Sie sind auf Seite 1von 27

çLOS TERMINOS DE LA TERAPIA FAMILIAR ESTRUCTURAL

CARTER C. UMBARGER.

La terapia familiar estructural convierte las abstracciones de la teoría general de sistemas


en descripciones de la vida cotidiana de la familia y en prescripciones para la intervención
terapéutica. En este capítulo introducimos los principales términos teóricos y perspectivas del
abordaje estructural tomando como foco el desarrollo normal de la familia, la patología familiar y
su terapia. Como lo va conociendo el lector, los términos y puntos de vista de un enfoque
sistémico y estructural suenan poco accesibles y de difícil aprehensión. Hablar en lenguaje
sistémico y estructural es como hacerlo en una lengua extranjera. Ahora bien, lo mismo que en el
aprendizaje de un idioma extranjero, parece conveniente hablar solo éste al tiempo que se lo
aprende activamente. En estas páginas seguimos el consejo. Escasas serán nuestras
referencias al lenguaje consabido y a los términos de la psicología individual, y en cambio
emplearemos de manera consistente un vocabulario sistémico para describir los fenómenos
ordinarios de la vida familiar. El dominio aun parcial del contenido de este capítulo, y del anterior,
nos procurará suficiente fluidez para mayores logros que preguntar por el baño o el bar.
Empezaremos considerando la manera en que los estructuralistas miran el desarrollo familiar
normal.

Concepción sistémica del desarrollo familiar normal

Explicaba Minuchin en 1974: una familia que funciona con eficacia es un sistema social
abierto, en transformación, que mantiene nexos con lo extrafamiliar, que posee capacidad de
desarrollo y tiene una estructura de organización compuesta por subsistemas. En 1981, él y
Fishman ampliaron este concepto para incluir la enunciación, más elaborada, de Prigogine
(Glansdorff y Prigogine, 1971), a saber, que los sistemas vivos se componen de “estructuras
disipadoras”, es decir que no se limitan a permanecer en un estado constante, como las
estructuras de un cristal. Las estructuras de un sistema vivo tiene que mantenerse siempre en un
estado de fluir, y esto las vuelve aptas para alcanzar órdenes nuevos de complejidad y niveles
nuevos de organización adaptativa. Las estructuras antiguas se disipan y, en el fluir de su
disipación, son reemplazadas por otras nuevas que a su turno y a su tiempo, en razón de las
demandas evolutivas del medio, desaparecerán también. Explican Minuchin y Fishman: “En un
sistema vivo, las fluctuaciones, sean de origen interno o externo, guían el sistema hasta una
nueva estructura. Y continúan, citando a Prigogine:

“Una estructura nueva es siempre el resultado de una inestabilidad. Nace de una


fluctuación. Mientras que por lo común las fluctuaciones son seguidas por una respuesta que
retrotrae el sistema a su estado imperturbado [es lo que ocurre en sistemas cerrados}, en el punto
de formación de una estructura nueva, por el contrario, las fluctuaciones se amplifican”.

Y apuntaban, en el mismo sentido en que otros teóricos lo han hecho recientemente, que
en terapia familiar se ha venido insistiendo demasiado en la capacidad de la familia para
mantenerse como es. Una teoría del desarrollo familiar debe tomar en cuenta por igual la
capacidad del sistema para trasformarse, para alcanzar en sus estructuras estados nuevos de
complejidad y de diferenciación adaptativa.

A fin de examinar la evolución de los sistemas familiares, Minuchin y Fishman tomaron de


Koestler (1979) el término holón: lo introdujeron para describir entidades que son en si mismas un
todo, y simultáneamente son una parte de un todo supraordinado. El término de Koestler se
construyó con la palabra griega holos (todo) y el sufijo on, que evoca una partícula o parte (como
en protón). Holón se puede emplear para describir colectividades extensas, o el holón de los
hermanos, o la unidad de dos personas, por ejemplo el holón de una madre con su hijo (lo que
permite evitar términos patognómicos como simbiosis), o también el holón individual.

Minuchin y Fishman adoptaron el término en su estudio de 1981 porque para el terapeuta


“la unidad de intervención es siempre un holón”. Así exponen los atributos del holón:“Cada holón
–el individuo, la familia nuclear, la familia extensa y la comunidad- es un todo y una parte al mismo
tiempo, no más lo uno que lo otro y sin que una determinación sea incompatible con la otra ni
entre en conflicto con ella. Cada holón, en competencia con los demás, despliega su energía a
favor de su autonomía y de su autoconservación como un todo. Pero también es vehículo de
energía integradora, en su condición de parte. La familia nuclear es un holón de la familia
extensa, esta lo es de la comunidad, y así. Cada todo contiene a la parte, y cada parte contiene
también el “programa” que el todo impone. La parte y el todo se contienen recíprocamente en un
proceso continuado, actual, corriente, de comunicación e interrelación”.

Minuchin ha prestado considerable atención al individuo como subsistema distinto, holón,


que se desarrolla en contexto. Exponía en 1974: “¿Qué se ha hecho de la antigua idea de un
individuo que actúa sobre su ambiente? Se ha convertido en el concepto del individuo que
interactúa con su ambiente un hombre no es su propio yo sin sus circunstancias”. Cuestionaba las
perspectivas que sobre él yo individual se tenían, y según las cuales el contexto familiar es en
verdad enemigo del desarrollo individual, y que el criterio de la genuina salud emocional era estar
completamente “diferenciado” de la propia familia. Por el contrario, un ser humano se tiene que
considerar existiendo primeramente en un contexto interpersonal. No existen genuinos ermitaños,
sino sólo personas que se nutren de un perpetuo e imaginario diálogo con aquellos a quienes
rehuyen; de la misma manera, la perspectiva estructural sostiene que la identidad individual y el
“alma” individual sólo existen como constructos del contexto interpersonal. No se cuestiona la
existencia de atributos estrictamente interiores de la individualidad, por ejemplo rasgos genéticos.
Pero se entiende que la identidad individual se desarrolla en principio por su interacción con el
contexto interpersonal. “El holón individual incluye el concepto de sí-mismo en contexto. Contiene
los determinantes personales e históricos del individuo. Pero va más allá, hasta abarcar los
aportes actuales del contexto social” (Minuchin y Fishman, 1981, Siguiendo a Bateson (1972), los
estructuralistas han sostenido que las características eminentes del individuo, incluida la noción de
“espíritu”, están determinadas por su pertenencia a un grupo humano, de los que el más originario
e influyente es la familia. Con palabras de Minuchin: “ la vida psíquica del individuo no es en
totalidad un proceso interior. El individuo influye sobre su contexto y recibe el influjo de este en
secuencias de interacción de constante recurrencia. Sus acciones están gobernadas por las
características del sistema ”.

Tres puntos importantes cabe destacar aquí. En primer lugar, este modelo concede a la
actividad individual el poder de alterar el contexto en que se sitúa. Esto armoniza con un modelo
genuinamente cibernético, por más que los sostenedores de la terapia familiar estructural se
hayan mostrado renuentes a prestar demasiada atención al individuo como tal, temerosos de
enredarse en cuestiones de psicología intrapsíquica. El estructuralismo, al menos en el plano
teórico, atribuye al individuo un lugar en el lazo cibernético. En segundo término: el pasaje que
acabamos de citar, del trabajo de Minuchin de 1974, presenta total compatibilidad con una
concepción sistémica de la conducta, a saber, que el individuo participa de continuo en una
reciprocidad con el ambiente, y que ambos se influyen entre sí según el modelo de la circularidad
de la causa y el efecto. No es esta una posición nueva en las ciencias de la conducta, pero los
estructuralistas la han destacado más, con su persistencia en apreciar la psicología individual en
su nexo con el contexto interpersonal. El específico aporte teórico de este modelo es la
consistente referencia a esas estructuras de interacción, que pone de manifiesto la manera en que
ellas constriñen y configuran a los individuos en el interior del sistema. Por último, un corolario
importante: la experiencia interior de un individuo cambia cuando lo hace el contexto en que vive.
La idea de que un contexto modificado lleva a modificar el carácter individual es una axioma de la
terapia familiar estructural que se sitúa en marcada contraposición a los modelos de cambio
sustentados por otras escuelas de psicoterapia.

El desarrollo del sí-mismo en contexto y, de rechazo, la modificación del contexto en que


se sitúa el sí-mismo son los temas rectores de una concepción estructural del desarrollo familiar
normal. Es la tarea de la vida: entrelazar la diversidad del crecimiento individual con la unidad de
la pertenencia al grupo familiar. La variedad de la conducta persona, aquella que es realización
del yo, se tiene que equilibrar entonces con las constantes del sistema total a medida que este se
desenvuelve en el tiempo ajustándose a las demandas, siempre cambiantes, de su contexto
ambiental. “La familia es un sistema abierto en transformación; queremos decir que se mantiene
en continuo intercambio de entradas { inputs} con lo extrafamiliar y que se adapta a las demandas,
en cada caso diferente, del estadio evolutivo en que se encuentra” (Minuchin, 1974). Por otra
parte, este proceso de socialización individual y de desarrollo familiar es, por naturaleza,
conflictivo; de ahí que siempre sea preciso encontrar un equilibrio, una norma que preserve tanto
al individuo como al sistema. En el interi0or del sistema familiar se desarrollan pautas de
transacción destinadas a asegurar que la conducta de los miembros individuales se regule en
armonía con el guión general, el que comanda la supervivencia de la familia en el mundo
circundante. Estas pautas se mantienen merced a dos fuentes de constreñimiento. La primera es
genérica y proviene de las reglas universales que gobiernan la organización familiar. Por ejemplo,
en todas las formas de organización social tienen que existir jerarquías de poder y una
complementariedad de roles. La segunda fuente de constreñimiento es específica: la
configuración en extremo personalizada que una familia imprime con el paso de los años a las
diversas rutinas cotidianas que pone en práctica en el curso de su vida. En estas formulaciones, y
también en buena parte de las consideraciones que Minuchin dedica a la patología, tenemos
explícita una concepción del ciclo de vida familiar, que se inicia con el casamiento de la pareja y
culmina, ya crecidos los hijos, con su regreso a los originarios roles conyugales.

Para alcanzar una descripción más completa de los caminos por los cuales la familia
normal llega a ser un sistema viable, que se abastece a sí mismo y asiste a las necesidades más
individualizadas de sus subunidades, los estructuralistas han señalado tres grandes aspectos en
el grupo familiar.

El primero es que se divide en subsistemas, ordenados en posiciones jerárquicas en


muchos casos; estas pueden estar dadas por definición, como entre padres e hijos, o en virtud de
una realidad funcional, por ejemplo la división entre hermanos obedientes y hermanos rebeldes.
Minuchin (1974) atribuyó suma importancia a estos subsistemas en su visión del desarrollo
familiar. “La organización en subsistemas procura una valiosa formación para el proceso en virtud
del cual el “yo soy” diferenciado se mantiene al tiempo mismo que en diferentes niveles se
ejercitan destrezas interpersonales”. Los individuos pertenecen a diferentes subsistemas, y en
estos variados contextos aprenden diferentes destrezas de vida.

En segundo lugar, los subsistemas se crean y perduran porque se establecen fronteras


claras que a modo de rutinas separan y protegen a sus especializadas funciones de las que son
propias de otros subsistemas. Ahora bien, se tiende a imprimir en este concepto de frontera una
concreción que lo aísla de los procesos vivos de la conducta cotidiana. Pero una frontera no es
una línea de mágica separación que el clínico trazara en su diagrama de la estructura familiar. Es
una metáfora de la accesibilidad a un holón. Esta metáfora pone de manifiesto el camino y las
reglas que permiten entrar en contacto con diversas unidades del sistema familiar. Y las
cualidades metafóricas que en efecto posee determinada frontera (si es cerrada o abierta, por
ejemplo) dependen exclusivamente de las transacciones conductuales rutinarias que regulan de
manera consistente, en el curso del tiempo, el flujo del tráfico de informaciones y de energía de un
holón a otro.

La metáfora de frontera se define de manera muy semejante a la metáfora de estructura:


ambas son constructos que denotan intercambios conductuales recurrentes entre los miembros de
holones adyacentes. En cierto sentido las fronteras son la ocasión para la existencia de una
estructura. Sin una permanente actividad de frontera no se formaría estructura: se estaría frente
a indefinidas secuencias de conductas nuevas. Pero ocurre que hay una buena cuota de
redundancia en la vida familiar. Nacen fronteras y se forman estructuras. A todas luces, en
consecuencia, la función de las fronteras es proteger la diferenciación del sistema y permitir la
emergencia de estructuras.

Para resumir: no existe sistema familiar abierto, adaptativo, que no se diferencie en


holones o subsistemas. Estos se constituyen por el desarrollo de transacciones conductuales así
genéricas como individualizadas. La repetición de estas transacciones asegura la durabilidad y
viabilidad del subsistema. Las metáforas de frontera y de estructura se emplean para describir el
ordenamiento recíproco de estos subsistemas y el grado de contacto que entre ellos mantienen.
Ahora bien, la perduración de los subsistemas es relativa, y obligadamente alterna con la
necesidad en que está el sistema total de responder a una pauta de estructuras disipadoras, que
son remplazadas por otras nuevas, más complejas. De esta manera, “el desarrollo de la familia
normal incluye fluctuaciones, períodos de crisis y su resolución en un nivel más elevado de
complejidad” (Minuchin y Fishman, 1981).

C ONCEPCIÓN SISTÉMICA DE LA PATOLOGÍA FAMILIAR .


Ya se ha señalado, respecto del desarrollo normal:

“La familia está sujeta a presiones internas, que provienen de los cambios evolutivos de
sus propios miembros y subsistemas, y a presiones externas, que provienen de la necesidad de
adecuarse a las instituciones sociales significativas que influyen sobre sus miembros. En
respuesta a estas demandas de dentro y de fuera, los miembros de la familia tienen que operar
constantes transformaciones de su posición recíproca, de suerte que puedan crecer al tiempo que
el sistema familiar mantiene su continuidad” Minuchin, 1974).

De esto se sigue que la patología connota un déficit acusado y persistente en la


negociación razonable de esas presiones. “Parece entonces que el rótulo de patología conviene
reservarlo a familias que frente al stress incrementan la rigidez de sus pautas de transacción y de
sus fronteras, y evitan explorar alternativas o son renuentes a hacerlo” (Minuchin, 1974). La
operación de una familia es normal si se adapta a las inevitables presiones de la vida de manera
de preservar su continuidad y facilitar reestructuraciones. En cambio, si reacciona produciendo
rigidez, sobrevienen conductas disfuncionales. Esa es una patología de la familia; su sede es el
grupo como un todo, no un miembro individual.

En armonía con la perspectiva de la teoría sistémica según la cual el desarrollo normal de


la familia requiere de la alternancia entre períodos de homeostasis y períodos de crisis y
fluctuación, Minuchin y Fishman señalaron que los problemas de la familia “se deben a que se ha
atascado en la fase homeostática” (1981). Lo paradójico es que la ausencia de crisis sistémica
caracteriza a una familia inmovilizada por las combinaciones homeostáticas de una fase evolutiva
que pierde más y más actualidad a causa de demandas de cambio que provienen del interior del
grupo familiar o del ambiente más vasto.

En los diversos casos que los estructuralistas describen se disciernen cuatro categorías
principales de patología familiar: patologías de frontera, de alianza, de triángulo y de jerarquía.
Desde luego que cada una hace su parcial aporte nocivo en las demás categorías. Por ejemplo
es difícil observar una patología de alianza que no incluya una patología de frontera. De todas
maneras, estas categorías nos permiten esquematizar la concepción estructural de la patología.

P ATOLOGÍA DE FRONTERAS

Los subsistemas familiares se singularizan menos por su composición que por la cualidad
de sus fronteras. Por ejemplo, un subsistema parental puede estar compuesto beneficiosamente
por una madre y una abuela, o una madre y un hijo parental. Perturbaciones sólo se generan
cuando las conductas de frontera de quienes participan en los subsistemas se vuelven
inadecuadamente rígidas o débiles, y de ese modo estorban un intercambio adaptativo de
informaciones con los subsistemas circundantes. La versión de la patología de fronteras expuesta
por Minuchin (1974) se puede fundamentar en la teoría de sistemas. Sostuvo que la dimensión de
frontera va de lo desacoplado a lo enmarañado, extremos entre los cuales se extiende un dominio
normal.

El sistema familiar enmarañado se caracteriza por la extrema susceptibilidad de respuesta


de sus miembros individuales, unos a otros y a su subsistema directo. La distancia interpersonal
suele ser escasa, considerable la confusión de las fronteras subsistémicas, e inadecuadamente
prontas y obligadas las respuestas a la actividad de miembros de la familia. “La conducta de uno
de los miembros afecta inmediatamente a otros, y la tensión de un miembro individual reverbera
con intensidad a través de las fronteras y velozmente produce ecos en otros subsistemas”
(Minuchin, 1974). Son necesarios estos conceptos de tiempo, de fuerza y de reverberación,
tomados de la teoría general de sistemas, para comprender a la familia enredada y a su opuesta,
la familia desacoplada. En la familia desacoplada, hay excesiva distancia interpersonal; las
fronteras que separan a los subsistemas son rígidas, y es escaso el potencial de reverberación. Si
en la familia enmarañada un suceso de poca importancia, como el resfriado de uno de los hijos,
basta para suscitar una solícita y sobreabundante atención médica en los dos padres, la familia
desacoplada es capaz de tolerar importantes patologías individuales sin enterarse demasiado. En
una familia desacoplada, un hijo adolescente había permanecido tres días arrestado por drogas.
Los padres ni se enteraron ni se preocuparon por su ausencia; creían que simplemente llegaba
tarde por la noche a casa y se iba muy temprano, antes que los otros miembros de la familia
despertaran.

Ejemplos de miembros enmarañados abundan, sobre todo en informes acerca de familias


con hijos muy perturbados. En una familia enmarañada con un hijo al que se había diagnosticado
esquizofrenia, la madre y el padre diariamente pesaban la comida que este ingería y sus
deposiciones, y se afligían mucho cuando descubrían una discrepancia entre los dos pesos. La
figura 2-1 presenta estas patologías de frontera siguiendo las notaciones diagramáticas de
Minuchin:

Subsistemas enmarañados Subsistemas desacoplados

Figura 2-1. Representación diagramáticas de patologías de frontera subsistémica.

Unidad familiar enmarañada Unidad familiar desacoplada.

Figura 2-2. Conducta perturbada, de alianzas, en los dos extremos de la patología de fronteras.

Fronteras perturbadoras son la expresión subsistémica de alianzas perturbadas entre


miembros de la familia. En la familia enmarañada padres e hijos tienden a estar
sobreinvolucrados, mientras que en la desacoplada tienen concernencia escasa. Estos dos tipos
de familia se pueden caracterizar además por referencia a la frontera de la unidad familiar,
perspectiva que aclara todavía más la posibilidad de perturbaciones en la conducta de alianza.

En la familia enmarañada, la frontera que la circunda suele ser rígida y cerrada, con
tendencia a dejar fuera el mundo externo y a aprisionar a sus miembros, manteniéndolos cautivos
en los entrampamientos de los subsistemas que, inversamente, tienen fronteras que por ser
difusas no promueven la autonomía individual (véase la figura 2-2). En los casos en que no
existen fronteras apropiadas y claras entre miembros de la familia, y en los que se desmiente la
posibilidad de contactos correctivos con el mundo externo, las alianzas entre los miembros de la
familia son demasiado estrechas. Esto proporciona un exagerado sentimiento de pertenencia al
grupo familiar, con mengua del sentimiento de autonomía, de ser uno mismo. Por otro lado, la
frontera que circunda a la familia desacoplada es muy difusa, y por eso no ofrece una regulación
acorde de las intrusiones de la sociedad ni del ir y venir de los miembros de la familia. La facilidad
con que se cruza esta frontera general se sitúa en marcado contraste con la rigidez de las
fronteras internas entre subsistemas, que impiden a sus miembros mantener entre sí contactos
significativos o predecibles. En este ordenamiento son escasas las señales referidas a la
identidad y la conducta, y esto propende a que sus miembros busquen definiciones en grupos
ajenos.

PATOLOGÍA DE ALIANZAS.

La perspectiva estructural pone de manifiesto la pauta de divisiones y alineamientos entre


miembros de la familia, y así nos orienta sobre las afiliaciones. La estructura de la familia consiste
en las alianzas y los antagonismos entre los miembros, y también en las fronteras productoras de
subsistemas duraderos. Hemos visto que se pueden producir patologías de frontera, y del mismo
modo existen patologías de alianzas. Estas son de dos tipos principales: desviación de conflictos
o designación de chivo emisario, y coaliciones intergeneracionales inadecuadas.

En las alianzas que consuman una desviación del conflicto observamos la pauta, común
en la clínica, de dos padres que manifiestan una total ausencia de conflicto entre ellos, pero están
sólidamente unidos contra un hijo individual o una subunidad de hijos. La desviación del conflicto
reduce la presión sobre el subsistema de los cónyuges, pero a todas luces impone tensión a los
hijos. Suele ser difícil para el clínico tratar este ordenamiento: tiende con demasiada facilidad a
simpatizar con el hijo chivo emisario y a menudo traba con este una alianza que no permite a la
propia familia organizar acciones de rescate, suceso que si se produce revelará valiosos datos
acerca de sus nexos estructurales.

Las pautas de desviación y del chivo emisario se descubren en general con más facilidad
que las coaliciones intergeneracionales. Encubiertas o manifiestas, es típico el caso en que estas
comienzan con una estrecha alianza antagónica de un progenitor y un hijo contra el otro
progenitor. Un ejemplo es una madre que fuerza a su hijo a sumarse a continuos, si encubiertos,
reproches dirigidos al padre. (Véase la figura siguiente).

Madre Hijo Padre

Figura 2-3. Ejemplo de coalición intergeneracional.

Estas coaliciones pueden incluir a más miembros y aun a todos los restantes. Nótese que
aquí un término crítico es intergeneracional. Cuando la coalición (ordenamiento que es desafiante
y combativo por su inevitable oposición a un tercero) incluye una alianza intergeneracional, el
resultado es por lo general patológico. Desde luego que nos referimos a coaliciones que llevan
una duración considerable y que recaen sobre una diversidad de temas familiares; las coaliciones
temporarias, formadas con objetivos limitados, están exentas de toda connotación patológica.

P ATOLOGÍA DE TRIÁNGULOS

Las coaliciones desviadoras e intergeneracionales son formas específicas de


triangulación. Cada ordenamiento tiende a enfrentar dos miembros de la familia con un tercero, si
bien otros miembros se pueden sumar a cualquiera de los bandos. Siguiendo a Caplow (1968),
los estructuralistas han sostenido que por su naturaleza los triángulos tienden a ser inestables, a
resolverse periódicamente en ordenamientos de dos contra uno. Si esos dos son los padres,
estamos frente a un caso de desviación. Si son un progenitor más un hijo, tendremos un caso de
alianza intergeneracional. Desde luego que se puede afirmar que también las diadas son por
naturaleza inestables, y que sólo se vuelven estables en un estado de triangulación, a saber, sólo
si su frontera de subunidad está definida claramente por la presencia de una tercera persona
excluida.

Triangulación. Coalición progenitor-hijo

Madre Padre Madre Padre

Hijo Hijo

Triada desviadora-atacadora Triada desviadora-asistidora

Madre Padre Madre Padre

Hijo Hijo

Figura 2-4. Cuatro triángulos patológicos que representan la manera en que de conflicto
familiar es desviado, ocultado o expresado por la vía de coaliciones intergeneracionales.
(Adaptado de Minuchin S., Roseman, B.L. y Baker L., Psychosomatic families: Anorexia nervosa
in context, Cambridge, Massachusetts: Harvard University Press, 1978.)

Pero como quiera que fuere, esta estructura de alianzas, si perdura lo suficiente, resultará
muy gravosa para los dos bandos, y se producirá una conducta sintomática.

Estos casos de alianza equivocada, lo mismo que los desequilibrios jerárquicos, se


pueden presentar en función de triángulos perturbados. En su trabajo sobre familias
psicosomáticas, Minuchin, Roseman y Baker (1978) presentaron una tipología de tríadas rígidas.
La hipótesis inicial fue que los hijos podían ser utilizados para ocultar o refractar un conflicto
parental; sobre ese supuesto describieron cuatro ordenamientos triádicos que hacían más
probable la aparición de una conducta sintomática en el hijo. Los presentamos en la figura 2-4.
Lynn Hoffman ha expuesto sucintamente estos ordenamientos:

“Triangulación” describe una situación en que dos progenitores, en conflicto manifiesto o


encubierto, intentan ganar, contra el otro, la simpatía o el apoyo del hijo {este es un} triángulo que
tiene dos lados positivos, y que connota un intenso conflicto de lealtades. “Progenitor-hijo” es una
expresión más manifiesta de conflicto parental, aunque la familia demande terapia para un niño
problema. Uno de los progenitores se alía con el hijo contra el otro progenitor, y es a veces difícil
determinar si experimenta dificultades más serias el niño o el cónyuge excluido. La intensa
proximidad del hijo al progenitor preferido puede producir sintomatología, sobre todo cuando el
natural proceso de crecimiento introduce tensiones en la estasis progenitor-hijo. Las triadas
“desviadoras” son de dos tipos. En una tríada “desviadora-atacadora” lo común es que, en la
percepción del clínico, los padres tomen al hijo como chivo emisario. Este presenta una conducta
perturbada o “mala”, y los progenitores se asocian para gobernarlo, si bien es frecuente que uno
de ellos esté en desacuerdo con el otro acerca del modo de manejarlo, y es posible que los dos se
muestren inconsistentes en ese manejo. En esta categoría se incluyen la mayoría de las
perturbaciones de conducta en niños. En una tríada “desviadora-asistidora”, los progenitores
enmascaran sus diferencias tomando como foco a un hijo definido “enfermo”, y muestran
grandísima y sobreprotectora aflicción por él. Esto los une mucho, y es un rasgo frecuente en
familias en que la tensión se expresa en trastornos psicosomáticos. Todas estas tríadas (...) se
pueden observar en familias con hijos psicosomáticos, pero también caracterizan a familias en que
los niños tienen otros problemas”. (1981).

P ATOLOGÍA DE JERARQUÍAS

La inversión de las jerarquías de poder se considera a menudo la más destructora fuerza


para la estructura de la familia. Haley la ha indicado como fuente principal de perturbación, en el
libro que recientemente ha publicado sobre el tratamiento de jóvenes con perturbación grave
(1980). En cierto sentido, las dificultades jerárquicas son una forma especial de patología de
alianza, por ejemplo el caso de una madre y su hijo que forman una subunidad parental con
exclusión del padre. Pero estas inversiones se pueden producir no en alianza diádica, sino en
situaciones en que participa una sola persona. Por ejemplo, el padre pierde su empleo y la madre
se ve obligada a trabajar fuera del hogar; esto genera diversos desequilibrios jerárquicos, por
ejemplo, el padre se queda en el hogar y se dedica más a la crianza de los hijos, mientras la
madre permanece afuera, luchando con las presiones que supone un trabajo de tiempo completo.
Se concederá que este estado de cosas crea una diferencia, pero que determine o no una
patología dependerá de la fuerza con que la cultura tradicional de clase media haya impreso su
marca en la familia. Si ésta suscribe por entero una pauta estereotipada de normalidad, o si la
cultura circundante proporciona escaso apoyo a esa inversión de roles, el padre en función de
ama de casa y la madre en función de ganar el pan pueden significar una inversión de jerarquías
suscitadora de dificultades para la familia.

Esas apreciaciones valorativas intervienen en menor medida en el caso de familias


dirigidas por los niños. Si el poder ejecutivo se ha conferido a un niño, como se lo observa a
menudo en familias con hijos seriamente afectados en el plano médico o en el psicológico, en casi
todas las subunidades del sistema familiar aparecerá una conducta disfuncional. Un arreglo así
no puede durar mucho en la familia, y con seguridad que no le permitirá satisfacer las demandas
que desde fuera se le hacen: los niños no pagan cuentas, ni negocian cuestiones educacionales
ni toman decisiones médicas. Son los padres quienes hacen todo eso, al menos en nuestra
cultura. En consecuencia antes de abordar otros campos de la vida familiar, es una necesidad
terapéutica corregir una incapacitante jerarquía de poder.

C ONCEPCIÓN SISTÉMICA DE LA TERAPIA FAMILIAR


Minuchin y Fishman (1981) presentaron dos perspectivas sobre el empeño terapéutico;
humanista una (se sentía su falta en las terapias estructurales) y sistémica la otra. Con inspiración
filosófica positiva sostuvieron que el buen terapeuta ayuda a la familia a descubrir realidades
nuevas en su identidad colectiva. Una poética expansión de las posibilidades de vida acompaña a
la transformación de los constreñimientos contextuales en oportunidades para una modificación
creadora de la imagen de la familia. Ni las posibilidades ni los lados fuertes de la familia son
ilimitados, pero lo son sin duda más que por su experiencia propia se inclinarían a decirlo la mayor
parte de las personas.

Desde esta perspectiva poética sobre el cambio, Minuchin y Fishman pasan a una
orientación sistémica. Tiene problemas la familia porque se ha atascado en la fase homeostática.
En consecuencia, el terapeuta tiene que “hacer que la familia ingrese en un período de torbellino
creador en que lo existente encuentre reemplazo mediante la búsqueda de nuevas modalidades.
Es preciso introducir flexibilidad aumentando las fluctuaciones del sistema y, en definitiva,
llevándolo a un nivel de complejidad más elevado”. (1981). Para trasformar el sistema, hay que
desequilibrarlo primero. Si no hay crisis, no se experimenta la necesidad de alternativas; si estas
faltan, no hay complejidad, y si la complejidad esta ausente no hay crecimiento: sólo un
estancamiento desdichado. El terapeuta de orientación estructural entiende que la experiencia de
cada subsistema, según lo han señalado Minuchin y Fishman, está “canalizada por la estructura
del contexto. Por lo tanto, la quiebra o la ampliación de contextos puede permitir el surgimiento de
nuevas posibilidades. El terapeuta, especialista en ampliar contextos, crea un contexto en que es
posible explorar lo desusado”. Los conceptos de crisis, de fluir, de estabilidades homeostáticas
nuevas, y la alternancia del cambio individual con el familiar se combinan para crear un plan con
miras al cambio estructural.

UN PLAN CON MIRAS AL CAMBIO ESTRUCTURAL

La meta de las intervenciones estructurales se entiende como reubicación de los


miembros individuales de la familia dentro de sus subsistemas primarios y secundarios, en la
perspectiva de que puedan formar alianzas y estructuras nuevas y más sanas. Y esta reubicación
de los individuos y la consiguiente emergencia de estructuras nuevas no pueden menos que
beneficiar al paciente designado, y a la familia entera. Tanto el problema que la familia presentó,
como el “problema redefinido”, experimentarán una sustancial mejoría. Las intervenciones
estructurales habilitarán además a la familia para pasar a estados de funcionamiento sistémico
más complejo, en lugar de permanecer dentro de las pautas estructurales menos complejas,
rígidas en muchos casos, que son características de las familias perturbadas. Alcanzada una
conducta sistémica más diferenciada y compleja, las intervenciones estructurales habrán
promovido la adaptación de la familia a la tarea que le impone su ciclo de vida. He aquí lo que
señalan Minuchin y Fishman, en armonía con esta concepción del cambio:

“El abordaje estructural considera la familia como un organismo: un sistema complejo que
funciona mal. El terapeuta socava la homeostasis existente, produce crisis que empujan al
sistema a elaborar una organización mejor para su funcionamiento (...) el orden antiguo tiene que
ser socavado para que se pueda formar el nuevo.

Según las tácticas de cambio que estos autores proponen, el terapeuta debe cuestionar el
síntoma que es presentado, la estructura de la familia, y la realidad de la familia: la concepción
supraordinada del mundo que organiza sus percepciones y sus valores. En definitiva, para
Minuchin y Fishman, la meta del cambio estructural es siempre “ convertir a la familia a una
concepción diferente del mundo, que no haga necesario el síntoma, y a una visión de la realidad
más flexible y pluralista, que admita una diversidad dentro de un universo simbólico más
complejo”.

En estas definiciones teóricas e ideales del cambio van implícitos determinados procesos
en virtud de los cuales se puede producir el cambio estructural. Este supone tres objetivos que se
superponen: 1) CUESTIONAR LAS NORMAS HOMEOSTÁTICAS PREVALECIENTES A FIN DE 2) INTRODUCIR
FLUJO Y CRISIS EN EL SISTEMA, UNA INESTABILIDAD QUE HABILITARÁ A LAS PERSONAS PARA TENER
CONDUCTAS Y SENTIMIENTOS DIFERENTES EN RELACIÓN CON ELLOS MISMOS Y CON LOS DEMÁS, Y 3)
DESARROLLAR DE ESA MANERA NUEVAS RUTINAS DE CONDUCTA, O NUEVAS SECUENCIAS CONSTITUTIVAS
DE LAS NUEVAS ESTRUCTURAS SISTÉMICAS. La evolución de estos nuevos ordenamientos
estructurales sobreviene cuando las nuevas secuencias de conducta se repiten en el tiempo y con
fuerza emocional.

Cada ordenamiento estructural nuevo puede ser preparatorio de un estadio ulterior en el


proceso de cambio, o constituir en sí mismo un término temporario. En muchos casos, no será
sino el mejor ordenamiento posible por el momento, y como tal un paso necesario en dirección al
logro de niveles más funcionales de la organización familiar. Otros reordenamientos estructurales
pueden ser más duraderos, porque han conseguido un flujo homeostático sano en la regulación de
períodos más prolongados del ciclo de vida de la familia.

El ciclo del cambio estructural puede hacer pasar a las familias por varias de estas fases
transicionales antes de alcanzar un nivel de organización que las libre de los problemas que las
llevaron a demandar terapia. La figura 2-5 ilustra este plan general con miras al cambio
estructural.

Repasemos los importantes rasgos presentados en la figura 2-5. En primer lugar, no sólo
hay desde luego movimiento en el tiempo, sino que gráficamente es un movimiento “ ascendente”,
para indicar el desplazamiento desde estructuras de organización más estáticas y rígidas a otras
que ofrecen más energía y diversidad. En segundo lugar, ese movimiento alterna períodos de
flujo sistémico (fase morfogenética) con períodos de equilibrio relativo (fase morfoestática).
DIBUJO

La duración de cada fase depende por un lado de la capacidad de la familia para soportar
conflictos y crisis; y por el otro lado, del beneficio o el daño que se siguen de preservar un estado
de cuasi equilibrio. Lo que atañe a la duración queda siempre sujeto al juicio, y a consideraciones
de inevitabilidad; el terapeuta ducho sabrá discernir los casos en que una familia sabiamente se
instala en un período de calma, y hacer en consonancia aquel juicio. Tienen que aceptar también
la potente y a menudo inevitable tendencia de una familia a abreviar los períodos de crisis por
preferir ella las patologías encubiertas que son propias de los períodos prolongados de extasis.
Determinar cuándo es bastante, por referencia al cambio o al estancamiento, he ahí algo que
desde luego depende de la meta que en cada caso se persigue.

En tercer lugar, este plan con miras al cambio, simplificado como lo presentamos aquí, se
puede identificar con facilidad por referencia a sus componentes:

1. El terapeuta interviene en el ordenamiento homeostático prevaleciente, de manera de


producir crisis o flujo.
2. Esta crisis demanda, de las personas, modalidades nuevas de conducta, que el terapeuta
alienta.

3. Una conducta nueva habilita en los miembros de la familia sentimientos e imágenes


diferentes a cerca de ellos mismos. Esto obedece al lazo cibernético que conecta a cada
individuo con el grupo más vasto.

4. Conductas e imágenes nuevas hacen posible el surgimiento de nuevas secuencias de


transacción entre miembros de la familia. Como estas secuencias nuevas se producen en
el interior de los constreñimientos que dan forma a un sistema vivo, es muy probable que
sean repetidas y pasen a integrar las rutinas familiares.

5. Las consecuencias de esa repetición son la formación de un conjunto nuevo de


estructuras y de una nueva meseta de equilibrio.

Según señalamos ya, que se produzca movimiento por otro ciclo de cambio o que la
familia se quede donde está depende de las necesidades que le vienen impuestas desde su ciclo
de vida y de la índole de sus problemas-queja. Lo típico es que las familias recorran en el curso
de la terapia una cantidad muy pequeña de estos ciclos.

Este sumario esquema de plan de cambio sólo quiere ser una guía general para la
intervención clínica, y no pretende erigirse en descripción teórica de los efectivos procesos de
cambio. La dinámica del cambio es compleja en extremo, y ningún punto de vista puede
reclamar convencimiento pleno. La terapia familiar estructural procede como si el cambio fluyera
por una espiral de ciclos, según la hemos diagramado; solamente quisimos presentar una guía
para terapeutas que, como es comprensible, demandan una orientación global. Más aún: un
trabajo reciente de Hoffman (1980, 1981), y otros han sostenido que el cambio no es continuo,
sino que se produce por así decir según “saltos evolutivos” en que el sistema se trasforma de
manera repentina. Pero cualquiera que sea la dinámica última del cambio, los terapeutas de
orientación estructural diseñan sus intervenciones de manera de inducir ciclos de crisis y de
estabilidad; y aquel modelo les resulta guía suficiente para su práctica clínica cotidiana.

S ÍMBOLO DEL DIAGNÓSTICO ESTRUCTURAL .

En los ejemplos que hemos dado, diagramas de líneas y ordenamientos espaciales


comunican información acerca de la estructura de la familia. Esta técnica, que consiste en
representar por medio de diagramas la estructura de la familia, es conveniente para dar forma
concreta a supuestos diagnósticos iniciales y para planificar el procedimiento terapéutico.
Minuchin ha descrito estos diagramas, llamados comúnmente mapa sistémico o mapa
estructural, de la siguiente manera:

“El mapa de una familia es un diagrama de su organización. No representa la riqueza de


las transacciones de la familia, como tampoco un mapa refleja la riqueza de un territorio. Es
estático, y en cambio la familia está en movimiento constante. Pero el mapa de la familia es un
potente artificio de simplificación, que permite al terapeuta organizar la diversidad del material
que recoge. El mapa le permite formular hipótesis sobre las áreas en que la familia funciona
bien y aquellas otras en que acaso es disfuncional. También lo asiste en la determinación de
metas”.
Minuchin (1974) ha propuesto una serie de símbolos útiles en el proceso de confección del
mapa. Los reordenaremos y ampliaremos, como a continuación se expone.

F RONTERAS

Según ya indicamos, las fronteras en cualquier sistema son las reglas que definen quién
participa en él, así como el grado en que los extraños pueden acceder al sistema. Estas
conductas gobernadas por reglas originan tres tipos de frontera:

6. Una frontera franca o abierta, que se representa con guiones:------------------------------

7. Una frontera cerrada o rígida, que se representa con una línea llena:______________

8. Una frontera difusa, que se representa por medio de puntos:..........................................

Estas líneas de frontera se pueden trazar en torno de la unidad familiar como un todo. Por
ejemplo, una frontera de unidad familiar, si es cerrada, se representará así:

Las líneas de frontera se pueden colocar también entre los subsistemas, más restringidos,
dentro de la unidad familiar total. Obrando de ese modo se señala una interfase entre las dos
unidades. Por ejemplo, una frontera abierta entre los subsistemas parental y de los hermanos se
designará así:
A LIANZAS Y AFILIACIONES

Estos símbolos de mapa se pueden emplear también para figurar la cualidad de las
transacciones usuales entre dos miembros de la familia:

9. Una alianza franca y amistosa, que se presume es normal, se figura con una línea doble.
Por ejemplo, un vínculo normal entre cónyuges se indicará del siguiente modo:

Marido ====== Esposa

10. Una afiliación enmarañada o sobreinvolucrada se figura con tres líneas. Por ejemplo, un
vínculo intergeneracional sobreinvolucrado se vería así:

Madre ________ Hijo varón

11. Una afiliación débil, o que no se discierne, se figura con puntos, según mostramos:

Padre...............Hija

12. Una afiliación conflictuada, por ejemplo, un conflicto entre hermanos, se designa con este
símbolo

Una coalición de varios miembros de la familia contra otro miembro, o contra varios, se
figura con llaves. El ejemplo que sigue muestra a madre y dos hijas en coalición contra padre e
hijo varón:

DESVIACIÓN DE CONFLICTOS

Una observación frecuente es que dos miembros de una familia preservan su relación
desviando su conflicto incipiente para hacerlo pasar por un tercero. Por ejemplo, un padre y una
madre con tensiones ambos en su trabajo, pueden evitar atacarse entre sí en el hogar si se unen
para atacar a un hijo, con lo cual desviarán el conflicto entre ellos. Un desvío así se representa
con este símbolo:
E STRATEGIAS PARA LEVANTAR EL MAPA

Hacer el mapa del sistema familiar ofrece dos ventajas diagnosticas. Ayuda a describir la
organización de la familia total, y hace posible describir también la subunidad más envuelta en el
problema. (Véanse las figuras 2-6 y 2-7)

Figura 2-6. Unidad familiar de frontera cerrada, en que el subsistema parental está
constituído por una madre sobreinvolucrada con su hijo varón. Una frontera rígida los separa de
los demás niños, pero el control que sobre estos ejercen parece suficiente para que estén todos
coligados contra el padre.

Figura 2-7. Unidad familiar de frontera abierta: el subsistema parental se caracteriza por
un sobreinvolucramiento de la madre con su propia madre, la que a su vez mantiene conflicto
con el marido de su hija, lo que acaso guarda relación con el carácter difuso del lazo entre los
cónyuges. En el mapa se observa una frontera abierta, normal, entre padres e hijos.

Los mapas estructurales permiten organizar los datos del proceso familiar en conjeturas
elementales acerca de los rasgos estructurales de la familia. Estos mapas se tienen que revisar
o desechar enseguida, al paso que datos nuevos aparecen. Conviene que los terapeutas
practiquen la confección de estos mapas, pero tienen que estar dispuestos a revisarlos tan
pronto surja información nueva.

En lo que resta de este libro tratamos del modo de poner en práctica un plan estructural
con miras al cambio. Es una guía sobre el modo en que se puede organizar un escenario en que
la familia quiebre sus viejos constreñimientos contextuales, entren en un temporáneo estado de
crisis y alcance después una realidad nueva, más compleja, en sus posibilidades de vida.

C OPARTICIPACIÓN Y DIAGNÓSTICO

Entrar en coparticipación con un grupo familiar quiere decir establecer contacto con él y
experimentar después las peripecias de ese contacto, los infinitos caminos por los cuales este es
aceptado, es resistido y es respondido por la familia como un todo, y por sus miembros
individuales. La manera en que el sistema familiar se acomoda a este suceso –es decir, la
aproximación del terapeuta-- brinda información diagnóstica clave sobre rasgos salientes del
funcionamiento familiar. Según Minuchin, “ en terapia familiar el diagnóstico se alcanza por el
proceso interaccional de la coparticipación” (1974).

El terapeuta inicia su coparticipación en principio tomando contacto con miembros


individuales de la familia, no con una abstracción llamada el “sistema”, aunque es cierto que
propiedades de la entidad supraordinada, como talante, tiempo, lenguaje, emergerán pronto e
influirán sobre el estilo de coparticipación del terapeuta. Pero al comienzo uno traba
conocimiento con individuos, y con cada uno de ellos vivencia insinuaciones de afinidad o de
hostilidad, tributarias de un campo emocional que rechazará o admitirá al terapeuta en diversas
partes del sistema de la familia. El proceso de contacto y de respuesta al contacto es inevitable
porque entrar en coparticipación con una familia necesariamente importa intervenir en su vida.
Entrar en coparticipación es un esfuerzo por cruzar la frontera que envuelve a la familia total, de
hacer pie donde se pueda, buscando alianzas con el subgrupo que esté dispuesto. Esta
intervención en la vida de la familia, por benévola intención que lleve, será desde luego
examinada, resistida, asimilada y, si es posible, reencuadrada por la familia en función de los
valores que aplica a quienes no pertenecen a ella. Estas batallas que se producen a raíz del
contacto con el terapeuta no se libran al azar, sino con arreglo a pautas. Por eso el acto de
coparticipación lleva a descubrir los secretos del sistema, a experimentar y percibir las pautadas
modalidades con que admite la novedad (el terapeuta) en su vida. De esta manera, el acto de
coparticipación es un acto de diagnóstico.

Hacer coparticipación consiste en parte en insertarse, descubrir la modalidad en que se


desempeña la familia, y después, a veces, elegir adecuarse a esas reglas. Pero entrar en
coparticipación como estrategia diagnóstica demanda también intentar una alteración de esas
reglas y observar la reacción de la familia. El terapeuta puede hallar maneras inteligentes y
simpáticas de coparticipar, pero unas maneras que mantengan el statu quo de la familia; esto
proporciona alguna información diagnóstica, de inferior valor sin embargo a la que procuran las
conductas del terapeuta diseñadas de manera de cuestionar y modificar una parte del sistema.
Así entendido, entrar en coparticipación con una familia no se reduce a un inocente gesto social
o a una especial manera de establecer una relación entre cliente y terapeuta. El concepto de
coparticipación, por el contrario, importa una noción bien deslindada acerca del procedimiento
diagnóstico, a saber, que un diagnóstico sistémico preciso y de eficacia terapéutica se obtiene en
principio en el empeño de alterar el sistema con el cual uno hace coparticipación. Este enfoque
del diagnóstico se sitúa en marcado contraste con procedimientos diagnósticos más
tradicionales, cuyo supuesto es que el terapeuta puede observar al cliente como si se tratara de
una entidad psicosocial inmune a las consecuencias de esta observación. Se presume que el
cliente se mantendrá en ese estado de inocente inmunidad hasta que, tras la compilación de
impresiones y pruebas diagnósticas, se le aplique un procedimiento terapéutico. Singulariza a la
perspectiva sistémica, en cambio, obtener el diagnóstico por observación de la respuesta de la
familia a intervenciones de tratamiento; de una manera circular se revisan después las
formulaciones iniciales y los consiguientes pasos terapéuticos, y estas alteraciones se producen
dentro de una sucesión de interacciones entre terapeuta y familia, que avanzan en espiral y con
una relativa continuidad. No se hace diagnóstico de la familia como si se tratara de una entidad
estática, sino que el foco de la experiencia diagnóstica es el proceso de interacción de aquella
con el terapeuta, agente de cambio.

Diagnóstico y actividad del terapeuta

Esta definición del diagnóstico supone que el terapeuta no recurre a la tradicional


neutralidad, sino que despliega una buena cuota de actividad. Este enfoque, entonces, no
considera una dicotomía newtoniana de sujeto y objeto, sino que la sustituye por una causalidad
circular que, combinada con la teoría general de sistemas, impone al terapeuta participar él
mismo en la activación de los lazos de realimentación de la familia y en la suscitación de las
estructuras latentes que gobiernan la vida familiar. Los que se oponen a esta modalidad activa
del terapeuta no han llegado a comprender bien su intencionalidad: la confunden con una
postura autoritaria a que recurrirían terapeutas principiantes, rudimentarios. Por otro lado, no es
raro que sus partidarios reemplacen la cuidadosa evaluación diagnóstica por una profusión de
dislates extraídos de su propio caletre, y en lugar de hacer observaciones precisas sobre la
conducta colectiva de la familia se entreguen a un inconducente ajetreo.

La actividad que demandan las técnicas de coparticipación obedece a dos supuestos: que
ningún extraño se cruza en la vida de una familia sin tropezar con las reglas de admisión de esta,
pero que de todas maneras no debe vacilar en llamar a las puertas de la familia. La vacilación
en llamar a las puertas es característica de muchos procedimientos diagnósticos tradicionales, si
bien es cierto que echar estas abajo difícilmente proporcione al terapeuta de orientación
sistémica la información que le hace falta. El modo de llamar el terapeuta, y quién de la familia
acude a la puerta, y de qué manera además, he ahí los puntos principales en la coparticipación
como clave diagnóstica.

Para entrar en coparticipación: las maneras de llamar a la puerta

Hay maneras formales e informales de describir la actividad de coparticipación del


terapeuta. Las maneras informales son las que consideran el estilo y la postura personales del
terapeuta en su empresa de entrar en coparticipación con la familia y producir cambios en ella.
El terapeuta es un entrometido por obligación, y no un científico que fuera mero espectador
neutral; es decisivo en consecuencia su estilo personal, es decir la manera en que se
instrumenta a sí mismo para producir la necesaria afiliación que permitirá a la familia obtener
beneficios del entremetimiento terapéutico. Admitida esta participación personal en
transacciones que alcanzan influjo sobre la familia, sin embargo se suele tomar esto como
ocasión para hablar del “empleo del sí-mismo”, como si este “sí-mismo” fuera un gran
descubrimiento, una herramienta nueva del terapeuta de familia. Y aún están los que, acaso por
equivocada oposición a la tan mentada (y en general ilusoria) neutralidad del terapeuta
psicoanalítico, abruman a sus clientes con revelaciones personales acerca de ellos mismo. Es el
“empleo del sí-mismo” que importa abusar del prójimo.

Esto de ser uno mismo con la familia no impone hacer confidencias o tratar de establecer
una complicidad con el cliente. Desde luego que similitudes para esa complicidad existen, pero
las inevitables diferencias entre las personas, las coloraciones que distinguen a cada cual de los
demás, son de gran auxilio para el terapeuta que hace coparticipación con un sistema nuevo.
Conocer las propias singularidades personales (como quiera que se haya obtenido ese
conocimiento) incluye saber de qué manera característica uno se introduce en sistemas. Una
vez que el terapeuta conoce y aprecia la maravillosa y diversa complejidad de su ser como
individuo, se le ofrecen muchas opciones para introducirse en una determinada familia. Si el
terapeuta se conoce bastante, y tiene conciencia de su origen familiar, podrá guiar sus
maniobras por la percepción de que hay familias semejantes a la suya y otras que son por
completo diferentes. Con toda llaneza: ”emplearse a sí mismo” en la terapia sólo importa ser uno
mismo y estar personalmente en claro acerca de su peculiar modo de ser en sistemas. Importa
conocer las mejores maniobras de que uno dispone para introducirse en un sistema, y después
utilizarlas sin gran alharaca; este es un empleo suficientemente bueno del sí-mismo en el
proceso terapéutico.

Además de estas extraordinarias diferencias entre terapeutas de familia, variedad


infinita que no admite ser catalogada, tenemos constelaciones idealizadas de conducta que se
pueden llamar la postura del terapeuta. Hay posturas que son útiles para hacer coparticipación y
que ayudan durante toda la terapia. No serán más que descripciones nominales, y ninguna
tendrá la elegancia de una prescripción teórica. Pero son guías valiosas en el momento de
reflexionar sobre los roles de que uno dispone, estando ya en su tarea.

Posturas

Ingreso: un jugador científico en máquinas de pinball. Como esas máquinas, la familia es


un diseño elaborado para ganar y perder lances, reunido bajo un título que convoca a un juego
continuado. Llámese el sistema “Reina de los Balones” o “Esta Familia Gana en lo que se
Propone”, aquella cosa o persona que ahí entra puede tener las cualidades de un extraño: bolita
de acero en el juego de pinball o terapeuta en la familia perturbada. Desde el punto de vista de
un reparador de sistemas de alguien que se entremete en la mecánica del recíproco
allegamiento, el terapeuta puede ser un suceso novedoso, una entidad no incluida en el diseño
original, pero que se cuela en el juego. Como la bolita de acero, puede ingresar con variada
intensidad en ese sistema preordenado, según su estilo individual de juego y según las fronteras
de la familia total. Y como es un especialista en sistemas, después de hacer juego e
introducirse, observará la manera en que el sistema, librado a sus propios mecanismos, procesa
esas aperturas. En el juego de pinball, el comportamiento será desusado: lanzar la bolita y
después limitarse a contemplar su trayectoria sin interferir más el jugador; la bolita tocaría
interfases, ganaría puntos, rebotaría y por último desaparecería haciendo que la máquina suene,
pero sin modificarla en nada esencial.

Tras hacer suficientes observaciones de esta índole, el jugador-terapeuta pasa al juego


real, que consiste en enviar al interior del sistema intervenciones diseñadas para infringir el orden
natural de cosas. Ahora tratará de producir un puntaje elevado: movilizará flippers laterales y
recurrirá a golpes directos, pero sin precipitar una disputa. Tiene permitido observar fríamente a
la familia como un sistema natural que metaboliza las entradas por él introducidas, y mantenerse
en postura de observación científica mientras aquella se debate para asimilar esas entradas o se
ve forzada a rediseñar algún aspecto de su sistema a fin de adecuarse al nuevo jugador. Pero
todo esto se tiene que lograr sin asomo de disputa, o el juego se arruina.

La metáfora del pinball ayuda si no se cae en el error de adoptarla como posición


permanente. La neutralidad del observador científico es en sí un mito, pero el terapeuta puede
aspirar a mantenerla si teme enzarzarse emocionalmente en la lid: es el peligro de esta postura.
Tiene, sin embargo, muchas ventajas; no es la menor la posibilidad de convertirse, al cabo, en un
antropólogo que visita una pequeña comunidad y que observa en silencio las reglas a que
obedece al intentar hacer algo con esta persona que se ha colado en ella y que insiste, con
tantas preguntas y observaciones, en hacer chirriar una frontera y después otra, en tocar
campanillas y encender semáforos, fijando en todos los casos la apuesta del juego.

Inducción: el converso: No hay como ser un converso para descubrir los males de la
conversión y los constreñimientos de la fe. Un buen terapeuta en ocasiones hará coparticipación
convirtiéndose a los usos de la familia. En tono, en lenguaje, en gestualidad, respetará las reglas
de esta congregación para alcanzar genuina experiencia de la estrictez de su fe. Esta postura es
sobre todo fecunda en las sesiones iniciales, en que la familia está dispuesta a incorporar al
terapeuta, pero sólo si acepta ser como son sus miembros. Puede llegar a ser afligente si el
terapeuta no guarda en su pecho una intención pecaminosa: sólo si está íntimamente
determinado a quebrar las reglas del grupo puede impedir que su bautismo se convierta en
inducción. Por inducción entendemos la inadvertida conformidad al proceso patológico de la
familia, y a sus estructuras. Hay que admitir el hecho de que en ciertos casos la inducción es
precio inevitable de una coparticipación lograda, pero el terapeuta confía en que es improbable
su sometimiento total a los rituales de la familia. De lo contrario, no podría ser terapeuta; sería
un iniciando en busca de conversión. La inducción completa le resta toda eficacia como agente
de cambio, y lo pone en riesgo de demandar bautismo. Algunos suponen que la inducción es un
proceso penoso, desagrado que ayudará al terapeuta a darse cuenta de que en efecto se
produce. Por desdicha, como lo muestra el siguiente ejemplo (Umbager y Hare, 1973), en los
casos en que la coparticipación se hace inducción, el último en enterarse suele ser el terapeuta.

LA FAMILIA DECKER: Los Decker demandaron asistencia por la conducta


persistentemente peculiar de EDDIE, su hijo de doce años; se le habían diagnosticado
esquizofrenia.* Presentaba amaneramientos bizarros, su habla era a menudo incoherente,
postura y marcha singulares, muchos miedos y quejas somáticas. Por otra parte era de
inteligencia normal y tenía muchos amigos. Asistía a una escuela pública: su rendimiento era
bajo, pero no irrecuperable. En cambio, su sobre involucramiento con los padres (era hijo único)
señalaba límites estrechos y rígidos a su desarrollo; ahora que se acercaba a la adolescencia, su
conducta aparecía cada vez más inmadura e inapropiada. En los cuatro años anteriores, la
familia había desbaratado una diversidad de intentos terapéuticos. El siguiente extracto, tomado
de entrevistas registradas en videocinta, muestra cuán difícil era evitar ser convertido a la religión
de esta familia.
HARRY E IMOGENE DECKER parecían elegir ellos mismos la ropa adecuada al papel de
paciente. Toda su parafernalia, hasta el mínimo detalle, era cómica parodia de un estilo de
vestimenta que sólo estaría a la moda en el patio trasero de un manicomio municipal. Era la
suya una elegancia por así decir crónica. IMOGENE, menuda, llevaba zoquetes gruesos de un
color rosado, desflocadas faldas de edad indeterminada y estilo desconocido, y la blusa nunca
hacía juego. HARRY, un hombrón; era menos florida su ropa, pero inequívoco su aire de
cultivada desconfianza hacia las prendas de vestir. Pantalones de trabajo grises, varios números
más grandes del que le convenía; los ajustaba abullonados a la cintura por medio de un cinturón
de cuentas. Como IMOGENE, llevaba un portafolios por lo menos, a veces dos, repleto de
adminículos indispensables solamente para el que se dispusiera a incursionar en una comarca
inhóspita y desconocida: una muda de medias, echarpes de lana, un diccionario de idioma
extranjero y una caja de galletitas de excursión dominical.

Entre el revoltijo de portafolios parentales estaba EDDIE. Alto, desgarbado, pero de


aspecto frágil, una marioneta cuyos hilos estuvieran mal cortados. Hablaba con voz aguda, muy
rápido, encimando a veces las palabras; ni paciente y entrenado progenitor lo habría entendido
fácilmente.

Las sesiones de terapia de esta familia pequeña, de tres, infaltablemente empezaban


dividiéndose ellos en dos ejércitos que descendían en turbión sobre el terapeuta desde extremos
opuestos del corredor. Entre oleadas de una risa forzada entraban por fin al consultorio.

“Me sofocaré terriblemente –dijo IMOGENE--, porque esta sala parece llena de polvo de tiza.
Demasiado borrar, falta exactitud”. Acampó en una silla, probó después con otra, y miraba
desconfiada debajo de cada una buscando huellas de polvo y suciedad. HARRY se mostró
solicito, pero incómodo con la conducta de su esposa. Le ofreció trocar asientos, hizo unos
intentos inconducentes de limpiar la pizarra y volvió a su asiento. “También hay polvo en la
escuela”, terció comedidamente EDDIE.

“Dile al doctor lo que sucedió allí, si es que le interesa saberlo”, propuso el señor DECKER.

El terapeuta asintió sin tardanza, creyendo presenciar el surgimiento de una orientación y de un


tema: “Por supuesto que sí. ¿Qué sucedió?” No advirtió que entraba en colusión con HARRY y
EDDIE, quienes eficazmente desviaban la atención de la singular conducta de IMOGENE
introduciendo los problemas escolares de EDDIE.

EDDIE se puso a mirar con fijeza a su madre, y en ningún momento perdió contacto con la mirada
de ella mientras narraba su historia. “Me caí en el patio de juego y me raspé el costado. Cuando
estuve en la enfermería, me pareció que me podía salvar del álgebra que yo no había hecho, y
entonces naturalmente pedí a la nurse, que llamara a mi madre, y regresé a casa. Eso es todo.
Por más que digan.” Y así diciendo, pareció considerar cerrada la cuestión, pero evidentemente
la señora Decker tenía más cosas en su caletre.

“Gracias a Dios yo estaba en casa, sabiendo cómo están las calles. Con niños exploradores o
sin niños exploradores”, concluyó en una suerte de enigmática reflexión.

“Me parece que deberíamos entrar en una discusión eficaz sobre lo que venimos a hacer aquí, y
no considerar por qué no hay niños exploradores en las calles”. El señor Decker nuevamente
respondía a las divagaciones de su esposa tratando de organizar a la familia.

“Creo que ya lo determinamos el año pasado –replicó la señora Decker—cuando nos


preocupaba cómo maltrataban a EDDIE en la escuela. Y su hablar atropellado, que sin duda se
debe en parte a todo el polvo que flota”.

“¿Acaso es eso lo que te tuvo preocupada todo este periodo? –preguntó HARRY--. Me parece
que te intrigaba la fatiga de tus procesos mentales y la razón de que se te hinchen los pies”.

“A mamá no se le hinchan los pies”, afirmó EDDIE, empeñado en desviar todo foco que se hiciera
sobre su madre.

“Pido disculpas”, murmuró débilmente HARRY con risa de conejo.

“¿Por qué no te podrás equivocar como los demás hombres, sin tener que pedir disculpas
siempre?” --le respondió la señora Decker--. Así nuestra vida social mejoraría”.

El terapeuta perdió el rastro de los acuciantes problemas escolares y rápidamente


maniobró en apoyo del nuevo tema de la señora Decker. “¿Lo que pide a su marido es cambiar
algo en la vida social de ustedes?”. Aunque bien intencionada, la pregunta daba pábulo a una
crítica implícita al señor Decker e ignoraba los esfuerzos que apenas un momento antes había
desplegado para “organizar” la discusión, destino típico de sus empeños de ser eficaz. A medida
que el terapeuta patinaba de un lado a otro, aliado primero con los intentos de ignorar la
preocupación de la señora Decker por un ambiente lleno de polvo, venenoso, y después con los
intentos de ella por ignorar el afán de su marido en organizar a la familia, tuvo una premonición
de la jornada que le esperaba.

La señora Decker adoptó aire pensativo, por un segundo. “Acostumbrábamos asistir a reuniones
continuamente, pero la persona que nos invitaba murió”.

“Te invité a que vinieras conmigo a una reunión de los “Progresistas Mayores de Treinta Años”, y
te negaste. Te quejaste de que las personas dedicadas a la política no saben bailar la polka.
Creo haberlo intentado”. HARRY parecía genuinamente ofendido por el ataque de su mujer.

El terapeuta, en el intento de capturar un tema, dijo “Uno y otro parecen querer en verdad lo
mismo hacer algo juntos socialmente”. Así pasaba por alto el sentimiento de ofensa de HARRY, e
inadvertidamente apoyaba el reclamo de la señora Decker de que su marido dejara de “pedir
disculpas” cuando lo criticaban. De este modo, aunque sin advertirlo, observaba
escrupulosamente la “regla” familiar según la cual no se debía descubrir deficiencia alguna en la
madre. Como para afirmarse en esto, IMOGENE se encendió, al tiempo que se deslizaba al borde
de la silla en rápido movimiento: --¿Pretende usted sugerir que no respetamos la ética social?”.

“Etiqueta”, apuntó HARRY.

“Las sociedades éticas no nos interesan, y nunca nos interesarán... --prosiguió IMOGENE--. Por
otra parte, nada tiene de ridículo tratar de ser ético, y no me gusta su sugerencia de que mi
marido y yo no somos éticos”.
Solo quise decir que ustedes dos acaso desean hacer algo social juntos... esto es, no separados.
¡Ah! Los planes para el futuro... esto es, puesto que lo pasado pasó”. El terapeuta se sentía
incómodo, pero seguía tratando de atribuir significados coherentes a la conversación y aplanaba
sentimientos encrespados, respuesta típica de los extraños que trataban de introducirse en esta
familia.

“Mamá y papá no pueden salir de paseo” –susurró EDDIE--. Los necesito en casa para que me
ayuden con mis menciones de distinguido”. También él estaba sentado sobre el borde de su
silla, mientras aferraba con la mirada a su madre, los ojos vidriosos, como transportados por la
idea de una mención de distinguido en ética social.

Repentinamente, como al conjuro de una secreta señal, los tres miembros de la familia se
pusieron de pie y, cruzándose descortésmente frente al terapeuta, mudaron asientos, para lo
cual cada persona cambió de lugar una silla.

“Cuando me pongo de pie aquí, la sala se achica”, dijo EDDIE con su voz de Alicia en el País de
las Maravillas.

“¡Entonces siéntate!”, Replicó el terapeuta acosado. Enseguida se distendió, dichosamente


inconsciente de haberse asemejado a uno de la familia.

“¿Cuáles son las reglas de la terapia de espiadero?” Preguntó IMOGENE, al parecer refiriéndose al
espejo de observación instalado en una de las paredes.

“Sean las que fueren –respondió HARRY con su voz de persona eficaz, al tiempo que extraía un
termo de su portafolios--, me parece que es tiempo de tomar un tecito”.

“Siempre es lo mismo aquí” suspiró EDDIE, acercando la mano para tomar un vaso de plástico
rebosante de tibio té. “Nada cambia, semana tras semana”.

“Mejor tranquilo que amargado”, comentó la señora Decker en un arranque dramático.

“¿Cuántas semanas han sido, exactamente?”, Preguntó el señor Decker, siempre con la mirada
puesta en la organización.

“Trece”, respondió la terapeuta, al tiempo que alcanzaba su taza.

Para hacerse cargo del papel: directores y guiones. A diferencia del director-autor, que
simultáneamente dirige y escribe el guión de su filme, el terapeuta de familia tiene que hacer
papel de director, pero dejar a la familia que escriba el guión latente. Destacamos “latente”,
porque el guión cotidianamente actuado parece terrorífico y merece la peor crítica. Por eso
algún terapeuta puede dar en creer que tiene necesidad de escribir para la familia un drama
enteramente nuevo. Esto no sólo es descortés, y a menudo imposible, sino que ignora la
circunstancia de que si uno se toma el trabajo de considerarlo, la familia tiene pensado un guión,
uno que es bueno, pero desde luego que necesita de ayuda para su producción. La familia no se
compone, como algunos se inclinan a creer, de “seis caracteres en busca de un autor”. Aunque
sólo sean aficionados, los grupos familiares en su mayoría ya tienen ideado un guión mejor que
el de su representación cotidiana. Esto es así aún en el caso de las familias más perturbadas,
que, si se las indaga bien, manifiestan sorprendente elaboración acerca de los cambios que
convendrían a su show. El peligro de esta postura, entonces, es que el terapeuta se crea en la
obligación de escribir el argumento cuando todo lo que hace falta es una dirección firme para el
guión que la misma familia viene posponiendo desde hace demasiado tiempo.

La ventaja de esta postura es que permite asumir sin dilaciones el liderazgo que conviene
a un terapeuta. La familia demanda asistencia porque no ha resuelto sus propios problemas y en
consecuencia ha acordado contratar los servicios del terapeuta para que le procure orientaciones
nuevas. Esta postura no es una postura más, intercambiable con otras muchas, según sean las
necesidades momentáneas de la terapia, sino una actitud general y duradera del terapeuta hacia
su propia presencia. El liderazgo hace falta, y si el terapeuta no lo adopta francamente, y por
eso con comodidad, tendrá que hacerlo de manera encubierta y por no comparecencia. El
terapeuta, como Minuchin lo ha señalado (Minuchin y Fishman, 1981), es alguien que “expande
contextos”, una persona que activamente sugiere a la familia caminos alternativos para mirar la
realidad y conducirse dentro de su propio sistema, con arreglo a un guión a que la propia familia
ya ha dado principio. Por el acto de adoptar este liderazgo, el terapeuta forma una unidad
nueva, que es la familia más el terapeuta, y en esa unidad son posibles los cambios.

En 1981, Minuchin y Fishman propusieron clasificaciones nuevas de las maniobras de


coparticipación, según “diferentes posiciones de proximidad”. Enumeraron tres posiciones,
ordenadas sobre un implícito continuo de participación emocional y maniobras de apoyo. En la
posición de cercanía el terapeuta brinda apoyo y convalidación; envía a la familia la inteligencia
que de su sufrimiento ha alcanzado y se deja inducir a la concepción de la realidad que es propia
de esta familia. Establecer alianzas y de manera consistente confirma las emociones de la
familia y sus secuencias ideacionales, siempre porfiando por descubrir la connotación positiva en
las acciones de la familia. Reservándose de este modo el poder de confirmar a los otros, el
terapeuta gana ascendiente frente a la familia.

Un paso más allá se sitúa la posición intermedia, en que el terapeuta hace coparticipación
como alguien que escucha de manera activa, pero neutral. Minuchin y Fishman han llamado
“rastreo” a esta modalidad, que consiste en prestar una atención sostenida a fin de que las
personas puedan narrar los detalles de su historia. Desde esta posición, el terapeuta no solo
asiste a la familia para que elabore las diversas consecuencias de sus rutinas de vida, sino que
inicia intervenciones, por lo común sobre aspectos que caracterizan al proceso de la conducta de
la familia, y no sobre el contenido de las historias familiares. “Rastrear no supone sólo ir detrás,
sino orientar con tacto el ensayo de conductas nuevas. Supone desplazar los niveles de rastreo
del contenido al proceso.

La posición distante encuentra también al terapeuta en una postura de neutralidad


emocional, pero se muestra muy directivo en sus intervenciones. Como el “jugador de pinball”, el
terapeuta no sólo ha observado las “pautas de la danza familiar”, sino que ahora presiona
activamente para modificar las rutinas. El terapeuta crea contextos nuevos de conducta
orientando a las personas hacia escenarios diferentes para su interacción. Por ejemplo, reunirá
a miembros de la familia que comúnmente no se tratan. Si en la posición de cercanía el
terapeuta se parece mucho al “pariente simpatético”, en esta posición en cambio entra en
coparticipación como director, como perito en cambios.
La coparticipación es un acto de afiliación que desemboca en el diagnóstico y en el
cambio, y después en un diagnóstico revisado. Aunque cobra prominencia en los momentos
iniciales del contacto con una familia, interviene en todos los estadios del tratamiento.

T IPOS DE ACTIVIDAD DEL TERAPEUTA

Una guía útil para el terapeuta es considerar que cada uno de sus pasos constituye una
intervención. Así se aprecia cabalmente que ninguna esfera de contacto con la familia carece de
significación diagnóstica. Por ejemplo, el menor intercambio de cortesía comunica
simultáneamente información sobre la ejecución { performance} cumplida por ese particular
subsistema, con el terapeuta, en ese momento de la vida interactiva de la familia. Minuchin
(1974) categorizó útilmente las intervenciones en dos clases: las que procuran acomodación a
las estructuras prevalecientes de la familia; y maniobras de reestructuración, destinadas a
modificar pautas familiares. Si los terapeutas tuvieran en mente estas clasificaciones globales de
cada una de sus maniobras, se ahorrarían muchos esfuerzos inconducentes. Si uno se hace
consciente al comienzo, y de ese modo categoriza su propia conducta, este proceder pronto dará
lugar a un más acusado sentido de la economía y del rumbo, lo que significará un beneficio para
el terapeuta y también para la familia, que colectivamente desea experimentar a aquel como
alguien que preside el proceso terapéutico. Los dos tipos de intervención se tienen que emplear,
pero de manera intencional y no al acaso. Daremos ejemplos de cada uno.

Una familia de tres generaciones, compuesta por varios niños pequeños, la madre y la
abuela materna, acudió a su primera entrevista. La hija mayor, de seis años, presentaba serias
dificultades de aprendizaje. En un lapso breve, el terapeuta había confeccionado un mapa
tentativo de la conducta de la familia en un escenario público. Era evidente que la abuela
materna se convertía en portavoz de la familia; todos los niños tenían razonable acceso a ella en
materia de decisiones parentales; entretanto, la madre ocupaba el puesto inferior de la jerarquía,
y no mantenía contacto directo ni con sus hijos ni con su madre. Si el terapeuta deseara
acomodarse a esos senderos estructurales, empezaría dirigiendo todas las comunicaciones a la
abuela; en lugar de establecer contacto directo con la madre, pediría a la abuela que lo hiciera.
Pero si deseara reestructurar esa organización, cuestionaría el sendero de comunicaciones y
hablaría a la madre directamente, por ejemplo pidiéndole que narrara la historia de las
dificultades de la niña, o información sobre el modo en que la familia se había organizado para
acudir a la cita. La intervención de acomodación impondrá coparticipar de cierta manera, por
ejemplo una alianza con la abuela y un extrañamiento temporario respecto de la madre. La
reestructuración promovería una alianza con la madre, por incómoda que resultara a todos, pero
también supondría el riesgo de inducir una crisis en el sistema, acaso antes que el terapeuta
pudiera desearlo. (Véase figura 3-1)

Como en casi todos los aspectos del diagnóstico estructural, el contenido de las
maniobras de coparticipación tiene menos importancia para el terapeuta que mantenerse alerta
hacia los rasgos sistémicos de la familia, que de esa manera se activan. En el ejemplo que
hemos dado: el terapeuta podría ceñirse a preguntar a la madre por el nombre de los niños; esta
conducta importaría una maniobra reestructuradora porque iría en sentido opuesto a la evidente
preferencia estructural del grupo familiar.

LA COPARTICIPACIÓN COMO DIAGNÓSTICO :


Daremos dos ejemplos de formulación diagnóstica inicial acerca de la estructura de la
familia, basados en experiencias de coparticipación. Ilustran el empleo de los símbolos en la
confección.

Figura 3-1. Dos maneras de hacer coparticipación terapéutica en un grupo familiar; acomodación
y reestructuración de mapas estructurales, así como la tesis de que la experiencia que hace el
terapeuta cuando entra en coparticipación con la familia proporciona información diagnóstica.

Familia A

Esta familia se componía del padre, la madre y su hija de 13 años. El motivo de la


consulta era el extravagante comportamiento de la niña en la escuela, que incluía muecas
faciales. Además, tenía pocos amigos, y episodios en que interpelaba airadamente a la maestra.
En los minutos de apertura de la entrevista, la terapeuta se dirigía a los tres miembros de la
familia. Pero observó que tanto el padre como la hija hacían de portavoces de la madre, y
cumplían esto de manera intercambiable y sin conflicto. Entonces la terapeuta confeccionó un
mapa estructural tentativo (figura 3-2), donde se veía que el acceso a la familia hasta ese
momento se hacía a través de la díada padre-hija. El vínculo entre ellos no estaba todavía claro,
pero lo manifiesto era que su actividad coartaba el contacto de la madre con la terapeuta.

Figura 3-2. Mapa estructural tentativo de una díada padre-hija, que ha apartado a la madre del
contacto con el terapeuta y que regula el acceso de este a la familia.

Siguió la terapeuta en sus empeños de hacer coparticipación, y obtuvo dos nuevas


observaciones. En primer lugar, padre e hija sabían muchísimo sobre la vida del otro, incluido el
terreno de los “pensamientos íntimos”. En segundo lugar, a menudo la madre movía a su marido
o a su hija a referir al terapeuta algún problema que a ella la aquejaba, y que por lo común era
una queja somática. De esta manera ella llegaba a la terapeuta, pero en acatamiento a la
conducta de “ser sus portavoces”, de padre e hija. Entonces la terapeuta revisó el mapa
estructural: este mostraba ahora al padre en una alianza intergeneracional enredada, que hacía
las veces de subsistema parental, deslindado de la madre sólo por una frontera difusa; en tanto
que esta había aceptado un puesto inferior en la jerarquía de la familia (véase la figura 3-3). El
acceso del terapeuta a la familia seguía regulado por la díada padre-hija, que, dentro de la
estructura dada, permitía algún contacto entre la madre y la terapeuta. Se puede conjeturar por
vía tentativa que estas pautas de alianza y la presencia de una jerarquía ejecutiva invertida son
un ordenamiento dañoso. Pero su rigidez o su flexibilidad no se comprobarán hasta que el
terapeuta activo no las cuestione.

Figura 3-3. Revisión del mapa estructural representado en la figura anterior. El acceso del
terapeuta a la familia sigue regulado por la díada padre-hija, pero pasando por esta se ha
producido algún contacto entre la madre y el terapeuta.
Familia B

Una familia de clase obrera fue derivada a consulta porque el hijo de 16 años descuidaba sus
tareas escolares y había tenido problemas menores con la policía. El muchacho entró en el
consultorio en actitud díscola, y se negaba a hablar. Lo acompañaban sus dos hermanos
menores, una hermana menor también, y sus padres, que se veían enojados y confundidos. El
terapeuta, varón, observó que todos los dichos iniciales de la familia eran ataques al hijo mayor,
quien permanecía sentado en silencio. Procuró entonces coparticipar simpatéticamente con este
hijo (lo que era un error táctico, porque impedía a los otros miembros del grupo dar por fin ese
paso). Esos intentos eran sistemáticamente interrumpidos por el padre, quien se desempeñaba
muy bien describiendo los problemas del hijo. La esposa se manifestaba dé acuerdo con su
marido. Siguieron otras maniobras de coparticipación, que proporcionaron estas observaciones:
el padre alentaba a los demás hijos a informar acerca de la mala conducta de su hermano en el
hogar y los elogiaba ante el terapeuta cuando obraban de ese modo; la esposa perseveraba en
apoyar a su marido, y al hijo renuente le era negado el contacto con el terapeuta. El mapa
diagnóstico inicial (figura 3-4) mostró que este podía tener acceso al subsistema parental y al de
los hermanos siempre que acatara la coalición de la familia contra el hijo chivo emisario. Este
ordenamiento procuraba cohesión a la familia global, pero apartaba de ella, y del contacto
terapéutico con el mundo exterior, al hijo mayor.

Figura 3-4. Mapa diagnóstico inicial, que representa a una familia coligada contra un hijo chivo
emisario. Sólo en la medida en que acata esa coalición, tiene el terapeuta acceso a los
subsistemas conyugal y de los hermanos.

Resumen

En este capítulo presentamos una concepción del diagnóstico que pone de relieve los
principales aspectos de la terapia estructural, a saber, que no hay diagnóstico sistémico completo
sin empeño activo del terapeuta por modificar el funcionamiento de la familia y, lo que es
sumamente importante, por observar el modo en que la familia trata esa interferencia. Hemos
reseñado diversos estilos de actividad terapéutica e introdujimos una notación estándar para la
confección de diagramas diagnósticos. Ahora tenemos que pasar de estas orientaciones
generales a especificar los pasos que es preciso dar para obtener un diagnóstico propiamente
estructural.

Das könnte Ihnen auch gefallen