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Escuela de Fotografía Creativa – Biblioteca de Apuntes

PROBLEMÁTICA SOCIOCULTURAL /IES Manuel Belgrano 9-008/


Profesor: Leandro Hidalgo.

Autor: Martín Lister (compilador)


Libro: La imagen fotográfica en la cultura digital

Editorial Paidós, Barcelona, 1997


1. ¿Nos seguirá conmoviendo una fotografía?
Kevin Robins

Si nos conmueve una foto es porque está cercana a la muerte


Christian Boltanski

La “muerte de la fotografía”

La muerte de la fotografía es algo anunciado. Hay un sentimiento creciente


de que estamos presenciando el nacimiento de una nueva era, la de la
posfotografía. Esto, desde luego, representa una respuesta al desarrollo de la
nueva tecnología electrónica digital para la grabación, manipulación y
almacenamiento de imágenes. Durante la pasada década hemos visto la
convergencia creciente de las tecnologías fotográficas con las del video y del
ordenador, y esta convergencia parece hacer surgir un nuevo contexto en el
que las imágenes constituirán sólo un pequeño elemento en el ámbito que nos
rodea de lo que se ha denominado hipermedia. Las tecnologías visuales, con
su capacidad para originar una imagen “realista” sobre la base de aplicaciones
matemáticas que modelan la realidad, se añaden al sentimiento de anticipación
y expectación.
Lo que le está sucediendo a nuestra cultura de la imagen —cualquiera que
sea su envergadura— generalmente se interpreta en términos de revolución
tecnológica, y de implicaciones revolucionarias para aquellos que producen y
consumen imágenes. Philippe Quéau (1993: 16) lo describe como “la
revolución de "las nuevas imágenes"”, afirmando que es “comparable a la
aparición del abecedario, el nacimiento de la pintura, o la invención de la
fotografía”. Constituye, dice él, “una nueva herramienta de creación, y también
de conocimiento”. En general, los adeptos y los críticos mayoritariamente han
aceptado y celebrado la noción de revolución tecnocultural, y esta aceptación
tan rápida ha tendido a inhibir compromisos críticos con la posfotografía. Por
supuesto, ha impulsado una gran fe en las nuevas tecnologías digitales basada
en la expectación que éstas pueden aportar a sus consumidores. Una gran
parte de lo que se considera progresismo, es inquebrantable en la creencia de
que el futuro es siempre superior al pasado, y firme en la convicción de que
este futuro superior es una consecuencia espontánea del desarrollo
tecnológico. El hecho de que el desarrollo tecnológico se considere como un
tipo de fuerza autónoma y trascendente —más de lo que realmente es, es
decir, incluida en un conjunto de instituciones y organizaciones sociales—
también sirve para reducir lo que en realidad es un proceso de cambio desigual
y extremadamente complejo hacia una teleología esquemática del “progreso”.
La idea de una revolución en este contexto sirve para intensificar el contraste
entre el pasado (malo) y el futuro (bueno), y, por lo tanto, para oscurecer la
naturaleza y significado de las verdaderas continuidades.
Desde esta perspectiva, las viejas tecnologías (químicas y ópticas) parecen
restrictivas y empobrecidas, mientras que las nuevas tecnologías electrónicas
prometen inaugurar una era de flexibilidad y libertad sin fronteras en la creación
de imágenes. Existe el sentimiento de que la fotografía estaba restringida por
su inherente automatismo y realismo, es decir, por su naturaleza esencialmente
pasiva; que la imaginación de los fotógrafos estaba restringida porque sólo
podían aspirar a ser meros grabadores de la realidad. Se dice que, en el futuro,
la habilidad para procesar y manipular las imágenes dará al posfotógrafo un
mayor control, mientras que la capacidad de generar imágenes (virtuales) a
través de ordenadores, y, por tanto, de construir imágenes independientes de
sus referentes en el “mundo real”, ofrecerá una mayor “libertad” a la
imaginación “posfotografíca”. Lo que se supone será superior en la
posfotografía del futuro queda claro, al contrastarlo con lo que considera
inferior y con un pasado fotográfico obsoleto.
Las nuevas tecnologías se asocian con el surgimiento de un discurso visual
absolutamente nuevo. Se afirma que este nuevo discurso ha transformado
profundamente nuestras ideas de realidad, conocimiento y verdad. Para
William Mitchell, “un interludio de falsa inocencia ha pasado”:

Hoy, a medida que entramos en la era posfotográfica, debemos


enfrentarnos una vez más a la fragilidad imposible de erradicar de
nuestras distinciones ontológicas entre los imaginario y lo real, y la
quimera trágica del sueño cartesiano (Mitchell 1992: 225).

Jonathan Crary concibe el nuevo orden en términos de un nuevo “modelo de


visión”:

El rápido desarrollo que se ha dado en poco más de una década de un


vasto conjunto de técnicas de gráficos por ordenador es parte de una
amplia reconfiguración de la relación entre un sujeto que observa y los
modos de representación que anulan la mayor parte de los significados
establecidos culturalmente de los términos “observador” y
“representación”. La formalización y la difusión de las imágenes
generadas por ordenador proclaman la implantación ubicua de
“espacios” visuales fabricados que son radicalmente diferentes de las
capacidades miméticas del cine, la fotografía y la TV (Crary 1990:1).

Estamos, dice Crary, “en medio de una transformación en lo que se refiere a


“visualidad” más profunda que la ruptura que separa la imagen medieval de la
perspectiva renacentista” (ibíd.).
La revolución visual y tecnológica asociada con las nuevas técnicas digitales
se considera además como el verdadero centro de una revolución cultural más
amplia. Existe la creencia de que la transformación en la cultura de la imagen
es básica para la transición de la condición de modernidad a la de
posmodernidad. La imagen digital se considera como “oportunamente
adaptada a los diversos proyectos de nuestra era posmoderna” (Mitchell
1992:8). Se considera que en el orden posmoderno se cuestiona la primacía
del mundo material sobre el de la imagen. El campo de acción de la imagen ha
llegado a ser autónomo, incluso se cuestiona la propia existencia del “mundo
real”. Es el mundo de la simulación y de los simulacros, Gianni Vattimo
(1992:8) escribe sobre la erosión del principio de realidad: “Por medio de un
perverso tipo de lógica interna, el mundo de los objetos medido y manipulado
por la tecnociencia (el mundo de lo real según la metafísica) ha llegado a
convertiste en el mundo de las mercancías y de las imágenes, la fantasmagoría
de los medios de comunicación”. Frente a la “pérdida de realidad” debemos
llegar a un acuerdo con “el mundo de las imágenes del mundo” (ibíd.: 117). La
discusión de la posfotografía se pone al corriente en esta proyección del
mundo como una tecnoesfera “posreal”, el mundo del ciberespacio y la realidad
virtual. Dentro de esta agenda posmoderna que se ocupa de la realidad y la
hiperrealidad, se trata otra vez de cuestiones filosóficas (de ontología y
epistemología) que son el foco de atención y de interés. El sentimiento de que
las sofisticaciones posmodernas ya han sobrepasado la ingenuidad moderna
conlleva el sentido de “progreso” intelectual y cultural.
Lo que he esbozado aquí, de forma esquemática, constituye la estructura
teórica y conceptual de la mayoría de consideraciones de “la muerte de la
fotografía” y del nacimiento de una cultura posfotográfica. Es la historia de
cómo la imagen ha progresado desde los tiempos de la producción mecánica
hasta la réplica y la creación digital. Es la historia de cómo las nuevas
tecnologías han provisto de “una oportunidad de dar la bienvenida a la
exposición de las aporías en la construcción de la fotografía del mundo visual,
para desechar las propias ideas de objetividad y proximidad fotográfica y para
resistir a lo que se ha convertido en una tradición pictórica cada vez más
esclerótica” (Mitchell 1992: 8). A este respecto podemos decir que el discurso
de la posfotografía ha sido extremadamente efectivo, cambiando
significativamente la forma en que pensamos sobre la imagen y la realidad. Ha
conseguido persuadirnos de que las fotografías fueron un día “tranquilamente
consideradas como reportajes reales generados casualmente sobre cosas del
mundo real”, y nos ha convencido de lo poco sofisticados que éramos en tal
consideración. Ha argumentado que “el surgimiento de la imagen digital ha
trastornado irrevocablemente estas certezas, forzándonos a adoptar una
postura interpretativa mucho más cauta y vigilante (Mitchell 1992: 225). Se nos
advierte contra la seducción del realismo naif. Ahora hemos adoptado una
actitud más reflexiva, más “teórica” y más “conocedora” en nuestra relación con
el mundo de las imágenes.
La muerte de la fotografía, una revolución de la imagen, el nacimiento de
una cultura visual posmoderna: existe la sensación de una clara trayectoria
histórica de la imagen. El significado y las implicaciones de la “revolución de la
imagen” ya se han fijado y comprobado profundamente. Las “verdades” de la
era fotográfica se han desmontado y ahora estamos, según parece, llegando a
un acuerdo con la fragilidad de las distinciones ontológicas entre lo imaginario y
lo real. ¿Qué más se puede decir? Podríamos acabar fácilmente la discusión
en este punto. Quizás deberíamos estar satisfechos de que se sepa ya tanto
sobre el futuro de las imágenes y de la cultura de la imagen. Quizás
deberíamos contentarnos con esta abundante organización y ordenación de la
cultura posfotográfica. Pero yo no lo estoy. Así pues, continuemos con la
discusión. La cultura digital, tal como la conocemos, es particularmente poco
imaginativa y tristemente repetitiva. A pesar de su sofisticación teórica e incluso
de su “corrección”, hay algo restrictivo y limitado en la organización y el orden
de sus esquemas teóricos. Las estructuras teóricas pueden funcionar hasta el
punto de inhibir o restringir nuestra capacidad de entender, pueden
simplemente confirmar o reforzar lo que es entendimiento y conocimiento.
Teniendo esto en cuenta, quiero considerar lo que comúnmente se dice sobre
la trayectoria histórica de las imágenes.
Cualquier cosa considerada “nueva” en las tecnologías digitales tienen algo
de antiguo en la significación imaginaria de la “revolución de la imagen”. Esto
implica un progreso metafísico: la imaginación de cambio en términos de
proceso acumulativo en el que cualquier cosa que venga después es
necesariamente mejor que la anterior. Cornelius Castoriadis describe su lógica
general:

Por una parte, anula el juicio sobre todos y cada uno de los hechos
particulares o ejemplos de realidad, puesto que todos ellos son
elementos necesarios del “gran diseño”. Al mismo tiempo, sin embargo,
se permite a sí mismo aprobar un juicio positivo no restrictivo sobre la
totalidad del proceso, que es, y sólo puede ser, bueno (Castoriadis 1992:
223).

Es un esquema racionalista, relacionado con el proyecto del dominio


racional y la capacidad (sobre la naturaleza y sobre la naturaleza humana). En
la parte siguiente de mi argumentación me ocuparé de cómo la teoría de la
imagen está atrapada en su visión teleológica. Argumentaré que, dada su
implicación con la imagen tecnológica, esta visión adquiere una forma
determinista y abstracta cerrando líneas alternativas de juicio y de
investigación.
Siguiendo con esta crítica, quiero considerar otros modos de analizar lo que
está sucediendo con la cultura de las imágenes. No tomaré como punto de
partida la cuestión de las tecnologías y la revolución tecnológica, sino los usos
de la fotografía y la posfotografía. Mientras que el interés predominante reside
en el formato de la información de las tecnologías de la imagen, mi
preocupación está en lo que podría llamarse la referencia existencial de las
imágenes del mundo. Las fotografías han proporcionado un modo de
relacionarse con el mundo, no sólo de modo cognitivo, sino emocional,
estético, moral y político. “La gama de expresiones emocionales posibles a
través de las imágenes es tan amplia como las palabras” dice John Berger
(1980: 73); “Nos arrepentimos, esperamos, tememos y amamos con las
imágenes”. Estas emociones, guiadas por nuestra capacidad de razonamiento,
proporcionan la energía para convertir las imágenes y utilizarlas con fines
creativos, morales y políticos. Tales sentimientos y preocupaciones están
teñidos con la nueva agenda de la cultura posfotográfica. Estos usos de la
fotografía ahora parece que signifiquen especialmente poco, aunque resulte
extraño, para aquellos que están fundamentalmente preocupados por exponer
las aporías de la construcción de la fotografía del mundo visual. ¿Vamos a
olvidarnos de tales usos? ¿No van a tener cabida en el nuevo orden? Dado
que son tan importantes, argumentaré que debemos empezar a encontrar una
base nueva para volver a hacerlos nuevamente relevantes.
La agenda progresivista construye una polarización falsa entre el pasado y
el futuro, entre fotografía y cultura digital. De acuerdo con su grandioso diseño,
las nuevas tecnologías deben ser tecnologías buenas (lo asume, es decir, la
tesis de la racionalidad de lo real). Desde una perspectiva tan determinista,
tomar en serio las virtudes de la cultura fotográfica ya no es relevante, ni es
significativo cuestionar las virtudes de la cultura posfotográfica. ¿No
deberíamos estar poniendo a prueba esta lógica afirmativa? ¿No es todo el
proceso más complejo y la respuesta adecuada no es una respuesta de lo más
ambivalente? ¿Qué principios alternativos hay que nos permitan evaluar y
enjuiciar más críticamente las transformaciones de la cultura de la imagen?

La racionalización de la imagen

John Berger afirma que cuando se inventó la cámara fotográfica en 1839,


Auguste Comte estaba acabando su Cours de Philosophie Positive. El
positivismo y la cámara fotográfica crecieron juntos, y lo que los sustentaba
como práctica “era la creencia de que los hechos cuantificables y posibles de
observar, grabados por científicos y expertos, ofrecerían algún día al hombre
un conocimiento tal sobre la naturaleza y la sociedad que éste sería capaz de
ordenar ambas cosas”:

Comte escribió que, en teoría, no es necesario que quede nada


desconocido por el hombre, excepto, quizás, ¡el origen de las estrellas!
A partir de entonces, las cámaras han fotografiado incluso ¡la formación
de las estrellas! Y los fotógrafos nos aportan hoy en día más hechos
cada mes de los que los enciclopedistas del siglo XVIII pudieron soñar en
todo su proyecto (Berger 1982: 99).

Las documentaciones fotográficas del mundo tenían que ver con la


aprehensión cognitiva. Para el positivista la fotografía representa un medio
privilegiado de entender la “verdad” sobre el mundo, su naturaleza y sus
propiedades. Y, por supuesto, este conocimiento visual del mundo estaba
estrechamente relacionado con el proyecto para su apropiación y explotación
práctica. En este sentido, la cámara fotográfica era un instrumento de poder y
control. La fotografía tiene otras capacidades más creativas, como argumentaré
en el apartado siguiente, pero esta capacidad para la atribución visual ha sido,
y aún es, un factor dominante.
En su libro The Reconfigured Eye, William Mitchell refleja este espíritu de
positivismo en el contexto de su importancia y del análisis de la cultura y la
tecnología posfotográfica. Intenta disociarlas de su legado. La cámara
fotográfica, según Mitchell, se ha considerado “un instrumento cartesiano ideal,
un mecanismo que se utiliza para registrar detalles extremadamente exactos
de los objetos que están delante de los sujetos que los observan” (Mitchell
1992: 28). Desde el momento en que parece no haber intervención humana en
el proceso de registrar y grabar una imagen precisa, la fotografía se considera
como modelo de neutralidad impersonal y objetiva. Según Mitchell, “el
procedimiento fotográfico, como… los procedimientos científicos, parece
aportar una forma garantizada de superar la subjetividad y llegar a la verdad
real” (ibíd.). Esta idea de documento fotográfico como testimonio fidedigno de
las cosas del mundo real puede considerarse como funcional para la cultura
que lo inventó: “La estandarización y estabilización temporal del proceso de
creación de imágenes de la fotografía química sirvió con efectividad a los
propósitos de una era dominada por la ciencia, la exploración y la
industrialización” (Mitchell 1994: 49). Los usos del positivismo estaban
directamente ligados a los objetivos del capitalismo industrial.
Mitchell, al igual que John Berger, es muy crítico con este aspecto de la
historia fotográfica. En cambio, cuando se consideran otras posibilidades, su
programa no se parece al de Berger (a quien volveré a mencionar en breve).
Las esperanzas y deseos de Mitchell están basados en las nuevas tecnologías
digitales, las cuales, dice él, “están desestabilizando implacablemente la vieja
ortodoxia fotográfica e interrumpiendo las práctica familiares de producción e
intercambio de imágenes” (Mitchell 1992: 223). La cuestión es que estas reglas
hacen que el proceso intencional de creación de imágenes sea aparente, de
modo que “la narrativa de origen tradicional por la cual las imágenes con
perspectiva sombreada capturadas de modo automático se hacen aparecer
como objetos casuales de la naturaleza más que como productos del artificio
humana… ya no tiene poder para convencernos” (ibíd: 31). Las imágenes
digitales constituyen hoy “un nuevo tipo de señal”, con propiedades bastante
diferentes de las de la imagen fotográfica. Estas nuevas imágenes pueden
utilizarse “para producir nuevas formas de entendimiento” y también pueden
fabricarse para “provocar molestias y desorientar haciendo borrosas las
cómodas fronteras y animando a la transgresión de las reglas sobre las que
nos apoyamos” (ibíd: 223). Estas imágenes digitales han subvertido las
nociones tradicionales de verdad, autenticidad y originalidad, impulsándonos a
ser más “conocedores” de la naturaleza y del estatus de las imágenes.
Respecto a este particular, Mitchell considera que la imagen digital está
“oportunamente” adaptada a la estructura de los sentimientos de lo que nos
encanta llamar “nuestra era posmoderna”.
Yo aceptaría que existe una cierta justificación para esta idea de progresión
hacia una esfera más elevada de sofisticación y reflexividad visual, pero sólo
en los términos limitados de lo que debemos considerar esencialmente como
una tecnología científica de la imagen. Mitchell se ocupa principalmente de
temas formales y filosóficos, de cuestiones de “progreso” metodológico y
teórico. Sobre este aspecto, él tiene su propia opinión. Pero las imágenes no
existen, ni pueden existir, en un terreno puramente teórico. Las nuevas
imágenes están, por supuesto, implicadas sustancialmente en aumentar los
objetivos de lo que se ha dado llamar capitalismo postindustrial o de la
información (puesto que fueron las necesidades de este sistema las que
provocan efectivamente su existencia). La “revolución de la imagen” es
significativa en lo que se refiere a una expansión mayor y masiva de la visión y
de las técnicas visuales, permitiéndonos ver cosas nuevas y verlas de maneras
nuevas. En este contexto, la teleología de la imagen puede considerarse
precisamente en términos de desarrollo continuo de unas tecnologías cada vez
más sofisticadas para “llegar a la verdad real”. El objetivo sigue siendo la
persecución del conocimiento total. Y este conocimiento aún tiene por finalidad
conseguir el orden y el control sobre el mundo. (De otra forma, ¿qué nos
proporcionaría temas en los que pensar?) Aunque él no persiga sus
consecuencias reales, es algo que en realidad le preocupa:

Los satélites continúan observando la Tierra y envían imágenes de su


superficie cambiante… Estos cambios de piel incesantes son
procesados por ordenador, con propósitos diversos, por prospectores de
minerales, meteorólogos, urbanistas, arqueólogos, militares del servicio
de inteligencia y muchos otros. Toda la superficie de la Tierra se ha
convertido en un continuo espectáculo y un objeto de inacabable
vigilancia (Mitchell 1992: 57).

Más de lo que los enciclopedistas habrían soñado, ¡por supuesto! ¿No lo


habrían entendido celosamente los positivistas? ¿No supone una tentación
continua para los científicos y expertos poder grabar los hechos que se pueden
cuantificar y observar?
En este contexto de la visión teleológica del mundo yo aceptaría que los
científicos y los expertos tengan hoy en día una actitud mucho más sofisticada
hacia lo que solíamos llamar “los hechos”. Este proceso de llegar a la verdad
se considera bastante más complejo de lo que se asumía en el siglo XIX. Las
nuevas tecnologías han extendido masivamente el ámbito y el poder de la
visión, y también las técnicas de proceso y análisis de la información visual.
También han eliminado las fronteras entre lo visible y lo invisible. Fred Ritchin
(1990: 132) describe la llegada de lo que él llama “hiperfotografía”: “Puede
pensarse en ella como una fotografía que no requiere ni la simultaneidad ni la
proximidad del que ve y de lo que es visto, y que considera como su mundo
cualquier cosa que exista, existió, existirá o que podría llegar a existir, visible o
no; en resumen, cualquier cosa que pueda sentirse o concebirse”. Las nuevas
dimensiones de la realidad se abren a los poderes de la observación. Mediante
las diferentes fases del trabajo de gráficos con ordenador se abre la posibilidad
de “ver” cosas que de otra forma serían inaccesibles al ojo humano: “El
procedimiento consiste en emplear algunos instrumentos científicos apropiados
para recoger medidas y luego construir vistas en perspectiva que muestran
cómo sería en el caso de que hubiese sido posible observarlas realmente
desde unos determinados puntos de vista” (Mitchell 1992: 119). De esta forma
las tecnologías de simulación favorecen en general la investigación científica.
Ahora es posible “visualizar el interior de una estrella que muere o una
explosión nuclear. La gente puede llegar a lugares a los que ningún ser físico
es capaz de llegar”:

El astrofísico Michael Norman resume las ventajas de todo esto cuando


dice mientras está frente a una proyección de animación por video que
muestra el extremo de un jet extragaláctico en tumultuoso movimiento
que podría estar a un millón de años luz: “¡Mira este movimiento! El
mejor telescopio sólo puede representar las evoluciones de estos
gigantescos jets como fotografías instantáneas congeladas en el tiempo.
Mi simulación me permite estudiarlos de cerca en cualquier color y a
cualquier velocidad” (Ward 1989: 720, 750).

Las nuevas tecnologías no sólo están amplificando los poderes de la visión,


sino están cambiando su naturaleza (para incluir lo que previamente se
clasifica como invisible o imposible de ver) y sus funciones (convirtiéndolo en
una herramienta para la representación visual de datos y conceptos
abstractos). Las técnicas o modelos de observación, por supuesto, se han
transformado en formas que los positivistas apenas podrían haber imaginado.
Sobre esta base es posible construir una lógica de desarrollo que tiene
relación con el proceso de cambio a partir de una aproximación perceptual de
las imágenes (tomadas como referencia de las apariencias) hacia una
aproximación más referida a la relación de la imagen con la conceptualización.
La representación de las apariencias está dejando de ser la base
incontrovertible de la evidencia o de la verdad sobre los fenómenos del mundo.
Estamos presenciando la rápida devaluación de la visión como el criterio
fundamental para el conocimiento y el entendimiento. Por descontado este
cuestionamiento del significado fotográfico y su veracidad no son nada nuevo.
Allan Sekula (1989: 353) nos recuerda que incluso en el punto culminante del
positivismo del siglo XIX siempre existió “un alto grado de reconocimiento de los
“inconvenientes” y límites del empirismo visual ordinario”. A pesar de todo, este
cuestionamiento ha alcanzado su estadio más crítico, abriendo paso a modelos
de visión más nuevos y sofisticados. Jean Louis Weissberg (1993: 76) sostiene
que nos movemos de una era de “conocimiento a través de la simulación”. En
este último caso, él argumenta, “la imagen ya no sirve para representar al
objeto… sino, más bien para señalarlo, revelarlo, hacerlo existir”. El propósito
de crear un “doble” de la realidad, uno que se aproxime al referente, no sólo en
término de apariencia, sino también en términos de otras propiedades y
cualidades (invisibles) que posee. A través de la progresión desde la
simulación del objeto por medio de imágenes digitales hasta el más alto estadio
de “simular su presencia”, llega a ser posible, por así decirlo, experimentarlo e
interactuar con él como si fuera un objeto del mundo real. Y cuando llega el
caso, podemos decir que “conocemos” el objeto en un sentido más complejo y
extenso. El conocimiento a través de la experiencia se sitúa en el conocimiento
teórico y conceptual.
Deberíamos considerar este hecho como lógico con relación a la
acomodación evolutiva entre el empirismo y aspectos racionales del
pensamiento de la Ilustración. Ernest Gellner defiende enérgicamente que
siempre ha existido una relación de simbiosis muy poderosa entre el
racionalismo y el racionalismo en el mundo moderno: “Los dos oponentes en
apariencia eran en realidad complementarios. Ninguno podía funcionar sin el
otro. Cada uno de ellos, de una forma extraña, desarrollaba la tarea del otro
(Gellner 1992: 166). El empirismo visual no era una excepción a este respecto.
Si ha existido alguna vez en la historia de la observación fotográfica el peligro
de un empirismo naif, también ha existido una conciencia muy acusada de que
la evidencia y la experiencia visual solamente podría desarrollar su función, al
menos por ciertos propósitos, si ésta se incorporaba a sistemas de
procedimiento y análisis racional (éste es precisamente el argumento que Allan
Sekula defiende). La llegada de la posfotografía ha servido simplemente para
aclarar todo esto. En un contexto científico y filosófico más amplio, hemos
reconocido que el compromiso entre racionalismo y empirismo está creciendo
en los términos del primero. Horkheimer y Adorno (1973: 26) lo describían
como “el triunfo de la racionalidad subjetiva, la sujeción de toda realidad al
formalismo lógico”. También en la esfera particular de la posfotografía es
evidente que la racionalidad es el principio ascendente y dominante. Podemos
describir su lógica de desarrollo en términos de la creciente racionalización de
la visión.
He escrito estos desarrollos en términos de una “lógica” porque así es,
según parece, como nuestra cultura los puede entender mejor. La idea de
progresión necesaria (e inevitable) se nos revela, y nuestra cultura la encuentra
completamente razonable para interpretar esta trayectoria en términos de
racionalidad creciente. El proyecto de racionalismo, iniciado por Descartes, se
refiere al propósito de certeza cognitiva y convicción. Esto conlleva, como
observa Ernest Gellner (1992: 2), que debemos depurar nuestras mentes de
aquello que es meramente cultural, accidental e inseguro. Puesto que la cultura
se asocia con el “error” —“un tipo de error sistemático, inducido
comunalmente”— la ambición cartesiana implica “un programa para liberar al
hombre de la cultura” (ibíd.: 3-13). La razón debe disociarse del desarrollo
cultural; para darse cuenta de su potencial para el entendimiento debe llegar a
ser autosuficiente y autovalorativa.
Podemos dar sentido a la búsqueda de la verdad fotográfica en el contexto
de este programa racionalista, aunque tendríamos que reconocer la
espontaneidad de la fotografía y su deseo de afinidad con lo cultural, lo
accidental y lo inseguro. Como afirma John Berger (1982: 115), la revolución
cartesiana creó una profunda sospecha de las apariencias: “Ya no importaba el
aspecto de las cosas. Lo que importaba era la medida y la diferencia más que
las correspondencias visuales”. Su complicidad con las apariencias y por tanto
con las culturas de significado relacionadas con las apariencias, siempre
colocan a la fotografía en términos de continua lucha por purificar el medio de
sus “impurezas”. El positivismo puede considerarse como un intento preliminar
por racionalizar la imagen (con nuevos medios y nuevo enfoque de cognición)
considera el proyecto cartesiano en lo referente a la cultura de la imagen en un
“estadio superior”. En él, Mitchell representa su “ojo reconfigurado”. Al
caracterizar esta supuesta revolución, Jonathan Crary (1990:1—2) describe
cómo las nuevas tecnologías están “recolocando la visión en un plano
separado del observador humano”. La idea de “un mundo real, ópticamente
percibido” se ha debilitado, dice, y “si estas imágenes pueden referirse a algo,
ese algo es los millones de bites de datos matemáticos”. ¿Qué son estas
técnicas de observación nuevas —despersonalizadas, descontextualizadas —
sino la reacción del programa racionalista? La racionalización de la imagen ha
sido una fuerza dominante en el desarrollo de la fotografía y de la posfotografía
y las consideraciones de ese desarrollo (sólo) en términos de esta “lógica”
particular se han convertido en ambas cosas: coherente y convincente.
En la mayoría de las discusiones recientes, se ha aceptado generalmente la
cultura digital en sus propios términos. Se ha dado una amplia aprobación a su
agenda de progreso y al creciente interés por las técnicas nuevas de
observación que han sido posible gracias a las tecnologías posfotográfica
(porque esto coincide con lo que esperamos de “la revolución tecnológica”).
Esto ha supuesto que no se considere como cultura. Para considerarlo como
cultura habría que involucrar la desfamiliarización con el programa cartesiano.
Tendríamos que preguntarnos (asumiendo que no puede existir la razón sola)
¿y qué es lo que guía la racionalización de la visión? Tendríamos que
considerar no sólo lo que se desea y pretende de una forma positiva, sino
también lo que se niega y se reprime. En términos generales, ¿cómo vamos a
entender la hostilidad a lo que es “meramente” de nuestra cultura? Más
particularmente, en relación con la cultura digital, ¿cómo vamos a darle sentido
a la desconfianza de las apariencias, al “aspecto de las cosas” y, en último
término, quizás incluso a lo visual en sí mismo?

Mirar al mundo otra vez

Al plantear estas cuestiones quiero cambiar el enfoque de la discusión. El


debate sobre la posfotografía se ha obsesionado con la “revolución digital” y
por la forma que esto está transformando los paradigmas epistemológicos de la
visón. La preocupación predominante se centra en los aspectos teóricos y
formales que se ocupan de la naturaleza y del estatus de las imágenes nuevas.
Aunque resulte extraño, hoy en día parecemos sentir que la racionalización de
la visión es más importante que las cosas que realmente nos afectan (amor,
miedo, tristeza…). Se han devaluado otras formas de pensar sobre las
imágenes y su relación sobre el mundo (se nos está persuadiendo de que son
anacrónicas). Existe incluso el peligro de que la “revolución” nos haga olvidar lo
que queremos hacer con las imágenes, por qué queremos mirarlas, cómo nos
sentimos ante ellas, cómo reaccionamos y respondemos a ellas. En la
discusión que viene a continuación, quiero identificar otras posibilidades
inherentes a una cultura de la imagen en proceso de cambio. Empezaré a partir
de las experiencias que producen las imágenes (más que a partir de nuevas
tecnologías y técnicas), a partir de formas de pensar sobre la cultura de la
imagen que se basan en tales experiencias. Luego intentaré situarlas en los
contextos más amplios de aquellos aspectos de la cultura moderna que están
implicados, no con la racionalización tecnológica y científica, sino más bien con
la libertad política e imaginativa. Si la idea de posmodernidad realmente tiene
algún significado, seguro que debe referirse a la emancipación democrática y
creativa. Dentro del contexto de estas agendas (modernas y posmodernas) es
donde deberíamos situar la reflexión acerca de la utilización de las imágenes.
Entonces, ¿existen formas de proceder constructivamente contra lo digital
(sin convertirnos en contrarrevolucionarios, por así decirlo)? Para mí, es una
cuestión de que exista o no la posibilidad de introducir o reintroducir lo que
podría llamarse simplemente dimensiones existenciales en una agenda que se
ha convertido predominantemente en algo conceptual o racional (“separado del
observador humano”). Se trata de nuestra capacidad de ser conmovidos por lo
que vemos en las imágenes. Empecemos por un punto de vista
deliberadamente “primitivo” de las imágenes fotográficas. Para Roland Barthes
en Camera Lucida, la cuestión preliminar es “¿Qué sabe mi cuerpo de
fotografía?” (Barthes 1982: 9). La cognición se experimenta aquí como un
proceso completo mediado a través del cuerpo e inundado de afecto y
emoción. Mientras algunas imágenes le han dejado indiferente e irritado, otras
imágenes importantes han “provocado pequeños júbilos como si se refiriesen a
un centro en calma, expectante, un valor lacerante o erótico enterrado en mí
mismo” (ibíd.: 16). El proyecto de Barthes consiste en explorar la experiencia
de la fotografía “no como una cuestión (tema) sino como una herida: veo,
siento, luego me doy cuenta, observo y pienso” (ibíd.: 21). Una persona puede
enamorarse de ciertas fotografías, y otra puede sentirse “tocada” por la pena
cuando ve otras. Para Barthes, el hecho de entender la naturaleza
representacional de estas imágenes no puede separarse del entendimiento de
las sensaciones —el toque— del deseo o de la pena que provocan.
John Berger, que se preocupa de una forma similar por la naturaleza de la
relación entre el que ve y lo que ve, también se dedica a profundizar
(emocionalmente) en nuestro entendimiento de la aprehensión y cognición
fotográficas. Berger quiere explorar otros tipos de significados además de los
que son valorados por la razón. Pretende volver a conectar la fotografía con “lo
sensual, lo particular y lo efímero” (Berger 1980: 61). En contra del
racionalismo, Berger propone gran énfasis en el valor de las apariencias:
“apariencias como signos que se refieren a lo que está vivo… para ser leídos
por el ojo” (Berger 1982: 115). Las apariencias, insiste, son proféticas por
naturaleza:

Como las profecías, ellas (las apariencias) van más allá, insinuaciones
raramente son suficientes para hacer más irrefutable la lectura global.
Los significados precisos de una afirmación profética dependen de la
expectativa o de la necesidad del que la escucha (ibíd.: 704).

La imagen revela posibilidades: “cada imagen utilizada por un espectador


significa llegar más allá de lo que él podría haber conseguido solo, hacia una
presa, una Madonna, un placer sexual, un paisaje, una cara, un mundo
diferente” (Berger 1978: 704). Lo que Berger enfatiza es la relación entre la
vista y la imaginación. “Las apariencias”, afirma, “son tanto cognitivas como
metafóricas. Clasificamos por medio de apariencias y sueños de apariencias.”
La imaginación creativa es la que ilumina y anima nuestra comprensión del
mundo: “Sin imaginación el mundo se vuelve irreflexivo y opaco. Sólo la
existencia permanece” (Berger 1980: 68).
Otro aspecto y otra cualidad del conocimiento visual aparecen en la breve
historia de la fotografía de Walter Benjamin. “En la fotografía”, afirma Benjamin
(1979: 242), “nos encontramos con algo nuevo y extraño”. La tecnología
fotográfica puede dar a sus productos “un valor mágico”. Su espectador “siente
una urgencia irresistible por buscar esa imagen para la diminuta chispa de
contingencia, del aquí y ahora, con el que la realidad, por así decirlo, ha
abrazado al sujeto” (ibíd: 243). Benjamin entiende la naturaleza de su magia
visual con la ayuda de Freud. “Se trata de otra naturaleza”, dice, “la que habla
a la cámara de forma diferente a como habla con el ojo: otra en el sentido de
que un espacio informado por la conciencia humana da paso a un espacio
informado por lo inconsciente” (ibíd.). Benjamín piensa en “el inconsciente
óptico” en continuidad con “el inconsciente instintivo” descubierto por el
psicoanálisis. Su famosa formulación permanece de forma tentadora, breve y
elíptica. Podemos adecuarla, creo, para explorar la naturaleza conflictiva del
conocimiento. Consideremos la lúcida y concisa observación de Thomas
Ogden sobre la naturaleza de los procesos inconscientes:

La creación de la mente inconsciente (y por consiguiente, la mente


consciente) llega a ser posible y necesaria sólo ante el deseo en
conflicto que conduce a la necesidad de renegar e incluso preservar
aspectos de experiencia, por ejemplo la necesidad de mantener dos
modos diferentes de experimentar simultáneamente el mismo hecho
psicológico. En otras palabras, la propia existencia de la diferenciación
entre la mente consciente e inconsciente radica en un conflicto entre un
deseo por sentir/pensar/ser de una manera específica, y el deseo de no
sentir/pensar/ser de esa manera determinada (Ogden 1986: 176).

Podemos considerar la experiencia visual en los términos de estos procesos


de división. La cognición visual está fundamentada en sentimientos de placer y
sufrimiento: el deseo de ver coexiste con el miedo a ver. La ambivalencia en
todas las relaciones con el objeto es, por supuesto, evidente en nuestra
relación con los objetos de conocimiento visual.
Todas estas mediciones diferentes sobre la naturaleza de la fotografía
utilizan este argumento en tanto que contradicen cualquier idea de la vista y el
conocimiento puramente racionales. De diferentes formas, pretenden
mostrarnos cómo la visión también utiliza la física y las necesidades corporales
y cuánto se necesita para la sublimación y la transformación imaginativa. Estos
aspectos existenciales del uso de la imagen sin duda han sido propios del
encuentro con la muerte y la moralidad. Las imágenes siempre han estado
unidas a la muerte, ésta siempre ha sido un tema de particular meditación en
las reflexiones modernas sobre la cultura fotográfica. “Todas las fotografías son
memento mori”, dice Susan Sontag (1979: 15). “Hacer una fotografía es
participar en la moralidad, vulnerabilidad y mutabilidad de una persona (o
cosa).” La muerte es “lo que es absolutamente misterioso para el hombre”,
observaba Pierre MacOrlan, y el poder de la fotografía reside en su relación
con este misterio:

Ser capaz de crear la muerte de las cosas y las criaturas, aunque sólo
sea por un momento, es una fuerza de revelación que, sin explicación
(porque no tiene sentido), fija el carácter esencial de lo que debe
constituir una sutil ansiedad, rica en formas, fragancias, repugnancias, y,
naturalmente, la asociación de ideas (MacOrlan 1989: 32).

Roland Barthes (1982: 92) describe a los fotógrafos como “agentes de la


muerte”, y la fotografía como la correspondiente intrusión en las sociedades
modernas de “una muerte simbólica, al margen de la religión, del ritual, una
especie de inmersión brusca dentro de la muerte literal”. Los fotógrafos se
refieren a las ansiedades y los miedos ante la mortalidad, y de esa forma
pueden hacer posible la posesión imaginativa y la modificación de sus
sentimientos.
Pero puede ser de otra manera. Otro tipo de respuesta, que ha estado
estrechamente relacionada con el proyecto del racionalismo moderno, puede
ser la de desmentir o desechar nuestra naturaleza mortal. Como afirman
Horkheimer y Adorno (1973: 3), la lógica de la racionalidad y la racionalización
propugnan “liberar a los hombres del miedo” a través de la imperiosa fuerza de
la razón: “Absolutamente nada queda fuera, porque la sola idea de estar fuera
es la propia fuente del miedo… El hombre se imagina a sí mismo libre del
miedo donde no existe nada desconocido” (ibíd.: 16). A través del control
racional y del dominio (sobre la naturaleza y sobre la naturaleza humana), del
racionalismo y del positivismo, “su proyecto final”, ha intentado acabar con las
fuerzas del miedo mortal. Podemos considerar que la tecnología digital y el
discurso están en continuidad con este proyecto de sometimiento racional. Las
imágenes electrónicas no están congeladas, no desaparecen; su cualidad no
es elegíaca, no son sólo grabaciones de mortalidad. Las técnicas digitales
producen imágenes de forma criogénica: pueden despertarse, ser reanimadas,
“puestas al día”. La manipulación digital puede resucitar a los muertos. William
Mitchell (1994: 49) piensa en el difunto Elvis y la posibilidad de que pudiera ser
presentado ahora con “una "fotografía" perfectamente detallada de un Elvis
situado en un entorno reconociblemente contemporáneo”. “Volver a traer a
Marilyn” es el ejemplo que se le ocurre a Fred Ritchin (1990: 64). La simulación
del desafío a la muerte está unida a fantasías poderosas de trascendencia
racional. “Perder de vista lo insoportable”, dice Régis Debray (1992: 33), “es
disminuir la oscura atracción de las sombras, y la de lo contrario, el valor de un
rayo de luz.” “La muerte de la muerte”, sugiere él, “asestaría un golpe decisivo
a la imaginación.” Por supuesto, hay razones para creer que el sueño
racionalista será siempre empalagoso. Con Roland Barthes (1982: 92),
debemos preguntarnos por el lugar antropológico de la muerte en nuestra
cultura: “Puesto que la muerte debe estar en algún lugar de la sociedad…”.
¿Creemos en realidad que podría no estar en ningún lugar?
Creo que deberíamos aferrarnos a un sentido de complejidad de las culturas
de la imagen y, particularmente, que deberíamos continuar reconociendo el
significado de otros usos racionales de la imagen. En cambio, en el contexto de
la cultura digital que está surgiendo, tales intereses sólo pueden parecer
perversos y problemáticos. Desde la perspectiva austera de la posfotografía,
podrían parecer “inocentes” y nostálgicos. Esta versión de una cultura de la
imagen “posmoderna” se dedica precisamente a la crítica y a la destrucción de
tan discutibles nociones. El nuevo formato de la información se entiende en
términos de emancipación de la imagen de sus limitaciones empíricas y
asociaciones sentimentales; es una cuestión, por así decirlo, de purificar la
imagen de lo que se considera su residuo realista y sus intereses humanistas.
De hecho es el programa de racionalización disfrazado de posmodernismo. Lo
que resulta chocante es su arrogancia (en el sentido que W. R. Bion [1967: 86]
le da cuando habla de “la arrogancia de Edipo prometiendo exigir la verdad a
cualquier precio”). Con un singular compromiso con la racionalización de la
visión, la cultura digital ha tendido a despreciar o a devaluar otros usos de la
imagen. Ya no tiene nada que ver con la imagen como transición entre la
realidad interior y exterior. Si la imaginación no significa nada en absoluto en
este esquema progresivista, entonces no se trata de lo que John Berger
(1980:73) llama “la facultad primaria de la imaginación humana, la facultad de
ser capaz de identificarse con la experiencia de otra persona” (que es lo único
que podría ayudar a Edipo en su sufrimiento). La creencia en las imágenes
“perfectas” parece estar inhibiendo nuestra relación con las “buenas”
imágenes. Consideremos la observación de Barthes (1982: 53) de que
fundamentalmente “para ver bien una fotografía es mejor apartar la mirada o
cerrar los ojos”. En un contexto de cambio (llamado arrogantemente
“progreso”), ¿podemos mantener una “cultura” de imágenes vitales?
La primera cuestión es si podemos ver posibilidades en este momento
histórico. ¿Somos capaces de redescribir el contexto en el que nuestra cultura
de la imagen se está transformando, de tal forma que podamos alcanzar un
entendimiento más radical de lo que podríamos llamar “posmoderno”? Es
cuestión de cambiar la ideología de la modernidad (y posmodernidad) por la
progresiva emancipación de la racionalidad. Podríamos empezar por Dialectic
of Englightenment —de alguna manera, un texto fundador de la
posmodernidad— y su exploración de cómo, desde el primordial “llanto de
terror”, una historia de miedo ha ensombrecido la historia de la razón. El miedo
que se reprime, vuelve como una enfermedad cultural. Para Horkeimer y
Adorno, “la Ilustración se comporta como Edipo, el héroe trágico de Sófocles:
con toda seguridad liberó a la especie del terrible poder de la naturaleza, pero
también trajo consigo una terrible plaga” (Rocco 1994: 80). La lógica del
dominio racional siempre es desafiada por lo que permanece “fuera”. Y el
propio dominio, sin embargo, puede estar asociado con un sentido (irracional)
de pérdida, y con tendencias culturales de melancolía y depresión apocalíptica
(Jay 1994). Decir que somos posmodernos supondría el reconocimiento de que
la Ilustración ha fallado del mismo modo que ha tenido éxito. Podríamos
entender la sensibilidad posmoderna de la forma en que Mladen Dolar (1991:
23) lo intenta, cuando dice que “no implica ir más allá de lo moderno, sino más
bien una toma de conciencia de su límite interno, de su disgregación…”.
Siguiendo su punto de vista, podríamos ver la posmodernidad, imaginada en
un sentido fundamentalmente contrateleológico, en términos de las
posibilidades de permitir el retorno de lo que la cultura moderna ha reprimido o
rechazado. La cuestión real, entonces, es si podríamos mirar esas
posibilidades cara a cara. La historia de Edipo es la batalla por evadirse de las
realidades dolorosas “cerrando los ojos” y por recluirse en la omnipotencia
(Steiner 1985). No hay necesidad de vivir con las tristes conclusiones que el
punto de vista realista exigiría. Una cultura posmoderna tendría que mirar hacia
atrás, a los miedos reprimidos y las fuerzas inconscientes que han obsesionado
al progreso de la razón.
Y tendría que tratarse de una transformación política e imaginativa. El
mundo moderno no sólo fue conformado por la razón y la Ilustración. Johann
Arnason reafirma el significado intelectual y cultural del Romanticismo
resaltando la importancia de la interrelación y la interacción entre estas dos
corrientes culturales y argumentando que precisamente “esta configuración
cultural (más que una lógica irresistible o un proyecto inacabado de la
Ilustración por sí sola) debería situarse en el centro de una teoría de
modernidad cultural” (Arnason 1994: 156). Y también de la posmodernidad.
Esta otra corriente es importante en términos de crítica de la Ilustración
(aunque, por supuesto, hay tantos problemas con la cultura romántica como
con la cultura de la Ilustración; cada una de ellas ha llegado a nuestro siglo de
forma alterada). Se ha relacionado con la otra racionalidad, con aquello que
reprimió, con aquello que quedó “fuera”: la comprensión de la razón. Esto
también atrae la atención hacia nuestra obcecación por la cultura humana (y
consecuentemente por lo cultural, lo accidental y lo inseguro). Sólo podemos
llegar a un acuerdo con nuestra “condición” humana en el contexto de las
culturas humanas particulares. Como David Roberts afirma (1994: 172), donde
la Ilustración perseguía el principio de “abstracción radical de lo dado”, los
pensadores románticos se aferraban a lo referente a la “encarnación” histórica
y cultural. Y donde la Ilustración aspiraba a la trascendencia racional, el énfasis
romántico residía en los poderes de la creatividad y la imaginación necesarios
para la consecución de la emancipación política y humana.
En este espíritu Cornelius Castoriadis contrapone la apertura de la
imaginación radical contra la cerrazón del imperio racionalista. Lo que nos hace
humanos, afirma, no es la racionalidad, sino “la oleada continua, incontrolada e
incontrolable de nuestra imaginación radical y creativa a través del flujo de
representaciones, afectos y deseos” (Castoriadis 1990: 144). Castoriadis busca
una acomodación productiva entre lo inconsciente, lo imaginario y los poderes
del razonamiento (que implican también la confrontación del miedo a la muerte)
en la causa de la autonomía humana. Es cuestión de conseguir una
“subjetividad autorreflexiva y deliberativa, que ha dejado de ser una máquina
seudorracional y socialmente adaptada, sino que por el contrario ha reconocido
y ha liberado la imaginación radical al núcleo de la mente” (ibíd.: 145). Por
supuesto esto implica el reconocimiento de la existencia de otra gente, cuyos
deseos pueden ser contrapuestos a los nuestros. Consecuentemente, el
proyecto de autonomía “es necesariamente social, y no simplemente individual”
(ibíd.: 147). Para Castoriadis, el proyecto de producir individuos autónomos y el
proyecto de una sociedad autónoma son la misma cosa. ¿Qué sucedería si
concibiéramos las posibilidades del posmodernismo en su forma más radical y
pura?
La cuestión es, y permítaseme ser reiterativo, luchar contra un
entendimiento excesivamente racionalista e imaginativamente cerrado de
nuestra cultura de la imagen en proceso de cambio. Se trata de encontrar otros
contextos significativos en los que dar sentido y utilizar las imágenes. Mis
sugerencias de posibilidades pretenden ser breves y solamente indicativas (y a
buen seguro que hay otras líneas de pensamiento). Lo que intentan hacer es
(re)validar un mundo de significado y acción que no se puede limitar a la
racionalidad. Recordemos el encuentro individual de Barthes con la imagen
fotográfica, que se desplaza desde ver y sentir, a través de la atención y la
observación, hasta el pensamiento y la dilucidación. Si a usted le gusta de este
modo, pienso en este tipo de sensibilidad abierta en un contexto social, en
términos de una cultura más amplia de las imágenes. Tal como argumenta
Johann Arnason (1994: 167), en los términos de Merleau-Ponty, semejante
proyecto supondría recuperar una visión abierta para “volver a aprender a mirar
al mundo”. La percepción visual estaría vinculada a “un redescubrimiento y
articulación de la abertura al mundo que es constitutivo de la condición
humana” (ibíd.: 169). Nuestro modo de mirar al mundo se relaciona con nuestra
disposición hacia el mundo.
Llegado este punto, debemos volver finalmente a la cuestión de cómo
encajan aquí las imágenes y las tecnologías nuevas. Deberíamos considerar
de nuevo si podrían cambiar el modo en que miramos al mundo y cómo
podrían hacerlo. Una posibilidad la abren los historiadores del arte y lo visual,
que trabajan según una tradición foucaultiana, los cuales han intentado
identificar discontinuidades y desuniones significativas en los regímenes o
modelos de visión. Así, en relación con el nacimiento de la fotografía, Geoffrey
Batchen (1990: 11) argumenta que debemos dirigirnos “no sólo a la óptica y la
química sino hacia una inflexión moderna del poder, del conocimiento y del
tema”. Ahora nos enfrentamos a la transmisión inminente de este “ensamblaje”
fotográfico: “El ensamblaje deseado que incorpora la fotografía y el tema
moderno no es en modo alguno fijo e inmutable. En realidad puede estar
reconstituyéndose junto con otra línea de pensamiento” (ibíd.: véase también
Crary 1990). La muerte de la fotografía ahora augura un ensamblaje
completamente nuevo. Esto es lo que Batchen llama la “perspectiva
posmoderna”. Este tipo de enfoque ofrece una visión bastante restringida,
preocupado casi de modo exclusivo por la relación entre la visión y el
conocimiento/poder (aunque, al inscribir el cambio epistemológico en algún tipo
de contexto social, nos proporciona un modo significativo de observar la
racionalización de la visión). Dentro de este marco, sin embargo, nos muestra
cómo el aspecto de las cosas se puede transformar, a través del desarrollo de
formas nuevas de visión tecnológica y técnicas nuevas de observación. En los
momentos críticos, se argumenta, y con frecuencia mediante la aparición de
tecnologías nuevas, la relación entre visión y subjetividad puede cambiar
radicalmente. Las formas antiguas de ver el mundo (en palabras de Mitchell,
“tradiciones pictóricas escleróticas”) han sido desalojadas, y al mismo tiempo
formas nuevas de descripción visual son posibles. Existen posibilidades para la
ruptura creativa. Pero al mismo tiempo diría que estos cambios “localizados” en
las técnicas de observación pueden tener sentido en el contexto “global” de la
racionalización de la visión que se encuentra en desarrollo. Es posible que las
nuevas formas de ver no estén reñidas con las formas y relaciones de poder
existentes en el campo visual.
Ésta es una forma de pensar en las posibilidades que podemos tener
disponibles ahora (aunque creo que todavía está atrapada en nociones
modernistas de desarrollo y progreso). Permítaseme sugerir otra (que puede
ser más posmoderna, en la forma que quiero elaborarla). En este caso, lo
significativo no son las tecnologías nuevas y las imágenes per se, sino la
reordenación del campo visual en general y la reevaluación de las culturas y
tradiciones de la imagen que aquéllas provocan. Hay que destacar que gran
parte de la argumentación más interesante sobre las imágenes no afecta a los
futuros digitales, sino a lo que hasta hace poco parecían medios antiguos y
olvidados (la panorámica, el cuarto oscuro, el estereoscopio); desde nuestra
situación de ventaja posfotográfica, estos han adquirido de repente nuevos
significados, y su reevaluación parece crucial para entender el significado de la
cultura digital. En este contexto, parece productivo pensar, no en términos de
discontinuidades y desuniones, sino sobre la base de continuidades, a través
de generaciones de imágenes y entre formas visuales.
En su crítica del análisis foucaultiano (versión de Crary), David Phillips
(1993: 137) recomienda que “tengamos en cuenta la persistencia y duración de
los modos antiguos de visualidad”. En contra de la idea de una narrativa
secuencial de culturas de la imagen que se suceden, y en contra de la lógica
narrativa de rupturas etimológicas sucesivas, Phillips argumenta que “la visión
actúa por el contrario como un palimpsesto que combina muchos modos
diferentes de percepción —un modelo que sirve para la historia de la visión y
para la percepción de un observador individual” (ibíd.)—. Esta metáfora me
parece muy productiva (y una metáfora que nos puede ayudar a resistir el
progresismo tecnológico y el evolucionismo epistemológico). En lugar de poner
en una situación de privilegio las imágenes “nuevas” con respecto a las
imágenes “antiguas”, deberíamos pensar en todas ellas —al menos, todas las
que todavía están activas— dentro de su contemporaneidad. Desde esta
perspectiva, lo significativo es precisamente la multiplicidad y diversidad de
imágenes contemporáneas. Al ir contra la corriente de los modelos
progresivistas o evolucionistas, podemos intentar hacer un uso creativo de la
interacción de diferentes órdenes de imágenes. La coexistencia de imágenes
diferentes, modos diferentes de ver, imaginaciones visuales diferentes, puede
verse como un recurso imaginativo.
Éste fue el tema fundamental de la exposición “Passages de l'image” llevada
a cabo en el Centre Georges Pompidou en 1990. Tal como lo expresa
Raymond Bellour (1990a: 37) en su contribución al catálogo de la exposición,
“la diversidad de formas de las imágenes es nuestro problema actual”, y el
problema, por el que éste en realidad significa la solución, tiene que ver con la
proliferación de “pasos” o “contaminaciones” entre imágenes. Las mezclas, los
relevos, los pasos o movimientos entre imágenes, Bellour sugiere que están
tomando forma de dos maneras: “por una parte una oscilación entre la
movilidad y la inmovilidad de la imagen; por otra, entre mantener la analogía
fotográfica y una tendencia a la desfiguración” (Bellour 1990b: 38). Da la
sensación de que estamos más allá de la imagen” (Bellour 1990a: 56); la
sensación de que es más productivo pensar en términos de hibridez de formas
de imagen. Debemos llegar a acuerdos con las nuevas formas de “ver” a través
de lo que podríamos llamar tecnologías anópticas. También podemos
reconocer el potencial de la manipulación de imágenes para influir en formas
nuevas de hibridación (esto es lo que William Mitchell (1992: 7) llama
“electrobricolage”). La artista Esther Parada (1993: 445-446) habla de su
atracción por la tecnología digital en términos de las posibilidades que ofrece
para “mover y combinar” y para “colocar en capas” las imágenes (y los textos);
dice que permite “la materialización de enlaces en el tiempo y el espacio que
mejoran la comprensión”.
Al mismo tiempo, podemos agradecer la persistencia de la visión fotográfica
y reconocer que continuará revitalizándose a sí misma. Simplemente porque
me gusta, vamos a coger el trabajo de Geneviève Cadieux, algunas de cuyas
imágenes estuvieron en la exposición “Passages”. Al referirse a su
“monumentalidad”, Ingrid Schaffner (1991: 56) ha discutido que Cadieux
“despliega las convenciones de la escultura para alterar la pasividad de nuestro
encuentro con el plano”. Sus imágenes fotográficas revitalizan nuestro sentido
de la vista y vuelven a posicionarlo en relación con los sentidos del tacto y el
oído (Hear Me with Your Eyes es el título de una de sus piezas). Régis Durand
(1989) pone énfasis en las continuas posibilidades —a menudo, de nuevo, a
través del uso de formatos “heroicos” a gran escala, que una vez estuvieron
asociados con las “bellas artes”— para proporcionar a la “fuerza de la
evidencia” inherente a la imagen fotográfica una potencia renovada para
movernos y afectarnos. Donde podríamos ser fácilmente arrastrados a pensar
en términos de formas de la imagen “emergentes” frente a “residuales”, un
sentido cultivado de la ambivalencia puede ser productivo de manera más
imaginativa. Deberíamos aspirar a estar abiertos a la fuerza de todos los
modos de representación y presentación visual.
Al redescribir la transformación de la fotografía en términos de estratificar las
imágenes o de pasos de la imagen, quizás podamos plantarnos contra la
arrogancia de la modernidad (tecnológica y cultural). Quizás podamos avanzar
hacia un contexto mejor para explorar los aspectos emocionales, imaginativos,
morales y políticos de una cultura cambiante de la imagen. En su ensayo
“Psychoanalysis and Idolatry”, Adam Phillips considera el significado de la gran
colección de imágenes talladas de Freud. “¿Qué estaba diciendo Freud a sus
pacientes y a sí mismo al mostrar su colección en las salas donde practicaba el
psicoanálisis…?”, pregunta (Phillips, A. 1993: 119). Existen dos respuestas
especulativas. Freud estaba diciendo que “la cultura era historia, y que la
historia… se podía preservar y se podía pensar en ella” (ibíd.: 120); “los
muertos no desaparecen” (ibíd.: 118), y nuestro bienestar físico y cultural
puede depender de la aceptación de ello. Y en segundo lugar, Freud decía a
sus pacientes y a sí mismo que “la cultura es plural… Las estatuillas
subrayaban el hecho de que existen todo tipo de convenciones culturales y
mundos en todas partes, tantos como se puedan encontrar” (ibíd.: 120). ¿No
resulta sugestiva la relación de Freud con sus ídolos para el modo en que
deberíamos pensar respecto a nuestras relaciones con las imágenes? La
arqueología de las imágenes está vinculada con la excavación psicológica. Y
las imágenes son un medio de estar abiertos a la diversidad cultural; ellas
representan “la lealtad deseosa de culturas alternativas” de Freud (ibíd.: 119).
Podríamos conjugar esta disposición de otras muchas formas sociales y
políticas. En la teoría política contemporánea (de carácter antifundacionalista)
la idea de una verdad absoluta también se pone en cuestión. Con esa
perspectiva, perfectamente resumida por Glyn Daly (1994: 176-177), el mundo
sólo se puede describir a través de juegos de palabras enfrentadas; está
“expuesto permanentemente a redescripciones enfrentadas, y,
consiguientemente “la "verdad" siempre se formará de manera coyuntural como
resultado de la lucha entre juegos de palabras/discursos enfrentados”. Lo
significativo precisamente es la interacción entre estas descripciones
enfrentadas, todas surgidas de posiciones particulares (y limitadas). Los
asuntos fundamentales “serán fijados de manera coyuntural por esas narrativas
—novelas, etnografías, escritos periodísticos, etc.— con las cuales
identificamos y expresamos nuestra solidaridad” (ibíd.: 177). En este contexto
podríamos dar algún tipo de significado político (más que epistemológico) a la
aceptación de que las imágenes ya no se pueden “considerar cómodamente
como informes verdaderos generados por casualidad sobre las cosas del
mundo real” y que éstas podrían ser de hecho “imágenes creadas de forma
más tradicional, que parecieran construcciones humanas claramente ambiguas
y dudosas”, (Mitchell, 1992: 225). Consideraríamos entonces nuestra cultura de
la imagen en términos de su diversidad productiva, y estaríamos preocupados
por las posibilidades (creativas y también tecnológicas) para originar
descripciones “nuevas” —penetrantes, abiertas, en movimiento— del mundo:

Todo el mundo se reconoce en el álbum de fotos (Christian Boltanski).

Existe una tendencia predominante a pensar en las tecnologías digitales


como “revolucionarias”, y que lo son en su “naturaleza” misma. En todo este
capítulo he estado argumentando en contra de esta posición, sugiriendo que la
cultura digital puede, de hecho, verse en términos de una racionalización
continuada de la visión (llevando esta “lógica” a un nivel nuevo de sofisticación,
y produciendo un efecto de adaptación entre los aspectos racionalistas y
empíricos de la cultura moderna). Me he esforzado por apartar la discusión de
esta perspectiva predominantemente teórica y fotográfica, y por abrir una
agenda más cultural y política respecto a la cultura cambiante de la imagen.
Esto ha significado reafirmar la importancia de la visión (apariencias) en la
experiencia cultural, empezando por el uso de la vsion, es decir, más por la
novedad tecnológica. Al enfatizar la importancia simbólica de las imágenes,
podemos considerar su desarrollo en el contexto de las tendencias
contrarracionalistas de la cultura moderna (que están siendo reexaminadas de
forma crítica por todos aquellos que están preocupados por revalidar la
imaginación y la creatividad en nuestra cultura). Creo que podemos ir más allá,
considerando la multiplicidad y diversidad crecientes de los modos de ver en el
contexto de las nuevas maneras (posmodernas) de pensar en la vida política y
democrática. Estas ideas siguen siendo provisionales y exploratorias. Intentan
sugerir pretextos y contextos a través de los cuales se puedan encontrar
modos más abiertos y significativos de volver a adecuar nuestra cultura de las
imágenes. No niego las capacidades formidables de las nuevas tecnologías;
intento darles una ubicación cultural y política de mayor relevancia.
El futuro de las imágenes no está (tecnológicamente) determinado. Existen
diferentes posibilidades siempre y cuando seamos capaces de resistir las
comodidades del determinismo. Para que existan, debemos pensar muy
cuidadosamente sobre qué es lo que queremos ahora de las imágenes. La
“muerte de la fotografía” es uno de aquellos raros momentos en los que
estamos llamados a renegociar —y a reconsiderar— nuestra relación con las
imágenes (las viejas tanto como las nuevas). Al final, las imágenes son
significativas en términos de lo que podemos hacer con ellas y de cómo nos
aportan significados. Para algunos, esto será realmente una cuestión de
explotar el poder extraordinario de las nuevas tecnologías para “ver” el
nacimiento y la muerte de las estrellas. Sin embargo, la mayoría de nosotros
tendremos preocupaciones más mundanas y personales, porque la cultura de
la imagen —para adaptar la frase de Raymond Williams— sigue siendo
corriente. Las imágenes seguirán siendo importantes —no obstante “la
revolución tecnológica”— porque median de manera efectiva, y a menudo de
forma conmovedora, entre las realidades interiores y exteriores.
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