Tiene curiosa vigencia la creencia de que la ficción sirve para
evadirse de la realidad. Esta creencia nace del subjetivismo de la edad moderna, cuyo dualismo sujeto-objeto hace de las ideas fantasmas que no alcanzan la esencia de las cosas. Además, ha influido cierto gusto por lo negativo, lo frustrado, que, según Ricoeur, caracteriza al subjetivismo moderno.
El hombre vive inventando. No es que invente de vez en cuando, sino
que su realidad consiste en crear. Como dijo Leibniz, es un pequeño dios. Por otra parte, el hombre es el único animal de realidades. Solo el ser humano se enfrenta al mundo y percibe las cosas como realidades, es decir, como algo distinto de él. Percibe su alteridad, y no actúan sobre él como estímulos que desencadenan instintos y respuestas al entorno. El hombre debe buscar respuestas justificadas, porque no las tiene garantizadas por el automatismo de los instintos. La razón busca la verdad de las cosas para cimentar sobre ella respuestas que se ajusten al mundo. A continuación analizaremos la verdad y la ficción como aspectos esenciales del ser humano, y posteriormente intentaremos descubrir la relación entre ellos.
Empecemos por la ficción. El hombre es un ser por hacer, como
explicó Ortega. No tiene una naturaleza y por ello tiene que inventarse. Esto se manifiesta incluso en su cuerpo. Cualquier animal es más fuerte, más rápido. El hombre necesita crear vestidos, casas, adornos, se enfrenta al mundo ayudado por sus inventos. El hombre se cobija en la invención. Incluso la antropología ha mostrado que resulta esencial en la evolución el hecho de que los niños nazcan prematuros, incompletos. Es nuestra invención la que va completando, sin conseguirlo nunca plenamente, la infinitud de nuestro ser. Por tanto, la ficción nos completa, nos realiza.
Por otra parte, está la cuestión de la verdad. Zubiri dijo que la
inteligencia consiste en la actualización de la realidad en la inteligencia. El hombre se mueve entre realidades, las ve, las siente. Cualquier teoría, por complicada que sea, parte de esta aprehensión primaria de realidad, del mundo en el que vivimos, y consiste en una profundización en la realidad, en un despliegue de las posibilidades intelectivas que nos ofrece. Posteriormente nuestras ideas pueden ser verdaderas o falsas, pero esto es secundario, nos estamos moviendo ya en el ámbito de la realidad, de la verdad.
Pero la verdad es algo más, surge como un problema vital. La razón
se funda en la vida, pensamos para vivir y, por eso, la razón tiene la misma naturaleza que la vida: consiste en asimilar lo extraño y hacerlo propio, como hace cualquier forma de vida con su entorno. La razón es una función vital. Ortega lo descubrió genialmente. No comprendemos con la mente, en abstracto, sino que como dijo Julián Marías de una forma clara, precisa, exacta, “mi vida es la organización real de la realidad”. Es decir, mi vida es mi órgano de comprensión de la realidad. Cualquier otra forma de inteligencia no deja ver lo real y nos resulta abstracta, forzada, falsa.
Pues bien, lo esencial de esta comprensión vital de la verdad es que
no es nunca inmediata. La realidad es opaca y, como las obras de arte, hermética. No basta mirar las cosas para que su verdad se desprenda en nuestras manos. La verdad requiere un esfuerzo de interpretación, conceptos, ideas vagas, teorías, metáforas, supuestos, hipótesis, imaginaciones. La verdad solo nos ofrece su verdad cuando recibe antes de nosotros las mejores de nuestras ficciones, nuestros más perfectos sueños.
Por otra parte, la ficción no solo es ciencia, sino también novelas,
música, arquitectura. Podemos preguntarnos si también esas formas de la imaginación nos permiten comprender la realidad o nos evaden de ella. Hay que tener en cuenta varias cosas. En primer lugar, la autonomía de la belleza tal y como la expone Gadamer. La ficción artística yergue su independencia ante nosotros, como la verdad. No podemos cambiar las notas de una sinfonía sin que la obra se derrumbe. Esto nos lleva a otro aspecto de la ficción artística: representa lo esencial, aquello a lo que no le falta ni sobra nada. Por esto, es posible acusar de falta de verdad a una obra, “Ce n’est pas une pipe”. Pero quizá lo más relevante es el proceso creador de la ficción. Hölderlin decía que para escribir tienen que haberse antes desmoronado los términos conocidos. No se crea belleza aplicando unas palabras ya conocidas, como si fueran un instrumento, como el Morse, a algo ya conocido. La palabra imaginada se levanta al tiempo que lo que nombra, es lo que nombran. Por esto, la ficción no es tanto una construcción como un descubrimiento. Igual que una teoría desvela alguna región del universo, el artista descubre algo, ha llegado a una región donde nadie ha estado antes. De ahí la extrañeza que pueden sentir los artistas ante su obra, como Haydn ante su Creación.
No hay forma de que la ficción nos aleje de la realidad. Decía
Aristóteles que hacer una buena metáfora significa comprender adecuadamente la relación entre las cosas. Estamos en la realidad y las ficciones nos sirven para adentrarnos más en ella. Habla Rilke en su Libro de las Horas de cómo cae una piedra, y dice: “A cada cosa la vigila una bondad dispuesta al vuelo”. Contemplamos el espectáculo gravitatorio descubierto por Newton y comprendemos que su belleza es el resplandor de su propia realidad, que Rilke hace visible en la ficción del verso. Al leer en Valle Inclán: “la luz caótica del relámpago”, pienso: “Eso es”. Tenemos el ser en la palabra, el resplandor de la realidad contenido en la belleza del adjetivo, llegamos a la verdad en la ficción.