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CONTEMPORÁNEO
1.- COMPRENSIÓN HISTÓRICA DEL DERECHO INTERNACIONAL
A) EL DERECHO INTERNACIONAL COMO EXPERIENCIA HISTÓRICA
1. El término Derecho Internacional Público fue utilizado por primera vez por el
británico Bentham, en 1780, como forma de distinción frente al Derecho Nacional.
Sustituía al término ius gentium o ius gentes que durante largo tiempo fue el nombre
usual para referirse a esta disciplina jurídica y que fuera incorrectamente tomada del
Derecho romano. En Derecho romano el término ius gentium era la contraposición al ius
civile y aludía a un derecho común a todos los hombres, deducible de la razón natural.
Con él se pretendían regular las relaciones en las que las partes no eran ciudadanos
romanos, lo que hacía difícil la aplicación del ius civile a unas relaciones que exigían la
utilización de unas normas jurídicas menos complejas que las de éste. El término sería
recogido en la Edad Media y conceptualizado por la Escuela Española de Derecho
internacional, pese a que, por su objeto, hoy habría que identificar el ius gentium
romano más con el Derecho internacional privado que con el Derecho internacional
público. En efecto, el verdadero Derecho internacional público romano sería el ius
feciale, en cuyo cuerpo se contenían las leyes relativas a las embajadas, a los tratados y
al derecho de guerra. Incluso para una cuestión tan simple, como es la de su
denominación, el recurso a la historia nos resulta ineludible.
Si en las ciencias jurídicas la referencia a la historia es un dato insoslayable,
refiriéndose a nuestra disciplina en particular ha escrito Aguilar Navarro que, “el
Derecho internacional es el más histórico de todos los derechos: su dependencia de las
circunstancias sociales es extremada; peca acaso de una auténtica servidumbre en que se
encuentra con relación a los acontecimientos históricos. La sociedad internacional es
una sociedad en formación; el Derecho internacional es un Derecho en proceso de
gestación: de una se dice que es primitiva; de otro se afirma que es rudimentario. Faltos
de contemplación histórica, el Derecho internacional resulta incomprensible; ya su
mismo concepto es el resultado de una lenta elaboración científica”. Cualquier intento
de explicar esta disciplina, incluso en su estructura básica, es baldío sin esa referencia
continua a la historia. Todo tratamiento histórico, sin embargo, plantea algunas
interrogantes metodológicas que es necesario contestar con carácter previo para evitar
equívocos innecesarios.
2. Es decisiva la cuestión de cuál deba considerarse el inicio de la historia del
Derecho internacional. Mientras para unos el momento clave sería el de las primeras
sistematizaciones del concepto, la primera elaboración doctrinal, lo que apuntaría a la
Escuela Española de Derecho Internacional, a la racionalización sugerida por Grocio y
sus continuadores o incluso al racionalismo positivista del siglo XIX, para otros llevaría
razón el profesor Truyol cuando afirma que “el Derecho internacional surge en cuanto
se establecen relaciones de estabilidad y permanencia entre grupos humanos con poder
de autodeterminación y sustentados por planteamientos éticos o políticos”. Lógica
consecuencia de esta afirmación será hablar del Derecho internacional en épocas más
pretéritas, con referencias incluso a los Imperios del Antiguo Oriente, hasta entroncar
con las grandes civilizaciones de China, India y Grecia. No faltan estudios que han
puesto de manifiesto los antecedentes remotos de estas distintas culturas, o de algunas
más cercanas, en las instituciones actuales del Derecho Internacional.
Pero si insistimos en la idea de relaciones entre comunidades políticas autónomas
estaremos apuntando a un requisito subsiguiente y es el dato de que ninguna de ellas
tenga la capacidad o la creencia en un derecho, divino o de otra índole, a regir las
relaciones con las otras entidades. En este sentido, en épocas pasadas, la existencia de
imperios globales llevaba a la creencia de que las normas que regulaban las relaciones
con otros entes eran normas sólo convenientes para la preservación de la hegemonía del
imperio, pero la violación de sus reglas no resultaba sancionada cuando dicha
vulneración era necesaria para la preservación del imperio. En realidad, el Derecho
internacional, como lo conocemos actualmente, sólo fue posible tras la proclamación de
la igualdad soberana de las entidades políticas existentes, proclamación que, con toda
puridad, al menos para el conjunto de Estados de nuestro entorno, se produce con
ocasión de los Tratados de Westfalia, que pusieron fin a las guerras europeas de
religión, proclamado el derecho de cada Estado a elegir por sí mismo, sin aceptar la
posibilidad de intervención superior de ninguna otra autoridad.
3. Al situar, en esta hipótesis, el nacimiento del Derecho internacional a mediados
del siglo XVII, abonamos sin dudad la idea de un origen europeo del Derecho
internacional. No es que no existieran otros mundos –piénsese en los Imperios del
Extremo Oriente o en el cercano Imperio Otomano-, sino que en las reglas existentes
eran exclusivamente aplicadas al mundo europeo, mientras que con el resto de las
entidades políticas las reglas eran las de la simple conveniencia o necesidad. En otros
términos, los Estados europeos, canon de la legalidad, podían permitirse el lujo de la
razón del poder para imponer sus criterios en otros territorios estuvieran o no
organizados de forma política semejante a la europea.
La observación es importante en la medida en que ayude a desechar una visión
eurocéntrica de la sociedad internacional. En 1828, Guizot, consciente de la pluralidad
de civilizaciones existentes en el mundo, justificaba el exclusivo tratamiento de la
civilización en Europa: salvo la europea, afirmaba, todas las civilizaciones han sido de
una enorme simplicidad. Esto les ha permitido un rápido y vigoroso despliegue, pero la
creación de la simplicidad tiende a agotarse, estacionarse y caminar rápidamente hacia
la decadencia. Sin embargo en Europa todo parece variado, confuso y tormentoso;
jamás el dominio de una sola idea, con lo que se ha hecho incomparablemente más rica:
su avance nunca ha sido rápido, pero su progreso no se ha detenido. Por ello, “la
civilización europea ha entrado, si se permite decirlo, en la eterna verdad, en el Plan de
la Providencia, y camina según las vías de Dios. En el principio racional de su
superioridad.”
Con una u otra justificación, considerar a Europa como el centro de la civilización y
la historia de Europa como Historia, ha sido tema recurrente en la mayoría de los
historiadores. Por supuesto el Derecho internacional no se marginó en la tendencia.
Ciertamente pueden encontrarse una serie de justificaciones, pudiendo señalarse dos
como condicionantes. De un lado, sólo la moderna historia se ha preocupado de
encontrar los antecedentes de nuestra civilización: parecíamos surgidos de Grecia, y la
propia Grecia como fenómeno peculiar ex novo. Más allá sosteníase inoperante
cualquier investigación. Lógicamente, consecuencia y causa, a la vez, del desinterés por
otras civilizaciones, esa despreocupación motivó un escaso y discontinuo conocimiento
de las demás. Las contadas noticias que se tienen de otras experiencias no permiten
afirmar a éstas como unidades, sino antecedentes aislados asistemáticos. Frente al
sistemático estudio de Europa, las restantes culturas resultaban pobres, simples y
escasamente dignas de estudio. Finalmente, no hemos de olvidar que la cultura europea,
en todas sus plasmaciones, ha sido hegemónica. La misma historia, pues, parecía
afirmar que esa hegemonía, frente a culturas sojuzgadas, no podía sino revelar la
decisiva importancia de aquélla y el carácter periférico de éstas. La civilización europea,
en cierto sentido, subsumía a cualquier otro fenómeno cultural.
Entre 1918 y 1922 aparece la obra de Oswald Spengler, La decadencia de Occidente,
y con ella toda una perspectiva en el estudio de la historia en virtud del rechazo de lo
que el llamó concepción ptolomeica de la historia y aceptación de la concepción
copernicana. Ya no existirá una civilización central rodeada de la constelación
periférica, sino que cada cultura constituye una experiencia única: la misión del
historiador consistirá en desvelar las diversas particularidades de cada una para
comparar las distintas civilizaciones y establecer, definitivamente, lo que de peculiar y
común exista en su conjunto. Posiblemente la obra de Spengler no hubiera llegado a
marcar un absoluto giro en las concepciones históricas si el británico Toynbee no se
hubiera planteado la necesidad de adjuntar un bagaje empírico a la obra esencialmente
filosófica. El mismo confiesa haberse sentido profundamente influenciado por Splenger
y haberse preguntado cuál sería el resultado si al estudio omnicomprensivo y teórico de
Spengler se añadía el gusto por lo concreto y empírico de la mente anglosajona. El
resultado será A Study of History. Toynbee encontrará ventiuna civilizaciones
diferentes, todas susceptibles de comparación a través de tres grupos de modelos: el
modelo de nacimiento, crecimiento y decadencia. El mito europeo quedará, así,
definitivamente desbancado.
Pero, sin embargo, será necesariamente eurocéntrica toda exposición histórica del
Derecho internacional, en la medida en que ha sido en las diferentes culturas europeas,
desde los antiguos imperios de Oriente Medio, donde se ha producido una filosofía de la
política como expansión. Frente a las civilizaciones japonesa, china o india, en las que
la salida o expansión era concebida como una traición a la propia civilización, todas las
culturas que han nacido en las márgenes del mar Mediterráneo han medido su fuerza y
su vigor en la capacidad para expandirse más allá de sus propios límites conocidos. De
ahí que cada cultura europea, en su fiebre expansionista, haya llevado el germen de
destruir, aunque fuera asimilándola o contaminándose con ella, las culturas diferentes;
ha existido, al menos hasta la Edad Media, e incluso más acá, la creencia de que toda
relación internacional entre entidades políticas interdependientes son relaciones
asimétricas: “la necesidad de desarrollar tal sistema jurídico general entre iguales nunca
surgió en los tiempos antiguos porque siempre hubo sólo un limitado número de
instituciones suficientemente organizadas como para llamarlas Estados en terminología
moderna”, como acertadamente ha escrito Mosler. En otras palabras, cada una de las
civilizaciones pretéritas tenía una visión hegemónica de si misma y consideraba que las
necesarias relaciones con sus vecinos no estaban fundamentadas en ideas de igualdad,
sino en la de supremacía absoluta, lo que impedía el surgimiento de un sistema jurídico
de relaciones entre los pueblos.
4. Como justificación del esfuerzo de comprensión histórica, no se trata de una
investigación meramente curiosa, sino de una investigación que intente encontrar los
aspectos de continuidad que puedan explicar cuestiones actuales de la sociedad
internacional y que se hayan plasmado en su ordenamiento jurídico. La historia sirve
como explicación del presente y como método de análisis de las tensiones esenciales
ahora existentes o como exposición de las contradicciones que cada hoy abre para
mañana. Pero quiero advertir que no se trata de una postura conductista o determinista,
sino que el análisis histórico es un instrumento válido de comprensión correcta del ser
del Derecho internacional actual y del inmediatamente venidero. Instrumento, en fin, de
identificación, pero no de determinación; ni objetivo en si, por mucho que la historia,
sin aplicaciones concretas, sea también un formidable instrumento espiritual. Esta es
una aclaración que puede no resultar ociosa en una época en la que gusta hablar, en
imágenes diferentes y con obvios condicionamientos ideológicas, del fin de la historia, a
la que, en todo caso, se pretende sustituir con anécdotas.
Esta pugna entre imperio y papado obedece a la obsesión por matener la unidad,
cuando ya existen diversidad de reinos y feudos, aun con la misma organización social y
la misma religión y una relación de interdependencia entre ellos. Pero asistimos al
germen del nacionalismo religioso y político.
3.- Las relaciones entre imperio y papado se han referido extensamente por cuanto
determinan el desarrollo del Derecho internacional en la época, elemento moderador en
estas relaciones de poder. El Derecho gira sobre tres principios:
a/ La guerra es excepcional. Según Stadtmüller la paz es la situación normal, querida
por Dios, por lo tanto la guerra es una injusticia. No obstante la guerra es justificable,
según Van Kan, si es una guerra justa, a saber: pretende repara una injusticia; si es
necesaria para dicha reparación, no se puede repara la injusticia de ningún otro modo.
Como consecuencia de lo anterior se repudian las guerras intercatólicas, las guerras
únicamente serán factibles contra los infieles, y no se admite la esclavitud de católicos.
Se predica la misericordia con el vencido y la ´tregua Dei´. Se permite el botín o saqueo
como castigo al enemigo cruel que ha sido vencido, el reparto del botín lo efectuarán los
jefes. En la guerra se admiten todo tipo de estrategias a pesar del ´honor´de la caballería,
con el único límite del respeto a la palabra dada.
b/ Existe un proyecto de institución internacional de arbitraje por tres razones:
porque es una práctica existente en la Iglesia, porque la práctica existe en las
comunidades municipales europeas y porque se aplica en la sociedad feudal.
c/ El fundamento del tratado en la Edad Media ha evolucionado. Hasta Roma el
fundamento era religioso, Desde Roma el fundamento es jurídico. En estos siglos la
inviolabilidad del tratado deriva, según Taube, de la concepción religiosa, de la
concepción moral derivada de la idea de la caballería, de la cocepción jurídica y de la
concepción feudal de la sociedad.
De esta pugna y amalgama de concepciones en tensión entre la unidad y la
diversidad derivan los fundamentos del Derecho internacional.
a) Más que hablar de Vitoria cabría referirse a una Escuela española de Derecho
internacional. En efecto, con ello aludiríamos al esfuerzo de los clásicos españoles por
dar una formulación nueva a la sociedad internacional, esfuerzo exigido por la
descomposición de la vieja idea del Imperio y por el papel protagonista de España. La
desaparición del Imperium mundi, unitario y jerárquico, no supuso la anarquía
internacional en la medida en que fue sustituido por la idea de una Societas gentium,
punto mismo de partida de Vitoria en su Relectio de indis. El fundamento de tal
organización se encuentra en la sociabilidad natural del ser humano y se deduce del
derecho natural aplicado a las necesidades de cada momento histórico. En Vitoria se
acentúa una perspectiva teológica que será continuada por Domingo de Soto y Domingo
Yáñez, todos ellos dominicos.
Menor acentuación teológica y mayor preocupación por el derecho natural
encontramos en los jesuitas Luis de Molina y Francisco Suárez. Truyol ha caracterizado
a estos autores por la existencia de dos notas esenciales: una nueva síntesis teológica y
filosófica entre el acervo cristiano y las condiciones del pensamiento de la época y, en
segundo lugar, la tendencia a ampliar el ámbito del derecho natural en un viraje de la
mentalidad teocéntrica a la antropocéntrica como método de solución al reto de los
nuevos problemas.
Finalmente, con los dominicos Fernando Vázquez de Menchaca y Diego de
Covarrubias y Leyva, la escuela española adquiere unas perspectivas más científico-
jurídicas que harán del primero gran inspirador de Grocio y conseguirán para el segundo
el título de Bártolo español. Al margen de la escuela española, aunque profundamento
influido por ella, cabe citar a los italianos Belli y, especialmente, Gentili. Éste, de una
gran formación civilista, utiliza una técnica jurídica más depurada que la de la escuela
española, lo que bien podría valerle el título de predecesor del método positivista en
Derecho internacional.
b) Hay una característica común en todos los autores hasta ahora citados: escriben
con el objetivo práctico de solventar las cuestiones concretas que la política les iba
presentando. Habrá que esperar a Hugo Grocio para que nos encontremos con el primer
tratamiento sistemático y global del Derecho internacional; por otra parte, en su De iure
belli ac pacis se produce una fundamentación de un Derecho internacional de validez
general o universal, mediante un proceso de secularización del Derecho natural. Se
acentúa con él el racionalismo, liberando al Derecho natural de la supremacía teológica
y buscando en el Derecho de gentes las notas de positividad. En sus orígenes, sin
embargo, las preocupaciones de Grocio habían sido condicionadas. Su De mare liberum
era la respuesta práctica de un jurista a la pretensión hispano-portuguesa, igualmente
política y práctica, de cerrar los mares y tierras descubiertos por España y Portugal.
Trascendiendo este concreto planteamiento, la ambición y el mérito de Grocio fue
intentar una contestación global a la pluralidad de cuestiones que las relaciones
internacionales planteaban. De ahí que no sea en exceso injusto la consideración que
muchos tienen de Grocio como padre del Derecho internacional.
c) A partir de Grocio puede afirmarse que toda la historia doctrinal del Derecho
internacional se ha escindido en torno a la aceptación o el rechazo del Derecho natural
como fundamentación del Derecho internacional. Se puede hablar así de una tendencia
iusnaturalista y otra iuspositivista a partir del holandés Grocio; en la primera línea
pueden inscribirse Lebiniz, Pufendorf, Wolff, Vattel o Martens, mientras que la segunda
tendencia vendría representada por Zouch, Bynkershoek o Moser. Todos ellos, sin
embargo, se caracterizarían por su tratamiento sistemático del Derecho internacional.
Para los iusnaturalistas, el ius positivum, sólo puede ser expresión de la voluntad
superior de un legislador: como quiera que se puede verificar la inexistencia de un
legislador internacional, no puede hablarse de un ius positivum internacional, no puede
hablarse de un ius positivum internacional, sino sólo de un ius nature et gentium. De
esta forma, el Derecho de gentes no sería sino una parte de una ley natural que rige
todas las relaciones humanas, incluidas las internacionales.
En los positivistas, la preocupación dominante es la exposición del Derecho de
gentes real y efectivo de la época, lo que conlleva a abandonar la fundamentación
iusnaturalista. Todos estos autores, de forma genérica, se encuentran sometidos a una
doble presión: de una parte, la creencia clásica de que el Derecho de gentes no puede ser
sólo producto de la voluntad humana; de otra parte, está reciente en ellos la tendencia
positivista de las teorías de Hobbes y Spinoza, por su concepción convencional en la
formación de las sociedades. De ahí la conclusión de elaborar un Derecho internacional
basado en la razón o en concepciones u opiniones subjetivas propias, proponiéndose
únicamente determinar cuáles sean sus normas, consuetudinarias o convencionales, que
los Estados observan en la práctica.
1. Desde fines del siglo XVIII se registra una expansión del sistema europeo de
Estados, en virtud de las independencias de los Estados Unidos (1776), seguida con
prontitud por Haití (1804), y las colonias españolas, en cascada independentista entre
1808 y 1825. Interesa, sin embargo, poner de manifiesto que la expansión de la sociedad
internacional de la primera mitad del siglo XIX se limita a experimentar un crecimiento
horizontal que en poco afecta al desarrollo de la sociedad internacional de su tiempo,
por la participación en los mismos valores y pautas de comportamiento.
Si bien América se sustrae a los designios del Concierto Europeo y crea una realidad
política que expande al sistema de Estados, hasta entonces europeos, esa expansión en
nada afectaba la catalogación de Estados de civilización cristiana. La idea básica, las
concepciones mínimas, siguen siendo idénticas, aunque sus plasmaciones políticas
encuentren divergencias notables. Como afirma Truyol, “el Nuevo Mundo, cualquiera
que sea su originalidad en relación con el Antiguo, salió orgánicamente de éste. Incluso
la ruptura que supone la emancipación tuvo lugar en un contexto de interdependencia
con relación a la situación europea. Y, dejando de lado determinados rasgos
particulares, debidos a las circunstancias históricas… el derecho internacional entonces
en vigor, el derecho público de Europa, fue recibido en sus principios fundamentales.
Podemos añadir que con el tiempo los contrastes más importantes del comienzo se
atenuaron poco a poco”.
2. Desde este punto de vista, la ampliación de la sociedad internacional en virtud de
las independencias americanas, apenas si puede considerarse algo más que una
expansión horizontal, mero crecimiento cuantitativo. Sin embargo, el siglo XIX
introducirá otras modificaciones, otros crecimientos que impondrán la necesidad de
replantear, incluso, la denominación de la sociedad internacional.
“todos los Estados gozan de igualdad soberana. Tienen iguales derechos e iguales
deberes y son por igual miembros de la comunidad internacional, pese a sus diferencias
de orden económico, social, político o de otra índole”.
Estas afirmaciones, sin embargo, pueden ser calificadas, en algún sentido, y como
igualmente ocurre con semejante afirmaciones en los derechos internos, de auténticas
ficciones jurídicas, en un doble aspecto: por una parte, porque el Derecho internacional,
pese al proceso de universalización antes descrito, no ha procedido a una igual
atribución de derechos y deberes políticos entre los Estados y porque incluso el más
somero análisis de la realidad social va a mostrarnos la desigualdad básica de los
Estados en la medida en que parte de la maquinaria de arreglo pacífico de controversias,
de comprobación de los niveles de cumplimiento del Derecho internacional por los
mismos, o de sanción de sus violaciones, parece excluir de sus procedimientos, o al
menos atenuarlos, cuando se trata de su aplicación a ciertas categorías de Estados
excepcionalmente bien situados en la escala social internacional.
La tendencia general en la Carta está constituida por la consecución de una
progresiva democratización de la sociedad internacional, pero no puede c errar los ojos
a las innegables realidades políticas. Por ello reconocerá excepciones respecto de la
democratización a favor de una pequeña élite de Estados, sin los cuales la Organización
que creaba hubiera sido pura entelequia. Así, al regular las funciones del Consejo de
Seguridad, la Carta de las Naciones Unidas, prevé esta situación, y el párrafo 3º del
artículo 27, imprescindible en cualquier lectura de la misma, afirma que:
“Las decisiones del Consejo de Seguridad sobre todas las demás cuestiones [las que no
sean de procedimiento] serán tomadas por el voto afirmativo de nueve miembros,
incluso los votos afirmativos de todos los miembros permanentes…”
Si la unanimidad no es esencial en todas las cuestiones de que, de hecho, se ocupa la
Organización de Naciones Unidas, sí lo es en aquellas que atañen o se refieren a la paz y
seguridad internacionales. Más aún, en la Asamblea General, órgano democrático por
excelencia en el que las resoluciones se adoptan por mayoría de los Estados, estas
resoluciones no tienen carácter obligatorio, sino recomendatorio, mientras que las
resoluciones adoptadas por el Consejo de Seguridad, donde el peso de las grandes
potencias es evidente, pueden ser de naturaleza meramente recomendatoria, si actúa en
el ámbito del Capítulo VI de la Carta, u obligatoria, si actúa en el marco del Capítulo
VII, siendo el propio Consejo de Seguridad quien dispone de un amplio y discrecional
poder para elegir el ámbito en que adopta sus resoluciones.
De esta forma, el mecanismo establecido por la sociedad internacional
institucionalizada permite que se pueda decidir sobre cualquier situación que se
produzca en la sociedad internacional, siempre que los Estados partes en la situación no
sean ni Estados excepcionalmente bien instalados en la sociedad internacional,
ostentando la calificación de grandes potencias, ni Estados que, aun sin ser grandes
potencias, cuenten con el apoyo decidido de una gran potencia. Al fin y al cabo, como
ha escrito Claude, “la Carta no se propuso crear un mecanismo coercitivo y de acción
colectiva susceptible de ser empleado para controlar a las grandes potencias o a los
Estados protegidos por éstas”. Se ratifica así la plástica paradoja que exponía el
delegado de Arabia Saudí en la Conferencia de San Francisco: en caso de un conflicto
entre dos pequeños Estados, interviene la Organización y desaparece el conflicto; si el
conflicto es entre una gran potencia y un pequeño Estado, interviene la Organización y
desaparece el pequeño Estado; si el conflicto es entre dos grandes potencias, interviene
la Organización y desaparece… la Organización.
2. Pero junto a la estratificación jurídica de los Estados como sujetos del Derecho
internacional, es cada vez más clásico y menos característico o definitorio, por obvio,
referirse a la importancia creciente de las Organizaciones internacionales. La
importancia de las Organizaciones internacionales es verificable en un doble dato:
porque empieza a afirmarse sin paliativos su personalidad jurídica internacional y
porque constituyen un elemento insoslayable en la comprensión y funcionamiento de la
sociedad internacional actual, hasta el punto de que sus competencias y poderes son
distintos a los de los Estados miembros, constituyéndose en sujeto cuya voluntad no es
meramente la suma de las voluntades individuales de los Estados, y sin que, por otra
parte, y como sugiriera la Corte en el asunto de las actividades militares y paramilitares
en y contra Nicaragua (1986), los Estados pueden accionar individualmente las
competencias que previamente han atribuido a las Organizaciones internacionales a
través de sus tratados constitutivos. La sociedad internacional, progresivamente
interdependiente, pese a todas las heterogeneidades, sería hoy incomprensible e inviable
sin la existencia de las Organizaciones internacionales. Ciertamente las Organizaciones
sólo pueden actuar en el ámbito de las competencias que les han sido atribuidas por los
Estados, pero es rara la Organización internacional que no ha procedido a ampliar
considerablemente de hecho esa atribución formal mediante el recurso a las cláusulas
habilitantes previstas en el propio tratado o por medio de una progresiva utilización de
la teoría de las competencias implícitas, como tan brillantemente la construyera la CIJ
en el dictamen relativo a la reparación por daños sufridos al servicio de las Naciones
Unidas (1949).
Ello no significa que las Organizaciones internacionales posean per se personalidad
jurídica internacional. Quizás su personalidad jurídica objetiva podría afirmarse para
Organizaciones internacionales universales que representan la gestión de intereses
generales, oponible a todos los miembros de la sociedad internacional; pero
personalidad jurídica inter partes, susceptible de ulteriores reconocimientos, respecto de
Organizaciones más limitadas en su composición y funciones. Esta posición matizada
fue la finalmente adoptada por la Comisión de Derecho Internacional, en el art. 6 del
Convenio sobre los tratados celebrados entre Estados y Organizaciones internacionales
o entre Organizaciones internacionales, que en su redacción final constituye, en el
comentario de la Comisión, “una fórmula de transacción basada esencialmente en el
reconocimiento de que no debe considerarse en ningún caso que este artículo tenga por
objeto o efecto decidir la cuestión de la condición jurídica de las Organizaciones
internacionales en Derecho internacional; esta cuestión sigue pendiente y la redacción
propuesta es compatible con la tesis según la cual el Derecho internacional general es el
fundamento de la capacidad de las organizaciones internacionales como con la tesis
contraria, según la cual es el tratado fundacional el fundamento de dicha personalidad”.
Igualmente, en la Convención sobre el Derecho del Mar, de 1982, el art. 93, en el marco
de la nacionalidad y condición jurídica de los buques, no se quiso prejuzgar la cuestión
de los buques que estén al servicio de las Naciones Unidas, sus organismos
especializados o del Organismo Internacional de la Energía Atómica. La solución final
en esta materia vendría determinada, en cualquier caso, por la importancia esencial del
principio de efectividad aplicado a cada Organización internacional, como con acierto
hayan señalado Sereni o González Campos.
Todos estos datos, sin duda, no pueden ser aisladamente analizados, sino que, en
alguna manera, han de ser interpretados como muestra de un cambio importante en la
estructura del orden jurídico internacional, estructura en la que progresivamente el
Estado ha dado muestras de insuficiencia de control absoluto o de saciar las exigencias
que estas otras entidades ponen de manifiesto. Aunque ello no debe permitir
exageración alguna, independientemente de cualquier valoración de Ciencia política,
que apunte, en el terreno estrictamente jurídico, a la idea de que el Estado está en vías
de desaparición o en proceso menguante como sujeto primordial imprescindible para la
comprensión del Derecho internacional.
1. Si las normas jurídicas internacionales son el resultado final del consensus entre
dos o más sujetos, podemos encontrarnos con una pluralidad de modalidades de
manifestación de dicho consensus: así, los tratados, la costumbre, los actos de las
Organizaciones internacionales o incluso los actos unilaterales de los Estados. Existe
entre todos ellos una interacción recíproca en la medida en que son formas diversas de
manifestación del consentimiento del Estado. La diferencia básica, en última instancia,
es que la prueba del consentimiento de los Estados es más asequible en el caso de los
tratados o de los actos de organizaciones o en los actos unilaterales, que en el caso de
las normas consuetudinarias. Las transformaciones en las fuentes apuntan, sin embargo,
a una pluralidad de datos. De una parte, y por supuesto, a que se ha invertido la
importancia cuantitativa de las distintas formas tradicionales de expresión de la
voluntad estatal. Hace ya muchos años que la costumbre mostró su incompetencia, por
la exigencia de su lenta cochura, para ser el procedimiento adecuado de regulación
jurídica de unas relaciones internacionales de aceleración progresiva, medio en el cual
los tratados sí han mostrado su capacidad para, cuando las circunstancias así lo exigen,
habilitar respuestas automáticas, bilaterales o multilaterales, a necesidades repentinas
del mundo de relación internacional. De otra, y más importante, porque cada una de
estas formas de manifestación de la voluntad de los Estados ha experimentado cambios
intrínsecos significativos.
3. Los trabajos son, sin duda, la forma hoy más importante de generación de
obligaciones jurídicas para los Estados. Su estructura de funcionamiento clásica ha sido
similar a la forma en que los contratos generan obligaciones entre las partes contratantes
en los derechos internos, filosofía que no les resulta ajena en el Convenio de Viena
sobre el Derecho de los tratados en todo lo relativo a los efectos de los tratados respecto
de terceros, a los efectos de los tratados respecto de otros tratados, a la forma de
funcionamiento de las reservas o en lo relativo a la operatividad de los procedimientos
de enmienda y modificación de los tratados, elementos todos ellos en los que la
relevancia de la voluntad individual de cada Estado contratante resulta incontestable.
De forma tradicional los tratados tendían a ser generadores de obligaciones
sinalagmáticas bilaterales, expresando la reiteración de tratados bilaterales, lo que podía
llegar a ser demostrativo de una práctica generalmente aceptada como derecho. La
necesidad de introducir elementos de rapidez, a la vez que de certeza y seguridad
jurídica en las relaciones internacionales, ha consolidado la práctica de conclusión de
tratados multilaterales, única forma de hacer frente a las demandas que presentaban
tanto una sociedad internacional acelerada, como un número de Estados en incremento.
La multilateralización de los tratados introdujo elementos peculiares en el proceso de su
elaboración y adopción, así como en la forma de generar efectos jurídicos, incluidos los
sistemas de salvaguardar las particularidades de cada Estado a través del mecanismo de
las reservas. Lo más importante, con todo, es que en el proceso de celebración de
tratados multilaterales se exigían procedimientos de consenso entre los Estados
negociadores, como forma de coordinar intereses contrapuestos. En alguna medida las
técnicas de consenso se veían favorecidas porque buena parte de los tratados
multilaterales no pretendían tener como consecuencia la creación de obligaciones
sinalagmáticas, sino la regulación objetiva de intereses generales de la sociedad
internacional.
Esta materia, sin embargo, tampoco ha quedado excluida de las consecuencias de los
embates de lo que podría llamarse un nuevo bilateralismo o contractualismo en las
relaciones convencionales: frente al multilateralismo que se inició en las décadas de los
sesenta y setenta y, parcialmente, en la de los ochenta, las etapas posteriores han
registrado índices menores de conclusión de tratados internacionales multilaterales,
siendo prácticamente inexistentes en algunos ámbitos –derecho espacial- o cargados de
obligaciones individualmente dibujadas –derecho del medio ambiente-, habiendo sido
poco fructífera, a modo de ejemplo, la labor de la Comisión de Derecho Internacional en
el proceso de codificación y desarrollo progresivo del Derecho internacional. Sólo en
materia de derechos humanos, entendidos de forma genérica, se han registrado ciertos
avances significativos, lo que sería consecuente con la ideología sustentadora del
fenómeno de la globalización.
En esta misma línea, quizás, habría que señalar un dato no menos relevante, que
apunta a la jerarquización de las normas internacionales: clásicamente no ha existido
jerarquía normativa en Derecho internacional, siendo todas sus normas, por igual,
resultado del consentimiento de los Estados. Con todo, el artículo 103 de la Carta de las
Naciones Unidas expresaba la prevalencia de sus normas sobre cualesquiera otras
obligaciones de los Estados, prevalencia que podía ser interpretada como simple
resultado de la voluntad expresamente manifestada de éstos y en relación con este
específico instrumento jurídico. Hoy, por el contrario, las obligaciones de la Carta rigen
con primacía las relaciones de los Estados por expresar los fundamentos
constitucionales o principios estructurales del orden internacional; pero, más aún, no
sólo tienen este carácter las normas que constituyen el ius cogens u orden público
internacional, que no permiten derogaciones por acuerdo en contrario, convirtiéndose en
canon de validez o constitucionalidad de las demás obligaciones internacionales. De
esta forma, frente al principio hasta ahora indiscutible de la autonomía de la voluntad de
los Estados, navegando en un amplio océano de derechos y normas dispositivas, emerge
el escollo de los límites a dicha autonomía, quedando los Estados obligados por este
orden público internacional de forma imperativa o impositiva.
Algunos Estados, sin embargo, parecen desconfiar de la existencia de un conjunto
de normas que no permiten en ninguna circunstancia acuerdos en contrario, vulnerando
lo que se ha considerado siempre el sacrosanto principio de la autonomía de la voluntad.
De la misma manera, no parece agradar la existencia de dos categorías distintas de
normas, con consecuencias jurídicas diferenciadas, según la importancia fundamental
que estas normas tengan para la Comunidad Internacional en su conjunto, como parece
señalar la oposición, que finalmente tuvo éxito, a la inclusión de la distinción entre
crímenes y delitos internacionales que durante casi dos décadas había irrumpido con
fuerza en la escena normativa internacional que de la mano de la Comisión de Derecho
Internacional, a propósito del proyecto de artículos sobre responsabilidad internacional
de los Estados, tratándose ahora de salvar algunos restos del naufragio.
4. Las normas que han irrumpido con una fuerza inusitada son aquellas a las que ni
siquiera hay mención en el Estatuto de la CIJ, los actos de las Organizaciones
internacionales, hecho demostrativo de su novedad. La fortaleza de esta nueva forma de
manifestación colegiada de la voluntad de los Estados me ha llevado a la utilización de
una terminología quizás excesiva al hablar de la aparición de normas centralizadas
autoritarias. No se trata aquí sólo del valor jurídico de las resoluciones de las
Organizaciones internacionales, sino de que esas resoluciones, por el método empleado
del consenso y de la aprobación ad referendum, pueden terminar creando una
convicción u opinio iuris sive necessitatis. En el caso de algunas Organizaciones sus
resoluciones adquieren formas y efectos vinculantes para los Estados, en cuyo caso la
utilización del término de normas centralizadas autoritarias no parece en absoluto
excesiva. Piénsese en el caso paradigmático de la capacidad normativa en el ámbito de
la Unión Europea.
Por supuesto, cualquier generalización, aparte de empobrecedora, sería sumamente
equívoca: la capacidad de generación de efectos jurídicos de las resoluciones de las
Organizaciones internacionales dependerá en buena medida de dos elementos
concluyentes: de una parte, mientras más restringida sea una Organización, más
homogéneos sus Estados miembros y más posible la asunción de obligaciones también
jurídicas; de la misma manera, mientras más especializada en sus funciones sea la
Organización, mayor posibilidad en la eficacia de sus resoluciones.
Paralelamente, mientras mayor sea el grado de multilateralismo existente en cada
momento en la sociedad internacional, incluso respecto de resoluciones de carácter
meramente recomendatorio, mayor será la posibilidad de que estas resoluciones se
conviertan en vehículo de creación de convicción jurídica en torno a su contenido y, por
ende, generador de una práctica consecuente con el contenido de las resoluciones. Por el
contrario, en momentos de impugnación del multilateralismo y de primacía del
bilateralismo, mayor dificultad para que las resoluciones de Organizaciones
internacionales universales y generales tengan una significativa capacidad normativa,
siquiera sea por vía consuetudinaria.