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39.
ARTURO GARCÍA*
I. ¿QUÉ ES LA GLOBALIZACIÓN?
Según el profesor Johan Galtung, hace pocos años hubo una comisión de
economistas estadounidenses a los que se les pidió que encontraran una
palabra que expresara, de un modo significativo, la expansión económica
norteamericana; optaron por el término globalización que, una vez asumido por
el poder de las transnacionales (popularmente conocidas como
multinacionales), el vocablo se ha expandido por todas partes.
En realidad lo que se está produciendo es un fenómeno de creciente
norteamericanización; es decir, la expansión dominante de los intereses y
forma de vida USA a todo el planeta, con una búsqueda obsesiva del dominio
en el mercado mundial. Se posibilita así al gran capital internacional
desempeñar un papel clave en la configuración de la sociedad mundial en su
conjunto.
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Podemos afirmar, sin ninguna duda, que la globalización (en otras culturas,
principalmente en el ámbito francés, hablarán de mundialización) es, por el
momento, la última fase del capitalismo. Por eso merece la pena que hagamos
un brevísimo recorrido histórico por la historia del capitalismo, para poder
situar, en su sentido más objetivo, el momento actual.
En los albores del siglo XV de nuestra era comienza una nueva época, la
denominada como capitalismo comercial europeo, que corre paralelo a la
implantación de los Estados-nación modernos. Su auge está propiciado por el
descubrimiento y la dominación colonial, tanto de partes de África y Asia como,
ya en el siglo XVI, la colonización del continente americano. España, Portugal,
Gran Bretaña, Francia y Holanda serán las potencias protagonistas de una
conquista y apropiación de los grandes espacios descubiertos, que conlleva el
expolio de sus recursos naturales y la explotación de los habitantes autóctonos.
El período que transcurre desde finales del siglo XVIII hasta comienzos del
XX (1ª Guerra Mundial), constituye el auge del capitalismo industrial-financiero,
con el predominio ideológico del modelo liberal, al que se considera el más
civilizado y ejemplo a seguir por todos los Estados. Los Estados-nación poseen
el status de Estados soberanos, con todos sus atributos, también en lo
económico: emisión de moneda centralizada, definición de la tasa de cambio,
control de aduanas…
Entre 1945 y 1966 acceden a la independencia 54 nuevos países, que
buscan liberarse realmente del dominio de la metrópoli, pero no lo van a
conseguir en la mayoría de los casos. Es significativa la celebración de la
primera Conferencia de Bandung (abril 1955), en plena guerra fría, dando lugar
al movimiento de Países no alineados.
Se asiste a un proceso de internacionalización de los mercados, sostenido
por organismos e instituciones oficiales bajo la hegemonía USA (FMI, BM,
GATT-OMC, G7, OTAN…), que en gran medida responden a intereses de las
empresas transnacionales y que, para este momento, ya han logrado un fuerte
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crecimiento. Estas gigantescas empresas, con muchas filiales que les permiten
hacerse presentes en la mayoría de los lugares del planeta, condicionan el
nivel de producción y empleo de muchos países, diseñando un modelo de
crecimiento-desarrollo que se ajusta a sus intereses y no al de la población en
la que están asentadas.
En este tiempo compiten entre sí y tienen su propia zona de influencia tres
modelos sociales:
El liberalismo económico, que posteriormente adquirirá formas neoliberales,
deja a la libertad de la iniciativa privada ser el motor de toda actividad
económica, mientras que el Estado y la Administración pública tendrán un
papel subsidiario, según le interese al capital privado.
El socialismo real, que se instaura en Rusia a partir de 1917 extendiéndose,
tras la segunda Guerra Mundial, por gran parte de Europa del Este y, a raíz
de la descolonización, a zonas de Asia y África. Aunque presenta
divergencias, predomina la planificación centralizada y la propiedad pública
de los medios de producción.
La socialdemocracia, como organización intermedia entre los dos sistemas
anteriores, con claro predominio en Europa occidental. En ella el Estado
adquiere una importancia notable (hasta casi el 50% del PIB), pero
compaginándolo con la libertad de la iniciativa privada.
La crisis económica que se manifiesta en 1973 (aunque ya se veía con
anterioridad), con el fuerte aumento del precio de algunos recursos naturales,
principalmente energéticos (el petróleo), y los avances tecnológicos (revolución
de la microelectrónica y de la biotecnología), posibilita y exige una nueva
reestructuración del capital, que impulsa la conquista de las fuentes de
recursos naturales (la mayoría en países del Tercer Mundo) y de la sujeción
financiera de estos países empobrecidos. La generalización de
deslocalizaciones productivas y la creciente autonomía de la economía
financiera sobre la real estructuran las nuevas bases de acumulación
capitalista.
Ideológicamente, se subordina cualquier lógica social o política a la
estrictamente económica, según interesa al mercado mundial. Por ello, se
denigra cualquier referencia a implicación social, haciéndola equivalente a
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ninguna razón humana para cuidarse entre sí, no puede preservar por mucho
tiempo su legitimidad” (R. Sennett).
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el regulador supremo de las relaciones entre los Estados, se proclama que este
“economismo” debe ser regulado por las exigencias de una moral internacional.
Para los Estados del Norte, el tono y el contenido de esta Carta les resultan
inaceptables. Especialmente cuando hablan de la plena soberanía de cada
Estado sobre sus recursos naturales y las actividades económicas, incluyendo
el derecho a nacionalizar según las normas internas de cada Estado (que no
las internacionales). Se reconoce el derecho a asociarse de los países
productores de materias primas (recordemos que ya se había creado la OPEP
y estaban a punto de formalizarse otras entidades, agrupando a productores o
extractores de minerales estratégicos). Esta asociación debería verse libre de
todo tipo de represalias. La gran mayoría de los Estados del Norte votaron en
contra de su aprobación (USA, RFA, GB, Bélgica, Luxemburgo, Dinamarca),
otros se abstuvieron (Austria, Canadá, España, Francia, Italia, Holanda,
Noruega, Japón).
Como podemos suponer, la realización de este NOEI se vio seriamente
comprometido desde el principio por múltiples dificultades (jurídicas, políticas,
ideológicas), ya que exigía no sólo un cambio de leyes sino, sobre todo, de
mentalidad, ideología y comportamiento. Se trataba de lograr la coexistencia de
las naciones, con auténtica interdependencia; un desarrollo armónico del
planeta por convergencia de intereses, sobre la base de “la equidad, la
igualdad soberana, la interdependencia, el interés común y la cooperación
entre todos los Estados, independientemente de su sistema económico y
social”, con vistas a corregir “las desigualdades y rectificar las injusticias
sociales”.
Este NOEI no pretendía ni la revolución ni el enfrentamiento violento entre
Estados, sino que mantenía, como base, el espíritu y los fines de las Naciones
Unidas. Pero reconoce que sin eliminar los principales obstáculos que se
oponen al progreso económico de los pueblos, será imposible lograr un mundo
en el que prevalezca la paz. Además, si no existe esta colaboración no será
posible el desarrollo equilibrado para ningún pueblo y se pondrá en crisis la
estabilidad y el crecimiento de todos.
Pero, como decíamos anteriormente, este planteamiento de NOEI no fue
ratificado más que por muy pocos Estados del Norte, ninguno de los realmente
significativos. Con la descomposición y posterior desaparición de la URSS, los
EE.UU. se lanzan a hablar de un Nuevo Orden Mundial; es decir, anuncian su
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Como bien dice el profesor M. Vidal, ante las nuevas realidades sociales, si
la Moral Social quiere responder a su misión debe “tener como ámbito de
referencia primaria no al Estado sino la realidad humana globalizada”.
Las referencias morales de la tradición cristiana: dignidad de todas las
personas (no convertirlas en medio o instrumento de lo económico), búsqueda
del bien común (no quedarnos en el puro individualismo egocéntrico), libertad
personalista (frente a una libertad solitaria), deseo de igualdad ética (sin
aceptar el darwinismo selectivo), destino universal de los bienes (no a la
concentración de la riqueza en pocas manos), construir la paz como fruto de la
justicia (y no el mero orden público desregulador)..., nos ofrecen criterios
suficientes para hacer una valoración de este modelo globalizador, así como
sugerir pautas de otro en la medida que sea necesario.
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Por todo ello, esta globalización está teniendo una fuerte contestación, lo
cual es positivo para que se manifiesten las incoherencias y opresiones que
provoca, de manera que no se pueda decir que estamos en el mejor de los
mundos, y podamos presentar alternativas desde unos valores aceptados por
el conjunto de la humanidad. En esta labor, los cristianos debemos estar junto a
los perdedores, los que sufren las consecuencias del modelo en sus propias
existencias, luchando por mejorar las condiciones de convivencia mundial.
I. Ramonet, director de Le Monde Diplomatique, aboga por tres medidas
para terminar con la injusta distribución de la riqueza en el mundo: acabar con
los paraísos fiscales, aumentar los impuestos sobre las rentas de capital y,
sobre todo, aplicar tasas sobre las transacciones financieras especulativas en
lo internacional (tasa Tobin, propuesta en 1972 con el fin de “crear un grano de
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