado a usted?
Julia. (Saliendo a su vez, con el rostro
igualmente labrado de arañazos, torcido el
sombrero y desgarrado el traje, y dirigiéndo
se al Duque.) — ¡ Te acordarás de mí !
Pigmalión. — ¡Otra que tal! ¿Quién es esa
señora ? (Los muñecos danse unos a otros con
el codo, y se miran entre sí, satisfechos de su
obra, a pesar de su miedo.)
Julia. (Señalando a los muñecos.) — ¡ Esos,
esos me han atropellado ! ¡ Cobardes ! ¡ A una
mujer sola !
Pigmalión. (Señalando al Duque.) — Yo
la veo a usted acompañada...

163
EL señor DE p ig m a li Ó ñ
Duque. (A Julia.) — ¡Cállate! ¡Basta de
espectáculo ! ¡ Estamos en evidencia !
Qué
¡

vergüenza para mí !

— ¡ De otras cosas te debía dar ver


Julia.
güenza !
Duque. — ¡ Que te calles, digo !
Julia. — ¡ No quiero callarme ! ¡ Tú también
me has atropellado ! ¡ Se lo contaré a todo el
mundo ! ¡ Vaya un cabayero, un aristócrata,
un señorito !
Duque. — Cuando las mujeres son inopor
tunas y furias como tú...
Julia. (A Pigmalión.)-—; Mire usted cómo
me ha puesto !
Duque. — Por mi aspecto, comprenderá us
ted, que no he hecho más que defenderme en
la oscuridad.
Pigmalión.— ¿ Quién es esta señora?
Duque. — Esta furia, querrá usted decir..
Pigmalión. — ¿Pero qué ha sucedido? Us
ted me robó a Pomponina, según me han di
cho. ¿Cómo está Pomponina, entre los muñe
cos, y usted, encerrado ahí con esta señora?
Duque. — No tengo por qué darle a usted
explicaciones.
Pigmalión. — Pero, hombre...
Duque. —Todo esto es ridiculísimo para mí.
(A Julia. ) Haz el favor de venir conmigo.
(Cogiéndola por un brazo.) Vamos a tu au
tomóvil.
Julia. — Antes de irnos...
164
ACTO III - ESCENA VIII
Duque. (Excitadísimo, fuera de sí.) — ¡ Cá
llate, y no me hagas más escenas, si estás
bien con tu vida ! (Arrástrala hacia la puer
ta central.)
Pigmalión. — ¿ Irán ustedes a la Casa de
Socorro ?
Duque. — ¡ Iremos adonde nos dé la gana !
( Llega con Julia, hasta la puerta central, de
teniéndose antes de salir, para amenazar, con
el ademán, a la hilera de muñecos.) ¡ Adiós,
Pomponina Aunque se oponga el mundo en
!

tero, muy pronto volverá a ser mía !


Julia. — ¡ La
destrozaré yo antes !
Duque. — ¡ Será difícil ! ¡ A ti te voy a re
bajar yo los humos para siempre ! (A los
muñecos.) ¡Y vosotros, peleles de la porra,
váis a durar muy poco ! (Señal de la cruz.)
¡
Por estas ! (Tirando del brazo de Julia. )
Vamos, tú, vamos.
Julia. —
(Resistiéndose y soltándose brus
camente.) ¡Déjame! ¡Sé ir sola! ¡Me ha
ces daño ! ¡ Yo soy de carne y hueso ! ¡Y no
pongas esa cara de juez, que no te tengo nin
gún miedo ! (Salen ambos. Fuera torna a
oírse unos instantes solo, la gritería de los
muñecos, presos en el carro, que se alborotan,
al ver pasar la pareja.)
Pigmalión. (Sonriente, viendo salir a Ju
lia y al Duque.) — ¡ Buen viaje ! (Queda unos
segundos pensativo, mirándose la punta de
las botas.)
165
EL- SEÑOR DE P I G M A LIóN

ESCENA IX
Pigmalión y los ocho muñecos, en fila, junto a la
pared.

Pigmalión. (Para si, luego de haber refle


xionado unos instantes.) — La verdad es que
intentando burlarme, mis fantoches, me han
vengado. (Tiemblan éstos de nuevo, sin qui
tarle de encima los ojos. Pigmalión cruje el
látigo, yendo ante ellos.) ¡ Cómo temblais !
Si no fuese, porque a pesar mío, tengo muy
halagada la vanidad, al ver lo bien que os
fabriqué y la vida que os he dado, ya os hu
biera hecho trizas a todos, menos a Pompo-
nina. ¡ Sería lástima que desapareciese de la
tierra, una belleza tan inútil y perfecta. (Res
talla otra vez, con fuerza, la justa en el aire.
Se acentúa el tembleteo de los muñecos, en
tre chirridos prolongados, de resortes y mue
lles sacudidos.) Hay miedo, ¿eh?
Urdemalas. (Que es el único que no tiem
bla.) — Regular, nada más.
Pigmalión. — ¡ Hola, mefisto ! Esta escapa
toria, debe de ser cosa tuya, ¿verdad?
Urdemalas. — ¿De quién si no? Ya ves,
para ser un muñeco, no me he portado mal.
Debes estar satisfecho de tu obra.
Pigmalión. — No lo creas. Todo artista de
veras, está siempre por encima de su obra,
l6<?
ACTO III ESCENA IX
y piensa superarla. La admira y la despre
cia. Estoy haciendo ahora, algo mecánico,
más asombroso que tú y mejor que el hom
bre.
Urdemalas. — No es culpa mía, si no me has
hecho a mí lo mejor.
Pigmalión. — Ni mía. He hecho lo que he
podido. Sois un simple ensayo.
Urdemalas. —Ten cuidado con ese ensayo,
que te puede costar caro.
Pigmalión. — ¡ Amenazas a mí ! ¡ Necio !
Creí que discurrías mejor.
Urdemalas. — No tengo más discurso, que
el que me has dado.
Pigmalión. — Pues creí que te habría dado
más listeza. Rebelaros contra mí, es tan in
útil como escaparos. Yo soy el hombre, el
fuerte, el amo, el creador. Vosotros sois mis
juguetes^ mis peleles, mis bufones..., ¡nada!
¡
Tan míos sois, como esta fusta con que os
azoto! (Dales otro latigazo. Menos Urde-
malas, quéjanse todos, doloridos, arrimándo
se más a la pared.) Yo haré muy en breve
algo mejor que el hombre, pero vosotros no
sois todavía más que polichinelas de mi tea
tro, capricho ingenioso de mi fantasía y ha
bilidad de mecánico, esclavos míos, en fin,
acero combinado, resortes finos y entrañas de
animal galvanizadas. ¡ Sois un prodigio, y
no sois nada !
: Urdemalas. —Como tú. Tanto orgullo, y
k*7
EL SEÑOR DE P I G M A LI O N
eres un efímero, y acabarás también en nada,
como todos los hombres.
Pigmalión. — ¿Qué sabes tú, monigote,
qué hay después de la vida?
Urdemalas.— Y tú, ¿lo sabes acaso?
Pigmalión. —Te atreves a replicarme, es
túpido. Yo solo me basto para reducirte a

ti,
a los demás a un pueblo entero de polichi
y
nelas, como vosotros. Por eso he querido per
seguiros yo solo, sin auxilio de nadie. Llevar
gente conmigo, era daros demasiada impor
tancia demasiada vanidad de mi parte. Yo
y

no soy un farsante. Qqnozco alcance de mi

el
obra. (Azótales con otro"7áUgÓSo Rehilo "are

.
temblores descompasados, en jila, llena de
la
pánico.) ¡A ver! ¡Dad un paso adelante!
Mañana por la noche, cuando os presenteis
al público de España, por primera vez, nadie
creerá, al veros representar tan disciplinados
bien unidos mis farsas, que hayais sido ca
y

paces de escaparos de rebelaros como hom


y

bres, siendo fantoches. Vamos Vivo Un


!
!

Al carro
¡

¡
¡

paso adelante Aprisa (Los


!

!
j
¡

muñecos oscilan vacilantes.)


Urdemalas. (A los autómatas.) — ¡Quie
tos! (A Pigmalión.) No nos dala gana
de ir.
Pigmalión. — No, ¿eh? (Torna a restallar
látigo, vuélvese hacia la puerta central,
el

que señala con dedo, exclama a toda voz,


el

en tono imperativo rotundo.) ¡Al carro!


y

16$
ACTO III - ESCENA IX
(Los muñecos, aterrados, van saliendo de la
fila que formaban en la pared, y empiezan a
caminar lentos, uno tras otro, en dirección a
la puerta central. Pigmalión, sin darse vuel
ta para mirarlos, sigue señalando con el dedo
la puerta, seguro de si mismo, y de ser obe
decido. Urdemalas, lleva rápido, ambas ma
nos a la espalda, coge la escopeta, la empu
ña en un santiamén, y dispara a boca de
jarro, tras de Pigmalión. Este cae instantá
neamente.)
Pigmalión (Desplomado en tierra.) —
¡
Ay ! . . Socorro (Los muñecos detienen su
.
¡
!

marcha y quédanse atónitos, mirando el cuer


po, tumbado en tierra. Fuera, resuena otra vez
el griterío muñequil. Urdemalas, deja la es
copeta en el suelo, avanza resuelto, adonde
yace Pigmalión, se inclina y lo observa ante
sus compañeros asombrados, quietos, rígidos,
cual si hubiesen perdido súbitamente, el don
de moverse. Una pausa de silencio, en la es
tancia, sólo alterado por el chillar de fuera.)
Urdemalas. (Después de haber contempla
do a Pigmalión, atentamente.) — Se le paró el
muelle central. (Alzase presto, apoyando el pie
en el pecho de Pigmalión .) \ He ahí al gran ar
tífice. (Arrecia fuera el griterío de los muñecos
presos y atados en el carro. Luz pálida de
amanecer naciente, en las ventanas.)
Don Lindo. (Dando un paso.) — ¿Qué ha
sido ?
169
EL SEÑOR DE PIGMALIÓN
Urdemalas. — Ya lo has visto. Que lo he
matado.
PomponinA. (Dando otro paso al lado del
paje y fijándose en Pigmalión.^ — ¡ Uy, qué
pálido se pone... ¡Yo nunca vi un muerto!
!

Don Lindo. — ¡ Libres, al fin I


Bernardo, Ambrosio y El Enano. (Como
en éxtasis.) — ¡ Al fin, al fin !

Don Lindo. (Abrazando a su muñeca.) —


No tengas ya más amores que conmigo, Pom-
ppnina mía.
. Pomponina <-— Hafé todo -k> posible, Lin-
\. dito.
"""Don Lindo. — ¡ Olvidemos lo pasado !

Pomponina.— De todo lo. pasado, tiene la


culpa ese Pigmalión. (Señalando al caído),
y que me hizo tan floja de tornillos.
Lucas. — Un momento. (Va corriendo a la
mesa, donde está la lámpara, cogiendo ésta,
llevándola adonde está Pigmalión y ponién
dola a su lado, en tierra.) Ya que no tenemos
aquí cirios para honrar a los muertos, como
hacemos en las farsas, alumbrémosle con esta
lámpara. (Rodean todos a Pigmalión, obser
vándole, curiosos.)
UrDemalas. (Llevándose un dedo a los la

bios.) Psssi. Callémonos ya, y vayámonos
al carro, donde deben estar atados los demás,
y larguémonos a todo escape, sin desatarlos
ni contarles nada de esto, hasta que estemos
muy lejos.
170
ACTO III - ESC ERA IX-
Pomponina. — ¿ Por qué ?
Urdemalas. — Porque si no querrán entrar
aquí a ver el muerto, y perderíamos mucho
tiempo. Se nos echa encima el día, y va a
llegar gente a esta casa.
Don Lindo. —Sí, vámonos, vámonos.
Pomponina. — ¿ Adonde ?
Urdemalas. — A la aventura, con nuestros
compañeros, campo adentro y mundo adelan
te. Adonde nos lleve nuestro sino, de muñe
cos prodigio.
Don Lindo. (Entrelazando a Pomponina
por el talle.) — ¡Sí, sí, vamos al azar, a la
aventura, tras de nuestra suerte!
Urdemalas. — ¡Venid conmigo todos! ¡No
os podeis quejar de mí ! ¡ Huyamos ! j Liber
tad ! ¡ Libertad ! (Sale seguido de los muñe
cos, que gritan también.) ¡Libertad, libertad,
libertad (Aumenta de
! un modo espantoso
el vocerío de f uera. Juan el tonto, que sale el
último, torna a la puerta central, mira otra
vez a Pigmalión, y haciendo nuevos visajes
grotescos, restriégase contentísimo las manos,
y lanza en un tono indefinible su) Cu, cu.
(Desaparece. Oyese, entre una gritería en
sordecedora, trepidar el camión-automóvil,
que arranca de pronto, y se va rápido, per
diéndose todo estrépito en la lejanía. Después
un silencio profundo. En las ventanas, luz
morada y tenue de aurora.)

171
EL SEÑOR DE P I G M A Ll óN

ESCENA ULTIMA
Pigmalión, solo, caído en tierra.

Pigmalión. (Incorporándose a medias, tra


bajosamente.) — ¡Al fin se fueron...! Si no
finjo la muerte, acaban antes conmigo. (In
tentando levantarse en vano .) ¡ No puedo ! . , . .

¡
me desangro, me muero solo, sin nadie que
me auxilie... ! Acabo derrumbándome, estú
pidamente, como una babel, como un nuevo
Prometeo... Los dioses. vencen eternamente,
aniquilando al que quiere robarles su secre
to... Iba a superar al ser humano, y mis pri
meros autómatas de ensayo, me matan por
la espalda, alevosamente... ¡Triste sino el del
hombre héroe, humillado continuamente has
ta ahora, en su soberbia, por los propios fan
toches de su fantasía... ! Se me va toda la
sangre..., rae siento morir..., vencieron ellos
y la profecía... ¡Es lástima! ¡Nadie volverá
a fabricar muñecos perfectos y vivos, como
yo... ! ¡ Me ahogo... ! ¡ Aquí acaba para siem
pre Pigmalión ! (Da con el busto pesadamen
te en tierra. Entran revoloteando por la es
tancia dos murciélagos, que se entrecruzan
varias veces en un aletear loco, y a lo lejos
cantan los gallos.)

TELON
mismo daño
Comedia dramática en tres actos, estrenada
por la Compañía Atenea, en León,
la noche del 26 agosto de 1919
comedia, tuvo en ia primera representación, el adjun
ESTA
to reparto de papeles: Isabel, señora Peñaranda; Elisa,
señora Moría; Mariano, señor Muñoz (Don Miguel); Alberto,
señor Gómez de la Viga; Guillermo, señor Delgrás; Ramón,
señor Martínez; Felipe, señor Canales.
PERSONAJES
Mariano.
Isabel.
Alberto. \ u- i \t .
Mar'a"o-
Guillermo. / H>>os de

Elisa.
Ramón.— Criado.
Felipe.— Criado.

La acción en Madrid.
Epoca moderna.
Por derecha e izquierda, la del actor.
ACTO PRIMERO

El miimo daño. :*
de confianza, amueblada elegantemente. Una puerta
SalIta
grande en el fondo, por la que se ve un salón lujoso y
severo. Otra, pequeña, a la derecha. Entre dos butacas alar
gadas, comodísimas, una mesilla llena de ilustraciones y pe
riódicos. Es por la mañana.

ESCENA PRIMERA
Ramón y Felipe, entran por la puerta del fondo, lle
vando un espejo de Venecia con marco de plata re
pujada.

Ramón. — ¡Cuidado!... ¡Pesa como un de


monio!... ¡Suelta!... Bueno..., así... (Dejan
do el espejo, que arriman contra un mueble.)
Yo no sirvo para fatigarme.
Felipe. — Ni nadie. La buena vida, es lo
único que se saca de este mundo, Ramón.
Ramón. — Siempre he creído lo mismo, Fe
lipe.
Felipe. — Aquí, por fin, lo dejamos ayer
todo, arreglado y listo. El espejo, es lo últi
mo que faltaba ya subir.
Ramón. — A Dios, gracias. Estos trastornos
«79
EL MISMO DAÑO
y arreglos de casa, los pagamos nosotros, que
somos a los que menos importan.
Felipe.— Ya nos hemos vengado, rompien
do varios cachivaches. Total, unas cuantas
pesetas hechas polvo.
Ramón. — Te habrás vengado tú..., porque a
mí, no me remuerde la conciencia de haber
roto nada ex profeso.
Felipe. — Ni a mí, pero si fuera nuestro...
Ramón. — Si fuera nuestro, no serviríamos.
Felipe. —También es verdad...
Ramón. — Pues digo si hay cosas de precio.
¡
Y de una fragilidad ; pone uno las manos
!

en ellas, y clic, ya se están quejando.


Felipe. — Yo no sé cómo cabe aquí todo.
El piso de abajo lo hemos dejado casi vacío.
Y cuando llegue el señor, muebles nuevos...
¡Otro mareo!..., y bajaremos la
subiremos
escalera cien veces. Durante unos días, adiós
paseos. Ahora que necesitaba mis tardes, más
que nunca.
Ramón. —Tú tal vez quedes libre. A fe que
sobra aquí gente ; pero yo, que paso al ser
vicio del señor, no me escapo.
Felipe. — Siempre es un inconveniente co
nocer caras nuevas. ¡ Quién sabe cómo será
la señora esa, que se nos cuela aquí !
Ramón. — Que sea como quiera. Yo no voy
a buscar simpatías, sirviendo'..., mientras cai
gan horas libres y medios de... de...
Felipe. — Entendido, hombre, entendido.
■ 8o
ACTO I ESCENA I
Pues con el señor, por ese lado, no se está
mal, tiene sus prontos, pero...
Ramón. — ¡ Quién no tiene sus peros !
Felipe. — ¡ Ah, claro!... Y mira, tú, que
también es ocurrencia casarse, teniendo dos
hijos hombres y sus años... Porque, ¿ya debe
ser viejo?
Ramón. — Natural, sólo que no lo parece...
Felipe. — ¡ Casarse disponiendo de tanto di
nero!... Si lo que sobran son mujeres... Con
la bolsa del amo..., un harén tenía yo.
Ramón. — Yo medio..., con eso me basta
ba, y aun así, no podría con la favorita.
Felipe.— ¡ Qué favorita, hombre ! ¡ Favori
tas !

Ramón. — Cuando tengas mis años, ya te


irás convenciendo de que con media mujer
sobra.
Felipe. — ¡ Ca, hombre !
¡
Tu todo lo com
pones con mitades. Yo necesito...
Ramón. — Lo que necesitaba yo, cuando era
como tú... Y vamos con esto. Anda, levanta.
Felipe. — Levanto..., ap..., va.
Ramón. — Vaaa. (Llevan ambos el espejo
hacia la puerta de la derecha.)

181
EL MISMO DAÑO

ESCENA II
Los mismos y Alberto, que entra por la puerta del
fondo.

Alberto. — Ojo...
¡
! Tratadlo con tiento. Es
una lástima lo que habeis destrozado.
Ramón. — Fueron los mozos, señorito.
Alberto. — Bueno..., bueno. Id..., id. .(En
tran los criados, con el espejo, por la puerta
derecha. Alberto, tras ellos, no pasa del
umbral.)
Alberto. (Hablando desde la puerta.) — -
Despacio... No le deis un golpe... No..., no
lo colguéis... Ya dispondrá la señora... De
jadlo arrimado al diván, así... Idos por la otra
puerta.

ESCENA III
Alberto y Guillermo, que entra también, por donde
aquél.

Guillermo. (Lleva traje de montar. Se ex


presa siempre muy fríamente y sin accionar
apenas.) — ¡Hola!... No he querido irme, sin
subir a veros.
Alberto. — ¡ Ya levantado !, ¡ qué milagro !
Guillermo. — Quiero probar un caballo
nuevo. ¿Con quién hablabas?
18?
ACTO I - ESCENA III
Alberto. (Volviendo al centro de la esce

na.) Con esos, que han subido el espejo.
Guillermo. — Aún dura el dichoso trastor
no. En mi piso, no quiero más quincalla.
Alberto. — Lo que es tú para dar hospitali
dad...
Guillermo. — Hospitalidad
¡
amamarra
chos ! Cuidado, que papá compra a veces
unas lindezas. Ha hecho bien en endosarnos
toda la vitualla de su casa. Había cosas de un
gusto deplorable.
Alberto — Pocas .
.

Guillermo. — Las necesarias para reírse.


Aún estoy temblando de horror, desde que
enviaste a mi entresuelo la escribanía aque
lla... Toda una alegoría disparatada, dé pla
ta maciza. La he mandado al cuarto de los
baúles.
Alberto. — Elisa creyó que dándotela...
Guillermo.— Me hacía un favor, ¿eh? De
sobra sabía ella que no. Tu mujer es aficio
nada a las venganzas calladas. Está llena de
hipocresía, y tiene el carácter algo triste, pero'
se lo perdono, porque posee el sentido de la
elegancia. Si no es por ella, todavía está aquí,
embelleciéndoos la estancia, aquel reloj es
pantoso, que compró papá el año pasado.
Alberto. — ¡ Aún te acuerdas !
Guillermo. — Te pusiste furioso conmigo!
porque me reí... Tu mujer me dió la razón
'
quitándolo,
EL MISMO DAÑO
Alberto. — Por
no oirte.
Guillermo.— Porque tiene buen gusto. No
en balde viene de rancia estirpe. El instinto
se hereda.
Alberto. — Verías tú de qué nos servían la
estirpe y el marquesado de Elisa, si no fuera
por la fortuna de papá.
Guillermo. — ¡ Y vuelta con papá ! Tienes
por él una adoración fetichista.
Alberto. — Las escribanías y los relojes de
mal gusto, adquiridos por compromiso, no
bastan para desacreditar a un hombre. Cual
quiera que te oyese, se figuraría que papá es
un señor pintoresco.
Guillermo. — Lo será, vaya si lo será. Tie
ne hace ya tiempo presentada la candida
tura, y ahora se la están admitiendo. (Sién
tase junto a la mesilla, revolviendo periódi
cos.)
Alberto. — Eres insoportable. A todo po
nes comentarios y burla.
Guillermo. (Encendiendo calmosamente
un pitillo y recostándose en la butaca.) — Me
preguntas... Te contesto.
Alberto. — Hiriendo.
Guillermo. — Hiere tú.
Alberto. — Gracias, no sirvo para eso.
Guillermo. — Es un mal para ti. La falta
de espíritu crítico, te hará cometer muchas
majaderías.
Alberto, —Y
ti,

a la sobra de espíritu crí


1*4
ACTO I ESCENA III
tico, te hará ser en todas partes un individuo
molesto.
Guillermo. — Pero útil.
Alberto. —Te equivocas, inútil. Tu juicio,
no nos ha servido nunca para nada. Es una
prenda más en tu tocado de dandy, suponien
do que seas dandy legítimo.
Guillermo.— Resumiendo. Que te parecen
muy bien las tonterías de papá. Y de la úl
tima, no hablemos. Casarse a sus años, con
una viuda joven, probablemente corrida, de
seguro coqueta...
Alberto. — Parézcame bien o mal, ya está
hecho. Ni tú ni yo, podemos exigir cuentas
a nuestro padre. Nuestra existencia, nuestra
fortuna, todo es alma, conquista suya.
Guillermo. — ¿Y qué? Eso no excusa...
Alberto. — No hay nada que excusar. Papá
lleva tan bien sus cincuenta y dos años, que
apenas si representa cuarenta. Está lleno de
energía. Es un hombre de temple extraordi
nario. Además, sin proponérselo, es simpati
quísimo a todo el mundo. Puede perfecta
mente interesar todavía por sí mismo a una
mujer. A mí tampoco me place la nueva, pero
cuando papá se ha casado, será con su cuen
ta y razón. Su inteligencia no ha flaqueado
nunca hasta ahora.
Guillermo. — Hasta ahora. Tú lo has di
cho.
Alberto, — Continúas entendiéndolo todo,
185
EL MISMO DAÑO
con tu mala fe acostumbrada. Mi hasta aho
ra, no tiene la intención que deseas.
Guillermo. — Yo no deseo nada. ¿Te ale
gra una madrastra inesperada y desconocida ?
Allá tú.
Alberto. — No me alegro. Razono. Ella es
rica también. Debe de ser discreta, cuando
papá la mete en casa. Dicen que es hermosí
sima.
Guillermo. — ¿Dicen?... ¿Quién lo dice?...
¿Papá?...
Alberto. — Me
parece el mejor testimonio,
dado su interés en el asunto, su sagacidad y
sus luces.
Guillermo. — Todo eso se pierde fácilmen
te, cuando se hacen disparates. Ni siquiera
sabemos el nombre ni la familia de esa seño
ra. Sólo nos dice papá, primero, me caso.
Después, me he casado con una viuda rica y
hermosísima, que es como no decir nada. Me
escaman tan pocas explicaciones.
Alberto. — Papá no acostumbra a darlas
de sus actos, y hace muy bien.
Guillermo. — Y yo hago muy bien en pen
sar de esos actos lo que guste.
Alberto. — Sin fundamento, como casi
siempre.
Guillermo. — ¿ Vas también a defender esas
originalidades intolerables? Las extravagan
cias de papá son un peligro.
Alberto.— En este caso, si alguien péli
m
ACTO I ESCENA III
gra es él, no nosotros, que hace tiempo somos
independientes y vivimos por nuestra cuen
ta. Estando muy juntos, no hacemos' vida co
mún. Cada cual tiene su piso en esta casa. No
podemos temer madrastra. Más vale que haya
papá tomado mujer distinguida y de fortuna.
Del mal, el menos. Peor hubiera sido otra
clase de aventura.
Guillermo. (Hojeando una Ilustración y
chupando el cigarrillo.) — Bueno... Estos es
cotes en punta, que se ponen ahora las ingle
sas, no tienen gracia..., son demasiado geo
métricos.
Alberto. — No hablábamos de escotes, pre
cisamente.
Guillermo. (Dejando calmosamente el pe
riódico sobre la mesa y cruzando las pier

nas.) Eres tan fastidioso perorando. Los
párrafos largos me aburren.
Alberto. — Más me aburres tú y te aguan
to... ¿No te ibas a paseo?
Guillermo. — Más tarde. He mandado en
sillar para las once el caballo nuevo. Tres
cuartos de sangre. Gran alzada. Buena com^
pra, no como la que hicistes tú de aquellos
automóviles, que hubo que cambiar en se
guida.
Alberto. — Haberte encargado tú, que no
tienes nada que hacer.
Guillermo. — ¿ La vas a emprender ahora
con el noble trabajo?... ¿Y tu mujer?
.87
EL MISMO DAÑO
Alberto. — Buena, gracias.
Guillermo. — ¿No está en casa?
Alberto. — Creo que sí. ¿Querías algo?
Guillermo. — Saludarla... Es lo mejor de la
familia. Ahora tendrá compañía. Una suegra
joven, educada en Norte América, pasada
por España, y ciudadana del Perú... ¿Vas
hoy también a la estación ? Será el cuarto
chasco.
Alberto. — Mientras no te los lleves tú...
Guillermo. — Esa es otra. Vuestras idas a
la estación. ¿No es el deseo de papá presen
tarse inesperadamente..., sin avisar?
Alberto. — Mira, yo no puedo estarme de
charla toda la mañana. Tengo ocupaciones.
Guillermo. — ¿A pesar de ser fiesta?...
Por mí haz lo que gustes... Tal vez lleguen
hoy.
Alberto. — Es posible.
Guillermo. — Será bonito. Una escena pa
tética. Papá presentándose con una dama, a
la que deberemos llamar ¡ mamá ! . . . El col
mo de lo ridículo.
Alberto. — El colmo de lo ridículo es es
tarlo mentando y temiendo siempre.
Guillermo. — Abomino las torpezas. El
matrimonio de papá, es una de ellas.
Alberto. — ¿Y quién eres tú para juzgar
la ? ¿ Cabe un hombre como papá en tu ca
beza? Un hombre complicadísimo, que supo
dominarlo todo..., que hizo y deshizo fortu
ACTO I - ESC EN A III
ñas..., que llevó siempre una vida llena de
luchas, de pasiones.
Guillermo. — ¡De pasiones !... Detesto el
sentimentalismo de ópera italiana.
Alberto. — ¡ De modo que para

ti,
los sen
timientos son arias de ópera

!
Guillermo. — Mal entendidos, sí.
Alberto. — Y eres tú, el que los entien
¿
des bien Comopudieras hablar de lo que
si
?

no comprenderás nunca.

y ;.
Guillermo, — Continúas sermoneando es
inútil, no me has de convencer. En mi fami
lia...
Alberto. — ¡En tu familia!... ¿Eres tú ca
paz de saber qué es familia?
Guillermo. — Más que tú. Yo me preocu
po de ella, porque lleva mi nombre. Es un
lazo forzoso, un grupo, de cuyo brillo o in
felicidad, no tenemos más remedio que par
ticipar los que la componemos, sin derecho
de elección. La da el sino, así como las for
tunas.
Alberto.— Pues tú debes dar muchas gra
cias al sino.
Guillermo. — Eso es..., chilla ahora... Qué
modo de hablar de accionar descompasa
y

damente, como la gentecilla ordinaria.


Alberto. — Oye... Puedes ahorrarte una tu
tela, que nadie te pide. Es un sistema, pe
sadísimo, estar siempre poniendo peros. Yo
siento matrimonio de papá. Tú, no. Eres
el

189
ÉL M l S M O DAÑO
incapaz de sentir de veras nada. Te sirves y
servirás de ese matrimonio, como de todo,
para mortificar, con importunidades y alfile
razos, porque a más no alcanzas. Si todos
estuvieran hechos como tú, sin cualidades de
hombre, sin sensibilidad, sin pasión, no exis
tiría el mundo.
Guillermo. — Sí existiría, pero de otro mo
do más conveniente.
Alberto. — Qué mundo
¡
más aburrido sería !

Guillermo. — Para mí, no. Si yo pudiera,


suprimiría en él muchas cosas.
Alberto. — Es una ventaja para el mundo,
que no puedas.
Guillermo. — Y una desgracia para mí.
Alberto. — Lo más triste, Guillermo, es que
hay más verdad en tus palabras de lo que pa
rece. En tus veinticuatro años de vida, nunca
te conocí afectos, ilusiones nobles.
Guillermo. — ¡Afectos!... ¡Ilusiones no
bles ! El hombre suele disculpar sus debilida
des con palabras bonitas. Cada uno, quiere
a su modo.
Alberto. — Menos mal que tu cinismo no
te da lugar a ocultar tu pensamiento.
Guillermo. — Con los de casa, me tomo
pocas veces ese trabajo. No vale la pena de
ahorrar aquí molestias a nadie.
Alberto. — Gracias, por la parte que me
toca.
Guillermo. — No hay de que...
1()0
ACTO I - B S C E N A IV

ESCENA IV
Los mismos y Elisa por el fondo,
con traje de calle
y sombrero puesto.

Elisa. — Ah!... ¿Estáis ahí?


¡

Guillermo. (Dejando su asiento y yendo


a saludarla.)
— Hola, doña Elisa ! ¿ De ca
¡

llejeo ?
Alberto. — ¿ Sales ?
Elisa. — Voy a misa.
Guillermo. — Santifícate. He preguntado
por ti. Creí que íbais hoy también a la esta
ción.
Elisa. — Ya no hay tiempo.
Alberto. — Volveremos a ir mañana. Hoy
domingo, no es fácil que lleguen.
Guillermo. — No veo la razón...
Elisa. — Tendría gracia que se presentaran
hoy. Tres días hemos ido a la estación, y
nada.
Guillermo.• — ¿Y por qué habeis ido? Lo
mejor es darles gusto, y puesto que desean
presentarse de improviso...
Elisa. —También ocurrencia. Vuestro
es
padre es algo excéntrico. Cuando pienso que
aún no hace ocho meses que salió para Amé
rica, y casi de repente, nos anuncia el ma
trimonio, y a poco su llegada para un día de
estos...
191
EL MISMO DAÑO
Guillermo. (Volviendo a sentarse junto a
la mesita.) — Salvo descarrilamiento.
Elisa. — Qué cosas se te ocurren.
Alberto. — Mi hermano, es así ; inevita
ble.
Elisa. — ¿Continúa maldiciente?
Guillermo. — ¿Maldiciente?... No es esa
la palabra.
Elisa. — No puedes disimular la satisfac
ción...
Guillermo. — Mira, Elisa... Tú tienes mu
chas cualidades, pero irónica, pobrecilla, no
eres.
Alberto. — A Dios, gracias. Ya basta con
tigo.
Elisa. — Después de todo, yo no me ex
plico...
Alberto. — Si lo de menos, para Guillep-
mo, es el matrimonio de papá. Mi hermano
ha necesitado toda su vida ser impertinente.
El pobre, cree que eso es humor británico, es
píritu distinguido, y resulta todo lo contra
rio, una falta de humor y de espíritu absolu
tos. Yo salgo. (A su mujer.) ¿ Vienes con
migo?
Guillermo. — No te vayas, Elisa ; quédate
un poco y charlaremos.
Alberto. — Eso es. Quédate, para dar gus
to al señorito un rato.
Guillermo. —Tú puedes irte. No haces
falta.
192
ACTO I ESCENA IV
Alberto. — Claro, así podrás destilar vene
no a tus anchas.
Guillermo. — Mientras tú vas por ahí, ha
ciendo la apología de papá a los amigos. No
es bastante que se comente en todo Madrid
el caso. Necesita Alberto, alimentar las bur
las a nuestra costa, riéndole a papá su últi
ma gracia.
Alberto. — Por ahí duele. Este, lo único
que teme, es la gente, lo que dirán.
Guillermo. — ¡ A fe, que papá no es cono
cido en Madrid !
Alberto. — ¿Y qué?
Guillermo. — ¡Y qué!... ¿Oyes, Elisa? Te
convences como tu marido es tonto.
Elisa. — No pelearse, por Dios... Entre her
manos.
Alberto. —Si éste se pelea entre todos. Es
un milagro que se le tolere en el mundo. Solo a
fuerza de...
Elisa. — Basta de eso. Siempre he creído
que Guillermo... exagera en esta cuestión.
Vuestro padre, no puede vivir sin emociones.
No parece un español de estos tiempos. Rea
liza por tercera vez un fortunón en América,
y para descansar, monta aquí un Banco, pro
yecta y emprende mil negocios ; vuelve a
América, se casa, sorprendiéndonos a todos,
sin decirnos siquiera el nombre de su mujer.
Alberto. — Pero, señor, una vez consuma
do el hecho...
El mis*no daño.— 13
EL MISMO DAÑO
a mí me parece bien.
Cuando
Elisa.— 'Si
se tienen el empuje,
la figura, el entendimien*
hacer muchas co
to de tu padre, se pueden
sas, qüe otros a su edad...
edad, tienen me
Guillermo. —Otros a su
tienen más juicio.
nos entendimiento, pero
No será nunca un
Papá es ün ser estrepitoso.
con sus éxi
hombre de buen tono. Enfatuado mercantil, todas
tos y con su cacareado genio indiscutibles, dig
sus ocurrencias le parecen
nas de consagrarse como
una religión..., y
Afortunada
muchas veces asoma el parvenú.
mente, yo tengo otra educación.
Alberto. — De eso," no cabe duda.
Elisa. — Otra vez pelea...

.. ., . ... m
ESCENA V
- -
Los . mismos y Ramón por el fondo.

Ramón. — ¡ Los señores !... ¡


Los señores !...
Acában de llegar...
Elisa. (Yendo hacia la puerta.)— ¿Có
mo?... ¿Qué?
ALBERTO. (Siguiendo a Elisa.)— ¿ Papá?...
¡Los señores! ¡Ya!... ¿Están abajo?

Ramón. Suben, señor...
calmosamen
Guillermo. (Levantándose
idas a la estación, han
te.)'— ¡ Bravo ! Tus día que
servido para que lleguen, el mismo
de mi
dejastes de ir... ¡Oh, la oportunidad
familia! (Va, lentamente, tras Alberto.)
»94
ACTO I ESCENA VI

ESCENA VI
Los mismos y Mariano e Isabel, por el fondo. Ramón,
se aparta a un lado, para dejarlos pasar y luego vase.
Pausa brevísima. Albkrto e Isabel, al verse, repri
men un movimiento de sorpresa., que nadie advierte,
salvo Guillermo.

Mariano. (Abrasando a Alberto.) — Lle


go con suerte. He sabido que estábais aquí,
todos reunidos, y no he querido detenerme en
casa. Tenía unas ganas de veros, de abraza
ros.
Alberto. (Correspondiendo al abrazo.) —
Y yo...
• Mariano. (A Elisa,
abrazándola tam
bién.) — Y tú..., ven acá..., Elisilla... Mira,
Isabel... Mis hijos... Os presento a mi mu
jer... Y tú, Guillermo, acércate, hombre...
Abrázame.
Guillermo. (Abrazando ceremoniosamen
te a su padre.) — ;No os esperábamos hoy. (In
clinase ante Isabel, fríamente. Silencio
corto. Míranse todos un instante, con cierto
embarazo.)
Alberto. (Fijándose enIsabel y con di
simulado sobresalto. Todo rápido.) — ¡Qué
extraño, Dios mío !
Isabel. (También para sí, huyendo la mi
rada de Alberto. ) — Qué coincidencia,
¡ se
ñor !

195
EL MISMO DAÑO
Elisa. — Hemos ido tres días seguidos a la
estación.
Alberto. (Haciendo esfuerzos por aparen
tar naturalidad.) — Sí..., tres días seguidos.
Mariano. — ¿Por qué fuisteis? Ya os dije
que prefería sorprenderos... Tenemos mucho
que hablar..., mucho... ¿No os alegra ver
me?... ¿Qué os parece Isabel?
Elisa. — Digna de usted.
I sabel . — Gracias .
Mariano.—¡ Otro abrazo, Alberto... ! ¡ Otro,
Guillermo... Tú, siempre estirado, frío... Por
!

variar... ¡ Me parece que hace siglos que no os


he visto... He llevado unos meses, que valen
!

por veinte años largos... Ya sabreis..., ya sa


breis. Ahora estoy emocionado... No sé... De
lante de vosotros... siento este cambio de si
tuación..., que espero será en bien de todos.
Traigo una alhaja !

Isabel. — Mariano !
¡

Mariano. — Sí... Sí. Pronto os alegrareis,


¡

como yo, de este aumento inesperado en la


familia... Isabel, es como la luz, todo lo ilu
mina y alegra.
Isabel. — ¡ Pero, Mariano !

Mariano. — ¿Por qué no he de decir lo


que siento? Vosotros me dareis la razón den
tro de algún tiempo... Ya os contaré, ya os
contaré..., en cuanto nos quitemos el polvo
del camino... Esta, quiso hacer su tocado an
tes de presentarse... Las mujeres, siempre
196
ACTO 1 - ES C EN A VI
presumidas, y eso que Isabel no lo necesita.
Es una hermosura, como veis, a prueba de
fatigas. Su cara, de todos modos, luce.
Isabel. — Me estás avergonzando ¡ Yo no sé
dónde meterme !
Alberto. — Decir la verdad, es muy justo.
Mariano. — ¡Por fin, hombre!... Ya era
hora de que hablases..., tú, tan expansivo...
Almorzaremos juntos... Elisa, nos dareis hos
pitalidad.
Elisa. — Contentísimos. . .

Mariano. — Ya he visto que habeis cumpli


do mi deseo, dejándome libre de muebles mi
casa. Isabel, no ha querido desprenderse de
los suyos, magníficos, que sustituirán con
ventaja a los míos... Vereis preciosidades, de
un gusto maravilloso.
Isabel. — No exageres, por Dios, Mariano.
Precisamente estoy encantada de esta casa...,
todo de una elegancia insuperable.
Mariano. — Ahora lo acabarás de ver todo...
Iremos a arreglarnos, ¿ eh ?
Isabel. — Buena falta nos hace el agua...
¡
Dos noches de tren !... Venimos hechos una
lástima.
Mariano.— Elisa nos prestará por hoy su
casa, sólo por hoy... Tú, Guillermo, llama y
di que suban aquí las maletas de mano...
Anda, hombre...
Guillermo. — Iré yo mismo.
Mariano. — Como gustes... Y vuelve en se

197
EL MISMO DAÑO
guida... No seas huraño... , siquiera un día.
Guillermo. — Sí..., sí... (Vase por el sa
lón.)
Mariano. — Hoy deseo expansiones, buen
humor... Prohibido, en todo el día, hablar de
negocios, hablar de otra cosa que no sean in
timidades... Pero, Elisa..., Alberto..., os en
cuentro fríos.
Elisa.— Yo no... La sorpresa.
Alberto. — Eso..., la sorpresa... Ya sabes
lo que te quiero...
Mariano. (Tomándole cariñosamente del
brazo.)
— Lo sé, lo sé.
Isabel. — Comprende, Mariano, que los de
más no están en tu caso.
Mariano. — Ya vereis..., ya vereis, cómo
Isabel rompe aquí en seguida el hielo.
Guillermo. (Volviendo por el salón.)—
Á! instante suben el equipaje. Yo no puedo
almorzar con vosotros, porque recuerdo que
estoy invitado... Compromiso ineludible.
Mariano. — Ahora sales con esas!
¡

Guillermo.— No tengo tiempo de avi


sar, y...
Mariano. — Bueno, hombre, bueno... ¡Ge
nio y figura!... Tú te lo pierdes... Elisilla,
acompáñanos al tocador.
ELisA.^Con mucho gusto... Por aquí...
(Va hacia la puerta derecha.)
Mariano. (Siguiéndola.)— Hasta ahora,
Alberto... Hasta que tú quieras, Guillermo...
198
ACTO I - ESCENA Vil ¿

Al menos vuelve temprano. (A , Isabel.»)


¿ Vienes? .•> ;•.i.,. .

Isabel.— Cuando quieras... (Saludando -con


una inclinación GUILLERMO y de cabeza a
Alberto, que se la devuelven, Ambos, ca
llados, la miran, mientras se va tras ELISA
y Mariano, por la Puerta derecha.)

•.:
.

escena yii :•v'.v*.


..
;

Alberto Guillermo. Luego Mariano, desde• dentro.


y

Guillermo. — Es guapísima..., realmente.


Alberto. — Perfecta
!

Guillermo. — Tanto peor para papá...


¡

(Pausa larga.) Cuando le vio, parece que re


primió un gesto, hasta que iba decir algo,
a
y

se contuvo, a su pesar, por cortedad, por


y

sorpresa,
„•

.
,


,

Alberto. — No
:

he notado nada. (Otra


pausa.)
Guillermo. — ¡Qué silencioso estás !...
Sueñas ?... Vaya una actitud !... No tenías
¿

¿
¡

tantas ganas de madrastra?... ¡Pues ya la


tienes
!

Alberto. (Secamente.) — No tenía ganas


de nada. Tú te lo dices todo.
Guillermo. — Yo lo que hago, es irme.
¡Dios me libre de almuerzos de familia...!
(Va hacia puerta del salón, cerca de ella,
la

se detiene, volviéndose hacia Alberto.)


■99
EL MISMO DAÑO
Oye .., y pon otra cara más digna de las cir
Abur... (Vase despacio.)
cunstancias...

Alberto. (Solo, como ensimismado, pa
sándose la mano por la frente.) — Parece im
posible..., ¡imposible!... (Quédase pensa
tivo.)
Mariano. (Desde dentro.) — Alberto... Al-
bertoo.
Alberto. (Saliendo bruscamente de su
abstracción.). — ¡Qué!... Voy..., voy... (Dirí
gese hacia la puerta derecha.)

FIN DEL ACTO PRIMERO


ACTO SEGUNDO
casa de Mariano. Despacho particular, muy suntuoso.
En Predominan los tonos obscuros. Puerta grande, en el fon
do y una pequeña, a la izquierda, cubierta por tapices de
colores apagados. A la derecha, ante un balcón cerrado, mesa
grande, estilo renacimiento, atestada de libros, papeles, cua
dernos. Obscurece.

ESCENA PRIMERA
Mariano y Ramón.

Mariano. (Escribe unos momentos, senta


do ante la mesa. Luego llama, tocando un
timbre. Pausa corta.)
Ramón. (Por el fondo.)— Señor.
Mariano.— Luz, y si vienen visitas, no re
cibo. . .

Ramón Desea el señor la luz de aceite?


Mariano. — Como siempre. La eléctrica me
daña los ojos. CRamón enciende una lámpara
niquelada, de doble tubo, con pantalla ver
de, y vase. Refleja en la mesa, el claror sua
ve de la luz ¡El resto del despacho, queda en
completa penumbra. Mariano, continúa escri
biendo. Un rato de silencio.) -. . . :

-203
EL MISMO DAÑO

ESCENA II
Mariano y Elisa.

Elisa. (Apareciendo por la puerta del fon



do.) ¿Estorbo? Me ha dicho Ramón que
no recibía usted visitas.
Mariano. — Tú, no eres visita.
Elisa. (Entrando y apoyando las man0s en
la mesa, frente a Mariano.) — Visita soy,..,
pero de las que no respetan consigna. ¿Tiene
usted mucho que hacer?
Mariano.— Acabo. Estoy despachando mi
correspondencia atrasada. La que no puede
confiarse a secretario. Tengo que salir... An
tes pensaba subir a veros... Me alegro de que
hayas venido. Un momento. Siéntate. En se
guida estoy listo.
Elisa. (Sentándose junto a la mesa.) — No
tengo prisa.
Mariano. — Me faltan dos palabras y la fir
ma. Cuestión de unos segundos. (Continúa
escribiendo. Un silencio corto. Mariano relee
la carta y la mete en sobre, que llena rápida
mente.) Terminé...
Elisa. — ¿Isabel?
Mariano. — Salió. No tardará. ¿Y Alberto?
Elisa. — No sé. Estará en su despacho.
Mariano. — ¿ No has notado qué cambio
tan brusco?
204
ACTO II ESCENA II
Elisa. — ¡ Quién no lo nota !

Mariano. — ¿ Estaba así antes de llegar nos


otros ?
Elisa. — No ; estaba normal. Deben de ser
nervios. Otra cosa, no se explica. Será pa
sajero.
Mariano. — Dios lo haga. De todos modos,
te confieso que estoy preocupado. Nunca
he visto a mi hijo así. Me alegro hablar con
tigo, a solas de esto. Tú, eres su mujer. Tú,
puedes saber, adivinar, mucho más que yo.
(Pausa.)
Elisa.
(Bajando los ojos y arreglándose
la falda como distraída.) — No creo que sea
nada grave. De creerlo...
Mariano. — ¿ Qué?
Elisa. — Se lo diría. Tal vez algún disgus
to callado con Guillermo. Siempre pelean.
Mariano. — Guillermo, es el único punto
negro de mi existencia. Me dará disgustos.
Fué un error educarlo lejos, en un colegio de
príncipes. Se ha asimilado lo malo, y ha de
jado lo bueno. Ha adquirido hábitos contra
rios a los nuestros, y cierto delirio de gran
dezas.
Elisa. — Con su fortuna...
Mariano. — Mi fortuna, como todo, tiene su
término. Guillermo, para los negocios es
hombre inútil, no sabe más que amargar la
vida de los que le rodean, con su eterno des
dén y su burlita seca, molesta. Presiento que
205
EL MISMO DAÑO
Isabel, lo tiene atravesado. Sólo tú lo resis
tes.
Elisa. — Yo no. Lo evito.
Mariano. — Dichosa tú. Yo no puedo con
seguirlo. Gracias que tu marido es una com
pensación. Todo lo que diga de Alberto, es
poco. Gran capacidad, gran corazón. Me ape
na mucho, mucho, su tristeza, inmotivada, re
pentina. Hace días que doy vueltas a la ima
ginación, induciendo, inquiriendo... He trata
do de sondearle varias veces, sin resultado.
Pensando, pensando, he llegado a sospe
char. . .

Elisa. ( Vivamente.) — ¿Qué ?


Mariano. — Que...
Elisa. — Acabe, por Dios...
Mariano. — ¿ Sospechas tú también. . . ?
Elisa. (Reintegrándose.) — Yo..., yo no
sospecho nada.
Mariano. — Como preguntaste así, tan afa-
nosamente.
Elisa. — Por interés..., por natural curiosi
dad. ¿Qué sospecha usted?
Mariano.— Que no ha perdonado mi matri
monio, y en el fondo odia a Isabel.
Elisa. — ¡Odiarla!..., ¡no! Alberto, es in
capaz de odios inmotivados. Isabel, en los
días que la tratamos, nos ha dejado bonísi
ma impresión. Es tan guapa, tan agradable,
tan cariñosa.
Mariano. — Es una mujer excepcional. Yá
706
ACTO II ESCENA II
os ireis convenciendo. De otro modo, ¿cómo
iba yo a casarme ? No he notado hasta ahora,
la menor flaqueza en mi voluntad, ni en mi
ánimo.
Elisa. — Y lo que tardará en notarla. Es us
ted todavía joven y de la gran raza. Otro ser
excepcional.
Mariano. — No tanto. Aquí envejecen mu
chos a fuerza de enmohecerse, de no emplear
se en nada. La ociosidad, contra lo que pa
rece, consume más que el justo empleo de
nuestras actividades instintivas.
Elisa. — Sí, para los que tienen esos instin
tos, como usted y Alberto.
Mariano.— Todos los tienen, si saben des
pertárselos.
Elisa. — Pues Guillermo...
Mariano. — A Guillermo, en cuanto me lo
proponga..., concluiré por dominarlo. Soy yo
el más fuerte. Acabaré con su ociosidad in
útil y con esa influencia de colegio aristocrá
tico.
Elisa. — No debe ser el colegio,debe ser la
naturaleza. Alberto estuvo también en ese co
legio.
Mariano. — Alberto es un hombre comple
to. Por
eso me sorprende y preocupa tanto su
cambio de humor, más propio de mujercilla
enfermiza que de hombre viril y mozo. He
rogado a Isabel, que ponga en juego sus ad
mirables cualidades de atracción, para hacér
1ÓJ
EL MISMO DAÑO
sele simpática. A

ti,
no te digo nada, porque
tú eres la dulzura en persona.
Elisa. — Usted siempre amable. Yo espero
que Alberto, volverá pronto, su alegría acos

a
tumbrada.
Mariano. — Así es natural que sea, así

y
será, o poco he de poder yo. Y lo más triste
del caso, es que empiezo notar también en

a
Isabel, cierta preocupación por lo que sucede.
La pobre, llega a una casa nueva, conoce una
familia, que no es la suya.

ESCENA III
Los mismos Isabel, por fondo. Viene de la calle.
el
e

Isabel. — Buenas noches.


Elisa. — Hola Buenas noches.
!

Mariano. — ¿Ya de vuelta?


¡

Isabel. — Ya lo ves... Y qué poca luz.


Conspirabais
?
¿

Mariano. — Calla, es verdad. Te he tenido


casi a obscuras, Elisa.
Elisa. — Es igual. A mí no me disgusta es
ta claridad tenue.
Isabel. — Yo prefiero luz.
Mariano. — Pues poco cuesta darla.
Isabel. (Abre todas las llaves. Ilumínase
vivamente despacho. Queda encendida la
el

lámpara de aceite.)
— ¿Interrumpo alguna
conversación reservada
?

soS
ACTO II - ESCENA VI V
Mariano. —Para

ti,
no tengo yo secretos.
Hablábamos de Alberto.
Isabel. — ¿Qué pasa? ¿Ocurre algo?

le
Mariano. — Lo de siempre. Esa tristeza pro
funda, alarmante, inexplicable.
Isabel. — Debe ser cansancio. Lleváis una
vida de continua agitación.
Elisa. — A eso lo atribuyo también. Ner
vios.
Mariano.— Sí, eso me decía Elisa, mien

y
tras no demos con otra explicación mejor...
Isabel. — Tal vez tenga la culpa... mi llega
da, de la causticidad de Guillermo... de la...

y
de la... .
Elisa.— Nada de eso...
Mariano. — Lo de Guillermo, ya te advertí,
que era crónico... En cuanto Alberto, sería
absurdo suponer...
Elisa. — Y tan absurdo... Precisamente
.

el
'
otro día, me habló cariñosamente dei.v
'
-

Isabel. — De mí...
?,

..,

Elisa. — Sí.
¿

Isabel. — ¿Ya? No hay tiempo. Es muy


pronto todavía para inspirar cariño.
Elisa,— ^Simpatía fuerte, primer desde
el

momento, la hemos sentido todos. Guillermo


no cuenta. Siempre ha sido especialidad su
ya,' decir cosas desagradables a todo mundo.
el

Mariano. — Le da por creerse un ser supe


rior. Ha viajado, ha visto unos cuantos mu
seos, ha leído unos cuantos libros raros, ha
El mismo daño. — 14
EL MISMO DAÑO
tenido dos o tres amigos, de la alta sociedad
inglesa, y se ha desvanecido con grandezas
postizas.
Elisa. — Yo voy a salir un momento antes
de comer. Recuerdo que...
Mariano. — ¿Comereis aquí?
Elisa. — No. Hoy comeremos nosotros más
temprano. Alberto, me dijo que esta noche iba
con un amigo suyo, recién llegado.
Mariano.— Sí..., ya sé. El hijo del cón
sul..., fueron condiscípulos. Eso tal vez le sir
va dé expansión.
Isabel. — Nosotros podremos ir luego, con
Elisa al teatro... .
Elisa. — Ya veremos. No tengo plan para
ésta noche. . . Hasta luego.
Mariano. — Dile a Alberto, que no se vaya
sin verme. Bajad juntos después.
ElIsa.— Sí..., sí. Adiós. (Besa a Isabel.)
Mariano. (Dejando su asiento.) — Hasta
ahora. (Acompaña a Elisa, hasta la puerta.)

ESCENA IV
Mariano e Isabel. Después, Ramón.

Mariano. — ¿Vienes de compras?


Isabel. (Quitándose el sombrero, que deja
en una silla.) — No, de visitas.
Mariano. — ¿Qué te va pareciendo Madrid?

Isabel. —^Muy bien. Un trato agradabilísi
mo
ACTO II - ESCENA IV
mo, llano, expansivo. Ya sabes que hace
tiempo, viví aquí, un año. No es para mí
nuevo.
Mariano. — Sí, ya sé. ¿ Eres feliz ? ¿ Te abu
rres ? ¿ Deseas algo ? ¿ Te gusta esta vida ?
Isabel. — Sí..., si trabajaras y te preocupa
ras menos.
Mariano. — Si trabajara menos, envejece
ría. Necesito, como un vicio, cierta clase de
emociones, cierta agitación... Un continuo
renovar ambiciones y objetivos de vida acti
va. En los ratos de tregua, después de haber
luchado y dominado hombres y cosas..., tu
cariño, tu hermosura, se realzan, se agran
dan..., parece que los veo mejor, que percibo
el resplandor inexplicable de lo que te ro
dea, de lo que dices, de lo que piensas...
Isabel. — Pues estos días...
Mariano. — Compréndelos y excúsame. Al
berto es mi sucesor..., la continuación de la
casa... Casi un reflejo mío. ¿No irás a tener
celos de mi hijo ?
Isabel. — ¿A quién se le ocurre?... ¡Por
Dios ! Yo también empiezo a inquietarme...
¿ Qué te ha dicho Elisa ?
Mariano. — Nada... Vaguedades.
Isabel. — Tal vez sepa y oculte...
Mariano. — ¿Y por qué había de ocultar?...
Es una criatura celestial, de una finura, de
una delicadeza... Nunca la vi alterarse... No
es alegre, pero es cordial. Tiene un talento
2 II
EL MISMO DAÑO
rarísimo, para encauzarlo y suavizarlo todo...
De soltera, debió padecer mucho, sola con su
padre, un aristócrata arruinado, seco, egoís
ta/regañón... El dolor la ha hecho mujer...
Es una felicidad negativa para mi hijo. Como
la salud, no se sabe lo que es Elisa, hasta que
se pierde. Convendría que Alberto se sepa
rase de ella, una temporada, para que volvie
se a ver lo que vale.
Isabel. — No veo la conveniencia. Se quie
ren mucho. No necesitan más estímulos para
ser dichosos. Verdaderamente, Elisa, es una
criatura angelical y muy hermosa.
Mariano. — Es una justicia, que sólo pue
den hacer a sus semejantes, las mujeres como
tú, opulentas de todos los dones.
Ramón. (Entra con una bandeja en la ma
no.) — Señor..., han traído esta carta.
Mariano. — Dame... (Tomando la carta.)
¿ Esperan ?
Ramón. — Sí, señor.
Mariano. (Pasando los ojos por el escri
to.) — Di que está bien... Y que ya sabe a qué
horas se puede ver en el despacho...
me
Aguarda. Estas cartas al correo... (Dándo
selas. Ramón saluda y vase.)
Isabel. — ¿Sales?
Mariano. — Un rato, antes de comer... Me
citó uno en el Casino. Me conviene verle...
Volveré pronto. Comeremos dentro de media
hora, si quieres.
312
ACTO II - ESC EN A V

Isabel. — Bueno, y si pudiera ser solos...


Mariano. — Saldré yo ganando. No traeré
convidados. Yo también gusto de las comidas
íntimas y expansiones gratísimas... Si no
fuera por ese endiablado humor de Alberto,
la felicidad, en la tierra, se hubiera cumplido
en mí. (Mirándola amorosamente.) Adiós.
(La besa.)
Isabel. — Te espero pronto.
Mariano. — Dentro de media hora, he di
cho que podemos comer, si quieres...
Isabel. — A ver si eres puntual. Yq, mien
tras vienes, voy a leer un rato en nuestro
cuarto. (Señalando con el gesto la puertecilla
de la izquierda.) Adiós. (Acompáñalo hasta
la puerta del fondo, viéndolo alejarse, y salu
dándolo con la mano.)

ESCENA V
Isabel y Alberto. Luego, Ramón. Vuelve Isabel al
centro de la escena. Anda despacio, como vacilante.
Su cara ha cambiado bruscamente, revelando angus
tia, sobresalto, tormento. Un rato largo de silencio.

Isabel. (Yendo hacia la izquierda.) —


No..., no..., sería espantoso. No..., no.
Alberto. (Por la puerta del fondo. Al ver
a Isabel, se detiene.)
— ¡Ah...!
Isabel.(Parándose, como asustada.)

¡Usted...! Usted... ¡Alberto!
¿Í3
EL MISMO DAÑO
Alberto. (Sin pasar del quicio de la puer
ta,)— -¿Papá?
Isabel. — Ha salido... De venir un momen
to antes, le encuentra...
Alberto. — ¿Sola?
Isabel.— Sí..., sola. (Pausa.)
Alberto. — No dijo papá... (Quedándose
como cortado, sin concluir la frase.)
Isabel. — Dijo que volvería dentro de media
hora... Se fué preocupado por usted.
Alberto.— Yo quisiera..., quisiera...
Isabel. — Yo también quisiera que hablára
mos de una vez. La primera y la última.
Alberto. — La primera..., no. (Entrando
en el despacho.) La última, quizá.
Isabel.— ¡ Qué tono I. . ., ¡ qué palidez . . .
!

¡Qué ojos!... ¡Alberto!


Alberto. — No todos pueden dejar de sen
tir a su voluntad como...
Isabel. — ...¿Cómo yo?,.. ¿Verdad?
Alberto.— Sí..., como usted.
Isabel.-^-¡ Dios mío, dadme fuerzas !
Alberto. — Las que a mí me faltan, a usted
le sobran, no necesita pedírselas a Dios.
Isabel. — Alberto, ese lenguaje... Con qué
derecho, con qué fundamento... .: -;
Alberto. — No se trata de derechos, Eri
cuanto al fundamento..., Isabel... ¿Se perdió
todo en su memoria.., ? ¿Lo que fué para mí,
impresión eterna de vida y tal vez de muer
te..., fué sólo un episodio de viaje para usted?
ACTO 11 ESCENA V

Isabel. — No olvide dónde estamos,.., lo


que nos debemos.
Alberto. — No sé cómo no han conocido
todos... Cómo no ha caído sobre mí ya esta
existencia de ideas fijas, que consumen, de
cosas que vuelven... Cuando entró usted, con
papá en casa, hace diez días, se detuvo mi
sangre en las venas. Usted, en cambio, qué
admirable serenidad..., qué envidiable indi
ferencia.
Isabel. — ¡Indiferencia!... ¡Qué suerte se
ría ! ¡ Dios me la diera !
Alberto. — Es igual... Yo me iré lejos...
Esta casa..., todo aquí, es para mí insufri
ble... Sólo veo revivir aquel encuentro pa
sado, aquella ilusión fuerte..., aquel mo
mento...
Isabel. — No, Alberto..., no es aquel mo
mento..., no es el recuerdo... Es otra fatali
dad mayor, espantable... Yo también me
siento poseída, llena de usted.
Alberto. (Acercándosele.)—] Isabel !

Isabel. — No..., no se acerqueusted..., no


se acerque usted. ¿Qué ha habido entre nos
otros dos?... Nada..., palabras cortas.-. No
basta eso, para lo que ahora sucede.
Alberto. — Pues para mí sobra..., sobra.
Isabel. — Alberto..., tengo miedo... Por
Dios, cálmese, modérese..., piense...
Alberto. — Cuanto más pienso, más gran
de es mi daño..., más dé usted es mf alma;.

«5
EL M I S M O DAÑO
Isabel. — Por su vida, por su mujer, por
su padre. . -..;¡- ¡

Alberto.— Piense
lo que será usted para
mí, cuando todo eso, con• ser tanto, se hun
de como si no existiera, más que para atorv.
mentarme( . ...

, , ...
Isabel. — ¡Calle! Puede venir alguien... .r
oírlo. . . desfallezco ! . . . ¡ Yo también sien
¡ Yo
to caer sobre mí, esta vida de ansias que ahor
ganl
- .ALBERTO.ir-Pues nadie lo diría. ¡Qué bien
ha disimulado usted!... Sus ojos reflejaron
u na indiferencia glacial ... Su voz no se ha
alterado. .„ ,Su: cara, no se bajó nunca cern
fusa. : :

Isabel.— rNo hay en mí falta.


Alberto.— Tampoco en mí, pero hay
pensamiento,! -: . .
... i
.
;

Isabel. — Inevitable. ,

. Alberto.— Por eso es más terrible, ;

Isabel. — Y más urgente que concluya.


Alberto.—,; No ha dicho usted que fera
inevitable? » .•
Isabel. —Que cada cual sufra el suyo, sin
avivar el ajeno... ¿ Usted ha medido siquiera,
Alberto, ha medido, adónde puede llevarnos
esta situación? i :
-
:•• .


Alberto. Yo no la he buscado.
Isabel. — ¿La he buscado yo, acaso?... Si
pudiera destruirse la. memoria... u .

Alberto.— Sería igual, no pudiendo des


ató
ACTO II - ESC EN A V

truir el destino-. Lo que pasó antes, volve


,

ría a pasar ahora.


Isabel. — Alberto... ¿Por


qué entregarse
cobardemente al sentir, cuando tenemos la
vida atada?... Su padre es para mí una de
fensa.
Alberto.— ¿Lo quiere usted?..., ¿quiere
usted a mi padre? (Pausa.) (Isabel, con los
ojos clavados en el suelo, no contesta.) ¿ Lo
quiere usted? Sea feliz con él. Lo merece...
Lo deseo, contra mi deseo. Yo me iré lejos...,
solo...
Isabel.— ¿Por qué solo?... ¿Y su mujer?
Alberto. — No quiero víctimas a mi lado.
Isabel. — ¿ Y lo evita usted dejándola ?
¿Tanto vive en usted un solo incidente de su
vida? • •

Alberto.— ¿ Puedo mandar yo en lo que


siento? ¿ Puede mandar alguien en sus do
lores grandes, en sus atracciones, o en sus
odios?
IsABEL.---Pueden reprimirse, Alberto, en
cauzarse...
Alberto. — Pueden reprimirse..., y pueden
desbordar y dominar y agostar. Cuando se
siente algo vivo, en la propia alma herida,
sólo queda lugar para quejarse... Usted go
bierna en sus entrañas, olvida, quiere a su
antojo... Yo la admiro, y sigo sintiendo el
peso de lo que domino tan torpemente, qué
es preferible no intentarlo.

317
EL MISMO DAÑO
Isabel. — Pues ya que es tan fuerte su sen
tir, par ese sentir, le pido, Alberto..., le
pido...
Alberto. — ¿Que la deje? No necesita pe
dírmelo... Ahora, sí, nos perderemos de vista
para siempre... Sí, para siempre.
Isabel. — Por lo visto, nuestros encuentros
son dolor.
Alberto. — Ahora sólo yo debo decir eso...,
usted, no... ¿Qué necesidad teníamos de co
nocernos, no pudiendo unirnos nunca?
Isabel. — ¡ Más imposible es ahora I
Alberto.— Y más doloroso para mí ese
imposible... Entonces la impresión era re
ciente..., yo no podía prever su incalculable
gravedad... Una señora, joven, desconocida,
que pasa ante mí, como tanta gente... Unos
ojos que alegran los míos, entrándoseme en
el alma, sin yo saberlo..., y el primer día, me
río de mí mismo, y me felicito de ser más
hombre de prácticas que de quimeras, y qui
to importancia a la visión, y creo sólo haber
admirado, como se admira a los veinte años,
una mujer hermosísima..., pero la imagen
persiste..., porque nadie sabe lo que lleva
dentro, hasta que siente sus efectos... Y al
otro día, yo noto que mis miradas ponen
blanca su cara, perfecta y soberbia..., y todo
yo tiemblo..., y la veo a usted, dar el brazo
a un hombre, y alejarse silenciosa por un co
rredor largo y obscuro, que usted aclaraba con
2)8
ACTO II - ES C E N A V

su presencia,.. Pregunto. Nadie la conoce a


usted... . . :r • ; .

Isabel.—Yo también creí sin importancia


aquello, Alberto;, yo también supuse que se
ría impresión momentánea.. , Lo que era na
tural que fuese.
Alberto. — También a veces, lo que llama
mos natural, es lo que no sucede...
Isabel.- — Alberto..., es peligroso que siga
mos hablando...
Alberto. — Yo recuerdo contra mi volun
tad, Isabel. El olvido no está en mí. . ..•.
.. Isabel. —
¿Y cree usted que está en mí...?
¿Escucharía yo esto. ..? ¿ Temblarían mis
manos, mi cuerpo, mi voz....? (Acercándose
le.) ¿No ve usted el espanto en mi cara?...
Alberto. — Isabel
¡
!
-

Isabel.— No, no he olvidado nada, Alber


to, no. Recuerdo, veo aquello, como si estu
viera pasando ahora. Veo casi morir a mi
pobre hermano, y siento la angustia antici
pada de su muerte, en aquella fonda..., y la
misma tarde, cuando sola con él, en el cuar
to, lo veía desfallecer y pedir aire y pedir
vida, que no estaba en mí darle, y llamé y
vino gente y usted también, me entró un de
seo inexplicable de saber de usted, de oir su
voz..., y me avergüenzo en aquel trance, tan
amargo, de pensar en un desconocido, de
sentir una curiosidad creciente, grande, loca,
por í-aber quién era un hombre, al que nada
B19
EL MISMO DAÑO
podía ligarme... Y usted auxilió a mi her
mano. ¡ Y puso usted una dulzura tal en la
voz, y un cuidado tan exquisito en sus ma
nos!... Yo veía que aquello era por mí, to
do; obra de mi presencia.
Alberto. — Sí, sí, lo era... ¡Y de qué mo
do ! Cuando me enteré de que era su herma
no aquel hombre, al que daba usted el brazo,
tuve una alegría infantil... Me pareció tan na
tural como el vivir, que usted y yo nos unié
ramos. No necesitaba saber más... ¡Su aspec
to era de una pureza... ! {¡¡ Y cómo cayeron
sus palabras en mí, cuando me habló usted
de su marido ! ! ! ¡ Qué pena más poco espe
rada y más negra, cuando rehuyó usted para
siempre, conversación más explícita... A los
tres días justos... ¿Recuerda? A salvo, por
el momento su hermano, se despidió usted de
mí... Y tácitamente, sin disimular ya, dejó
usted ir aquellas palabras reveladoras de que
usted también había Sentido. (Pausa.)
Isabel— No fueron sólo palabras, Alber
to... Yo salí de allí, asustáda de mí misma...,
nunca tuve amores de veras..., por falta de
ocasión quizás. Muy joven, me casó mi pa
dre con aquel hombre bueno, por el que nunca
sentí más que una simpatía cordial.
Alberto. — Si me lo hubiera usted dicho,
si no se hubiera usted amparado, para matar
toda mi expansión naciente, en la ceremonio
sa y fría etiqueta de un gran hotel extranje
ra
II - ES CE NA

O
C

V
T
.-1
ro, hubiera sido más franca, más expre

si
siva.
Isabel. — No podía serlo. Lo seguro era
que usted yo, no nos volviéramos a ver

y
más.
Alberto. — Pues ya ve usted, cómo lo se
guro, no se cumple.
Isabel. — Un caso no hace regla. La fatali
dad nadie puede huirla. Un día tuve la debi
lidad de a ver en la pizarra del hotel,

el
ir

nombre de usted, escrito con yeso, en orto


grafía extranjera medio borroso ya. No pu
y

de descifrarlo, me avergoncé de mi curiosi


y

dad inútil. Era mejor no saber nada. Por


eso, cuando después de los cuidados, que ca
sualmente prodigó a mi hermano, me ofre
ció usted su tarjeta, yo no quise tomarla ni
leerla. Se acuerda usted
?

Alberto. — Sí. Me acuerdo. Rehusaba us


¿

ted lo que se acepta de cualquiera.


Isabel. — De cualquiera, de usted, no.

;

Ligarme por unas relaciones era un peligro.


Mi marido era aun joven, tenía mucha vida
y

probable. Darle a usted mi dirección, señas


de mi familia, era darle a usted los medios de
buscarme, de seguirme. Mi hermano, a ins
tancias mías, tuvo una reserva glacial en este
punto.
Alberto. — Cuando papá se casó con usted,
ni nombre nos dijo. Ni un indicio llegó
el

mí, que pudiera alarmarme. Como de costum


221
EL MISMO DAÑO
bre, hizo papá su gusto, sin contar con los
demás, a los que domina, sin que se den
cuenta.
Isabel. — Cierto. A la larga, es imposible
engañarle, Alberto.
Alberto. — Sí; Imposible. Me arrepiento,
con toda mi vida, de dejarme vencer por us
ted entonces, de no haber tenido con usted
más que cortas conversaciones, de pura pa
sión contenida, que no me dejaron lugar para
hablar de mí, ni de los míos. Junto a usted, no
quedaban en mi ánimo más ideas que usted
misma. De no haber sentido aquellas corteda
des de mis veinte años, hoy tal vez...
Isabel. — Hoy tal -vez fuera peor... Tal vez
una gran vergüenza hiciera imposible pensar
en aquello. Yo no podía dejar de ser lo que
he sido siempre... Era demasiado noble lo
que había surgido entre los dos, para man
charlo torpemente... Cuando en la juventud
se ve a un hombre, como yo vi a usted, ese
hombre, no puede ser nunca la aventura de un
día... ¡Era otra cosa lo que yo había sen
tido !
Alberto.—¡ Y yo, Isabel..., y yo !... Yo qui
se seguirla..., pero su mirada..., su voz, toda
usted, me detuvo..., helándome la sangre...
Había una firmeza, una voluntad tan grande
en usted... ¡ Toda esperanza moría ante sü re
solución !
Isabel.— ¡ Y pensar que ahora !
222
ACTO I1 - ES C E NA V
Alberto. — ¡Es terrible! ¡Parece que un
demonio juega con nuestras vidas !

Isabel. — Sí. ¡ Con nuestras vidas (Pausa.)


!

Alberto. — A poco de haberse usted mar


chado, sentí una pena infinita. Al día siguien
te quise enmendar lo hecho, y tomé el mismo
tren que usted. Al llegar a la frontera, fuí a
tres puntos distintos, recorrí todos los hote
les... En ninguno sabían de usted ni de su
hermano.
Isabel. — Fuimos directamente al Havre,
donde nos esperaba mi marido, y nos embar
camos para América.
Alberto. — Avaro de mi recuerdo, a na
die conté mi impresión. Cuatro años después,
accediendo a deseos de papá, me casé con
Elisa... En el año que llevo de casado, la
imagen de usted, sin borrarse..., ¡no podía
borrarse!, se hundió en el... tiempo, como
si fuera de un mundo misterioso y lejano.
En cambio Elisa...
Isabel. — Estuvo bien elegida por el padre
de usted. Es una mujer buena, dulce...
Alberto. — Dulcísima... Todo lo que usted
quiera, pero no fué nunca para mí el amor.
Isabel. — Si yo no hubiera vuelto a verle,
lo hubiera sido. Tiene condiciones para apo
derarse de un hombre.
Alberto.— Sí..., ¡ pero mi alma es de usted !
Isabel. — ¡ Todo esto parece una alucina
ción !

233
EL MISMO DAÑO
Alberto. — ¡ Una alucinación que Dios ha
querido que sea verdad... !
Isabel. — Cuando una desgracia arre
me
bató a mi marido, no pensé volverme a ca
sar. Mi fortuna, me hacía independiente, pe»
ro mi soledad era un peligro, dados mis po
cos años. Por desgracia, no conocí ningún
hombre que hiciera en mí la menor impresión
seria... Pensar en usted, era una quimera...
] Quién
sabía dónde estaría usted, pero su re
cuerdo, tampoco podía perderse en mí... De
pronto, se presentó su padre de usted, prece
dido de una fama casi novelesca, de talento
y de riqueza... Le conocí y me recordó mis
años en España, ¡toda mi niñez!..., y algo
inexplicable..., que debía ser usted.
Alberto. — Isabel !

Isabel. — Yo no sé
¡

si me enamoré,
pero
sentí por él, interés vivo... Halagaba vanida
des de mujer..., y por ahí caemos muchas...
Nuestro matrimonio, casi se improvisó..., ya
conoce usted a su padre.
Alberto. — No siga usted, Isabel..., no si
ga... Me hace daño todo esto... Siento en mí,
como una tentación invencible... Está usted
en mi sangre... En todo yo, la veo mía...,
mía..., y el riesgo del deseo, lejos de calmar
aviva, aviva locamente...
Isabel. — Calle ! .

Alberto. — ¡No puedo


¡

(Acercándosele.
!

Pausa.) Isabel, si yo le dijera..., le dijera...


224
ACTO 11 - ESCENA V
Isabel. — Por piedad..., calle..., váyase.
Alberto. — Sé todo lo que nos separa..., mo
ral..., deber...
Isabel. — ¿Deber?... ¡Si fuera sólo de
ber!... Nos separa..., Alberto,
algo más
fuerte. Su padre, no es un
deber... ; su mu
jer, no es un deber..., son
vida... ¡Vida! ;
dos seres buenos, cuya
existencia pesaría en
nosotros, por encima de todo.
Alberto. — Que pese... ¡No importa!...
arrostro iras, maldiciones...
Yo
por un momento tuyo de
¡¡Doy la vida,
amor ! ! (Intenta
abrazarla.)
Isabel. (Huyendo, casi
despavorida.) —
¡No, Alberto..., no! No quiero
ca de usted desmayaría, saberlo. Cer
y para que eso no
suceda (Reintegrándose
ra que sea imposible, enérgicamente), pa
para que cese esta an
gustia de infierno...
Alberto. — ¿Qué?... ¡Me espanta
ojos miran a veces de un ! Sus
modo terrible, ¡'on
una fiereza que..., que...
Isabel. — ¡ No debemos hablarnos
más, ver
nos más ! ¿ Entiende
usted ? ¿ Entiende us
ted?
Alberto. — Isabel !
Isabel. — ¡Nunca
¡

más!..., ¡nunca más!


Sería una perdición la
¡
cobardía !... ¡ Hay ca
minos, Alberto, que una vez
pueden ya desandarse ! empezados, no
( Va hacia la puerta
y llama.) Ramón...
Ramón...
El mis* o daño. — 15
2 2^
ÉL MISMO DAÑO
Alberto. — ¿ Qué hace usted ?... ¡
Isabel !

Isabel. (Sigue llamando, sin apartarse de


la fuerta.) — Ramón... Ramón.. ,.:

. ,
... . ESCENA VI

! i Los mismos y Ramón. Luego, Mariano.

Ramón. — Señora.
Isabel. — ¿El señor?
Ramón. — En este momento, acaba de lle
gar.
Isabel. — Dígale usted, que venga inmedia
tamente. (Vase Ramón.)
Alberto. (Ansioso, a Isabel.,) — ¿Qué in
tenta usted?... Piense...
Mariano. (Por el fondo.) — ¿Qué pasa?...
Os creí en el comedor. ¿ Por qué ese recado
tan apremiante ? Pero... ¿ Qué es esto?... ¡ Al
berto ! . .. ¡ Isabel !

Isabel. (LlevandoMariano, junto a la a


puerta pequeña de la izquierda.) — Mariano...,
quiero hablarte a solas..» Ahora mismo... A
solas..., a solas... .;.
Mariano. — ¿Pero ese tono?... ¿Esas c&-
ras?... Alberto... ¿ Por qué bajas la mira
da?... ¿Tienes miedo a tu padre? -

. Isabel. — No preguntes, ¿ No te .-he. dicho


que quiero hablarte? :. =. :.i
Mariano— Pero así..., de repente... ¡Y
esos aires de tragedia ! ..>.

9*
ACTO II * ESCENA Vil
Isabel. — Mariano, yo sola debo darte ex
plicaciones.
Mariano. — ¡ Pero, Isabel !

Alberto. — ¡Señora!.
Isabel./ — Yo te he llamado ; conmigo debes
entenderte. ;

Mariano. (Levantando el -portier.) —Sea..,


Entra. (Mira a Isabel, mira a Alberto. )
¡Qué aspecto tenéis !.. . ¡Dios haga, Isabel,
que tu hablar se lleve esta angustia que me
ha entrado de pronto y me ahoga !... Vamos.
Alberto. — No !

Mariano. — ¿ No. . ? ¿ Por qué ?


¡

Isabel. — ¡Sí!... Vamos, vamos. (Yéndose,


casi tirando de Mariano. Cae tras ellos el por
tier. Alberto, vacila angustioso unos mo
mentos, y se dirige también, hacia la puerta.)

ESCENA VII
Alberto solo. Después, Elisa.

Alberto. (Para sí, desesperado, como tra


tando de escuchar junto a la puerta, que em
puja en balde.)
— ¡Han cerrado!... ¡Se lo
contará todo ! . . .sabrá todo ! ... ¡ Y yo me
¡Lo
moriré de dolor y de vergüenza ! . . . ¡Es horri
ble!... ¡Sí, horrible...! (Va tambaleándose,
hacia una butaca, en la que se deja caer, rom
piendo en sollozo profundo, sordo, amargo.)
\ Ho-rri-ble. . . ! (Elisa asoma por la puerta
227
EL MISMO DAÑO
del centro. Va a entrar, pero al ver a Alber
to, de espaldas, medio echado en la butaca,
se detiene. Pausa corta.)
Elisa. (Para sí, con voz apagada.) — ¡ Llo
ra !... ¡ Ahora, no !... ; ¡ llora !... Es mejor de
jarlo. ( Vase lentamente, cruzando de derecha
a izquierda y volviendo una vez la cabeza,
para mirar de nuevo a Alberto. ) Sí..., ¡es
mejor dejarlo... ! (Desaparece.)

FIN DEL ACTO SEGUNDO.


ACTO TERCERO
rhisma estancia que en el anterior. Dos maletas sobre
LA una silla. Limpios estantes y niesa, de papeles y libros.
En las paredes, huecos de cuadros descolgados. Es por la
mañana. Entra por el balcón, un rayo de sol, iluminándolo
todo, crudamente.

ESCENA PRIMERA '.


Mariano e Isabel. Desierto el despacho un rato cor
to. Mariano, entra por la puerta izquierda., con un
paquete en la mano, que deja dentro de una maleta.
Luego, mira a todos lados y va de un extremo á
otro, como abstraído. (Pausa.)

IsAbeL. ( Vestida con traje de viaje, aparece


por donde Mariano, que pasea de espaldas a
ella, lo observa unos momentos, y luego, con
voz dulce, pregunta.) — ¿ Está todo ? .
Mariano. (Deteniéndose y volviéndose
bruscamente.)— \ Ah!,.. Eres tú... ¿Qué de-
cíás? .
I sabel .— ¿ Qué si está todo ?
Mariano. — Sí. Todo.
*- Isabel.; — ¿ Podemos irnos ya ?

231
EL MISMO DAÑO
Mariano. — Aún falta mucho para la hora
de salir el tren. Es preferible aguardar aquí.
Isabel. — ¿ Aquí ?
Mariano. — ¿Te da miedo la soledad de los
dos? Hace días que apenas nos hablamos,
también nos huimos... ¡ Se rompió el encanto !
Isabel. — Mariano, cerremos los ojos...
Mariano. — Ciegos, sentiremos la carga con
la misma pesadumbre.
Isabel. — Lejos..., muy lejos..., el mun
do..., la vida, nos harán olvidar... lo que ha
roto el encanto... ¡Silencio para todo!
Mariano. — Te equivocas. El silencio y la
distancia solos, no nos devolverán el encanto.
Isabel. — Si crees eso, queda un medio.
Mariano.— ¿ Cuál ?
Isabel. — Déjame... Yo también sé pasar las
penas sola.
Mariano. — ¡Sola!... ¿Te llevarías tú, de
jándome, los males míos...?
Isabel. — No es ocasión esta, Mariano, pa
ra hablar de eso... Temía..., temía este ins
tante.
Mariano. — Yo también. Es la primera vez,
que tomada una resolución, no siento la tran
quilidad de ella. Estos días, disponiendo mi
salida de aquí, para siempre, una actividad
continua, precipitada, ha distraído mis pen
samientos. En una acción incesante, he cal
mado mis fiebres. Nunca ordené más pron
to, resolví mejor, vi más claro, en esta malla

«32
ACTO 111 ESCENA I
complicada de mis asuntos... En quince días,
luchando con la inercia de esta gente, suges
tionando impaciencias, imponiéndome, man
dando, he realizado la labor de medio año.
¡
Si se dominara lo mismo en los sentimien
tos propios, que en los negocios!... Todo lo
de fuera, ha sido una defensa y un consue
lo... ¡Había que olvidar mi casa!... Aquí es
taba el dolor y el pánico de ser vencido por
él... En mis cincuenta y dos años de vida,
por la primera vez, he tenido miedo de ser
doblegado, y una vergüenza infinita de mí
mismo, ha servido de espuela a mi voluntad.
¡
He sentido siempre horror, por todo lo que
viviendo, se deja tronchar !
Isabel. —Tu fortaleza fué mi defsnsa. Se
gura de ella, a ti enseñé el alma herida.
Mariano. — ¡Hiriendo la mía!
Isabel. — ¡Mariano!... Tu voz silba... Di
ríase que trituras en tus labios las palabras
hinchadas de ira... ¿Tienes de mí quejas?...
No olvides que he sido siempre noble con
tigo.
Mariano. — No olvides que también lo he
sido yo. En estos quince días, te he dejado
libre del menor espionaje... En fié. Pudis
ti,

te, sin yo saberlo, ver a mi hijo. No hice nada


que pudiera ofender tu orgullo.
Isabel. — Sabes que también tengo la vo
luntad fuerte.
Mariano. —Yo Continua
la

naturaleza.
os
EL MISMO DAÑO
mente vencí en el mundo. A él no le impor
tan nuestras tormentas. Si entra en ellas, es
como en un espectáculo. Una emoción y una
curiosidad a nuestra costa. Lo conozco y no
he contado nunca con él, como no fuera para
luchar y vencerle, por más astuto y por más
duro... Pero he necesitado arrancar siempre
a la vista ilusiones nuevas, fuentes de amor,
y a veces con los más opulentos de amor y
de fe, suele esa misma vida ser implacable...
Dame odio, eso mantiene... Dame deseo... Yo
tengo aún inagotable tenacidad para satis
facerlo... ; ¡pero estas borrascas íntimas!...,
¡este mar de dolor callado !..., más allá de mi
voluntad para dominarlo, es un peligro, del
que huyo, como he huído de mi hijo y huyo
de esta casa. . . ¡ Vine a ella con muchos amo
res, y un solo amor me echa !
Isabel. — Pues si huyes... ¿Por qué avivar
antes de la partida, un dolor que no domina
mos?... Todo está listo... Este rato que nos
queda... ¿No podemos pasarlo fuera de estas
paredes?
Mariano. — Antes de irnos lejos, antes de
dejar estas paredes, que son mi pasado ; esta
tierra, que es mi país ; antes de matar para
siempre en mí un cariño de padre, quiero que
conozcas bien lo que siento... En estos días,
este huírnos todos, ha sido cobardía... Ayer
hablé con mi hijo... Tuvo la flaqueza de de
jar escapar llanto... Yo nunca he manifestá
is*
ACTO III -. ESCENA I
do más que mis alegrías... La única mujer
que me vió llorar un segundo, has sido tú..;
¿ Estás pálida hablando de Alberto ?
Isabel. — Mariano !
Mariano. — Ni un momento pude ver los
¡

ojos de mi hijo.. .Caían bajo el peso de su de


bilidad... Ni una vez tuvo el valor de mirar
me de frente... Le he cedido esta casa y los
negocios de España... Todo suyo. Que sepa
sostenerlos, como yo supe crearlos. Nos des
pedimos fríamente... Yo no sé lo que él sen
tía, ni ya me importa..., pero yo..., yo vi
que aquel hombre, era para mí algo nuevo...,
no era mi hijo de antes... Hasta Elisa, me pa
reció otra mujer. Me despedí también de ella
sin pena.
Isabel. — Yo no tuve ese valor. No nos he
mos visto. Ella, es tal vez la que tiene más
razón para odiar.
Mariano. — Pues finge no darse cuenta de
nada. Se ha convertido en un enigma... Fría,
indiferente, tiene para todo una ceguera de
estatua... En fin..., allá ellos... No me impor
tan los males ajenos..., con los míos tengo
de sobra. Se me despierta un egoísmo feroz.
Isabel.— Vámonos cuanto antes... Huya
mos de aquí.
Mariano. — ¿Tienes miedo?
Isabel. — Sí. Deseo estar lejos, lejos.
Mariano. — ¿Tanto te asusta la vecindad de
Alberto, que hasta los minutos te pesan ?

«35
EL MISMO DAÑO
Isabel.— Por Dios, te pido, que no hable
mos otra vez de eso.
Mariano. — ¿Temes la verdad?
Isabel. —¿ Puedes decirme eso, cuando yo
he sido para ti la verdad misma ?
Mariano. — ¡ Ver en

ti,
descubriendo

ir
es
cuan de otro eres

!
Isabel. — Insistes

?
Mariano. — A pesar mío...
¿

Isabel. —Tiempo nos queda para hablar,


cuando se hayan calmado nuestros sobresal
tos... (Enlazándose del brazo de Mariano,
intenta llevarle hacia la puerta.) Vámonos...
Te lo suplico.
Mariano. (Desprendiéndose, suavemen
te.) — No !... Aguarda !... Saldremos de aquí
¡

reposadamente..., pero antes quiero acabar


de decirte todo, todo lo que siento. De nada
sirve callar lo que existe. Yo estoy en una
edad, en que la madurez de juicio de cuer
y

po, suelen regular suavizar las pasiones,


y
y

a pesar de eso, la vida rebrota, martillea en


mi aún, impetuosamente, la fiebre, como en
y

una emboscada, viene mí en las soledades...


a

Huye de mí sueño... Padezco un martirio,


el

que amenaza ser largo podrá matarme, pero


;

no ha de vencerme viviendo yo... Sabe que


mi amor por ti, en vez de amenguar trans
y

formarse, crece, crece, como todo yo fue


si
y

ra carne encendida, alma entre llamas, me


ti,

retuerzo ebrio de hasta en


la

medula de
y

236
ACTO III -ESCENA I
mis huesos, siento la angustia de que tu
pensamiento, tu deseo, ¡toda tú!, ño seas
mía..., mía solo..., y ante la impotencia
de mi voluntad fuerte, para conseguirlo,
una locura de iras contenidas, parece des
trozarme dentro, una a una, todas las en
trañas.
Isabel. — ¿ Y aun quieres que no tenga te
rrores?... Cae sobre mí todo esto, como una
amenaza... ¡Y yo soy la discordia, donde
quise ser el amor... !
Mariano. — Escúchame... No temas... Es
tos días, en medio de mi aturdimiento y acti
vidad, no he dejado de verte estremecida, po
seída por otro amor, y he sentido como secar
se todo el cariño por mi hijo..., y he sentido
cómo me azotaban dentro pasiones, pensa
mientos de fuego... ¡Te quiero mía..., mía so
lo!... ¡Por ti lo pierdo, lo dejo todo!
Isabel. — Cálmate... ¡Me asustas! Nunca
te vi así... Tus ojos giran como los de un
loco.
Mariano. — ¡ Tú aún no sabes lo que es un
hombre!... Alberto, sólo es un remedo mío...
El no sabe lo que es sentir, con toda la vida,
con todo el sér... El no hubiera podido, como
yo, hacer de la nada un mundo... El no sabe
lo que es vencer la miseria, romper volunta
des enemigas, dejar jirones de existencia en
la lucha, y desear las cosas de la tierra, con
el ahinco que yo las he deseado... ¡ El mundo

»37
ÉL M l S M Ó b A Ñ O

está lleno de criaturas tibias, sólo vencen y


duran en él, las almas ardientes !
Isabel. — Nunca hablar así... Tú, un
te oí
hombre de negocios, de ambiciones...
Mariano. — ¿Crees que puede serse ambi
cioso, levantar y deshacer como yo he levan
tado y deshecho riqueza ; crees que puede so-
bresalirse en este mundo revuelto, de activi
dades, sin tener de hierro el cuerpo y encima,
el azote, de un aspirar continuo?... Yo he sido
pasión y deseo; por eso, en esta última pa
sión de mi vida, la más fuerte, la más gran
de, he corrido el peligro de ahogar a mi hijo
entre las manos, he llegado a sentir por él
desprecio y odio ; todo junto.
Isabel. — ¡No digas eso... !
Mariano. —¡ El no puede ponerse en mi ca
mino sin ser arrollado por mí! ¡Yo soy el
más fuerte!... ¿Sabes? (Cogiendo a Isabel
por ambos brazos, y sacudiéndola.) ¡ Yo bo
rraré de tu vida el recuerdo de mi hijo !... Yo, ti,
con el deseo, con toda mi alma loca de se
llaré en toda tu existencia de mujer, la ima
gen mía, de tal modo, que nadie pueda bo
rrarla... El fué el primero que despertó en
ti
¡

amor..., yo seré único que te lo haga


el

el

sentir de una vez, para siempre...


Isabel. — Suéltame !.... Serénate . . So
!

!
.
¡

siégate!... ¡Por tu alma, por la mía, te lo


pido
!

Mariano. Soltándola. )—*¡ De depende


ti
(

a3?
ACtÓ ttt - ÉSÓÉÑ A tt
mi serenidad!... Ahora, descargado de estos
pensamientos, que no cabían dentro de mi, po
demos irnos cuando quieras... Dejo esta casa
sin pena..., ya no es mía.
Isabel.— ¡ Por fin !
Mariano. (Tomando de una silla abrigo y
sombrero.) — Guillermo dijo que vendría...
Isabel. — Al bajar, podemos ver si está en
su casa, sino, deja recado de que estamos en
la estación.
Mariano. — Es igual. Si tiene pereza de le
vantarse, o encontró capricho y entreteni
miento que lo retengan, no irá o llegará tar
de. Ya lo tenía descontado. No sirve para
nada. Su única preocupación estos días, ha
sido la gente, los criados, que no trasluzcan,
que no cuenten... Es un muñeco. (Toca el
timbre.)
Isabel. — ¿ Qué esperas ?
Mariano. — Un momento.

ESCENA II
Los mismos y Ramón

Ramón. (Por la puerta del centro.) — ¿Han


llamado los señores?
Mariano.— ¿ Está el coche?
Ramón.: — Sí, señor.
Mariano. — A todos los que pregunten por
mí, di que los recibirá el señorito Alberto.
Avísale cuando nos hayamos ido.
339
EL MISMO DAÑO
Ramón. — Muy bien, señor.
Mariano. — ¿ Bajaron ya todos los bultos de
mano ?
Ramón. —Todos, señor.
Mariano. — Bueno. Lleva esas maletas al
coche. Que te ayuden, si no puedes con ellas.
Ciérralas bien antes. En mi cuarto hay otra.
Ve por ella.
Ramón. (Obedeciendo.) — En seguida, se
ñor. (Entra en el despacho, volviendo a sa
lir en seguida con la maleta, y yéndose por
la derecha.)
Mariano. (Tomando del brazo a Isabel.,) —
Cuando gustes.
Isabel. — ¡Ya era hora!... ¡Respiro!..'. Va
mos.
Mariano.— Vamos. (Pausa. Míranselos
dos y salen ambos por la puerta del centro.
Ramón los ve salir, y hace un movimiento
de cabeza, cual mudo y expresivo comenta
rio. Luego, afirma las correas de las maletas,
concluye de cerrarlas, levántalas, sopésalas
y vuélvelas a dejar en la silla.)

ESCENA III
Ramón y Felipe. Después, Alberto.
Felipe. (Asomando por la puerta del cen
tro.) — Me alegro de encontrarte aquí, Ra
món.
2.)0
ACTO III ESCENA III
Ramón. — Hombre
¡
! Llegas, que ni de en
cargo.
Felipe. — He bajado un momento a hablar
con la Felisa..., y no la veo. ¿Sabes tú si se
va con la señora?
Ramón. — Pronto se verá. Yo no sé nada.
La Felisa es una lagarta, ladina como ella
sola. No suelta palabra. Creo que va a la es
tación.
Felipe. — Larguémonos. Va a venir el se
ñorito Alberto.
Ramón.— Ahora, iba yo a avisarle, que se
han ido.
Felipe. — Ya lo sabe no te molestes. Des
;

de las ocho de la mañana, se pasea como un


loco por el vestíbulo, mirando de cuando en
cuando al patio. ¡ Ha visto enganchar con
una atención ! Parecía que deseaba apren
der el oficio... Ha visto cómo por la escale
ra central, bajaban ahora los señores, y
al instante, sin coger siquiera el sombre
ro, ha tomado la puerta, ha bajado aquí co
mo un loco y se ha entrado en la casa,
recorriéndolo todo. Nos va a sorprender de
tertulia.
Ramón. — Menudo lío hay entre esta gente
¡ !

Felipe. — Gordo, gordo.


Ramón. — Anda con esto. Ayúdame a bajar
las maletas.
Felipe. — Eso no es de mi incumbencia. Yo
sirvo arriba.
El mismo daña — 16 34>
EL MISMO DAÑO
Ramón. — No seas estúpido y toma una ma
leta. (Dándosela.) Aprisa, que esperan.
Felipe. (Tornándola.) — Pues no eres tú na
die, mandando. (Alberto, entra por la puerta
del centro. Pálido, agitado, despeinados los
cabellos. Al verlo Ramón y Felipe, cada cual
sosteniendo su maleta, se apartan a un lado.)
Alberto. — ¿Qué hacíais aquí?
Ramón. — Llevarnos estas maletas. Los se
ñores las esperan abajo. Acaban de salir.
Alberto. — Lo sé. ¿ No vas tú con el señor?
Ramón. — No me ha dicho nada... Yo no
me he atrevido a indicar... A la estación sí
voy, si el señorito no manda lo contrario.
Alberto. — No. Idos, idos y advertid que
hoy no recibo a nadie, bajo ningún pretexto.
No olvidadlo.
Felipe. — Descuide el señor. (Vanse ambos
con las maletas.)

ESCENA IV
Alberto y Guillermo.

Alberto. (Solo, pensativo, sombrío, pasea


de un lado a otro. Luego para sí, entrecorta
damente, murmura.) — ¡ Se fueron ! ¡ Se fue
ron huyendo!... Sí..., sí... Había dos cami
nos... : uno de condenación..., y el otro..., el
otro... ¡Este!, desolado..., terrible... (Qué
ACTO III ESCENA IV
dase un rato largo, parado en el centro de la
escena, como ensimismado.)
Guillermo. (Apareciendo en el quicio de
la puerta.) — ¡Hola! (Entrando.)
Alberto. — ¡ Eres tú !
Guillermo. — Así parece. Acabo de levan
tarme. ¡ Un madrugón forzoso ! ; pregunto,
y me dicen que concluyen de salir. He oído
rodar el coche. Lo han tomado con tiempo.
Aún faltan tres cuartos de hora largos. Me
jor. Prefiero verlos en la estación. Las des
pedidas cortas... Además, cualquiera les ha
bla... Están muy poco amenos.
Alberto. (Secamente, siguiendo su pa
seo.)
— Pues vete cuanto antes.
Guillermo. — Hay tiempo, hay tiempo. Mi
cupé, va en un momento. Supe que estabas
aquí, y no he querido irme, sin subir un ins
tante a verte.
Alberto. — Podías haberte ahorrado la mo
lestia, no tengo nada que decirte.
Guillermo. — Como siempre... Hace ya
mucho tiempo, que en esta casa, nadie tiene
nada que decir, como no sean tonterías. (Al
berto, prosigue su paseo sin contestar.)
Guillermo. — Parece que hay necesidad de
hacer ejercicio... ¡Y qué facha gastas !... Tie
nes la cara verde botella... ¿Por dónde anda
Elisa ?
Alberto. (Con la misma sequedad.) —
No sé.
243
EL MISMO DAÑO
Guillermo. — Es la única que tiene aquí el
sentido de las conveniencias y del mundo.
Alberto. — Nadie te pregunta qué piensas
de ella.
Guillermo. (Encendiendo un cigarrillo.) —
Te lo digo yo, sin que me lo preguntes.
Alberto. — Pues guárdatelo, porque no
me interesa.
Guillermo. (Poniéndose frente a su her
mano, cuando llega éste al centro de la es

cena.) ¿ No podías interrumpir un momen
to el paseo?... Un momento solo.
Alberto. (Deteniéndose.) — ¿Qué quieres?
Guillermo. — j Qué tono ! Así hablaría Na
poleón, cuando estaba más empeñada la ba
talla de Waterlóo.
Alberto. — ¿Has venido para eso? (Inten
ta continuar su paseo.)
Guillermo. — Dos palabras. Me voy, pero
dos palabras. Habiendo papá perdido el jui
cio, tú, fiel imitador suyo, debías perderlo
también.
Alberto. — ¡ Basta !
Guillermo. — Sobra, digo yo. Sobra, para
que te recuerde, que las tragedias se van bo
rrando, a Dios gracias, de nuestras costum
bres. La moda y el buen gusto, las prohiben ;
resucitarlas es ridículo, y el ridículo ha sido
siempre el mayor asesino de todos los tiem
pos.
Alberto. (Cogiendo a Guillermo, de las
jt CT O III ESCENA V

solapas de la americana.) — Eres verdadera


mente imbécil.
Guillermo. — Gracias
¡
!

Alberto. — ¿Qué sabes tú del mundo, ni


de tragedias? ¡Infeliz!
Guillermo. — Ño lo creas. Dichoso. Soy
todo lo dichoso que se puede ser en la tierra.
Alberto. — ¡ Acabemos de una vez ! No ne
cesito tus comentarios. Hace ya tiempo que
debías haberlo conocido. Procura ahorrarme,
por tu bien, el enojo de tu presencia. (Suél
talo y continúa su paseo.)
Guillermo. (Sin alterarse, estirándose con
mucha calma las solapas.)-— Me has arrugado
el traje... Cogerle a uno es ordinario... (Va
hasta la puerta.) Te ahorraré mi presencia...
Puedes hacer todo el ejercicio que gustes.
Adiós. (Vase, echando antes cuidadosamen
te el cigarrillo, en una escupidera.)

ESCENA V
Alberto solo.

Alberto. (Para sí.) — Impermeable


¡
al
menor sentimiento!... Tiene, como los rep
tiles, sangre fría... Antes odioso..., ahora
repulsivo... (Pausa. Llégase al balcón y mi
ra por los cristales.) ¡ Cuánto sol fuera ! ¡ Có
mo pesa un día alegre en los pensamientos
tristes! Todo igual en la calle..., en mí todo
245
EL MISMO DAÑO
vive ya como por entre un negro desconsue
lo. (Siéntase ante la mesa.) En este L-itio, -e
han sentado los dos, muchas veces... Ya no
lo ocuparán más... ; todas las huellas de su
presencia, se irán borrando para siempre...
Ambos se llevan todo lo que era aquí, alma
animadora..., calor de vida. (Apoya la ca
beza en las manos, y quédase como abstraí
do, en un estupor melancólico . Un silencio.)
¡No..., no!... ¡Sería irresistible pasar las pa
siones..., los dolores..., entre nieve!... Mi
hermano, nada... Elisa, se ha mostrado en
toda su miseria moral... No tiene celos... Ni
aborrece, ni ama. Es ciega, muda... Su bon
dad era egoísmo..., insensibilidad... ¡Y la
otra se lo lleva todo ! ¡ Y me deja soledades,
infinitos de pena! ¿Qué compensa esta vida
de angustias, vacía ya..., a los veinticinco
años? No..., no... ¡Imposible! ¡Es mejor
esto ! (Saca un revólver del bolsillo, que deja
sobre la mesa, contemplándolo un rato.)

ESCENA VI
Alberto y Elisa, que sin ser vista por su marido,
asoma en la puerta del fondo. Pausa. Alberto toma
y levanta lentamente el revólver.

Elisa. (Entrando dul


y quitando el arma,
cemente, a su marido.) — ¡Deja eso!... Tr.;e.
Alberto. (Que no se da cuenta, hasta en-
746
ACTO III ESCENA VI
lotices, de la presencia de Elisa.) — Tú
¡ ¡
! !

¿ Qué quieres ?
Elisa. ( Guardandoel revólver.) — Vaya
¡

un modo de arreglar las cosas !


Alberto — Dame
. .

Elisa. — No.
Alberto. — ¿Qué importa?... ¿Por qué
te
te mezclas en mis asuntos?
Elisa. — Alguna vez había de ser.
Alberto. — Es ya tarde. No me sirve de
nada tu interés. Guárdatelo. Me pesa. Por
esta casa ha pasado... algo, en pocos alas,
y nadie, fuera de los interesados, s<; lia
estremecido, ni ha derramado una lágri
ma... Temí, esperé tu odio como un mal
más, y no vino... ¿Sois autómatas tú y mi
hermano, o criaturas con sangre y con ner
vios ?
Elisa. — ¿Echas de menos un mal que te
miste y no ha venido? ¿Y por habértelo aho
rrado, me reprochas?
Alberto. — Entre humanos, la santidad
fría, es odiosa.
Elisa. — Y en el cielo, probablemente, tam
bién.
Alberto. — Pues aplícate el cuento y dé
jame. Nada nos une. (Pausa.)
Elisa. (Queda mirándolo un rato corto.
Luego, sentándose frente a él, en una butaca
baja, junto a la mesa.) — Te equivocas, Al
berto. Nos une todo. Ahora más que nunca...
247
EL MISMO DAÑO
Tanto, que nuestra verdadera unión, empie
za ahora.
Alberto. (Abriendo los ojos, sorp rendidí
simo.) — Estás..., estás..., estás...
Elisa. (Con una gran dulzura en la voz.) —
¿
Loca, ibas a decir ?
Alberto. — Sí... loca.
Elisa. — Antes, un ser como Guillermo...
Ahora, loca. Ay, Alberto, qué mal conoces
¡

a tu mujer! Tú, sí que no adivinas..., que


no adivinarías nunca.
Alberto. — Explícate de una vez, y ten lás
tima de mí... ¡Padezco horriblemente!
Elisa. (Mirándolo de hito en hito, con
cierta ternura.) — Yo padecí mucho más tiem
po que tú. Sufrimos ambos el mismo daño.
Alberto. — ¿El mismo daño? (Pausa. Que
dan los dos silenciosos.) ¡El mismo daño!...
Pues nadie lo diría.
Elisa. — Pero es...
Alberto. — Nadie diría que estés eriamo-
rada de mí. Hay cosas que no se disimulan.
¡
Lo sé, por dolorosa experiencia ! Ni un
músculo de tu cara, ni una mirada de tus ojos,
ni una contracción de tu boca..., nada ha re
velado en ti, amor herido, ni celos sueltos.
Elisa. — Ni una cosa ni otra ha habido
en mí.
Alberto. — ¿Cómo?... ¿Dónde está, pues,
el mismo daño?
Elisa. — Te parece un jeroglífico, ¿verdad?
248
ACTO III - ESCENA VI
Alberto. — Elisa
¡
Sé todo lo indiferente
!

que quieras, pero no seas odiosa. ¡ Hay lá


grimas en mis ojos !
Elisa. — Cuando se sequen esas lágrimas ;
cuando la pena sea ya toda tu sangre, toda
tu vida..., entonces podrás comprender...,
sentir, cómo los grandes dolores, son casi
siempre los más escondidos...
Alberto.— ¿Y tú, tú, tienes grandes dolo
res?... ¿Tú?, ¿tú?
Elisa. — Yo, sí, yo. Por eso comprendo los
tuyos, y miro ahora con una simpatía nue
te
va... Por eso, por semejanza.
Alberto. — ¡ Por semejanza No te en
!

tiendo.
Elisa. —Juntos un año, y soy para ti com
pletamente extraña.
Alberto. — Culpa tuya sería...
Elisa.— De los dos. Son muchos los que
viven bajo el mismo techo y no se conocen...
Generalmente, el más dichoso, es el más in
diferente. La felicidad es profundamente
egoísta. Para sentir la amargura del llanto
ajeno, hay que haberlo derramado primero
en abundancia. Antes de todo lo que ha pa
sado, la verdadera intimidad de alma entre
tú y yo, era imposible... ¡Nos separaba un
mundo ! Hoy es necesaria.
Alberto. — Explícate de una vez, por cari
dad. De mí, claro lo he visto, no estuviste
nunca enamorada.
249
EL MISMO DAÑO
Elisa. — No.
Alberto. — Lo
sabía. ¿Qué te importan
entonces mis dolores, mis tormentos?... ¿Qué
sabes tú de eso?
Elisa. — ¿No hubo más hombre que tú en
el mundo?
Alberto. (Levantándose a medias de su
asiento.)
— ¿Qué?... ¿Quieres a otro?,..
¿ Quieres a otro ? ¿ Y vienes a decírmelo a
mí? ¿Y en esta ocasión? ¿Es una vengan
za?... ¿Y te atreves?

Elisa. Cálmate. Sigues desconociendo
completamente a tu mujer.
Alberto. — ¡ Elisa, no juegues con la deses
peración ! ¡ Es mala consejera !
Elisa. (Poniendo una suavidad cariñosí
sima en las palabras.) — Sosiégate, Alberto,
y aprende a conocer por experiencia, lo que
pasa en los demás.
Alberto. — ¡Acabemos de una vez! ¿Qué
quieres, separación, libertad?
Elisa. — Si quisiera eso, Alberto, no hu
biera venido a impedir yo misma, lo que po
día dármela. Hace un instante te he quitado
una pistola de las manos.
Alberto. — ¡Y quieres a otro! ¿Y preten
des que yo. . . ?
Elisa. — No pretendo nada. Tú te lo dices
todo. ¿Te figuras, Alberto, que sólo tú vinis
te al mundo con pasiones y con alma ? Creo
que son muchos los que guardan una pena ma-

250
ACTO III ESCENA VI
dre, en su vida, y con ella se mueren. A unos
les llega antes, a otros después. Los que no
pueden confesarla, aliviándola en la efusión,
padecen aquí un infierno. Tú, Alberto, puedes
tener un consuelo... ¡No estás solo! ¡Yo, sí
lo estuve mucho tiempo ! Tú aún no sabes qué
es echar de menos una madre, pues aunque
como yo la mía, perdiste la tuya muy niño,
tu vida fué muy distinta. Tuviste fortuna
grande, placeres, actividades, un padre cari
ñoso que te enseñó la superficie alegre del
mundo. Yo no tuve nada de eso. Mi padre,
como sabes, murió arruinado. Toda su vida
fué sequedad, rencor, veneno. Dejó de exis
tir sin haberme hecho una caricia. Pasé mi
primera edad entre extraños. Mi juventud fué
un anhelo de ternura y amores que no llega
ban. No era lo bastante religiosa para pen
sar en un convento. El mundo, y más que el
mundo, todas las hermosuras de la tierra que
yo soñaba, y el saltar de mi sangre, y el go
zarme en mi propia juventud, llena de ale
grías, que no tenían en qué emplearse, lla
maban y hacían impaciente mi alma. Yo es
taba enferma de amor, sin amor. Un día, un
hombre, que yo me figuré, y lo era, mejor
que los otros, puso en mí su alma, y toda yo,
fui suya con el pensamiento..., y gusté en
un éxtasis grandísimo, el encanto divino que
puede tener la vida.
Alberto. —Y siendo de otro...
25'
EL MISMO DAÑO
Elisa. ( Vivamente.) — No me juzgues has
ta el fin. Déjame concluir. Una pureza, que
sólo una vez se siente, guió siempre nuestros
amores. Adoré a aquel hombre. Toda yo era
de él..., y las hermosuras de la tierra, las vi
ya solo en él. Cercana para mí la dicha, mu
rió ese hombre, y me quedé otra vez aban
donada entre la indiferencia de los demás,
pero mi soledad, era mucho más terrible que
antes, porque la agravaba una carga de dolor
infinito, que nadie podía recoger, porque a
nadie importaba. Para mayor tormento, pu
de resistir una pesadumbre, que sólo sintién
dola, se ve lo que agobia. Mi fortaleza, era
una pena más. Murió mi padre. Me quedé
sin amparo, y tu padre, amigo del mío, creyó
que mi bondad y mi nombre ilustre, así de
cía, ilustre, convenían a su hijo. Tú aceptas-
tes y nos casamos. Entre el abandono o el
convento, sin vocación para él, y un hogar,
no era dudosa la elección... Me uní a ti, sin
ilusión, pero sin desagrado. Esperé un hijo,
y el hijo no ha venido. Puse de mi parte, todo
lo posible por hacer dulce tu vida, y lo he
conseguido a medias. No te he importunado
nunca. Sólo en tus cortas enfermedades y
momentos de mal humor, fuí solícita. Yo sa
bía que no era el amor para ti, era sólo la
estimación. Tú, para mí, has sido algo que
despertaba un vago instinto de madre. No
venía el hijo, podías serlo tú. Siempre he
25a
ACTO III ESCENA VI
estado obligada a vosotros. Mi título vale mu
cho menos que tu bondad, que esta casa,
donde yo he abrigado mi soledad y mis do
lores.
Alberto. — ¿Y cómo nunca me dejaste adi
vinar, entrever... ?
Elisa. — ¿Para qué? Tú sabes con qué pu
dor se guardan las penas íntimas, tan difíci
les de entender por los que no las tienen. Ade
más, una esposa triste, para un hombre como
tú, ocupado, distraído, hubiera sido un eno
jo, y mi confesión inútil, te hubiese mortifi
cado. He disimulado cuanto he podido...,
pero entró aquí la pasión, entró aquí el in
fierno, y tus ojos derramaron llanto de fue
go y de amargura, y a medida que se te iba
destrozando el alma, yo iba viendo en ti al
semejante, iba sintiendo revivir en ti, todas
mis angustias pasadas ; iba viendo resucitar
todo el mundo de pesares, desolado como un
desierto, por el que yo había ya cruzado...,
y entonces, calladamente, lloré contigo tus
males y los míos, sin que tú lo vieras, por
que todavía mi compasión y mi ternura, no
podían servirte.
Alberto. (Sorprendido, desconcertado,
emocionadísimo.) — ¿No podían servirme...?
Elisa. — ¡ No ! Estaba vivo aún el amor
¡

ante tus ojos !


¡
Era caridad no interponerse,
agravando la herida !

*53
EL MISMO DAÑO
Alberto. — ¿Y acaso ahora...?
Elisa. (Con voz casi baja y muy amoro
— Ahora, sí Ahora, cuando iba a caer
sa.) -¡
!

sobre ti la soledad, sin consuelo ; cuando


debías mirar ansiosamente a todas partes, em
pezando a medir la inutilidad del mundo, pa
ra salvarnos en nuestras deseperaciones ;
ahora, cuando se aleja el amor de tu vida,
haciéndotela imposible, ahora, es cuando mi
ternura puede interesarte y aliviarte.
Alberto. — Elisa
¡
!

Elisa. — Sí, sí. Ahora empiezo a verte por


primera vez mío..., mío. Algo así como un
refugio y una seguridad para mí, porque te
has hecho fuerte sintiendo, porque has llo
rado de amor...
Alberto. — Parece como si mi vida fuera
de pronto, convirtiéndose en pesadilla de sor
presas y emociones... Como si todo fuese un
sueño...
Elisa. (Levantándose, rodeando la mesa y
yendo junto a Alberto, que permanece sen
tado. La luz del sol, entra de lleno por el bal
cón y cae sobre ambos.) — Si es un sueño, es
un sueño de paz y de consuelo. Por esa luz,
te juro, que ahora vuelven a tener objeto mis
días, y que empiezo a ver en
ti,

una dicha
grande, que no esperé. Con ella, comienza a
pagarme la vida lo que me debía.
Alberto. Cogiendo a Elisa, por brazo,
el
(

atrayéndola cariñosamente.) — ¡Elisa!...


y

J54
ACTO III - E S C E NA VI
misterioso,
¿ Qué hay en tu alma de dulce y
que así ilumina tus ojos ?
Elisa. (Casi juntando su cara a la de su

marido.) Míralo tú mismo, Alberto.
Alberto. — Al oir tu voz acariciadora, toda
mi pena parece que va a deshacérseme en
llanto.
Elisa. — Mejor... Llora
¡
Eso alivia... Llo
!
¡

ra a solas conmigo! Sí, Alberto... Hagamos


de nuestro dolor uno solo. Perdonándonos y
comprendiéndonos en el sentir, puede tam
bién llegar para nosotros el amor.
Alberto. — ¡ ¡ ¡ El amor ! ! !
Elisa. (Abrazándolo suavemente.)

¡Sí...,
el amor ! ¡ Lo que más liga y une es la des
gracia..., padecer por el mismo daño !

FIN DE LA OBRA

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