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LOS FUNDAMENTOS DEL DERECHO INTERNACIONAL

CONTEMPORÁNEO
1.- COMPRENSIÓN HISTÓRICA DEL DERECHO INTERNACIONAL
A) EL DERECHO INTERNACIONAL COMO EXPERIENCIA HISTÓRICA

1. El término Derecho Internacional Público fue utilizado por primera vez por el
británico Bentham, en 1780, como forma de distinción frente al Derecho Nacional.
Sustituía al término ius gentium o ius gentes que durante largo tiempo fue el nombre
usual para referirse a esta disciplina jurídica y que fuera incorrectamente tomada del
Derecho romano. En Derecho romano el término ius gentium era la contraposición al ius
civile y aludía a un derecho común a todos los hombres, deducible de la razón natural.
Con él se pretendían regular las relaciones en las que las partes no eran ciudadanos
romanos, lo que hacía difícil la aplicación del ius civile a unas relaciones que exigían la
utilización de unas normas jurídicas menos complejas que las de éste. El término sería
recogido en la Edad Media y conceptualizado por la Escuela Española de Derecho
internacional, pese a que, por su objeto, hoy habría que identificar el ius gentium
romano más con el Derecho internacional privado que con el Derecho internacional
público. En efecto, el verdadero Derecho internacional público romano sería el ius
feciale, en cuyo cuerpo se contenían las leyes relativas a las embajadas, a los tratados y
al derecho de guerra. Incluso para una cuestión tan simple, como es la de su
denominación, el recurso a la historia nos resulta ineludible.
Si en las ciencias jurídicas la referencia a la historia es un dato insoslayable,
refiriéndose a nuestra disciplina en particular ha escrito Aguilar Navarro que, “el
Derecho internacional es el más histórico de todos los derechos: su dependencia de las
circunstancias sociales es extremada; peca acaso de una auténtica servidumbre en que se
encuentra con relación a los acontecimientos históricos. La sociedad internacional es
una sociedad en formación; el Derecho internacional es un Derecho en proceso de
gestación: de una se dice que es primitiva; de otro se afirma que es rudimentario. Faltos
de contemplación histórica, el Derecho internacional resulta incomprensible; ya su
mismo concepto es el resultado de una lenta elaboración científica”. Cualquier intento
de explicar esta disciplina, incluso en su estructura básica, es baldío sin esa referencia
continua a la historia. Todo tratamiento histórico, sin embargo, plantea algunas
interrogantes metodológicas que es necesario contestar con carácter previo para evitar
equívocos innecesarios.
2. Es decisiva la cuestión de cuál deba considerarse el inicio de la historia del
Derecho internacional. Mientras para unos el momento clave sería el de las primeras
sistematizaciones del concepto, la primera elaboración doctrinal, lo que apuntaría a la
Escuela Española de Derecho Internacional, a la racionalización sugerida por Grocio y
sus continuadores o incluso al racionalismo positivista del siglo XIX, para otros llevaría
razón el profesor Truyol cuando afirma que “el Derecho internacional surge en cuanto
se establecen relaciones de estabilidad y permanencia entre grupos humanos con poder
de autodeterminación y sustentados por planteamientos éticos o políticos”. Lógica
consecuencia de esta afirmación será hablar del Derecho internacional en épocas más
pretéritas, con referencias incluso a los Imperios del Antiguo Oriente, hasta entroncar
con las grandes civilizaciones de China, India y Grecia. No faltan estudios que han
puesto de manifiesto los antecedentes remotos de estas distintas culturas, o de algunas
más cercanas, en las instituciones actuales del Derecho Internacional.
Pero si insistimos en la idea de relaciones entre comunidades políticas autónomas
estaremos apuntando a un requisito subsiguiente y es el dato de que ninguna de ellas
tenga la capacidad o la creencia en un derecho, divino o de otra índole, a regir las
relaciones con las otras entidades. En este sentido, en épocas pasadas, la existencia de
imperios globales llevaba a la creencia de que las normas que regulaban las relaciones
con otros entes eran normas sólo convenientes para la preservación de la hegemonía del
imperio, pero la violación de sus reglas no resultaba sancionada cuando dicha
vulneración era necesaria para la preservación del imperio. En realidad, el Derecho
internacional, como lo conocemos actualmente, sólo fue posible tras la proclamación de
la igualdad soberana de las entidades políticas existentes, proclamación que, con toda
puridad, al menos para el conjunto de Estados de nuestro entorno, se produce con
ocasión de los Tratados de Westfalia, que pusieron fin a las guerras europeas de
religión, proclamado el derecho de cada Estado a elegir por sí mismo, sin aceptar la
posibilidad de intervención superior de ninguna otra autoridad.
3. Al situar, en esta hipótesis, el nacimiento del Derecho internacional a mediados
del siglo XVII, abonamos sin dudad la idea de un origen europeo del Derecho
internacional. No es que no existieran otros mundos –piénsese en los Imperios del
Extremo Oriente o en el cercano Imperio Otomano-, sino que en las reglas existentes
eran exclusivamente aplicadas al mundo europeo, mientras que con el resto de las
entidades políticas las reglas eran las de la simple conveniencia o necesidad. En otros
términos, los Estados europeos, canon de la legalidad, podían permitirse el lujo de la
razón del poder para imponer sus criterios en otros territorios estuvieran o no
organizados de forma política semejante a la europea.
La observación es importante en la medida en que ayude a desechar una visión
eurocéntrica de la sociedad internacional. En 1828, Guizot, consciente de la pluralidad
de civilizaciones existentes en el mundo, justificaba el exclusivo tratamiento de la
civilización en Europa: salvo la europea, afirmaba, todas las civilizaciones han sido de
una enorme simplicidad. Esto les ha permitido un rápido y vigoroso despliegue, pero la
creación de la simplicidad tiende a agotarse, estacionarse y caminar rápidamente hacia
la decadencia. Sin embargo en Europa todo parece variado, confuso y tormentoso;
jamás el dominio de una sola idea, con lo que se ha hecho incomparablemente más rica:
su avance nunca ha sido rápido, pero su progreso no se ha detenido. Por ello, “la
civilización europea ha entrado, si se permite decirlo, en la eterna verdad, en el Plan de
la Providencia, y camina según las vías de Dios. En el principio racional de su
superioridad.”
Con una u otra justificación, considerar a Europa como el centro de la civilización y
la historia de Europa como Historia, ha sido tema recurrente en la mayoría de los
historiadores. Por supuesto el Derecho internacional no se marginó en la tendencia.
Ciertamente pueden encontrarse una serie de justificaciones, pudiendo señalarse dos
como condicionantes. De un lado, sólo la moderna historia se ha preocupado de
encontrar los antecedentes de nuestra civilización: parecíamos surgidos de Grecia, y la
propia Grecia como fenómeno peculiar ex novo. Más allá sosteníase inoperante
cualquier investigación. Lógicamente, consecuencia y causa, a la vez, del desinterés por
otras civilizaciones, esa despreocupación motivó un escaso y discontinuo conocimiento
de las demás. Las contadas noticias que se tienen de otras experiencias no permiten
afirmar a éstas como unidades, sino antecedentes aislados asistemáticos. Frente al
sistemático estudio de Europa, las restantes culturas resultaban pobres, simples y
escasamente dignas de estudio. Finalmente, no hemos de olvidar que la cultura europea,
en todas sus plasmaciones, ha sido hegemónica. La misma historia, pues, parecía
afirmar que esa hegemonía, frente a culturas sojuzgadas, no podía sino revelar la
decisiva importancia de aquélla y el carácter periférico de éstas. La civilización europea,
en cierto sentido, subsumía a cualquier otro fenómeno cultural.
Entre 1918 y 1922 aparece la obra de Oswald Spengler, La decadencia de Occidente,
y con ella toda una perspectiva en el estudio de la historia en virtud del rechazo de lo
que el llamó concepción ptolomeica de la historia y aceptación de la concepción
copernicana. Ya no existirá una civilización central rodeada de la constelación
periférica, sino que cada cultura constituye una experiencia única: la misión del
historiador consistirá en desvelar las diversas particularidades de cada una para
comparar las distintas civilizaciones y establecer, definitivamente, lo que de peculiar y
común exista en su conjunto. Posiblemente la obra de Spengler no hubiera llegado a
marcar un absoluto giro en las concepciones históricas si el británico Toynbee no se
hubiera planteado la necesidad de adjuntar un bagaje empírico a la obra esencialmente
filosófica. El mismo confiesa haberse sentido profundamente influenciado por Splenger
y haberse preguntado cuál sería el resultado si al estudio omnicomprensivo y teórico de
Spengler se añadía el gusto por lo concreto y empírico de la mente anglosajona. El
resultado será A Study of History. Toynbee encontrará ventiuna civilizaciones
diferentes, todas susceptibles de comparación a través de tres grupos de modelos: el
modelo de nacimiento, crecimiento y decadencia. El mito europeo quedará, así,
definitivamente desbancado.
Pero, sin embargo, será necesariamente eurocéntrica toda exposición histórica del
Derecho internacional, en la medida en que ha sido en las diferentes culturas europeas,
desde los antiguos imperios de Oriente Medio, donde se ha producido una filosofía de la
política como expansión. Frente a las civilizaciones japonesa, china o india, en las que
la salida o expansión era concebida como una traición a la propia civilización, todas las
culturas que han nacido en las márgenes del mar Mediterráneo han medido su fuerza y
su vigor en la capacidad para expandirse más allá de sus propios límites conocidos. De
ahí que cada cultura europea, en su fiebre expansionista, haya llevado el germen de
destruir, aunque fuera asimilándola o contaminándose con ella, las culturas diferentes;
ha existido, al menos hasta la Edad Media, e incluso más acá, la creencia de que toda
relación internacional entre entidades políticas interdependientes son relaciones
asimétricas: “la necesidad de desarrollar tal sistema jurídico general entre iguales nunca
surgió en los tiempos antiguos porque siempre hubo sólo un limitado número de
instituciones suficientemente organizadas como para llamarlas Estados en terminología
moderna”, como acertadamente ha escrito Mosler. En otras palabras, cada una de las
civilizaciones pretéritas tenía una visión hegemónica de si misma y consideraba que las
necesarias relaciones con sus vecinos no estaban fundamentadas en ideas de igualdad,
sino en la de supremacía absoluta, lo que impedía el surgimiento de un sistema jurídico
de relaciones entre los pueblos.
4. Como justificación del esfuerzo de comprensión histórica, no se trata de una
investigación meramente curiosa, sino de una investigación que intente encontrar los
aspectos de continuidad que puedan explicar cuestiones actuales de la sociedad
internacional y que se hayan plasmado en su ordenamiento jurídico. La historia sirve
como explicación del presente y como método de análisis de las tensiones esenciales
ahora existentes o como exposición de las contradicciones que cada hoy abre para
mañana. Pero quiero advertir que no se trata de una postura conductista o determinista,
sino que el análisis histórico es un instrumento válido de comprensión correcta del ser
del Derecho internacional actual y del inmediatamente venidero. Instrumento, en fin, de
identificación, pero no de determinación; ni objetivo en si, por mucho que la historia,
sin aplicaciones concretas, sea también un formidable instrumento espiritual. Esta es
una aclaración que puede no resultar ociosa en una época en la que gusta hablar, en
imágenes diferentes y con obvios condicionamientos ideológicas, del fin de la historia, a
la que, en todo caso, se pretende sustituir con anécdotas.

B) SOCIEDAD INTERNACIONAL DE ESTADOS CATOLICOS

Aunque las relaciones internacionales en u plano de igualdad surgen en la Edad


Media con la aparición de los Estados, otros grupos políticamente organizados ya
contaban con ciertas instituciones propias de las culturas anteriores romano-germánicas.
En este sentido, siguiendo al profesor Truyol, la historia de la humanidad puede
concebirse como una secuencia de círculos cerrados, autárquicos, tangentes, que
progresivamente se van integrando hasta convertirse en círculos concéntricos. En esta
imagen cada uno de los círculos correspondería a cada una de las etapas históricas por la
que ha atravesado la sociedad internacional.
Según Stadmüller el mundo medieval se puede describir como una elipse con dos
centros el papado y el imperio que pretendía constituirse en la continuidad del imperio
romano.
San Agunstín en “De Civitate Dei” recoge ideas ya apuntadas por Orígenes en
“Contra Celso” exponiendo la existencia de dos ciudades: la ciudad terrestre fundada
por Caín donde predomina el amor del hombre a si mismo hasta el olvido de Dios,
busca un ideal estable pero no puede conseguirlo, donde reina la inestabilidad y el
desorden; y la ciudad celeste fundada por Abel, donde predomina el amor a Dios hasta
el desprecio de si mismo, reina el orden la paz y la estabilidad. Destaca su teorización
sobre la unión de lo terreno y lo espiritual. Ambas ciudades conviven y se necesitan,
deben cooperar, solo Dios sabe quiénes son sus hijos. La ciudad terrestre ha de
cooperar en la vida de la ciudad celestial. De este planteamiento se deriva el
´agustinismo político’ cuyo exponente más claro lo encontramos en Gregorio el Grande,
(577-604) que afirma que lo importante no es ser rey, sino ser rey católico. San Agustín
no afirma el sometimiento del imperio al papado, pero si podría deducirse de su teoría.
Para Truyol lo importante es la íntima conexión entre lo temporal y lo espiritual.
El movimiento pendular en estos siglos va del predominio del papado al predominio
del imperio. Esta dinámica se personifica bien el las figuras de Adelaida, viuda de Otón
I (962-973), tutora de Otón III, que funda abadías y preconiza la supremacía del
papado. Teófano, viuda de Otón II 973-983), tutora de Otón III (983-1003) también, es
una princesa bizantina que preconiza la supremacía del imperio. Ambas tutelan y
educan a este último para la preservación del imperio y la conciliación con el papado.
En la Edad Media podemos diferenciar varias etapas. Desde el tránsito a la Edad
Media en el 476, con la caida de Roma, hasta la navidad del año 800, encontramos el
auge del papado. El declive se extiende desde el año 800 hasta la muerte de Otón III en
1002, comenzando la Baja Edad Media.
En la Baja Edad Media, durante los siglos XII-XIV con Carlomagno y Otón III
encontramos reacciones contra el absolutismo del poder imperial. La penitencia
impuesta por los obispos a Luis el piadoso, incapaz de mantener el orden en el imperio
habilitó el resurgir del papado. Unas falsas decretales permitieron retomar la
preeminencia del papa sobre los obispos y el emperador . En 833 el emperador Luis I
el Piadoso fue privado de sus derechos imperiales por sus propios hijos, apoyados por
parte del episcopado, preocupados de garantizar sus derechos y su autonomía. Algunos
meses mas tarde, Luis recupera el trono. Estas convulsiones políticas tienen
consecuencias muy desagradables para los obispos de Francia que habían participado en
la caída del emperador. El papa Gregorio VII, partiendo de que la autoridad papal sobre
el fuero interno del emperador tiene consecuencias políticas excomulgó dos veces a
Enrique IV, emperador del Sacro Imperio Germánico.
1.- En los siglos XII-XIV encontramos muchas construcciones teóricas que apoyan el
poder del papado:
• OTTO DE FREISSING (XII) “De duabus civitatibus” parte de la existencia de
una sola ciudad, la ciudad de Dios: la Iglesia.
• HUGGO DE S. VICTOR en “Comentariun in hierarchiam coelestem sanctii
Dionysii Areopagystae” y “De Sacramentis Christianae fidei” mantiene que el poder
real es un sacramento.
• BERNARDO DE CLARAVAL en el “Liber de consideratione” expone la teoría
de las dos espadas, La doctrina de las Dos Espadas es el nombre con el que se conoce
la teoría de la supremacía del poder espiritual (el Papa) sobre el temporal (el
emperador), y que puede remontarse a finales del siglo V, en que la define el papa
Gelasio I en su carta a emperador de Oriente Anastasio I.
• HONORIO DE AUTUN en la “Summa Gloria” expone la superación de la
teoría de las dos ciudades de San Agustín con la ciudad común del nuevo Adam, que es
Jesucristo.
• JUAN DE SALISBURY, al final del siglo XII en su “Policraticus” intenta
sistematizar el sistema y ordenar el cuerpo de la cristiandad, llegando a justificar el
tiranicidio.
• BACON Y SANTO TOMAS en el siglo XIII llevan a cabo la mejor
sistematización en defensa de la supremacía del papado. Partiendo de la idea de dar al
Cesar lo que es del Cesar, si éste se somete a Dios, queda afirmada la primacía del
papado.
El papa Bonifacio VIII en la “Unan Sanctan” en 1302 afirma la autoridad del papado
y la teoría de las dos espadas. Es el momento del mayor esplendor del papado. El
movimiento que reacciona ante estos planteamientos pondrá los cimientos del Estado
moderno.
2.- Los teóricos que defienden la supremacía del imperio sobre el papado parten de la
hegemonía del emperador como un dato incontestable ante la necesidad de la defensa
para asentar los intereses temporales. ( v.g. Carlomagno y sus sucesores). Sus defensas
teóricas no son tan brillantes pero evidencian la tendencia que se afirmará más adelante:
• LOTARIO con su “Constitutio romana” (824). Asistimos al declive del papado y
predominio imperial hasta la mitad de siglo XI . Por lo que el autor aboga por la
mutilación del poder del pontífice. Otón III soñaba con ser pontífice y emperador.
Imperio y papado eran instrumentos de cambio y su protagonista era el emperador.
• PEDRO CRASSO, que en la polémica referida a Enrique IV (excomulgado
varias veces) lo defiende en “Defensio Henrici IV regis”.
• HUGGO DE FLEURY en el mismo ámbito escribe “De regia potestate et
sacerdotali dignitate” . Estos autores no discuten el derecho papal a excomulgar, sólo su
aplicación práctica: el papa únicamente puede excomulgar al emperador en caso de
herejía y desvincular a los súbditos de este de la obligación de obediencia.
• Enrique I de Inglaterra en su investidura afirma que el papa es el obispo de
Roma, cuya misión es sólo espiritual, y quiere buscar más poder del que le corresponde,
así el emperador puede quedar más libre.
• DANTE en “De Monarchia” afirma que el poder imperial es independiente del
espiritual y también viene de Dios.
• ENGELBERTO DE ADMONT en “De ortuet fine Romani Imperii” preconiza el
sometimiento de todos los príncipes y reyes y de la Iglesia a un único emperador
cristiano, apuntando a lo que debe ser una ´respublica cristianorum´.
• JUAN DE PARIS en “De potestate regia et papalis” se cuestiona la
independencia de los poderes espiritual y temporal. El ´regna´y el ímperim´ son el poder
temporal.
• MARSILIO DE PADUA Y JUAN DE JANDUM en “Defensor pacis”
mantienen la separación entre espiritualidad y temporalidad, entre razón y fe. Recuerdan
a la Iglesia que debe volver a su pobreza y misión inicial. El emperador es defendido en
tanto que lucha con la iglesia.

Esta pugna entre imperio y papado obedece a la obsesión por matener la unidad,
cuando ya existen diversidad de reinos y feudos, aun con la misma organización social y
la misma religión y una relación de interdependencia entre ellos. Pero asistimos al
germen del nacionalismo religioso y político.
3.- Las relaciones entre imperio y papado se han referido extensamente por cuanto
determinan el desarrollo del Derecho internacional en la época, elemento moderador en
estas relaciones de poder. El Derecho gira sobre tres principios:
a/ La guerra es excepcional. Según Stadtmüller la paz es la situación normal, querida
por Dios, por lo tanto la guerra es una injusticia. No obstante la guerra es justificable,
según Van Kan, si es una guerra justa, a saber: pretende repara una injusticia; si es
necesaria para dicha reparación, no se puede repara la injusticia de ningún otro modo.
Como consecuencia de lo anterior se repudian las guerras intercatólicas, las guerras
únicamente serán factibles contra los infieles, y no se admite la esclavitud de católicos.
Se predica la misericordia con el vencido y la ´tregua Dei´. Se permite el botín o saqueo
como castigo al enemigo cruel que ha sido vencido, el reparto del botín lo efectuarán los
jefes. En la guerra se admiten todo tipo de estrategias a pesar del ´honor´de la caballería,
con el único límite del respeto a la palabra dada.
b/ Existe un proyecto de institución internacional de arbitraje por tres razones:
porque es una práctica existente en la Iglesia, porque la práctica existe en las
comunidades municipales europeas y porque se aplica en la sociedad feudal.
c/ El fundamento del tratado en la Edad Media ha evolucionado. Hasta Roma el
fundamento era religioso, Desde Roma el fundamento es jurídico. En estos siglos la
inviolabilidad del tratado deriva, según Taube, de la concepción religiosa, de la
concepción moral derivada de la idea de la caballería, de la cocepción jurídica y de la
concepción feudal de la sociedad.
De esta pugna y amalgama de concepciones en tensión entre la unidad y la
diversidad derivan los fundamentos del Derecho internacional.

C) SOCIEDAD INTERNACIONAL DE ESTADOS CRISTIANOS

1. Si la Edad Moderna supone la ruptura de un mínimo de homogeneidad política,


siquiera ficticia, bajo el binomio Imperio-Papado, será lógico que la creciente
diversidad tenga reflejo inmediato e importante en la ordenación internacional. En
efecto la Edad Moderna supone un principio de desorganización, por cuanto con ella
“queda destruida la universalidad medieval y surgen a la luz los elementos de la vida
europea futura: los Estados singulares como reinos nacionales, como Estados
particularistas dinásticos, como Estados-ciudades organizados en repúblicas, Iglesias
particulares que se unen al Estado y que aun allí donde siguen firmes en a fe católica,
se disponen a separarse de Roma; confesiones, en fin, que se escinden y combaten entre
sí. A la vez, empero, se mantiene y actúa el recuerdo de un pasado común, una
conciencia que se hace actual en lucha contra el turco, un Emperador y u Papa, un
contienente al que todos pertenecen”, como ha escrito Naef.
Parece que debe indicarse que no se trata de la desorganización de la sociedad
internacional, sino más bien de un cambio en la fundamentación de su obligatoriedad
organizativa. Si durante siglos ese principio organizativo se encontraba en la ratio
theologica, el humanismo renacentista obligará a la búsqueda de una fundamentación
moderna del derecho de gentes en la ratio naturalis. Entre uno y otro podrá producirse
la impresión de que ya no existe fundamentación generalmente aceptada. Así, frente al
tomismo, los postulados de Maquiavelo parecerán abogar por el más descarnado
cinismo de relaciones interestatales. La creación de un sistema de Estados lleva
implícita –y aún sería explicitada por los autores de la ciencia política de la Edad
Moderna- la defensa de la razón de Estado tanto hacia el interior como hacia el exterior,
como puede comprobarse en Maquiavelo y Hobbes. Y no puede negarse la afirmación
de Meinecke de que “el Derecho internacional y la razón de Estado se hallan en una
inevitable lucha recíproca. El Derecho internacional trata de reducir la libertad de
movimientos de la razón de Estado, revistiendo a la acción política de todo carácter
jurídico posible. La razón de Estado, por su parte, se rebela contra estas limitaciones y
utiliza el Derecho, e incluso abusa a menudo de él, como medio para sus fines egoístas.
De esta forma, la razón de Estado quebranta, una y otra vez los fundamentos que el
Derecho ha tratado trabajosamente de establecer. En muchos aspectos, por eso, la labor
del Derecho internacional en pugna con la razón de Estado es una labor de Sísifo, tanto
más cuanto menos se ocupa aquél de la naturaleza y exigencias de ésta. Cuando así
ocurre, el Derecho internacional se encuentra, desde un principio, en peligro de
convertirse en algo irreal, poco práctico y doctrinario”.
La Edad Moderna estrena supuestos políticos y con ellos se verá necesitada a
replantear sus fundamentos. Durante varios siglos se intentarán esquemas de regulación.
Si con la misma inauguración de la época se produce un momento de reacción, de vuelta
al pasado, bajo la égida de Carlos V, enterrados estos anhelos, habrán de buscarse
nuevos modelos, la hegemonía y el equilibrio de poderes, que sustenten con un mínimo
de riesgos el nuevo orden europeo y, progresivamente, los teóricos intentarán sentar las
bases jurídicas de la nueva regulación; así Bodino, pese a su viva defensa de la
soberanía estatal, la limitará en su encuentro con otras soberanías, sometiéndola a los
dictados del derecho de gentes; o la Escuela Española del Derecho Internacional, cuya
aportación principal consiste, en palabras de Truyol, “en el hecho de <<haber explicado
los principios generales de la moral cristiana y del derecho natural>>, recibidos del
pensamiento antiguo y medieval, <<a la cambiante situación de la aurora de los tiempos
modernos>>”; así, finalmente, en esta lista de ejemplos, el intento de Grocio de crear un
Derecho internacional en que, con frecuencia, se confunden Derecho y moral.
Tras el caos relacional que la pérdida de la antigua y relativa unidad entraña, las
relaciones entre Estados, progresivamente, se irán institucionalizando. La razón de
Estado, como aún hoy, no desaparecerá, pero encontrará límites progresivos en nuevas
formas y normas que hagan posible la convivencia.
2. a) Carlos V dejará de soñar con la resurrección del Imperio humanista dibujado
por Erasmo y con la que se había ilusionado tras su coronación en Bolonia, en 1530,
porque la división de la fe fue una lanza contra la pretendida unidad. La alianza de los
protestantes mediante la Liga de la Esmalcalda, aliada de Francisco I, y el acuerdo de
ésta con Solimán el Magnífico, sugirió a Carlos V la conveniencia de reunir un Concilio
que intentara el acuerdo religioso, dando la paz a los reinos católicos y la reunificación
de la Cristiandad. Sin embargo, aquí se inicia el ocaso de la idea imperial: el Concilio
de Trento, en sus dos primeras fases (1545-1549 y 1551-1552) temerá más el
cesaropapismo de Carlos V que a la división de la Cristiandad. Si el Emperador, al
reunir a los teólogos protestantes y católicos esperaba una salida negociada, el Concilio
terminará trazando una alianza contra el Emperador y produciendo soluciones
dogmáticas en su tercera fase (1552-1553), que definirá posiciones de cara a las guerras
de religión. Al desistir de la idea imperial, sentará las bases de la hegemonía española,
con lo que se inaugura el modelo de organización internacional de esta época. Aguilar
Navarro ha señalado que la hegemonía española representa “una política de dirección
que ejerce un pueblo sobre los demás, a los que sigue reconociendo legalmente una
autonomía y una independencia”. El período de la hegemonía española aún suspira por
el restablecimiento del ideal jerárquico y con el triunfo de la Contrarreforma. Los
protestantes del norte, apoyados por la Francia de Richelieu, luchan por los ideales del
Renacimiento y de la reforma: se trata de la pugna entre una Europa vertical,
jerarquizada, frente a la Europa horizontal, nacionalista, independentista e igualitaria en
cuanto a sus soberanías nacionales.

b) Con la Paz de Westfalia (1648) y el Tratado de los Pirineos (1659), se instaura de


forma efectiva el período de la hegemonía francesa, a la que NAEF califica como
operante “también con combinaciones dinásticas, pero ha desaparecido, en cambio, todo
matiz de tipo confesional, y ha surgido otro motivo que, si bien nunca ha dejado de
actuar, se convierte ahora en motivo dominante: el poder. Un Estado borbónico, dirigido
a la consecución de fuerza y expansión y cimentado sobre base nacional, aspira a
conseguir y consigue influjo político y cultural de dimensiones europeas. Frente a él se
alzan otros Estados, libres también de consideraciones confesionales, guiados por
intereses estatales o dinásticos de poder político y económico, y apoyados, aunque con
diversa intensidad, en la voluntad de propia independencia”. Aguilar Navarro ha
presentado la hegemonía francesa bajo dos manifestaciones diversas: “1) de carácter
aparentemente defensivo –es la utilización de la noción del equilibrio-; y 2)
auténticamente expansiva, como es la política de Luis XIV una vez que personalmente
dirige los destinos de Francia”. Si la primera manifestación, bajo el validato de Sully y
Richelieu, le lleva a una visión de Europa como sistema anárquico necesitado de un
equilibrio que impida predominios lacerantes, la segunda manifestación le llevará a
proclamar a Francia heredera de Carlomagno, adjudicándole la representación de la
Cristiandad.
c) Con la guerra de sucesión a la corona de España (1702-1713) finaliza medio siglo
de supremacía francesa y se instaura la hegemonía inglesa. En palabras de Aguilar
Navarro esa hegemonía vendría apoyada “1) en una política de división europea; 2) en
la utilización de las dificultades europeas para insistir en una acción en Ultramar; y 3)
en la prioridad concedida a la política colonial y marítima”. Para Naef, sin embargo, los
Tratados de Utrecht instauran la doctrina del equilibrio europeo. Y, en nuestra opinión,
tanto el examen formal de los instrumentos de Utrecht-Rastalt, como el análisis de la
época, más permiten hablar de instauración de un sistema de equilibrio –aunque
Inglaterra se erija en árbitro- que de una política de hegemonía inglesa. Quizás la
confusión estribe en que, si bien Inglaterra surge como gran potencia imperial en el
siglo XVIII, es una potencia que busca la hegemonía a nivel mundial, pero que no siente
especiales tentaciones soteriológicas en el ámbito europeo.
d) La política inglesa de equilibrio de poderes va a sustentar el orden europeo
durante todo el siglo XVIII. Pero a finales del mismo Europa experimentará un proceso
que introducirá modificaciones en las concepciones políticas y, lo que es más
importante, en las mismas concepciones económicas, sociales y culturales. Entramos en
un período que acertadamente ha sido calificado como de la época de las revoluciones
europeas. En los datos de b ase de ese proceso deben contarse la explosión demográfica
de finales del siglo XVIII; en segundo lugar, y frente a lo anterior, la agricultura no
experimenta una proporcional revolución productiva, lo que habría de provocar una
progresiva depauperización de la población agrícola, junto con un sentimiento de
inseguridad de la población urbana; en tercer lugar, se inicia en Inglaterra la revolución
industrial, que si en principio fue pura invención científica, a continuación va a tener
aplicación tecnológica a la industria gracias al surgimiento de una clase empresarial y a
la escasa cuantía de la capitalización en el inicio de la producción industrial.
No es accidental que la revolución industrial se produzca precisamente en Inglaterra:
lo que en otros países gravó el desarrollo económico, en Inglaterra lo potenció. La
explosión demográfica vino acompañada por continuos progresos en la agricultura, lo
que permitió que a nivel de mercado interior se produjera un incremento de oferta y, en
alguna medida, de demanda. Finalmente, para potenciar la total introducción del
mercantilismo, Inglaterra cuenta con un imperio colonial en el que coloca con facilidad
su producción excedentaria, a la vez que la magnitud de posibles consumidores obliga a
planteamientos de producción masiva. La existencia del Imperio permite la obtención de
materias primas inexistentes en Europa en condiciones de favor.
Éstos son los fundamentos materiales de la Ilustración política. Con la Ilustración
política –afirmará Naef- “la grande y trascendente novación es el tránsito al
pensamiento individualista, el cual, preparado en el terreno religioso, tiene lugar ahora
sobre la base del Estado moderno. Sólo al concebirse en forma individualista al Estado,
sólo al construir el contrato estatal sobre la voluntad de individuos soberanos y al referir
el fin del Estado a los individuos, recibe el movimiento ideológico ese rasgo de futuro
revolucionario que forma parte esencial del concepto de la Ilustración política”. La
Ilustración política supone la ruptura del iusnaturalismo político; así Montesquieu, en El
espíritu de las leyes, monta una teoría sociológica del poder político, indicando que
gobierno y derecho no son afirmaciones generales y abstractas, sino mediatizadas por
las circunstancias –el milieu- que rodean a la sociedad. Afirmará en las Cartas persas,
que el mejor gobierno es el que “conduce a los hombres del modo más adecuado a su
disposición”. Racionalización del Estado que consagraría el ginebrino Rousseau
cuando, en el artículo sobre “Economía política”, en la Enciclopedia, afirma que la
voluntad general fija las normas de sus miembros, reduciendo el papel del gobierno al
de mero agente de esa voluntad general. La ilustración, en suma, supone el factor
ideológico que conllevó la crisis de las concepciones tradicionales; no se trata del
establecimiento de un diferente esquema de funciones del Estado, sino de algo mucho
más profundo: el nacimiento de la idea nacional, la nación, como último y esencial
componente del Estado. Con esa concepción, el Estado dinástico tiene que perder su
hegemonía, su vitalidad, su misma esencia, en favor del Estado nacional.
3. Este intento de reorganización del viejo orden, con su secuela en las guerras
revolucionarias napoleónicas, intentó ser frenado o encauzado, tras la derrota de
Napoleón, en el Congreso de Viena (1814-1815). Viena es importante en su doble
tentativa de organización de la sociedad europea. Si hasta ese momento la noción de
soberanía habíase llevado a sus últimas consecuencias, rigiéndose las relaciones
internacionales por la absoluta descentralización, desde ese momento las técnicas
tradicionales de lo bilateral en lo diplomático y convencional van a experimentar un
proceso progresivo de multilateralización, institucionalización y centralización de las
relaciones interestatales. Con el Congreso de Viena el proceso de organización
responderá a una doble necesidad: de una parte, la aspiración general a la paz y al
progreso de las relaciones pacíficas. De otro lado, a la solución de una serie de
necesidades concretas y limitadas, relativas a cuestiones precisas. En su origen, sin
embargo, las organizaciones así proyectadas no fueron otra cosa que la prolongación de
las conferencias internacionales; pero con su conversión de episódicas en periódicas, se
ha iniciado el proceso de institucionalización que, a través de la existencia de un
Secretariado, le dará una cierta permanencia.
En la otra vertiente, el Congreso de Viena, como organizador de la paz y seguridad
europeas, iniciaría una etapa no menos espectacular. En la génesis del Congreso de
1815 se puede citar un conjunto de tratados cuyo indudable contenido coyuntural de
Santa Alianza bélica apuntaba, sin embargo, a proyecto de ordenación estable de la
sociedad europea, convirtiéndose en el primer Congreso paneuropeo. Y ello por dos
razones: de una parte, por la participación de todos los Estados, grandes y pequeños en
las negociaciones europeas. De otra parte, porque el arreglo y solución de problemas
particulares y específicos dependerá en gran medida de los arreglos y soluciones
elaborados a escala continental.
Con el Congreso de Viena se instaura un gobierno de las Grandes Potencias de
Europa no sólo fáctico, sino también de iure reconocido como tal. Truyol ha señalado
que todo el sistema se organiza con base en la distinción de Tayllerand entre potencias
de intereses generales y potencias de intereses limitados. Sólo a las primeras compete la
función directorial europea y esa función directorial ha de entenderse en un doble
sentido. Primero, necesidad de establecer el equilibrio político europeo, amargamente
roto por las tropas de Napoleón. El restablecimiento del equilibrio tendrá ahora el
nombre propio del Príncipe Metternich. Y es que, como ha apuntado NAEF,
“Metternich eleva a principio una necesidad política. Europa sólo puede subsistir –así
reza este principio- en el equilibrio de las potencias que la componen”.
Pero, de otra parte, hay algo más: el equilibrio se entiende con una fuerza base
aglutinante, por una ideología común, una actitud antirrevolucionaria. Bourquin ha
señalado cómo es ésta una idea rusa en su génesis. En las instrucciones secretas de
Alejandro I a Novolsitsov se insiste en la conexión entre la forma en que los pueblos
son gobernados y la paz en Europa. Si bien las propuestas rusas son recibidas con cierta
frialdad por los ingleses, esas ideas quedan solapadamente recogidas en los tratados de
la Santa Alianza, en los que vuelve a insistirse en la Europa dinástica del Ancien Régime
como adecuada forma de gobierno europeo.
Este proyecto ambicioso pronto mostraría su imposibilidad. Las cuatro grandes
conferencias entre 1815 y 1822 mostraron la incompatibilidad entre los intereses
comunes y la razón de Estado individualmente interpretada. Progresivamente se
producirá una fisura ideológica en Europa; de una parte, las tres potencias centrales –
Rusia, Austria y Prusia- insistirán en la concepción política anterior a la Revolución
francesa. Frente a ellas, Inglaterra y Francia adoptarán una política más liberal y acorde
con la revolución en las concepciones políticas.
Pese a todas las expansiones y descubrimientos geográficos, Europa sigue siendo,
durante todo este período, el centro político mundial. Ciertamente, nuevas potencias se
han sumado al censo mundial de Estados. Son, esencialmente, los Estados americanos
de recién adquirida independencia e incluso los Estados Unidos aún demasiado débiles
y jóvenes para transformar el viejo centro, como soñara Torcqueville que algún día
harían. Esos nuevos Estados, además, no suponen ninguna convulsión: ellos, como
Europa, participan en la misma comunidad de creencias y valores. La unidad de una
sociedad internacional de Estados cristianos se mantiene con toda puridad. En todo
caso, en paralelismo con el proyecto de organización europeo supuesto por el Concierto
Europeo, los Estados Unidos instaurarán el sistema expresado por la doctrina Monroe
de aislar el continente americano de las contiendas europeas, erigiéndose en árbitro de
las apetencias europeas respecto de América, a la vez que en potencia hegemónica
americana, única en intereses generales frente a los intereses particulares de sus vecinos
continentales.
4. Simultáneamente con el proceso descrito, y consecuencia del mismo, puede
hacerse un esbozo de la creación y evolución de un concepto autónomo de Derecho
internacional. Quizás en la referencia al nacimiento del Derecho internacional deba
hacerse un planteamiento en un doble plano. De un lado, los precursores, que sobre la
base de intentar solucionar los problemas prácticos planteados, acertarán a poner las
bases teóricas de nuestra disciplina. En segundo lugar, los planteamientos de conjunto,
el tratamiento sistemático del Derecho internacional, no ya sólo como ad hoc, sino con
pretensiones de generalización y validez universal. Esos precursores podían muy bien
comprender, en esencia, desde Vitoria a Grocio y posiblemente sea Grocio el punto de
división, más por su escuela que por él mismo, escuela grociana que experimentará una
perceptible división entre iusnaturalistas e iuspositivistas, en clasificación funciona,
puesto que, como ha puesto Truyol de manifiesto, en algunos de sus seguidores cabría
establecer una tercera tendencia, abnegada en el intento de realizar la síntesis entre las
dos posiciones señaladas.

a) Más que hablar de Vitoria cabría referirse a una Escuela española de Derecho
internacional. En efecto, con ello aludiríamos al esfuerzo de los clásicos españoles por
dar una formulación nueva a la sociedad internacional, esfuerzo exigido por la
descomposición de la vieja idea del Imperio y por el papel protagonista de España. La
desaparición del Imperium mundi, unitario y jerárquico, no supuso la anarquía
internacional en la medida en que fue sustituido por la idea de una Societas gentium,
punto mismo de partida de Vitoria en su Relectio de indis. El fundamento de tal
organización se encuentra en la sociabilidad natural del ser humano y se deduce del
derecho natural aplicado a las necesidades de cada momento histórico. En Vitoria se
acentúa una perspectiva teológica que será continuada por Domingo de Soto y Domingo
Yáñez, todos ellos dominicos.
Menor acentuación teológica y mayor preocupación por el derecho natural
encontramos en los jesuitas Luis de Molina y Francisco Suárez. Truyol ha caracterizado
a estos autores por la existencia de dos notas esenciales: una nueva síntesis teológica y
filosófica entre el acervo cristiano y las condiciones del pensamiento de la época y, en
segundo lugar, la tendencia a ampliar el ámbito del derecho natural en un viraje de la
mentalidad teocéntrica a la antropocéntrica como método de solución al reto de los
nuevos problemas.
Finalmente, con los dominicos Fernando Vázquez de Menchaca y Diego de
Covarrubias y Leyva, la escuela española adquiere unas perspectivas más científico-
jurídicas que harán del primero gran inspirador de Grocio y conseguirán para el segundo
el título de Bártolo español. Al margen de la escuela española, aunque profundamento
influido por ella, cabe citar a los italianos Belli y, especialmente, Gentili. Éste, de una
gran formación civilista, utiliza una técnica jurídica más depurada que la de la escuela
española, lo que bien podría valerle el título de predecesor del método positivista en
Derecho internacional.
b) Hay una característica común en todos los autores hasta ahora citados: escriben
con el objetivo práctico de solventar las cuestiones concretas que la política les iba
presentando. Habrá que esperar a Hugo Grocio para que nos encontremos con el primer
tratamiento sistemático y global del Derecho internacional; por otra parte, en su De iure
belli ac pacis se produce una fundamentación de un Derecho internacional de validez
general o universal, mediante un proceso de secularización del Derecho natural. Se
acentúa con él el racionalismo, liberando al Derecho natural de la supremacía teológica
y buscando en el Derecho de gentes las notas de positividad. En sus orígenes, sin
embargo, las preocupaciones de Grocio habían sido condicionadas. Su De mare liberum
era la respuesta práctica de un jurista a la pretensión hispano-portuguesa, igualmente
política y práctica, de cerrar los mares y tierras descubiertos por España y Portugal.
Trascendiendo este concreto planteamiento, la ambición y el mérito de Grocio fue
intentar una contestación global a la pluralidad de cuestiones que las relaciones
internacionales planteaban. De ahí que no sea en exceso injusto la consideración que
muchos tienen de Grocio como padre del Derecho internacional.
c) A partir de Grocio puede afirmarse que toda la historia doctrinal del Derecho
internacional se ha escindido en torno a la aceptación o el rechazo del Derecho natural
como fundamentación del Derecho internacional. Se puede hablar así de una tendencia
iusnaturalista y otra iuspositivista a partir del holandés Grocio; en la primera línea
pueden inscribirse Lebiniz, Pufendorf, Wolff, Vattel o Martens, mientras que la segunda
tendencia vendría representada por Zouch, Bynkershoek o Moser. Todos ellos, sin
embargo, se caracterizarían por su tratamiento sistemático del Derecho internacional.
Para los iusnaturalistas, el ius positivum, sólo puede ser expresión de la voluntad
superior de un legislador: como quiera que se puede verificar la inexistencia de un
legislador internacional, no puede hablarse de un ius positivum internacional, no puede
hablarse de un ius positivum internacional, sino sólo de un ius nature et gentium. De
esta forma, el Derecho de gentes no sería sino una parte de una ley natural que rige
todas las relaciones humanas, incluidas las internacionales.
En los positivistas, la preocupación dominante es la exposición del Derecho de
gentes real y efectivo de la época, lo que conlleva a abandonar la fundamentación
iusnaturalista. Todos estos autores, de forma genérica, se encuentran sometidos a una
doble presión: de una parte, la creencia clásica de que el Derecho de gentes no puede ser
sólo producto de la voluntad humana; de otra parte, está reciente en ellos la tendencia
positivista de las teorías de Hobbes y Spinoza, por su concepción convencional en la
formación de las sociedades. De ahí la conclusión de elaborar un Derecho internacional
basado en la razón o en concepciones u opiniones subjetivas propias, proponiéndose
únicamente determinar cuáles sean sus normas, consuetudinarias o convencionales, que
los Estados observan en la práctica.

D) SOCIEDAD INTERNACIONAL DE ESTADOS CIVILIZADOS

1. Desde fines del siglo XVIII se registra una expansión del sistema europeo de
Estados, en virtud de las independencias de los Estados Unidos (1776), seguida con
prontitud por Haití (1804), y las colonias españolas, en cascada independentista entre
1808 y 1825. Interesa, sin embargo, poner de manifiesto que la expansión de la sociedad
internacional de la primera mitad del siglo XIX se limita a experimentar un crecimiento
horizontal que en poco afecta al desarrollo de la sociedad internacional de su tiempo,
por la participación en los mismos valores y pautas de comportamiento.
Si bien América se sustrae a los designios del Concierto Europeo y crea una realidad
política que expande al sistema de Estados, hasta entonces europeos, esa expansión en
nada afectaba la catalogación de Estados de civilización cristiana. La idea básica, las
concepciones mínimas, siguen siendo idénticas, aunque sus plasmaciones políticas
encuentren divergencias notables. Como afirma Truyol, “el Nuevo Mundo, cualquiera
que sea su originalidad en relación con el Antiguo, salió orgánicamente de éste. Incluso
la ruptura que supone la emancipación tuvo lugar en un contexto de interdependencia
con relación a la situación europea. Y, dejando de lado determinados rasgos
particulares, debidos a las circunstancias históricas… el derecho internacional entonces
en vigor, el derecho público de Europa, fue recibido en sus principios fundamentales.
Podemos añadir que con el tiempo los contrastes más importantes del comienzo se
atenuaron poco a poco”.
2. Desde este punto de vista, la ampliación de la sociedad internacional en virtud de
las independencias americanas, apenas si puede considerarse algo más que una
expansión horizontal, mero crecimiento cuantitativo. Sin embargo, el siglo XIX
introducirá otras modificaciones, otros crecimientos que impondrán la necesidad de
replantear, incluso, la denominación de la sociedad internacional.

a) Éste es el caso de Turquía, que gozaba de una evidente personalidad jurídica


que la capacitaba, aun en sus momentos de decadencia, para relacionarse con el sistema
de Estados cristianos. Pero la visión eurocéntrica que la sociedad cristiana tenía
implicaba que, en alguna medida, su subjetividad jurídica internacional hubiera de
considerarse mediatizada o relativa. En 1856, sin embargo, se producirá un cambio
esencial. Ese año, en París, se firma el Tratado General de Paz entre Austria, Cerdeña,
Francia, Gran Bretaña, Prusia y la Puerta Otomana, por el que se pone fin a la guerra de
Crimea. Por el artículo VII de dicho tratado,

“Su Majestad el Emperador de los Franceses, Su Majestad el Emperador de Austria, su


Majestad la Reina del Reino Unido de la Gran Bretaña y de Irlanda, Su Majestad el Rey
de Prusia, Su Majestad el Emperador de todas las Rusias, y su Majestad el Rey de
Cerdeña, declaran la Sublime Puerta admitida a participar en las ventajas del derecho
público y del concierto europeos. Sus Majestades se comprometen, cada una por su
parte, a respetar la independencia y la integridad territorial del Imperio Otomano;
garantizan en común la estricta observancia de este compromiso y, en consecuencia,
consideran cualquier acto que lo amenace como una cuestión de interés general”.
No se trataba, sin duda, de concesión graciosa de subjetividad plena a Turquía, sino
de la necesidad de incluir a Turquía en el sistema del Concierto Europeo ante sus
debilidades en el Mediterráneo oriental. Pero, de una u otra forma, se registra una
expansión que es algo más que puramente cuantitativa. Turquía será considerada desde
ese momento partícipe del derecho público europeo y sus problemas cuestiones de
interés común de todos los Estados europeos.
b) Un fenómeno paralelo se registra en el caso de Japón. China y Japón habían
observado, entre sorprendidos e indignados, la progresiva penetración de las potencias
occidentales. Pero mientras la postura china sería de mera resistencia, retirada y
continuado aislacionismo, cerrada e impenetrable ante el dato evidente de su manifiesta
inferioridad, Japón, por el contrario, había de adoptar otra actitud. Tras el Tratado de
Kanagwa, el 31 de marzo de 1854, impuesto por la escuadra americana del almirante
Perry, en todo similar al Tratado de Nankín, de 29 de agosto de 1842, entre China y
Gran Bretaña, Japón se vio obligado a la apertura de puertos convencionales con
Occidente. Se inicia en Oriente la técnica de los tratados desiguales, expresión jurídica
de una hegemonía ante la que parece inútil la resistencia o la simple negociación.
China no fue nunca convertida en colonia occidental, sin duda por la existencia de
dos causas: su enorme extensión y la distancia respecto de las posibles metrópolis
disuadían una colonización intensa, pese a la debilidad interna del régimen chino y lo
diluido de su poder tras la primera guerra del opio. En segundo lugar, la misma
rivalidad de las potencias occidentales, sus recelos mutuos, impidió la necesaria
hegemonía para lograr sea finalidad. A partir de 1862, China intenta realizar planes
sucesivos de industrialización que puedan equipararla a las potencias occidentales o a su
rival asiático, Japón, ya adelantado en esos planes. Pero, como señalan Franke y
Trauzettel, “la nueva política era, predominantemente, un juego de fuerzas
conservadoras incapaces de comprender en lo más mínimo la base socio-económica de
las potencias occidentales, de modo que no podía orientar en absoluto ninguna
transformación decisiva”. Tras la derrota en la guerra con el Japón y su subsiguiente paz
humillante, en 1895, continúan afirmando los citados autores, “la élite burocrática china
se encontró ante la alternativa de refugiarse en el tradicionalismo o extraer de la amarga
lección que acababa de recibir la conclusión de que las medidas de modernización hasta
entonces adoptadas habían sido erróneas desde sus comienzos”. Y, desgraciadamente
para China, la dinastía manchú elegiría la primera alternativa.
En Japón, por el contrario, tras la sorpresa de que el almirante Perry produjera, con
las reformas constitucionales de 1868 se pusieron los fundamentos para la creación de
un Estado moderno. En 1868 los dirigentes japoneses inician reformas por las que la
política de gobierno se basaría en un amplio consenso, los individuos perseguirían la
realización de sus aspiraciones personales, el Estado y los intereses nacionales se
antepondrían a todo y, finalmente, las prácticas occidentales desplazarían a los
milenarios esquemas y costumbres del pasado. Todo ello fue seguido del
fortalecimiento del poder central, acabando con el tradicional feudalismo interno y, en
apenas veinte años, se asimiló la técnica de la diplomacia occidental, de la negociación
internacional y de la defensa puramente nacional.
Precisamente es esta celeridad para conectar con el tempus occidental lo que más
poderosamente llama la atención en el inicio de la historia moderna del Japón. Ese
récord los llevaría a que, como afirma Hall, “entre 1871 y 1894 los dirigentes japoneses
se concentraron en dos objetivos principales: primero, el de definir y asegurar la
posición internacional del Japón en términos del lenguaje diplomático interno, y
segundo, alcanzar la revisión de los llamados tratados injustos”.
En 1876 los japoneses doblegaban Corea utilizando la misma táctica occidental de
las cañoneras. En 1894 infligían a China una dura derrota que hacía que los occidentales
empezaran a ver en Japón un igual a ellos, hasta el punto de provocar, en 1895, la
intervención de Francia, Prusia y Rusia en la península china de Liaotung, con la
finalidad de bloquear las conquistas japonesas. En 1902 firmaban un tratado de alianza
con Gran Bretaña, explícito reconocimiento de su igualdad. La ratificación vendría
determinada con el ataque japonés a Port Arthur y la derrota rusa en dos años. Por
primera vez en la historia moderna una potencia europea era humillada por alguien
ajeno al sistema de Estados cristianos. En cualquier caso, la realidad política de Japón y,
en menor grado, del inmenso continente chino, había de ser reconocido como una
realidad efectiva, como elementos de hecho en la futura concertación y búsqueda de
cualquier proyecto de orden internacional.
c) Las victorias japonesas sobre Rusia, en 1904 y 1905, habían de iniciar el
desencadenamiento de un proceso de consecuencias vitales: el 9 de enero de 1905, con
la matanza en la marcha hacia el Palacio de Invierno, se inicia una etapa en la que Rusia
experimentará agitaciones que si, en un principio no podrían sino considerarse como
planteamiento y exigencias del principio de las nacionalidades, problema ya resuelto en
la mayoría de los países occidentales, pronto habría de llegar a convertirse en
enfrentamiento de índole muy diversa, ante la cerrazón zarista. Chamberlin ha podido
afirmar que los sucesos de febrero de 1917 han sido una de las revoluciones más
espontáneas, más anónimas y más acéfalas de todos los tiempos, pero el 25 de
noviembre aquella confusa situación había tomado derroteros tan definitivos que
condicionarían en el futuro la evolución de toda la sociedad internacional.
d) Estas indicaciones en bosquejo en torno a Turquía, Japón, China y Rusia,
permiten señalar que la calificación de cristiana a una sociedad internacional con tan
importantes elementos innovadores había de resultar necesariamente obsoleta. La
disparidad cultural, religiosa o, simplemente, política hacía necesaria la atribución de un
término definitivo más correcto. Y ese término sería encontrado gracias a los elementos
básicos existentes en las aportaciones de los nuevos países aceptados en la sociedad
internacional, e incluso en lo que de ruptura existió en la Rusia revolucionaria: la
sociedad internacional de Estados civilizados. Al margen de los mismos existía otro
mundo, el de los pueblos semicivilizados o el de los pueblos bárbaros: respecto de los
primeros los países europeos impusieron regímenes de capitulaciones por los que las
potencias europeas protegerían su existencia, pero que imponían a estos Estados
importantes limitaciones a su soberanía. Respecto de los pueblos no civilizados o
bárbaros, nada limitaba la expansión colonial de Europa: de conformidad con el Acta
Final del Congreso de Berlín, en 1885, esta expansión quedaba limitada por dos
requisitos, el de la ocupación efectiva y la notificación a las demás potencias coloniales,
pero, como ha escrito el profesor Carrillo, “el comportamiento de las metrópolis con
respecto a los pueblos sujetos a colonialismo era de su única competencia y, por tanto,
una cuestión regulada por los respectivos ordenamientos jurídicos internos de las
Potencias coloniales, salvo las eventuales limitaciones que normas internacionales
convencionales podían introducir. Entre ellas destacan la libertad de comercio y de
navegación para los signatarios del Acta de Berlín de 1885, y las limitaciones de
alcance humanitario introducidas con la prohibición de la esclavitud, como las del
Tratado de Londres de 1841 y el Acta General de Bruselas de 1890, sobre la supresión
de la trata de esclavos”.

3. En perfecta correlación con el desarrollo y expansión de la sociedad internacional,


los tratadistas del Derecho internacional van a proceder a la elaboración teórica de un
Derecho internacional de los Estados civilizados, tendencia aún más marcada en autores
de índole positivista. Así, Heffter, al preguntarse si existía un Derecho público externo
universalmente reconocido, contestaba, apoyándose en Leibniz, Montesquieu y Pütter:
“No, por cierto. Jamás ha existido en todas las Naciones semejante Derecho. Sólo en
determinadas regiones del globo es donde se ha desarrollado: sólo en nuestra Europa
cristiana y en los Estados por ella fundados, es donde ha obtenido el universal
asentimiento, de modo que se le ha dado con justa razón el nombre de Derecho
europeo”. Diferente fundamentación establece Martens al escribir que “el Derecho
internacional contemporáneo es el resultado de la vida civilizada y del conocimiento
que del Derecho tienen las naciones de Europa. Según demuestra la historia, las
condiciones esenciales del orden jurídico internacional (tales como la persecución
común del mismo fin social y la comunidad de miras respecto a las costumbres y al
Derecho) se han dado por de pronto en Europa y, hasta el día, distan mucho de existir en
todos los Estados del globo. Síguese de aquí que la acción del Derecho internacional
sólo se extiende a las naciones que reconocen los principios fundamentales de la
civilización europea y son acreedoras al nombre de pueblos civilizados”. Ello le llevaba
a rechazar la postura de Bluntschli al afirmar la universidad del Derecho, pues
“cosmopolitismo tan noble y elevado priva al Derecho internacional de total
significación práctica y lo transforma en una serie de reglas jurídicas ideales,
irrealizables en la actualidad”.
Entre nosotros, el antiguo catedrático de Granada, Torres Campos, afirmará que “el
Derecho internacional contemporáneo es el resultado de la vida civilizada y del
conocimiento del Derecho de las naciones europeas… Las condiciones sociales y
políticas en que viven los pueblos musulmanes y las poblaciones paganas y salvajes,
hacen imposible la aplicación del Derecho internacional a las relaciones con estas
naciones bárbaras o medio civilizadas”. Y podríase seguir, en esta línea, exponiendo las
opiniones de Klüber, Olivart, Bonfils, Despagnet, Rivier, Lorimer, Kent, Twiss,
Wheaton, Philimore, Hall, Westlake, etc., pero excusaremos tan exhaustiva
enumeración; la intención de esta relación no sería sino la insistencia en la
interpretación histórica de Röling, Truyol o Carrillo, que reflejamos en estas páginas.
Baste añadir que el mismo Instituto de Derecho internacional se planteará, en 1877, el
problema de la Applicabilité du droit des gens européen aux nations orientales, siendo
enconado escenario del enfrentamiento entre dos concepciones: la restrictiva, en el
sentido de los párrafos anteriores expuestos, y otra universalista, en línea con las ideas
clásicas de los fundadores del Derecho de gentes.
Con todo, nada de esto apunta a que no se reconozcan relaciones entre las naciones
civilizadas y las no civilizadas. Así Martens escribirá que “no puede decirse que las
relaciones de hecho entre pueblos civilizados y salvajes estén completamente fuera de la
esfera jurídica. Por otra parte, creemos que deben someterse a las prescripciones del
Derecho natural, es decir, de un conjunto de principios determinados que se derivan de
la naturaleza moral y de la razón humanas. El Derecho natural exige que la palabra
empeñada se cumpla lealmente; que la vida, honra y propiedad ajenas sean respetadas, y
que los malos instintos cedan el puesto a los sentimientos nobles”.
Philimore apunta a una unidad última, a la universalidad esencial del Derecho de
gentes cuando afirma que, gracias a la influencia del Derecho natural sobre el Derecho
internacional, “la aplicación de éste no queda limitada a las relaciones entre los pueblos
cristianos, y aún menos, como se ha dicho en ocasiones, entre las naciones europeas,
sino que subsiste en las relaciones entre pueblos cristianos y paganos, e incluso en las
de los pueblos paganos entre sí, aunque de forma más vaga e imperfecta que entre las
comunidades cristianas” De las palabras de Philimore interesa destacar dos rasgos: el
primero de ellos es el relativo a la unidad de la humanidad. De esta forma, incluso para
un autor como Kent, para quien resulta indubitable la mayor veracidad de las doctrinas
de los países civilizado, “el derecho internacional, en cuanto está de acuerdo con los
principios de justicia, verdad y humanidad, obliga igualmente en toda época y a toda la
humanidad”. En segundo lugar, Philimore acentuará la mayor precisión de esos
principios respecto de los cristianos y civilizados.
Aún en 1913 Von Liszt conceptuaba el Derecho internacional como un conjunto de
reglas jurídicas que determinaban los derechos y deberes recíprocos de los Estados que
pertenecían a la comunidad de Estados (comunidad del Derecho de gentes), en lo que
concernía al ejercicio de sus derechos de soberanía. Ahora bien, en su concepción, la
“comunidad del Derecho de gentes o familia de naciones” se determinaba por su
participación en una conciencia jurídica común basada en la comunidad de civilización
y de intereses, manifestándose por un comercio jurídico permanente sobre el principio
de la igualdad de derechos. Los demás Estados, a los que con terminología suavizada
denominaba Estados semicivilizados, no formaban parte de esa comunidad sino en la
medida en que tuvieran tratados concluidos con los Estados civilizados. Finalmente,
concluirá Von Liszt, en sus relaciones con los Estados semicivilizados, en todas las
cuestiones que no estuvieran convencionalmente reguladas y, de otra parte, en la
totalidad de sus relaciones con las colectividades no civilizadas, la comunidad
internacional podía prevalerse de su potencia de hecho, no estando vinculada más que
por principios de orden moral, producto del sentimiento cristiano y del sentimiento de
humanidad. En resumen, Von Liszt hace una enumeración de los cuarenta y tres Estados
civilizados que forman la Comunidad internacional (veintiuno europeos, veintiuno
americanos y Japón). China, Persia, Siam, Afganistán, Bután, Nepal, los Estados árabes,
Liberia y Etiopía se encontrarían en ese estadio de semicivilización que les hace
acercarse en alguna medida a la comunidad internacional en sentido propio.
Todavía encontraremos en el Pacto de la Sociedad de Naciones, en el Estatuto de la
Corte Permanente de Justicia Internacional, en la misma Carta de las Naciones Unidas
y en el Estatuto de la Corte Internacional de Justicia, todos ellos instrumentos jurídicos
elaborados en el siglo XX, ciertas reminiscencias de la distinción respecto del grado de
civilización. En los albores del siglo XXI, toda calificación del tipo de sociedad es
inadmisible si tiene como efecto una mediatización del derecho de participación de
todos los Estados en la misma. Diferente será que, determinadas desigualdades de hecho
puedan determinar intensidades diferentes en los derechos y deberes de los Estados,
siempre y cuando estas diferenciaciones estén previstas jurídicamente y resulten
motivadas por un proyecto de mejor organización de la sociedad.
Ahora bien, aún hoy día puede percibirse una cierta tendencia a mantener los viejos
criterios: no es inusual que se considere, en la sociedad internacional universal actual,
algún tipo de persistencia en la diferencia entre pueblos civilizados, bárbaros y salvajes.
Desde una perspectiva jurídica, tal pretensión es absolutamente inaceptable; sin
embargo, la comprobación de la aceptación o no aceptación de los diferentes Estados de
ciertas obligaciones de Derecho internacional puede llevar a conclusiones
temerariamente próximas a las clasificaciones mencionadas.

E) LA UNIVERSALIZACION DE LA SOCIEDAD INTERNACIONAL

En 1945 se creó la organización mundial por excelencia, la Organización de


Naciones Unidas, que nace con cincuenta y un Estados, la práctica totalidad de los
Estados existentes en el mundo en aquel momento, que son reacios a cualquier
crecimiento, que no podría sino ser básicamente el resultado del acceso a la
independencia de territorios sometidos a la dominación colonial. Esa Organización,
heredera indiscutible de la Sociedad de Naciones, se encuentra lastrada, sin duda, pero
también aleccionada por las experiencias previas. No pretendió en sus inicios, como
tampoco los pretendieron los Estados, romper con la tradición colonial. En efecto,
valgan como ejemplo las palabras de Sir Winston CHURCHILL, en 1942: “Si soy el
Primer Ministro del Rey no es para presidir la liquidación del Imperio Británico”, en
claro contraste con las de Harold McMILLAN, en 1960: “El viento del cambio sopla a
través de todo el continente… Dudémoslo o no, este desarrollo de la conciencia
nacional es una realidad política. Debemos aceptarlo como tal realidad.”
Múltiples razones pueden aducirse en explicación de este fenómeno de cambio
radical. SÉKOU TOURÉ, apóstol de la descolonización, afirmará en diciembre de 1959:
“no dividimos el mundo en Este y Oeste. Lo dividimos simplemente en dos campos: el
imperialismo y el antiimperialismo. En consecuencia, juzgamos a los Estados según su
posición concreta sobre los problemas coloniales, por su voto en las organizaciones
internacionales, y por su actitud respecto a los problemas cruciales de África. Por ello
afirmamos tajantemente que no existen dos puntos en la brújula, el Este y el Oeste, sin
cuatro. Existe una parte del mundo que es independiente y conoce la libertad; y otra
parte que es dependiente y no conoce sino la esclavitud colonial. En consecuencia, la
cuestión se reduce a saber si un país toma posición a favor o en contra de la
independencia de esta segunda parte del mundo”.
¿Cuál era la posición de los respectivos bloques ideológicos en la nueva
confrontación? PÉREZ VERA ha señalado con razón, respecto a la Unión Soviética,
que estaba compelida a mantener una posición anticolonialista, “tanto desde el punto de
vista doctrinal como pragmático. Si el acceso al poder del partido comunista ruso fue
seguido de la proclamación de que “la revolución bolchevique aportaba a todos los
pueblos de todas las zonas coloniales y dependientes un aliado y un amigo”, y la
promesa de Lenin de que la política futura del gobierno soviético se dirigiría hacia la
liberación de las naciones de la opresión exterior, todo ello respondía a enunciados
claves de la doctrina marxista. Pero al mismo tiempo, era evidente que cualquier
atentado a las colonias suponía un serio peligro para la economía y el poder político de
las potencias europeo-occidentales”.
Algo similar cabe decir de los Estados Unidos, siguiendo a la misma autora:”de otra
parte, los Estados Unidos, aunque deseosos de la recuperación de la Europa occidental,
no podían traicionar abiertamente su larga tradición anticolonialista que, siendo ellos
mismo una antigua colonia, habían desarrollado de la fecha de su independencia”. No se
oculte tampoco que los Estados Unidos tenían intereses propios en el aliento a la
autodeterminación: sus corrientes doctrinales, sus principio liberales y su imperialismo
económico verían con agrado el nacimiento de los nuevos pueblos, con la pretensión de
que se inspiraran en sus mismos principios, a la vez que se implicaba el nacimiento de
nuevos mercados. De esta forma el anticolonialismo americano inspiraba
neocolonialismo.
Otra interpretación dejaría sin contestación la siguiente pregunta: ¿hasta qué punto
la postura soviética –suficiente para conseguir la unificación de Occidente en contra- y
la abstención idealista de los Estados Unidos podían implicar la caída de los imperios
coloniales europeos? Cabría intentar una respuesta como la de MIAJA, al afirmar que
“la descolonización se impulsaba a sí mismo, en el sentido de que cada país que lograba
su independencia venía a constituir un voto más en la Asamblea de la ONU para cuentas
propuestas tendiesen a acelerar la manumisión de los pueblos que en aquel momento
estaban sometidos a la situación de colonias, protectorados o administraciones
fiduciarias”.
Para Rodríguez Carrión, todos los factores anteriormente apuntados influenciaron el
proceso descolonizador, pero ninguno de ellos habría surtido efecto, sin una tendencia
favorable hacia la descolonización por parte de las metrópolis coloniales. Convencidas
las viejas metrópolis de que la descolonización, aun con los riesgos de la contradicción
económica, podía rendir frutos positivos, dejarían a un lado oposiciones automáticas
para calibrar las ventajas a obtener del proceso. De esta forma, la independencia
colonial se convertía en un fenómeno superestructural que en nada tenía que afectar a
las estructuras de base. El anacronismo colonial cedía paso a las ventajas del
neocolonialismo, éste de un contenido económico que abarataba los costos, aun
sacrificando viejas ideas imperiales.
No es pues de extrañar que ya en 1960, y sin votos en contra, la Asamblea General
de Naciones Unidas adoptara la Resolución 1514 (XV), en dos de cuyos párrafos
dispositivos se establecía:
“La sujeción de los pueblos a una subyugación, dominación y explotación extrajeras
constituye una denegación de los derechos humanos fundamentales, es contraria a la
Carta de las Naciones Unidas y compromete la causa de la paz y de la cooperación
mundiales.
La falta de preparación en el orden político, económico, social o educativo no deberá
servir nunca de pretexto para retrasar la independencia”.
Así, interpretando de forma progresiva la Carta de Naciones Unidas, poco clara en
este sentido en su tenor literal, la Corte Internacional de Justicia afirmaría, en su
dictamen 21 de junio de 1971, en el asunto sobre las consecuencias jurídicas de la
continuada presencia de Sudáfrica en Namibia (1971) que “los últimos cincuenta años
han supuesto una evolución importante. Debido a esta evolución, no hay duda que “la
misión sagrada de civilización” tenía por finalidad última la autodeterminación y la
independencia de los pueblos”.
La organización mundial, frase feliz con que VIRALLY denominaba a las Naciones
Unidas, ha visto radicalmente remodelada su composición. El cambio no necesitaría de
mayor reflexión si se tratara de un mero salto cuantitativo. Lo más importante, con todo,
es el cambio cualitativo: en 1945, el juego de la mayoría simple o de la mayoría
cualificada lograba un automatismo pro-occidental, lo que implicaba que el tema
predominante en Naciones Unidas, bajo una u otra forma, fuera el de la guerra fría; a
partir de 1960 se producirá un vuelco en la situación: la nueva mayoría simple,
determinante de los asuntos a tratar, será afroasiática. Los elementos comunes de la
nueva mayoría serán la descolonización y el subdesarrollo, y en este tema fueron
coadyuvados por la coincidencia de los intereses latinoamericanos, marginándose el
tema de la guerra fría. El cambio cualitativo, en resumen, supuso una reordenación de
los intereses esenciales de la sociedad internacional.
Pero la sociedad internacional ha experimentado un proceso de crecimiento distinto
a la incorporación de extenso territorios como resultado de la descolonización producida
predominante en los años sesenta y setenta: se ha asistido a un diferente tipo de
crecimiento, éste más cuantitativo que cualitativo, provocado por la descomposición de
Estados previamente existentes; parece como si el viejo ideal de Estado hubiera
cumplido su ciclo y, en consecuencia, territorios componentes del mismo hubieran
optados por constituir su propia estatalizad, o bien que se estuviera produciendo un
ajuste de ancianas fronteras estatales, forzadas por presiones exteriores, y se
reivindicara la reformulación de las fronteras y la creación de nuevos Estados que, en
puridad, no suponen una ampliación del ámbito de la sociedad internacional. Tal es el
caso de la pacífica disolución de la antigua Checoslovaquia, del proceso de
descomposición, menos traumático de los previsible, de la antigua URSS, de la menos
pacífica constitución de Eritrea o de la dolorosa y sangrienta disolución de la República
Federativa Socialista de Yugoslavia, como elementos de la práctica que difícilmente
nadie se atreve a reseñar como casos únicos o el inicio de una inacabable senda.
Quizás demasiados actores con pretensiones de soberanía, independencia e igualdad.
Es por ello que en los últimos años haya sido posible asistir a un nuevo cambio en la
escena internacional: el mundo de los viejos Estados, insatisfechos con la política de
enfrentamiento y confrontación que los nuevos Estados surgidos de la descolonización
realizaban en los foros de las organizaciones internacionales, ha procedido a una
deslegitimación interesada de aquellas organizaciones, o e aquellos órganos de aquellas
organizaciones, en las que no pueden hacer prevalecer sus posiciones o salvaguardar sus
intereses. En alguna medida, los viejos Estados, resistiéndose al proceso de
universalización de la sociedad internacional, en la que ya no se exige más credencial de
entrada que la estatalidad a secas, han buscado formas de mantener la privilegiada
posición de antaño, sin impugnar directamente las reglas del juego democrático de “un
Estado, un voto”, rechazando a la vez el tan costoso proceso de socialización
internacional de los problemas. En última instancia, la multiplicación del número de
Estados aceptados en las Organizaciones internacionales, casi por cuatro en el último
medio siglo, ha vuelto a poner de manifiesto la renuncia de los Estados del ayer a
considerar como auténticos sujetos de Derecho internacional y actores de un sistema a
entidades que, por dimensión territorial, población, o criterios de orden militar, político
o económico, consideran micro-Estados, no susceptibles de reclamar con plenitud la
subjetividad internacional.
2.- ESTRUTURA BASICA DE LA SOCIEDAD INTERNACIONAL
A) UNA SOCIEDAD INTERNACIONAL EN CIRCUITO CERRADO

La absoluta universalidad de la sociedad internacional, característica de ésta sólo a


partir del último tercio del siglo XX, implica la entrada de un sistema de las relaciones
internacionales y, por ende, de Derecho internacional en anteriores etapas históricas
exigía que sus miembros reunieran determinados requisitos, como fueron la adscripción
al mundo de Estados cristianos o, más recientemente, la participación en unas
concepciones de organización política y de civilización. En el siglo XX la sociedad
internacional se mundializa y ya no se exige, para formar parte de la misma, con los
derechos inherentes a ello, más que gozar de la estatalizad, entendida ésta de forma lo
suficientemente amplia como para dar cabida a Estados cuya cohesión u organización
política no acepta criterios de comparación con los tradicionalmente proclamados en el
mundo de los Estados del siglo XIX.
La universalidad tiene implicaciones hasta ahora desconocidas: básicamente en
anteriores etapas el mundo estaba constituido por diferentes subsistemas de relaciones
escasamente interrelacionados entre sí. Por ejemplo, los Imperios de Extremo Oriente
eran subsistemas encapsulados, con casi nulas relaciones con el exterior; de la misma
forma, el conjunto de Estados americanos, con la excepción de los Estados Unidos, que
pronto empezaron a tener concepciones globales de relación internacional, se limitaban
al desarrollo de relaciones prácticamente en exclusiva dentro del propio sistema. Incluso
podía ocurrir, así aconteció con el conjunto de Estados europeos, que si el subsistema
generaba contradicciones, estas contradicciones intentaran ser superadas gracias a la
exigencia de otros subsistemas: esencialmente el Congreso de Berlín de 1885 consiguió
atenuar los enfrentamientos en Europa gracias al drástico reparto de África.
Ello quiere decir que los problemas ahora se desarrollan en circuito cerrado. Ha
señalado Merle que “los inputs que afectan al sistema (por ejemplo, la presión
demográfica, la difusión de las ideologías, la aspiración al bienestar y al desarrollo)
parte de puntos diferentes situados en el interior del sistema (lo que autoriza a hablar de
entorno interno); en cuanto a los outputs, es decir, las reacciones de sistema, ya no
podrán, como ocurrió frecuentemente en el pasado, escapar a la cadena de retroacción,
trasladando a otros las cargas necesarias para la satisfacción de sus exigencias. En otras
palabras, el sistema internacional, debido al hecho de su carácter global y cerrado, ya no
puede exportar sus contradicciones. Está obligado a asumirlas él mismo; lo cual somete
a cada una de sus unidades constitutivas a una presión mucho más fuerte que en el
pasado”.
Frente a la posibilidad histórica de exportar las contradicciones a zonas foráneas, la
globalización de la sociedad internacional, su carácter de sistema finito, supone la
necesidad de que el propio sistema internacional, ahora universal, digiera sus propias
contradicciones. En la medida en que ello siempre resulta difícil, el sistema
internacional universal ofrecerá resistencia a la asimilación y, con ello, crispación. Pero,
a la vez, las soluciones que quieran dar no podrán consistir en un aplazamiento o disfraz
de las respuestas, sino en auténticas soluciones.
La universalización, entendida como el hecho de que ya no existen elementos
extraños al sistema, ha venido acompañada de un segundo dato: la interdependencia de
todos los factores entre todos los actores del sistema mundial. Hoy no es posible aislar
factores intervinientes en las relaciones internacionales como si fueran variables
independientes susceptibles de solución particularizada; una elevación de los niveles de
vida en una determinada zona del planeta exige de inversiones cuantiosas en desarrollo
agrícola, industrial y tecnológico, que no es posible por el esfuerzo único de los
habitantes de esa zona, sino que exigirá inversiones económicas desde el exterior que se
distraen de otra zona: pero, a su vez, ese desarrollo no es un factor independiente, pues
su éxito gravitará con un mayor nivel de competencia con otros productores o, en otro
orden de cosas, se añade como un factor más que incida de forma significativa en, por
ejemplo, el agotamiento de los recursos naturales o el incremento de los índices de
contaminación a escala planetaria. En expresión popularmente acuñada, el vuelo de una
mariposa en Asia puede ocasionar un tornado en Centroamérica. La finitud del sistema,
en efecto, ha puesto de manifiesto la interdependencia de los factores: una crisis
energética en una parte del mundo puede dar lugar a una crisis económica en otra, a una
revolución tecnológica en un tercer lugar, y aun a una crisis demográfica en una cuarta
zona, provocando todo ello una crisis política generalizada. La interdependencia implica
el condicionamiento mutuo de los respectivos factores que constituyen la vida de
relación internacional.
En la década de los setenta se iniciaron de forma sistemática estudios cuyos
objetivos eran el análisis de la situación del planeta en su conjunto, sin detenerse en
análisis parciales forzados por las divisiones artificiales que suponen las fronteras
políticas. A raíz de dichos análisis se ha podido señalar que existen ciertos motivos
serios de preocupación sobre el futuro del planeta. En efecto, si se mantuvieran las
tendencias de crecimiento de la población mundial, la industrialización, la
contaminación ambiental, la producción de alimentos y el agotamiento de los recursos,
este planeta podría alcanzar los límites de su crecimiento en algún momento no muy
lejano en el tiempo. Estos peligros no son inevitables, sino que son susceptibles de
manipulación, al menos en una doble dirección: bien en la de retrasar lo más posible el
momento crítico, bien en la de planificar un crecimiento y desarrollos sostenibles.
Desde luego, las soluciones no son mágicas ni funcionan por sí solas, sino que exigen
un denodado esfuerzo para su consecución. Los Estados, cerrando los ojos a una
realidad evidente y comportándose como si la amenaza no se cerniera sobre el futuro,
actúan inconscientemente entre la irresponsabilidad y el temor. Olvidan los riesgos del
mañana para engancharse a la subsistencia de hoy. Explosión demográfica, crecimiento
exponencial de los costos de la industrialización, limitación en la producción de
alimentos, agotamiento acelerado de los recursos, tanto vivos como minerales, así como
crecimiento de la contaminación ambiental, podrían garantizar que la irresponsabilidad
de hoy diera lugar a las crisis del futuro.
Una sociedad internacional universal, finita o acabada y globalizada, sin embargo,
se encuentra regida por normas inalteradas: no se ha producido de forma paralela un
cambio en el reparto de los índices y centros de poder previamente establecidos. Esos
índices y centros de poder continúan siendo controlados por viejos Estados
pertenecientes a la sociedad internacional de Estados civilizados, creando la natural
insatisfacción y produciendo la subsiguiente tensión. La democratización, en el sentido
de reparto de índices de poder, resulta imposibilitada por la subsistencia de dos
desigualdades básicas: la política y la económica. El club de Estados es, por primera
vez, un club abierto a todos los habitantes y territorios del planeta, pero la dirección del
club sigue perteneciendo en exclusiva a la antigua directiva de Estados civilizados,
provocando dos tendencias diosas: de una parte, las reglas del club se han fortalecido,
como forma de mantenimiento del mismo, no permitiéndose ninguna modificación que
pueda suponer transformación sustancial de la situación; de otra, un número importante
de miembros es perfectamente consciente de que sólo es posible mantener niveles
mínimos de relación internacional perteneciendo al club, sin impugnaciones básicas o
ruptura de las reglas de juego; pero la permanencia en el club no les supone, de hecho,
ventajas perceptibles, salvo la vaga promesa de mejorías en algún lejano futuro.
B) LA DESIGUAL DISTRIBUCIÓN DEL PODER POLÍTICO

1. La sociedad internacional está constituida, en efecto, por todos los Estados de la


sociedad internacional. Desde una perspectiva exclusivamente jurídica y sin paliativos,
se afirma el dogma de la igualdad soberana de todos los Estados. De conformidad con la
Resolución 2625 (XXV), de la Asamblea General de las Naciones Unidas, que recoge y
desarrolla normas de Derecho internacional general,

“ningún Estado o grupo de Estados tiene el derecho de intervenir directa o


indirectamente y sea cual fuere el motivo, en los asuntos internos o externos de
cualquier otro. Por lo tanto, no solamente la intervención armada, sino también
cualesquiera otra formas de injerencia o de amenaza atentatoria de la personalidad del
Estado, o de los elementos políticos, económicos y culturales que lo constituyen, son
violaciones del derecho internacional”.
Además,

“todos los Estados gozan de igualdad soberana. Tienen iguales derechos e iguales
deberes y son por igual miembros de la comunidad internacional, pese a sus diferencias
de orden económico, social, político o de otra índole”.

Estas afirmaciones, sin embargo, pueden ser calificadas, en algún sentido, y como
igualmente ocurre con semejante afirmaciones en los derechos internos, de auténticas
ficciones jurídicas, en un doble aspecto: por una parte, porque el Derecho internacional,
pese al proceso de universalización antes descrito, no ha procedido a una igual
atribución de derechos y deberes políticos entre los Estados y porque incluso el más
somero análisis de la realidad social va a mostrarnos la desigualdad básica de los
Estados en la medida en que parte de la maquinaria de arreglo pacífico de controversias,
de comprobación de los niveles de cumplimiento del Derecho internacional por los
mismos, o de sanción de sus violaciones, parece excluir de sus procedimientos, o al
menos atenuarlos, cuando se trata de su aplicación a ciertas categorías de Estados
excepcionalmente bien situados en la escala social internacional.
La tendencia general en la Carta está constituida por la consecución de una
progresiva democratización de la sociedad internacional, pero no puede c errar los ojos
a las innegables realidades políticas. Por ello reconocerá excepciones respecto de la
democratización a favor de una pequeña élite de Estados, sin los cuales la Organización
que creaba hubiera sido pura entelequia. Así, al regular las funciones del Consejo de
Seguridad, la Carta de las Naciones Unidas, prevé esta situación, y el párrafo 3º del
artículo 27, imprescindible en cualquier lectura de la misma, afirma que:
“Las decisiones del Consejo de Seguridad sobre todas las demás cuestiones [las que no
sean de procedimiento] serán tomadas por el voto afirmativo de nueve miembros,
incluso los votos afirmativos de todos los miembros permanentes…”
Si la unanimidad no es esencial en todas las cuestiones de que, de hecho, se ocupa la
Organización de Naciones Unidas, sí lo es en aquellas que atañen o se refieren a la paz y
seguridad internacionales. Más aún, en la Asamblea General, órgano democrático por
excelencia en el que las resoluciones se adoptan por mayoría de los Estados, estas
resoluciones no tienen carácter obligatorio, sino recomendatorio, mientras que las
resoluciones adoptadas por el Consejo de Seguridad, donde el peso de las grandes
potencias es evidente, pueden ser de naturaleza meramente recomendatoria, si actúa en
el ámbito del Capítulo VI de la Carta, u obligatoria, si actúa en el marco del Capítulo
VII, siendo el propio Consejo de Seguridad quien dispone de un amplio y discrecional
poder para elegir el ámbito en que adopta sus resoluciones.
De esta forma, el mecanismo establecido por la sociedad internacional
institucionalizada permite que se pueda decidir sobre cualquier situación que se
produzca en la sociedad internacional, siempre que los Estados partes en la situación no
sean ni Estados excepcionalmente bien instalados en la sociedad internacional,
ostentando la calificación de grandes potencias, ni Estados que, aun sin ser grandes
potencias, cuenten con el apoyo decidido de una gran potencia. Al fin y al cabo, como
ha escrito Claude, “la Carta no se propuso crear un mecanismo coercitivo y de acción
colectiva susceptible de ser empleado para controlar a las grandes potencias o a los
Estados protegidos por éstas”. Se ratifica así la plástica paradoja que exponía el
delegado de Arabia Saudí en la Conferencia de San Francisco: en caso de un conflicto
entre dos pequeños Estados, interviene la Organización y desaparece el conflicto; si el
conflicto es entre una gran potencia y un pequeño Estado, interviene la Organización y
desaparece el pequeño Estado; si el conflicto es entre dos grandes potencias, interviene
la Organización y desaparece… la Organización.

2. En una sociedad internacional rígidamente dividida por criterios ideológicos y


políticos, como la existente hasta finales de la década de los ochenta, la capacidad de
actuación de las instituciones internacionales era mínima, por la actitud de permanente
bloqueo de las grandes potencias en la defensa de los intereses propios o de los de sus
aliados internacionales, a veces incluso lejanos si la rigidez de la bipolarización así lo
aconsejaba. En la sociedad internacional actual, sustituida la antigua URSS por una
Federación Rusa que no reivindica liderazgo mundial, se discute si no encontramos en
una situación de hegemonía o multipolar.
En el primer caso, de tratarse de una situación hegemónica, los Estados Unidos
serían la única potencia mundial, con un férreo control en todos los aspectos de la vida
internacional, lo que equivaldría, en mayor o menor medida, a la afirmación de un
nuevo sistema imperial con capacidad para dictar las normas de comportamiento
político a los demás Estados. Salvando las oportunas diferencias, lo que aletearía sería
la vuelta al mundo anterior a Westfalia, con el consiguiente rechazo del derecho de cada
Estado a elegir su propio sistema. Obviamente, la línea divisoria no sería la religiosa,
como antes de Westfalia, y pese a que pudiera así parecerlo con el fantasma del
integrismo islámico por doquier e interesadamente invocado, sino la afirmación de unos
nuevos valores (democratización o derechos humanos) parcialmente encubridores de
realidades e intereses de otra índole.
Para otros, ésta es una imagen en exceso simplista, con la intencionalidad de hacer
representar en un solo Estado las tendencias multiformes existentes en el mundo actual
y simplificar el nivel de comprensión. Éste es un mundo, se afirma, en el que,
desaparecida la URSS, sistema antagónico al democrático occidental, ya no hay
necesidad de un bloque de resistencia, lo que ha provocado una mayor libertad de
actuación por parte del conjunto de los Estados. Un sistema hegemónico sería
impensable, siendo más real y verificable la existencia de una pluralidad de centros de
poder, diferenciándose por los ámbitos en los que este poder se ejerce (político, militar,
económico, etc.). Una cuestión diferente es que hoy se haya producido un acuerdo
generalizado en torno a los objetivos y los medios para lograrlos.
La opción por una u otra interpretación siempre es discutible, en la medida en que
existen datos que, extremados, abogan por cualesquiera de ellas. Lo que sí es cierto es
que en el actual mundo de inicios del siglo XXI existen tres grupos de Estados: aquellos
Estados en que en uno o todos los aspectos de la vida de relación internacional tienen
capacidad para influenciar las relaciones internacionales en su conjunto, beneficiándose
obviamente de su situación privilegiada y compartiendo con el conjunto de sus
equiparables los valores y pautas predominantes. Éste es un grupo de Estados en el que,
por supuesto, estarían los Estados Unidos, pero con similar presencia en algunos
aspectos Estados como Japón, Rusia o los países de la Unión Europea, unos por sí solos,
otros como componentes de dicha Unión. Otro grupo de Estados, la inmensa mayoría,
lo compondrían los que, desistiendo de las posiciones de contestación o confrontación
de las décadas de los sesenta, setenta y los ochenta del siglo pasado, han asumido las
posiciones directivas de los anteriores y aceptan de buen grado que las pautas y valores
establecidos por el primer grupo es la única forma posible de actuación internacional,
aunque no se oculten las reservas mentales al respecto. Un tercer grupo de Estados, a los
que se caracteriza por un extremado integrismo en lo nacionalista, en lo político o en lo
religioso, minoría señalada como culpable de las distorsiones existentes en el mundo, y
que pueden ganarse calificaciones próximas a las del hooliganism o gamberrismo o ejes
del mal (casos de Corea del Norte, Cuba, Venezuela, Irak, Irán, Libia, Siria, Sudán o
Afganistán hasta hace poco) y que en la vida de relación internacional, con diversa
fundamentación y distintos objetivos y medios, rechazan frontalmente las pautas de
comportamiento generalmente establecidas.
La cuestión no es irrelevante porque la posición de los Estados en uno u otro grupo
de actores internacionales les permite, de una parte, un mayor protagonismo en la
sociedad internacional, de manera que Estados de la primera o tercera categorías se
constituyen en protagonistas esenciales del escenario internacional: pero, de otra,
mientras las conductas de los primeros son disculpadas o condonadas, no importa el
nivel de violación del Derecho internacional que a veces suponen, las actuaciones de los
terceros, incluso cuando no implican violación de norma alguna, son duramente
sancionadas. En la imposición de sanciones los Estados del primer grupo en escasas
ocasiones recurren a los mecanismos institucionalizados de la sociedad internacional
universal, prefiriendo el recurso a mecanismos descentralizados o a instituciones
propias de su propio mundo (caso, por ejemplo, de la refundación de la OTAN con
ocasión de su quincuagésimo aniversario, en contradicción con las obligaciones
asumidas en la Carta de las Naciones Unidas, como la práctica ha mostrado).
3. En consonancia con una corriente de opinión muy extendida, y en línea con las
predominantes concepciones sobre la globalización, en realidad esos intentos de
explicación de las relaciones internacionales en el mundo contemporáneo, se afirma,
olvidan un hecho de importancia fundamental: lo que se está produciendo es la
paulatina desaparición del Estado mismo por el agotamiento del modelo con que fuera
creado o por la incapacidad para sumir la disminución en las funciones que
tradicionalmente venía desempeñando. Así se explicaría la aparición de nuevas formas
de relación internacional que apuntan a esta superación, como es el caso de las
organizaciones internacionales de integración, por una parte, o las organizaciones
internacionales no gubernamentales, por otra, mecanismo mediante el cual los
particulares persiguen y obtienen objetivos que estiman no pueden cumplir por medio
de los Estados. Prácticamente no hay ningún aspecto de los objetivos tradicionales
asignados al Estado que éste pueda lograr por sí mismo sin la cooperación o asociación
con otros Estados. Este ocaso del Estado se acentúa por el hecho de que ya no existe la
necesidad de mantener un Estado fuerte ante el peligro de que la existencia de dos
bloques ideológicos, políticos y económicos antagónicos suponía. Perdido este objetivo,
el Estado debe renunciar a las funciones que en exceso había acaparado, que le habían
llevado a ser un Estado que incluso competía con los particulares como fabricante,
comerciante o proveedor de productos y satisfacedor de necesidades que hoy se
obtienen con facilidad a través de la iniciativa privada.
La permanencia del Estado o su sustitución por un modelo distinto de organización
social es, en principio, absolutamente indiferente desde la perspectiva del desarrollo de
las relaciones internacionales. Ciertamente el modelo estatal, tal como se instituyera en
los albores de la Edad Moderna y hemos conocido hasta ahora, ha experimentado
cambios sustanciales. La tan reafirmada soberanía estatal, la capacidad de cualquier
Estado para decidir sobre sus opciones básicas de organización y de relación, es una
pura falacia: la vida internacional hoy desecha cualquier intento de funcionamiento
autárquico de los Estados, y las decisiones de éstos se encuentran condicionadas por las
circunstancias de la constelación de los restantes Estados. Pero no se deben olvidar dos
realidades que parecen verificables: la primera, que no puede afirmarse que la soberanía
de todos los Estados se encuentre amenazada o seriamente limitada por igual; a modo de
ejemplo, y no sería e único supuesto reseñable, el presupuesto militar de los Estados
Unidos, tras el incremento presupuestario experimentado como resultado del 11 de
septiembre de 2001, es de 400.000 millones de euros, lo que equivale al 48 por 100 del
total de los gastos militares mundiales, impidiendo cualquier conclusión sobre la crisis
de ciertos Estados. Pero, en segundo lugar, incluso aunque ello no fuera así, la crisis del
Estado no sería tampoco general, sino en relación con algunas funciones que hasta ahora
el Estado venía desempeñando: en virtud de las propias conveniencias de la economía
ya no se quiere un Estado que establezca rígidas fronteras para el fluido o el libre
tránsito de las mercancías o de los capitales, permitiendo una libre competencia a escala
mundial, bienes o ventajas que se señalan como resultado de la globalización; para eso
el Estado ya no es necesario hoy. Pero el Estado sigue cumpliendo un papel tan pujante
como siempre de salvaguarda cuando se trata de impedir el desarrollo de otra libertad
que debiera ir de la mano de la globalización: la libre circulación de personas que,
consideraciones de derechos humanos al margen, es uno de los elementos decisivos en
el proceso de producción.
C) LA DESIGUAL DISTRIBUCIÓN DEL PODER ECONÓMICO

1. En el terreno político es perceptible la desigual distribución del poder, de forma


que el conjunto de Estados que básicamente adoptan las decisiones en las relaciones
internacionales es el mismo grupo de Estados que ya lo hacían cuando la sociedad
internacional de Estados era más limitada. La universalización, pues, no ha conllevado
una transformación en los procesos de adopción de decisiones ni en el contenido de las
decisiones adoptadas. Esta desigualdad es aún más verificable cuando del terreno de lo
político nos trasladamos al análisis de las condiciones económicas, en las que ya no se
encuentra en juego el prurito de los Estados por alcanzar una posición destacable en el
escenario internacional, sino que lo que está en juego es la supervivencia misma de las
poblaciones que componen los Estados.
El problema estriba, en primer lugar, en que hoy existen unas diferencias
inaceptables entre los inmensos recursos disponibles por los habitantes de unos Estados,
frente a la escasez, incluso de productos necesarios para satisfacer las necesidades
mínimas, por parte de la población de la inmensa mayoría de los Estados. De forma
sucinta puede afirmarse que una quinta parte de la población mundial dispone de las
cuatro quintas partes de los recursos mundiales y, de forma inversa, que las cuatro
quintas partes de la población mundial han de repartirse la quinta parte de los bienes
producidos a escala planetaria. Pero, en segundo lugar, el aspecto más irritante de la
cuestión es la comprobación de que esta situación tiende a acentuarse: sin implicar que
los niveles de la población más depauperada empeoren aún más, lo que sí es cierto en
ciertas zonas del planeta sometidas a una tremenda presión demográfica, es
comprobable que la diferencia entre los países más ricos y los países más pobres no
disminuye, sino que aumenta de forma alarmante en términos comparativos. De ahí que
aún pueda mantenerse lo que era un lugar común ya en la década de los sesenta del siglo
pasado: la existencia de un círculo virtuoso de la riqueza, frente a la existencia de un
círculo vicioso de la pobreza o, en términos más directos, la capacidad de la riqueza
para crear más riqueza, y la de la pobreza para generar miseria.
2. La globalización plantea algo más que serias interrogantes sobre sus posibilidades
para aliviar la situación económica mundial. En primer lugar, deja en el aire algunas
cuestiones que, militando contra la propia globalización, son respaldadas por los propios
Estados desarrollados con más o menos descaro: los movimientos especulativos del
capital, la existencia de paraísos fiscales, la falta de democratización de los medios de
comunicación, la restricción del acceso a los medicamentos, la no sostenibilidad
ambiental del desarrollo, la existencia de una deuda externa que está capitalizando a los
países industrializados. De ahí que movimientos como el Foro Social Mundial acusen al
fenómeno de proceso de globalización capitalista dirigido por las grandes compañías
multinacionales y por los gobiernos e instituciones al servicio de sus intereses. De otra
parte, los Estados mejor situados no son nada reacios a la adopción de medidas
proteccionistas que militan contra su fe en la globalización: así, por ejemplo, el sector
más débil de la economía en los países industrializados, el agrícola, es sostenido
mediante tarifas arancelarias o limitaciones cuantitativas a la importación, frente a
productos agrícolas provenientes de los países en vías de desarrollo, altamente
competitivos por la diferencia salarial en esos países, o mediante subvenciones a la
producción, en técnicas de dumping y violación de la libre competencia. La defensa es
la acusación de que los países en vías de desarrollo están realizando un dumping social,
al no incluir en los precios de los productos, repercutidos del costo de la mano de obra,
los costos de seguridad y bienestar social que caracteriza a los países desarrollados.
Incluso como medida de defensa el día de mañana frente a los países en vías de
desarrollo, todavía existirá la posibilidad de introducir, como medida técnica que
desvirtúe la libre competencia, cuando ello convenga, la introducción de las tasas
ecológicas, justificadas por el mayor costo de los productos en los países
industrializados merced a una mayor preocupación por el desarrollo sostenible. Llevaba
buena parte de razón el lamento de un dirigente latinoamericano cuando afirmaba que
los globalizadores no tienen oídos para la quejumbre de los globalizados.
3. La desigual distribución del poder político y del poder económico puede expresar
frustraciones crecientes ante lo que algunos perciben como imposibilidad de cambio.
Sin duda buena parte de la tranquilidad mundial se debe a la esperanza en el cambio
pacífico o a la aceptación de las condiciones existentes como inevitables. Pero siempre
existirá un sector de la comunidad internacional que, invocando la ilegitimidad del
sistema, pretenda legitimar medios de lucha inaceptables: el rechazo del derecho de
autodeterminación de los pueblos, la violación masiva de los derechos humanos, la
existencia de condiciones económicas literalmente infrahumanas, serán caldo de cultivo
para salidas condenables. Nacionalismos extremos, integrismos religiosos o terrorismos
fanáticos son fenómenos muy presentes en la sociedad internacional actual, una
sociedad altamente tecnificada, de comunicación instantánea a nivel universal y, por
ende, susceptible de las más sofisticadas técnicas de propaganda.
3. EL ORDENAMIENTO JURÍDICO DE LA SOCIEDAD INTERNACIONAL

A) TRANSFORMACIONES EN LAS FUNCIONES DEL DERECHO


INTERNACIONAL

El Derecho internacional ha experimentado unas extraordinarias transformaciones


en los últimos sesenta años. En sus orígenes, como regulación normativa de las
relaciones entre entidades políticas soberanas, sus funciones se limitaban prácticamente
a regular las relaciones externas de sus sujetos, los Estados. Los Estados son entes de
naturaleza territorial en cuyo espacio desarrollan la plenitud de sus competencias, sin
más límites que los establecidos por las normas que han consentido en crear o los
límites externos de otras soberanías estatales. El Derecho internacional tenía, como
ámbito central, la ordenación de las distintas soberanías para evitar su colisión,
concebidas estas soberanías como realidades estancas, diferenciando entre las
competencias que pertenecían a los Estados y las competencias sustraídas a los Estados
o que estaban más allá de sus competencias. Las dos grandes preocupaciones añadidas
del Derecho internacional, precisamente, hacían referencia a los aspectos externos de la
soberanía: de una parte, el establecimiento de reglas que regularan los órganos de
relación entre los Estados, dando lugar a la creación de una de las ramas más autónomas
de este ordenamiento, el derecho diplomático; de otra, en los casos en que los aspectos
externos de la soberanía provocaran colisiones con las pretensiones soberanas de otros
Estados, la provisión de unos embrionarios medios de arreglo pacífico de las
controversias o, más frecuentemente, el establecimiento de normas sobre la conducción
de hostilidades, en el caso de que éste hubiera sido el mecanismo elegido por los
Estados, en virtud de sus competencias soberanas, para dilucidar la controversia.
Lo que ocurriera en el interior de esas entidades estancas era algo que pertenecía al
ámbito reservado o de la competencia doméstica de los Estados, sin que las reglas del
Derecho internacional tuvieran capacidad alguna para pronunciarse sobre la forma o la
sustancia con que los Estados realizaban estas competencias. Con ello, el ordenamiento
jurídico internacional era tremendamente sencillo en sus funciones y escaso en sus
normas, gracias a esa radical división entre los aspectos externos e internos de la
soberanía. En ese orden de cosas, además, la aspiración del Derecho internacional era
esencialmente estática o conservadora: evitar la existencia de situaciones que alteraran
el statu quo existente.
Un Derecho internacional, en suma, del que se esperaba y exigía una cierta
capacidad para evitar las tensiones entre los sujetos jurídicos, aunque en ese objetivo
resultara ineficiente para solucionar los problemas básicos que enfrentaban a la sociedad
internacional. Ahora, por el contrario, se pretende que el ordenamiento internacional,
aún montado sobre bases interestatales, atienda demandas planteadas por realidades y
entidades infra o supra estatales: se exige la elaboración de normas que consagren los
derechos y libertades fundamentales de la persona, junto al establecimiento de
instituciones cada vez más eficaces en su efectiva protección; de la misma manera se
amplía la tutela de las minorías existentes en el interior de los Estados o se amplía
progresivamente el derecho de autodeterminación de los pueblos, inicialmente
concebido estrictamente en el ámbito de la descolonización. Al mismo tiempo, y por
encima de los ámbitos de competencia estatal, aparecen invocaciones progresivas a que
las normas internacionales solucionen cuestiones candentes relativas al desarrollo
económico y social de los pueblos o a paliar la inexorable degradación del medio
ambiente por culpa de técnicas de desarrollo insostenible. De pretender impedir que
unilateralmente un sujeto jurídico pretendiera la modificación de situaciones existentes,
el Derecho internacional se ve requerido a modificar situaciones que los sujetos
jurídicos no quieren transformar. Eso implica una transformación en las concepciones
básicas del Derecho internacional, así como una auténtica mutación en sus funciones.
Transformación en las concepciones porque en el asunto Lotus (1927) la CPJI había
razonado que las limitaciones a la libertad de actuación internacional de los Estados son
exclusivamente las que se encuentran incorporadas en las normas internacionales, y que
estas normas son el resultado de la voluntad individualmente expresada por los Estados,
por lo que las limitaciones a su capacidad no se presumen, sino que tienen que estar
claramente establecidas en el conjunto de normas aceptadas por cada estado. Hoy, por el
contrario, la consecución de objetivos como los señalados anteriormente implica que la
libérrima capacidad de obrar de los Estados ha de presumirse limitada cuando sus
actuaciones colisionen con los derechos atribuidos a otras entidades jurídicas o cuando
resulten contrarias a las necesidades de la sociedad internacional en su conjunto. La
soberanía de los Estados está limitada por el contenido de las normas jurídicas que ellos
mismos han coadyuvado a crear, así como por la obligación de respetar otras realidades
que hace unas décadas no gozaban de consideración jurídica.
La mutación en las funciones del Derecho internacional, sin embargo, señala al gran
drama de este ordenamiento jurídico, constituyéndose en lo que cabe calificar como la
miseria y grandeza de este ordenamiento: frente a las funciones clásicas asignadas al
Derecho internacional, las crecientes necesidades y exigencias de la vida de relación
internacional, progresivamente interdependiente, pretende un Derecho internacional con
funciones expandidas y que se introduce en lo que hasta ahora eran competencias
internas de los Estados. Ésta es precisamente la grandeza del Derecho internacional:
apenas sería posible encontrar alguna cuestión sobre la que no exista una amplia gama
de normas internacionales, en crecimiento geométrico. Pero frente a esta demanda
creciente, los instrumentos operativos del Derecho internacional, la forma de verificar la
observancia de las obligaciones internacionales por los Estados sólo ha experimentado
un crecimiento aritmético. Ésta es, precisamente y como contrapartida, la miseria del
Derecho internacional, respecto del cual las exigencias de regulación no han venido
acompañadas de la concesión de competencias de control y verificación. De esta forma
el Derecho internacional se mueve en la tensión de unas expectativas jurídicas
crecientes que, a veces, generan unas frustraciones jurídicas igualmente crecientes.
Y una paradoja más que empobrece aparentemente la capacidad efectiva del
Derecho internacional: cuando este ordenamiento muestra su capacidad de éxito, la
efectividad en la realización de las funciones originariamente asignadas ese el momento
en que vuelve a empequeñecerse; cada vez que el Derecho internacional logra un
objetivo básico lo consigue mediante el expediente fluido de convertirse en una
normativa interna de los Estados. De esta forma el Derecho internacional aparece
siempre como un ordenamiento de un espléndido futuro, aunque desgraciadamente
iluminado por un permanente oscuro presente, con tendencia a olvidarse que las
aspiraciones de su pasado ya son logros en el presente.

B) TRANSFORMACIONES EN LOS SUJETOS DEL DERECHO INTERNACIONAL

1. En el mismo asunto Lotus (1927), ya citado, la CPJI afirmaba la subjetividad


internacional exclusiva del Estado, consideración que, por obvia en aquel momento,
podría haberse considerado ociosa. En materia de subjetividad estatal, en todo caso, se
ha producido un doble fenómeno: en primer lugar, se ha suavizado en gran medida la
ficción de la igualdad soberana de los Estados, que si bien queda como propósito o
aspiración constitucional internacional, es limitada por la existencia de normas jurídicas
que reconocen la privilegiada situación política de algunos Estados y, en este sentido,
parecen abocadas a mantener las situaciones de desigualdad política, junto a normas que
establecen medidas de discriminación positiva para la efectiva consecución de la
igualdad de todos los Estados, como son las normas que matizan el contenido de los
derechos y deberes económicos de los distintos Estados, o aquellas otras que toman en
consideración las circunstancias geográficas desventajosas de los Estados. En segundo
lugar, la necesidad de los Estados de compartir escenario con otros sujetos de Derecho
internacional ha planteado, incluso, la cuestión de la existencia de una soberanía estatal
amenazada, en visión extremada, o al menos limitada por la aparición de otros sujetos
de Derecho internacional.

2. Pero junto a la estratificación jurídica de los Estados como sujetos del Derecho
internacional, es cada vez más clásico y menos característico o definitorio, por obvio,
referirse a la importancia creciente de las Organizaciones internacionales. La
importancia de las Organizaciones internacionales es verificable en un doble dato:
porque empieza a afirmarse sin paliativos su personalidad jurídica internacional y
porque constituyen un elemento insoslayable en la comprensión y funcionamiento de la
sociedad internacional actual, hasta el punto de que sus competencias y poderes son
distintos a los de los Estados miembros, constituyéndose en sujeto cuya voluntad no es
meramente la suma de las voluntades individuales de los Estados, y sin que, por otra
parte, y como sugiriera la Corte en el asunto de las actividades militares y paramilitares
en y contra Nicaragua (1986), los Estados pueden accionar individualmente las
competencias que previamente han atribuido a las Organizaciones internacionales a
través de sus tratados constitutivos. La sociedad internacional, progresivamente
interdependiente, pese a todas las heterogeneidades, sería hoy incomprensible e inviable
sin la existencia de las Organizaciones internacionales. Ciertamente las Organizaciones
sólo pueden actuar en el ámbito de las competencias que les han sido atribuidas por los
Estados, pero es rara la Organización internacional que no ha procedido a ampliar
considerablemente de hecho esa atribución formal mediante el recurso a las cláusulas
habilitantes previstas en el propio tratado o por medio de una progresiva utilización de
la teoría de las competencias implícitas, como tan brillantemente la construyera la CIJ
en el dictamen relativo a la reparación por daños sufridos al servicio de las Naciones
Unidas (1949).
Ello no significa que las Organizaciones internacionales posean per se personalidad
jurídica internacional. Quizás su personalidad jurídica objetiva podría afirmarse para
Organizaciones internacionales universales que representan la gestión de intereses
generales, oponible a todos los miembros de la sociedad internacional; pero
personalidad jurídica inter partes, susceptible de ulteriores reconocimientos, respecto de
Organizaciones más limitadas en su composición y funciones. Esta posición matizada
fue la finalmente adoptada por la Comisión de Derecho Internacional, en el art. 6 del
Convenio sobre los tratados celebrados entre Estados y Organizaciones internacionales
o entre Organizaciones internacionales, que en su redacción final constituye, en el
comentario de la Comisión, “una fórmula de transacción basada esencialmente en el
reconocimiento de que no debe considerarse en ningún caso que este artículo tenga por
objeto o efecto decidir la cuestión de la condición jurídica de las Organizaciones
internacionales en Derecho internacional; esta cuestión sigue pendiente y la redacción
propuesta es compatible con la tesis según la cual el Derecho internacional general es el
fundamento de la capacidad de las organizaciones internacionales como con la tesis
contraria, según la cual es el tratado fundacional el fundamento de dicha personalidad”.
Igualmente, en la Convención sobre el Derecho del Mar, de 1982, el art. 93, en el marco
de la nacionalidad y condición jurídica de los buques, no se quiso prejuzgar la cuestión
de los buques que estén al servicio de las Naciones Unidas, sus organismos
especializados o del Organismo Internacional de la Energía Atómica. La solución final
en esta materia vendría determinada, en cualquier caso, por la importancia esencial del
principio de efectividad aplicado a cada Organización internacional, como con acierto
hayan señalado Sereni o González Campos.

3. Si el Estado ha asistido, con el surgimiento de las Organizaciones internacionales,


a una nueva forma de racionalización política que, sin desplazarlo, amplía viejas
categorías y habilita formas nuevas de realizar las necesidades internacionales, no es
ésta la única transformación importante y significativa de las categorías de los sujetos
del Derecho internacional. En grados diferentes de desarrollo y materialización, podría
hoy afirmarse que en Derecho internacional se asiste a un proceso, quizás irreversible,
de humanización de la sociedad internacional, mediante la incorporación de nuevas
categorías de sujetos. Ese proceso de humanización es perceptible en una pluralidad de
datos de materialidad no discutible:

a) Proceso de humanización verificable, en primer lugar, en la preocupación


creciente por la delimitación de los derechos fundamentales de la persona a la vez que
intentos cada vez más perfilados de organizar la efectiva protección de los mismos,
basados en la creencia de que la amenaza a los derechos humanos se constituye
igualmente en amenaza a la paz y seguridad internacionales, en desarrollo de tan rápida
progresión que hoy sería difícilmente imaginable que la CIJ afirmara, a efectos de
razonamiento decisor, como hizo en el asunto relativo al Sudoeste africano (1966), que
las “consideraciones humanitarias pueden constituir el fundamento de inspiración de las
reglas jurídicas… pero tales consideraciones no tienen el significado equivalente al de
las normas jurídicas”.

b) Proceso de humanización también perceptible, e igualmente importante y


significativo, en la progresiva delimitación del concepto de pueblo. Si en la Carta de las
Naciones Unidas y en un cuerpo de importantes declaraciones se han utilizado como
sinónimos los términos Estado, gobierno, nación, país o pueblo, posteriormente el
concepto de pueblo ha sido objeto de delimitaciones más precisas: en un primer
momento como categoría imprescindible para atribuir en concreto el derecho de
autodeterminación en contextos coloniales; posteriormente, lanzando todo un problema
de calificación, cuyo resultado podría dar lugar a colisiones importantes con el principio
de integridad territorial de los Estados, y que podría empezar a encontrar concreciones
jurídicas ante la fuerza de un nuevo viento de la historia en sentido nacionalista y que no
necesariamente ha de interpretarse a la luz de otras épocas. Los procesos de disolución,
pacífica en el caso de Checoslovaquia, traumática en el de Yugoslavia y de auténtica
descomposición en el caso de la antigua URSS, ponen de manifiesto que el Estado,
como prius lógico y hasta ahora indiscutible del Derecho internacional, es contestado
desde categorías diferentes en las que el acento se establece en el concepto de pueblo.

c) Proceso de humanización, finalmente, no menos perceptible e importante en la


concepción planetaria de lo humano y en la emergencia del concepto jurídico de
humanidad, aunque hoy sea simple inspiración de las normas jurídicas, dejando abierta
la posibilidad de que las normas positivas del Derecho internacional apunten a algo
más.

Todos estos datos, sin duda, no pueden ser aisladamente analizados, sino que, en
alguna manera, han de ser interpretados como muestra de un cambio importante en la
estructura del orden jurídico internacional, estructura en la que progresivamente el
Estado ha dado muestras de insuficiencia de control absoluto o de saciar las exigencias
que estas otras entidades ponen de manifiesto. Aunque ello no debe permitir
exageración alguna, independientemente de cualquier valoración de Ciencia política,
que apunte, en el terreno estrictamente jurídico, a la idea de que el Estado está en vías
de desaparición o en proceso menguante como sujeto primordial imprescindible para la
comprensión del Derecho internacional.

C) TRANSFORMACIONES EN EL PROCESO DE ELABORACIÓN DE LAS


NORMAS

1. Si las normas jurídicas internacionales son el resultado final del consensus entre
dos o más sujetos, podemos encontrarnos con una pluralidad de modalidades de
manifestación de dicho consensus: así, los tratados, la costumbre, los actos de las
Organizaciones internacionales o incluso los actos unilaterales de los Estados. Existe
entre todos ellos una interacción recíproca en la medida en que son formas diversas de
manifestación del consentimiento del Estado. La diferencia básica, en última instancia,
es que la prueba del consentimiento de los Estados es más asequible en el caso de los
tratados o de los actos de organizaciones o en los actos unilaterales, que en el caso de
las normas consuetudinarias. Las transformaciones en las fuentes apuntan, sin embargo,
a una pluralidad de datos. De una parte, y por supuesto, a que se ha invertido la
importancia cuantitativa de las distintas formas tradicionales de expresión de la
voluntad estatal. Hace ya muchos años que la costumbre mostró su incompetencia, por
la exigencia de su lenta cochura, para ser el procedimiento adecuado de regulación
jurídica de unas relaciones internacionales de aceleración progresiva, medio en el cual
los tratados sí han mostrado su capacidad para, cuando las circunstancias así lo exigen,
habilitar respuestas automáticas, bilaterales o multilaterales, a necesidades repentinas
del mundo de relación internacional. De otra, y más importante, porque cada una de
estas formas de manifestación de la voluntad de los Estados ha experimentado cambios
intrínsecos significativos.

2. La costumbre, sin embargo, que parecía condenada a desaparecer


progresivamente, en proceso similar al que se produjera en los ordenamientos internos
gracias a los esfuerzos codificadores, ha experimentado una significativa revitalización
merced a un replanteamiento de sus elementos básicos. Si antaño era necesaria la
verificación de la existencia de todos los elementos materiales que perfilan la costumbre
e, incluso, superar la prueba diabólica de la existencia del elemento psicológico,
espiritual o de convicción de tratarse de una actitud obligada jurídicamente, haciendo de
su prueba un proceso difícil, hoy muestra elementos de frescura gracias a la relajación
de la demostración de los elementos materiales: puede bastar la existencia de una fuerte
convicción jurídica, con frecuencia manifestada a través de los actos unilaterales de los
Estados o de los actos de las Organizaciones internacionales. Hasta el punto de no
importar la existencia de las contradicciones de la práctica, que hasta pueden ser
demostrativas de la solidez de la norma consuetudinaria cuando los Estados justifican la
excepcionalidad de su incumplimiento, como tuvo ocasión de subrayar la CIJ en el
asunto de las actividades militares y paramilitares en y contra Nicaragua (1986).
No se oculte, sin embargo, que este factor de predominio del aspecto psicológico
sobre los elementos materiales puede ensombrecer la fiabilidad misma del Derecho
internacional: no todos los Estados tienen la misma capacidad de presencia
internacional, ya se manifieste en actuaciones o en declaraciones, ni todos los Estados
por igual tienen idéntica posibilidad de reacción o contestación a los hechos o
manifestaciones de otros Estados, por lo que un grupo selecto de Estados, precisamente
aquellos que básicamente modelaron el Derecho internacional en épocas pretéritas,
podrían seguir dibujando el modelo normativo actual. Quizás las que se sugieren como
modernas instituciones, como, por ejemplo, el pretendido derecho de intervención
humanitaria o la existencia de unas determinadas reglas en materia de comercio
internacional, pudieran ser expresión de este tipo de construcciones.
Siguen subsistiendo, en otro orden de cosas, las dudas sobre el nivel de
vinculatoriedad de las normas consuetudinarias, cuando se encuentran en proceso de
formación, respecto de los Estados que no están participando en dicho proceso y, de otra
parte, su oponibilidad, cuando ya se han consolidado de forma general, respecto de
aquellos Estados que no han participado en su proceso de elaboración y consolidación.
En algunos momentos no habría resultado difícil afirmar su oponibilidad incluso
respecto de esos Estados, mientras que hoy la afirmación puede resultar más temeraria.
Quizás no sea posible una respuesta general, sino matizada, en atención al Estado frente
al cual se pretende su aplicación, la posición de oposición que ese Estado ha venido
manifestando, así como la relativa importancia de ese Estado en el escenario
internacional, introduciendo unos siempre peligrosos índices de relativismo en las
normas consuetudinarias internacionales.

3. Los trabajos son, sin duda, la forma hoy más importante de generación de
obligaciones jurídicas para los Estados. Su estructura de funcionamiento clásica ha sido
similar a la forma en que los contratos generan obligaciones entre las partes contratantes
en los derechos internos, filosofía que no les resulta ajena en el Convenio de Viena
sobre el Derecho de los tratados en todo lo relativo a los efectos de los tratados respecto
de terceros, a los efectos de los tratados respecto de otros tratados, a la forma de
funcionamiento de las reservas o en lo relativo a la operatividad de los procedimientos
de enmienda y modificación de los tratados, elementos todos ellos en los que la
relevancia de la voluntad individual de cada Estado contratante resulta incontestable.
De forma tradicional los tratados tendían a ser generadores de obligaciones
sinalagmáticas bilaterales, expresando la reiteración de tratados bilaterales, lo que podía
llegar a ser demostrativo de una práctica generalmente aceptada como derecho. La
necesidad de introducir elementos de rapidez, a la vez que de certeza y seguridad
jurídica en las relaciones internacionales, ha consolidado la práctica de conclusión de
tratados multilaterales, única forma de hacer frente a las demandas que presentaban
tanto una sociedad internacional acelerada, como un número de Estados en incremento.
La multilateralización de los tratados introdujo elementos peculiares en el proceso de su
elaboración y adopción, así como en la forma de generar efectos jurídicos, incluidos los
sistemas de salvaguardar las particularidades de cada Estado a través del mecanismo de
las reservas. Lo más importante, con todo, es que en el proceso de celebración de
tratados multilaterales se exigían procedimientos de consenso entre los Estados
negociadores, como forma de coordinar intereses contrapuestos. En alguna medida las
técnicas de consenso se veían favorecidas porque buena parte de los tratados
multilaterales no pretendían tener como consecuencia la creación de obligaciones
sinalagmáticas, sino la regulación objetiva de intereses generales de la sociedad
internacional.
Esta materia, sin embargo, tampoco ha quedado excluida de las consecuencias de los
embates de lo que podría llamarse un nuevo bilateralismo o contractualismo en las
relaciones convencionales: frente al multilateralismo que se inició en las décadas de los
sesenta y setenta y, parcialmente, en la de los ochenta, las etapas posteriores han
registrado índices menores de conclusión de tratados internacionales multilaterales,
siendo prácticamente inexistentes en algunos ámbitos –derecho espacial- o cargados de
obligaciones individualmente dibujadas –derecho del medio ambiente-, habiendo sido
poco fructífera, a modo de ejemplo, la labor de la Comisión de Derecho Internacional en
el proceso de codificación y desarrollo progresivo del Derecho internacional. Sólo en
materia de derechos humanos, entendidos de forma genérica, se han registrado ciertos
avances significativos, lo que sería consecuente con la ideología sustentadora del
fenómeno de la globalización.
En esta misma línea, quizás, habría que señalar un dato no menos relevante, que
apunta a la jerarquización de las normas internacionales: clásicamente no ha existido
jerarquía normativa en Derecho internacional, siendo todas sus normas, por igual,
resultado del consentimiento de los Estados. Con todo, el artículo 103 de la Carta de las
Naciones Unidas expresaba la prevalencia de sus normas sobre cualesquiera otras
obligaciones de los Estados, prevalencia que podía ser interpretada como simple
resultado de la voluntad expresamente manifestada de éstos y en relación con este
específico instrumento jurídico. Hoy, por el contrario, las obligaciones de la Carta rigen
con primacía las relaciones de los Estados por expresar los fundamentos
constitucionales o principios estructurales del orden internacional; pero, más aún, no
sólo tienen este carácter las normas que constituyen el ius cogens u orden público
internacional, que no permiten derogaciones por acuerdo en contrario, convirtiéndose en
canon de validez o constitucionalidad de las demás obligaciones internacionales. De
esta forma, frente al principio hasta ahora indiscutible de la autonomía de la voluntad de
los Estados, navegando en un amplio océano de derechos y normas dispositivas, emerge
el escollo de los límites a dicha autonomía, quedando los Estados obligados por este
orden público internacional de forma imperativa o impositiva.
Algunos Estados, sin embargo, parecen desconfiar de la existencia de un conjunto
de normas que no permiten en ninguna circunstancia acuerdos en contrario, vulnerando
lo que se ha considerado siempre el sacrosanto principio de la autonomía de la voluntad.
De la misma manera, no parece agradar la existencia de dos categorías distintas de
normas, con consecuencias jurídicas diferenciadas, según la importancia fundamental
que estas normas tengan para la Comunidad Internacional en su conjunto, como parece
señalar la oposición, que finalmente tuvo éxito, a la inclusión de la distinción entre
crímenes y delitos internacionales que durante casi dos décadas había irrumpido con
fuerza en la escena normativa internacional que de la mano de la Comisión de Derecho
Internacional, a propósito del proyecto de artículos sobre responsabilidad internacional
de los Estados, tratándose ahora de salvar algunos restos del naufragio.

4. Las normas que han irrumpido con una fuerza inusitada son aquellas a las que ni
siquiera hay mención en el Estatuto de la CIJ, los actos de las Organizaciones
internacionales, hecho demostrativo de su novedad. La fortaleza de esta nueva forma de
manifestación colegiada de la voluntad de los Estados me ha llevado a la utilización de
una terminología quizás excesiva al hablar de la aparición de normas centralizadas
autoritarias. No se trata aquí sólo del valor jurídico de las resoluciones de las
Organizaciones internacionales, sino de que esas resoluciones, por el método empleado
del consenso y de la aprobación ad referendum, pueden terminar creando una
convicción u opinio iuris sive necessitatis. En el caso de algunas Organizaciones sus
resoluciones adquieren formas y efectos vinculantes para los Estados, en cuyo caso la
utilización del término de normas centralizadas autoritarias no parece en absoluto
excesiva. Piénsese en el caso paradigmático de la capacidad normativa en el ámbito de
la Unión Europea.
Por supuesto, cualquier generalización, aparte de empobrecedora, sería sumamente
equívoca: la capacidad de generación de efectos jurídicos de las resoluciones de las
Organizaciones internacionales dependerá en buena medida de dos elementos
concluyentes: de una parte, mientras más restringida sea una Organización, más
homogéneos sus Estados miembros y más posible la asunción de obligaciones también
jurídicas; de la misma manera, mientras más especializada en sus funciones sea la
Organización, mayor posibilidad en la eficacia de sus resoluciones.
Paralelamente, mientras mayor sea el grado de multilateralismo existente en cada
momento en la sociedad internacional, incluso respecto de resoluciones de carácter
meramente recomendatorio, mayor será la posibilidad de que estas resoluciones se
conviertan en vehículo de creación de convicción jurídica en torno a su contenido y, por
ende, generador de una práctica consecuente con el contenido de las resoluciones. Por el
contrario, en momentos de impugnación del multilateralismo y de primacía del
bilateralismo, mayor dificultad para que las resoluciones de Organizaciones
internacionales universales y generales tengan una significativa capacidad normativa,
siquiera sea por vía consuetudinaria.

D) TRANSFORMACIONES EN LA APLICACIÓN DE LAS NORMAS

1. En el Derecho internacional clásico era el propio Estado quien, en


desdoblamiento funcional, tenía encomendada la misión de velar por el cumplimiento
de las obligaciones internacionales. Esta afirmación sigue siendo hoy esencialmente
válida, pero ya no cubre todos los aspectos de las relaciones internacionales. El control
del cumplimiento de las obligaciones internacionales empieza a estar asumido de forma
creciente por instituciones objetivadas y al margen de la voluntad de los Estados: resulta
obvio señalar que las Organizaciones internacionales se han constituido en mecanismo
esencial de verificación y control de las obligaciones internacionales y, en algunos
casos, incluso sancionador de conductas contrarias al derecho.
Es cada vez más frecuente que la asunción de obligaciones internacionales por parte
de los Estados no se limite a la aceptación del contenido obligacional en abstracto, sino
que venga acompañada del establecimiento de mecanismos de control, de verificación y
de sanción. En algunos casos dicho control se limita a algo tan suave como es la
obligación de los Estados de informar de forma periódica sobre las medidas que ha
venido adoptando para hacer efectivo el cumplimiento de sus obligaciones
internacionales, obligación de información seguida, de forma más o menos contundente
y eficaz, del derecho de una institución a hacer observaciones y comentarios al respecto.
Pero en otros casos la verificación del cumplimiento implica la existencia incluso de
órganos jurisdiccionales que hacen asemejarse a este ordenamiento, en ámbitos
materiales específicos o geográficos definidos, a los ordenamientos internos.
En este mismo orden de verificación del cumplimiento de las obligaciones
internacionales, la sociedad internacional está experimentando una progresiva
judicialización. Los Estados, reacios en general a aceptar mecanismos judiciales de
control, hasta el punto de que, si bien la aceptación de la competencia de la CIJ ha
superado en más de un tercio al total de los Estados de la sociedad internacional, lo que
sin duda es insuficiente tratándose de un órgano judicial con competencias generales,
empiezan a aceptar al menos, en aras a la seguridad y certeza jurídica, tribunales
especializados para dirimir sus controversias internacionales. En este sentido apuntaría
la tendencia a la creación de Salas en la CIJ, además de ser éste el momento histórico en
que más asuntos están sometidos a la CIJ, la existencia de tribunales regionales,
especialmente en Europa (Tribunal Europeo de Derechos Humanos o Tribunal de
Justicia de las Comunidades Europeas) y América (Corte Interamericana de Derechos
Humanos). Pero igualmente se pone de manifiesto en la creación de órganos judiciales
específicos, como el Tribunal Internacional de Derecho del Mar o la Corte Penal
Internacional, o de órganos equivalentes, como los encargados de dirimir controversias
en el seno de la Organización Mundial de Comercio.
Es bien cierto que, como han señalado algunos autores, esta proliferación de órganos
jurisdiccionales, especializados en razón a materias determinadas o restringidos a zonas
geográficas definidas, pueden tener como efecto no deseable la atomización o
especialización del Derecho internacional, en pugna con su vocación de universalidad:
pero no es menos cierto que esta proliferación arroja, en cualquier caso, una ventaja no
desdeñable: socializa a los Estados, siempre reacios a la aceptación de medios de
arreglo pacífico que puedan imponerse a su voluntad soberana, en la existencia de unos
procedimientos que dan seguridad en la vida de relación internacional.

2. En materia de aplicación de normas internacionales se ha producido un segundo


fenómeno de importancia indudable: han aparecido normas y obligaciones jurídicas que
no vinculan ni establecen una relación de Estado a Estado, sino que establecen
obligaciones erga omnes. En efecto, con la elaboración por la Corte Internacional de
Justicia del concepto de obligaciones erga omnes, primero en el asunto de la Barcelona
Traction (1968), y posteriormente en el dictamen sobre Namibia (1971), los análisis de
la responsabilidad internacional han trascendido el terreno de las relaciones Estado-
Estado, introduciendo la perspectiva Estado-Comunidad Internacional. La idea de las
obligaciones erga omnes, como señalara en su momento AGO, reposaría sobre dos
premisas: el contenido de la obligación internacional violada y la determinación del
sujeto activo en la relación de responsabilidad. Aunque en los trabajos de la Comisión
de Derecho Internacional ha desaparecido la distinción entre crimen y delito, se
mantiene sin embargo la posibilidad de que la relación de responsabilidad pueda
establecerse entre el Estado infractor y otro Estado, un grupo de Estados o la comunidad
internacional en su conjunto, según sean en particular la naturaleza y el contenido de la
obligación violada y las circunstancias de la violación. Se considera violación grave la
violación flagrante y sistemática de una obligación que emana de una norma imperativa
de Derecho internacional general. En este caso, todo Estado que no sea un Estado
directamente lesionado tendrá derecho a invocar la responsabilidad de otro Estado si la
obligación violada existe en relación a la comunidad internacional en su conjunto.

E) APROXIMACIÓN AL CONCEPTO DE DERECHO INTERNACIONAL

1. Röling, sobre la base de la diversidad de funciones que ha de cumplir el Derecho


internacional, escribió acerca de la existencia de varios tipos diferentes de Derecho
internacional: un Derecho internacional que determina las competencias estatales; un
Derecho internacional que desarrolla principios y métodos de cooperación; un Derecho
internacional sancionador de los supuestos de violación de normas; finalmente, un
Derecho internacional que provee la maquinaria del cambio pacífico y regula la
solución de los conflictos. No se trata de una mera descripción de las parcelas a cubrir
por el Derecho internacional, sino de una sociedad de acuerdo con la prevalencia de uno
u otro tipo de Derecho internacional. Así podríamos afirmar que un Derecho
internacional esencialmente competencialista, de naturaleza básicamente estática, puede
ser causa de vehementes y explosivos conflictos en períodos sociales muy dinámicos; la
existencia de un Derecho internacional que marcadamente regule la cooperación en la
consecución de objetivos comunes quizás pudiera ayudar a prevenir las confrontaciones
en un mundo dividido por la desigual estructura económica internacional; sin embargo,
un Derecho internacional con acento sancionador ante las violaciones de las
obligaciones internacionales podría ser totalmente ineficaz si se limitara a un código de
prohibiciones sin, al mismo tiempo, dar salida o solución a problemas acuciantes de la
sociedad internacional; finalmente, es posiblemente en torno a un Derecho internacional
como mecanismo de cambio pacífico donde se plantean las mayores demandas en época
de rápida transición o de insatisfacción básica con la situación en la que se encuentra la
sociedad internacional.
Esta referencia me ha parecido necesaria porque estimo que una acertada
conceptuación del Derecho internacional debe venir avalada por la consideración de sus
funciones; de lo contrario sólo podría darse lugar a una conceptuación formal, en
atención a la naturaleza de sus normas o a los destinatarios de las mismas. El Derecho
internacional debe ser entendido como el conjunto de normas jurídicas que regulan la
sociedad internacional y las relaciones de sus miembros en la consecución de sus
intereses sociales colectivos e individuales.

2. La suma de las observaciones realizadas hasta aquí permite afirmar algunas


características peculiares del Derecho internacional en el tránsito al siglo XXI.

a) es un ordenamiento de geometría variable, esto es, que, frente a la existencia de


un conjunto de obligaciones mínimas uniformes para todos los Estados, permite que
cada uno de ellos se vincule con mayor intensidad con todos los demás miembros de la
sociedad, o con grupos reducidos de la misma, para la mejor satisfacción de sus
intereses y necesidades;

b) es un ordenamiento en búsqueda de su plenitud o inacabado: frente a las


concepciones que presentan al Derecho internacional como un todo cerrado y
relativamente homogéneo, el cambio permanente en los objetivos y, sobre todo, la
progresiva atribución de funciones, conlleva unas ciertas notas de provisionalidad y
elaboración paulatina;

c) es un ordenamiento jurídico esencialmente dispositivo: la persistencia de la


soberanía estatal como fundamento básico del Derecho internacional hace que la
naturaleza esencial de sus normas sea de naturaleza esencialmente dispositiva, esto es,
con un escasamente imperativo, a la vez que aún funcione con carácter predominante la
afirmación de que todo lo que no está expresamente prohibido ha de estimarse
básicamente lícito;

d) es un ordenamiento esencialmente no coercitivo, anclado venturosamente en la


idea del derecho como proyecto de regulación social consensuado, y no en el derecho
como secreción autoritaria de la sociedad, con todas las fortalezas y debilidades que las
concepciones democráticas imponen a la idea del derecho: el Derecho internacional es
el resultado de la voluntad de los sujetos que lo modelan, los Estados. Y los Estados
son, o debieran ser, la expresión de la voluntad de los seres humanos y los pueblos que
los constituyen.

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