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SAN MÁRtíN Y LA VOCACiÓN ARGENTINA DÉ GRANDEZA MORAL (*)

Por Roald Vigano

Hace muy pocos años, un presidente argentino señalaba: "Por enci-


ma de tantas querellas banales, el dilema de nuestra cultura es elegir
entre la frivolidad y la profundidad".

y por el mismo tiempo, un agudo observador escribía: MSi nos invi-


taran a optar entre una política de grandeza u otra de bienestar, aplaudi-
ríamos la primera, pero sin ceder un adarme de la segunda".

He aquí la constatación de un hecho, el más importante en la Argen-


tina de hoy: nuestra indefinición entre la mediocridad y la grandeza,
nuestro dilema entre frivolidad y profundidad, nuestro ser o no ser.

Pero ¿cómo hemos llegado los argentinos a este dilema y a esta in-
definición? ¿o es que nacimos así como nación?

La respuesta hay que buscarla en nuestra historia.

En los albores de la nacionalidad independiente, Vicente López y


Planes, pregonero del aliento genial de aquella hora, escribiría en nuestro
Himno: "Coronados de gloria vivamos, o juremos con gloria morir" .

Pero cuarenta años después, en sus Bases para la organización na-


cional, Juan Bautista Alberdi afirmaba: "Ha pasado la época del heroísmo
y empieza la era del sentido común. .. a la necesidad de gloria ha suce-
dido la necesidad de provecho y de utilidad".

La poesía de López y Planes canta el sentimiento de grandeza por


fuerza del cual el pueblo argentino se erqula en plena estatutara moral
para trazar sobre la faz del mundo el perfil neto de "una nueva y gloriosa
nación".

La observación de Alberdi, por su lado, encierra la gran verdad de


que los hombres y los pueblos no pueden vivir solamente de la gloria,
porque trabaja en ellos una insoslayable necesidad de bienestar.

Pero esta atinada observación de Alberdi implica al mismo tiempo


-y, sin duda, muy lejos de la noble intención del gran tucumano- dos
errores fatales. Por una parte, el haber olvidado que, además de la gloria
CO) Conferenciaen el Colegio de Escribanosde Córdoba.

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exterior. sonorosa y brillante de las guerras -a la cual se refería- hay
también una gloria interior. sin brillo y sin ruido. de las luchas morales.
y. por olvidarlo, haber creído que el advenimiento del sentido del prove-
cho. de la utilidad y del bienestar suponía obligadamente el fin del espí-
ritu de gloria. de grandeza y heroísmo.

De la gran verdad encerrada en esa filosofía surgió el gran país ga-


nadero. agricultor e industrial que llamó la atención de los pueblos y que
mereció. en su hora. el nombre de granero del mundo. Pero de los dos
errores que esta filosofía incuba brotaron -muy lejos de las aspiraciones
de su propulsor- todas las mediocridades argentinas que constituyen
hoy el más grave problema que la nación debe enfrentar.

Pocos lustros después de. Alberdl, un pensador clarividente -hoy


casi olvidado- señalaba con dolor y con angustia la debilidad interior y
sustantiva de un país exteriormente robusto y pujante: "Yo arrojo en tor-
no mío la mirada y contemplo el incremento físico que la población, la
industria y el comercio han dado a la república. Veo sus campos cultiva-
dos. sus puertos abiertos a todas las banderas. sus ciudades florecientes,
en cuyas plazas y calles oigo hablar todas las lenguas del mundo... Pero
sabéis lo que no veo? - El espíritu argentino plasmando esa masa de
hombres y de fuerzas. ni el potente nacionalismo de otros días, ni la fie-
reza que puso a la república a la cabeza del continente; ni advierto en
los grandes aniversarios de la Patria aquel unánime gozo que asocia la
posteridad a la gloria de sus padres. [Cuánta mudanza. señores! [Y qué
sombríos principios de decadencia. en medio de tanto progreso industrial;
y tan pasmoso incremento de la prosperidad económica! [Perdernos en
patriotismo lo que ganamos en población!".

En este país espiritualmente invertebrado y vacío. surgen entonces


todas las mediocridades argentinas. veladas por expresiones exteriores
del originario sentimiento de grandeza. en progresiva anemia. Por eso en
nuestros días José Luis de Imaz ha podido advertir que: si nos invitaran
N

a optar entre una política de grandeza u otra de bienestar. aplaudiríamos


la primera, pero sin ceder un adarme de la segunda"; y por eso también
el general Videla pudo señalar con dolorosa severidad que: "por encima
de tantas querellas banales. el dilema de nuestra cultura es elegir entre
la frivolidad y la profundidad
W •

Esta es la síntesis conclusiva del itinerario moral de un pueblo que


al nacer lanzó la flecha del espíritu hacia los cielos anchos de la grande-
za. del heroísmo y de la gloria; que apuntó después a las riquezas de la
tierra. al provecho y al bienestar; y que han venido a desembocar en un
pueblo sin blanco al que apuntar y sin flecha que disparar. acorralado por
la angustia de la indefinición.

Porque creyó que la laboriosidad de la paz era compatible con el he-


roísmo. el cultivo de los campos con la gloria. y el desarrollo de las in-
dustrias con la grandeza moral.

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El drama argentino es haber dejado que en nuestra balanza de va-
lores, el platillo de la grandeza, del heroísmo y de la gloria haya llegado
a pesar menos que el de la utilidad y el bienestar. Nuestra profunda cri-
sis moral de hoy se debe a que el sentido de gloria que con la cruz -tam-
bién con la espada- trajeron los primeros colonizadores europeos, ha
perdido terreno frente al sentido pragmático que con el arado difundieron
los pobladores posteriores. Llegamos así a ser granero del mundo, pero
dejamos de ser libertadores de pueblos.

Pero mucho antes de que nuestra historia desembocara en esta do-


lorosa realidad de fin del siglo XX sobre el primer cuarto del siglo XIX
era ya claramente comprendida en sus términos sustanciales por dos
hombres de aquellos que fundaron la nueva Nación. En 1830 el general
José de San Martín contestaba desde Francia una carta de Vicente López
y Planes, y le decía: "Convenqo con usted en que el incremento que han
tomado las discordias en Buenos Aires tiene su base en la revolución y
la contrarrevoluclón".

¿A qué llamó el padre de la patria ..revolución y contrarrevolu-


ción"? Es el propio López y Planes quien había establecido el signifi-
cado del concepto en su carta al Libertador: "Muchas veces -dice-
me he puesto a meditar en las causas del incremnto que han tomado
nuestras discordias, y voy a poner a usted mi juicio francamente... Yo
no veo en todo este fenómeno más que revolución y contrarrevolu-
ción. .. La revolución consagró el principio: patriotismo sobre todo; la
contrarrevolución, sin atreverse a excluir este principio, de hecho lo
miró con malojo y dijo solamente: habilidad y riqueza".

Esta es la verdadera esencia moral de la historia argentina y la


más íntima explicación de la multiforme y polícroma variedad de sus
mil y una peripecias. La esencia profunda de nuestra historia es un con-
flicto íntimo entre dos fuerzas omnicomprensivas: la revolución y la
contrarrevolución, según la precoz y clarividente percepción de López
y Planes y San Martín; y este conflicto profundo del que toda nuestra
historia emana no es de índole política, ni social. ni económica, ni si-
quiera cultural, síno moral, y a nivel no sólo de conducta sino de prin-
cipios. La explicación última de todos nuestros avatares históricos no
está en el choque entre conquistadores y aborígenes ni entre españoles
y americanos, ni entre saavedristas y morenistas o entre porteños o pro-
vincianos, entre federales y unitarios ni entre gauchos y puebleros ni
obreros y patrones, ni siguiera entre católicos, marxistas y liberales,
sino en última instancia, entre grandeza y estrechez de almas, entre
quienes no tienen más horizonte que la inmediatez de la tierra que al-
canzan sus ojos y quienes han aprendido a levantar los ojos al cielo, y
como Martín Fierro, miran de cara el so! sin que les queme la frente,
entre aquellos que profesan la filosofía de Vizcacha, y quienes viven la
filosofía de Martín Fierro:

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"Lo que más precisa el hombre ...
es la memoria del burro,
que nunca olvida ande come ...
el cerdo vive tan gordo
y se come hasta los hijos!".

enseña Vizcacha, mientras Martín Fierro dice:

"Soy gaucho, y entiéndanlo


como mi lengua lo explica:
para mí la tierra es chica
y pudiera ser mayor;
ni la víbora me pica
ni quema mi frente el sol".

No hay por qué abominar del progreso y de las ventajas materiales,


pero si queremos ser lo que hay que ser debemos devolver el timón de
la nave al espíritu de heroísmo, de grandeza y de gloria moral con que
nacimos, y con que a diario juramos vivir, o morir, cuando entonamos el
himno nacional.

La renovación de este aliento sustantivo y primero en los corazo-


nes argentinos de hoy puede hacer surgir en estas tierras una eclosión
de grandes hombres capaces de ser apóstoles de una nueva y más no-
ble Humanidad, aspirando a cumplir en dimensión trascendente la vo-
cación de libertadores que señalara San Martín, para hacer manifiesto
al mundo que, como dijera Sarmiento, "el supremo objeto de la civili-
zación es mostrar que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza
de Dios".

Las cuartillas que siguen quisreran despertar en los jóvenes cora-


zones argentinos. ese espíritu argentino de grandeza. encarnado en la
figura a la vez admirable y accesible de José de San Martín.

La marcha de los acontecimientos lleva a San Martín a la Intenden-


cia de Cuyo en 1815, donde comenzará la historia de su grandeza. y
como toda auténtica grandeza nace al calor tibio pero profundo de la
humildad.

Urgido por la necesidad de reunir fondos con que pagar los ingen-
tes gastos del Ejército que preparaba para trasponer los Andes viaja a
San Juan. y en la sala capitular del convento de los frailes dominicos
-con el apoyo de fray Justo- recibe en sencillo pero emocionante
acto la donación que las damas sanjuaninas le hacen de sus joyas.

Hacia el fin. se le acerca con paso vacilante pero con voluntad de-
cidida una viejecita vestida pobremente. y le entrega una pequeña mo-
neda de medio real. Es todo lo que da. porque es todo lo que tiene. El
general, conmovido. le estrecha sentidamente las rugosas manos. y dice:
Dondequiera se evoque esta gesta, será recordado vuestro nombre. Jo-

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sefa Rodríguez.

Todos somos capaces de advertir las cosas grandes, pero solamente


los grandes hombres saben percibir la grandeza de las cosas pequeñas.
Toros en Mendoza

Al cabo de dos años de intensos trabajos todo estaba listo para tras-
poner la cordillera más alta del globo, y San Martín quiso poner a los
preparativos un toque final digno de la magna empresa. Vistió de gala
a su ejército, salió del campo del Plumerilla y entró en la ciudad de Men-
daza con pompa y esplendor. Entonces, rodeado el pueblo, proclamó a
la Virgen del Carmen Patrona del Ejército de los Andes. Luego todos sus
soldados juraros defender su bandera hasta morir.

Por la tarde de aquel mismo día hubo una fiesta de toros en la plaza,
a la que San Martín asistió con su esposa. En una de las corridas, un ofi-
cial joven de impresionante fuerza volteó un toro en la arena, lo capó a
cuchillo y corrió a ofrecerle la achura a doña Remedios, como una hidal-
ga ofrenda de caballero. La joven esposa de San Martín -que a la sazón
contaba escasos veinte años- quedó perpleja ante el gesto del oficial,
sin saber qué hacer. Pero el general, que estaba a su lado, le dijo que la
aceptara...

Tres cosas exalta este episodio. La varonilidad recia, casi loca, de


aquellos varones que cimentaron la patria, capaces de castrar un toro
bravo a puro coraje... La patria necesita de estos locos" -acotaba por
entonces San Martín-. El femenino pudor de doña Remedios, la mujer
que por ser plena y delicadamente mujer le dio a la patria el más grande
de sus héroes militares y el más integro de sus hombres públicos. y la
hombría compacta y disciplinada de hombres como José de San Martín,
en quienes la claridad de la razón y la firmeza de la voluntad rigen las
pasiones y gobiernan los entusiasmos.

Los argentinos que hoy necesitamos de ese quijotismo lleno de no-


ble bravura que acabe con la chatura y la mediocridad -que es nuestra
más grave enfermedad-. Necesitamos de ese pudor femenino, sin el
cual las mujeres pierden su mayor grado y los varones su mayor apoyo.
y necesitamos de ese dominio superior de sentimientos y emociones
que eleva a los hombres a la altura de un luminoso magisterio moral y
de una conducción histórica de gloria.

El Domador del pánico y el caos

y así fue como los Andes vieron asombrados trepar por sus riscos
y atravesar sus nieves a aquel ejército de locos de la libertad, comanda-
dos por la voluntad de un hombre más fuerte que sus rocas, que enfer-
mo venció sus asperezas y postrado doblegó sus cumbres, todos apoya-
dos desde la distancia por el bizarro pudor de mujeres que habían sabido
dar lo más precioso que tenían, sus hombres.

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La cuesta de Chacabuco los vio bajar incontenibles como torrentes
en primavera y arrollar al enemigo, estupefacto ante la audacia increíble
de su empresa. Santiago cayó, y el estandarte de la libertad flameó en
sus calles desquiciadas de alegría.

Pero un descuido tal vez, o un revés de la suerte, o una maniobra


inteligente de Ordoñez, o todo ello junto, desembocaron en la sorpresa
de Cancha Rayada. Las fuerzas argentino-chilenas que comandaban San
Martín y O "Hiqqlns fueron imprevistamente atacadas en la noche y dis-
persadas.

La alarma primero, luego la desesperación, y por fin el pánico y el


caos cundieron en Santiago. Llegó a decirse que OWHiggins había desa-
parecido y que San Martín se había suicidado. Nadie pensaba en la pa-
tria; cada uno pensaba en sí mismo; y muchos se apresuraron a abando-
nar la capital chilena llevándose cuanto podían.

Pero San Martín no había muerto, y el jueves 25 de Marzo de 1818


volvía a Santigo. Al llegar a una tinca ya cercana a la ciudad pidió per-
miso para quitarse el polvo del camino y lavarse la cara. y fue allí donde
la dueña, Doña Paula de Jara, rodeándolo con sus hijos y sus peones le
dijo: General. disponga usted de mis bienes, de mis hijos y de mis ser-
vidores. Tengo cincuenta hombres para su ejército.

San Martín agradeció la hospitalidad y la oferta de aquella mujer y


siguió su camino. Entró a Santiago y allí, desde su caballo, habló a la
muchedumbre desesperada que al verle llegar había salido corriendo a
recibirlo con renovada esperanza, para escuchar de su boca el relato
de los hechos: Chilenos, -les dijo el general argentino-- uno de esos
azares de la suerte que no es dable al hombre evitar hizo sufrir a nues-
tro ejército un contraste. Era natural que este golpe y la incertidumbre
os hicieran vacilar. Pero ya es hora de volver sobre vosotros mismos,
porque los recursos del patriotismo son inagotables. La patria existe, y
triunfará. Y yo empeño mi palabra de honor de dar en breve un día de
gloria a la América del Sud.

Diez días después -escasamente diez días después- San Martín


decidía el destino de América del Sud con el triunfo de Maipú, que ha
quedado en la historia militar como una pieza maestra del arte de la gue-
rra. Pero Maipú fue una victoria clave en las guerras de la independencia
y la América fue libre no tanto por la maestría estratégica y táctica del
general, cuanto por la fuerza moral del hombre que supo dominar el pá-
nico y el caos, que pudo transformar el desaliento y el egoísmo de un
pueblo aterrorizado en la generosidad y en la fe de mujeres como doña
Paula de Jara, y en diez días escasos reorganizar un ejército vencido y
desbandado, y convertirlo en una máquina de guerra incontenible.

Los abrazos de Maipú

El día de gloria prometido fue el 5 de Abril de 1818. Hacia la media

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tarde la suerte estaba echada en los campos de Maipú. Entrando en un
molino de la vecindad donde en ese momento un cirujano amputaba una
pierna a un oficial patriota, San Martín toma del suelo un papel man-
chado en sangre de libres, y escribe en él su lacónico parte de guerra
anunciando la victoria a O"Higgins que. herido seriamente en un brazo
en la noche aciaga de Cancha Rayada, ha quedado en Santiago para de-
fender la capital en eso de que la suerte sea adversa a las armas de la
libertad.

Pero O"Higgins no ha podido aguardar en la ciudad el resultado de


la acción. Al tener las primeras noticias de que la batalla se ha iniciado,
deja Santiago y al galope de su caballo llega al campo de la lucha cuan-
do, para decepción de su ánimo heroico. se desempeñan ya los últimos
choques entre los hombres de uno y otro bando.

Al ver entonces a San Martín, extendiéndole generosamente su


brazo sano, O"Higgins, exclama: -iGloria al salvador de Chile!-.

y San Martín, abriéndole los suyos y estrechándolo calurosamente


le contesta: General: Chile no olvidará jamás su sacrificio. al presen-
tarse en el campo de batalla con su gloriosa herida todavía abierta.

En ésto llega el general Las Heras con Ordóñez, el vencido jefe es-
pañol que había asumido valerosamente el mando de las tropas rea-
listas al huir Osario hacia la costa, donde lo esperaba un navío para
ponerlo vergonzosamente a salvo.

Al verse, Ordoñez y San Martín se reconocen: han sido camaradas


cuando jóvenes. Los ojos se miran profundamente, los brazos se abren,
y los dos pechos se confunden en emocionado abrazo.

Entre tanto Las Heras ha frenado el furor de los chilenos y argen-


tinos que, ciegos de sangre, estaban a punto de masacrar a los últimos
y heroicos realistas que todavía peleaban en los corrales de Espejo.

Los grandes hombres, aún en el fragor de la guerra, no pierden su


grandeza, por el contrario, se agigantan: O"Higgins exalta la gloria de
San Martín, que podía haber sido suya; San Martín olvida su gloria y
exalta el sacrificio de O"Higgins; Las Heras salva a los últimos realis-
tas indefensos: y San Martín y Ordoñez se abrazan por encima del cho-
que de sus causas.

Humo en el viento: Las Cartas de Osorio

Vencido en Maipú, el general Osario había huido tan precipitada-


mente del campo de batalla dejando al bravo Ordoñez el honor de una
derrota heroica, que en su prisa perdió por el camino la valija en la que
llevaba su correspondencia secreta. Esta valija cayó en poder del coro-
nel O"Brien, quien la entregó a San Martín.

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Cuando aquella maleta llegó a sus manos San Martín pudo haberla
abierto al momento para conocer los nombres de quienes en Santiago
le daban voz de amigo y lo traicionaban; pero el gran capitán dejó aque-
lla maleta cerrada en un arcón, y sólo siete días después de la batalla
se fue una tarde con el fiel O"Brien a un rancho en las afueras de San-
tiago, allí mandó encender un fuego, y solo, sin más testigo que la in-
mensidad del cielo, abrió aquella valija y, lentamente, fue leyendo y
arrojando al fuego una a una todas aquellas cartas... y el viento se
llevó en el humo los nombres de aquellos que tuvieron, así, en sus pro-
pias conciencias, el castigo más doloroso: el perdón de un gran hombre.
En estos episodios que llevan el sello de Maipú, el capitán de los
Andes encarna la diferencia que hay entre un hombre superior y los
hombres inferiores. Propias del mediocre son la debilidad y la cobardía
en la adversidad, el envanecimiento y la mezquindad en el triunfo, y la
saña con los vencidos. El hombre superior, en cambio, es fuerte en la
adversidad, sencillo y generoso en la victoria, y clemente hasta el per-
dón y el olvido de quienes lo traicionan.

Las armas y las letras

Estando en Chile, y debiendo viajar desde Santiago a Buenos Aires,


el gobierno trasandino dispuso una partida de 10 mil pesos fuertes para
sus gastos. San Martín rehusó aquél dinero y lo destinó para la crea-
ción de una biblioteca pública, diciendo: La ilustración es la llave maes-
tra que abre las puertas de la abundancia y hace felices a los pueblos.

Dos años después, como Protector del Perú, fundará la Biblioteca


Nacional, y en el acto de inauguración, al tiempo que donaba todos los
volúmenes de su biblioteca personal, decía: Los libros son más pode-
rosos que las armas para sostener la libertad.

Dos lecciones que exigen meditación: el claro sentido de la prio-


ridad de los valores del espíritu sobre los bienes materiales, al seña-
lar que el desarrollo económico depende menos de factores específica-
mente económicos cuanto del desarrollo y crecimiento de los valores
espirituales. Y el claro sentido de la prioridad de las letras sobre las
armas y de la razón sobre la fuerza.

Oropeles y austeridad

Algunas semanas después, nimbado por la gloria del triunfo de


Maipú, San Martín viajaba desde Santiago a Buenos Aires con el fin de
obtener del gobierno porteño el apoyo y la ayuda necesarias para armar
el ejército y equipar la flota que debían llevar la libertad a los pueblos
del Perú. Fue hacia la mitad de este viaje que recibió una carta del Di-
rector Supremo Pueyrredón, que desde Buenos Aires le escribía: Es
preciso se conforme usted a recibir de este pueblo de Buenos Aires las
demostraciones de amistad que está preparando. Si yo quisiera evitar-
las -como ~s su deseo- haría un insulto al más noble sentimiento,
ni puede usted tampoco resistirse sin ofender la delicadeza de toda esta
~ -

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ciudad que prepara su entrada con arcos y adornos para el héroe de Maipú.
Es, pues, de absoluta necesidad que usted mida sus jornadas a fin de
entrar de día y que me avise usted a tiempo para que salga a recibirlo
el Estado Mayor en Flores, donde hay ya emplazada una división de
artillería. Por último, mi amigo, hay ciertos sacrificios que es necesario
sufrir en favor de la sociedad en que se vive y del puesto que se ocupa.

A pesar de estas peticiones del Director y amigo, La Gaceta de


Buenos Aires comentaba días después: El general San Martín se halla-
ba el sábado a sesenta leguas de Buenos Aires y se esperaba que no
haría su entrada hasta el martes por la tarde. Pero el señor San Martín
no suele hacer las cosas como se esperan: el lunes, a las seis de la
mañana, estaba en su casa escapando a las demostraciones que desde
hacía mucho días le preparaba el reconocido público. Esta sobriedad no
es menos admirable que sus victorias, y es muy oportuno que nadie
ignore que no cabe la pequeñez de solicitar los honores del triunfo en
quien ha tenido la gloria de conquistarlos.

Sin duda Pueyrredón tenía razón, pero más razón tenía San Martín;
porque la grandeza de los pueblos no se hace con vítores sino con vic-
torias y, sobre todo en los momentos de crisis, la suprema victoria que
los pueblos necesitan es la de cada nombre sobre sí mismo.

En 1820, y días antes de partir hacia el Perú, se despedía de sus


hermanos argentinos con estas palabras: Compatriotas: se acerca el
momento en que yo debo seguir al destino que me llama. Voy a em-
prender la gran obra de dar la libertad al Perú. Mas antes de mi partida
quiero deciros algunas verdades ... Yo os dejo con el profundo dolor
que me causa la perspectiva de vuestras inminentes desgracias, des-
pués de diez años de libertad lograda con tantos sacrificios, esos sa-
crificios sirven hoy de trofeo a la anarquía que os despedaza. .. Voso-
tros me culpáis porque no he querido embanderarme en ninguno de
vuestros partidos. pero sabed que si me he negado a hacerlo ha sido
para no aumentar con mi participación las desdichas de la guerra civil.
En caso de haber escuchado vuestros reclamos hubiese debido renun-
ciar a la empresa de dar la libertad al Perú, y suponiendo que la suerte
de las armas me hubiese sido favorable en la guerra civil, yo habría
tenido que llorar la victoria con los mismos vencidos ...

Así fue como mientras tantos argentinos de pasiones fuertes rega-


ban las tierras de la patria con sangre derramada en luchas fraticidas,
el argentino de la gran pasión, heraldo y peregrino infatigable de la li-
bertad continental. desembarcaba sus soldados en las costas del Perú,
y les dirigía una proclama cuyas· palabras alumbran nuestra historia y
nuestro porvenir: Vuestro deber es consolar a la América. No venís a
realizar conquistas sino a libertad pueblos. El tiempo de la fuerza y la
opresión ha pasado: yo he venido a poner término a esa época de hu-
millación y dolor. Yo soy un instrumento de la justicia. y la causa que
defiendo es la causa del género humano.

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Hay algo de sagrado en esta afirmación de la vocación de grandeza
generosa y ecuménica con que se presentó a la faz del mundo la na-
ción de los argentinos. En la intuición luminosa del gran capitán, la na-
ción argentina ha nacido con una misión sagrada que comprende, en un
solo abrazo, los tres valores supremos de la convivencia humana: la
solidaridad, la libertad y la justicia, pilares de la paz.

El guerrero enamorado de la paz

La paz, en efecto, no la guerra, fue la suprema vocacron de San


Martín; quizás él admitiera que la paz fue su gran amor. V, por cierto,
ésta paz, molida con justicia, libertad y solidaridad. Así lo demostró en
la prontitud con que tanto en Miraflores como en Puchuca -iniciadas ya
con éxito las operaciones militares del Perú- abordó las tratativas que
buscaban el término de la guerra, sin poner más condición a este divino
don que la única que no podía excluirse porque era la razón dá ser de
toda la epopeya: la aceptación por Españade la independencia de Amé-
rica.

Lamentablemente, la paz no se dio ni con Pezuela ni con La Serna,


pero la guerra se hizo -en cuanto es posible- con hidalguía y huma-
nidad. Al romperse las negociaciones de Miraflores San Martín dijo, a
Pezuela:-Si se ha de hacer la guerra y cabe en ello alguna satisfacción,
será ciertamente con la confianza que Ud. me inspira de que disminuirá
en cuanto esté de su parte las desgracias de esa fatalidad, y le aseguro
que por la mía nada excusará al mismo fin.

V más adelante, agregó como respondiendo a un desafío moral: -


Haré ver que es posible hacer la guerra con humanidad.

Pero al conocer la guerra de represalias que se hacía contra los


criollos. escribe a Pezuela exhortándolo. con resuelta determinación:
-Hagamos la guerra con humanidad ya que hasta aquí no hemos podido
hacer la paz.

V tres años antes, después de Chacabuco,ya había escrito a Pezuela


proponiéndole un humanitario canje de prisioneros: -la guerra bajo
cualquier aspecto es un mal que se agrava por la rigidez de los que des-
graciadamente se ven estrechados a hacerla, y si V. E. quiere contribuir,
como lo creo. a consolar a las familias a las que pertenecen aquellos
desgraciados -los prlsloneros-> yo tendré placer por mi parte en co-
rresponder a las disposiciones ~e V. E.

V no se piense que el gran capitán propiciaba blanduras por astucia


militar o especulación política. y mueho menos por cobardía. Todo lo
tenía a su favor y no tenía motivo para diluir su fuerza y su energía. Sus
razones eran de una elevada filosofía humanista encarnada en una varo-
nil sensibilidad: -Hasta aquí -dice en un manifiesto en el que aclara
su postura en Miraflores- no me ha sido contraria la suerte de las ar-
mas; pero los males de la guerra han afligido siempre mi corazón.

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y a Monseñor Las Heras, arzobispo de Lima, le escribía en diciembre
de 1820: -Usted ve cuál ha sido hasta aquí el progreso de mis armas
y la poca fortuna que ha tenido el virrey así por mar como por tierra ...
por eso yo quisiera a toda costa que se tomase una decisión que pusiese
término a las desgracias públicas y precaviese el desorden que las vici-
situdes de la guerra causan familiarizando a los pueblos con la venganza
y la ferocidad. -Yo no soy sino un instrumento del destino -agrega-
y para cumplirlo de un modo digno quisiera poder evitar toda efusión de
sangre. Y concluye con esta observación, tan sensible como aguda: -
En una guerra en que la opinión vale más que la fuerza, las armas sólo
pueden aumentar las desgracias.

Por eso su gran anhelo, su sublime obsesión, es la Independencia


sin sangre: -Yo espero lleno de confianza -dice al marchar a Guaya-
quil a entrevistarse con Bolívar- que harerr _..:: el primer experimento
feliz de formar y consolidar un gobierno inrjependiente sin que cueste
lágrimas a la humanidad.

La guerra, pués, para San Martín es un recurso extremo y siempre


desgraciado, a cuyos desastres los pueblos se ven arrastrados por los
que desconocen y atropellan a la razón: -Cuando la necesidad pone las
armas en las manos de los que sólo desean el bien público -dice des-
pués en Miraflores- la fuerza sólo se emplea como último recurso para
obligar a los que la razón no ha podido persuadir.

Por eso, en el mismo documento, proclama: -No busco el campo


de batalla sino cuando es preciso pasar por él para llegar al templo de
la paz.

y por eso nada más lejos de su corazón que el ejercicio de las ar-
mas como instrumento de ambición o el campo de batalla como palestra
deportiva: -Prefiero la gloria de la paz a los honores de la guerra -le
dice al general Canterac, a fines de 1821, instándolo a la conclusión de
la guerra.

y después de la frustación de las negociaciones de Punchauca, ce-


rrado ya el cerco sobre Lima, muchos se preguntaban por qué no entraba
triunfante por las armas en la ciudad de los reyes, puesto que todo le
favorecía. Una delegación de limeños le visitó en su campamento y le
exhortó a hacerlo, por la fuerza si preciso fuera; pero el general contes-
tó: -¿Qué haría yo en Lima si sus habitantes me fuesen contrarios?
¿Qué ventaja sacaría la causa de la independencia en que ocupase mi-
litarmente a Lima, y aún todo el país? -Señores -les explicó- mi plan
es diferente: deseo ante todo que los hombres se conviertan a mis ideas,
y no quiero dar un paso más allá de donde vaya la opinión pública.

Lima, así, se le entregó no como virqen violada por la fuerza sino


como una novia que de largo tiempo espera con ansias a su amado.
Proeza de paz de un guerrero que jamás amó la guerra.

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Finalmente forzó la rendición de los bravos que a las órdenes del
general La Mar defendían la fortaleza del Callao con una estrategia maes-
tra: la guerra sin sangre, sin muertes, sin sables ni fusiles, la guerra
moral que culminó con la incorporación entusiasta del propio La Mar a
la causa de América, vencido en su corazón por aquel hombre que ver-
daderamente era "un instrumento de la justicia", y cuya causa era "la
causa del género humano".

Proeza de un guerrero enamorado de la paz.

El héroe y el apóstol

En la tarde del 26 de Julio de 1822 se inició la célebre entrevista, y


Bolívar supo encontrar la forma de condicionar el sueño del libertador
del Sur a su alejamiento del teatro de la guerra. (Y este fue el resultado
inmediato del histórico encuentro que mantuvieron los dos libertadores
en Guayaquil, en los últimos días de Julio de 1822).

A las cinco de la tarde del 27, concluídas ya las conversaciones,


Bolívar ofreció un magnífico banquete para despedir al general argentino
que esa misma noche regresaba a Lima. Y a la hora de los postres el
gran venezolano levantó su copa y brindó diciendo: -Por los dos hom-
bres más grandes de la América del Sud, el general San Martín y yo.

A lo que San Martín respondió brindando así: -Por la pronta termi-


nación de la guerra; por la organización de las diferentes repúblicas del
continente; y por la salud del libertador de Colombia.

Luego se inició el baile, que sobre el filo de la media noche alcanzó


un color algo subido. Fue entonces que San Martín dijo a su secretario:
-No puedo soportar este bullicio. Vámonos.

Y sin ser notado dejó aquella fiesta de risas y luces, y encamino


sus pasos en la sombra y el silencio de la noche rumbo al silencio y a
las sombras de su más grande victoria.

En aquel histórico brindis las almas de los dos hombres públicos


más grandes de la América del Sud quedaron desnudas para todas las
posteridades. Con ellas se descubren y definen para siempre la grandeza
del héroe y la grandeza del apóstol. En Bolívar la superioridad de un al-
ma que eleva a un hombre por encima de los otros; en San Martín la
superioridad de un alma que eleva a un hombre por encima de sí mismo.

Sacrificio y silencio

Dos días después de la entrevista, San Martín escribía al libertador


del norte: -Excmo. Señor Libertador de Colombia: don Simón Bolívar:
... Ios resultados de nuestra entrevista no han sido los que yo me pro-
metía para la pronta terminación de la guerra; desgraciadamente estoy

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convencido de que Ud. no ha creído sincero mi ofrecimiento de servir
bajo sus órdenes, o de que mi persona le es embarazosa. Mi partido (por
consiguiente) está tomado irrevocablemente: para el 20 del mes entran-
te he convocado el primer Congreso del Perú, y al día siguiente de su
instalación me embarcaré para Chile, convencido de que mi presencia es
el único obstáculo que le impide a Ud. venir al Perú con el ejército de su
mando.

Para mí hubiera sido el colmo de la felicidad poder terminar la gue-


rra de la independencia bajo las órdenes de un general a quien la Amé-
rica del Sud le debe su libertad: el destino lo dispone de otro modo y es
preciso conformarse.

He hablado a Ud. con franqueza, general, pero los sentimientos que


expresa esta quedarán sepultados en el más profundo silencio. Si se
trasluciesen, los enemigos de nuestra libertad podrían utilizarlos para
perjudicarla, y los intrigantes y ambicioso para soplar la discordia.

Con estos sentimientos, y con los de desearle sea Ud. quien tenga
la gloria de terminar la guerra de la independencia de la América del
Sud, se repite su afectísimo servidor,

José de San Martín.

Esta carta -que sepamos- no tuvo jamás respuesta, y su autor la


dió a conocer recién veintidos años después de escrita, diez y ocho des-
pués de la muerte del destinatario y veinte después de asegurada en
Ayacucho la libertad de América.

y dos años antes de morir, José de San Martín escribía al general


Ramón Castilla, presidente del Perú: -Si alqún servicio tiene que agra-
decerme la América es el de mi retirada de Lima. .. Pero este sacrificio,
y el no pequeño de haber guardado silencio absoluto de los motivos que
me obliaaron a dar ese paso, son esfuerzos que no está al alcance de
todos el poderlos apreciar .

.Este es el alto magisterio moral que hace de San Martín, hombre, el


libertador espiritual de los americanos.

"Me falta valor. , . "

Antes de marcharse definitivamente al ostracismo, aquella misma


tarde del 20 de Septiembre de 1922, San Martín se fue a una quinta en
las afueras de Lima en compañía del general Tomás Guido. Este amigo
entrañable le exhortó entonces, con razón y con pasión, a que no aban-
donara el teatro de la guerra y del gobierno, donde su presencia era tan
necesaria todavía. Pero el noble guerrero le contestó con la emoción de
quien se desgarra el pecho: -tenga usted por cierto, amigo mío, que por

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muchos motivos no puedo ya quedarme .:.. Pero voy a decírselo: uno de
esos motivos es la inexcusable necesidad a que me han estrechado, si
he de sostener el honor y la disciplina del ejército, de fusilar algunos je-
fes ... y me falta valor para hacerlo con compañeros de armas que me
han seguido en los días prósperos y en los adversos ...

Guido se quedó sin palabras.

Estaba en la cumbre de la grandeza.

Réplica a un pícaro

Un año después, cumpliendo su palabra y su destino, inmolado por


su América, José de San Martín vivía retirado en su chacra de Los Ba-
rriales, en Mendoza.

Tal como Guido lo previera, el Perú estaba convulsionado por fuertes


conflictos que por diferencias de opinión en unos y por ambiciones en-
contradas en otros enfrentaban entre sí a los patriotas hasta ayer unidos,
sumiendo al país en el caos de la anarquía y poniéndolo en peligro de
volver a caer en manos de los realistas, que nuevamente amenazabanla
capital.

Fue por aquel tiempo que el general recibió desde el Perú una carta
de Riva Agüero -mezcla de aventurero y patriota- que lo llamaba para
que se pusiera al frente del ejército revolucionario levantado contra el
Congreso Nacional que el propio San Martín había dejado constituído.
Indignado de que alguien pudiera creer que podía sublevarse contra auto-
ridades legítimas y manchar su sable con sangre de hermanos. contestó:
-Al ponerme usted semejante comunicación sin duda olvidó que escri-
bía a un general que lleva el título de Fundador de la Libertad del país
que Ud., sí, sólo Usted, ha sumido en la desgracia. Ciertamente al partir
de ese amado país yo ofrecí mis servicios para el caso de que alguna
vez el Perú los necesitara para salvar su libertad ¿pero cómo pudo Ud.
creer que el general San Martín podría ofrecer sus servicios a su des-
preciable persona y para emplear mi sable en una guerra civil? ¿no sabe
Ud. que jamás se ha teñido en sangre americana? ¿y cómo espera Ud.
que haya un solo oficial capaz de luchar contra su patria. y más que todo
a las órdenes de un canalla como Ud.? Y basta -corta y concluye sin
saludo- que un pícaro como Ud. no debe llamar por más tiempo la aten-
ción de un hombre honrado.

Los grandes hombres sufren siempre el acecho baboso y rastrero


de los mediocres y canallas llenos de bajas ambiciones. Son la prueba
de fuego de la autenticidad de su grandeza.
Los verdaderamente grandes acaban con ellos con la santa ira con
que San Martín fulminó a Riva Agüero. salvan su grandeza y salvan a los
pueblos. Los otros, los que caen en las telarañas de los enanos del espí-
ritu, pierden a los pueblos y opacan para siempre el brillo de sus glorias.

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"En busca de mi hija"

Poco después, un grupo de civiles y militares, desesperados ya, pu-


sieron en el Libertador su última esperanza, y a fines de aquel mismo
año le enviaban a Mendoza una carta que le entregó en propia mano el
capitán Carlos Postigo. El general abrió el pliego, y leyó: -El Perú, que
debe a Ud. las esperanzas de su independencia, hoy reclama el regreso
del fundador de su libertad. Vuelva Ud. con nosotros; su presencia des-
truirá la esperanza de todos los ambiciosos y hará desvanacer todos los
partidos que dividen y enfrentan al Perú. El pueblo volverá con entusias-
mo a ver al héroe que rompió sus cadenas.

El gran capitán respondió aquella carta diciéndoles a los peruanos


que lo que necesitaban no era un hombre providencial sino renunciar a
las ambiciones de partidos que los dividía y unirse hasta que se rindiera
el último español.

Pero lo más notable de aquella respuesta es el renglón final en el


que dice que escribe y firma la nota "con el coche a la puerta listo para
marchar a Buenos Aires en busca de mi hija".

[Oué lección la de este hombre singular que una vez más vence las
tentaciones del poder y de la gloria, y aún del legítimo desquite, para
entregarse a la tarea oscura y silenciosa de la educación de su hija, una
niña de apenas siete años! - Sin duda era conciente de que la paterni-
dad es la más alta función humana y la única que no admite sustitutos.

De regreso, pues, en Francia, sufriendo en su alma la anarquía que


despedazaba a su país, recibió algunos años después un oficio del go-
bierno de Buenos Aires que -en una hora diplomáticamente difícil- le
ofrecía el alto cargo de embajador plenipotenciario en el Perú.

El viejo general estaba enfermo y necesitaba un clima apropiado


para su salud, estaba pobre y necesitaba dinero, estaba lejos de su Amé-
rica y aún deseaba volver, porque la amaba -según su confesión a To-
más Guido- a pesar de que ella lo había calificado de tirano y ladrón.

Sin embargo declinó el ofrecimiento que se le hacía: -Si solamente


mirase mi interés personal -contestó- nada podría interesarme tanto
como el honroso cargo a que se me destina: un clima que es el que más
puede convenir a mi salud; la satisfacción de volver a un país cuyos ha-
bitantes me han dado tantas pruebas de desinteresado afecto; y la posi-
bilidad, estando allí, de cobrar las crecidas sumas que el gobierno del
Perú me adeuda. He aquí las ventajas que me resultarían de aceptar la
misión con que se me honra. Pero faltaría a mi deber si no manifestase
igualmente que, enrolado en la carrera militar desde los 12 años, ni mi
educación, ni mi instrucción las creo adecuadas para desempeñar con
acierto un cargo del que puede depender la paz de nuestra patria. Si la

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buena voluntad, un sincero deseo de hacer las cosas bien y la lealtad
más pura fuesen bastantes para el desempeño de tan honrosa misión, yo
podría ofrecerlos para servir a la república; pero su Excelencia sabe me-
jor que yo -concluye su respuesta a Rosas- que estos buenos deseos
no son suficientes.

No siempre los hombres lúcidos son honestos ni siempre los ho-


nestos son lúcidos, por eso hay tantos delincuentes admirables y tantos
idiotas útiles en el mundo, y por eso el mundo encuentra tan dificultosa-
mente su camino. Pero la historia corre hacia la grandeza cuando la lu-
cidez y la honestidad -como en San Martín- se abraza en la generosi-
dad del sacrificio.

Era el invierno de 1844. Una noche cruda de frío intenso. Cerca de


la chimenea de la casa, donde ardía el fuego tibio del hogar, había una
mesa. Ante ella se sentó el anciano general. tomó el papel y pluma y,
serenamente, con pausada reflexión, escribió: -En el nombre de Dios
Todopoderoso, a quien reconozco como Hacedor del Universo, yo, José
de San Martín, generalísimo de la República del Perú, Capitán General
de la de Chile y Brigadier General de la Confederación Argentina, visto
el mal estado de mi salud, declaro por el presente testamento lo si-
quiente:

19 Que dejo por única heredera de mis bienes a mi hija Mercedes


de San Martín ...

29 Es mi expresa voluntad que mi hija proporcione a mi hermana Ma-


ría Helena una pensión anual de 1000 francos para atender a su subsis-
tencia y a la de su hija Petronila...

39 El sable que me ha acompañadoen toda la guerra de la indepen-


dencia. .. le será entregado al general Juan Manuel Rosas, como una
prueba de la satisfacción que como argentino he tenido al ver la firmeza
con que ha sostenido el honor de la República contra las injustas preten-
siones de los extranjeros que trataban de humlllarla .

Declaro no deber ni haber debido jamás nada a nadie.

No quiero que se me haga nlnquna clase de funeral. Desde el lugar


donde falleciere se me conducirá directamente al cementerio, sin pompa
alguna; pero sí desearía que mi corazón fuese deposttado en el de Bue-
nos Aires ...

París, 23 de enero de 1844, escrito de mi puño y letra.

José de San Martín

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El último servicio:

Hay, sin embargo, otro testamento todavía, aunque no de su puño


y letra. En 1849.cuando el anciano rozaba ya los setenta años, Inglaterra
había por fin levantado el bloqueo del puerto de Buenos Aires. que con-
juntamente con Francia había mantenido por casi una década. Francia,
empero, continuaba, en terca soledad, su intento de quebrar la todavía
más terca resistencia del gobierno argentino, que no había cedido un
palmo en su defensa del suelo y del honor naci.onal. Esta situación tenía
a Francia embretada en la angustia de teter que irse, vencida, o tener
que quedarse, estérilmente, para salvar el amor propio. Desesperado,
el primer ministro Bineau, en París, necesitaba un argumento decisivo
para poder fin a una guerra que se hacía cada vez más pesada y más
inútil. Recurre entonces al viejo general americano que reside en Bou-
logne sur Mer, donde está postrado en su lecho, aquejado por forttst-
mos dolores. Bineau acude al anciano y le pide que por escrito le de
su opinión firmada sobre la guerra en el Río de la Plata, esperando con
ella convencer a los ciegos que todavía creían posible la rendicJón de
los argentinos a las exigencias de los franceses.

San Martín, imposieilitado de escribir, dictó La carta. Esta fue su


palabra: El diario "La Presse" acaba de publicar una carta que hace cua-
tro años escribía a un amigo inglés sobre la intervene.ión de Inglaterra
y Francia en el Río de la Plata, en la cual le decía que ni Francia ni
Inglaterra conseguirían sus propósitos, señalándole: "Bien sabida es la
firmeza de carácter del jefe que preside a la República Argentina. Nadie
ignora el apoyo que tiene en la campaña y en las demás provincias del
interior, y aunque se que en la capital tiene un buen número de enemi-
gos personales, estoy convencido de que todos se le unirán para com-
batir al extranjero. Por otra parte... yo no dudo que las dos potencias
con más o menos pérdidas y gastos se puedan adueñar de Buenos Aires,
pero estoy igualmente convencido de que no podrían sostenerse mucho
tiempo en tal situación. Pues, como es sabido, el principal alimento, por
no decir el único, del pueblo argentino es la carne, y se sabe con cuánta
facilidad se pueden retirar todos los ganados en muy pocos días y a
muchas leguas de la capital, formando un dilatado desierto en torno a
la ciudad, imposible de ser atravesada por tropas europeas... de modo
que siete u ocho mil hombres de caballería y unas pocas piezas de ar-
tillería son suficientes para que el general Rosas mantenga un cerrado
bloqueo por tierra de la ciudad de Buenos Aires y pueda impedir que
las tropas europeas salgan de ella sin quedar expuestas a la más com-
pleta ruina por falta de alimentos y recursos ... ",

Os escribo -termina la carta- desde mi cama. donde me hallo


rendido por crueles padecimientos...

Esta carta fue leída en el Parlamento de Francia, y fue tal la impre-


sión que produjo y eran tan claras y reales sus razones que el gobierno
de París levantó el bloqueo de Buenos Aires y la guerra concluyó.

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Así, desde el lecho de su última enfermedad, con sus mimos inca-
paces ya de manejar no sólo el sable sino aún la pluma, José de San
Martín, por la sola fuerza de su espíritu, era una vez más el libertador
de su patria.

Mensajeros de grandeza

Pocos meses después, José de San Martín moría, para dejar a sus
compatriotas, más allá de sus hazañas militares y de sus conquistas
políticas, una herencia espiritual que es a la vez una vocación, un man-
dato y un desafío; el desafío, la vocación y el mandato de ser, antes
que una potencia bélica, económica o política, un mensaje viviente de
elevados ideales y un evangelio vivo de grandeza moral, para gloria de
la Argentina, consuelo de América y esperanza del mundo.

Todo pueblo, lo mismo que todo hombre, tiene ante si la alterna-


tiva de un destino de grandeza o de mediocridad. La opción está en sus
manos.

y todo pueblo, lo mismo que todo hombre, que elige la grandeza,


enfrentará una segunda opción de prioridad: o el oropel de las grande-
zas políticas, económicas, tecnológicas y bélicas, o el oro puro de la
grandeza de espíritu.

Todos los argentinos, y cada uno, estamos hoy ante esta alterna-
tiva, y cada uno y todos debemos elegir.

José de San Martín enfrentó la misma alternativa.

Qui era Dios que nosotros sepamos elegir como él eligió!.

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