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La pregunta la hace Felipe, un diácono de la primera generación cristiana que hacía parte de un
grupo llamado “helenistas” y que se destacaron por su ánimo misionero, y se la hace a un
eunuco etíope perteneciente a la corte de la Reina de Candace, en Etiopía. El peregrino era un
simpatizante de la religión judía y como tal, se estaba dedicando a la lectura de uno de los
pasajes del profeta Isaías, Felipe era un pregonero cristiano y como tal, encontraba en Isaías y
otros de los profetas, palabras que eran un anuncio de lo que había pasado con Jesús, el
nazareno. La respuesta de Felipe no fue únicamente explicarle el texto, o anunciarle la buena
noticia a partir del texto, la respuesta fue subirse a su carruaje y recorrer junto a él el camino
hasta el bautismo.
Tal camino no es geográfico, no es anecdótico, no nos está contando Lucas una historia linda e
inspiradora sobre la evangelización. Nos cuenta un arquetipo, un modelo, una referencia
cargada de simbolismos para que todos los que heredamos de aquellos helenistas su ímpetu
evangelizador y misionero o quisiéramos al menos parecérnosles, reconozcamos que es en el
camino, en el subirse al carro del otro, en el andar con el otro su itinerario de dudas y de
necesidad de sentido, donde se hace posible iluminar la vida del otro con lo que creemos, con
lo que vivimos, con lo que somos y especialmente con lo que fundamenta nuestra vida, con lo
que ya es parte de nuestra piel y nuestros huesos porque lo hemos rumiado, lo hemos
decantado, lo hemos elegido y lo hemos interiorizado hasta que la buena noticia y nuestra
propia intuición llegan a confundirse pues está tan adentro que nos guía todo el tiempo,
aunque no todo el tiempo le hagamos caso.
Es por eso que lo primero que tendríamos que preguntarnos es: ¿Entendemos lo que
proponemos a los otros? ¿Comprendemos la magnitud de nuestra propuesta? Y sobre todo:
¿Creemos en lo esencial, lo irreductible, lo inconfundible de lo que hablamos? Y al decir creer,
no podemos reducirnos a la afirmación ritual con la mano levantada, sino a reconocer si la
propuesta de vida de Jesús es la principal motivación e inspiración para nuestras pequeñas y
grandes decisiones. Puede ser que aún somos como el eunuco y sin embargo hemos asumido el
rol de Felipe. Puede ser que repetimos lo que oímos sin haberlo procesado, ni asumido, ni
cuestionado. Pocas personas han sido tan críticas del discurso religioso que recibieron como
Jesús de Nazaret. Pocos predicadores en la historia han dicho cosas tan distintas a lo que
escucharon, y han sido capaces de ir mucho más allá de lo aprendido, como el Maestro de la
Cruz.
Personalmente creo que la más determinante prueba de que llevamos dentro el sello de quien
nos ha creado es que tenemos anhelos de felicidad. Sabemos cuándo la vida es menos de lo
que puede ser, suspiramos con los futuros posibles en los que algunas de nuestras actuales
tragedias hayan quedado atrás, soñamos con una vida distinta. Ya el contenido de esos anhelos
y sueños es otra cosa, mucho de eso puede ser fruto de los condicionamientos sociales, de las
herencias culturales, de lo que consumimos. Pero la insatisfacción con una vida a medias, la
claridad con la que reconocemos la injusticia, la certeza que tenemos de que el mundo debe y
puede ser distinto; eso no es otra cosa que sed de Dios. Anhelo de infinito.
A esa simiente que el mismo Dios ha dejado en nosotros, y que con el paso de los años y de la
historia se convierte en peticiones al cielo, en rezos, en luchas contra el conformismo, en
revoluciones personales contra la resignación, e incluso, en algunos casos en ateísmo – Eso en
lo que no creen tantos ateos, tampoco lo creen los verdaderos creyentes – y más comúnmente
en una búsqueda constante de tener una “mejor vida” o “llegar a ser alguien”, Dios responde
con su revelación en la historia, en su “dejarse ver” por nosotros para hacernos saber quién es
y qué quiere.
Abraham, Jacob, Moisés, Josué, por nombrar a algunos de los grandes referentes de aquellos
primeros tiempos, son los protagonistas de una historia de liberación, de peregrinación, de
búsquedas por una distinta manera de vivir, que contrastara con la de los imperios, reinados y
tiranías de aquel entonces, que le ofreciera al mundo una posibilidad distinta, no basada en la
explotación, ni el egoísmo, ni el engaño. Pero sus historias no son discursos elaborados a la
manera de los pensadores griegos. Son salidas, son caminos recorridos en los que el pueblo de
sus descendientes encontró una voz de Dios que los invitaba a desinstalarse de su contexto, a
desacomodarse de su propia forma de vida, a huir de la esclavitud, a escapar de la opresión, a
entrar en un territorio con el propósito de construir allí algo nuevo y único. Detrás de todas las
afirmaciones de la fe israelita resuena aquel: “Mi padre era un arameo errante”. La fe estuvo
asociada siempre al camino, al itinerario. Nunca fue un concepto, nunca fue una formulación
absoluta e indiscutible, sino un ponerse en marcha. La fe en Yahveh siempre fue un detonante
de movimiento y una vacuna contra la petrificación.
Eso quiere decir que la Evangelización es ante todo un ejercicio de movilizar. Movilizar
conciencias, emociones, dudas, búsquedas. Es construir caminos, anunciar senderos por los
que es posible que juntos busquemos la identidad que perdemos con nuestros errores – el
pecado nos desdibuja y nos confunde – y que sigamos a aquel que es el camino. En los
evangelios sinópticos encontramos que la fe en Jesús está expresada en términos de
movimiento: seguirlo, ir tras de él, ser enviado por él. Jesús es la respuesta de Dios, la solución
de Dios, y se le encuentra en el camino. Las respuestas de Dios son caminos. Ni verdades
conceptuales, ni elucubraciones abstractas, ni definiciones morales, Caminos. Solo quien se
pone en marcha puede descubrir al Dios que se revela en la historia, solo quien asume la
construcción de su existencia puede encontrarse con el Dios que se deja ver en los
acontecimientos.
Siendo esto así, la tarea del evangelizador es inquietar lo necesario para que cada persona
encuentre una nueva manera de confrontar su insatisfacción, de saciar su anhelo, de perseguir
el infinito. Ya no en la superficialidad, no en el vacío, no en el desmedido consumo ni en
camuflarse con el resto de la masa, sino entrando en la profundidad de la vida verdadera.
Nuestro anuncio debe ser tan impactante que las personas no solo reconozcan su propia
búsqueda, sino que se animen a hacerla y vivirla ahora tras las huellas del profeta de la vida en
abundancia: nuestro Señor.
Propiciar Encuentro
La evangelización ha sido a lo largo de la historia – sin contar los episodios bochornosos – una
fuerza de transformación de las personas y las comunidades, que inspiradas por la propuesta
de Jesús y fascinadas por su persona y su vida, encuentran en la espiritualidad el hilo conductor
de las distintas dimensiones de la vida, y logran ordenar esas dimensiones alrededor de los
principios y apuestas de la buena noticia. Encontrar el sentido de la vida no es algo que sucede
en un retiro de fin de semana, ni en una hora de predicación, ni en un multitudinario congreso.
Aunque estas iniciativas puedan llegar a ser detonantes de la búsqueda, suele suceder que se
quedan en el terreno de la emotividad, de la culpa, del llanto o de ternurismos superficiales. Si
Felipe le hubiera respondido al eunuco con una de nuestras frases cliché sobre el evangelio,
jamás habría llegado a bautizarse.
Una evangelización que propicia encuentros se centra más en los rasgos fascinantes de Dios
que en las conclusiones que algunos de sus representantes difunden sobre lo que debemos
evitar para ser dignos de acercarnos a Él. Se planea, se diseña y se realiza desde una profunda
convicción de la alegría que al Señor le produce volver a estar frente a frente con sus hijos que
tanto ama, para hacer explícita y evidente esa alegría, y no desde una lista de temas que cubran
todos los aspectos básicos como si se estuviera capacitando a alguien para ejercer un cargo o
un trabajo.
Lo anterior implica que el protagonismo en la evangelización está en las personas a las que se
dirigen estos esfuerzos y no en quienes los realizan. El predicador, el evangelizador, el
misionero no son de ninguna manera el centro del asunto, su rol de detonar el encuentro y
provocar la relación hace que su labor sea precisamente la de poner en el centro a los
participantes, a los asistentes, a los hermanos a los que se les anuncia. Son sus vidas las que
han de ser iluminadas por la palabra, por tanto no es la vida del predicador el tema principal de
la jornada. Son sus necesidades y anhelos los que hallan respuesta en la mirada divina, por
tanto no se puede confundir la evangelización con la subsistencia personal del evangelizador.
Son sus historias invisibles las que deben salir a la luz, por tanto no están todos los focos
puestos en una celebridad espiritual que concentra la atención.
Una evangelización que tiene por protagonistas a los participantes no se reduce entonces a un
auditorio con sillas que miran hacia el escenario en el que hay un micrófono. Tampoco se puede
limitar a una exposición magistral, sea esta un prédica o un testimonio, una enseñanza o una
oración dirigida, en la que una persona habla y todas las demás escuchan. Todo debería
reformarse para que tanto el espacio, como la actividad, como la manera de usar el lenguaje,
como la forma de abordar los textos bíblicos e incluso la manera particular de contar un
episodio personal, tengan como resultado que los participantes de nuestros eventos de
evangelización realmente participen, esto es: que aporten, que hablen, que expresen, que
puedan poner sus vidas sobre la mesa, que puedan propiciar sus propias oraciones, que puedan
preguntar, interpretar, estar presentes y no ser espectadores.
Experiencias Transformadoras
Los símbolos son vitales en este propiciar el despertar de la buena noticia en los corazones de
las personas, pues las realidades a las que se remite no siempre pertenecen a la lógica de lo
comprobable, de lo verificable, sino al fuero interno de los anhelos y expectativas sobre la vida,
a la pregunta por el sentido. La comprobación de una verdad conceptual no transforma la vida.
La seducción desde un símbolo que me lleva a una realidad trascendente sí. Pensemos en el
agua, la luz, el pan, la vid, el pastor. Solo por poner ejemplos del evangelio de Juan.
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La buena noticia nos exige llevarla tan adentro que nos baste su fuerza para no tener que
perseguir en públicos y auditorios la satisfacción que no encontramos al vivir.
@betovargasm