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HORA SANTA (36.

b)
EL ANONADAMIENTO
DE LA EUCARISTÍA. II
San Pedro Julián Eymard, Apóstol de la Eucaristía

Iglesia del Salvador de Toledo (ESPAÑA)


Forma Extraordinaria del Rito Romano

 Se expone el Santísimo Sacramento como habitualmente.


 Se canta 3 de veces la oración del ángel de Fátima.

Mi Dios, yo creo, adoro, espero y os amo.


Os pido perdón por los que no creen, no adoran,
No esperan y no os aman.

 Se lee el texto bíblico:

D
DEL EVANGELIO SEGÚN SAN LUCAS 18, 9-14
En aquel tiempo, dijo Jesús también esta parábola a algunos que
confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a
los demás: «Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era
fariseo; el otro, publicano. El fariseo,
erguido, oraba así en su interior: “¡Oh
Dios!, te doy gracias porque no soy como
los demás hombres: ladrones, injustos,
adúlteros; ni tampoco como ese
publicano. Ayuno dos veces por semana
y pago el diezmo de todo lo que tengo”.
El publicano, en cambio, quedándose
atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos
al cielo, sino que se golpeaba el pecho,
diciendo: “¡Oh Dios!, ten compasión de
este pecador”. Os digo que este bajó a su
casa justificado, y aquel no. Porque todo
el que se enaltece será humillado, y el
que se humilla será enaltecido»..
EL ANONADAMIENTO. 2
CARÁCTER DE LA SANTIDAD EUCARÍSTICA
“Se anonadó a sí mismo” (Flp 2, 7)
Su anonadamiento eclipsa cuanto hay en Él de glorioso. Si nuestro
señor Jesucristo dejase aparecer su gloria ya no sería nuestro
modelo de anonadamiento, y nosotros podríamos también buscar la
gloria y la dignidad que resulta de la práctica de las virtudes. Pero
¿habéis visto la gloria de Jesucristo en el santísimo Sacramento? Bien
puede decirse que es en él un sol ocultado. Alguna vez ha obrado allí
milagros, pero son raros y ellos recuerdan y hacen comprender
mejor su abatimiento habitual: Jesucristo quiere padecer un eclipse
completo. Es más grande cuando no hace milagros que cuando los
obra; en el primer caso su amor le ata las manos: si nos mostrase su
gloria no podría decirnos más “Discite a me – ¡Miradme, y ved cuán
dulce soy y cuán humilde de corazón!”, sino que nos aterrorizaría.
Su divinidad sufre un eclipse mayor que durante su vida mortal.
Entonces se descubría siempre algo divino en su rostro y en su porte.
Por eso antes de humillarle le vendaron los pretorianos los ojos;
¡eran éstos tan hermosos! Aquí, en la Eucaristía, ¡nada, nada!
La imaginación pretende algunas veces delinear en la Hostia
consagrada algunas de sus facciones pero esto no es la realidad. ¡Si
al menos le pudiéramos ver una vez al año, o siquiera una vez en
nuestra vida! Ni eso; ha velado su gloria con una nube impenetrable.
Jesucristo ha practicado este anonadamiento en su estado glorioso,
no sólo negativamente, sino también de una manera positiva. Se
humilla negativamente aquel que siendo pecador e indigno de las
gracias de Dios, reconoce su miseria y su nada; a éste fácil le es
reconocer que no es nada, ya que no produce sino frutos de muerte.
La humildad positiva se practica en el mismo bien, en la alabanza
merecida, en la gloria que nos reporta el bien hecho cuándo se la
ofrecemos a Dios, y de ella nos privamos voluntariamente por
rendirle con ella un homenaje. Esta lección nos da Jesucristo con su
anonadamiento eucarístico.
Humillaos en vuestras virtudes. Grande, ciertamente, es el cristiano.
Él es amigo y heredero de Jesucristo y participa de su naturaleza
divina. La gracia que ha recibido hace de él un instrumento y el
templo del Espíritu Santo. Y el sacerdote, ministro de los más altos
ministerios, que manda a Dios, que santifica y salva las almas
dirigiéndolas a Dios, ¡cuán grande es también!
Considerando su altísima dignidad, así el cristiano como el
sacerdote, tendrían motivos para engreírse, como los ángeles en el
cielo y como Lucifer en la gloria.
Si nuestro Señor no hubiese hecho más que engrandecernos, como lo
hizo, correríamos grande riesgo de perdernos por el orgullo.
Pero Jesucristo abate su gloria y su grandeza y nos da voces,
diciendo: “Ved cómo yo me humillo: soy más grande que vosotros,
¿verdad?, y, sin embargo, estáis viendo lo que hago con mi grandeza
y a lo que me he reducido”. Si Jesucristo no estuviera allí abatiendo
su gloria, no podríamos deciros: “Sed humildes”, porque con razón
podríais contestar: “¿Es que no somos los privilegiados de la gracia?”
–Y es cierto, pero mirad a vuestro rey. Este pensamiento es el que
lleva a los pies de Jesús para hacerles postrarse de hinojos ante Él a
los obispos y al Papa mismo, y, viéndolos como anonadados ante el
divino acatamiento, se ve uno obligado a confesar que sólo Dios es
verdaderamente grande.
¿Qué ocurre sin la Eucaristía? Vedlo en las demás religiones.
¿Qué se ha hecho de la humildad? El protestante no sabe lo que es
despreciar las grandezas: trabaja y se sacrifica, pero es con el fin de
subir más alto. Los católicos mismos que no viven de la Eucaristía,
¿no veis cómo aun en sus buenas obras buscan su propia gloria?
Nada hay más grato que los elogios cristianos bien merecidos. Claro
que en la opinión pública se adquiere pronto fama de santidad, si se
multiplican las obras buenas.
¿Y de dónde procede nuestro orgullo, ese orgullo espiritual que se
engríe con las gracias recibidas, con los dones de Dios, porque
cuenta con amigos virtuosos y santos y por razón del ascendiente
que puede tener sobre las almas, sino del olvido de la Eucaristía?
¿Sentís tentaciones de orgullo cuando comulgáis? Cuando escucháis
a Jesús dentro de vosotros que os dice: “¡Cómo! ¿Te enorgulleces por
las dignidades y favores que te concedo y por el amor privilegiado
que te profeso? Pues yo me anonado; ¿no has de hacer por lo menos
lo que yo?”.
Meditad sobre nuestro señor Jesucristo anonadado en el Sacramento:
éste es el verdadero camino que conduce a la humildad se
comprende que su anonadamiento es la mayor prueba de su amor a
nosotros y que el imitarle debe ser también la prueba del nuestro;
que es necesario descender hasta nuestro Señor, que se ha colocado
en la última categoría de los seres de la creación.
Por eso la verdadera humildad es la que da de lo suyo, la que
transfiere a Dios el honor y la gloria que recibe. Creen muchos que
no se puede uno humillar sino por sus pecados y miserias, y que
esto no se puede hacer cuando se trata del bien recibido o del
engrandecimiento sobrenatural. Mas sí se puede, ciertamente.
Atribuir a Dios todo bien he aquí la humildad que equivale a una
alabanza, la humildad más perfecta. Jesucristo nos la enseña, y
cuanto más nos acerquemos a Él, tanto más nos humillaremos con
Él.
Ved a la santísima Virgen, sin pecado, sin defecto, mancha ni
imperfección, sino, por el contrario, toda hermosa, toda perfecta,
toda radiante de belleza por su gracia inmaculada y por su
cooperación incesante, y, sin embargo, se humilla más que ninguna
otra criatura.
Consiste la humildad en reconocer que nada somos sin Dios y en
atribuirle a Él todo lo que somos, y cuanto más perfecto es el
hombre tanto más grande debe ser su humildad, porque tiene más
que dar a Dios: a medida que las gracias nos elevan nosotros
descendemos: nuestras gracias son los escalones de nuestra
humildad. La Eucaristía nos enseña, por consiguiente, a referir a Dios
toda la gloria y toda la grandeza, y no tan sólo a humillarnos por
nuestras miserias. ¡Lección utilísima y permanente! De aquí que toda
alma eucarística necesariamente tiene que llegar a ser humilde: la
proximidad y el vivir habitualmente con Jesús sacramentado nos ha
de hacer de tal condición que no pensemos ni obremos sino bajo la
influencia de esta divinidad abatida; quien pretendiese fomentar su
orgullo en presencia de la Eucaristía sería un demonio. Basta mirarla
atentamente para sentir la necesidad de humillarse. Por eso también
la Iglesia os manda doblar la rodilla ante el santísimo Sacramento,
porque es una actitud muy propia de la humildad y del
anonadamiento.
Esta es la humildad de estado exterior; veamos ahora la humildad de
las obras.

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