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FILOSOFÍA de la OBRA de ARTE : ENFOQUE


FENOMENOLÓGICO.

Book · January 1991


Source: OAI

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1 author:

Juan O. Cofré-Lagos
INSTITUTO de CHILE
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J.O. Cofré

FILOSOFÍA DE LA
OBRA DE ARTE
ENFOQUE FENOMENOLÓGICO

EDITORIAL UNIVERSIDAD
UNIVERSITARIA AUSTRAL DE CHILE

1
ÍNDICE

Prefacio

CAPITULO I
ASPECTOS GENERALES DE LA FENOMENOLOGIA HUSSERLIANA COMO
FUNDAMENTO DE LA ESTETICA FENOMENOLOGICA

1.1. “Zu den Sachen selbst”


1.2 La actitud natural
1.3 “Epokhé” y “reducción fenomenológica”
1.4 El valor de la intencionalidad y de las esencias para la fenomenología
1.5 La intuición eidética frente a otros tipos de intuición
1.6 Fundamentos para una fenomenología de la obra de arte en Husserl
1.7 La ficción artística como terreno propicio para la captación de esencias
2.0 Logros para una filosofía fenomenológica de la obra de arte

CAPITULO II
EL DESARROLLO DE LA ESTÉTICA FENOMENOLÓGICA DESPUÉS DE
HUSSERL

1.1 La estética fenomenológica: una nueva actitud de filosofar


1.2. El psicologismo en estética
1.3 La nueva actitud fenomenológica frente a la estética psicologista

CAPITULO III
EL EXAMEN FENOMENOLÓGICO DE LA OBRA DE ARTE LITERARIA, SEGÚN
ROMAN INGARDEN

1.1. Distinciones preliminares de la estética fenomenológica de Roman Ingarden


1.2 La obra de arte como estructura ontológica multiestratificada y polifónica
1.3 “Objeto estético” y “concreción” en la teoría de Ingarden
1.4 Un caso de “concreción” estética a la luz de la teoría de Ingarden
1.5 Crítica a algunas tesis de la teoría estética de Ingarden
1.6 Recidiva psicologista de Ingarden
1.7 La estructura estratificada y polifónica no agota la esencia del fenómeno
artístico
1.8 Logros de la teoría estética de Ingarden

CAPITULO IV
LA ESENCIA DEL ARTE COMO “PONERSE EN OPERACIÓN LA VERDAD” EN
LA ESTÉTICA DE HEIDEGGER

2
1.1 Heidegger y su teoría del arte: precisiones preliminares
1.2 La obra de arte es una cosa sui generis
1.3 La teoría ontológica de la verdad, según Heidegger
1.4 La esencia del arte como “ponerse en operación la verdad”
1.5 El doble plano de la obra de arte
1.6 Puntos oscuros y discutibles en la doctrina estética de Heidegger

CAPITULO V
LA ESTRUCTURA ÓNTICO-EXISTENCIAL DE LA OBRA DE ARTE EN LA
ESTÉTICA DE SOURIAU

1.1. Aspectos preliminares de la estética de Souriau


1.2 La obra de arte es instauración de existencia intensificada y deslumbrante,
compuesta de una cuádruple estructura óntico-existencial
1.3 Logros y problemas en la teoría estética de Souriau

CAPITULO VI
LA OBRA DE ARTE COMO REALIZACIÓN ESPLÉNDIDA DE LO SENSIBLE

1.1 Conceptos preliminares de la teoría de Dufrenne


1.2 La revelación del objeto estético exige una percepción morosa
1.3 Relaciones entre obra de arte y objeto estético
1.4 El análisis fenomenológico de Tristán e Isolda, de Richard Wagner, que
realiza Dufrenne
1.5 Sentido significativo y sentido expresivo, dos rasgos más del objeto estético
1.6 Logros y observaciones a la teoría estética de Dufrenne

CAPITULO VII
LA TEORÍA DE LA CONCIENCIA IMAGINANTE DE SARTRE COMO
FUNDAMENTO PARA UNA TEORÍA DE LA OBRA DE ARTE COMO FICCIÓN

1.1 Problemas que quedan aún por resolver para una nueva teoría del
fenómeno artístico
1.2 La asunción de la fenomenología por Sartre
1.3 Hacia una teoría de la imagen en la obra de Sartre
1.4 La falacia de la “ilusión de inmanencia” y conciencia imaginante, y
conciencia percipiente
1.5 La estructura intencional de la conciencia imaginante según Sartre
1.6 La obra de arte es un irreal
1.7 Algunas observaciones críticas a la teoría sartreana
1.8 Sartre más allá de Sartre: avances para una teoría del fenómeno artístico
1.9 Una distinción final: la emoción ante la obra de arte

3
CAPITULO VIII
ESTRUCTURA ONTOLÓGICA Y FENOMENOLÓGICA DE LOS MUNDOS DE
FICCIÓN: ANÁLISIS DE LA ULTIMA CENA DE DA VINCI

1.1 Preliminares: la estructura espacio-temporal del mundo real


1.2 Tiempo, espacio y entes de ficción en el arte y sus relaciones con la
realidad
1.3 El fenómeno artístico como existencia compleja, en la que se dan cita lo
ontológico y lo fenomenológico
1.4 El estrato fijo y el estrato móvil en el fenómeno artístico
1.5 Descripción fenomenológica de la estructura óntico-existencial de La Última
Cena, de Leonardo da Vinci
1.6 Análisis de La Última Cena

4
AGRADECIMIENTOS

Dejo constancia de mi gratitud a todas las personas e instituciones que de


diversas maneras contribuyeron a que este estudio pudiera realizarse y publicarse
tal como aparece ahora al lector.

Especial reconocimiento debo a la Dirección de Investigación y Desarrollo


de la Universidad Austral de Chile, la que financió una parte considerable de la
investigación que condujo a la presente publicación.

5
PREFACIO

La pregunta que interroga por el ser de la obra de arte es una pregunta


caída en el olvido, o quizás una pregunta incomprendida y nunca respondida en
propiedad. La cuestión ontológica de la obra de arte ha sido desplazada por otras
cuestiones, también importantes, aunque nunca tan decisivas como la del ser 1. En
efecto, muchas veces la cuestión del ser ha sido suplantada por la cuestión
teleológica, por la pregunta por la finalidad; otras veces ha sido reemplazada por
la cuestión de la funcionalidad. Ciertamente, a la pregunta que interroga por la
naturaleza ontológica de la obra de arte se ha respondido con argumentos
finalistas o funcionalistas. Parece que no se ha caído en la cuenta de que con ello
se traiciona la pregunta fundamental, la pregunta arquitectónica que da sentido y
estructura a cualquier otro preguntar. Porque, en efecto, ¿cómo se ha de conocer
el fin de la cosa o la función de la cosa si no se conoce, previamente, la cosa
misma? Por cierto se puede responder, pero nótese que este responder es un
responder filosóficamente infundado. Infundado, en este caso, quiere decir no-
fundado, pero no fundado en el ser que es siempre el fundamento de todo
fundamento. En este sentido, la pregunta por el ser es una pregunta apriorística;
no puede ser secundaria porque justamente es sólo a partir de ella que cobra
sentido todo preguntar. Pero es, además, necesaria, porque el objeto de la
pregunta no es un objeto que se pueda soslayar, soterrar o de algún modo olvidar,
para anular de una vez por todas la cuestión del ser de la obra de arte, cuestión
que con tanta facilidad se puede plantear, pero con tan arduas dificultades se
intenta responder. Y es necesaria porque si el ser no fuese el fundamento a priori
del ente –es decir, de la obra- entonces la obra misma en toda su realidad no
podría existir, ni siquiera se podría pensar. Justamente la obra es obra porque el
ser la hace posible, que de no ser posible no podría existir, y el hecho de que
exista es prueba clara de que existe por causa del ser. Y esta necesidad es
también universalidad, pues la cuestión del ser no afecta tan sólo a ésta o aquella
obra en especial, sino apriorística y necesariamente a toda obra en general.

Ahora bien, si el ser es precisamente la esencia (“essentia”) de la cosa o,


mejor aún, del fenómeno, es decir, un puro posible que no toma necesariamente
en consideración la existencia, podrán instaurarse tantas esencias como

1
En este trabajo, el concepto de “estética” debe ser entendido como filosofía del arte y no como
teoría de lo bello, como suele hacerse tradicionalmente en la estética filosófica.

6
significaciones sea capaz de producir la conciencia. Porque, en efecto, la
conciencia es segregadora de sentido y, en cuanto tal, condición de aparición del
mundo y responsable de su sentido. Tener sentido, o “tener en la mente algo es –
como ha señalado Husserl- el carácter fundamental de toda conciencia”2, en la
medida que la conciencia pueda darse objetos en la percepción, en el
pensamiento o en la mera fantasía, como justamente ocurre en el fenómeno
artístico. En todo hecho se atisba siempre un sentido, un sentido que no es,
naturalmente, contingente o aleatorio, sino necesariamente universal; y universal
es el ser, por donde llegamos a concluir que el sentido se identifica con la esencia
y la esencia con el ser3.

Este es el punto preciso en el cual las diversas artes encuentran su núcleo


común, es decir, una esencia que les pertenece de suyo –y no por accidente-; que
es común a todas ellas, al tiempo que posibilita que cada una de ellas sea
precisamente “obra de arte” y no otra cosa, digamos, v.gr., obra artesanal. Y no
podría ser de otro modo, porque si es precisamente la esencia la que permite
identificar un fenómeno es porque siempre es idéntica a sí misma, no importa
cuáles sean las circunstancias contingentes de su realización.

Esta verdad, casi trivial, permanece oculta para el teórico del arte e incluso
para el filósofo. En efecto, ¿no se habla acaso profusamente de las artes
musicales, de las artes plásticas, de las artes literarias, de las artes
cinematográficas, etc., sin caer en la cuenta de que no sería posible siquiera
concebir la idea de arte sin un sustrato inamovible que a todas ellas les dé
unidad? Hay, sin duda, una esencia, un ser común a todas estas manifestaciones,
por muy diversas que ellas puedan ser entre sí. No importa que se trate de una
pintura, de un poema o de una escultura. Es la identidad de la esencia consigo
misma –que impide que la esencia pueda ser a veces esto y otras veces aquello-
lo que hace que necesariamente manifestaciones tan diferentes como un poema o
una pintura sean en definitiva e irreductiblemente obras de arte. Porque, si no
fuese así, ¿con qué derecho llamaríamos con el mismo nombre “arte”, fenómenos
tan distintos cual lo son un poema o una pintura? ¿Qué sería, efectiva y no
aparentemente, lo fundamentalmente mismo que se percibe en el poema o en la
pintura para nombrarlos “obras de arte”, si no fuese una naturaleza ontológica
común, en la que ambos justamente no sólo funden su ser, sino también su
peculiar modo de ser, en un caso “un poema” y en el otro “una pintura”?

El filósofo del arte, lo mismo que el científico en su terreno, ha de buscar el


invariante, una cierta naturaleza que, a pesar de la variedad de ejemplares
efectivos o presuntos, mantenga su identidad y haga posible identificar diversos

2
Ideas relativas a una fenomenología pura y una filosofía fenomenológica, p. 217, F.C.E., 2ª ed.,
México, 1962.
3
“Las esencias son –sostiene, en esta perspectiva, André Dartigues- la racionalidad inmanente del
ser, el sentido a priori en el que debe entrar todo lo real o posible, y fuera del cual nada puede
producirse, puesto que la idea misma de producción o acontecimiento es una esencia y pertenece
por tanto a esa estructura a priori de lo pensable”. La fenomenología, p. 25. Edit. Herder,
Barcelona, 1981.

7
individuos como miembros de una clase común. Y aunque este invariante no
existiera realmente, de todos modos por razones metodológicas es necesario
postularlo4. Ahora bien, este invariante es precisamente lo que constituye la
esencia del fenómeno artístico y lo que en definitiva posibilita concebir la idea de
entidades artísticas.

Ni siquiera la ciencia literaria –que de todas las teorías del arte parece ser
la más desarrollada- ha podido responder con claridad (quizá porque en verdad ni
siquiera ha tenido clara conciencia del problema) a la pregunta que interroga por la
hermandad esencial entre un poema y una novela. Habitualmente las escuelas se
ven en la necesidad de construir teorías ad hoc relativamente apropiadas para la
novela, para la poesía o para el drama, pero incapaces de elaborar un paradigma
capaz de englobar las teorías regionales y de explicar las frecuentes anomalías –
que suelen ser tratadas simplemente como casos especiales- que surgen en el
interior de cada teoría regional5. Pero es indudable que la razón posibilitante que
permite hablar de un poema, de una novela o de un drama como obras literarias
(es decir, artísticas), se encuentra oculta en el ser mismo del fenómeno literario y
más genéricamente, en el ser mismo de la obra de arte. De aquí, entonces, que
adquiera rotundo sentido el imperativo fenomenológico que primera y
fundamentalmente se enfrenta con lo dado, con lo constituido en la conciencia,
con la cosa misma, esto es, con el fenómeno. En este caso con la obra de arte,
con una obra de arte. De aquí arranca la actitud fenomenológica y no de teorías
sobre la cosa. Para averiguar lo que la cosa es, como sugiere Heidegger, hay que
dejar primeramente tranquila a la cosa reposar en sí y preguntarle luego qué es y
cómo es. Indudablemente, repetimos, la obra de arte tiene un ser y es
precisamente ese ser el que hace del poema, de la novela, de la escultura o de la
pintura, obras de arte. Lo demás, si la obra persigue la belleza, la verdad o la
armonía formal (cuestiones teleológicas), o si la obra produce efectos espirituales
de conmiseración o alegría, identificación o extrañeza, o si es un medio de
comunicación de masas, etc., todo eso, con ser muy importante, viene sin
embargo después. En este horizonte la estética, en tanto filosofía del arte, es
primera y radicalmente ontología; ontología del arte. La ontología es la ciencia del
ser y la ontología del arte es la ciencia del tò ón artístico. Pareciera más bien que
con ser ésta una cuestión obvia es, sin embargo, una cuestión olvidada en la
estética tradicional, por lo cual para salir del olvido conviene situar toda la cuestión
en su justo lugar de partida que, por de pronto, no puede ser otro que la obra
misma; o, si se quiere, la obra misma en cuanto tal constituida en la vivencia
íntima, en donde cobra su auténtico sentido y adquiere todo su esplendor. Es
decir, la obra de arte exige un tratamiento fenomenológico.

4
Al respecto Cf. los últimos argumentos de Karl. R. Popper en El universo abierto. Un argumento a
favor del indeterminismo. Tecnos, Madrid, 1986.
5
No pasará inadvertido que al escribir sobre el estado general de indecisión de la teoría literaria
actual, nos inspiramos en el lenguaje y teorías ya clásicas expuestas por Tomas Kuhn por primera
vez en The Structure of Scientific Revolution. Univ. Of Chicago Press, 1962.

8
Empero, tampoco hay que confundir la cuestión del ser con la cuestión del
modo de ser. Naturalmente que el modo de ser se funda en el ser; primero es el
ser y después es el modo como el ser es, lo cual, por lo demás, puede verse con
toda claridad en la obra de arte o, mejor, en las obras de arte. Porque
evidentemente la Gioconda es; es obra de arte, o como preferimos decir en el
horizonte de este trabajo, es fenómeno artístico. Pero qué duda cabe que su modo
de ser artístico es muy diferente del modo de ser artístico del David; y para que la
diferencia sea aún más patente, observemos que ambas obras tienen sus
respectivos modos de ser todavía más radicalmente distintos que el modo de ser
del Hamlet. No obstante, el ser de cada una de estas obras es, esencialmente, el
mismo. De cualquier manera, para comprender el modo de ser de la obra hay que
hacer luz primero y urgentemente sobre el mismo ser que es su fundamento, así
como la construcción se levanta y descansa esencialmente sobre sus cimientos.

Desde luego la obra no es en sí, por sí y nada más que en sí. Una visión
que así la considere dejaría fuera de juego la visión misma que con todo derecho y
autenticidad reclama su lado de paternidad en la instauración de la obra que,
siendo en sí, no puede ser sólo en sí y por sí, sino más bien su ser se debe a que
es en el campo abierto a la y por la experiencia humana. O si se quiere con mayor
precisión: la obra es, pero es para una conciencia y por operación de la
conciencia. Mas, no es en realidad que la obra llegue al ser sólo y sólo porque la
conciencia le da el ser. Este sería un tipo de idealismo subjetivista tan inoportuno
como su opuesto, el extremo objetivismo que cae en el realismo ingenuo cuando
sostiene que la obra es en sí y nada más que en sí. Ciertamente yo no invento la
Gioconda, pero la Gioconda no emerge en toda su riqueza y esplendor artístico
más que para una conciencia atenta que la acoja y recree con amor. Sólo
entonces la Gioconda deja de ser “una tela pintada”, para transformarse en un
campo de luz y de belleza en el cual se establece una profunda y vivificante
relación lúdica entre el lado objetivo o noemático y el lado subjetivo o noético de la
conciencia. Nace así una nueva realidad que no es objetiva como las realidades
del mundo histórico o natural, sino superobjetiva porque está más allá de las
realidades objetivas y porque es irreductible a ellas. Estas realidades
superobjetivas o inobjetivas son accesibles a la sensibilidad estética y son
capaces de fundar y generar toda suerte de goces, alegrías y enigmas
espirituales6.

No hay, pues, fenomenológicamente hablando, una Gioconda objetiva (en


el Museo de Louvre), autónoma y autárquica, y una Gioconda en mí –al modo de
un simulacro o una imagen-, es decir, en mi mente o en mi espíritu. No hay un
objeto y un sujeto independientes y una relación entre ambos, sino más bien un
solo fenómeno, cuyo polo objetivo o nóema es el objeto de mi intentio, y su
correspondiente correlato o núcleo noético, el lado subjetivo de la vivencia
intencional. Evidentemente hay una correlación entre los dos polos de la

6
La teoría de la obra de arte como realidad superobjetiva fundadora de ámbitos lúdicos
generadores de creatividad, ha sido desplegada por el filósofo español Alfonso López-Quintás en
varias obras, pero principalmente en su Estética de la creatividad. Cátedra, Madrid, 1977.

9
conciencia, pero es una correlación (y no una simple relación) por el lado interior y
no simplemente por lo exterior, como si el “objeto Gioconda” perteneciese a un
mundo –el mundo objetivo témporo-causal- y la conciencia a un mundo interior,
que a su vez formará parte del mundo así llamado real. Y puesto que la conciencia
es siempre y necesariamente conciencia de un objeto y ese objeto es siempre
objeto para la conciencia, es inconcebible que podamos salir de esa correlación,
ya que fuera de ella no existe ni conciencia ni objeto. En realidad, una postura
fenomenológica considera que precisamente en esa correlación se despliega el
mundo entero, mundo en el cual la esfera de los fenómenos artísticos constituye
una región especial.

Desaparece, por consiguiente, la dicotomía objeto-sujeto o “conciencia-obra


de arte” y queda delimitado con toda claridad el campo de análisis de la estética
fenomenológica: o sea, dilucidar la esencia de esa correlación entre el lado
noético y el lado noemático de la vivencia estética. Esto es lo que el propio
Husserl llama constitución. La tarea de la estética fenomenológica consistirá,
básicamente, en analizar y describir las vivencias intencionales de la conciencia,
para determinar cómo se produce en ellas el sentido de los fenómenos artísticos y
la instauración de estos fenómenos como realidades que reclaman su autonomía
ante la conciencia.

Como se observa, hacemos pie ya no sólo en el problema del ser de la obra


–la vertiente meramente ontológica-, sino también en el modo como este ser se
instaura en el mundo, es decir, deviene fenómeno artístico. Esto es lo que
constituye el modo de darse el fenómeno y que, obviamente, difiere, por ejemplo,
de la esfera artística literaria a la esfera de las artes plásticas y, más
específicamente, es lo que permite explicar la diferencia entre un poema y una
novela.

De esta suerte, el análisis fenomenológico no sólo muestra con claridad que


el arte y cada obra de arte tiene un ser característico que de suyo le pertenece,
sino también que este ser se despliega ontológica y existencialmente ante y por
virtud de la conciencia de un modo sui generis, esto es, estético.

I. Pero esto nos resta aún por aclarar –lo que, por lo demás, en el
curso del libro se verá con claridad- en qué consiste la naturaleza
ontológica (el esse) de la obra de arte. Nadie dudaría de que la
Gioconda es; mas, si está claro que no es como es, por ejemplo, la
roca o el árbol, ¿cómo se explica este ser? La respuesta es sencilla y
a más de alguien le podría parecer incluso trivial: la obra de arte es
esencialmente ficción. La ficción constituye justamente el factor
invariante del fenómeno artístico; el rasgo ontológicamente relevante
conditio sine qua non de toda obra de arte.

Ciertamente el término “ficción” es un término con escaso prestigio


filosófico, incluso coloquial. Ficticio, se dice o se da a entender, es lo quimérico, lo
fantaseado, una mera ilusión que no tiene efectos de ningún tipo sobre la realidad
10
humana, histórica y natural. La ficción sería una forma de apariencia que ni
siquiera oculta el ser, sino que ni siquiera tiene ser. La ficción no sería en modo
alguno. Sin embargo, nos enfrentamos aquí con una mala comprensión,
históricamente engendrada (desde Platón) y reiterada7 que conviene desactivar
completamente. ¿Cuál es, en efecto, y por modo de ejemplo, la diferencia óntica
entre un vaso de vino auténtico y un vaso de vino ficticio? La respuesta más
socorrida sería la siguiente: el vino auténtico es vino verdadero, mientras que el
vino ficticio aparenta serlo, pero no lo es en realidad. “Verdadero” y “real” se
traducen en los términos de una igualdad: “real” = “verdadero”; “verdadero” =
“real”. Pero que algo no sea verdadero en el sentido de real, no quiere decir que
carezca de ser. De algún modo el vaso de vino ficticio es y, su esencialidad, que lo
distingue del vaso de vino auténtico, consiste justamente en ser ficticio. Y este
modo de ser ficticio le otorga también, sin duda, su grado de realidad.
Naturalmente que su “realidad” difiere de la “realidad” del vino auténtico en esto,
precisamente: en su inautenticidad respecto del vino real. Pero, obviamente, el
vaso de vino ficticio tiene también su autenticidad, pues es precisamente un vaso
de vino auténticamente ficticio. Si no fuera auténticamente ficticio, no sería ficticio.
Sería realmente un vaso de vino. Pero nadie se engaña cuando contempla en una
tela un vaso de vino. Sabe intuitivamente que ese “vaso de vino” no es un vaso de
vino, que si lo fuera no podría ser auténticamente ficticio. Ni el concepto de
autenticidad ni el concepto de realidad pueden realmente neutralizar al ente ficticio
en lo que tiene de ficticio porque también hay una realidad de la ficción, así como
hay, igualmente, ficción en la realidad. La respuesta a esta paradoja hay que
buscarla por otro camino: el concepto de realidad (y autenticidad) es relativo y no
absoluto. Algo es real en un sistema y en relación a los elementos de ese sistema,
pero más allá del sistema el concepto pierde validez e incluso sentido. Este pino
imponente que se deja ver a través de mi ventana es, sin duda, un pino real, real
en el mundo de la naturaleza y, en ese contexto, verdadero. Pero si este mismo
pino no aparece como ahora en mi percepción siendo hic et nunc, sino en mis
sueños, ¿qué diré de él? Desde luego ya no es el mismo pino, pues éste es un
pino imaginario, ficticio, mientras que aquél se deja ver en el mundo natural.
Empero el pino ficticio es a su modo también real, real al menos en el mundo de
mis sueños y en ese sentido un verdadero pino soñado. De modo, pues, que
hemos de estar precavidos porque efectivamente el concepto real se dice de
muchas maneras. Todo depende de la conciencia. Algunos consideran un grave
problema gnoseológico el explicar cómo pasamos del mundo real –digamos, de
este pino en mi jardín –al mundo fantaseado –digamos, este pino en mis sueños.
Pero ése es un falso problema. Lo que ocurre es que la conciencia que es siempre
actividad, se hace conciencia o ejerce su actividad consciente, ya sea percibiendo,
pensando, imaginando, etc. La conciencia es conciencia percipiente cuando
aprehende aquí y ahora mundo real, este pino, aquel jardín, etc.; es conciencia
7
Los inteligentes argumentos de B. Russell contra la teoría de los objetos de Meinong, quien
otorga un cierto tipo de “subsistencia” a las entidades ficticias, sostienen que las entidades
imaginarias no tienen más que existencia verbal. “Hay un solo mundo –escribió Russell-, „el mundo
real‟” (…) “La lógica, no debe admitir ni un unicornio más de lo que pueda admitir la zoología”. Cf.
Introducción a la filosofía matemática (Cap. XVI “Descripciones”) en Obras Completas, Vol. II.
Aguilar, Madrid, 1973.

11
pensante cuando aprehende la relación “a = a”; y es conciencia imaginante
cuando sueña o, mejor aún, cuando se despliega ante ella un universo artístico,
v.gr., el mundo de las aventuras de Don Quijote y su escudero Sancho Panza, o el
mundo plástico de La Última Cena de Leonardo da Vinci.

En estado de conciencia imaginante es sumamente real –y si se quiere


verdadero, o verdadero estéticamente- que Don Quijote arremete contra unos
molinos de viento o que en la pintura referida de Leonardo se vive una confusión
producto de una revelación inesperada. Si la conciencia imaginante no se diera
sus fenómenos como realidades, entonces nuestros sueños, mientras soñamos,
nos parecerían sueños, mentiras; pero sin duda no es así. Mientras soñamos el
mundo de la vida despierta queda, por decirlo así, anonadado, perdido, al tiempo
que el mundo fantaseado constituye toda y la única realidad. Por eso vivimos
nuestros sueños con autenticidad: sentimos, reímos y lloramos con tanta o más
fuerza que en nuestra propia “vida real”. Y si no ocurriese así en el arte, el mundo
representado ficticiamente carecería de todo interés y sería incapaz de producir
las profundas emociones estéticas, morales, religiosas, psicológicas y metafísicas
que sin duda el arte produce.

Fenomenológicamente hablando la conciencia imaginante se da y produce


sus datos en la vivencia con tanta realidad como podría hacerlo –y lo hace- el
“cogito” o la percepción, tan sólo que en ese caso queda suspendida o
neutralizada la tesis de existencia. El análisis intencional desemboca así en la
reducción fenomenológica (epokhé): la suspensión del juicio de toda realidad tal
como la concibe el sentido común, es decir, como existente en sí,
independientemente de todo acto de conciencia.

Esta reducción ha demostrado –o al menos mostrado-, según las obras de


los autores aquí analizados (Husserl, Ingarden, Heidegger, Souriau, Dufrenne y
Sartre) y las aportaciones que nosotros mismos intentamos establecer, por otra
parte, que la obra se instaura en la vivencia intencional de acuerdo a una cierta
estructura laminada, característica del modo de ser de cada una de las esferas
artísticas (pintura, literatura, música, etc.). La instauración óntico-existencial del
fenómeno artístico en la vivencia contemplativa se da por medio de estratos que la
mirada del lector o el contemplador atraviesa sin dificultades para reposar
finalmente en las entidades y mundo representado al modo de la ficción.

Consideradas, pues, las cosas desde este particular modo de considerar,


podríamos resumir el esfuerzo emprendido en este trabajo como un intento por
plantear algunos problemas artísticos cruciales y pretender elucidarlos desde una
perspectiva filosófica, abriendo nuevas posibilidades de solución. Todo lo cual
podría compendiarse como sigue:

i) Es notable la carencia de una teoría que en el terreno de la teoría y la


filosofía del arte se levante con la legítima pretensión de construir un
paradigma capaz de responder inequívocamente a la pregunta que

12
interroga primero y esencialmente por la naturaleza ontológica de la obra de
arte en general, in specie.
ii) También se echa de menos un método general –no estamos hablando de
métodos ad hoc- que pueda acercarse a la obra, respetando su autonomía
e intimidad (evitando todo reduccionismo psicológico, sociológico, idealista
y realista) para comprenderla, analizarla y describirla en propiedad.

Creemos que desde una perspectiva fenomenológica es posible dar


satisfacción a ambas cuestiones (eso es precisamente lo que ha pretendido este
trabajo). Al primer gran problema hemos respondido, apoyados en la teoría de la
conciencia imaginante de Husserl y Sartre principalmente, que la obra de arte es
esencialmente ficción. Si se observa con cuidado se verá claramente que sin
ficción no hay fenómeno artístico alguno. La ficción es, pues, la condición
necesaria por excelencia del fenómeno artístico; mas, no hemos dicho que sea
también condición suficiente. Aristóteles, por ejemplo, habló claramente en su
Poética de las condiciones suficientes pero, a nuestro modo de ver, no de la
condición necesaria que ha sido posible alcanzar en el filosofar fenomenológico.

De otro lado, la fenomenología ha resultado –desde nuestro punto de vista,


claro está- el método más adecuado y universal para comprender y describir las
complejas y riquísimas relaciones ónticas, estéticas y existenciales que se dan
entre la actividad noética de la conciencia y su obligado correlato objetivo y
noemático o, como se dice también en el curso de este trabajo, entre “la cosa
artística” y el “objeto estético”. Y no se ha hablado tan sólo de una manera general
y abstracta de todas estas complejas cuestiones; se han tomado casos muy
concretos de obras de arte vivas y a través de ellas se ha puesto a prueba el
método fenomenológico.

En el terreno de la estética y las teorías del arte hay abundancia de teorías,


pero no siempre suelen hacer pie en la realidad concreta de obras de arte
determinadas; cuando esto ocurre es fácil advertir una carencia de ajuste que
impide armonizar la teoría con la práctica interpretativa. En nuestro caso,
conscientes de esta limitación, hemos evitado permanecer más de lo
estrictamente necesario en las esferas meramente teoréticas, para descender en
varias ocasiones “a las cosas mismas”. Pero como no es metodológicamente
conveniente mezclar y confundir reinos artísticos diferentes, en esta ocasión
hemos realizado nuestras reflexiones teniendo a la vista, fundamental aunque no
exclusivamente, obras pictóricas.

Ahora si este trabajo ha conseguido o no lo que se proponía ya no nos toca


a nosotros pronunciarnos, sino al lector y al estudioso de la estética y del arte.

J.O.C.
Valdivia, Isla Teja, 1987.

13
Capítulo I

ASPECTOS GENERALES DE LA
FENOMENOLOGÍA HUSSERLIANA COMO
FUNDAMENTO DE LA ESTÉTICA
FENOMENOLÓGICA

Este capítulo constituye una amplia ambientación en la fenomenología de la


estética fenomenológica contemporánea. Pensadores relevantes del presente
siglo han hecho progresar esta disciplina al aplicarla al análisis y descripción del
fenómeno artístico. Por esta razón parece aconsejable comenzar este libro por
este capítulo destinado a describir, aunque sea grosso modo, la fenomenología
(en especial en lo pertinente a los objetivos del presente trabajo) tal cual la
concibió originalmente el propio Husserl.

Adelantaremos, además, el breve pero fecundo análisis que realizó este


filósofo –si bien de paso- en las Ideas de una obra de Durero.

Esta última tarea será especialmente significativa porque, como se verá, las
rápidas consideraciones que dedicó Husserl al grabado del pintor alemán fueron,
sin embargo, tan certeras y sugerentes que motivaron y orientaron el análisis
estético posterior, sin que estos nuevos trabajos modificaran, según nuestro
parecer, esencialmente la línea directriz de lo que ya en su día vio y dijo el filósofo
germano.

Finalmente recogemos algunos principios de la fenomenología husserliana


que constituirán precisamente las bases a partir de las cuales se iniciará la
especulación de la estética fenomenológica de nuestro tiempo.

14
1.1. “ZU DEN SACHEN SELBST”
Este famoso lema husserliano puede servir como punto de partida para
caracterizar la actitud del fenomenólogo y de la fenomenología. Este “ir a las
cosas mismas” implica, como ocurre en la obra de Husserl, abstraer las
consideraciones filosóficas y científicas para ir directo al fenómeno. El término
fenómeno (del griego phainómenon, literalmente “lo que aparece”) puede inducir a
confusión. Desde la filosofía helénica este término ha recibido distintas referencias
semánticas, según las diversas filosofías que en el curso de la historia se han
valido de él. Pero es con Husserl y a partir de él que ha cobrado una significación
propia que no debe confundirse ni con la griega, ni con la kantiana, ni con la
hegeliana, ni siquiera con la heideggeriana8. En efecto, fenómeno vendría a ser
todo lo dado directamente a la conciencia, de manera inmediata, tal cual es en si
mismo, pero por operación de la conciencia. Lo que aparece a la conciencia es el
ser mismo, de modo que no habría una imposibilidad de principio ni de hecho para
acceder al ser que constituye el fenómeno. De esta forma la fenomenología es
también ontología y en este sentido ciencia primera auto y totofundante 9. Es
crucial comprender que la fenomenología husserliana no disocia entre el
fenómeno y el logos. No es ni puede ser que la conciencia esté separada
radicalmente del fenómeno. Por el contrario: la conciencia y el objeto (fenómeno)
son entidades correlacionadas, de tal suerte que la conciencia es siempre
conciencia de algo, y el objeto es siempre objeto para la conciencia. Planteadas
así las cosas es fácil comprender que el fenómeno en tanto fenómeno está
transido de logos, al tiempo que el logos sólo se realiza en tanto logos en el
fenómeno10. Esto es, pues, fenómeno-logía; “le monde, dans l‟attitude
phénoménologique, n‟est pas une existence, mais un simple phenómene”11.

Lo que el fenomenólogo pretende, pues, es la descripción e investigación


directa de los fenómenos conscientemente experimentados, sin teorías acerca de
su explicación causal y tan libre como sea de presupuestos y compromisos de
antemano. No hay en ello, sin embargo, ningún afán de arrogancia que lleve al

8
Heidegger define fenómeno como “aquello que se hace patente por sí mismo”. Cf. Ser y tiempo,
N° 7, p. 41. F.C.E. 3ª ed., México, 1968.
Para Husserl, en cambio, la actividad instauradora de la conciencia es fundamental. Es
precisamente en la intuición originaria de la vivencia de la conciencia donde se da la relación
conciencia-mundo.
9
“Ontología y fenomenología –sostiene Heidegger siguiendo a Husserl- no son dos distintas
disciplinas pertenecientes con otras a la filosofía. Estos dos nombres caracterizan a la filosofía
misma por su objeto y por su método. Ibíd., p. 49.
10
Según la razonable tesis de Danilo Cruz Vélez, Heidegger lejos de abortar el proyecto
husserliano de la fenomenología trascendental, lo lleva a cabo. El joven Heidegger se habría dado
pronto cuenta que la relación trascendental sujeto-objeto, como único ámbito de la metafísica, era
un supuesto insostenible de la época moderna que había convertido al hombre en el centro y fin
del Universo. Intentando superar esta dificultad, Heidegger sustituye en la relación uno de los
términos, el objeto, por otro nuevo, el ser. Cf. “El porvenir de la fenomenología trascendental” en
Revista de Filosofía de la Univ. de Costa Rica, Vol. XVII; Núm. 46, pp. 161-164.
11
Edmond Husserl. Méditations cartésiennes. Introduction a la Phénoménologie, p. 27. Lib. Phil. J.
Vrin, París, 1953.

15
fenomenólogo a pensar que todo lo que el hombre ha realizado en la historia de
las ideas carece de importancia; no, tan sólo se trata de evitar cualquier
contaminación con el pasado que de algún modo pudiera enturbiar y, por tanto,
poner en peligro la nueva actitud que quiere nacer libre, desprejuiciada, no
comprometida con ninguna tradición por insigne que ésta sea. De esta actitud
puede dar cumplida cuenta la obra del propio Husserl que, en general, va derecho
a los problemas mismos sin demorarse en consideraciones históricas que
pudieran poner en peligro la pureza del método12.

La nueva actitud es en realidad un nuevo método caracterizado por tres


rasgos fundamentales:

a) Se detiene en los fenómenos y sólo en los fenómenos.


b) Aspira a aprehender estos fenómenos no en su condición accidental e
individual, sino en sus momentos esenciales.
c) Estos momentos esenciales no pueden aprehenderse ni por inducción ni
por deducción, sino exclusivamente por intuición.

El fenomenólogo procede más bien como el geómetra, que en el caso


individual es capaz de ver la esencia universal de un fenómeno. El geómetra traza
dos rectas que se intersecan; podrá interesarse por este caso individual de rectas,
podrá averiguar qué clase de ángulos forman estas rectas al cortarse, pero este
único caso individual bastará para poner en evidencia el axioma general de que
dos rectas nunca pueden cortarse más que en un solo punto13. En este caso
individual se ha aprehendido intuitivamente la esencia de la relación entre el punto
y la recta, según la geometría euclidiana. Naturalmente que tan sencillo no es el
procedimiento del fenomenólogo, ni sus resultados son tan prístinos y tajantes,
pero de todos modos el caso del geómetra pone a la vista e ilustra la aspiración
del fenomenólogo.

Es claro, pues, para Husserl, que el método fenomenológico no es ni una


forma de deducción ni una forma de inducción. El fenomenólogo aísla un caso y
en ese único caso encuentra –mediante la intuición- la esencia, que por ser tal es
universalmente válida sin restricciones, válida a priori para todo fenómeno de la
misma especie, real o posible.

12
Si en algún momento Husserl hace pie en la historia de la filosofía es en el “cogito” cartesiano,
auténtica intuición originaria conseguida al modo fenomenológico. Desgraciadamente, según
Husserl, Descartes, después de este gran descubrimiento, extravió completamente el camino y
hubo de recurrir a Dios –un salto metafísico- para romper el solipsismo al que lo condujo su
descubrimiento. Cf. Méditations cartésiennes.
13
El ejemplo geométrico lo aduce Moritz Geiger en su Estética. Cf. p. 148. Edic. Argos, Buenos
Aires, 1947.

16
1.2. LA ACTITUD NATURAL
Muy diferente de la actitud cauta y vigilante de la fenomenología es la
actitud de la ciencia de hechos. Según Husserl, en virtud de su punto de partida
todas estas ciencias de la actitud natural son ingenuas. Para ellas nada hay más
sencillo; la naturaleza está ahí, a ojos vista, como un dato que se impone con
evidencia y del cual no tiene sentido dudar. La ciencia natural lo percibe, analiza y
lo describe en simples juicios de experiencia.

De este modo se cree conocer de manera objetivamente válida y


estrictamente científica esos datos que son de suyo evidentes. Esto también
puede decirse de la psicología. Lo psíquico se estudia como vivencia del yo, en
tanto dado en el yo, y como tal presente en la experiencia, ligado a la cosa física
llamada cuerpo. Por consiguiente, se considera nada más natural que la tarea de
la psicología consista en estudiar lo psíquico en el complejo psico-físico de la
naturaleza en que se da.

Husserl no niega que esta crítica de la experiencia pueda satisfacernos


mientras nos encontramos dentro de la ciencia natural, pero todavía es posible e
indispensable otra crítica de la experiencia que ponga en duda la experiencia total
y a la vez el pensamiento científico obtenido por la experiencia.

El fenomenólogo debe abstenerse de tratar todo conocimiento natural, tanto


vulgar como científico, pues este conocimiento objetiva trascendentemente su
objeto (le otorga existencia intersubjetiva y como tal lo trata) y se alza con la
pretensión de alcanzar en el conocimiento eventos que no han sido dados en un
acto puro de intuición. Los seres del conocimiento natural vienen impregnados de
una oscuridad gnoseológica que debe ser desactivada en una reducción14. Sólo
entonces el ser dado del ser, se reconoce como dado absolutamente y sin
restricciones, de tal modo que haya en él una claridad perfecta en la que todo
preguntar cobre sentido y admita respuesta.

1.3. “EPOKHÉ” Y REDUCCIÓN FENOMENOLÓGICA


Para lograr un tratamiento fenomenológico hay que superar la actitud
natural, pues la fenomenología no es una ciencia de hechos sino de esencias. Es
indispensable suspender la afirmación sobre la realidad con todo lo que ello
implica y, en cambio, adoptar una actitud de espectador interesado sólo en la
captación de esencias. Aquí se pone de manifiesto la diferencia, por ejemplo,
entre la psicología, ciencia de fenómenos reales, y la fenomenología, ciencia de

14
Cf. Edmund Husserl. La idea de la fenomenología: Cinco lecciones. F.C.E., México, 1982.

17
fenómenos irreales15. La tarea especial de la epokhé es la suspensión de aquellas
afirmaciones de realidad que van implícitas en todas las ciencias de la actitud
natural.

“Ponemos fuera de juego la tesis –dice Husserl- inherente a la esencia de la


actitud natural. Colocamos entre paréntesis todas y cada una de las cosas
abarcadas en sentido óntico por esa tesis, así, pues, este mundo natural entero,
que está constantemente „para nosotros ahí adelante‟ y que seguirá estándolo
permanentemente, como „realidad‟ de que tenemos conciencia, aunque nos dé por
colocarlo entre paréntesis”16.

Este poner fuera de juego implica desconectar, pero no sólo las cosas del
mundo y el mundo real como un todo, sino también toda clase de productos de la
cultura, las obras técnicas y las artísticas, las ciencias, los valores estéticos y
prácticos, las realidades políticas, jurídicas y religiosas; todo sucumbe a la
desconexión. Sólo ahora el fenomenólogo está en condiciones de emitir sus
juicios, pero estos juicios serán, consecuentemente, no-téticos, es decir, que no
buscan ni proponen existencia real, sino que se agotan en la pura inmanencia de
la conciencia.

1.4. EL VALOR DE LA INTENCIONALIDAD Y DE LAS


ESENCIAS PARA LA FENOMENOLOGÍA
Sabemos que el hombre, al par que conciencia propia, es conciencia de lo
que no es él, esto es, de lo que es objeto para él. El mundo es lo otro, lo que se
opone a su conciencia y lo distingue como entidad distinta y unitaria de las demás
cosas del mundo. Toda conciencia lo es de algo; no existe conciencia vacía o
ensimismada: la percepción, la imaginación, la ideación, el deseo, son percepción,
imaginación, pensamiento, deseo de algo. Esto es lo que en filosofía se denomina
intencionalidad o carácter trascendente de la conciencia, que no es un ámbito
cerrado, sino abierto, por estar inevitablemente referido a objetos. Ser consciente
implica, pues, para el hombre “ser sí mismo” y tener ante sí un mundo distinto de
él, ser un yo referido a un no-yo, a un mundo confrontante de la subjetividad17. Tal

15
A diferencia de la psicología, la fenomenología pura no es una ciencia de hechos sino de
esencias y, por tanto, los fenómenos de que se ocupa no son reales sino irreales. Los fenómenos
de la fenomenología trascendental son, dice Husserl, irreales. Cf. Ideas, “Introducción”, p. 10.
“Entre tanto, no debemos confundir irrealidad con inexistencia. Las significaciones son
irreales, pero existen, y sin su existencia no sería posible el proceso real de la comunicación
lingüística”. Félix Martínez Bonati, “La concepción del lenguaje en la filosofía de Husserl” en Anales
de la Universidad de Chile, p. 164 (Número extraordinario, 1959-1960).
16
Ideas, N° 32.
17
Cf. Jorge Millas, Idea de la filosofía. El conocimiento. Vol. I, pp. 42 y ss. Santiago de Chile, 1969.
Esta obra es un excelente balance del estado actual de la gnoseología en la filosofía
contemporánea.

18
es la concepción más conocida de la intencionalidad. Los escolásticos habían
observado que nuestra conciencia está “llena” de contenidos de todo tipo,
imágenes, percepciones, objetos, etc., cuyo estar en la conciencia es un estar
activo, es decir, referido a mentar desde su posición objetos que están en una
esfera extraconciencial. Brentano, como es sabido, extrajo esta fecunda noción de
las doctrinas escolásticas, y Husserl hizo de ella un instrumento imprescindible de
su análisis fenomenológico18. Brentano no dudaba de que la conciencia esté
constituida por vivencias intencionales. Según Husserl, el análisis fenomenológico
no trata únicamente de lo inmanente como ingrediente, sino también de lo
inmanente en sentido intencional. Las vivencias cognoscitivas tienen por esencia
una intentio, mientan algo. Se refieren de uno u otro modo a un objeto. Lo propio
de ellas es referirse a un objeto, aunque el objeto no pertenezca a ellas. Lo
objetivo, según Husserl, puede aparecer, puede tener en su aparecer un cierto
darse, pero lo objetivo no está como ingrediente en el fenómeno cognoscitivo ni es
en ningún otro sentido cognitatio. Perseguir la referencia del acto cognoscitivo es ir
tras la esencia, que es universal. Todos los múltiples y complejos problemas que
tienen lugar en el conocimiento están asociados con el problema de la
intencionalidad. En todo acto hay “conciencia de” y todo acto tiene una
“significación”, “apunta” a algo “objetivo” y este último puede ser descrito desde
cualquier punto de vista –ya sea como “ficción” o “realidad”- como algo, “objetivo
inmanente” y considerado como tal desde tal o cual modo de considerar19.

Examinemos ahora, brevemente, cómo Husserl propone su reducción y su


“captura” de esencias, sobre el fondo de lo hasta aquí avanzado. Tomemos, dice,
un singular en el que se dé lo universal, o sea, un caso en que, sobre la base de
algo singular intuido –entendemos- se constituya una conciencia puramente
inmanente de lo universal. Supóngase que tengo una intuición singular del color
rojo al dirigir la mirada –y con ella la conciencia intencional- hacia la tapa del
diccionario que tengo a mi derecha. Retengo la pura inmanencia –olvido el
diccionario y la tapa roja del mismo-, es decir, llevo a cabo la reducción
fenomenológica. Además, prescindo de lo que signifique el rojo y separo el qué del
rojo apercibido; “y ahora, puramente viendo, llevo a cabo el sentido del
pensamiento de rojo en general, de rojo in specie (por ejemplo, lo universal
idéntico destacado visualmente a partir de esto y aquello otro). Ahora ya no está
mentado el objeto singular como tal (…), sino rojo en general”20. Lo que aquí
muestra Husserl es la intuición y dación de la esencia rojo: no el color “rojo”; no
este diccionario “rojo”, sino la esencia “rojo”.

18
Franz Brentano en su Psichologie von empirischen Standpunkt (1874) propugna un nuevo
método de conocimiento empírico. Según él, los fenómenos psíquicos implican una intencionalidad
de la conciencia y la conciencia misma es un haz de vivencias intencionales. Esta doctrina será
fundamental para Husserl; lejos de olvidarla, se dedicará de un modo constante y reiterado a
explicarla y perfeccionarla. También sostuvo Brentano otra tesis, que sin embargo más tarde en
Klassification der psychischen Phänomene limitó, según la cual el objeto de la intencionalidad
puede ser, indiferentemente, real o irreal, fundamental en la filosofía husserliana.
19
Cf. Ideas, N° 88.
20
La idea de la fenomenología, pp. 69-70.

19
La fenomenología, según Husserl, en todos sus pasos va tras el análisis de
esencias y de la exploración de las situaciones subjetivas genéricas que pueden
constituirse en intuición inmediata. “Toda la investigación es, pues, apriorística en
el sentido de las deducciones naturales”, dice Husserl como buen matemático que
ha sido en sus primeros tiempos. Sin embargo, la fenomenología se diferencia de
la matemática en el método y en el objeto. La matemática es ciencia deductiva, la
fenomenología procede aclarando visualmente, determinando y distinguiendo el
sentido; es exclusividad de ella el proceder intuitivo e ideador dentro de la más
estricta reducción fenomenológica. El propio Husserl pareciera reconocer que tal
método tiene algo de esotérico y de extraño que lo acerca a experiencias no
racionales. A propósito de esto, confiesa: “Nos viene, en efecto, a la memoria el
lenguaje de los místicos cuando describen la intuición intelectual, que no es
ningún saber de entendimiento. Y todo el arte consiste en dejar la palabra
puramente al ojo que ve y desconectar el mentar que, entreverado al ver,
trasciende; desconectar el supuesto tener dado a la vez, lo pensado a la vez y,
eventualmente, lo que es una interpretación introducida por una reflexión que se le
sobreañade”21. Percibiendo el color, si es el caso, y efectuada la reducción,
obtenemos el fenómeno puro “color”. Pero ni siquiera es necesario que se nos dé
la vivencia de color como producto de la presencia real de color “aquí y ahora”,
iguales derechos reivindica la pura fantasía. Las esencias de cualidades acústicas
o cromáticas (o de cualquier otro tipo) fenomenológicas, están dadas ellas mismas
sea por mediación de una percepción, sea sobre la base de una representación de
la fantasía; en ambos casos es absolutamente irrelevante la posición de
existencia. Naturalmente para que la reducción y la captación de esencias se
realicen, debe haber “ejemplos ante los ojos”, pero no necesariamente en el modo
de situaciones objetivas exigidas por la percepción. Tratándose de esencias, están
en pie de igualdad la percepción y la representación de la fantasía, afirma Husserl.
Si llevo a cabo una ficción en la fantasía, dice el filósofo germano, tal vez
imaginando a San Jorge a caballo matando al dragón, resulta de toda evidencia
que el fenómeno de la fantasía representa precisamente a San Jorge que se
puede describir con rasgos precisos. En este caso, como en otros en que no se
trate de una ficción, sino de una percepción empírica –por ejemplo, un torero que
en un tiempo y espacio determinados da muerte a un toro-, se ve con evidencia y,
por tanto, se adquiere pleno conocimiento de esencias que es lo único que
verdaderamente preocupa al fenomenólogo. Si es verdad o no que X percibe la
imagen de San Jorge y el dragón es cuestión de hecho, y por tanto de psicología;
si es verdad o no que A percibe al torero B matando al toro en un tiempo y espacio
reales, es asunto empírico e, igualmente, ajeno a la fenomenología.

1.5 LA INTUICIÓN EIDÉTICA FRENTE A OTROS TIPOS


DE INTUICIÓN

21
Ibíd, p. 54.

20
No se puede hablar de la intuición en filosofía sin aclarar desde un principio
a qué tipo de intuición se refiere el discurso porque, en efecto, éste es un término
tan antiguo como la filosofía misma y, por consiguiente, con múltiples acepciones.

La idea misma de intuición, en general, se encuentra en la literatura


filosófica íntimamente asociada al concepto de conocimiento. Desde la Antigüedad
se distingue entre un conocimiento mediato y un conocimiento inmediato.
“Intuición” e “inferencia” son los nombres con que se han conocido ambas
modalidades de conocimiento, pero también se habla de “conocimiento intuitivo” y
de “conocimiento discursivo”. El caso más familiar de intuición lo tenemos en la
percepción sensible (aunque la percepción no sea enteramente intuitiva); y el más
conocido de conocimiento discursivo lo encontramos en el razonamiento o
silogismo. Ver (“intuere”) y conocer (tener acceso a la verdad o al ser tal como es)
suelen ser a veces la misma cosa. Para “saber” qué es lo rojo, basta mirar una
superficie roja. No existe para el hombre razonamiento alguno que pueda
reemplazar la simple percepción de rojo. No hay otra manera de conocer el color
que experimentarlo directamente. Pero cuando concluimos que “A es mayor que
C”, partiendo de las premisas “si A es mayor que B y B es mayor que C” (entonces
A es mayor que C), empleamos el conocimiento discursivo.

“En la ciencia de Dios –afirma Santo Tomás- no hay discurso alguno, y


vamos a ponerlo en claro. En nuestra ciencia hay dos géneros de discurso. El
primero se reduce a una mera sucesión, como ocurre cuando, entendida una
cosa, pasamos a entender otra. El segundo ejerce causalidad, pues por los
principios conocemos las consecuencias”22. Ninguno de estos conocimientos
conviene a Dios, según Santo Tomás; “pues, si (como hemos dicho) Dios ve todas
las cosas en uno, que es Él, síguese que las ve simultáneamente y no
sucesivamente”23. De modo, pues, que en la scientia visionis –diríamos, la más
perfecta forma de intuición- no existe la labor de composición y división que
requiere el discurso para conocer la esencia de cada ser, como ocurre en el
hombre con la scientia simplis intelligentiae.

Sin embargo, en la filosofía (y también en la estética y la mística) se ha


postulado desde siempre que el hombre estaría facultado para conocer algunas
materias por intuición. Como quiera que sea, si existiera un conocimiento intuitivo
en el hombre (tal como el que de suyo posee Dios) tendría que reunir tres notas
esenciales: 1. Ser inmediato; 2. Tener validez originaria; 3. Ser experiencia del
objeto mismo aprehendido en un acto puro de ver y captar.

Ahora bien, sabemos que la idea de intuición es esencial en la


fenomenología de Husserl, tanto que sin este recurso cognoscitivo no sería
posible esta disciplina. Sin embargo, no podemos confundir la intuición de

22
Suma Teológica I. Iq. 14ª 7 (Art.8). B.A.C., Madrid, MCMLVII.
23
Ibíd, Iq. 14ª 1ª-a.15 (Art.14).

21
esencias (eidética) que postula Husserl con otros tipos de intuiciones y por ello
conviene separarlas cuidadosamente.

La intuición empírica es el conocimiento inmediato de la presencia sensible


de una cosa24 que equivale, en realidad, a la percepción externa. En cambio, la
intuición psicológica es conocimiento inmediato de nuestros deseos,
representaciones y afectos, y de nuestra propia existencia actual como sujetos
conscientes. La intuición lógica es conocimiento inmediato de las relaciones de
principio a consecuencia (como el caso de la conclusión A es mayor que C) y de lo
que conocemos inmediatamente por simple y “automática” acción de los principios
lógicos que rigen el pensamiento.

También se suele hablar de la intuición metafísica como la aprehensión


(conocimiento) de una realidad que escapa a las realidades existentes en el
mundo empírico, psicológico o lógico. Es, más o menos, el conocimiento que se
obtiene de las realidades ideales en la doctrina platónica, una vez que se ha
seguido hasta las últimas posibilidades y consecuencias el discurso racional. El
verdadero filósofo, después de su áspero y difícil camino racional, ve, intuye el
Bien Supremo.

En estética también se suele hablar de conocimiento intuitivo. El poeta


“vería” y expresaría, casi inconscientemente, mediante lenguaje, ciertas realidades
de las cuales en estados normales y racionales no se puede hablar (inspiración).
Pero, más allá de estos estados extraños por los que atravesaría el artista, existe
–y aquí acudimos única y exclusivamente a nuestra experiencia de
contempladores o lectores de obras de arte- un vivo contacto no-racional (lo que
no quiere decir irracional) entre la conciencia y la apariencia o ilusión estética que
se vive en un poema o en una pintura. Naturalmente que esta intuición comienza
por ser sensible, pues lo primero que requerimos para acceder a la intuición
estética es “ver” la obra o “leer” el poema. Es, en pocas palabras, la contemplación
pura, desinteresada, exenta de intereses prácticos y sin conceptos.

Según la tesis de Husserl la intuición esencial (Wesensanschauung) es la


intuición en el sentido más pleno y no intuición en el sentido de vaga
representación. Y lo es porque es precisamente en la intuición en que se da
originariamente la esencia.

Ahora bien, por esencia Husserl entiende “lo que se encuentra en el ser
autárquico de un individuo constituyendo lo que él es; este qué puede y debe
transponerse en idea. De ahí que se habla entonces de intuición eidética (de
eidos, esencia) para referirse a la intuición en sentido más riguroso25.

24
Sobre este problema de la intuición conviene tener presente la clasificación general que hace
Jorge Millas. Cf. La idea de la filosofía. El conocimiento. Vol. II. Cap. III “Los momentos intuitivos
del conocimiento”.
25
Cf. Ideas, N° 3.

22
La intuición esencial tiene cierta relación con la intuición individual –
entendiendo por individual la intuición empírica, conciencia de un objeto individual,
capaz de atrapar originariamente al objeto en su identidad personal –aunque en
definitiva es radicalmente distinta. En efecto, no es posible ninguna intuición
esencial sin la libre posibilidad de volver la mirada a algo individual que le
corresponda. Pero igualmente a partir de una intuición individual existe la
posibilidad de llevar a cabo una ideación, esto es, de dirigir la mirada a lo
nuevamente esencial que aparece en lo individualmente visible, pero con total
prescindencia de este hecho a favor del mero eidos.

El eidos o esencia pura puede no sólo realizarse intuitivamente en datos


empíricos de la percepción o del recuerdo, sino también en datos de pura fantasía.
Como la esencia, en cuanto esencia, queda absolutamente desconectada de toda
posición existencial, es del todo indiferente si los objetos en los cuales acaece el
darse la esencia son de la experiencia sensible o de la mera fantasía, aunque esta
fantasía jamás llegue a realizarse.

Por esta razón la idea de intuición eidética, como forma sui generis de
intuición, resulta completamente adecuada para la comprensión del momento
fundamental del fenómeno artístico, en el cual todo lo dado lo está única y
exclusivamente al modo de la mera ficción o fantasía y no como un darse real y
auténticamente con posición de existencia. Para el pensador germano el poner o
“aprehender intuitivamente esencias no implica en lo más mínimo el poner
existencia individual alguna; las puras verdades esenciales no contienen la menor
afirmación sobre hechos, por lo que tampoco cabe concluir de ellas solas la más
insignificante verdad de hecho”26.

La cuestión interesante es que –según Husserl- la intuición (eidética)


accede a la esencia y para ello poco o nada importa, como hemos venido
insistiendo, que el hecho individual que sirve de soporte a la vivencia sea real o
imaginario. Si fuera puramente ficticio, por el hecho mismo de haber podido ser
imaginado debe realizarse en él la esencia buscada, ya que la esencia posibilita
que haya podido ser imaginado. “Si se saben apreciar las paradojas –dice
Husserl- y a condición de entender como es debido la significación de esta frase,
está permitido decir con toda verdad que la ficción es el elemento vital de la
fenomenología, así como de todas las ciencias eidéticas, y la fuente de que se
nutre el conocimiento de las verdades eternas”27.

26
La Idea de la Fenomenología, N° 68.
27
Al respecto conviene recordar –y esto podría apoyar la tesis de Husserl- cómo surgió la ciencia
moderna. Si Galileo se hubiera contentado única y exclusivamente con las toscas
experimentaciones de la época y sólo con los datos que le suministraba directamente la
experiencia, no habría pasado de registrar informaciones oscuras y contradictorias. Pero no,
Galileo, y como él todo científico que se precie de cierta originalidad, recurrió al campo de las
experiencias imaginarias. Lo que no podía registrarse con pureza de manera alguna –como, por
ejemplo, el movimiento de un cuerpo en condiciones absolutamente ideales y con total ausencia de
roce y resistencia, imposible de conseguir en la realidad- podía perfectamente realizarse
imaginariamente sin que esto refutara o entrara en conflicto con la realidad, sino que, muy por el

23
Finalmente digamos sobre este punto que aunque pudiera existir alguna
relación o semejanza entre la intuición tal cual se ha descrito aquí, o con las ideas
de intuición de los pensadores antiguos (Platón, Aristóteles), modernos
(Descartes, Leibniz, Locke, Kant) o contemporáneos (Bergson, Croce), la intuición
eidética de Husserl tiene su sello de originalidad y es, precisamente, en esa
originalidad donde es posible encontrar base firme para una comprensión correcta
de la obra de arte.

1.6. FUNDAMENTOS PARA UNA FENOMENOLOGÍA DE


LA OBRA DE ARTE EN HUSSERL
Insistimos, pues, en que la ficción desempeña un papel importante en la
fenomenología de Husserl, pues en ella se pone a prueba la validez del método
fenomenológico y, además, constituye un terreno propicio para los “ensayos”
fenomenológicos, ya que la ficción de por sí está desconectada de la realidad y,
por tanto, los juicios de ficción son esencialmente no-téticos; no postulan la
existencia real de los objetos que mientan.

Lo interesante de todo esto está en que al mismo tiempo que los “hechos”
de pura ficción prestan apoyo a la teoría de Husserl, dan pie para fundar, desde
estas reflexiones, una teoría fenomenológica de la obra de arte. Es cierto que
aunque Husserl no haya tenido a la vista, como asunto central de su meditación,
los problemas derivados de la naturaleza de la obra de arte, se encuentra en su
filosofía el germen de su solución. En las Investigaciones lógicas primero, y en las
Ideas, más tarde, se encuentran las bases para una teoría de las imágenes –tarea
que ocupará a Sartre28- y de la obra de arte completamente nuevas. Sirva de
prueba el siguiente, algo extenso pero iluminador, texto husserliano:

Lo fabuloso es reconocido por nosotros con bastante frecuencia,


sin que decidamos en modo alguno sobre su verdad o falsedad. E
incluso cuando leemos una novela, no sucede normalmente de otra
manera. Sabemos que se trata de una ficción estética; pero este
saber queda fuera de acción en el proceso de la pura

contrario, contribuyera a prestarle una claridad completa que en la experiencia jamás se


alcanzaría.
Arnold Toynbee ha señalado que el método de la historia consiste en contemplar y
presentar algunos de los hechos de la vida humana mediante el recurso de ciertas ficciones y por
elucidación de leyes generales.
Cf. Un estudio de la historia. Emecé, Buenos Aires, 1952. Véase también Las ciencias y las
artes, de Harold G. Cassidy, Taurus, Madrid, 1964.
En estos casos, muy concretos, podemos comprobar cómo la doctrina de Husserl
encuentra apoyo en la experiencia científica misma.
28
Cf. La imaginación. Edhasa Sudamericana, 2ª ed., Barcelona, 1979.

24
contemplación estética (cosa análoga –agrega en una nota- es
aplicable, naturalmente, a las demás ficciones que nos ofrece el
arte, por ejemplo, a la contemplación estética de los productos de
las artes plásticas).
Todas las expresiones son en estos casos, y en tanto en lo
que se refiere a las intenciones significativas, como al cumplimiento
de las mismas, que tiene lugar en la fantasía, sus tentáculos de
actos sin posición, de “imaginaciones”, en el sentido de la
terminología que estamos considerando. Esto alcanza, también,
pues, a los enunciados enteros. Los juicios son llevados a cabo,
indudablemente, en cierto modo; pero no tienen el carácter de
verdaderos juicios. No creemos, pero tampoco negamos ni
ponemos en duda lo que se nos narra. Lo dejamos obrar sobre
nosotros, sin aseverar nada; llevamos a cabo, en lugar de
verdaderos juicios, meramente “imaginaciones”29.

Se advierten las consecuencias que las afirmaciones de Husserl conllevan


para una teoría de la ficción: la ficción también es ficción –en tanto la estructura de
la conciencia es intencional- de algo. La imagen no es, pues, un contenido
psíquico o una especie de jirón arrancado al mundo que está en la conciencia
como el anillo en el joyero. La concepción topológica de la conciencia, que ha
traído tanta confusión a la filosofía, queda abolida porque es la conciencia que
imagina –lo que Sartre llamará conciencia imaginante- en tanto imagina lo que trae
a presencia la esencia de la imagen. No es, pues, la conciencia un terreno de
experimentación que se pueda llenar o vaciar de contenido, sino que es ella
misma la que se constituye en imagen, en percepción o en pensamiento al
ejercerse como conciencia. Si se objetara que “el centauro que toca la flauta” es
una representación en el sentido en que se dice que es una representación de lo
representado, pero no en aquél en que representación es el nombre de una
vivencia psíquica, Husserl contestaría que el “centauro” mismo no es,
naturalmente, nada psíquico, que no existe ni en el alma ni en la conciencia, como
en ninguna otra parte, que es “nada”, es decir, pura y simplemente imaginación,
invento, diríamos30. No ocurre, como podría pensar un partidario del mentalismo,
que tengamos un “centauro” in mente ni, como rebatiría un filósofo analítico, que
se trataría sin más de una nada, carente de ser, ya que es incapaz de expresar su
existencia en la realidad empírica o en la formal; de lo que se trata en
fenomenología es de comprender que la conciencia, en tanto conciencia,
aprehende intuitivamente en la vivencia pura una esencia a la que, en este caso,
se ha accedido imaginativamente. Esto permite considerar a la obra de arte como
objeto imaginario y estudiarla desde un punto de vista fenomenológico.

29
Investigaciones lógicas, Vol. II, Cap. 5, N° 40. A renglón seguido agrega Husserl lo siguiente:
“Pero esto que acabamos de decir no debe entenderse, como es fácil hacerlo, como si en vez de
los verdaderos juicios tuviesen lugar juicios de fantasía” (destacamos).
30
Cf. Ideas, N° 111.

25
1.7. LA FICCIÓN ARTÍSTICA COMO TERRENO PROPICIO
PARA LA CAPTACIÓN DE ESENCIAS
Según Husserl, por lo que respecta a la intencionalidad, se puede distinguir
entre los componentes propiamente tales de las vivencias intencionales y los
correlatos intencionales de éstas o de sus componentes. Esto es, por un lado
debemos distinguir las partes y elementos que encontramos mediante un análisis
de los ingredientes de la vivencia, en que tratamos a ésta como a cualquier otro
objeto, y por otro lado la vivencia intencional que es conciencia de algo por su
esencia, como ocurre en el recuerdo en tanto recuerdo, en cuanto juicio, en cuanto
volición. “Y así podemos preguntar –afirma Husserl- qué es lo que hay que decir
esencialmente de este „de algo‟ “31.

Toda vivencia intencional es en virtud de sus elementos noéticos, noética;


su esencia consiste en albergar un “sentido” y llevar a cabo sobre la base de este
“sentido” dado, y a unas con él, nuevas operaciones que resultan “con sentido” por
obra de él. “Elementos noéticos semejantes son, por ejemplo –dice Husserl-: el
dirigir el yo puro la mirada al objeto „mentado‟ por él en virtud del dar sentido al
objeto que tiene in mente; aprehender este objeto y fijarlo mientras que la mirada
se vuelve a otros objetos que sean hecho presentes al „mentar‟ ”32. Todo esto
puede ser hallado en las vivencias, por ejemplo en la vivencia de una obra de arte.
En ésta tendríamos que distinguir el aspecto objetivo de la vivencia, o sea, el
objeto considerado por la reflexión en sus diferentes modalidades de darse (que
en este caso sería imaginado) del objeto mismo, que es una cosa (por ejemplo, en
la obra de arte, la estructura material y sensible que soporta lo dado estéticamente
como pura irrealidad).

¿Cómo sería todo este proceso de conciencia en realidad? Es el propio


Husserl quien, en el parágrafo 111 de las Ideas, nos ofrece un trabajo concreto de
análisis y reducción fenomenológica a propósito de un grabado de Durero que
“representa” un Caballero a caballo, la Muerte y el Diablo. La breve mención a un
análisis concreto de una obra artística constituye el primer examen
fenomenológico de una obra de arte que motiva y orienta los trabajos posteriores
de muchos estetas33.

En la vivencia noética de grado superior -como lo es la artística- el nóema,


es decir, el aspecto objetivo de la vivencia, esto es, el objeto considerado por la
reflexión en sus diferentes modos de ser dado (y que no debe confundirse con la
cosa, objeto de la percepción), se constituye en varios estratos fenomenológicos

31
Cf. Ibíd., N° 88.
32
Ibíd., N° 88.
33
En el parágrafo 88 Husserl nos ofrece una breve “reducción” de una vivencia real: “Supongamos
–dice- que miramos con agrado en un jardín a un manzano en flor, el verde nuevo y fresco del
césped, etc.”. Sin embargo, nosotros preferimos analizar aquí el caso que Husserl trata en el
parágrafo 111 por tratarse de una obra de arte y, por tanto, por estar más cerca de lo que
perseguimos, es decir, comprender la esencia del fenómeno artístico.

26
entreverados entre sí. Husserl intenta evidenciar que en la vivencia
fenomenológica queda al descubierto la esencia de la obra constituida en la
conciencia. Esta esencia es la arquitectura de la obra que en la conciencia
intencional es vivida como objeto estético. En este sentido la obra se distingue de
la constitución de la simple cosa –por ejemplo un árbol- que aparece en su unidad
monolítica y que deja ver su esencia de una manera más directa y sencilla.

La obra de Durero, en cuanto obra de arte, corresponde para Husserl a una


fantasía; es decir, a un estado de conciencia que neutraliza su objeto. Mediante el
concepto de “neutralización” Husserl denota la idea por la cual el ser pura y
simplemente, el ser posible o probable e igualmente el no-ser y todo el resto de lo
negado y afirmado, está para la conciencia ahí, como puro pensamiento 34. En este
sentido, la neutralización corresponde a la actitud contemplativa desinteresada,
esto es, una actitud desvinculada de todo interés natural o psicológico respecto de
la existencia de las cosas o hechos del mundo. Con la epokhé, que en verdad es
la que posibilita la neutralización de lo real y la contemplación desinteresada,
queda al menos provisoriamente en suspenso el mundo real.

Precisamente, es en la consideración de la obra de arte donde el recurso de


la epokhé (y la consiguiente neutralización) revela su eficacia porque evita toda
contaminación de la contemplación pura, provocando el “olvido” de si lo
representado o figurado en la imagen artística, en tanto pura fantasía, corresponde
o no a una existencia de hecho en el mundo real. Esto nos permite concentrarnos
en la pura vivencia y mediante la consideración de lo constituido en ella, intentar
alcanzar su esencia. Transformada entonces la actitud filosófica en puramente
contemplativa, permite que en ella se revele en sentido fenomenológico-
trascendental la esencia misma de la obra de arte, es decir, lo que la
fenomenología estética posterior a Husserl denomina objeto estético. No nos
interesa, por consiguiente, saber o averiguar si los tres personajes del grabado de
Durero (el “Caballero”, la “Muerte” y el “Diablo”) representan o figuran
efectivamente unas realidades misteriosas y metaempíricas como el Caballero, la
Muerte y el Diablo. Esta consideración –tan importante en toda la crítica tradicional
del arte y la literatura, siempre preocupadísima por determinar las fuentes y los
orígenes “objetivos” de la obra, olvidando la obra misma que es la única “realidad”
que una teoría estética no puede olvidar- permite superar la actitud clásica que ha
puesto en el olvido la obra en tanto “realidad imaginaria” percibida y recreada por
la conciencia del lector o contemplador. Al mismo tiempo, posibilita tanto el
análisis intrínseco de la obra artística como su estudio desde el punto de vista de
su constitución en la vivencia del contemplador35.

34
Cf. Ideas, N° 109.
35
Las ideas relativas al papel fundamental que el receptor juega en el proceso de la reconstrucción
artística, según la actual teoría literaria, arrancan sin duda de las investigaciones de Husserl. Sin
embargo, la crítica literaria –casi totalmente de espaldas a la fenomenología- no advirtió que este
descubrimiento era ya materia patente en Husserl.

27
¿Qué es, pues, concretamente, lo que tiene que decirnos Husserl frente al
grabado de Durero y que Sartre estima de valor clásico para la concepción de
“vivencia estética”? Los rápidos esbozos husserlianos, creemos, nos permiten
“ver” los siguientes estratos de esa obra de arte –y por su intermedio, de cualquier
obra de arte en general:

i) Estrato material. Primeramente tenemos la cosa material misma en cuanto


tal (lo cósico). Esto es, la cosa aislada de toda consideración. En este
sentido el “grabado” es primeramente una hoja de cartón, sujeta a las leyes
témporo-causales, como cualquier cosa del mundo. La hoja de cartón es el
cuerpo de la obra. Obviamente el cuerpo es condición necesaria para la
existencia de cualquier otra realidad y, sin embargo, no es toda la realidad.

ii) Podemos distinguir a continuación la pura y simple percepción de la cosa,


esto es, el acto de conciencia por el cual tomamos posesión de la cosa-
percibida de modo tal que ésta ya ha dejado de ser indiferente a nuestra
mirada. Percibimos, en efecto, la cosa-grabado. “La unidad de una
percepción –como ésta- puede de esta forma abrazar una gran multiplicidad
de modificaciones que, en cuanto contemplaciones en la actitud natural,
atribuimos, ora al objeto real como alteraciones suyas, ora a una relación
real en todos sentidos con nuestra subjetividad psicofísica real en estricto y,
en último término, a esta misma”36.

iii) A continuación debemos distinguir lo que queda de la percepción, como


residuo fenomenológico, cuando la reducimos a la inmanencia pura, y lo
que debe y no debe considerarse como ingrediente de la vivencia pura. De
lo que se trata aquí es del nóema, esto es, de la obra de arte en cuanto tal;
el objeto considerado por la reflexión en su modo específico de ser dado, en
este caso, como fantasía o como mera irrealidad neutralizada. Este objeto
imagen, asegura Husserl, no está ante nosotros ni como existente ni como
no-existente, ni de ninguna otra modalidad de posición.

iv) Si el plano noemático se caracteriza por el aspecto objetivo de la vivencia, o


sea, el objeto considerado por la reflexión en sus diferentes modos de ser
dado, en el estrato noético debemos distinguir el aspecto subjetivo de la
vivencia, lo que quizá pudiésemos llamar el aspecto contemplativo en el
que la irrealidad adquiere su propio ser y cobra su autonomía37.

36
Cf. Ideas, N° 97.
37
Habría un quinto estrato que Husserl no distingue, o se abstiene de distinguir quizá por temor a
una recidiva psicologista, pero que algunos fenomenólogos posteriores reconocen, esto es, el
espiritual. En este último aparecerían los valores –lo bello, lo sublime, lo emocionante, lo trágico, lo
conmovedor, etc.- y el llamado “goce espiritual”. Mas, de él no hablaremos por ahora, sino en el
curso de los análisis que vienen.
En sentido estricto Husserl tampoco distingue explícitamente cuatro estratos en la obra de
arte, ni habla de objeto estético, como nosotros hacemos. En rigor él distingue en primer lugar la
percepción normal y luego la conciencia perceptiva, como reconoce Sartre. Pero creemos que
nada impide, y todo autoriza, esta distinción respaldados en el propio contexto de las Ideas.

28
De modo, pues, que -según Husserl- cuando frente a la obra de arte
asumimos una actitud meramente estética, lo “reproducido” o lo “apercibido” (ya
que el arte no reproduce nada real) lo tomamos como mera ficción, sin imprimirle
el sello del ser o del no-ser (real), ni del ser posible, ni del ser probable. La actitud
fenomenológica no lo niega, no lo postula ni lo refiere a una realidad extraestética.
Todo lo que hay en la obra de arte está en la obra, no fuera de ella.

No se puede negar que subsisten aquí problemas, como mostraremos a


continuación pero, tampoco, que estas breves consideraciones husserlianas serán
fuente constante de inspiración para todas las estéticas fenomenológicas que
nuestro siglo ha conocido, y que nosotros examinaremos en algunos casos y que,
además, tendremos en cuenta en nuestro propio análisis que ofrecemos en el
último capítulo de este libro.

Empero, queda pendiente la elucidación de la diferencia intrínseca entre la


imagen y la percepción. “Ciertamente, la „hyle‟ que aprehendimos para constituir la
aparición estética del Caballero, de la Muerte y del Diablo es indudablemente la
misma –y en ello radica la dificultad- que en la pura y simple percepción de la hoja
de álbum. La diferencia reside en la estructura intencional. Lo que le interesa aquí
a Husserl es que la „tesis‟ o posición de existencia ha recibido una modificación de
neutralidad38. El problema que subsiste es el de la naturaleza de la intención de la
imagen, respecto de la naturaleza de la intención de la percepción. Ahora, si la
materia es la misma en uno y otro caso, ¿cómo distinguir por su intencionalidad,
imagen y percepción? Una teoría estética completa requiere de una distinción más
precisa entre imagen y percepción. Con esto queremos decir que no queda clara
la diferencia entre el nóema de la percepción “manzano-percibido-en-flor” (que es
el caso que Husserl examina en los parágrafos 88-89) y el nóema de la fantasía:
“Caballero-Muerte-Diablo”, porque lo que ha sido neutralizado es el objeto real
mentado, pero no el sentido noemático que en sí mismo no es real. Tanto el árbol
como la hoja del álbum pueden descomponerse, arder o desaparecer físicamente,
pero el sentido propiamente tal permanece invariable. En pocas palabras, no
queda establecida noemáticamente la distinción entre el nóema “manzano-en-flor”
y el nóema “centauro-toca-la-flauta”. Este es, precisamente el punto de partida de
la investigación sartreana que examinaremos en su momento.

2.0 LOGROS PARA UNA FILOSOFIA FENOMENOLÓGICA


DE LA OBRA DE ARTE

Queremos igualmente dejar constancia aquí que posteriores estudios de otros fenomenólogos
(Souriau, Heidegger, Dufrenne) siguen estas implícitas distinciones de Husserl, ampliando y
completando la doctrina del maestro pero, a nuestro entender, sin superarla esencialmente.
38
Cf. J.P. Sartre, La imaginación, p. 120.

29
Varias son las consecuencias favorables –para una filosofía
fenomenológica de la obra de arte- que deja como saldo la reflexión husserliana.
Anotaremos aquí las que nos parecen más relevantes:

i) La vivencia es intuición pura del objeto en ella dado, no como objeto, sino
como esencia de objeto, este es un dato originario. Luego, en la obra de
arte no tendremos en cuenta la obra misma que es una cosa, en cuanto
cosa, sino lo que aparece en la vivencia despojada de toda trascendencia
para quedarnos con el fenómeno puro que es el objeto estético. El yo
también desaparece en tanto yo concreto que contempla el mundo
circunstante y circundante desde un aquí y un ahora, para quedar como
conciencia pura sin determinación alguna. Desde esta perspectiva pierde
todo interés para la estética el autor con su mundo espiritual efectivo o
presunto, su entorno social, histórico y vital que, por tanto, estuvieron
íntimamente ligados al estudio de la obra de arte. La obra, qua ente de
ficción, es a lo que debe atender en exclusiva la investigación
fenomenológica, en tanto estética fenomenológica. Esto tampoco excluye –
según pensamos admitiría la obra de Husserl- un destierro sin retorno de la
vivencia psicológica del contemplador. Por el contrario, se puede entrar en
situación por el fenómeno psíquico, pues éste deviene, por la vía de la
reducción fenomenológica, un fenómeno puro que exhibe su esencia en la
inmanencia de la conciencia como dato absoluto, pero entonces ya nada
tiene de psicológico.

ii) “Lo puramente inmanente hay que caracterizarlo aquí, en principio –dice
Husserl- por medio de la reducción fenomenológica; yo miento
precisamente esto que está aquí; no lo que él mienta trascendentemente,
sino lo que es en sí mismo y tal como está dado”39. Esta idea, tal como la
plantea Husserl, será de gran utilidad en la estética fenomenológica. Desde
luego permitirá devolver el ser a la obra de arte y considerarla como mundo
vuelto sobre sí mismo sin conexiones explícitas con la realidad inmediata y
circundante.

En la estética tradicional, la obra artística no era más que un espejo o un


cristal que debía reflejar o dejar ver el paisaje o la realidad de una manera
más bella de lo que era, sin faltar a la “verdad”. Se creía que la obra de arte
de algún modo re-presentaba, implícita o explícitamente, un rincón del
mundo real, con el cual su propio mundo debía mantener un correlato
visible. El arte se concebía, pues, en función de la realidad histórica, política
o social y no debía ni “falsearla” ni “tergiversarla” porque, en definitiva, el
arte era “imitación bella” más o menos expresa de realidades humanas o
naturales. Con la estética fenomenológica, por el contrario, se produce una
valoración intrínseca de la obra de arte por lo que él es en tanto es y no por
lo que representa o supuestamente pudiera representar.

39
Ideas, N° 24.

30
Este postulado es hoy día universalmente aceptado, lo que no significa, ni
mucho menos, que no se estudie la obra de arte en relación, por ejemplo,
con su entorno social o psicológico, como hacen justamente la estética
sociológica y psicológica; tan solo que hoy está claro que ésas son sólo
algunas dimensiones más de la obra artística, pero en ningún caso las
determinantes.

iii) El método fenomenológico lleva a Husserl a propugnar finalmente a la


fenomenología como una ciencia independiente. Al principio la
fenomenología era un método de acercamiento y de análisis de la intuición
pura, pero ahora el filósofo germano insistirá en que, además, se trata de
una ciencia filosófica y, más aún, de la ciencia filosófica por excelencia,
ciencia del conocimiento y metafísica de las esencias40.
Esta nueva dimensión fenomenológica abre las puertas a una estética
fenomenológica, no sólo a una estética que se vale del método
fenomenológico, pero que continúa siendo estética sin más, sino de una
estética que se propone filosofar desde una perspectiva completamente
nueva y diferente. Tal es lo que han hecho algunos estetas alemanes y
franceses, especialmente.

Por lo que a nosotros respecta, vemos, pues, en la fenomenología, una


posibilidad fecunda para penetrar en el hasta ahora “misterioso” ser de la obra de
arte que por tanto tiempo se ha ocultado a la mirada de los filósofos y teóricos del
arte. Quizás –y es lo más probable- el método o esta nueva ciencia, como la llama
su fundador, prometa más de lo que en verdad pueda cumplir. Esta impresión
pudiera nacer al examinar algunos trabajos de la estética fenomenológica
contemporánea, pero hay que tener en cuenta también que mucho de lo que se
hace en estética fenomenológica mantiene en muchas ocasiones no más que un
vago parentesco con lo que en rigor hay que entender por tal. Y, sin embargo, es
también verdad que este nuevo acercamiento ha procurado nuevos y valiosos
conocimientos de la obra, sobre todo en lo tocante a la estructura ontológico-
existencial que indudablemente posee la obra artística y que hasta ahora había
quedado ignorada. La obra, en tanto vivencia intuitiva del contemplador, se
construye por estratos que se van entretejiendo y complicando de tal manera que,
a primera vista, aparecen como una unidad monolítica. La vivencia intuitiva pura
(que nada tiene que ver con la vivencia sentimental) pone también al descubierto
la esencia (lo que nosotros llamamos el ser) de la obra de arte (es decir, el objeto
estético) que subyace necesariamente en toda obra y que es, por decirlo
metafóricamente, el “alma” de la obra. De esta suerte, la investigación
fenomenológica se transforma en ontología de lo artístico, con pretensiones de
responder la pregunta que interroga por el ser y el modo de ser de la obra,
pregunta abierta desde el principio de los tiempos y nunca –según creemos-
contestada plena y rigurosamente.

40
Cf. La idea de la fenomenología, p. 57.

31
Capítulo II

EL DESARROLLO DE LA ESTÉTICA
FENOMENOLÓGICA DESPUÉS DE HUSSERL

Si el propio Husserl no dedicó particular atención al análisis fenomenológico


de la obra de arte, algunos de sus discípulos o seguidores más directos sí que lo
hicieron. Moritz Geiger, Roman Ingarden, Martin Heidegger y J.P. Sartre
escribieron obras decisivas para la historia de las ideas del siglo XX, inspirados en
la fenomenología husserliana, si bien modificándola en puntos importantes.

Aunque no se pueda hablar con propiedad de una “escuela de estética


fenomenológica” –porque cada uno de estos pensadores, y otros que irán
apareciendo en el curso de este trabajo, concibieron a su manera la
fenomenología- sí es perfectamente correcto hablar de un movimiento que
reconsidera la estética (con una actitud fenomenológica) desde sus fundamentos,
ofreciendo una versión completamente nueva del fenómeno artístico.

Todos estos filósofos coinciden en varios puntos doctrinarios –aunque es


posible advertir tendencias bien diversas y hasta posturas abiertamente
encontradas- y, en especial, en el pleno rechazo a la estética psicologista que
dominaba ampliamente el panorama intelectual mientras se gestaba la estética
fenomenológica. Por esta razón, es importante recordar, si bien con brevedad, el
núcleo de esta teoría, ya que varios trabajos de estética fenomenológica se
originaron como reacción a esta doctrina de origen alemán y de ahí se
encaminaron hacia la concepción de una nueva estética que, valiéndose del
método husserliano, terminó por convertirse en lo que hoy se conoce como
estética fenomenológica.

32
1.1. LA ESTÉTICA FENOMENOLÓGICA: UNA NUEVA
ACTITUD DE FILOSOFAR
Si es verdad que el término “fenomenología” no es unívoco porque implica
demasiadas connotaciones diferentes y hasta contrapuestas, entonces otro tanto
puede decirse de la “estética fenomenológica”. Desde luego, no se trata de una
escuela con un programa común y con principios doctrinales unívocos y
mutuamente compartidos por sus cultores. La verdad es que cada autor ha
fundado su propia tendencia y ha encarado el análisis fenomenológico de la obra
de arte según sus propias convicciones.

Pero, aún considerando la disparidad de criterios con que fenomenólogos


contemporáneos y posteriores a Husserl –discípulos directos e indirectos-
enfrentaron sus respectivas tareas, es posible, creemos, indicar cuáles son las
actitudes en las que coinciden varios de ellos.

Desde un punto de vista puramente negativo, ninguno siguió a Husserl en


su programa de la reducción trascendental y en su difícil y quizá imposible
empresa de describir la región de la conciencia pura. Desde una perspectiva
positiva todos los estetas, de los que aquí tratamos, estuvieron concordes en
aceptar los siguientes puntos (aunque cada uno los entendió a su manera):

i) El carácter intencional de la conciencia.


ii) El dirigir la atención a los fenómenos constituidos en la conciencia.
iii) Reaccionar contra el empirismo, el historicismo y especialmente el
psicologismo, que no consideran más que lo individual, real y contingente.

Además, todos estos estetas proceden, o lo pretenden al menos, mediante


la intuición, descartando en consecuencia tanto la deducción (propia de la estética
racionalista) como la inducción (propia de la estética empirista) y la introspección
(de la estética psicologista)41.

Por ser la estética psicologista de amplio dominio hacia fines del siglo XIX y
principios del XX y por ser, además, la piedra de toque de la estética
fenomenológica, cobra especial significación dedicar aquí algunas páginas a
caracterizar, aunque sea de manera somera y general, este movimiento que está
constantemente implicado en las investigaciones fenomenológicas que
estudiaremos de aquí en adelante.

41
Otro rasgo característico de la estética fenomenológica es su tendencia a convertir la estética en
investigación ontológica (Ingarden, Heidegger) o en investigación ontológica-existencial (Sartre,
Souriau, Dufrenne) destinada a explicar la naturaleza de la obra de arte.

33
1.2. EL PSICOLOGISMO EN ESTÉTICA
El logicismo y la fenomenología han reaccionado polémicamente contra la
tendencia a reducir la lógica y la teoría del conocimiento a explicaciones
psicológicas, esto es, a considerar que el estudio de las relaciones entre el sujeto
cognoscente y el objeto conocido se reduce por completo a procesos psicológicos.
La fenomenología mostrará que hay una constante confusión entre la génesis
psicológica del conocimiento y su validez lógica. Es, pues, injustificada la
tendencia a considerar explicado el proceso cognoscitivo, cuando sólo se ha
explicado su acontecer mental. Husserl afirmaba en sus Investigaciones lógicas
que toda teoría que considere las leyes lógicas puras como leyes empírico-
psicológicas, adolece de relativismo42. Pero ya Herman Lotze en su Lógica de
1874 hizo valer sistemáticamente el punto de vista antipsicologista, distinguiendo
entre el acto psíquico del pensar –que existe sólo como un determinado hecho
temporal- y el contenido del pensamiento, que tiene otro modo de ser: el de la
validez absoluta. También Frege demostró en forma coherente a partir de Die
Grundlagen der Arithmetik, de 1884, la imposibilidad de la pretensión psicologista,
que intentaba derivar todos los fundamentos de la aritmética y de la lógica de
principios psicológicos43.

No estaban, sin embargo, las cosas tan claras en el terreno de la estética.


La incuestionable relación que se establece entre el creador y la obra mediante el
proceso de la creación, y del contemplador y la obra en el proceso de la
contemplación, llevó fácilmente a la estética de las últimas décadas del pasado
siglo y de las primeras del actual a concluir que la explicación del fenómeno
artístico, y los elementos con él relacionados, encontraban su más justa
explicación en una teoría que partiera estudiando los procesos mentales que
tienen lugar en la creación y en la contemplación. Todos los problemas derivados
de la experiencia estética y del juicio de gusto, son –según este modo de pensar-

42
Recordemos que Husserl comenzó defendiendo el psicologismo. Fue Frege quien lo despertó de
su “sueño psicologista”. En efecto, el punto de partida de Husserl se remonta a Uber den Begriff
der Zahl (1887), reelaborada y ampliada en Philosophie der Arithmetik (1891). En estas obras
Husserl postulaba que los números resultan de una construcción mental y que los conceptos y
leyes aritméticas se fundan en leyes psicológicas. Por entonces uno de los pocos lógicos, muy
desconocido, que se opuso a esta opinión fue Gotlob Frege, quien en una reseña “Zeitschrift für
Philosophie und philosophische Kritik” (1894) sobre el último libro citado de Husserl, demostró que
el intento husserliano de obtener el concepto de número a partir de la multiplicidad empírica, era
insostenible. Sin embargo, aunque Husserl asimiló la crítica y conoció las primeras obras de Frege,
parece que nunca reconoció explícitamente su deuda.
43
“No se tome como definición matemática –afirmaba Frege- la simple descripción del modo por el
cual se forma en nosotros una determinada imagen ni como demostración de un teorema la
recopilación de las condiciones físicas o psíquicas que deben ser satisfechas en nosotros para que
podamos comprender el enunciado. No se confunda la verdad de una proposición con su ser
pensada. Es necesario recordar bien esto: que una proposición no deja de ser verdadera en cuanto
yo no la pienso más, como el sol no deja de existir cuando yo cierro los ojos”. Die Grundlagen der
Arithmetik, citado por Abbagnano, Diccionario de Filosofía, p. 970, col. 2.

34
asuntos que deben estudiarse y resolverse desde la vivencia psicológica de la
obra artística.

Son varias las escuelas de estética psicologista, surgidas en Alemania


hacia mediados de la segunda parte del siglo XIX, que se ocuparon de este
problema y ofrecieron sus particulares soluciones, bastante distintas por lo demás,
según los orígenes y presupuestos de que partía cada escuela. El único principio
plenamente compartido, y que da unidad a la estética psicológica, es el de
considerar la experiencia estética como el centro de la investigación. Un hito
importante del psicologismo se encuentra ya en la doctrina de Fechner 44. Su obra
ha de entenderse, en cierto modo, como rechazo a la estética metafísica de Hegel,
Schelling y Solger. Este autor fue el primero que trató de aplicar los métodos
experimentales a la estética. “Procede sirviéndose de tres métodos: el método de
la selección, que reúne la mayoría de los votos; en el método de la producción, lo
sujetos plasman las figuras que les parecen más bellas, en todo objeto se
conjugan tres elementos: el sensible, la manera en que el objeto ha sido
dispuesto, y el contenido (es decir, aquello que asociamos al objeto; (…) y el
método de los objetos usuales se sirve de los objetos simples, como son las
tarjetas de visita o los marcos que tienen una forma determinada y son empleados
para los usos más generales: de ellos se pueden extraer las leyes del gusto” 45. En
la experiencia estética se comprueba que lo bello es todo lo que exhibe la
propiedad de suscitar un placer superior que resulta directamente de lo sensible.
Una manzana agrada por su apariencia rojiza y redonda, pero también –de
acuerdo con el principio de la asociación- nos impresiona favorablemente por la
serie de asociaciones que se derivan de este primer contacto visual: por ejemplo,
naturaleza verde y agradable, manzano en flor, primavera y alegría de la vida al
aire libre.

La escuela de Volkelt46 conduce sus investigaciones por un camino distinto.


Su tarea consiste en la descomposición de un estado psíquico complejo en
experiencias elementales. Se trata de averiguar qué vivencias se producen en un
espectador cuando contempla una obra, qué sensaciones fisiológicas y orgánicas
se suscitan; qué representaciones tienen lugar como consecuencia de la
impresión sensible; cómo, en definitiva, tantas formas de placer y tantos tipos de
experiencia pueden explicarse desde el punto de vista estético. Para Volkelt la
respuesta radica en que toda experiencia estética satisface ciertas necesidades
elementales de la vida anímica, como la necesidad de contemplar afectivamente,
o la de dar libre curso a nuestra imaginación afectiva. Todas estas necesidades
colaboran en un fin común: todas tienden, en efecto, a equilibrar armoniosamente
la vida anímica.

44
La obra más importante de Fechner sobre esta materia es Vorschule der Aesthetik, Leipzig,
1876.
45
Raymundo Bayer. Historia de la estética, pp. 356-357, México, 1965.
46
Volkelt desarrolla su teoría especialmente en Aesthetische Zeitfragen, Munich, 1895, y en
System der Aesthetik, 3 vol. Munich, 1905-1914.

35
Sin embargo, para Lipps47 el problema de la estética consiste en reducir la
multiplicidad de experiencias a un factor único. Este fundamento psicológico único
lo constituye una función en la que se basa toda experiencia –también la no
estética- la proyección sentimental (Einfühlung). Al percibir un objeto –según este
autor- indirecta, pero realmente, le atribuimos vida, vida que realizamos por un
acto estético, mediante el cual trasladamos al objeto nuestras sensaciones
orgánicas de carácter cinemático. Por medio de este acto introducimos en el
objeto algo que le es ajeno. El hombre no percibe hechos brutos ni mantiene una
neutralidad frente a las cosas del mundo, sino que de alguna manera proyecta en
los hechos su propia interioridad y tiende a reconocer, inconscientemente, en el
hecho objetivo una serie de rasgos o características que en rigor sólo
corresponden a su subjetividad. Así, cuando juzgamos que un “día está alegre” o
una “tarde triste”, en realidad si examinamos objetivamente el fenómeno “día” o
“tarde”, veríamos que nada puede conducirnos a afirmar con propiedad ni la
“alegría” del día, ni la “tristeza” de la tarde. Este factor animista juega un papel
decisivo en nuestra vida cotidiana que, en cierto grado, es vida estética, porque
donde hay representación emotiva hay experiencia estética; es decir, donde hay
adhesión psicológica encontramos belleza: en una palabra, toda experiencia es en
mayor o menor grado experiencia estética.

Quizá –de acuerdo a esta teoría- juzguemos los colores de Matisse o de


Gauguin como “violentos” o “chillones”, o un concierto de piano de Chopin como
“suave” y “apacible”. Mas, lo que ocurre verdaderamente es que hemos
proyectado nuestro propio “tono afectivo” sobre los objetos, en virtud de un
impulso espontáneo que arranca de lo más profundo de la vida. El fenómeno de la
“empatía” (Einfühlung) constituye, pues, el fundamento de la específica
experiencia estética. De este modo, el tipo de “empatía” es lo que decido cuando
un objeto es estéticamente valioso y cuándo no. “Si el objeto exige de mí una
proyección sentimental que concuerda con el núcleo ideal de mi ser, si la
proyección, por su contenido, me enriquece, me amplía y me eleva, es para mí
estéticamente valioso”, dice Moritz Geiger glosando la obra de Lipps48.

No podemos extendernos aquí más sobre las doctrinas de la estética


psicologista porque sería tarea larga y, dentro de los límites del presente trabajo,
ajeno a sus objetivos y poco practicable. Pero sí hemos querido poner a la vista,
aunque sea de la forma rápida como lo hemos hecho, los principios fundamentales
de la estética psicologista, ya que, explícita o implícitamente, los análisis
fenomenológicos de la obra de arte que comenzaremos a examinar en lo sucesivo
parten, en cierto modo, del rechazo de esta teoría estética. Basta, pues, con lo
dicho para comprender el clima intelectual en el que se gesta y contra el cual
reacciona la estética fenomenológica.

47
Cf. Los fundamentos de la estética. La contemplación y las artes plásticas (Versión de Ovejero y
Maury). Daniel Jorro, ed., Madrid, 1924.
48
Estética, p. 83.

36
1.3. LA NUEVA ACTITUD FENOMENOLÓGICA FRENTE A
LA ESTÉTICA PSICOLOGISTA
Como es evidente, a poco de estudiar esta doctrina se observa que esta
concepción general de la estética adolece de tres faltas fundamentales que bien
pronto serán subrayadas por los fenomenólogos: (i) descuido casi completo del
objeto estético o de la obra de arte qua realidad autónoma; (ii) atención exclusiva
al proceso de la creación, contemplación o enjuiciamiento de la obra de arte, y(iii)
incapacidad para distinguir entre obras de arte y obras o cosas no artísticas. En
realidad, no es menester experimentar la vivencia de la obra artística para que
tengan lugar en el sujeto contemplador una serie de actos mentales empáticos
que bien pueden ocurrir ante la presencia de cualquier objeto percibido
estéticamente.

“Volver a las cosas mismas” significa para un esteta fenomenólogo volver a


la obra de arte. Si la estética psicologista descuidaba la obra en sí, en beneficio
del proceso creador o contemplativo, o bien entendía la obra exclusivamente como
reflejos psicológicos del proceso creador, lo importante será ahora distinguir
claramente entre: (i) proceso de creación; (ii) obra creada y (iii) proceso de
contemplación.

No se trata de condenar o desconocer el carácter científico de los estudios


relativos a la psicología de la creación o de la contemplación; no, sólo se trata de
distribuir responsabilidades y establecer fronteras, pero, ante todo, dejar bien claro
que no puede fundarse una estética rigurosa (“científica” en el sentido que Husserl
le da a este término cuando lo aplica a la filosofía), independiente de la tutela de la
psicología, si se parte desconociendo que la obra de arte en sí y por sí constituye
un ente autónomo con vida y estructura propia que se hace presente (se da)
esencialmente en la intuición pura de la conciencia intencional. Es menester, pues,
como hace expresamente Ingarden49, separar la obra de lo relacionado, pero
ajeno a ella.

Aunque no se niega –subrayamos- que pueda existir un complejo de


estrechos vínculos entre la obra y la vida psíquica del autor, debemos tener
presente, para una teoría estética autónoma, que las vivencias del autor durante la
producción de la obra no constituyen elementos objetivos de ella50. En

49
Cf. Das Literarische Kunstwerk, N° 7. Max Niemeyer Verlag, Tübingen, 1965.
50
No negamos que pueda existir (además, porque de hecho existe) una estética psicologista que
se ocupe del autor en relación con su obra. Tal es el caso del psicoanálisis del artista. Pensemos,
por ejemplo, en los estudios que se han hecho para explicar la obra tardía de Van Gogh o de
Hölderlin en relación con la locura que afectó a estos artistas (por ejemplo, Karl Jaspers, Strindberg
et Van Gogh. Les Editions de Minuit, París, 1953; Jean Vinchon, El arte y la locura, citado por
Fayad Jamís en Cartas a Theo de Vincent Van Gogh, Barcelona, 1981).
Pero lo que no se puede consentir –y no consienten los fenomenólogos- es confundir el
estudio de los procesos psicológicos que tienen lugar en la percepción estética, con la esencia de
lo percibido en esos procesos.

37
consecuencia queda fuera de la obra de arte el autor con todos sus destinos,
vivencias y estados psíquicos. Por mucho que se pueda afirmar que la obra de
arte es expresión directa surgida de las vivencias del autor, de su choque y
enfrentamiento con el mundo, de sus deseos, anhelos, sufrimientos y
satisfacciones; nada de esto altera el hecho primero y fundamental de que el autor
y su obra constituyen dos objetividades diferentes, que por su propia
heterogeneidad radical deben ser completamente distintas y estudiadas por
separado. Complementariamente, tampoco pertenecen a la estructura ontológica
de la obra de arte las vivencias y estados psíquicos del contemplador. Muchas
teorías estéticas, siguiendo la teoría de la Einfühlung, suponen la obra nada más
que como un motivo externo propicio que desencadena reacciones psicológicas y
fisiológicas, por medio de las cuales el contemplador descarga en la obra su
inmanencia subjetiva, todo ello en desmedro de la única y auténtica realidad
radical, sin la cual no es posible ningún fenómeno estético, esto es, la obra de
arte. En vez de entrar en vivo contacto intuitivo con la obra y de saborearla en ese
característico olvido de sí mismo, que es la vivencia estética, la crítica se enreda
en la vida y experiencia del autor y trata de ver en ésta reflejos de aquél,
desviándose así del verdadero objeto de estudio. La estilística, especialmente, ha
caído reiteradamente en este error que confunde el mundo objetivo de la obra de
ficción con el mundo subjetivo del creador y del lector. Se ha dicho repetidamente
que un perfecto goce y comprensión del poema implica, necesariamente, revivir,
mediante la lectura, los sentimientos y la situación espiritual que el autor vivió
durante la creación. El poema se transforma entonces en un mensaje o en una
comunicación que pone en contacto dos realidades psíquicas, una ausente y otra
presente. El poema, en esta doctrina, no es más que un medio, un puente tendido
entre dos objetividades que se comunican de un modo especial. Todo esto es
erróneo; en primer lugar, porque el poema no es medio sino fin en sí mismo y,
luego, porque el lenguaje ha perdido por completo su carácter referencial y, en
consecuencia, no puede comunicar como si ejerciera su función lingüística con
plena propiedad.

Agreguemos, por último, un postulado de sumo interés para la comprensión


de la estética fenomenológica: que la obra de arte sea un ser autónomo y
completo en sí mismo no quiere decir que llegue a realizarse como fenómeno
estético por sí solo. Lo que se quiere decir es que es una realidad trascendente al
autor y al contemplador, pero que se actualiza y lleva al máximo su despliegue
estético sólo en la intuición estética, que no debe confundirse con la vivencia
psicológica de la obra –por ejemplo, que cause goce o alegría-, puesto que al
darse en la conciencia intencional se da en su más pura y efectiva esencia. En
este sentido la obra, en cuanto objeto estética, no es ni puede ser independiente
de la conciencia para la que es. La obra de arte se distingue mucho más de
cualquier otro objeto real, que puede ser en sí, sin necesidad de una conciencia
que lo haga “revivir”. Por el contrario, desde el punto de vista fenomenológico, en
la obra de arte “duerme” el objeto estético; despierta a la vida sólo cuando es

Lo que no se acepta es que se confunda estética, como ciencia de la obra de arte, con
estética psicologista, que se ocupa del autor o del receptor en relación con la obra.

38
objeto pleno de una intuición, de un acto de conciencia en el que se realiza
plenamente la obra de arte como objeto intencional.

Capítulo III

EL EXAMEN FENOMENOLÓGICO DE LA
OBRA DE ARTE LITERARIA SEGÚN ROMAN
INGARDEN

Al tratar de la obra de Ingarden nos limitamos esencialmente a su conocida


obra Das Literarische Kunstwerk y a algunos estudios relativos a la estética,
dejando por consiguiente de lado su teoría ontológica, concebida como una
alternativa al problema realismo/idealismo, conseguida desde un filosofar
fundamentalmente fenomenológico.

Con Ingarden se abren nuevas sendas para la estética y los estudios


literarios al poner de manifiesto que la obra de arte literaria es una realidad
ontológicamente autónoma, independiente tanto de las vicisitudes psicológicas y
espirituales de su creador como de los sentimientos y emociones vividos por el
lector. Aunque estos fenómenos efectivamente ocurren, Ingarden pone en claro
que ellos no afectan en lo más mínimo la esencia de la obra literaria que ha de ser
entendida como una estructura lingüística compleja y multiestratificada a la cual el
lector presta sentido mediante la dación de significaciones en un acto intencional
que no puede ser confundido con un acto psicológico.

La obra de arte es, pues, para el filósofo polaco, primera y originalmente,


una estructura y su ser reside justamente en ser estructura con sentido. Esta
estructura posee varios estratos o capas superpuestas que el lector atraviesa para
detenerse en el de las significaciones representadas que constituyen, a su vez, el
mundo imaginario con el cual el lector toma un vivo contacto que le permite la
fruición estética.
39
Desarrolla igualmente una teoría de la concreción de la obra de arte, es
decir, de un proceso mediante el cual el lector transforma la obra de arte, como
realidad empírica, en una realidad intencional en el acto de la lectura. Distingue
aquí Ingarden concreciones “correctas” e “incorrectas”, explicando las primeras
mediante expedientes que nos hacen pensar en una –quizá inadvertida- recidiva
psicologista y que nosotros impugnamos junto a otras debilidades –menores en
todo caso- que advertimos en su, por lo demás, profunda y sistemática
investigación.

1.1. DISTINCIONES PRELIMINARES DE LA ESTÉTICA


FENOMENOLÓGICA DE ROMAN INGARDEN
El trabajo fundamental de Roman Ingarden sobre la estructura ontológica
de la obra de arte Das Literarische Kunstwerk, como el mismo filósofo lo señala,
nació como reacción a la alternativa realismo/idealismo y en abierta polémica con
el psicologismo. Su investigación, que tiene por tema central la obra de arte
literaria, debe ser interpretada como una prolongación de la teoría fenomenológica
general en el terreno de la estética. La obra se inspira en las doctrinas
fenomenológicas elaboradas por Husserl, aunque al lado de los puntos de
contacto existen grandes divergencias y, “por ventura para mí –dice Ingarden- en
los aspectos más importantes”. En efecto, en el “Prólogo” de 1930 Ingarden se
desentiende, lo mismo que la mayor parte de los fenomenólogos posteriores, del
idealismo trascendental de Husserl.

Según Ingarden, la estética contemporánea y la teoría de la literatura han


ignorado hasta aquí un hecho crucial, esto es, responder adecuadamente a la
pregunta sobre la naturaleza ontológica de la obra de arte. La obra de Ingarden es
fundamentalmente una respuesta, desde una perspectiva fenomenológica, a esta
pregunta desconcertante por lo vieja y por lo actual. No obstante, Ingarden afirma
frecuentemente que la mera descripción fenomenológica no basta. Por eso, el
objeto de su estudio se inspira en un horizonte más amplio.

Si en lo esencial se puede considerar el planteamiento de Ingarden como


fenomenológico y husserliano –y esto porque reafirma la doctrina básica de la
trascendencia del objeto con respecto al acto que lo mienta-, también habría que
agregar que el análisis fenomenológico está precedido y completado por una
reflexión ontológica en la cual precisamente cobra sentido la discusión sobre el ser
de la obra literaria. Por eso Das Literarische Kunstwerk es al mismo tiempo una
ontología de la literatura. La objetividad de la obra literaria, su ser trascendente, la
independencia óntica del autor y, en general, de las circunstancias de gestación,
son analizados intensamente en esta obra.

40
Para Ingarden el objeto literario es heterónomo, esto es, depende del
proceso de la lectura en el cual el lector dota de significación y de sentido a las
estructuras lingüísticas que lo componen. La obra literaria no posee un ser
autónomo porque es ante todo un sistema de significaciones. Esta afirmación se
apoya en el argumento de que la obra es siempre un esquema que admite partes
en blanco, puntos indeterminados, alusiones potenciales que en definitiva se
completan en una concreción, es decir, en una lectura. Distingue así desde un
comienzo Ingarden entre la obra de arte y su correspondiente objeto estético51. Si
el objeto representado tiene algo de inacabado es por su carácter imaginario: las
frases de una obra literaria no son auténticos juicios que pretenden dar en lo real y
ser responsables de verdad o de falsedad, como ocurre en obras científicas. Lo
esencial de la solución propuesta por Ingarden consiste, si hemos comprendido
bien, en tres cuestiones fundamentales: superar las teorías realistas e idealistas,
rechazar el psicologismo estético y descubrir el ser (lo óntico) de la obra de arte
literaria. Mencionaremos los dos primeros pasos y nos detendremos brevemente
en el tercero, que es de sumo interés en nuestra investigación.

i) Según se advierte en el todo de su preocupación intelectual, el problema


idealismo-realismo ocupa un lugar destacado en la obra de Ingarden. A él ha
dedicado, además de algunos estudios, un tratado completo52.

La obra literaria no puede explicarse ni como mera cosa ni como mera idea,
es su carácter puramente intencional lo que la caracteriza. Según el discípulo de
Husserl, constituye un falso problema la cuestión de si la obra de arte debe ser
clasificada entre los objetos reales o entre los objetos ideales. Aparentemente la
división de los objetos, en reales e ideales, es la más universal y, por supuesto, la
más completa. Pero examinada más de cerca la situación, se ve con claridad que
la obra no puede ser clasificada ni como real ni como ideal. Y esto, debido a que la
distinción entre “objetos reales” y “objetos ideales”, según el modo de ser, no ha
podido realizarse jamás, pues siempre es posible encontrar objetos que se
resistan a esta clasificación y, además, porque si no se sabe qué es la obra
literaria, mal podría clasificársela en uno u otro grupo. Hasta ahora los realistas
han dado por hecho firme que la obra de arte es cosa real, mientras los idealistas
han supuesto lo contrario; mas la cuestión consiste en detenerse ante la obra
misma, considerarla sin prejuicios como un fenómeno en sí, y nada más. Este
examen descriptivo del fenómeno es lo único que podría decir lo que la obra de
arte es.

ii) Ingarden rechaza la concepción psicologista de la obra de arte. El


psicologismo confunde la vivencia con lo dado en la vivencia. De aquí deriva sus
estudios hacia el momento de la creación artística; pretende comprender la obra

51
La distinción precisa y completa entre objeto estético y obra de arte, aunque se menciona y
alude a ella en Das Literarische Kunstwerk, no se desarrolla en esta obra, sino en ensayos
posteriores. Cf. En este mismo capítulo el punto 1.3. “Objeto estético” y “concreción” en la teoría de
Ingarden.
52
Nos referimos a Des Streit um die Existenz der Welt (3 vols.) Tübingen, Max Niemayer, 1964.

41
literaria por los aspectos que caracterizan la vida mental y espiritual del autor,
olvidando que la obra literaria constituye de por sí y en sí una realidad intencional,
esto es, que se da en la conciencia, pero que no puede confundirse con ella.

Complementariamente, Ingarden rechaza la pretensión de la estética


psicologista según la cual pertenecen también a la estructura de la obra literaria
las vivencias o estados psíquicos del lector. Este error, con ser evidente, es, sin
embargo, moneda corriente en la crítica artística y literaria derivada del
psicologismo. “Basta abrir cualquier libro de texto –dice Ingarden- para encontrar
constantemente repetidos los términos „imagen‟, „sensación‟, „emoción‟, al tratar de
describir la obra de arte o la obra de arte literaria, para convencernos de la verdad
de esta afirmación”53. Este hecho se justifica desde el psicologismo afirmando que
en muchas ocasiones el lector se vale de la obra de arte literaria sólo como
estímulo extrínseco para que le suscite sentimientos y emociones que él valoriza
únicamente en la medida que les presta atención emocional. Mas, en verdad, una
auténtica aprehensión del ser de la obra implica un vivo contacto intencional con
ella; un entregarse a ella en una intuición inmediata –intuición, observa Ingarden,
que en modo alguno debe identificarse con la aprehensión teórica y objeto que es
otra cosa-, de “saborearla” en su mismidad, sin elementos perturbadores. En otros
términos, la obra de arte en cuanto objeto estético, sólo nos es dada cuando el
sujeto asume conscientemente una determinada actitud: actitud estética, no
psicológica. En la actitud psicológica la obra de arte nunca deja de ser una cosa
que no alcanza su plena realización y desarrollo. Es sólo la actitud estética –cierta
calma contemplativa exenta de intereses prácticos y apuntada a la esencia de lo
constituido en la vivencia- lo que permite que la obra se realice y alcance su propio
fin.

iii) ¿Cómo y cuál es, pues, el ser de la obra literaria? Ingarden sostiene que lo
óntico de la obra de arte literaria consiste esencialmente en ser-estructura.
Siguiendo, probablemente, el breve pero sugerente análisis estructural que, como
hemos visto, Husserl dedica a un grabado de Durero e inspirándose, además,
seguramente, en manuscritos y conversaciones que Ingarden solía tener con su
“venerado maestro” –como él lo llama-, este filósofo formula su teoría de la obra
de arte como estructura multiestratificada y polifónica.

53
Cf. Das Literarische Kunstwerk, N° 7.

42
1.2. LA OBRA DE ARTE COMO ESTRUCTURA
ONTOLÓGICA MULTIESTRATIFICADA Y
POLIFÓNICA
Según Ingarden, la idea central de su teoría –de que la obra literaria es una
estructura ontológica multiestratificada y polifónica- es una trivialidad. Empero, por
grande que ella sea, advierte que ningún estudioso ha caído en la cuenta de que
es justamente en esta idea sencilla en la que reside la explicación de la estructura
fundamental y específica de la obra de arte literaria, aunque reconoce que en la
historia de la estética hubo de vez en cuando algunos atisbos en este sentido;
observa también que en realidad nunca antes se vio que en la obra existen ciertos
estratos heterogéneos que recíprocamente se condicionen y relacionen en sus
múltiples aspectos. Ingarden, en cambio, no sólo distingue esos estratos, sino
demuestra que su interrelación resulta de una estructura que es, justamente, el
modo de ser óntico de la obra literaria. Según él, ha sido, hasta este momento, la
ignorancia de esta realidad la que ha extraviado y desviado los estudios estéticos
y literarios de su verdadero objetivo. Así, por ejemplo, el tan debatido problema de
la forma y del contenido no puede ni siquiera plantearse correctamente sin atender
a la estructura multiestratificada de la obra; y otro tanto ocurre con una serie de
aspectos que, según nos dice, han sido sólo tratados parcialmente. Lo
característico de la obra de arte literaria reside en el hecho de que es una
producción constituida por varios estratos heterogéneos. Cada estrato singular, de
los cuatro que Ingarden distingue, posee una serie de particularidades que lo
diferencian de los otros. Cada estrato posee un material característico y, además,
desempeña una función que lo relaciona con los demás estratos y con el todo de
la obra. De esta suerte, cada estrato encuentra asiento y fundamento en el
anterior y, sumados los unos a los otros, constituyen la realidad ontológica de la
obra de arte. A pesar de la diferencia de material de cada uno de estos estratos, la
obra en su conjunto no constituye un puñado desarticulado de elementos
relacionados al azar, sino que deviene una construcción orgánica que adquiere su
substancia precisamente tanto por su singularidad y unidad interna como por su
relación de oposición con los estratos que la integran.

Cuatro son los estratos o niveles que formalmente se pueden distinguir en


la obra literaria y que constituyen elementos fundamentales e imprescindibles para
que la obra alcance unidad intrínseca y carácter artístico: 1) El estrato de las
formas verbales significativas y de las producciones fónicas de grado superior. A
este estrato pertenecen, por ejemplo, los valores fónicos de un poema –rima,
acento, entonación, aliteración, etc. 2) El estrato de las significaciones elementales
y complejas de los signos lingüísticos. Este estrato es estructuralmente el más
importante, pues él determina la constitución de las objetividades, es decir, de
mundo de ficción presentado en la obra. 3) Estrato de las objetividades
representadas. El mundo que se presenta en una obra de arte literaria tiene como
constituyentes básicos objetos representados. Estos objetos u objetividades
representadas son esencialmente aquellas entidades lingüísticamente
proyectadas en la obra, es decir, personas, acontecimientos, etc. Todos estos
43
objetos son, en definitiva, objetos puramente intencionales. En otras palabras, los
objetos representados existen solamente en virtud del hecho de que ellos son
proyectados por unidades de significación dependientes en última instancia del
acto de conciencia del lector.

Según Ingarden, en la obra literaria estas objetividades representadas están


relacionadas y conectadas de modo tal que constituyen una esfera óntica
unificada en la cual las entidades son descritas como existentes. Constituyen una
realidad sui generis.

4) Finalmente, Ingarden distingue el estrato de los aspectos


esquematizados. Como se acaba de decir, en la obra literaria aparecen las
entidades representadas como reales. Estas entidades nos son dadas
intuitivamente en los actos de conciencia intencionales según determinadas
condiciones. Estas condiciones conciernen a los aspectos concretos percibidos de
los objetos reales. Lo que Ingarden está entendiendo por aspecto (Ansicht)
corresponde a lo que Husserl denominó “modo de apariencia” (Abschattung). Las
diversas cualidades de los objetos reales son percibidas como el contenido de un
aspecto del objeto. Cada aspecto contiene cualidades completas e incompletas.
Estas observaciones rematan en la idea de acuerdo a la cual el aspecto es una
cierta idealización que actúa como el esquema de aquellas experiencias concretas
del lector relativas a este aspecto.

Los aspectos esquematizados existen potencialmente tanto en los estados


de cosas proyectados por la oración, como en las objetividades representadas.
Durante la lectura los aspectos esquematizados son actualizados por el lector,
quien completa en dicho acto las cualidades incompletas o virtuales del mundo
representado.

De suerte, pues, que el resultado final de nuestra lectura es la realización


de aquella armonía polifónica que queda determinada especialmente por la forma
en que los cuatro estratos se combinan y estructuran constituyendo la obra de arte
literaria54.

De modo que para tener experiencia de una obra literaria es necesario


primeramente acceder al estrato de los signos y sonidos, asignar significaciones a
las palabras aisladas y, luego, a las unidades mayores de significación en que
aquéllas se integran y precisan. “Éstas, a su vez, nos dan paso hacia los aspectos
descritos y narrados de objetos y acontecimientos (objetividades). Las
objetividades constituyen, por su parte, un estrato propio que se funda en el
estrato de los aspectos y a su turno da fundamento a estratos o cuasi estratos

54
Una sinopsis de la teoría ingarderiana puede verse en Jeff Mitscherling, “Roman Ingarden‟s The
Literary Work of Art: Exposition and Analyses”. Philosophy and Phenomenological Research, Vol.
XLV, N° 1, March, 1985.

44
últimos: cualidades metafísicas, ideas, etc.”55. No existiría –más que como
eventualidad prescindible- un quinto estrato: el de las cualidades estéticas y
metafísicas. A pesar de que Ingarden –en polémica con Wellek y Warren- niega
que estas cualidades constituyan un estrato en sí, fuera de los ya distinguidos, tal
sensación aparece en el curso de la lectura de su obra. En el “Prefacio” a la
tercera edición de 1965, Ingarden se opone vigorosamente a esta interpretación,
pues estima que si las cualidades metafísicas constituyeran un estrato esencial de
la obra, éste debería pertenecer a la estructura ontológica de toda obra literaria,
cosa que no siempre ocurre y que, por tanto, contradice esta pretensión.
Ciertamente que los elementos de orden metafísico y los valores estéticos quedan
implicados en la compleja urdimbre de la obra de arte pero, como no forman parte
de toda obra literaria, es de suponer que sólo existen virtualmente. Cuando existen
en una obra con calidad artística, constituyen algo así –dice Ingarden- como un
“centelleo luminoso que envuelve en sus rayos las objetividades representadas”56,
y que al mismo tiempo vividas por el lector en la fruición estética lo rodean de una
atmósfera especial que sentimentalmente lo transportan y dominan. De esta
suerte, no se produce una oposición entre los estratos formales e imprescindibles
de la obra de arte y estas cualidades metafísicas y estéticas que de algún modo
subyacen en la obra y que se concretan en la lectura, es decir, en la realización de
la obra de arte como objeto estético. Por el contrario, tanto las cualidades formales
o estructurales como las estéticas y metafísicas se combinan armoniosamente en
la obra constituyendo lo que Ingarden denomina una polifonía. Las cualidades de
valor estético y las metafísicas no pueden ser, en consecuencia, desligadas ni
ontológica ni fenomenológicamente de su fundamento constitutivo. Es propio de su
ser que sean características ontológicamente dependientes de alguna entidad que
las sustenta. Para que estas cualidades estéticas y metafísicas puedan emerger
es preciso que se dé o que se viva siempre una cierta combinación de cualidades
subjetivas y de elementos visibles, entonces ellas se pueden dar intuitivamente a
la mirada del lector. “Así, la polifonía de cualidades de valor constituye un todo
íntimamente relacionado con cada uno de los estratos de la obra, y es
precisamente con este todo que nosotros nos encontramos en la contemplación y
fruición estéticas. Este todo es, por tanto, el objeto estético: la obra de arte
literaria”57.

Para Ingarden esta polifonía es la mejor prueba de que el fundamento


óntico de las voces individuales de esta armonía de la obra literaria debe encontrar
su fundamento en los estratos singulares. Las cualidades de valor estético
constituyen un hilo de unión que relaciona íntimamente los varios estratos de la
obra, revelando de este modo la uniformidad de la obra literaria a pesar de la
heterogeneidad de los elementos que la constituyen. Desde un punto de vista
teórico, la obra se nos presenta como una complejidad y una polivalencia que
pueden ser abstraídas y analizadas por separado. Mas, desde el punto de vista de

55
Félix Martínez-Bonati. La estructura de la obra literaria, p. 38. Seix Barral, 2ª ed., Barcelona,
1972.
56
Das Literarische Kunstwerk, N° 68.
57
Ibíd., N° 8.

45
la vivencia será siempre unidad que sólo levemente deja transparentar su
complicada estructura. Tiene un ser ónticamente heterónomo que parece
completamente vacío y que sufre inoperante todas las operaciones que sobre él
realizamos, pero que en realidad se actualiza de una manera compleja y riquísima
en el acto de su constitución, en la vivencia intencional de carácter
específicamente estético.

1.3. “OBJETO ESTÉTICO” Y “CONCRECIÓN” EN LA


TEORÍA DE INGARDEN
En Das Literarische Kunstwerk Ingarden se preocupó principalmente de la
obra literaria qua realidad objetiva; de la estructura ontológica objetiva que es
posible distinguir en el ser literario desde una visión fenomenológica.

Con posterioridad dedicó algunos estudios específicos a distinguir entre


“obra artística” y objeto estético58. Como fenomenólogo que fue, Ingarden elaboró
la doctrina del objeto estético como objeto puramente intencional. De esta forma
intentaba superar tanto la concepción realista como la idealista de la obra de arte.
La idea general respecto de este asunto, que comparten todos los fenomenólogos,
es que la efectiva constitución de la obra artística como objeto estético tiene lugar
en la vivencia intencional. Vivencia estrictamente estética –caracterizada por un
olvido del mundo y una paz interior- que no puede asimilarse ni a la intuición de
ideas ni a la simple percepción aunque, obviamente, comience por ella. La
conciencia es, pues, determinante en la constitución del objeto estético.

Es importante no perder de vista que es extraordinariamente significativa


para la constitución del objeto estético la actividad co-creadora del contemplador,
puesto que si la obra de arte se muestra a una conciencia desatenta, no será
posible que el objeto estética emerja de la obra para que cobre vida en la fruición
vivencial. El contemplador debe estar en situación adecuada para que el
fenómeno artístico muestre su esencia. Esta situación implica, según Ingarden, un
mínimo de cultura artística. Si a un hombre de escasa cultura se le da a leer una
novela de Pérez Galdós y no se le advierte que se trata de una novela,
probablemente la tomará por historia verídica y lo mismo ocurrirá si se lo lleva a
contemplar una representación teatral. Ahora, cuando el lector conoce que se
enfrenta con una obra de ficción y, mejor aún, de determinada ficción, el objeto
estético aparecerá en todo su esplendor. Probablemente un niño de diez años no
pueda encontrar en El Proceso de Kafka la riqueza estética que en la obra hay,
simplemente porque no está en situación. Pues bien, Ingarden llamó concreción al
proceso intencional por medio del cual el lector pasa de la obra de arte al objeto
estético.

58
Cf. Roman Ingarden. “Valor artístico y valor estético” en Estética, pp. 71-98. Harold Osborne
(ed.), F.C.E., México, 1976.

46
Una misma obra de arte se realiza, pues, en diversas concreciones según,
suponemos, la peculiar y personalísima experiencia de cada contemplador. Es
evidente que dos contempladores ante la misma obra no “captan” ni asimilan de
igual manera lo que la obra entrega. Hay dos circunstancia que, según Ingarden,
contribuyen a abortar un objeto estético. Una, cuando el objeto artístico carece en
sí de valor estético como, por ejemplo, cuando está mal construido –es lo que
llamamos una mala novela o un poema insípido-; en este caso el objeto estético
concretado es precario, imperfecto. Dos, cuando el contemplador carece de
“aptitudes”, como explicábamos anteriormente. “La aparición efectiva de las
concreciones „posibles‟ de una obra de arte –afirma Ingarden- (…) depende
también de la presencia de observadores competentes y de que sea percibida por
ellos de una manera y no de otra”59. Diversas condiciones históricas pueden
favorecer o desfavorecer, también, una concreción. Desde el momento que una
obra, en tanto cosa, es producto histórico, queda sujeta a períodos de esplendor o
decadencia (recordemos que en su día El Quijote no pasó de ser una novela más,
sin auténtico valor artístico para sus contemporáneos). Es decir, para utilizar los
términos de Ingarden, hay períodos en que las “concreciones estéticas son
correctas” y otros en los que el atractivo de la obra se debilita e incluso
desaparece para el público. Pero cuando la obra tiene valor artístico en sí –“valor”
para Ingarden no implica connotaciones estimativas necesariamente, más bien
quiere decir “buena construcción”, “belleza arquitectónica”-, una imperfecta
concreción es responsabilidad del público y no de la obra, razón por la cual no se
puede admitir el relativismo y el subjetivismo estético. Los valores estéticos
permanecen invariables; son las apreciaciones las que cambian.

1.4. UN CASO DE “CONCRECIÓN” ESTÉTICA A LA LUZ


DE LA TEORÍA DE INGARDEN
Examinemos el suceso de la concreción según las luces que nos va dando
Ingarden y, para mayor claridad, con un “ejemplo ante los ojos”.

Supóngase que estamos ante la presencia de un poema, pongamos por


caso la Égloga primera, de Garcilaso. Supongamos, también, que este “objeto-
poema” es visto desde distintas actitudes intelectuales, pero todas ellas dirigidas
hacia algún fin que está fuera de la obra misma: por un filólogo interesado por
determinar los cambios fonéticos o fonológicos operados en la evolución del
castellano clásico al actual; por un gramático, para descubrir el comportamiento
lexicogenésico de los verbos empleados en el poema; o tal vez por un historiador
de la literatura preocupado por clasificar la obra en alguno de los géneros literarios
conocidos. Frente a estas actitudes, supongamos también la del simple lector de
poesía que no dirige su atención hacia ningún fin práctico externo al poema sino
que sólo se contenta en y con la lectura, sin preocupaciones extratextuales. Aquí

59
Ibíd., p. 75.

47
surge la diferencia de la que habla Ingarden entre el objeto artístico y el objeto
estético. Todos ellos se enfrentan, de entrada, con el objeto artístico, pero
mientras el filólogo, el gramático y el historiador se quedan en el plano de la “cosa-
poema”, el objeto estético comienza paulatina y gradualmente a configurarse a la
mirada intencional del lector. La actitud científica –pura o preponderantemente
intelectual- que han asumidos los tres primeros personajes ante la “cosa-artística”,
objeto de estudio para ellos, los bloquea para que en sus respectivas
percepciones se presente y constituya la obra de arte como objeto estético.

Por el contrario, si como lectores nos acercamos al poema única y


exclusivamente con afán estético –desinteresados y desconectados de las
contingencias mundanas- desentendiéndonos del material lingüístico de que está
hecha la obra para quedarnos con lo intuido y constituido en la lectura, entonces el
poema se presenta a nosotros como objeto estético. Aquí es la intencionalidad del
acto de conciencia la que presta significación a las estructuras lingüísticas. La
palabra poética para Ingarden es ante todo un material vocal al cual añadimos
enseguida una significación; esta significación es ajena al vocablo, por eso es
menester un acto particular de la conciencia (dación de significaciones) para que
la palabra adquiera sentido y ejerza su función. Es obvio que las cosas no pueden
ser de otra manera para Ingarden, pues si la palabra significare de por sí,
entonces la obra de arte sería una realidad enteriza de por sí y en sí que no
necesitaría de un acto de conciencia para “renacer” y “vivir”. Sin esta concepción
husserliana del signo lingüístico Ingarden no podría hablar de objeto estético.
Precisamente “objeto estético” es objeto de significaciones, constituidas en el acto
intencional de y para la conciencia. Es en este sentido que Ingarden puede decir
que la obra de arte no es autónoma y no en el sentido que este término tiene
habitualmente en teoría literaria.

Por todo esto puede afirmar Ingarden que el objeto estético así constituido
no es ni real ni ideal, sino intencional, es decir, dependiente de las significaciones
que la conciencia asigne a las estructuras lingüísticas.

1.5. CRÍTICA A ALGUNAS TESIS DE LA TEORÍA


ESTÉTICA DE INGARDEN
Según Ingarden “a cada obra de arte corresponde un número limitado de
objetos estéticos posibles”60, lo que sugiere expresamente que el lector o
contemplador sólo posee una libertad limitada (supuesto el caso de que siempre
nos referimos a espectadores o lectores competentes) para recrear una obra de
arte, y que cada obra de arte, de alguna manera, determina más o menos
rigurosamente los “objetos estéticos” o concreciones que le convienen.

60
Ibíd., p. 75.

48
Quizá esta limitación provenga de las condiciones que Ingarden cree
necesarias para la adecuada concreción de la obra, ya que entiende esta
“limitación de los objetos estéticos posibles” como consecuencia de
“reconstrucciones fieles a la obra”. Además, agrega que la concreción sólo será la
adecuada “si la terminación de la obra y la actualización de sus momentos de
potencialidad se hallan dentro de los límites indicados por sus cualidades
efectivas”61. Es evidente que esta concepción de las concreciones limitadas de
una obra de arte presenta numerosas dificultades. Si Ingarden entendiera
“concreción” en el sentido que en música se da al término “ejecución” podríamos
estar relativamente de acuerdo. En efecto, sabemos que el “Concierto N° 1 para
piano y orquesta” de Ludwig van Beethoven es, materialmente hablando, un
conjunto organizado y sistemático de signos musicales escritos sobre papel. Bien,
si entregamos la partitura a Herbert von Karajan para que la Orquesta Filarmónica
de Berlín, bajo su conducción, y actuando al piano Vladimir Ashkenazy, ejecute la
obra, es decir, le dé vida, hemos de estar seguros que la ejecución será, si no
perfecta, muy cercana a la perfección. Otro tanto podría ocurrir si la ejecución
corriera a cargo de la Orquesta Sinfónica de Chicago, o de Londres, etc. En estos
casos podríamos hablar, aunque aún así impropiamente, de concreciones
limitadas y felices. Otra cosa ocurriría si entregamos la partitura a un grupo de
aficionados; claro está que en ese caso la “concreción” sería deficiente, incorrecta.
Sin embargo, Ingarden no se está refiriendo a la concreción musical sino a la
literaria. Y es aquí donde su tesis no resulta satisfactoria. Efectivamente, ¿con qué
criterio hemos de determinar cuándo una concreción y, por tanto, un objeto
estético, corresponde o no a una de las concreciones esperadas? ¿Cómo
reconocer las reconstrucciones fieles a la obra y las que no lo son, si el objeto
estético a fin de cuentas es un objeto puramente vivencial? Para asegurar que
tales preguntas tienen respuestas satisfactorias hace falta saber cómo determinar
las cualidades efectivas de la obra de las que nos habla Ingarden, cosa bastante
difícil e incierta que la naturaleza polisémica de la obra artística impide por
principio. Cualquier obra de arte –él mismo nos lo ha dicho- posee una estructura
polifónica, pero sólo algunas un quinto estrato, el metafísico-estético. Por
consiguiente, ¿qué son las “cualidades efectivas”? Es posible que ni aún
tratándose de un objeto “neutro” de la realidad –por oposición a un objeto artístico-
como, por ejemplo, un canelo en flor, podamos determinar con precisión, desde el
punto de vista estético, sus notas características y, por consiguiente, poder decir
qué representaciones del referido canelo son correctas y cuáles no. ¿Qué tiene in
mente Ingarden al propugnar que las concreciones de una obra de arte son
limitadas?

Es evidente que un poema, como una novela (o cualquier otra obra de arte),
puede concretarse de diversas maneras, sin limitaciones posibles, según sean las
lecturas que de la obra se hagan. Un amante enamorado otorgará a la “Égloga” de
Garcilaso un sentido quizá muy distinto de aquel que nunca lo ha estado. Será
también diferente para un joven adolescente que para un anciano; para un hombre
que para una mujer; para un habitante del desierto que jamás ha tenido la

61
Ibíd., p. 74.

49
experiencia de “ríos”, “montes” y “valles sombríos” que para quien conoce y vive
en estos paisajes. En verdad, el sentimiento del amor expresado en imágenes
puede asociarse a infinidad de otras imágenes sugeridas por la lectura, pero sólo
concretadas en la experiencia personal y diferente de cada lector. Algún lector
podría decir, como Lenin, que cuando lee poemas como éstos le dan ganas de
acariciar una hermosa cabeza y decir bagatelas; y otros podrán decir mil cosas
distintas según sus singulares experiencias. La verdad es que no existen dos
vivencias idénticas del mismo poema ni dos valoraciones iguales. Cuando
valoramos de manera diferente, ello no sólo se debe al lenguaje ambiguo y
polisémico, típico del juicio de valor, sino también es síntoma inequívoco de
diferentes experiencias o, como diría Ingarden, concreciones.

En fin, es casi inevitable repetir que la obra de arte es por naturaleza ser
abierto al hombre, lo que posibilita múltiples recorridos de lectura, un número
infinito de interpretaciones y, como consecuencia, muchísimas maneras de darse
y configurarse al objeto estético porque, en definitiva el objeto estético es
precisamente el ejercicio de la libertad de la conciencia imaginante y, por ende, de
la libertad de la conciencia en sentido absoluto. Sólo si el objeto artístico y el
estético fueran mensurables y cuantificables se podría hablar de “concreciones
limitadas” y “correctas”. Pero sabemos que, por ventura, en el caso del arte, al
menos, eso no es así y ni siquiera es posible en principio.

Lo curioso del caso es que Ingarden llama “caprichosa” una actitud de total
libertad frente a la obra, cuando el espectador da rienda suelta a su fantasía, en
cuyo caso cree que la actitud estética se pone al servicio de una preocupación
extrínseca, lo que es del todo discutible. En efecto, si existe la posibilidad de
“controlar” la fantasía frente a la pintura de Velázquez, ¿cómo “controlarla” frente a
la pintura de Dalí? Pongamos por caso la obra Afgana invisible con la aparición
sobre la playa del rostro de García Lorca en forma de frutero con tres higos.
¿Cómo evitar relacionar las imágenes, las formas y los colores, tan
característicamente oníricos en la pintura de Dalí, con las más variables y
caprichosas experiencias? ¿Quién puede controlar sus sueños y evitar que su
fantasía se “dispare” en uno u otro sentido? O lo que es más difícil, ¿cómo fijar
criterios para indicar cuáles son los principios que han de gobernar la
contemplación de la obra de arte? Cualquier lector sabe que nunca un poema, en
diversas lecturas, sugiere las mismas imágenes y configuraciones, lo que prueba
que la dación de sentido en el acto de leer es enteramente libre en el arte literario
y en toda expresión artística en general.

1.6. RECIDIVA PSICOLOGISTA DE INGARDEN


Sin embargo, Ingarden señala un principio para explicar cómo y en qué
condiciones debe ocurrir la concreción estética cuando afirma: “Si la concreción
ocurre en la actitud estética, surge lo que yo llamo un objeto estético. Ese objeto

50
será semejante o afín a lo que se hallaba presente en la mente del artista durante
la creación de la obra si la concreción se efectúa con la intención de conformarse
a las características efectivas de la obra” (destacado nuestro)62. ¿Y quién dice qué
es lo que se hallaba presente en la mente del artista durante la creación de la
obra? Sólo una conciencia divina podría dar cuenta de tan magna empresa, pero
debemos contentarnos con esfuerzos humanos y para éstos está fuera de toda
posibilidad real dar cuenta objetiva de los estados de conciencia del artista en un
determinado momento de su historia personal. Existen tantas obras anónimas y
autores que para nosotros son poco más que nombres, que no se ve cómo
afrontar tan difícil y subjetiva tarea. Con seguridad que dos opiniones de expertos
conocedores de Edipo Rey no coincidirían en sus respectivas determinaciones de
lo que pasaba por la mente de Sófocles cuando compuso su insigne tragedia.
Exigirle tales resultados a la estética, y en especial a la ciencia literaria, es ilusorio
y anticientífico. Apelar a la psicología de la creación para explicar el objeto estético
–que habíamos convenido en considerar como fruto de la intuición y del análisis
fenomenológico- y la obra artística (que no es objeto psicológico), es recaer en el
psicologismo; pero en el caso de Ingarden es, además, borrar de un plumazo todo
lo que él mismo avanzó en el terreno de la estética fenomenológica -en dura
pugna con el psicologismo- y abandonar la tarea de la conquista de una ciencia
estética autónoma y de una obra de arte separada y distinta del autor. Estas
declaraciones de Ingarden chocan violentamente con la teoría expuesta en Das
Literarische Kunstwerk, sobre la autonomía de la obra de arte respecto del autor y
constituyen una contradicción inexplicable.

1.7. LA ESTRUCTURA ESTRATIFICADA Y POLIFÓNICA


NO AGOTA LA ESENCIA DEL FENÓMENO
ARTÍSTICO
Otra limitación del trabajo de Ingarden arranca, según creemos advertir, de
la distinción entre obra de arte literaria y objeto estético y no por la distinción
misma, que en sí es completamente afortunada y fecunda, sino por el desmedido
interés que el filósofo polaco dedica a la primera en detrimento de la segunda.
Ingarden dedicó su esfuerzo principal a determinar la estructura óntica de la obra
de arte, pero no explicó suficientemente la estructura fenomenológica del objeto
constituido en la lectura. Este último es un ente esencialmente ficticio, cosa que
Ingarden no ve al dedicar todo su esfuerzo a descubrir la estructura óntica de lo
que de algún modo permanece ajeno y distante respecto de la obra, en tanto
objeto estético dado a la intuición.

Por lo demás, la estructura imaginaria del mundo novelesco, el carácter


ficticio del narrador, de los personajes y de los entes que pueblan el mundo puesto
de manifiesto por la narración, tampoco encuentran una explicación en la obra de

62
Ibíd., p. 74.

51
Ingarden. Es evidente que más allá de los estratos ónticos existe un mundo ficticio
y una estructura de este mundo que es lo que en definitiva determina el carácter
estético de la obra de arte, en tanto fenómeno literario que se da a la visión o
contemplación del lector por virtud de la conciencia intencional.

1.8. LOGROS DE LA TEORÍA ESTÉTICA DE INGARDEN


Haciendo abstracción de la concepción psicologista y tardía de Ingarden
sobre la naturaleza de una perfecta concreción, debemos insistir en que su trabajo
–fundamentalmente su libro Das Literarische Kunstwerk- tiene el mérito notable de
haber sido uno de los primeros tratados sistemáticos de estética fenomenológica y
la primera consideración estrictamente óntica de la obra literaria. Ya hemos dicho
que tradicionalmente la obra de arte literaria había sido estudiada en función del
autor y de las circunstancias histórico-sociales de éste. Ingarden, en cambio, puso
de manifiesto que la obra tiene un ser propio y que es justamente la descripción de
ese ser la tarea central -aunque no única- de la estética en cuanto filosofía del
arte. Sus estudios demostraron que tal acceso al ser podía lograrse mediante un
enfoque fenomenológico que marginara todo lo que dice relación con la obra, para
atender única y exclusivamente a la obra misma. Ingarden no sólo asume este
dictum sino que, además, lo pone en acción. El resultado de su investigación
culmina con la evidencia del carácter multiestratificado y polifónico de toda obra
literaria y, por extensión, de toda obra de arte. Este descubrimiento de Ingarden,
junto a los logros de la teoría del lenguaje de Bühler y de Saussure, permitieron
importantes desarrollos en la teoría literaria europea en las décadas posteriores a
la Segunda Guerra Mundial y, además, influyeron decisivamente en los estetas
fenomenólogos franceses y alemanes.

De modo, pues, que podemos decir que Ingarden ha resuelto –supuesto el


caso, discutible por lo demás, de que la estructura óntica de la obra de arte sea la
que Ingarden postula- la mitad del problema, pero ha dejado la otra mitad sin
solución. Ha quedado claro que la obra de arte tiene un ser que le es propio, pero
no se ha dicho aún con suficiente claridad que la obra se realiza en la experiencia
estética esencialmente como un mundo de ficción.

52
Capítulo IV

LA ESENCIA DEL ARTE COMO “PONERSE EN


OPERACIÓN LA VERDAD” EN LA ESTÉTICA
DE HEIDEGGER

La filosofía del arte de Heidegger nos interesa muy especialmente porque


revive de una manera original una antigua tesis de la estética, según la cual el arte
es una forma subsidiaria de conocimiento y un acceso a la verdad. Heidegger no
concibe el arte como una forma secundaria de conocimiento, sino como el lugar
propicio donde se pone –según su decir- en operación la verdad del ente.

¿Qué quiere decir exactamente esto? Para comprender esta teoría de la


obra de arte es menester tener a la vista su teoría ontológico-metafísica más
amplia, que considera la verdad como una propiedad del ser –o un modo de ser
del ser- y no como un atributo del conocimiento. La verdad en ningún sentido es
adaequatio, sino la desocultación misma del ser que vive oculto tras las
apariencias o los entes mundanos.

De estas premisas deriva Heidegger su tesis de que es precisamente en el


arte donde es posible –mediante un procedimiento adecuado- advertir la
desocultación del ser y, por tanto, la emergencia de la verdad (alétheia). En la
obra de arte habría, pues, un doble plano: por un lado estaría la obra como cosa,
compuesta de una materia (que Heidegger llama “tierra”) que oculta su misterio
(su verdad) y, por otra, lo propiamente artístico que se hace presente cuando el
contemplador interroga adecuadamente a la obra; entonces ésta comienza a
desocultarse y lo artístico propiamente deviene verdad.

Heidegger comienza conquistando toda esta concepción desde una actitud


fenomenológica: para empezar, dice, hay que dejar tranquila a la cosa reposar en
sí, y preguntarle qué es y cómo es. Esta cosa, que es la obra de arte, considerada
en sí, sin presupuestos previos, cobra confianza ante quien la interroga y poco a
poco comenzará a mostrar su ser.

Sin embargo, no se puede decir que Heidegger se valga en exclusiva del


método fenomenológico. Además adopta una actitud metafísica y hermenéutica
que no pocas veces raya en lo incomprensible y nos deja en el aire sin poder
saber si estamos frente un pensador que filosofa con lenguaje críptico o a un
poeta que poetiza en un lenguaje místico. De aquí se derivan varias dificultades
que comprometen la coherencia de su doctrina estética.
53
Pero lo que resulta más discutible es, en definitiva, su teoría de la esencia
del arte como verdad y belleza. Desde luego su teoría de la alétheia resulta de
difícil aceptación, pero las dificultades aumentan cuando se concibe el arte mismo,
en su esencia, como alétheia, porque no hay razones para predicar esta
capacidad de los entes artísticos y negársela a otros objetos que, como en el arte,
también podrían revelarnos su “verdad”. Heidegger no repara en ningún momento
en que lo que nos muestra el arte es un micromundo de ficción y, por
consiguiente, su criterio del arte como alétheia no resulta excluyente, ya que
también hay otras formas –supuesta la certeza de su teoría de la alétheia-, como
la reflexión filosófica, que permitirían la desocultación del ser.

1.1. HEIDEGGER Y SU TEORÍA DEL ARTE: PRECISIONES


PRELIMINARES
Dijimos desde el principio que la fenomenología posthusserliana no
constituye un método y una forma de filosofar regular y uniforme. Quizá sea éste
el punto fundamental que otorga unidad a la fenomenología como método y como
doctrina filosófica: el enfrentarse a los fenómenos que se dan a la conciencia sin
presupuestos filosóficos previos mediante la intuición. Éste es el “tema”; lo demás
son variaciones que se desarrollan de acuerdo a las convicciones personales de
cada investigador. Hay varias vías mediante las cuales se puede acceder a la
esencia de los fenómenos. “Una de ellas está relacionada –escribe Ingarden- con
la tentativa del llamado Idealismo Trascendental de E. Husserl que concibe el
mundo real y sus elementos como objetividades puramente intencionales, que
tiene su fundamento ontológico y su razón determinante en las profundidades de
la pura conciencia constitutiva”63. Por esta vía llegó Husserl a desvincular las
esencias de la existencia en una especie de viaje sin retorno que no aceptaron sus
discípulos. Desde luego, Ingarden no lo sigue en este viaje ni mucho menos
Heidegger. Merleau-Ponty dirá en una de sus primeras obras que el problema de
la fenomenología consiste en devolver las esencias a la existencia, mientras otros
fenomenólogos –si es que cabe llamarlos así- como Heidegger y Sartre, harán de
la existencia humana objeto de descripción y análisis fenomenológico. Es decir, la
existencia humana también puede ser considerada por el investigador como un
fenómeno que se da y se constituye en la conciencia y, por tanto, queda expuesto
al tratamiento fenomenológico.

Todas estas aclaraciones vienen al caso porque al enfrentarnos con la


“estética” de Heidegger saltarán a la vista las enormes diferencias que lo separan
de otros fenomenólogos más sistemáticos y coherentes. Mientras Ingarden trabajó
con rigor lógico y lingüístico y va construyendo su sistema punto a punto con
severo rigor e incuestionable claridad, Heidegger parece seguir una senda
totalmente distinta y especial: su ruta metafísica suele estar en penumbra, cuando

63
“Prefacio” (a la 1ª edición). Das Literarische Kunstwerk.

54
no en plena oscuridad. Y, sin embargo, hay puntos de contacto tanto en el
tratamiento como en el resultado a que se llega en ciertos momentos del filosofar.
Aunque Heidegger no menciona la obra de Ingarden es evidente que la conoció y
tomó de ella algunas de sus ideas, aunque les dio un sesgo metafísico que no
tienen en el pensador polaco.

La aplicación correcta de un método no conduce necesariamente a la


verdad. Hace falta, además, partir de ciertas premisas que sean en sí verdaderas.
Luego, puestas las premisas, fluirá la conclusión. Desde ahora nos adelantamos a
decir que quizá más importante –y menos discutible- que los resultados que
Heidegger obtiene en sus meditaciones sobre el arte, es el método que enuncia y
utiliza. En términos generales, Heidegger adopta una actitud fenomenológica para
el estudio de la ontología de la obra artística, método que, por cierto, no siempre
mantiene continuo y constante a lo largo de su investigación. En muchas
ocasiones es sustituido por una actitud hermenéutica, por una reflexión
simplemente filosófica, o por un hablar oscuro en términos apenas comprensibles,
donde ya no impera ni el método ni la lógica64.

A nosotros nos interesa, por de pronto, dejar constancia de dos aspectos


que constituyen una relativa novedad en el pensamiento estético del siglo XX –
decimos “relativa novedad” porque Husserl primero, Geiger65 e Ingarden después,
ya habían tratado estos asuntos en sus obras- y que si bien es cierto aparecen de
una manera poco elaborada y hasta confusa en el pensamiento de Heidegger,
constituyen sí puntos de partida válidos y fundamentales en la investigación
fenomenológica contemporánea.

1.1.1. Por un lado tenemos la nueva actitud intelectual con que Heidegger se
enfrenta a la cosa que constituye el fundamento de su meditación: la obra de arte.

64
Cf. por ejemplo, las severas críticas que Alfred Surn hace en su obra La filosofía de Sartre y el
psicoanálisis existencialista (Buenos Aires, Edic. Imán, 1951) a las oscuridades lingüísticas y
conceptuales de la filosofía de Heidegger. Afirma este autor que gracias a Sartre –representante
de la ancestral claridad latina- la filosofía existencialista de Heidegger ha podido ser relativamente
comprensible.
Por su parte, Samuel Ramos, el filósofo mexicano que pone en español los dos ensayos de
Heidegger sobre el arte, afirma: “El último capítulo del ensayo –se refiere al „Origen de la obra de
arte‟- es el de más difícil comprensión y, por lo tanto, de traducción porque vuelve Heidegger a
adoptar su lenguaje oscuro y a hacer juegos de palabras que llegan a lo increíble en esta parte, el
estilo no es el de un filósofo y más parece el de un profeta o un místico que se debate por dar
expresión a lo inefable. En el tratamiento de sus temas se acentúa de modo notable la dirección
francamente irracionalista del pensamiento de Heidegger. Por ello resulta difícil y atrevido hacer
una exégesis de esta parte de la doctrina estética heideggeriana, ¿Puede lo irracional traducirse en
términos que tengan un sentido para nuestra normal comprensión lógica?” “Prólogo” a Arte y
poesía, p. 20. F.C.E., México, 1978.
Cf. también “La superación de la metafísica mediante el análisis lógico del lenguaje” de
Rudolf Carnap (en El positivismo lógico, compilado por A.J. Ayer, F.C.E., México, 1965) en la que
se somete a un duro ataque cierta fraseología de Ser y tiempo. Un análisis parecido aunque no
hiriente y mordaz como el de Carnap puede verse en Jorge Millas. Idea de la filosofía, Vol. I, pp.
61-62.
65
Cf. de Moritz Geiger, La Estética, ya citada.

55
La queja de la fenomenología contra el psicologismo, el idealismo y el realismo
palpita en la obra de Heidegger. La obra de arte fue tratada más como actitud
subjetiva que como producto objetivo; como cosa más que como fenómeno y, por
el idealismo de Croce, Vossler y Collingwood, como un producto esencialmente
espiritual cuya manifestación objetiva o expresión, era secundaria. Heidegger, por
el contrario, partirá de la cosa expresada. Su meditación, al menos de momento66,
pone en el olvido al creador. Se trata de averiguar la esencia de la obra de arte. La
explicación no se puede buscar en el artista sino en la cosa misma. Describir,
simplemente y sin teoría filosófica previa alguna, es la condición de partida. “La
obra, como tal, únicamente pertenece al reino que se abre por medio de ella”67. Lo
que significa no tomar compromisos en la partida. Hay que dejar que el espíritu
hable con soltura y libertad. Este punto de vista, aparentemente ingenuo, es la
actitud fenomenológica. La fenomenología se revela entonces como la reflexión
intelectual que describe al ser que se oculta tras el ente. Como sabemos, para
Heidegger el hecho de que el todo esté oculto es la condición de la revelación de
las partes, como la luz es la condición de la aparición de las cosas: “El ser se
oculta en tanto que se revela el ente”. El ente es siempre mundano, múltiple y
singular.

Describir es al mismo tiempo descubrir, poner a la vista lo que estaba oculto


y de esta forma la descripción, sin dejar de ser fenomenológica, es, además,
ontológica.

Heidegger cree que un acercamiento fenomenológico evita la actitud


comprometida con doctrinas que, cuando investigan, ya saben de antemano
adónde llegarán. “Hay que dejar tranquila a la cosa misma en su descansar en sí.
Hay que tomarla en su propia estabilidad”68, nos advierte en más de una ocasión.
Observando simplemente, veremos cómo el arte visita a la cosa y cómo de esa
visita surge la cosa artística. Heidegger nos muestra un caso, que puede elevarse
a categoría universal, en el que dejando descansar la cosa en sí y sometiéndola
simplemente a la contemplación, o a la mirada del contemplador, la cosa deja de
ser cosa para comenzar “a hablar”. Al menos en el análisis que nos ofrece del
cuadro de Van Gogh, que representa un par de viejos zapatos de campesino,
Heidegger aplica su método con escrupulosidad y obtiene resultados ciertamente
satisfactorios. Después de haber contemplado la cosa artística, ésta “habla” y de
lo dicho se puede colegir su esencia, es decir, su verdad.

“La manera cómo el hombre vive el arte debe ser una explicación sobre su
esencia”69; lo que quiere decir que el sujeto contemplador participa en la
constitución de la obra artística. “Dejar que una obra sea obra es lo que llamamos
la contemplación de la obra. Únicamente en la contemplación, la obra se da en su
66
Cf. “El origen de la obra de arte”, especialmente el apartado „La cosa y la obra‟, pp. 41 y ss. Este
ensayo junto a “Hölderlin y la esencia de la poesía” se encuentran publicados bajo el título Arte y
poesía, con prólogo de Samuel Ramos. F.C.E., México, 1978. Seguiremos esta versión.
67
Ibíd., p. 70.
68
Ibíd., p. 50.
69
Ibíd., p. 120.

56
ser-creatura como real”70. Pero no hay que confundir esta actitud participativa del
contemplador que colabora con la constitución de la cosa-artística, con la actitud
simplemente psicológica, pues en la actitud fenomenológica el ponerse en
contacto con la obra acontece en la intuición que busca y encuentra la esencia, es
decir, lo que Heidegger llama la verdad del arte. Así como la obra no puede llegar
a la existencia sin la intervención del creador, tampoco puede despertar de ésta
sin el concurso del sujeto contemplador. “Si una obra no puede ser sin ser creada
–asegura Heidegger-, pues necesita esencialmente los creadores, tampoco puede
lo creado mismo llegar a ser existente sin la contemplación”71. La conciencia
contempladora72, en tanto instancia que posibilita el acaecer de la verdad del arte,
es puesta en primer plano por la investigación fenomenológica de Heidegger,
contribuyendo con ello de una manera muy original a establecer uno de los
principios fundamentales de la estética actual que sólo concibe la obra como
fenómeno que revela toda su riqueza y su sentido en el proceso de recepción. Sin
conciencia no tiene sentido el juego ontológico de la ocultación-desocultación, de
la alétheia como revelación del ser, ni de la claritas como revelación de la belleza.

1.1.2 Por otro lado, resulta igualmente novedoso el ataque intuitivo de Heidegger
hacia la comprensión de la naturaleza ontológica de la cosa artística. Lo primero
que observa es que una obra de arte puede ser considerada como una cosa más,
simplemente como una cosa más de las tantas cosas que existen en el mundo,
pero mientras las restantes cosas continúan siendo cosas en toda circunstancia, la
cosa-artística, en un momento dado, y en una situación adecuada, puede
abandonar la cosa para elevarse a un estrato o a un nivel de existencia espiritual
superior. Este segundo nivel es lo que Heidegger denomina lo artístico. Y es este
segundo nivel de lo artístico donde acaece, donde acontece el revelarse del ser,
es decir, la alétheia, el desocultamiento, la verdad. Luego, la obra de arte no es ni
la cosa, por un lado, ni el objeto artístico, lo que aparece por el otro, sino la
conjunción armónica de estos dos elementos. De ahí, pues, que la intención
primera de Heidegger sea ir al encuentro de la cosa artística en la obra de arte.
¿Dónde más podremos encontrar la esencia del arte –pregunta el filósofo- sino en
las obras artísticas? Heidegger dedica buena parte de su investigación “El origen
de la obra de arte” a averiguar en primer lugar qué es lo cósico de la cosa, es
decir, cuál es la esencia de la cosa que soporta a la cosa-artística, de esa cosa de
la cual surge el fenómeno estético. Se plantea el problema de diversas maneras,
lo ataca una y otra vez y, sin embargo, pareciera que no ha llegado a ninguna
conclusión satisfactoria, pues él mismo al final de su trabajo nos dice lo siguiente:
“Para la determinación de lo cósico de la cosa no basta ni considerarla como
portadora de propiedades, ni como la multiplicidad de lo dado sensiblemente en su
unidad, ni menos aún representarla como la estructura materia-forma que se

70
Ibíd., p. 104. Esta idea es de gran importancia en la llamada estética de la recepción en nuestros
días. Cf. H.R. Jauss, Pour une esthétique de la réception. Traduit de l‟allemand pour Claude
Meillard. Gallimard, Paris, 1978, y Wolfgang Iser The Implied Reader. John Hopkins Univ. Press,
Baltimore, 1974.
71
Ibíd., p. 104.
72
“Contemplativa” implica pasividad; “Contempladora” implica actividad.

57
deriva del carácter del útil”73. Sin embargo, aunque Heidegger no es nada claro en
esto, pareciera que cuando reflexiona sobre lo cósico de la obra de arte se está
refiriendo a la materia, es decir, a los elementos estructurales que soportan y
hacen posible la obra de arte. Es lo que con otros términos denomina la “tierra”74.

1.2. LA OBRA DE ARTE ES UNA COSA SUI GENERIS

No se puede conocer el origen de una cosa sin saber antes cuál es la


esencia de esa cosa. Por eso la investigación acerca del origen de la obra de arte
se transforma en otra más acuciante y fundamental que pregunta por la esencia
de la obra artística.

Lo más obvio es advertir que el arte está en la obra de arte; luego, no se


puede sino ir a las obras mismas que son cosas artísticas, para averiguar eso otro,
lo artístico, que no se reduce a la cosa que lo soporta. “Para encontrar la esencia
del arte que realmente está en la obra, busquemos la obra real, y preguntémosle
qué es y cómo es”75.

Lo primero, en consecuencia, es para Heidegger averiguar qué es lo cósico


de la cosa o, lo que es lo mismo, qué es una cosa. Una simple observación revela
pronto que todas las cosas son cosas. El cardo en el campo, el oso en el bosque,
el jarrón y la fuente, hasta las últimas cosas: “la muerte” y “el juicio final”. En fin,
para decirlo en una típica expresión heideggeriana “la palabra cosa nombra aquí
todo lo que simplemente no es nada. Según esta significación también la obra de
arte es una cosa, en tanto que es un ente”76, extraña manera de concluir que en
realidad la obra de arte es una cosa en el ancho mundo de las cosas.

Después de desestimar las tres doctrinas ontológicas sobre las cosas77, que
en el curso del pensamiento occidental han dominado en filosofía, Heidegger
anuncia que aún “no sabemos nada de lo cósico de la cosa”, pero a pesar de su
juego lingüístico y filosófico, pareciera que el filósofo distingue lo cósico de la cosa

73
“El origen de la obra de arte” en Arte y poesía, p. 108.
74
“Empero –escribe-, lo que en la obra tomada como objeto parece ser lo cósico en el sentido de
los corrientes conceptos de cosa, y que desde ella experimentamos es lo que tiene de tierra la
obra”. Ibíd., p. 107.
75
Ibíd., p. 39.
76
Ibíd., p. 42.
77
Heidegger no duda de que la obra de arte es algo más que una simple cosa, pero se da, de
todos modos, a la tarea de aclarar en qué medida participa la obra de la naturaleza de la cosa.
Esto lleva a una cuestión ontológica general, porque casi siempre se ha tomado la cosa como
modelo del ente. Tres son las tradicionales teorías sobre la naturaleza de la cosa que han
predominado en Occidente desde los griegos y Heidegger las discute: 1) la teoría substancialista
de acuerdo a la cual la cosa consta de una estructura o sustrato permanente; 2) la teoría
sensualista, que concibe la cosa como un conjunto de sensaciones y, 3) la teoría materia/forma
que explica la cosa como una conjunción entre la forma y el contenido.

58
artística por la capacidad de ésta de crear y fundar mundo. El examen de una obra
de Van Gogh así parece confirmarlo. Un cardo del campo, una hoja de un árbol
son también ciertamente cosas –según implica Heidegger-, pero por mucho que
contemplemos esas cosas, la cosa permanecerá muda. Vive en el silencio y
muere en él. Un par de viejos zuecos de campesino pueden ponernos en la pista
de lo que el sibilino lenguaje de Heidegger quiere desocultar (¿u ocultar?). Un par
de viejos zapatos reales, totalmente cósicos, no nos dirán nada, según él. Mas,
unos zapatos pintados, “representados” en el cuadro de Van Gogh, hablan al
espectador. Mediante un examen de aproximación fenomenológica Heidegger
cree haber descubierto en la sensación de confianza y familiaridad el fondo del
mensaje de la obra del pintor.

Sin embargo, aún no ha quedado claro qué sea lo cósico de la cosa –como
no sea en la obra de arte la materia de que está hecho el objeto artístico y que en
la obra no es simplemente materia, sino materia que habla por sí misma (una
catedral no es arquitectura hecha de roca, sino la roca en la arquitectura)-, pero al
menos hemos adelantado algo: la esencia del arte es “el ponerse en operación la
verdad del ente”.

Aquí entronca la doctrina del arte con los importantes conceptos de “ser”,
“ente” y “verdad”, auténticos pilares que sostienen el edificio metafísico de
Heidegger. “Si la verdad –afirma Heidegger- está con razón en una relación
original con el ser, el fenómeno de la verdad viene a caer dentro del círculo de los
problemas de la ontología fundamental”78. Toda la meditación estética de
Heidegger gira en torno de esta idea esencial: el arte es alétheia, principio que se
deriva, a su vez, de otro postulado central de su metafísica: la verdad es
“alétheia”, no adaequatio. Por esta razón, consideraremos brevemente su teoría
de la verdad para volver después sobre nuestro problema primordial. Digamos, sin
embargo, que la teoría de la alétheia compromete hasta sus raíces a la teoría
artística de Heidegger, tanto que las dificultades de su intento por constituir una
nueva gnoseología, basada sobre el principio ya señalado, se trasladan fácilmente
a su concepción artística.

1.3. LA TEORÍA ONTOLÓGICA DE LA VERDAD, SEGÚN


HEIDEGGER

Al hablar de la verdad en la Metafísica, Aristóteles afirma: “Decir, en efecto,


que el Ente no es o que el No-ente es, es falso, y decir que el Ente es y que el No-
ente no es, es verdadero”79. Esta especulación tardía de la reflexión griega ha
dominado en Occidente sin contrapeso. Hasta Kant, que se creyó libre de ella, la

78
Ser y tiempo, p. 234. F.C.E. México, 1951.
79
Libro IV, N° 7; N° 25-30. Versión trilingüe de Valentín García Yebra. Gredos, 2ª. ed., Madrid,
1982.

59
asumió completamente. En la filosofía medieval la doctrina de la verdad, así
entendida, tomó la forma de veritas est adaequatio rei et intellectus o veritas est
adaequatio, intellectus ad rem según sea que se subraye la adecuación de la cosa
con el entendimiento, o del entendimiento con la cosa. En cualquier caso, una y
otra formulación de la esencia de la verdad mientan siempre un “adecuarse a”.
Aquí el concepto clave sigue siendo el de conformidad, adecuación, coincidencia.
Se supone que existe un estado de cosas y que la proposición mienta. Si lo mienta
acertadamente querrá decir que la proposición coincide con el estado de cosas, o
si se quiere, que el estado de cosas coincide con la proposición. Heidegger cree
que a partir de Aristóteles la tradición filosófica se extravió, porque en buenas
cuentas el término alétheia, y su correspondiente latino “veritas”, no significa en
las primeras formas del filosofar griego “verdad” como adecuación, sino “verdad”
como “desocultación”, “desvelamiento”. En principio el Todo, el ser, está oculto80.
Lo que aparece son los entes mundanos, pero una adecuada operación puede
revelar, hacer aparecer lo ocultado, mediante un proceso de desocultamiento (tal
ocurre en el arte, por ejemplo). Mientras el término “verdad” nos lleva –
equivocadamente- a pensar en la verdad como concordancia, como propiedad del
enunciado (y por último del conocimiento), alétheia nos conduce a la cosa misma
antes de ir al juicio. Rigurosamente hablando, la verdad es prelógica, prejudicativa,
es decir, óntica. No es, pues, la verdad una propiedad del juicio, del conocimiento,
sino del ser. Alétheia es, entonces, des-velar lo que está velado, desocultar lo que
permanece oculto. La verdad (el “estado de descubierto”) –dice Heidegger- tiene
siempre que empezar por serle arrebatada a los entes. Los entes resultan
arrancados al “estado de ocultos”. Desocultar el ente es aparecer el ser. La verdad
como alétheia se relaciona estrechamente con el ser y con el ente. El proceso de
desvelar tiene su sentido. Está encaminado a que el ente se manifieste en lo que
es y cómo es. Pero es imposible que el des-ocultamiento ocurra si previamente no
se vive el ocultamiento. Si la esencia de la verdad es el desocultamiento del ente,
entonces el ocultamiento puede ser comprendido como la no-verdad. Y como la
no-verdad posibilita la verdad, ocurre igualmente que el ocultamiento es condición
del desocultamiento. “El ocultamiento, pues –señala Heidegger-, pensado desde la
verdad como desvelamiento, es el no-desvelamiento y de ese modo, la no-verdad
auténtica y más propia a la esencia de la verdad”81.

80
Cf. “De la esencia del fundamento”, apartado II, en ¿Qué es metafísica? y otros ensayos.
Buenos Aires, 1983.
81
Con la interpretación de la verdad como descubrimiento puede parecer que Heidegger se
enfrenta con toda la tradición filosófica; Heidegger piensa, por el contrario, que su interpretación es
“lo que la más vieja tradición filosófica antigua presintió originariamente y comprendió
prefenomenológicamente”. Aduce textos de Aristóteles y de Heráclito donde aparece la verdad con
el sentido fundamental de descubrir: alétheuein (Entdecktheit, Unverborgenkeit). Heidegger, lejos
de saltarse la tradición, se la apropia (Aneignung) originariamente. Cf. Manuel Olasagasti.
Introducción a Heidegger, p. 36. Madrid, Revista de Occidente, 1967.
El ser para los griegos es “aparición”. La esencia del parecer es el mostrarse, presentarse,
estar enfrente, hallarse delante (sich-zeigen, sich-dar-stellen, an-stehen, vorliegen); pero la
aparición es aparición a partir del ocultamiento, es des-ocultación o des-velación. Efectivamente, lo
que aparece es el ser; pero el ser se revela a los griegos como physis; la fuerza dominante que
brota…; pero el parecer como el nacer lleva implícito el salir del estado de ocultación. Por esa
conexión esencial de physis con alétheia podían decir los griegos: el ente es, en cuanto ente,

60
Aunque Heidegger complica, probablemente de manera innecesaria, la
comprensión de una idea en principio sencilla (que la verdad no es un atributo del
conocimiento, sino una situación originaria del ser), queda claro que la pretensión
heideggeriana va encaminada a desmontar la “equivocada” y dos veces milenaria
teoría de la verdad para, según él, ponernos en el camino correcto: el camino del
ser que de suyo es verdadero, en tanto verdadero ser, y no por operación del
entendimiento.

El fenómeno del conocimiento se origina en la verdad del ser y no en el


juicio, pero además ningún conocimiento puede ser verdadero si lo descubierto no
entra en una relación especial con el comportamiento descubridor. La verdad sólo
es verdad comprendida, no verdad en sí. El ente (Dasein) que conlleva estado
descubridor es esencialmente existencia humana en “estado abierto” al que
corresponde el “estado de descubierto” de los entes mundanos. De aquí se sigue
una consecuencia que procura un sello peculiar al ontologismo de Heidegger: “que
la verdad (como patentización del ser conocido ante el ser descubridor) y el
Dasein o ser propio del hombre (que es ese descubridor) se determinan
recíprocamente, ónticamente se engendran el uno al otro”82. “Verdad sólo hay –
dice Heidegger- hasta donde y mientras la existencia humana es. Los entes sólo
son descubiertos luego que un existente humano es, sólo son abiertos mientras un
existente humano es”83.

1.4. LA ESENCIA DEL ARTE COMO “PONERSE EN


OPERACIÓN LA VERDAD”
Si interpretamos bien a Heidegger, podríamos decir que en la
contemplación estética (esto es, en la conducta abierta del Dasein) aparece
desocultándose el ser que está oculto tras los entes mundanos. Así, por ejemplo,
en el cuadro de Van Gogh el viejo par de zapatos en cuestión es también un ente,
pero un ente representado por modo icónico, mas no por eso menos ente. El viejo
par de zapatos de labriego está ahí, representado, y ocultándose su ser. Mas un
comportamiento abierto, predispuesto del hombre en tanto contemplador, otorga
“confianza” a la obra y ésta poco a poco comienza a revelar su oculta identidad.
Cuando el hombre se transforma en contemplador, no de una cosa más sino de
una cosa artística, el cuadro deja ver su interior y aparece toda su riqueza. La
verdad, a unas con la belleza, se hace presente dejando temporalmente su estado
de ocultación para constituir el acontecimiento histórico que llamamos obra de
arte. La obra desoculta su ser en un momento dado y el desocultar funda en ese
momento la historia, se hace mundana y vive su mundaneidad a unas con el

verdadero; viceversa: lo verdadero como tal es ente; lo desocultado como tal, llega a mostrarse. La
verdad, como estado de desocultación, no es un añadido del ser, sino el ser mismo. Ibíd., p. 273.
82
“De la esencia de la verdad”, apartado IV. “La no-verdad como ocultación” en ¿Qué es
metafísica? y otros ensayos, p. 123.
83
Ser y tiempo, p. 260.

61
Dasein que es existencia abierta, aquí y ahora. La presencia del ser aclara al ente;
el “par de zapatos” queda iluminado. Ya no es meramente un “par de zapatos”
más entre los muchos del mundo, sino un par de zapatos que habla y al hablarnos
nos dice qué es el arte y nos muestra su esencia. La claritas es más que el
resplandor de la forma, es la impresión que queda cuando la cosa se descubre
ante la mirada para revelarnos su ser. En el arte, insistimos, esta revelación es
simultáneamente verdad y belleza.

El par de zapatos representado adquiere una dimensión nueva: su historia,


su pasado, su carga de vida tan ausente, son llamados a presencia por la mirada
atenta del contemplador.

Heidegger –en tanto contemplador- ve a través de los zuecos


representados aquello que la misma representación en sí no dice: ve, decimos, “la
verdad”. Descubre verdad detrás de la apariencia. “El cuadro de Van Gogh, es el
hacer patente lo que le es útil, el par de zapatos del labriego, en verdad es. Este
ente sale al estado de no ocultación de su ser”84. Es decir, la contemplación
procuró que la intuición rasgue el velo que cubría ese estar ahí de los “zapatos”
logrando que éstos aparezcan mostrándonos lo que hasta entonces ocultaban;
ocurrió la alétheia. Por eso Heidegger puede decir que el arte pone en operación
la verdad de los entes. Luego, la esencia del arte, “lo artístico” de la obra de arte
que reposa en la “cosa-obra-de-arte”, sería la verdad.

El arte, contrariamente a lo que ocurre con las cosas, es campo de


encuentro donde acontece la apertura del ser, el alumbramiento del ente.
Heidegger lo dice, por fin, con mucha claridad: “La verdad como alumbramiento y
ocultación del ente acontece al poetizarse”85.

Los objetos poetizados, en tanto actúan como entes artísticos, y no como


simples cosas, permiten que la mirada se demore en el ser de la creatura que la
obra de arte es. Demorarse en la contemplación es renunciar a la urgencia que el
mundo nos impone, es arrancarnos de lo habitual e insertarnos de pleno en el
mundo poetizado. Pero esta virtud del arte de inmovilizar las cosas que el
contemplador ve, no tiene para Heidegger una explicación puramente estética, y
en esto se diferencia de todos los artistas y críticos que han visto en el arte un
quiebre de la vida práctica y una entrada en un mundo inhabitual. La obra, para él,
“cuando nos arranca de la habitualidad y nos inserta en lo abierto por la obra” lo
hace para “hacer morada nuestra esencia misma en la verdad del ente”. En otros
términos, el poner-en-la-obra la verdad, impulsa lo extraordinario al tiempo que
expulsa lo habitual y lo que se tiene por tal86.

84
“El origen de la obra de arte”, Arte y poesía, p. 63.
85
Ibíd., p. 110. Heidegger agrega además: “Todo arte es como dejar acontecer el advenimiento de
la verdad del ente en cuanto tal, y por lo mismo es en esencia Poesía”.
86
Cf. Ibíd., p. 115.

62
1.5. EL DOBLE PLANO DE LA OBRA DE ARTE
Heidegger asume que la obra de arte es un proceso de colaboración –un
poco como ocurre con el conocimiento kantiano- entre los elementos primarios de
la obra y otros elementos que, sin ser primarios, son esenciales en ésta: lo primero
es considerar la obra como lo que es entre las demás cosas; una cosa que
comparte la suerte de todas las cosas del mundo. Como tal está sometida a las
leyes del espacio y del tiempo y se comporta en consecuencia. Toda obra de arte
debe extraer una materia prima de la naturaleza, para desde ella sobrepasar la
materia y crear otra cosa. Heidegger llama tierra, metafóricamente, a esa materia
prima. Sin embargo, no es una metáfora baldía. Tierra no quiere decir el suelo que
pisamos; tierra, en un sentido cósmico y metafísico, es la madre de quien todo
proviene y a donde todo va. Es propio de la tierra guardar su secreto. La tierra no
habla fácilmente, mas el artista la hace hablar. Veamos en qué sentido el artista
arranca de la tierra la verdad. La estatua está hecha de mármol, el mármol en la
cantera está ahí como una cosa más. Guarda y oculta su enigma. Pero el mármol
convertido en David ya no es simplemente mármol. Despliega todo su ser dormido
en acción, forma y volumen que llevan al mármol (o la tierra, como diría
Heidegger) infinitamente más allá de sí mismo. Entonces el mármol da paso, por
medio de una colaboración con el contemplador, a un segundo estrato que ya no
es lo cósico, sino lo artístico de la cosa que es justamente la esencia de la obra
donde se pone en operación la verdad. El objeto, en cuanto cosa, se ha superado
a sí mismo y ha posibilitado que aparezca un nuevo ente que antes vivía oculto en
lo más secreto de la materia. Lo artístico se confunde con lo no-artístico en un solo
ser: la obra. Cuando este “milagro” se ha operado la obra está –como los “viejos
zuecos” del cuadro de Van Gogh- en condiciones de hablar. Sólo falta que la
existencia de la obra coincida en un terreno propicio con una existencia humana
abierta, dispuesta a colaborar en la revelación de la verdad. Estos “momentos” del
ser artístico, que nosotros interpretamos como estratos, Heidegger los considera
simplemente como partes.

La intuición del filósofo germano ha sido muy profunda y acertada, pero no


saca de ella el provecho que su descubrimiento exige. Quizá el abandonar el
método que tan buen rendimiento le había dado en la aproximación a la obra de
Van Gogh sea consecuencia de la dificultad con que en adelante va conquistando
algunos resultados que, como éste, sin embargo, quedan un poco a medio nacer.
Si en vez de lucha, a la manera heraclitiana, entre la tierra (interpretamos lo
cósico) y el mundo (lo artístico), y en vez del análisis dialéctico hubiera
perseverado en su enfoque fenomenológico, Heidegger seguramente habría visto
claro –como han visto otros fenomenólogos al par, antes o inmediatamente
después que él- la enorme importancia de sus descubrimientos relativos a los
planos que pueden intuirse y distinguirse en el fenómeno artístico en cuanto “obra-
para-un-ser-que-la-percibe”.

63
1.6. PUNTOS OSCUROS Y DISCUTIBLES EN LA
DOCTRINA ESTÉTICA DE HEIDEGGER
El primer problema que se nos presenta es examinar si la doctrina estética
que nos ha expuesto el filósofo germano queda o no implicada por su teoría
general de la verdad87. A juzgar por el sentido que en uno y otro respecto adquiere
el concepto de alétheia por él traído, pareciera que efectivamente la implica. La
verdad es un atributo del ser que puede revelarse tanto en una tela de Van Gogh
como en un poema de Hölderlin, o simplemente en una meditación filosófica,
como El origen de la obra de arte, por ejemplo, del propio Heidegger. En todos
estos casos el ser queda desocultado y en consecuencia se nos muestra en lo que
es y cómo es. El arte y la metafísica serían, según este punto de vista, regiones
donde suele operar la verdad. De esta suerte, si se refuta la teoría general de la
alétheia se refutaría también la teoría estética de Heidegger.

Recordemos que Heidegger aspira a desplazar el problema de la verdad del


plano lógico y epistemológico al ontológico, llevando a cabo una reforma capital de
la teoría del conocimiento. “Uno de los elementos principales –sostiene Millas- del
replanteamiento heideggeriano es la crítica del concepto de concordancia, y el
intento, si no de erradicarlo por entero, de eliminarlo como categoría primaria para
la dilucidación de la idea y la experiencia de la verdad”88. Sin embargo, como bien
muestra Millas, el intento heideggeriano con aportar ricos elementos para la
comprensión del concepto de verdad, no logra en modo alguno derribar y sustituir
la vieja idea de la verdad como adecuación o concordancia y como manifestación
propia del juicio que mienta el ser y no del ser mismo.

Como la teoría de la alétheia –por muy sugerente que sea- no tiene opción
de triunfar habría que examinar si la teoría estética de Heidegger tiene alguna
oportunidad de sobrevivir al margen de la teoría general de la alétheia.

Considerando, pues, única y exclusivamente la teoría del arte según la


enuncia Heidegger en sus dos ensayos El origen de la obra de arte y Hölderlin y la
esencia de la poesía, no advertimos cuál es el criterio para distinguir la verdad
operando en una obra de arte de, por ejemplo, una pseudo-verdad: ¿cómo
asegurarnos –qué criterio utilizar- que lo que ve Heidegger, y sólo lo que él ve, en
el cuadro de Van Gogh corresponde a la verdad?, ¿qué ocurre si a otro
contemplador el cuadro de Van Gogh “habla” –como es lo más probable- de otra
manera? Nada obliga en realidad a ver en los viejos zapatos aquellos, los zuecos
de un labriego. Bien podríamos imaginar que son los zapatos de un pastor, o de

87
“Por más que sus trabajos estéticos tengan cierta autonomía y el propio autor aluda muy
escasamente a su obra anterior, es claro que aquéllos tienen en sus ideas centrales el supuesto de
El ser y el tiempo. A semejanza de este libro que es su ontología, los dos pequeños ensayos
estéticos pueden considerarse como una ontología del arte en su más estricto sentido”. Samuel
Ramos en “Prólogo” a Arte y poesía, p. 8.
88
La idea de la filosofía, Vol. II, p. 475.

64
un obrero que los ha dejado abandonados al regreso del trabajo y… mil cosas
más. ¿Cómo distinguir, entonces, entre la verdad de éste, ése y aquél? Es claro
que en Heidegger no hay ninguna pista que nos permita descifrar este enigma,
porque es claro, además, que el concepto de alétheia concebido como la esencia
de la obra de arte es inadecuado para explicar la esencia del arte.

Por otro lado, Heidegger identifica verdad y belleza, de lo cual se sigue que
toda obra de arte si es verdadera es bella. Pero, ¿qué se entiende por “bella”?
Quizá Heidegger esté identificando el arte con un tipo determinado de arte, con el
realista, por ejemplo. Así lo da a entender su afirmación de que los viejos zapatos
del labriego representan unos zapatos de labriego89. Hay aquí una doble dificultad:
a) el arte es representación, cosa más que discutible, por no decir derechamente
falsa, y b) en caso que así sea, qué ocurre con la pintura abiertamente abstracta,
por ejemplo, ¿qué representa el Cuadro II de Mondrian?, o ¿qué representa la
música o la propia arquitectura que el propio Heidegger toca brevemente? Otra
dificultad adicional se suma a estos problemas: ¿es lícito identificar belleza y arte?
Hay obras que abiertamente rechazan la idea de belleza, al menos tal como se la
concibe –y la concibe Heidegger- en los clásicos cánones estéticos. ¿Qué belleza
puede haber en el cine de terror o en el teatro del absurdo? Y, sin embargo, estas
obras son cabalmente obras de arte. Si se responde diciendo que la belleza de
tales obras radica en el tratamiento de los temas y no en los temas en tanto
tratados, el argumento es débil. Por el contrario, si se argumenta que la belleza es
un sentimiento subjetivo, o que cada cual encuentra belleza donde puede,
entonces, ¿cómo identificar belleza, que es algo subjetivo, con verdad, que se
supone es algo objetivo? La aclaración de este problema no es cosa vana porque
de ello depende el ser distintivo o “la esencia de la esencia” (como dice
Heidegger) del arte.

Si aplicamos rigurosamente el método fenomenológico para hacer que un


objeto nos abra su intimidad, nos “hable” al oído, como ocurre con la obra de Van
Gogh, ¿qué razones habría para que esta revelación íntima que nos entrega un
par de viejos zapatos “pintados” no nos la entreguen los zapatos mismos?
Después de todo, unos viejos zapatos de labrador arrumbados y olvidados en un
rincón también tienen su historia, y esa historia se puede leer también en ellos
directamente. No se puede decir de tales zapatos que son pura cosa o mera cosa.
Son ciertamente entes mundanos como todos los entes mundanos y, en tanto
tales, no hay razón para que el ser no se des-oculte a través de ellos. Además, no
son mera cosa como una roca a la vera del camino, o como la nieve en la cumbre;

89
Por lo demás, el propio Heidegger rechaza la idea del arte como mímesis –aunque en el caso
del cuadro de Van Gogh hable siempre de “representar”-, y ve en la teoría de la representación
artística un símil tan erróneo como la teoría de la representación proposicional. En uno y en otro
caso se trata de evitar la teoría de la adaequatio; mas, para eso hace falta considerar el arte como
ficción pura y simplemente y no como una cosa real a través de la cual adviene la verdad. Sin
embargo, Heidegger no piensa ni sospecha nunca que los entes artísticos son entes de ficción
pura y simplemente y que en eso se diferencian de las demás cosas, y no en que nos dan acceso
a la verdad.

65
son algo más. Unos viejos zapatos arrumbados en el trastero guardan también el
secreto encanto de un tiempo vivido, ido y acabado.

Todos sabemos los recuerdos que en nosotros evocan los objetos que
formaban el ambiente de nuestra niñez. Quizá unos viejos zapatos abandonados
podrían traernos a la memoria las escenas que vivimos cuando ellos eran nuestros
“zapatos de confianza” y tal vez, ahora recordando y evocando, nos permitan
comprender mejor lo que entonces pasó inadvertido. Un viejo objeto de uso
doméstico de un lejano día es también algo más que una cosa; guarda, como “el
arpa” del poema de Bécquer, un misterio, ocultan una “verdad” a la que también
podemos acceder mediante una contemplación plena (intuición en el sentido
fenomenológico).

En realidad, todo esto revela lo profundamente erróneo en la teoría de


Heidegger sobre el arte. El arte ciertamente no es una cosa, como cualquier otra,
pero tampoco es el arcano que nos revela la verdad cuando asumimos ante él la
actitud contemplativa. Los artistas no son iluminados que ven la verdad y la dejan
reposar en la obra para que ciertos espíritus selectos hablen con ella. “Los
zapatos” de Van Gogh bien pueden hablar también de otra manera y tan ni
siquiera hablar, que el silencio es también una manera de estar en el mundo. La
verdad, si queremos mantener el rigor de los conceptos, no tiene nada que hacer
en el arte, aunque de hecho a veces haga algo. La verdad es propia del discurso,
es una cuestión relativa al conocimiento, no al arte, no a la contemplación. Decir
que la esencia (nada menos que la esencia) del arte es “poner en operación la
verdad” es confundir innecesariamente las cosas. Entonces, ¿cuál es la esencia
de la filosofía o de la ciencia? Si se dice que también corresponde a la esencia de
la filosofía (o de la ciencia) “poner en operación la verdad” o desocultar el ser, se
está diciendo que arte, filosofía y ciencia son una misma cosa. Si pensamos el
mundo con claridad y con el auxilio de la lógica, que Heidegger abandona a veces
totalmente, veremos que el arte es un dominio muy diferente de la ciencia y que la
verdad ni es la preocupación primera del artista, ni es la esencia de la obra
artística, ni mucho menos lo que el contemplador busca y encuentra en la
experiencia estética fundamental.

66
Capítulo V

LA ESTRUCTURA ÓNTICO-EXISTENCIAL DE
LA OBRA DE ARTE EN LA ESTÉTICA DE
SOURIAU

La obra de arte es el centro de la preocupación de la estética de Souriau.


Ésta es, primeramente, existencia plena, condensada y perfecta. Es una realidad
tanto o más perfecta que cualquier otra realidad.

En cada obra de arte hay algo que la hace ser lo que es y cómo es. Este
algo es una determinada esencia que puede explicarse como una arquitectura
interna y necesaria que constituye la ley de la correspondencia. Por esta última
idea Souriau implica que cada una y todas las artes en general, a pesar de las
enormes diferencias que pueden separar a una sinfonía de un conjunto
escultórico, por ejemplo, comparten algo que les es común.

Para encontrar este común denominador Souriau considera imprescindible


plantear las cosas desde el principio y, si es necesario, crear una ciencia y un
método nuevo. Pretende crear de esta forma una estética comparada, pero que
nada tiene que ver con la clasificación y comparación de los rasgos externos de
las obras, sino que se dirige a sus notas esenciales.

En realidad, lo que Souriau hace es adoptar una actitud y un método


fenomenológico para indagar en la existencia íntima de la obra de arte. Esta
investigación se dirige a la pura obra y deja conscientemente de lado todo lo
relacionado con el autor o con el contemplador. Descubre, al igual que Ingarden,
varios estratos en la obra, pero en vez de caracterizarlos ontológicamente, pone el
acento en su carácter existencial. Distingue, pues, cuatro capas que van desde la
existencia física, pasando por la existencia fenomenológica, por la reica o cosal,
para culminar en la existencia trascendente.

67
Lo mismo que Ingarden, Souriau sostiene que estos planos interactúan y se
complementan mutuamente, instalando así la obra como un ser rico y complejo en
la existencia.

Examinamos esta teoría a la luz de un ejemplo –la Gioconda de Leonardo-,


que el mismo Souriau exhibe como prueba testimonial del acierto de su teoría.

1.1. ASPECTOS PRELIMINARES DE LA ESTÉTICA DE


SOURIAU
El problema –abierto por Ingarden- de la estructura óntica de la obra de arte
ha dado origen a una serie de investigaciones que, desde diversos puntos de
vista, intentan encontrar en esta estructura la respuesta más apropiada a la
pregunta que interroga por el ser de la obra de arte.

El enigma que desencadena la investigación de Souriau90 es, en cierto


modo, el mismo que nos ha movido a realizar este trabajo y es el mismo que más
de una vez ha llamado la atención del artista y del filósofo. Estamos conscientes
de que el arte es un fenómeno múltiple. Existen diversos géneros artísticos y
dentro de cada género infinidad de individuos, cada cual con su propia
personalidad e idiosincrasia y, no obstante, emparentados por una cierta esencia
sin la cual no podrían ser considerados obras de arte. Pero “¿hasta dónde habrán
de llegar las semejanzas, las afinidades, las leyes comunes? Y, ¿cuáles son
también las diferencias que podrían decirse congénitas? He aquí nuestro
problema”91.

Souriau parte de esta intuición: existe una correspondencia capital en las


artes. Ahora, si se quiere penetrar en el corazón del problema y desentrañar
desde la esencia misma de las artes la naturaleza de esta hermandad estructural,
Souriau cree imprescindible fundar una nueva disciplina: la estética comparada.
Esta nueva ciencia, que de algún modo se asemeja a la literatura, pero que es
radicalmente distinta, tendrá que comenzar por fundar su propio léxico técnico,

90
Etienne Souriau es uno de los primeros estetas franceses del presente siglo que sin ser
fenomenólogo adopta, sin embargo, una orientación fenomenológica en el estudio del fenómeno
artístico. Su obra más conocida es L’instauration philosophique, París, 1939. En esta obra plantea
que el verdadero pensamiento es una construcción, una instauración, concluida con perfección y
belleza. En La correspondence des arts. Elements d’esthetique comparée (1947) que aquí usamos
en su versión española La correspondencia de las artes, F.C.E. México, 1979, aplicando estas
ideas a la obra de arte, sostiene que en ésta –y en todas en general- subyace una arquitectura que
hace posible la existencia misma (bella y perfecta) de todo producto artístico. Souriau ha sido
presidente de la “Sociedad Francesa de Estética” y codirector de la importante revista francesa
Revue d’Esthétique, órgano de expresión de fenomenólogos como R. Bayer, M. Dufrenne y otros
importantes estetas franceses.
91
Etienne Souriau, La correspondencia de las artes, p. 7. México, 1979.

68
organizar un vocabulario común y, si fuere necesario, “inventar medios de
exploración realmente paradójicos”, dice Souriau.

La tarea es bien clara: averiguar lo que hace a las artes distintas entre sí y
al arte permanente. Souriau entiende por “lo permanente” lo estable, el acto, la
“ley de las correspondencias”.

Naturalmente que un problema tan radical, que exige el nacimiento de una


nueva ciencia, exige también un método nuevo. No se trata, como en la literatura
comparada, de juntar materiales, examinarlos y clasificarlos de acuerdo a ciertas
semejanzas externas. Souriau está convencido que la explicación de este
problema afecta a la esencia misma de las artes. Existen analogías ocultas y sólo
un método que se acerque al ser de las artes podrá dar cuenta de la naturaleza de
la correspondencia y, por ende, de la esencia del arte. La diversidad de géneros
constituye una realidad sólida, perfectamente identificable en la singularidad
existencial de cada obra de arte. La nueva ciencia que Souriau propone viene a
ser una especie de “anatomía” o de “fisiología” general del fenómeno artístico,
destinada a describir y a dar cuenta tanto de la forma como de la estructura de los
hechos artísticos.

El método que esta disciplina general utiliza “consiste en situarnos frente a


las obras, más bien que frente a los hombres, artistas, creadores, o quienes las
contemplan”92. Souriau cree estar creando algo nuevo (una estética comparada
que trabaje con métodos objetivos y rigurosos) pero, en verdad, no está sino
adoptando una actitud fenomenológica ante un problema bien delimitado, y
aplicando un método fenomenológico en la conquista de su solución.

Por otra parte, observa Souriau que la obra de arte se parece a la obra
técnica así como el arte se asemeja a la técnica, pero con una diferencia crucial.
El ser artístico es el medio y el fin al mismo tiempo. La finalidad del artista es
“óntica” en cuanto el ser creado de la obra de arte no es un “ser para” o “al servicio
de”, sino que es ser en sí mismo. No hay en el ser artístico una finalidad que
trascienda lo artístico, así como la hay en el puente que construye el ingeniero,
que es puente, pero es también “lo que cruza el río”. Por eso Souriau define el arte
como “actividad instauradora”. Es decir, como conjunto de procedimientos y
búsquedas orientadas a la producción de un ser. Ahora bien, ¿cómo es este ser?
Hasta ahora hemos visto al artista en relación estrecha con la obra. Conviene
examinar cómo Souriau ve la obra misma ya que, en definitiva, una visión
fenomenológica de la obra artística excluye a su creador.

92
Ibíd., p. 31.

69
1.2. LA OBRA DE ARTE ES INSTAURACIÓN DE
EXISTENCIA INTENSIFICADA Y DESLUMBRANTE
COMPUESTA DE UNA CUÁDRUPLE ESTRUCTURA
ÓNTICO-EXISTENCIAL
“Uno de mis amigos –escribe Souriau- está sentado al piano. Yo aguardo.
Suenan los tres primeros compases de la Patética. Pese a que no se ha abierto la
puerta, alguien ha entrado. Ya somos tres: mi amigo, yo y la Patética”93. El caso,
más poético que filosófico ilustra, sin embargo, de manera adecuada la postura de
Souriau. No hay razón alguna para restar o negar existencia a los entes artísticos
porque ellos, de una manera intuitiva para nuestra conciencia, imponen su ser con
tanta fuerza como cualquier cosa del mundo. Sea cual fuere la forma en que se
quiera concebir el modo de existencia de las obras de arte, no podrá dejar de
reconocerse que son. “Son” quiere decir: existencia real e individual94. La
diferencia entre estos seres artísticos y los no-artísticos radica en que los primeros
agotan en su ser toda su existencia; ésta constituye su finalidad. La cosa artística
posee una finalidad sin fin, como afirmaba Kant. Es importante este
reconocimiento de Souriau (y que hoy nos puede parecer obvio) por dos razones:
1) reconoce autonomía e independencia existencial a la obra de arte, y 2) permite
justificar una disciplina estética autónoma. El siglo XIX, y todavía parte del XX, no
pudo pensar el arte como actividad autónoma ni la obra artística
independientemente de sus circunstancias: siempre se la consideró como una
adherencia del ser, un apéndice de la existencia. El ser artístico era una
proyección, una sombra de su creador. En consecuencia, la estética era también
una prolongación de la psicología o de la metafísica. No tenía un objeto propio de
estudio porque la obra de arte no “era” un objeto estrictamente hablando. Era tan
sólo en cuanto proyección de un estado espiritual, o el lugar donde solía posarse
la belleza, el verdadero objeto de estudio del idealismo hegeliano.

Para Souriau, en cambio, la cosa es muy diferente. La obra de arte es en sí


un universo. Un pequeño mundo que implica infinidad de relaciones con sus
dimensiones espaciales, temporales y espirituales. Pero también un mundo “con
sus ocupantes reales o virtuales, inanimados o animados, humanos o
sobrehumanos, con el universo de los pensamientos que despierta y mantiene
deslumbrante ante las mentes”95. La Virgen de las Rocas, Los peregrinos de

93
Ibíd., p. 39.
94
“Y el hecho es –dice Souriau- que este universo existe, sea cual fuere su modo de existir. Más
aún, por ser obra maestra, dispone de una existencia particularmente intensa y deslumbradora”.
Ibíd., p. 42.
95
“Un mundo –afirma Souriau- podrá ser un breve instante, o una amplia cosmología, la cual nos
ofrecerá incontables riquezas en seres, aventuras, sentimientos, espacio, tiempo y presencias. Un
mundo que, igual que una sinfonía, o una decoración arbitraria, podrá bastarse a sí mismo,
brindando una nueva naturaleza, un ser de un tipo desconocido para la cosmología concreta y
natural; o que podrá, como el cuadro o el poema, recordar la naturaleza y los seres del mundo
usual, a la vez que rivalizar con éste al transfigurar más o menos lo que de él evoca, quizá
simplemente (como mínimo) al iluminarlo con un fulgor, con una como claridad u obligación interior,

70
Emmaús, la Catedral de Salamanca, la Pequeña Serenata Nocturna no son
solamente –podríamos decir, interpretando a Souriau- superficies coloreadas,
torbellino de notas que estremecen el aire o piedras hábilmente ordenadas. Son, y
principalmente, existencia intensificadas deslumbrantes y deslumbradoras. Estas
reflexiones preliminares sobre la naturaleza del arte y de la estética comparada
están encaminadas a despejar el terreno en el cual Souriau pondrá en acción su
teoría artística. La obra de arte es un ser que posee una existencia singular y
completa tal como puede serlo una existencia humana. Souriau observa que ni la
existencia humana ni la artística son existencias planas, es decir, acontecimientos
que agotan su existencia en un solo estrato monolítico. Al revés, únicamente
después de haber reconocido distintos planos existenciales, Souriau cree que se
podrá abordar el estudio de las estructuras arquitectónicas regulares y constantes
que caracterizan y emparentan las diversas artes entre sí. Por modo de caso
paralelo podemos considerar la existencia del hombre, de un hombre cualquiera.
Lo más evidente es reconocer en él una existencia física. Es un algo que se
establece y constituye en un punto del espacio-tiempo. En este sentido es, como
todas las cosas físicas del mundo. Pero detrás, y de inmediato, se nos aparece
una existencia psíquica. El hombre viene a ser así una cosa que siente, que
piensa, que quiere. Y, para culminar, aparece la existencia que corona y
singulariza la existencia humana: la existencia espiritual. “Una persona es por
igual el centro hipotético, el principio original de mil acciones diversas, y la
realización ideal, y como quien dice situada en el infinito, de una unidad que se
busca a sí misma”96.

Sin embargo, la existencia artística es más plena y completa que la


humana. Mientras el hombre está a medio camino entre el ser y la nada, la obra
de arte existe más intensa y esplendorosamente, es un ente mejor terminado e
instalado en el ser. Es justamente por virtud de esta existencia plena y colmada
que su ser cobra mayor hondura y espesor y que la obra aparece como un todo
estructurado, montado en varios planos de existencia, de acuerdo a las ideas de
Souriau.

Heidegger había apuntado, aunque de manera poco clara, a un doble ser


de la obra artística: era, por un lado, existencia cósica; era, por otro, existencia
artística. Ingarden con mayor conciencia descubre los diversos estratos de la obra
de arte literaria. Souriau, también con vocación fenomenológica, describe cuatro
planos existenciales en la obra de arte: a) el físico, b) el fenomenológico, c) el
reico o cosal, y d) el trascendente. Estas distintas maneras de existir son
modalidades de existencia que pueden aparecer como distintas y separables a la
investigación estética, pero que en la obra misma y a la mirada del contemplador,
se dan como un todo unitario y armónico. La obra se extiende por estos cuatro
planos existenciales que ocupa opulenta y sustancialmente. “Entre estos cuatro

que lo hace más plausible y más necesario. Que lo justifica más en su presencia, porque ésta
aparece más legítima, más digna de ser que de haber sido olvidada por los dioses cuando
crearon”. Ibíd., p. 337.
96
Ibíd., p. 58.

71
órdenes de realidades, existen mil armonías, mil correspondencias, que hacen
vibrar resonancias interiores en las mil correlaciones de un todo orgánico y
arquitecturado”97.

En breves términos, Souriau considera, pues, la obra de arte como un ser


complejo, cuyos planos existenciales interactúan y se complementan mutuamente.
Pero ¿no es ésta la misma teoría de Ingarden vista desde una perspectiva
diferente y explicada con otro lenguaje? Sí y no. Sí, en tanto las ideas de Souriau
son variaciones sobre un mismo tema –tema, por otro lado, cuyo verdadero
creador fue Husserl-; no, en cuanto Ingarden se dedica básicamente a la
estructura óntica del ser artístico literario, mientras Souriau pone el acento en la
estructura existencial de la obra, en el cómo de darse su existencia a la mirada del
contemplador.

Dediquemos, pues, algún espacio a examinar esta existencia estratificada


de la obra. Expondremos las ideas centrales de la teoría teniendo a la vista la
Gioconda, que es la obra que toma por caso el esteta francés para ir desarrollando
sus ideas. Sin embargo, en determinados momentos Souriau suele ser un tanto
parco, pareciendo dar por entendido lo que él intenta demostrar. En estos casos
no hemos podido resistirnos –por more a la claridad de la doctrina de Souriau- a
introducir nuestros propios ejemplos y observaciones, siempre dentro del marco
general del pensamiento del filósofo francés.

1.2.1. La existencia física. Realicemos nuestra exposición, siguiendo a Souriau,


mediante un caso representativo de las artes plásticas. ¿Qué es la Gioconda de
da Vinci, primero y fundamentalmente? Un objeto-materia, un lienzo, un bastidor,
pigmentos de color. Se trata del cuerpo físico de la obra. Sin él nada es y, sin
embargo, él no lo es todo; no puede existir obra de arte sin este cuerpo. En
algunos casos el cuerpo será denso y compacto, como en la estatuaria y la
arquitectura; en otros ligero y sutil, como en la música. Una catedral, una
escultura, son, ante todo piedra, mármol. Una sinfonía es aire estremecido y
vibrante. Es sólo con esta corporeidad física que la obra viene a la existencia, una
existencia real y positiva como cualquier otra existencia física. El mármol o la
piedra preexisten a la obra. Están ahí en la cantera desde siempre esperando un
momento propicio para cobrar nueva vida y llegar a la existencia convertidos en
seres que, sin abandonar la materialidad, la superan largamente. En ciertas artes
como en la música y la poesía esto no ocurre. La obra es una creación espiritual
que se hace posteriormente carne en una situación adecuada y feliz. Si una
orquesta profesional, bien dirigida, interpreta la Novena Sinfonía de Beethoven, la
Novena es llamada a la existencia, una existencia momentánea y virtual que vive y
muere al mismo tiempo. Una obra musical es desarrollo en el tiempo; una obra

97
Ibíd., p. 89. Estas palabras –y estas ideas de Souriau- nos recuerdan inevitablemente “la
estructura multiestratificada y polifónica” de la obra de arte literaria de que nos habló Ingarden.
Aunque la coincidencia de esta doctrina con la de Ingarden es muy grande, Souriau no la
menciona para nada.

72
pictórica es instalación en el espacio. Y, sin embargo, la obra musical como la
literaria sigue existiendo en una existencia dormida, esperando una oportunidad
propicia para venir a la existencia en plenitud. Si la obra es de mala calidad viene
a la existencia precariamente, viene mal traída y cobra un cuerpo que, en cierto
modo, es imperfecto. Pero, por muy imperfecto que sea su cuerpo es su única
oportunidad y manera de existir. Y, sin embargo, se pregunta Souriau ¿puede
existir una obra de arte antes de tener un cuerpo?, ¿por qué no podríamos decir
que en el músico o en el poeta existe la poesía en esencia, aunque aún no se
haya presentado con sus vestiduras materiales al mundo?

Después de considerar la cuestión Souriau se decide negativamente.


Recordemos que para Croce la poesía es intuición de imágenes. Intuida la imagen
la poesía ya está. La expresión de la intuición con ser importante, es proceso
derivado y secundario. Nada agrega el cuerpo físico-expresión a la esencia
artística, más bien le resta. La obra de arte para Croce adquiere estatuto
ontológico en el espíritu del creador. En este punto se separan radicalmente
fenomenólogos de espiritualistas. Con pleno sentido se pregunta Souriau cómo
distinguir entonces entre obras acabadas y obras apenas intuidas, entre poeta y
no-poeta98.

Souriau –lo mismo que todos los fenomenólogos- sustrae la obra a las
vicisitudes espirituales del creador para instalarla de lleno en la existencia objetiva,
mediante un cuerpo en el cual la existencia se hace “carne”. Los argumentos del
fenomenólogo se hacen fuertes en las artes del espacio porque es evidente que
en la obra arquitectónica y pictórica la existencia espiritual de que nos habla Croce
no puede ser sino muy precaria. Una melodía puede ser creada o recreada en el
espíritu sin el apoyo del papel o de la orquesta, pura y simplemente; pero esto, por
la propia naturaleza tridimensional (volumétrica) de la arquitectura, y aún de la
pintura, es imposible. Pero, además, una obra en el espíritu es una obra individual
y subjetiva a la que jamás obtendremos un acceso intersubjetivo.

La importancia del cuerpo físico de la obra es indispensable para que


Souriau pueda exponer de su teoría de “la arquitectura” de la obra artística. Este
cuerpo está llamado a sostener y a presentar al espectador y al oyente, el cúmulo
de cualidades sensibles y de fenómenos puros que constituyen lo artístico del arte.
Mas, el cuerpo no es un andamiaje que posibilita la construcción para después ser
retirado. Retirar el andamiaje es destruir la obra. En efecto, ¿qué sería de nuestra
“Gioconda” sin un cuerpo, es decir, sin el lienzo y color que la sostiene, la nutren y
le prestan vida? Cualquier decaimiento del cuerpo pone en peligro la salud

98
Camón Aznar, por ejemplo, subraya con la mayor energía el aspecto expresivo de la obra. la
obra es, fundamentalmente, expresión. “La estimación esencial del arte –escribe el esteta español-
nos lleva, como primer postulado, a aislarlo de toda valoración histórica y subjetiva. A eximirlo de
todas las alusiones temporales y de toda simpatía o repulsa del espectador, y a considerarlo en sí
mismo, intuyendo su esencia y describiendo esta esencia con los rasgos más puros y universales”.
El arte desde su esencia, p. 113, Espasa-Calpe, Madrid, 1962.

73
espiritual de la obra artística. “El cuerpo, pues, forma por entero parte del todo de
la obra”99.

Y aunque Souriau parece estar pensando más bien en las artes visuales –
que, impropiamente, a nuestro entender, llama “representativas”-, sus
observaciones también se extienden, aunque más sutilmente, a la música y a la
poesía. Si la orquesta no “suena”, si el piano no “toca”, la obra musical aún no ha
comenzado a existir. Si el poeta no re-cita o no escribe, jamás podremos hablar
sensatamente de la obra poética. Sin un cuerpo material 100 la “obra”, o lo
“espiritual” de la obra, está condenada a vagar en una especie de limbo, como las
almas de los muertos en el infierno de Homero que son pura apariencia, sombras
privadas de cuerpo, inteligencia y sentido. Si no comenzamos por reconocer la
presencia empírica de la obra en cuanto pura cosa del mundo, jamás podría existir
vivencia estética del arte.

1.2.2. La existencia fenomenológica. Continuemos con la Gioconda y


preguntemos ahora ¿cómo es que existe también como fenómeno? Sin duda es
algo más que un cuerpo físico; es, por ejemplo, un conjunto organizado de
sensaciones que impresionan nuestra retina y desde ella viajan a nuestro cerebro.
Pero sensación quiere decir para Souriau cualidad objetiva de la cosa y no
cualidad subjetiva que el espíritu proyecta sobre las cosas. El color, el sonido
(son-oído), son cualidades que están en la obra y no proyecciones anímicas del
espíritu. No es lo mismo decir “Juan es rubio” que decir “Juan es simpático”. “Lo
rubio” de Juan caería dentro de lo que Souriau llama qualia; “lo simpático”, no.
Justamente la razón de ser del cuerpo físico en el arte es la de sostener con su
estructura ese grupo concordante de sensaciones visuales que nos estimulan de
inmediato. La Gioconda es también una serie organizada de matices y colores
dispuestos a conseguir un fin. En este estadio de la percepción aún no surge la
figura, sólo y simplemente la impresión, que es “esencia pura, cualidad genérica y
absoluta”101. No cabe duda de que se trata de una superficie coloreada y, más
aún, coloreada con un cierto orden y con colores que abarcan una determinada
gama. No está todo el arcoíris con sus infinitas variaciones ahí en la tela. Lo está,
pero selectivamente. Vemos color, no lo imaginamos, y lo atribuimos al objeto
físico, no a nuestros sentidos. En este nivel los sentidos se limitan a “constatar”, a
ver ahí lo que está ahí. Nuestra Gioconda es, ciertamente, una cosa física, pero no
es menos una existencia visible.

“Todo arte –escribe Souriau- organiza, en una especie de gama, las


cualidades sensibles, las entidades fenomenológicas que utiliza” 102. Como hemos

99
La correspondencia de las artes, p. 64.
100
En la “Introducción” a sus Rimas, Bécquer escribe lo siguiente: “Por los tenebrosos rincones de
mi cerebro, acurrucados y desnudos, duermen los extravagantes hijos de mi fantasía, esperando
en silencio que el arte los vista de la palabra para poderse presentar decentes en la escena del
mundo”. Rimas y leyendas, p. 9, Aguilar, Madrid, 1983.
101
La correspondencia de las artes, p. 67.
102
Ibíd., pp. 71-72.

74
dicho, a la hora de pintar el pintor tiene todo el arcoíris por delante, infinitas
posibilidades de color que quedarán drásticamente restringidas con el primer
brochazo. La elección de una sensación (de una qualia sensible) señala un
camino que es al mismo tiempo orden y enmarcado. No están ahí todos los
colores del mundo, sino aquellos que se prestan con mayor docilidad a la
consecución de un fin: “representar” un mundo. En pocas palabras, el color, como
el sonido, antes de ser tono y antes de ser acorde, es pura y simplemente
relampagueo de sensaciones que hieren nuestra sensibilidad ocular y auditiva, y
de esta forma se abren paso hacia la conciencia. Ya en la conciencia se organizan
y cobran una tercera existencia.

1.2.3. La existencia “reica” o “cosal”. “Nuestra Gioconda no es únicamente un


enjambre cantarino de manchas cromáticas, de qualia dentro de una gama, que
constituye un acorde de colores”103. ¿Qué más es?, ¿qué es lo primero que
“vemos” en la obra cuando nos detenemos a observar? Por muy rápida que sea la
observación, aún en una actitud no estética, reconocemos de inmediato el retrato
de medio cuerpo de una joven agradable y serena. Al fondo un paisaje bucólico,
un río que corre sin apuros entre verdes y rocas. Éste ya es un nuevo orden de
hechos que debemos sumar a los dos antes señalados. Tenemos esta impresión
sobre la base de una cosa física de superficie coloreada. Lo que la conciencia
percibe y organiza de este modo no es exclusivamente artístico. Por el contrario,
es el modus operandi habitual con que el hombre se enfrenta al mundo para
construir cosas. A veces la constitución organizada de la experiencia sensible
ofrece algunas dificultades, pero finalmente siempre nos formamos una imagen de
lo que acaece entre las cosas. Es ya tarde, el sol está cayendo, la luz se retira,
paseamos por el bosque, de pronto entre los árboles y un poco a lo lejos
percibimos algo que se mueve, el color es borroso, la figura difusa. ¿Qué es esto?,
nos preguntamos. ¡Ah! conjeturamos, es un caballo o “parece” un caballo. La
conciencia, sobre la base de la información recibida (los qualia sensibles) ha
realizado su trabajo. Lo propio ocurre en el arte. A veces una figura, como la
Gioconda, se nos muestra como lo que aparenta ser (una dama joven y agraciada)
sin dificultad. En otras ocasiones hace falta aguzar los sentidos y la percepción y
aún así la conciencia no logra configurar ninguna “apariencia de realidad”104.

Es obvio que tanto en la realidad como en el arte éste es un trabajo


incompleto que siempre está acabando y siempre comenzando. El ángulo desde
el que observamos una pintura, una escultura, nos muestra un escorzo y nos
oculta otros mil, pero la imaginación, la fantasía y esa cierta capacidad de
anticipación que tiene la conciencia, nos permite rellenar “automáticamente” lo que

103
Ibíd., p. 73.
104
Por ejemplo, frente a Un hombre con mandolina, obra del período cubista de Picasso, cuesta
trabajo distinguir una cierta sugerencia de “hombre” y de “mandolina”. Pero en Luz blanca, de
Jackson Pollock, los qualia no nos dan ocasión de configurar apariencia de realidad alguna. Por
esta razón algunos estetas reducen este tercer estrato al segundo, porque en realidad no es
absolutamente “legible” en todos los casos, falla especialmente en el arte contemporáneo. Como
vemos, el arte contemporáneo resulta una realidad díscola que destruye muchas teorías.

75
sólo es un esquema visual. Lo que vemos en la Gioconda es sólo un ángulo y un
medio cuerpo de mujer. Pero es evidente que lo pensamos como totalidad. Nos
quedamos con la ilusión, con la apariencia y rechazamos la realidad. En esto
radica lo característico de la pintura (y del arte en general). “Lo que aquí parece
ser peculiar –dice Souriau-, es únicamente el hecho de que las cosas presentadas
son ilusorias: los fenómenos del color, de la luminosidad, de los dispositivos
formales, evocan una cosa ausente, pero de la cual obligan a formarse una idea, a
medio camino entre la imaginación pura y la presencia concreta. Es una ficción
(destacado nuestro) en la cual penetramos; una ilusión solicitada y consentida,
una alucinación dulce y colectiva”105.

Vamos a señalar aquí algunos aspectos indicados por Souriau, pero no lo


suficientemente como para dejar una idea clara de la naturaleza de esta forma de
existir de la obra artística. Digamos, pues, que la existencia de Gioconda es
puramente ficticia. Se nos dirá que es el retrato de una cierta Monna Lisa, mujer
de un florentino, real y concreta, que posó para el artista. Lo primero que tenemos
que observar –dice muy bien Souriau- en este argumento es que, aún siendo
verdad (si lo fue), este hecho no se encuentra inscrito en la obra. El hecho en
cuestión es un sobreañadido histórico y cultural que se ha adherido
prejuiciosamente a la obra. Bien podemos prescindir de él y la obra no perderá
nada. No hace falta que la obra sea un retrato. Bien pudiera ser imaginación pura,
es decir, es imaginación pura, ficción en la tela. Eso es lo que cuenta a la hora de
la vivencia; lo demás bien puede ser totalmente ignorado. Sería absurdo que
condicionáramos la existencia de la obra “Gioconda” a la existencia de Monna
Lisa. La ficción no queda en absoluto obligada por la realidad. Por el contrario, ella
por sí y ante sí instaura su propia realidad, su mundo, o su micromundo. La Última
Cena no es un retrato de conjunto de una cena real. La cena bíblica no hace más
que motivar, o despertar a la existencia a los personajes y acontecimientos que de
ahí en adelante adquieren vida propia, autónoma e independiente del relato
bíblico. Bien pudiera suceder que nuevas revelaciones (o, si se quiere,
descubrimientos históricos) dejen bien a la vista que dicha “cena” nunca ocurrió.
Mas, no por ello la obra perderá en riqueza ontológica ni en calidad artística;
seguirá siendo un micromundo que vive e instaura su propia realidad ficticia o
imaginaria, independientemente de lo que haya pasado o pueda pasar en el
mundo de la historia. “De esta suerte, el mundo creado por el artista puede
aproximarse más o menos a la realidad. Mas, no nos olvidemos –afirma Souriau-
que mientras la obra se halla en proceso creativo, o contemplativo, es ella la que,
por hipótesis, y provisionalmente, constituye el mundo real; mientras que lo real se
esfuma entre los posibles…”106.

La instauración en el arte de esta nueva existencia fenomenológica exige


de nosotros una consideración especial. Debemos aceptar la ficción de esta
presencia convenida: una mujer joven, sonriente, y tras ella un escorzo del paisaje
de Umbría, con su río, su llanura, su colina, un cielo, una nubes. Absurdo sería

105
La correspondencia de las artes, p. 74.
106
La correspondencia de las artes, p. 311.

76
observar el cuadro y correr a reconocer el paisaje ficticio como una réplica de un
paisaje real. De hecho no hay un paisaje tal cual ése; aunque sí hay paisajes
como ése. No existe una Monna Lisa, aunque sí existen y han existido mujeres
como esa Monna Lisa de Leonardo. Una cosa es que el arte tenga relación con la
realidad, y otra, muy distinta, es que sea reproducción o representación de ella107.

Diremos, en consecuencia con Souriau, que la existencia fenomenológica


de la obra de arte corresponde al conjunto de cosas y hechos organizados
sistemáticamente. Esta organización constituye un cosmos, un “universo del
discurso”. De esta suerte el “universo del discurso” de la Gioconda no son las
ideas de Leonardo da Vinci acerca de Monna Lisa, o acerca de su cuadro sino el
conjunto de los seres presentados por este cuadro, y aceptados por todos los que
lo perciben en su valor artístico.

1.2.4. La existencia trascendente. La Gioconda, además de un soporte físico, de


un conjunto de sensaciones y de una imagen de mujer es, también, un conjunto de
valores que, aunque descansen en la cosa reica, no se disuelven en ella. El
cuadro desarrolla una atmósfera espiritual de paz y sosiego que la sonrisa
esfumada de Gioconda insinúa. Hay en esa manera de presentar las cosas una
belleza impalpable, pero real. Algo hay que va más allá de las cosas ahí presentes
para trascenderlas y expresar quizá una idea, quizá una sensación espiritual que a
cada vivencia estética le corresponde calibrar. “Pudiera decirse que se trata de un
sentimiento vago y misterioso, de un secreto que se nos aparece enigmático” 108.
Hay en toda obra de arte una cierta trascendencia confusa que no es posible
reducir a lenguaje; si así fuera, una descripción detallada de este nuevo plano
equivaldría a una contemplación de la obra. Es algo que no se demuestra, es algo
que se muestra y que, sin embargo, no se puede señalar. Es, en pocas palabras,
esa dimensión estético-metafísica de la que nos hablaba Ingarden, pero que
Souriau incorpora al ser existencial de la obra de arte. Es una trascendencia
(estética) que sale de la obra, pero que no se reduce a ella, es algo un tanto
extraño y que en verdad toca a cada espectador según las cuerdas interiores de
cada cual. “Se dirá –afirma Souriau- que este nuevo plano sólo encierra algo de
niebla. Mas, convendría también inscribir esta región nebulosa como una nueva
dimensión de la obra”109. Cuando leemos una tragedia griega en la lectura (o de la
representación teatral) se van suscitando una serie de emociones que surgen del
parlamento de los personajes y del curso que van tomando los hechos. No se nos
habla de lo trágico, ni de lo sublime, mas todo ello es sublime y trágico. Es
justamente este aspecto que nos emociona, alegra o entristece. Él posibilita, en la

107
Por eso rechazamos el término “representación” que aparece una y otra vez en la obra de
Souriau para caracterizar las artes que él llama “representativas”, por oposición a las “no-
representativas”, como la arquitectura y la música. El término, tal como él y muchísimos estetas lo
usan, no hace más que perturbar y complotar contra su propia teoría de la ficción fenomenológica.
Una cosa es representar (fotografía-persona real) y otra, muy diferente, evocar (arte-realidad).
108
La correspondencia de las artes, p. 85.
109
Ibíd., p. 87.

77
tragedia, los sentimientos de conmiseración y de horror (en el espectador) por la
fortuna aciaga e inmerecida de los personajes.

En suma, podríamos decir, por lo que concierne a la existencia


trascendente110, que lo bello, lo trágico, lo cómico, lo gracioso, lo sublime, lo
horrible, lo feo, lo grotesco, etc., tomados como vivencias espirituales ligados
íntimamente a la obra son, en última instancia, elementos estéticos que se
originan en la obra misma. No son proyecciones del sujeto sobre el objeto –como
suponía la teoría de la Einfühlung-, sino aspectos estructurales de la obra que
estimulan nuestra sensibilidad. Por esta razón, Souriau concibe la obra de arte
como una arquitectura en donde los distintos planos se intercomunican y
establecen entre sus diversos elementos mil armonías, mil correspondencias que
hacen vibrar resonancias interiores en todo contemplador.

1.2.5. En síntesis, la estructura óntico-existencial de la obra de arte para Souriau


es simultáneamente co-existencia de estratos de realidad. Es: 1) una cosa
material; 2) una disposición concertada, y concertante, de cualidades sensibles,
susceptibles de ser referidas a un sistema ordenado formando una especie de
gama o conjunto coherente; 3) una organización ficticia de los datos
fenomenológicos y materiales de la obra, y 4) una especie de “nimbo” o presencia
trascendente de valores y sentimientos espirituales evocados más o menos
simbólicamente por las presencias patentes.

Podríamos decir que todo esto lo encontramos también en la experiencia


cotidiana y en la instauración del mundo del acaecer fenoménico. Souriau no se
opone a considerar este parecido, pero insiste en que el interés del arte radica en
proporcionar al contemplador un caso singular, nítido, puro y arquitectónico de la
extensión de un ser único en una diversidad de planos existenciales. Sólo en el
arte es posible observar esta unidad así tan coherente y concentradamente
constituida, una arquitectura tan clara y evidente a la mirada fenomenológica.
Estos cuatro planos, piensa Souriau, se han mostrado suficientes en la
experiencia artística como para posibilitar una visión organizada y completa de la
esencia de la obra de arte. Ellos revelan en el universo artístico una riqueza
estructural simplificada, estilizada, organizada, capaz de equipararse a la
complejidad más inquietante y más confusa del universo real, en el cual se
vuelven a encontrar los mismos elementos arquitectónicos, pero en estado de
impureza, confusión y oscuridad111.

110
Nosotros pensamos que la existencia de este nuevo estrato requiere como de ningún otro la
colaboración desinteresada y artística del espectador. Una sonata que sea escuchada con la
misma actitud que un noticiero no puede dejar resonancias espirituales. La obra de arte exige una
colaboración espiritual para que su ser se vaya desplegando en toda su magnitud.
111
Cf. La correspondencia de las artes, p. 91. Después de esta descripción Souriau afina su
definición de arte y nos propone la siguiente: “El arte (…) consiste en encaminarnos hacia una
impresión de transparencia con relación a un mundo de seres y de cosas que nos ofrece
únicamente por medio de una acción concertada de „qualia‟ sensibles, sostenidos por un cuerpo
físico dispuesto con vistas a producir tales efectos”. Ibíd., p. 90.

78
1.3. LOGROS Y PROBLEMAS EN LA TEORÍA ESTÉTICA
DE SOURIAU
Finalmente observaremos algunos aspectos que dificultan una aplicación
exclusiva y clara de la teoría estética de Souriau al fenómeno artístico. En efecto,
la estratificación existencial que descubre en la obra de arte, ¿es exclusividad de
la obra artística? No pensemos ya en la Gioconda sino sencillamente en el retrato
fotográfico. Una imagen fotográfica “A” que representa (y ahora utilizamos con
toda propiedad el término) una persona real “B” puede ser objeto del análisis
existencial propuesto por Souriau. Observemos:

1. La imagen no aparece desconectada del papel y de los pigmentos de color


sino profundamente ligada a ellos. Lo mismo que en el caso de la pintura,
es indudable que existe un andamiaje físico que sostiene la imagen.
2. Los pigmentos son primeramente colores, cualidades sensibles que hieren
la sensibilidad y que, como en el caso de la pintura, responden a una
exigencia de orden y selección.
3. Las cualidades sensibles son organizadas en un conjunto estructural y
armónico; es decir, en una imagen visual fenomenológicamente constituida.
En esto tampoco el retrato fotográfico se diferencia de un retrato artístico. Si
examinamos el problema desde un punto de vista fenomenológico, lo único
que podremos considerar es el objeto presente a la conciencia. En la
fotografía tampoco se lee “retrato de B” y cualquier observador puede
simplemente ignorar este hecho y, sin embargo, “saborearla” estéticamente.
4. Por último, también una bella fotografía, bien realizada, puede sugerir
sentimientos y emociones que van más allá de la imagen misma. La imagen
puede ayudar a evocar y a recrear mundos posibles que no aparecen
directamente en la representación. Es probable que Souriau, ante este
problema, se incline por incorporar al mundo estético también cierto tipo de
fotografías.

Creemos que esta dificultad podría salvarse subrayando de manera más vigorosa
el hecho de que lo que se nos da en la percepción fenomenológica es, en el arte,
pura ficción. Y para que sea considerado como pura ficción hace falta una actitud
previa del contemplador que debe “entrar en situación”, esto es, que esté
dispuesto a considerar lo que se le da qua arte, como fenómeno que pone entre
paréntesis la existencia real y no se interesa por ella. Souriau –como observa
Dufrenne- pone toda la atención en el ser instaurado, llevado a la plenitud de su
existencia por el acto creador112, pero descuida o, mejor aún, desdeña la actividad

112
La obra de arte es para Souriau ex nihilo o creación desde el caos inicial; el artista mediante
técnicas adecuadas le va confiriendo ser, hasta entregarla acabada y dejarla instalada en la
existencia. Entonces la obra de arte llega a existir (a ser) como cualquier otra cosa del mundo.
Souriau compara al artista con Dios. El artista es un pequeño dios que se asemeja a Dios en el
acto de crear. También Dios creó el mundo desde la nada o lo condujo desde el caos al orden, del
desorden, al ser. Pero, además de las obvias diferencias, el artista crea seres que ni Dios ni la

79
radicalmente esencial que en este proceso juega el contemplador. Souriau insiste
en que la obra es un mundo cerrado, acabado y perfecto y achaca a quienes se
preocupan por el proceso de la recreación un olvido de la obra. Sin embargo, el
propio análisis ontológico-existencial que lleva a cabo este autor demuestra que la
obra es siempre “obra-para-una-conciencia”. La simple contemplación de la obra
no nos la da estructurada en estos cuatro planos, sino más bien como una unidad
monolítica. Pero la reflexión sobre la esencia de la obra vivida en la contemplación
(experiencia estética) nos lleva enseguida a pensarla como una estructura múltiple
en la que sus distintos estratos interactúan para conseguir por oficio de la
conciencia su calidad de obra de arte.

Si nos quedamos exclusivamente en la obra de arte no llegaremos nunca al


objeto estético que es la verdadera esencia, el ser constituido en la conciencia
intencional. Sin una actitud estética previa no podemos distinguir entre una
fotografía y una pintura. Ante la pintura, ante la Gioconda, desconectamos la
imagen de la realidad y vivimos lo configurado estéticamente como una ficción. La
existencia real de lo que Gioconda “representa” queda neutralizada y carece de
interés para una mirada estética.

Otro aspecto que pensamos conviene señalar es el relativo a la situación en


que queda –a falta de un término mejor- lo que pudiéramos llamar arte abstracto.
Los cuatro planos de que habla Souriau, en el caso de la pintura inobjetiva tienden
a estructurarse sólo en tres. No es posible comparar desde el punto de vista
fenomenológico Las Lanzas, de Velásquez, con The Weatherman, de Ernst.
Mientras en la primera podemos reconocer fácilmente dos ejércitos que se
encuentran en la paz, varios personajes humanos y animales, amén de un paisaje
de fondo y de las famosas picas o lanzas, en la mencionada obra de Ernst no
reconocemos nada comparable a cosa del mundo conocida. Hay simplemente
figuras y colores, es decir, qualia. Uno de los objetivos de la pintura
contemporánea es desvincular la forma del color, presentarnos las formas puras, o
los colores puros. Se supone que ellas y ellos por sí solos son capaces de
constituir y fundar mundo, un mundo que no es de iconos, sino de puras armonías
y colores que pueden muy bien “hablar” a la fantasía y a la sensibilidad.

Claramente nuestras observaciones –como la de otros autores- no


destruyen la teoría de Souriau. En lo fundamental, su planteamiento nos parece
válido y sus resultados aceptables. Lo que hemos hecho, con nuestras
observaciones, no es más que retocar y quizá corregir en uno u otro aspecto la
teoría general que este autor sostiene. La gran diferencia está en que mientras él
subraya y dedica especial atención a la estructura existencial del ser artístico,
nosotros destacamos su carácter óntico, explicándolo fenomenológicamente en
términos de ficción.

Naturaleza formó, pero que una vez instalados en la existencia viven con tanta o más fuerza y
realidad que cualesquiera de las cosas no-artísticas que existen en el mundo.

80
Souriau ha querido mostrarnos cómo en el arte el demiurgo de la
instauración opera siempre, a pesar de la diversidad de sus criaturas, conforme a
algunas leyes instaurativas principales, cuyo secreto espiritual es siempre el
mismo: “un esfuerzo por llevar el dato vislumbrado, esbozado, hacia su propio
resplandor, hacia toda la realización de que es capaz, hacia su presencia más
completa, hacia su plenitud en las condiciones prácticas y concretas en que el arte
opera”113. No se puede negar que este objetivo en gran parte queda cumplido, al
menos, según nuestro parecer, aunque obviamente se puede discutir si son
efectivamente esas leyes y sólo esas que señala Souriau las que constituyen la
esencia de toda obra de arte.

113
La correspondencia de las artes, p. 338.

81
Capítulo VI

LA OBRA DE ARTE COMO REALIZACIÓN


ESPLÉNDIDA DE LO SENSIBLE

Si Souriau ponía el acento en la obra de arte, concebida como instauración


plena y perfecta de un ser en la existencia, desatendiendo el papel que en esta
instauración desempeña el contemplador, Mikel Dufrenne114, por el contrario,
volcará toda su atención en el contemplador, en el público, como dice él, pues
considera que es por virtud de éste y sólo de éste, que la obra de arte existe
esencialmente como ser estético. No destaca tampoco la actividad de la
conciencia intencional como la responsable última de la instauración de la obra de
arte, sino que este papel se lo entrega por entero y en exclusiva a la percepción.

Según su tesis más destacada, la obra de arte posee un quid propium que
reside en la “apoteosis de lo sensible” (presencia deslumbrante y plena del ser
estético en el espectáculo); esto es, la más completa manifestación del objeto
estético se realiza en la percepción sensible. Es en el rico y amplio campo de la
experiencia sensible, y sólo en él, donde se nos revela la esencia de lo artístico: el
objeto estético. Éste no tiene una existencia propia, desligada de la percepción
que le permita alcanzar la plenitud de su ser.

Al poner el énfasis en la percepción de lo sensible Dufrenne no concibe el


objeto estético ni como un ideal ni como un irreal, sino como una cosa real, ya que
tanto la manifestación del objeto como la percepción de éste son enteramente
empíricas.

Para Dufrenne la obra es un objeto que se distingue de los demás objetos


del mundo por un criterio puramente convencional: una obra de arte es lo que la
cultura y la tradición distinguen y señalan como tal.

El objeto estético se deriva de la obra cuando ésta es llevada a su total


realización en el espectáculo (Dufrenne toma como paradigma las llamadas artes
de la representación, como la ópera y el teatro), lo que implica, además, escenario
adecuado, elementos coreográficos y, sobre todo, un público que la perciba y la
reciba.

114
Cf. Fenomenología de la experiencia estética, (2 vols.). Universidad de Valencia, 1982-83.

82
Reconocemos los logros de Dufrenne, sobre todo el haber llevado a sus
límites la idea de la obra de arte como objeto estético que se realiza en la
percepción del público que la recibe, pero rechazamos su idea del papel pasivo
que asigna a la conciencia en este proceso. Igualmente no logra convencernos su
criterio estipulativo y convencional para distinguir una obra de arte de otro objeto
que no lo es. Echamos de menos la idea de ficción que, con ser capital en el arte,
no aparece por ningún lado en su obra.

1.1. CONCEPTOS PRELIMINARES DE LA TEORÍA DE


DUFRENNE
Lo mismo que los demás fenomenólogos que se han ocupado de la obra de
arte, Dufrenne encuentra en el psicologismo y en el idealismo los dos peligros
extremos que han acechado las doctrinas sobre la naturaleza de lo artístico.
Todas las teorías elaboradas con anterioridad a la fenomenología han sido
atraídas, cual más, cual menos, por este poderoso imán de signos encontrados.
Influido sin duda por Souriau, Ingarden, Sartre y Heidegger, Dufrenne cree
encontrar la respuesta a la pregunta que interroga por la naturaleza del fenómeno
artístico en la relación entre el “objeto estético” y la “percepción”, entendida como
fundamento de la experiencia estética. No se trata, por consiguiente, de un ser
percibido que en la percepción agota su existencia. Lo que Dufrenne quiere
subrayar es que la suerte de la obra artística está profundamente comprometida
con el espectador. Sólo la colaboración recíproca (dialéctica) entre la “cosa-
artística” y la conciencia contemplativa permite la epifanía del objeto estético,
verdadera alma de la obra de arte. De aquí, entonces, que la reflexión filosófica
que pretenda dar con lo óntico de la obra de arte ha de orientarse,
prioritariamente, hacia la percepción ejercida y acontecida en la experiencia
estética del contemplador. Dufrenne deja, pues, de lado la experiencia de la
creación. No significa esto que la creación carezca de importancia; significa
únicamente que en ella no aparece ni puede aparecer el objeto estético, porque
éste se instaura en la percepción. En esta aparición ante la conciencia se impone
el estudio descriptivo de lo aparecido, es decir, de la esencia, entendida ésta como
significación inmanente al fenómeno y dada con él.

Desde luego, el marco general de los estudios de Dufrenne es de carácter


fenomenológico, aunque en un sentido bastante más amplio que lo que Husserl
habría estado dispuesto a aceptar. Husserl –especialmente en las Ideas- había
concebido la investigación fenomenológica haciendo total abstracción del mundo
en cuanto realidad existencia. Dufrenne, lo mismo que sus compatriotas Sartre y
Merleau-Ponty, estima imposible reducir la conciencia a un punto cero, por la
sencilla razón de que la conciencia es conciencia en el mundo y, en tanto tal, es
éste un entorno y un trasfondo que no podemos abstraer. La reducción
fenomenológica, piensa Dufrenne, no culmina, como creía Husserl, en el
descubrimiento de una conciencia constituyente, sino más bien en el

83
descubrimiento de la imposibilidad de este objetivo. Esforzarse por suspender la
tesis del mundo, renunciando a la actitud natural y a su realismo espontáneo, es
probar que nadie puede abstraerse del mundo en donde está, y que la relación
con el mundo, tal como la percepción lo comprueba en el modo de lo irreflexivo, es
siempre algo ya dado115. Nosotros estamos en el mundo, la conciencia es principio
de un mundo en donde todo objeto se revela y se articula con arreglo a la
experiencia que se incorpora al mundo. Esto significa que la conciencia se
despierta en un mundo ya arreglado donde se encuentra como heredera de una
tradición, beneficiaria y protagonista de una historia. No hay, pues,
incompatibilidad entre esencia y existencia, antes, por el contrario, es preciso
preparar un campo de encuentro para que efectivamente la esencia sea
aprehendida y comprendida por la conciencia. Este descubrimiento no ocurre
mediante un salto de lo conocido a lo desconocido. La esencia aparece –y en este
Dufrenne sigue a Heidegger- por desvelamiento del ser ante la conciencia. De
suerte que si el objeto se presupone como algo ya dado –“presuponer” no quiere
decir aquí dado de manera absoluta por sí y ante sí, sino de manera relativa y
precaria-, la conciencia ha de entenderse como presente de antemano, de modo
que el objeto será siempre relativo a la conciencia, en tanto ésta será siempre
conciencia relativa al objeto. Ahora, aplicada esta relación al fenómeno estético,
resulta que es posible distinguir entre objeto estético y percepción estética, en
tanto en última instancia esta relación no es más que una relación especial, pero
que comparte las leyes universales de la relación fenomenológica en general.
Objeto y percepción establecen una relación irrenunciable que permite definir el
objeto estético por la experiencia, y la experiencia estética por el objeto estético.
“En este círculo se cataliza todo el problema de la relación objeto-sujeto. La
fenomenología lo asume y lo nomina al definir la intencionalidad y describe
asimismo la solidaridad de la noesis y del nóema”116.

1.2. LA REVELACIÓN DEL OBJETO ESTÉTICO EXIGE


UNA PERCEPCIÓN MOROSA
Habrá, pues –según Dufrenne-, que dejar tranquila a la obra de arte para
que repose en sí y de esta manera haga patente su ser ante la percepción estética
que es substancialmente sensible. Todo prejuicio, toda doctrina preconcebida
debe ser marginada para atender única y exclusivamente a la dirección apuntada
por la conciencia. Sin embargo, toda cosa del mundo –y ya que se ha optado por
aceptar el mundo con todas sus cosas- puede ser y de hecho es objeto de
percepción estética. ¿Cómo, entonces, diferenciar entre percepción estética y
percepción no estética? Porque, en efecto, el problema ontológico que plantea el
objeto estético es el que plantea toda cosa percibida. La diferencia viene del
objeto percibido. La obra de arte puede ser considerada como una cosa ordinaria.

115
Cf. Ibíd., Vol. I, p. 261.
116
Ibíd, Vol. I, pp. 19-20.

84
Un cuadro que cumple una función estética en la pared es sólo una cosa para el
agente de mudanzas. Pero también, y ésta es su gracia en tanto arte, puede dar
paso a una percepción especial cuando cesan las exigencias de la vida cotidiana.
Ese mismo cuadro puede en un momento adecuado dejar de ser un bulto más,
que es preciso embalar y trasladar, para transformarse en un objeto especial, ya
no ante el agente de mudanzas, sino ante el hombre que hay en este agente. En
ese momento se puede decir que la obra de arte ha dejado su estado cósico para
adquirir un estado ontológico nuevo; el de objeto estético, posibilitado por una
recepción adecuada de una conciencia que deja de percibirlo como cosa ordinaria
para comenzar a otorgarle una dimensión estética.

En el mundo hay muchas cosas, pero de entre todas sobresalen las


artísticas, porque ellas, a diferencia de las otras, establecen una exigencia
especial que lleva implícito el reconocimiento de su ser antes de cualquier
comercio con la conciencia. Sólo en la percepción perfecta vive perfectamente el
objeto artístico, según Dufrenne. La percepción llama al objeto a la existencia,
pero éste antes de presentarse exige la apertura total y desinteresada de la
conciencia para que se presente plena y cabalmente. Cabe la posibilidad, y así
ocurre muchas veces, que la conciencia no se entregue plenamente a la
percepción del objeto artístico y lo trate como a una cosa más del mundo. Quien
no observa un cuadro con conciencia estética verá en él un objeto que cubre un
espacio de pared, verá una cosa y probablemente también una imagen o un
conjunto de colores que estimulan sus sentidos, pero no despertará su conciencia
estética. Ésta permanecerá fundamentalmente ciega ante el objeto y éste
permanecerá inédito ante la conciencia. La percepción cotidiana se contenta con
entrever las cosas, con mantener contacto con el mundo, pero no profundiza en él.
El arte, en cambio, exige una percepción más profunda y plena. Para dominar el
mundo de los objetos cotidianos y familiares no hace falta percibirlos en toda su
profundidad. No es necesario reconocer en ello seres perfectos con derecho a
detener el trayecto de la percepción. Cuando vamos por la calle, una mirada
rápida basta para situar las cosas en su lugar y dominar la situación, los edificios,
los automóviles, los transeúntes, no distraen nuestra atención más que lo
estrictamente necesario como para que la conciencia alcance su fin, que está
naturalmente fuera de ellos. Si nos dirigimos hacia la biblioteca, la biblioteca será
el fin, el objeto hacia el cual la dirección de la conciencia apunta. Todo cuanto
ocurra en el trayecto no será más que medio ordenado a ese fin. Las cosas se
ponen a nuestro servicio; en el arte, en cambio, nosotros –nuestra percepción- nos
ponemos al servicio del objeto estético porque el objeto es el fin. El objeto estético
es signo intransitivo, retiene la luz, con ella construye su mundo; en los medios
construye la morada del ser, ese ser que para el fenomenólogo consiste en
“aparecer”.

En un espíritu sensible la obra de arte detiene la marcha de la percepción,


la hace volver sobre sí misma y profundizar en su objeto. El objeto artístico nada
promete, no tiene poder práctico sobre el mundo. Toda su fuerza, si la tiene, la
lleva consigo. Sólo exige que cuando se lo observe, la mirada se pose sobre él, se
mantenga en él y se agote en él. De lo contrario la obra de arte no habrá existido
85
ni en sí misma ni para la percepción. Esto no quiere decir que en ese caso la obra
no exista en absoluto. Existe, pero como América antes de Colón. La existencia y
el ser sólo se encuentran en una percepción estética.

1.3. RELACIONES ENTRE OBRA DE ARTE Y OBJETO


ESTÉTICO
Dufrenne, lo mismo que Ingarden, Heidegger, Souriau y Sartre, distingue –
como de hecho queda implícito en lo hasta aquí tratado- entre “obra de arte” y
“objeto estético”. “Este objeto es –dice Dufrenne- primero, si no exclusivamente, la
obra de arte tal como la capta la experiencia estética”117. La obra de arte es la
“cosa-artística”; “cosa”, como una cosa más en el mundo de las cosas, “artística”
en cuanto cosa diferente de las demás cosas. En la obra de arte subyace el objeto
estético. Éste es menos cósico que la obra, pero no por ello menos real. No es
una “idealidad,” ni una “irrealidad” como las significaciones husserlianas, ni un
ente imaginario, sino una auténtica “realidad sensible” que en cierto modo
aparece, cuando la obra se oculta. No aparece por sí mismo, la potencia de
aparecer le viene dada desde afuera. Es la percepción sensible la que descubre el
ser del arte o, más específicamente, el objeto estético de la obra. El objeto
estético, como va demostrando Dufrenne a medida que avanza en el análisis de
Tristán en Isolda, es la obra de arte que se va percibiendo en su determinación
estética. La obra de arte adecuadamente atendida por la percepción produce el
objeto estético. Éste habita en aquélla no como fantasma, sino como cosa
absolutamente auténtica y real, tan sólo que se manifiesta en situaciones
adecuadas. Una sinfonía es primeramente una cosa con la misma propiedad que
un monumento o una obra de alfarería, pero se distingue de las “otras cosas –
señala Dufrenne- en que la plenitud de que goza es siempre la de la apariencia,
esto es, de lo sensible que es acto común del que siente y de lo sentido” 118. Si se
quiere acceder al objeto estético, es menester partir de la obra de arte. Ésta existe
como una cosa en el mundo, como un ser dentro del ser. Lo más natural sería
considerar el objeto artístico como un ente puramente noemático, como una
realidad ideal que se hace presente a la conciencia. Sin embargo, Dufrenne insiste
en otorgarle el rango ontológico de las cosas del mundo con lo cual espera
sustraerlo a determinaciones puramente mentales y subjetivas, para instalarlo en
la corriente del acaecer fenoménico en cuanto viva presencia de lo sensible. De
hecho, la percepción –según Dufrenne- realiza una función pasiva. No modifica al
objeto, pues se supone que éste no debe su ser a la percepción sino a la obra de
arte; la percepción se limita a acogerlo con la mayor atención y celo, evitando así
una distorsión en la conciencia, de lo que es ya antes de venir a ella. Obra y objeto
establecen así una alianza indestructible. La obra es obra porque conlleva su
objeto estético y el objeto sólo es en cuanto conllevado por la obra. “Entre los dos

117
Fenomenología de la experiencia estética, Vol. I, p. 43.
118
Ibíd, p. 226.

86
hay sólo una diferencia: que interviene una conciencia, pero una conciencia que
se hace tan discreta y dócil como sea posible y que hace pasar el objeto de la
oscuridad a la luz, del estado de cosa al estado de lo percibido” 119. La percepción
privilegia el objeto, pero éste emerge de la obra. El objeto estético ha quedado de
este modo identificado y determinado. Hay que entenderlo en relación a la obra de
arte y a la percepción estética.

1.4. EL ANÁLISIS FENOMENOLÓGICO DE TRISTÁN E


ISOLDA DE R. WAGNER QUE REALIZA DUFRENNE
Supongamos que vivimos una situación artística concreta. Examinemos en
ella y según las luces que nos va dando Dufrenne cómo se presenta y en qué
consiste “el presentarse” el objeto estético. ¿Cuál es el ser de Tristán e Isolda de
Wagner? Existen, como decíamos de paso, ciertas condiciones previas
insoslayables para que el objeto estético se haga presente. En primer término, la
obra de arte que lo contiene debe realizarse de manera plena. La audición de la
obra, por ejemplo, tal como podría escucharse en una grabación magnetofónica,
no constituye realización plena de esta ópera. Faltan ahí todos los importantísimos
elementos visuales que en el mejor de los casos quedan al cuidado de la
imaginación. Pero la obra no es objeto imaginario, según Dufrenne, sino presencia
sensible. Para que Tristán e Isolda se haga presente en cuerpo y alma se requiere
de la ejecución de la obra. Escenario apropiado, actores que representen el texto y
se comporten según las indicaciones que de él se desprenden, orquesta que
traiga a la vida la música que tan sólo sobrevive en el papel, etc., y, sobre todo, un
público. El público es para Dufrenne un elemento clave, insustituible. La obra es
siempre obra-para, nunca obra-en-sí, de modo que su realización queda
incompleta y mutilada si se presentan todos los otros elementos, pero falta el
auditor120.

Sabemos por lo que nos dice Dufrenne que el objeto estético no es


autárquico, pues es “extraído” de la obra de arte en el acto intencional de percibir
(objeto estético es objeto percibido). Sólo la música escuchada es realmente
música, así como la pintura vista es realmente pintura. Antes hay solamente
virtualidad, presencia presunta, pero no efectiva. La obra es obra percibida. Este
acento fundamental en la etapa de recepción del producto estético separa a
Dufrenne de Souriau, en quien, por lo demás, se inspira. “El arte es antes que
nada –dice Souriau- acción (acción instauradora), no me cansaré de repetirlo; y
los que ponen el hecho estético únicamente del lado de la contemplación, hacen
una estética en la cual el arte está olvidado”121. Dufrenne opina, en cambio, que
sin llegar al exceso del psicologismo, una teoría del objeto estético debe dedicar

119
Ibid., p. 272.
120
“Pues, el objeto estético –dice Dufrenne- es esencialmente percibido: para su epifanía le es
imprescindible (la ejecución a veces) contar con el testigo o público; de esta manera se manifiesta
lo sensible en todo su apogeo”. Ibíd., p. 264.
121
Revue d’Esthétique, abril, p. 205, 1948.

87
un capítulo decisivo a la contemplación. Es la obra la que solicita la contemplación
para que su ser se revele en ella. “El objeto estético obliga, pues, a mantener dos
proposiciones que desarrollen la fórmula del „en-sí-para-nosotros‟: por una parte
hay un ser del objeto estético que no permite ser reducido al ser de una
representación; por otra parte, este ser es un aparecer”122. ¿Qué pertenece, pues,
a la esencia de Tristán e Isolda cuando la obra en medio de un público, en un
escenario adecuado, con su orquesta, cantantes y actores está siendo ejecutada?
Conviene hacer una distinción de principio para evitar que elementos espúreos
enturbien la claridad del “objeto estético”. Hay que separar entre lo que produce el
espectáculo y lo que se integra al espectáculo. Es la percepción la que distingue,
separa y selecciona lo esencial (estético) de lo eventualmente estético y, por tanto,
prescindible. El modisto, el electricista, el coreógrafo están al margen del
espectáculo; no son percibidos estéticamente. Hay otros elementos como el
director, los músicos, la sala, el público, que se integran al espectáculo, pero que
se separan del objeto estético. Todos ellos son necesarios para que el objeto
estético se muestre y aparezca con su verdadera forma, es decir, con la forma que
le conviene en tanto objeto estético, pero no puede identificarse el espectáculo
con el objeto estético. El espectáculo, naturalmente, es una condición que ayuda a
la perfecta realización de la obra y posibilita la adecuada recepción por parte del
público, pero en rigor en tanto elemento marginal, no es ni esencial al objeto ni a la
percepción. La percepción, en este caso la mirada y el oído, se concentra en la
escena, en lo que vemos y oímos. Y vemos actores que interpretan y cantan.
Empero, los actores, en tanto actores, tampoco son objetos estéticos, prueba de
ello es que la percepción no los ve como actores. De hecho, no decimos que tal
actor finge que se muere, sino que Tristán se está muriendo. El actor, dice
Dufrenne, queda neutralizado, no se le percibe por sí mismo, sino por lo que
representa. En la obra no vemos a actores sino a Tristán e Isolda que viven una
historia de amor que les afecta y que contribuye a conformar el argumento de la
ópera. Pero tampoco podemos identificar la historia que se representa con el
objeto estético. Si éste se redujera a la historia, entonces no sería menester ir al
teatro a escuchar y ver la obra. Bastaría con conocer la historia que puede traer
cualquier enciclopedia para estar en presencia del objeto estético. Mas, no se lee
una historia como se ve una ópera. Quizá podríamos decir que el objeto estético
aparece soportado o conllevado por la historia y los actores, pero no se reduce a
ellos. Seguimos a Tristán e Isolda por medio de los actores, pero no nos dejamos
engañar: “no llamamos al médico cuando vemos a Tristán yaciendo en su lecho”.
La percepción estética dominante nos dice que Tristán se está muriendo, pero las
percepciones marginales no cesan de recordarnos que estamos en el teatro y que
asumimos el papel de espectadores. No somos espectadores, nos hacemos
espectadores en una ocasión como ésta; asumir el rol de espectador significa que
aceptamos considerar como real lo que sólo es una ficción (Dufrenne no utiliza el
término ficción, pero a nosotros nos parece aquí más oportuno). Nadie que se esté
muriendo tiene fuerzas para cantar y, sin embargo, nos parece natural que Tristán
esté cantando. La obra no queda lesionada por ella; por el contrario, adquiere así
más viveza y colorido.

122
Fenomenología de la experiencia estética, Vol. I, p. 264.

88
En otros términos, intervienen aquí dos factores que a fuerza de conjugarse
y oponerse dialécticamente el uno al otro continuamente hacer marchar la obra e
instauran la esencia del espectáculo. Lo irreal es realzado mientras se debilita lo
real y, otro tanto ocurre con lo real respecto de lo irreal. No nos dejamos engañar
ni por lo real ni por lo irreal: los actores, el decorado, la sala, son reales, pero
están al servicio de la irrealidad (ficción). Al revés, la historia representada es
irreal, pero su irrealidad también queda neutralizada. No nos enfrentamos a ella
como a algo meramente irreal; ocurre como en el sueño que, siendo irreal, no deja
de tener su grado de realidad. Es tarea de la imaginación neutralizar la realidad y
permitir que la irrealidad se despliegue. La imaginación toma en serio el
argumento puesto en escena y, por decirlo de algún modo, anula el efecto de la
conciencia racional que no perderá la menor opción para quebrar la irrealidad –por
ejemplo, una falla técnica que produzca un breve apagón, un espectador que llega
atrasado-, para recordarnos que estamos en el teatro asistiendo al desarrollo de
una historia ficticia.

Casi todo ocurre como si, durante la representación, lo real y lo irreal se


balancearan y se neutralizaran, como si la neutralización no procediera de
nosotros sino de los objetos mismos: lo que ocurre en el escenario nos
invita a neutralizar lo que ocurre en la sala, e inversamente; y por otra parte,
en el mismo escenario, la historia que se nos narra nos invita a neutralizar a
los actores, e inversamente: no ponemos lo real como real porque existe
también lo irreal que este real designa, y no ponemos lo irreal ya como
irreal porque existe lo real que ponemos y sostiene este irreal123.

Hasta aquí todo marcha bien en nuestro análisis pero, con saber cómo lo
real neutraliza lo irreal y viceversa, no hemos logrado dar aún con el objeto
estético que al parecer participa tanto de lo irreal como de lo real, pero no se
reduce a ellos. En la escena, ¿qué es lo que percibimos? No percibimos cantores,
ni personajes que cantan, únicamente –dice Dufrenne- “melodías cantadas”.
Percibimos cantos y no voces, a los que la música, y no la orquesta, acompaña.
Lo que nos ha llevado al teatro no ha sido ni Tristán ni Isolda qua personajes, ni la
orquesta, ni los elementos reales e irreales de que hablamos, sino el conjunto
verbal y musical. Es este conjunto –dice Dufrenne- lo que vinimos a escuchar y
esto es lo que nos es real y lo que constituye el objeto estético124. Desde luego se
separa radicalmente de lo sensible ordinario. En el arte aparece lo sensible en sí,
en plenitud, distinguible netamente de lo sensible de los objetos ordinarios en los
cuales lo sensible presenta un desarrollo larvario, pues las sensaciones

123
Ibíd., p. 50.
124
Pero si sólo se trata del conjunto verbal y musical, podemos objetar a Dufrenne, entonces bien
podemos percibirlo en una buena reproducción magnetofónica. Si todo lo que agrada y recrea la
vista puede ser abstraído, es que una ópera no realiza, en tanto obra de arte, su plenitud en una
mera representación. Aquí parece vacilar el pensamiento de Dufrenne y dejarnos entre dos aguas.
Ciertamente el recitado y el canto, como diría Aristóteles, son imprescindibles para conseguir el
efecto de conjunto pero, qué duda cabe que ellos por sí solos no constituyen condiciones
suficientes como para que el objeto estético se presente a la percepción en toda su grandeza y
puridad.

89
provenientes de los objetos ordinarios son pobres, apagadas y fugitivas y se
presentan eclipsadas tras el concepto. La presencia del objeto estético es, en
cambio, plenitud total, ausencia de concepto, pura imagen venida de lo sensible.
Casi se podría decir, interpretando a Dufrenne, que en el arte la percepción
estética acorta de tal manera la distancia entre ella y su objeto, que tiende a
confundirse y quedar secuestrada por aquél. En ese vis-à-vis no hay lugar ni para
el concepto ni para el juicio, eso viene después, cuando la impresión pura de lo
sensible ha cesado, cuando salimos del teatro y nos encontramos nuevamente en
la realidad. Es importante insistir aquí que la iniciativa y el dominio en esta
estrecha relación entre percepción y objeto no corre a cargo de la percepción; por
el contrario, es el objeto el que ejerce un embrujo de manera que se apodera de la
conciencia y expulsa de ella toda otra percepción venida de la realidad que
pudiera poner en peligro el juego de la ficción. En presencia del objeto estético el
ojo y el oído se hacen conciencia, lo sensible arrastra y domina: “me convierto en
la melodía –dice Dufrenne- penetrante del oboe, en la línea pura del violín… estoy
como alienado: lo sensible resuena en mí sin que yo pueda ser nada más que el
lugar de su manifestación y el eco de su potencia”125.

1.5. SENTIDO SIGNIFICATIVO Y SENTIDO EXPRESIVO,


DOS RASGOS MÁS DEL OBJETO ESTÉTICO
Lo sensible es la substancia del objeto estético, pero éste no se consume
íntegro en aquello. En el objeto estético hay algo más que la vivencia pura de lo
sensible, hay también un “sentido significativo” y un “sentido expresivo”. Lo
sensible no es tampoco un puro caos, una apoteosis de qualia sensibles, sino una
cierta unidad y cierto orden que la percepción recoge y preserva. Lo sensible
segrega un sentido con el cual la conciencia puede satisfacerse. Lo sensible se da
primero y el sentido se agrega a él. El sentido nos dice que se trata de un
espectáculo de conjunto con sus partes, sus elementos y su arquitectura. Las
manchas coloreadas adquieren estructura, las vemos como personajes, decorado,
etc.; el canto no es una mera aglomeración de sonidos dispersos y desligados. El
canto es una secuencia que se ordena cronológica y musicalmente. Todos ellos,
estéticamente relacionados, contribuyen a la constitución del efecto de totalidad de
la obra, sin el cual las impresiones sensibles, por ricas que fueren, no pasarían de
ser un puro festival de los sentidos sin participación alguna de la conciencia, que
en última instancia domina y dirige la percepción para convertirla en vivencia
estética. De aquí que el sentido sea también sentido inteligible: la unidad del
decorado representa el puente del navío, la unidad de movimientos presta
coherencia a la acción, la unidad de las frases otorga significación al drama, y todo
ello orienta y sostiene la totalidad del conjunto. Sólo así la historia de Tristán e
Isolda llevada al escenario cobra plena validez estética. El objeto estético no es,
pues, sólo presencia de lo sensible en grado máximo, sino también presencia de

125
Ibíd., p. 267.

90
lo sensible con sentido. De esta unidad resulta la autonomía del objeto estético. La
autonomía implica un autodominio y una separación de los demás objetos del
mundo sensible y, sobre todo, una significación inmanente que le prohíbe jugar el
papel representativo que en la realidad juegan los signos ordinarios. En lugar de
remitirnos al mundo de las cosas, de los entes mundanos, el objeto artístico se
preserva a sí mismo de contaminación y comercio con la realidad, volcándose por
entero en sí, alumbrándose a sí mismo y constituyéndose, por tanto, en objeto y
sujeto de su propia significación. Dufrenne defiende de esta forma la autarquía de
lo estético y cierra así el paso a cualquier teoría “realista” o “mimética” del arte. El
arte es una realidad acabada y cerrada y no menos realidad que cualquier otra del
mundo. La diferencia está en que mientras las cosas del mundo no tienen
significación por sí mismas, el arte lo tiene por sí solo y en grado máximo.

El segundo sentido de lo sensible lo constituye el carácter expresivo del


objeto estético. Cada uno de los momentos discernibles en el objeto estético, el
poético, el musical o el pictórico, posee su propio sentido expresivo y todos en
general otorgan un sentido expresivo de conjunto a la obra. “Precisamente por la
afinidad de estas diversas expresiones se constituye la expresión total de la obra
que encarna su sentido más completo y más alto, y una vez más es la percepción
quien nos lo facilita haciendo que el rostro de lo sensible gire hacia nosotros”126.

Según Dufrenne, la obra en su riqueza desplegada de color, canto, música


y poesía nos comunica un “mensaje”, algo nos dice que en aquel momento no
alcanzamos a comprender plenamente. Habría un cierto orden racional oculto que
quedaría de manifiesto en el decurso de la historia y del cual da cuenta nuestra
comprensión de la obra. Es necesario comprender y comprendemos, el canto, la
música instrumental, la danza y todo lo que trae la obra va configurando un
argumento que podemos seguir perfectamente y que al perderlo, perdemos
también la plena presencia del objeto estético que se nos oculta parcialmente, aún
en la más viva plenitud de su aparición. De esta suerte el carácter expresivo
queda de manifiesto, ya que sólo se comprende lo que se expresa y, más aún, lo
que se expresa coherentemente y con sentido.

1.6. LOGROS Y OBSERVACIONES A LA TEORÍA


ESTÉTICA DE DUFRENNE
Volvamos ahora sobre nuestros pasos para consignar aquí algunas
conquistas de la teoría estética de Dufrenne y para dejar constancia también de
algunos problemas que no logra resolver su doctrina.

Mediante la puesta en escena de su método, Dufrenne nos ha mostrado


cómo es el objeto estético. Huyendo del objetivismo, que considera el objeto

126
Ibíd., p. 53.

91
estético “desde arriba”, y del psicologismo, que lo reduce única y exclusivamente a
un acto de recreación mental, Dufrenne nos ofrece su versión fenomenológica del
objeto estético en donde éste aparece a medio camino entre el ser autónomo y
autárquico y la percepción estética que, estando dispuesta, se abre y lo recibe. No
alcanza a ser, pues, un en sí, como lo es un cenicero o una lámpara, sino más
bien un casi-en-sí-para-nosotros. “Casi”, obviamente, porque no puede vivir sino
en y por virtud de la percepción; “en-sí”, porque una vez percibido su ser se realza
con deslumbramiento y plenitud y; “para-nosotros”, porque es (el objeto estético)
únicamente para una conciencia o, mejor, para un público que lo alberga como el
objeto de sus actos intencionales. Así como Kant había explicado el conocimiento
por una conjunción de lo dado en la experiencia y lo puesto en toda experiencia,
Dufrenne explica el objeto estético, y la percepción de éste, mediante un proceso
en el que toma parte tanto lo dado por el objeto artístico como lo puesto por el
sujeto que percibe. No obstante, Dufrenne concibe la actividad como esencial al
objeto estético, mientras asigna al espectador mediante la percepción sensible un
rol más bien pasivo, cosa que realmente no ocurre porque la percepción es, en
definitiva, conciencia percipiente y ésta es pura actividad.

Por lo que se refiere a los problemas que esta teoría implica, estamos en
condiciones de acotar lo siguiente:

Como acabamos de adelantar, no creemos, como Dufrenne, que la


percepción y, en definitiva, la conciencia estética juegue más bien un papel pasivo,
que sólo se limite a abrirse y desplegarse para que el objeto repose en ella. En su
afán de no contaminar el objeto estético con adherencias psicológicas (teoría de la
Einfühlung), Dufrenne descuida el rol activo que la conciencia juega en realidad,
tanto en el arte como en el conocimiento. No basta, para que el objeto aparezca
en todo su esplendor, con la realización plena de la obra. La conciencia estética
no se limita a recibir lo que se le da hecho sino que, al mismo tiempo, interviene
activamente en su construcción. De hecho el “sentido de la expresión” que
distingue Dufrenne, es un trabajo de la conciencia estética. Como decían con
acierto los pintores contemporáneos, el ojo de por sí es movimiento y movimiento
fecundo y creativo. Es extraña a su naturaleza la pasividad. El ojo y el oído se
hacen conciencia. En el cine (y mejor aún en la televisión) el ojo llena el vacío de
información que se produce por la ausencia relativa de los puntos luminosos que
constituyen la imagen. La transmisión de la imagen en movimiento sería imposible
si el ojo humano no poseyera la propiedad de la persistencia retiniana. Según esta
propiedad, el ojo humano es capaz de mantener en la retina durante décimas de
segundo imágenes ya desaparecidas. En la proyección cinematográfica aparecen
sobre la pantalla veinticuatro escenas diferentes cada segundo, dejando entre una
y otra un espacio oscuro temporalmente equivalente al que ocupa cada fotograma.
De esta forma, debido a la velocidad con que se sucede cada imagen y a la
persistencia retiniana, no vemos veinticuatro imágenes por segundo, sino una sola
imagen en movimiento. En televisión esta propiedad se utiliza para conseguir la
sensación de movimiento. Para transformar una imagen en impulso eléctrico
susceptible de ser transmitido es necesario descomponer la imagen en una serie
de puntos, cada uno de los cuales genera un impulso eléctrico distinto. En el
92
receptor cada uno de estos impulsos da lugar a un punto luminoso y todos los
puntos van apareciendo en la pantalla a tal velocidad que la persistencia retiniana
permite la sensación de estar recibiendo una imagen completa127. El ojo corrige,
pues, lo que en realidad es de otra manera de cómo realmente lo recibimos en
nuestra conciencia, lo que demuestra la extrema actividad del ojo y de la
percepción. Otro tanto ocurre con la música grabada. Una obra reproducida con
los mejores instrumentos técnicos, nunca puede reproducir fielmente en un ciento
por ciento lo que es sonido en vivo y en directo de una orquesta. Sin embargo, el
oído actúa inmediatamente como el mejor ecualizador corrigiendo
automáticamente las diferencias, entregando a la conciencia un efecto estético de
suma perfección.

Del mismo modo, en la contemplación estética el público no asiste


pasivamente a la “epifanía” de lo sensible, sino que cada cual construye –sobre la
base de lo así dado a la percepción- y modela a su manera lo que recibe. Por eso
afirmamos que no existe una sola concreción de la obra de arte, es decir, una
única o limitada manera de construir el objeto estético. Como decíamos a
propósito de la teoría de la concreción limitada de Ingarden, el objeto estético se
concreta según el trabajo activo y la peculiarísima experiencia de cada
espectador. Es imposible encontrar entre diez espectadores de Hamlet un único
objeto estético. Si todos ellos están en situación adecuada para que la obra
muestre su ser en una percepción, lo más probable es que tengamos diez objetos
estéticos diferentes; no decimos totalmente diferentes –que en tal caso no
podríamos hablar del ser de la obra-, sino relativamente diferentes, pues Hamlet
deberá ser esencialmente el mismo en cada una de sus concreciones, aunque
matizado y re-construido según la historia y circunstancia de cada conciencia. Esto
demuestra, creemos, que no sólo la percepción estética interviene activamente en
la configuración del objeto estético sino también la conciencia estética (que no es
conciencia percipiente), que tiende a quedar marginada en la teoría de Dufrenne
en beneficio del papel protagónico y casi exclusivo que otorga a la percepción
sensible. En última instancia, toda percepción es dato que se organiza y configura
en la conciencia estética que es la que verdaderamente “transforma” la obra de
arte en “objeto estético”, es decir, en una vivencia en la que la obra alcance el
máximo de su despliegue y de su ser. El contemplador no es pura percepción sino
actividad creadora, cuya misión es la de volver a la vida, la de resucitar aquello (el
ser estético) que se encuentra en un estado de potencia en la obra. Esto no puede
conseguirlo la percepción sensible por sí sola, sino la conciencia estética. El ojo
por sí solo es poca cosa, pero el ojo hecho conciencia es mucho más que una
mera percepción sensible. Es la sensibilidad toda la que va al objeto y al acogerlo
en sus redes lo modifica, no según las categorías del entendimiento sino según las
categorías de la sensibilidad, de la emoción, de la fantasía que siempre y en cada
espectador se dan con un aire personal. Hay, pues, que ceder más terreno a la
percepción y estética y reconocer en ella un papel activo de formación y
recreación si se le quiere hacer justicia. Si el objeto estético fuera una significación
pura sería quizá congruente y compatible atribuir a la percepción un papel pasivo y

127
Cf. Fernando y J. Ramón Pardo, Esto es televisión. Barcelona, Salvat, 1982.

93
puramente receptor, pero siendo como lo presenta Dufrenne, un objeto sensible, y
sensible en su máxima potencia, no se puede sino concluir que su ser
necesariamente ha de quedar modificado por la sensibilidad en el acto de su
instauración.

Otra cuestión que no logra convencer del todo dice relación con la idea de
la obra de arte que sustenta Dufrenne. Si bien podemos aceptar que al objeto
estético sólo podemos acceder por medio de la obra, cabe preguntar: ¿con qué
criterio se determina y distingue lo que es una obra de arte en medio de tantas
cosas en el mundo que quedan en un terreno fronterizo? ¿Cómo estar seguros de
que estamos en presencia de una obra de arte y no simplemente de objetos con
aristas artísticas? ¿Cómo distinguir una novela realista de un simple informe
situacional? En fin, ¿cómo distinguir un poema de amor de una simple declaración
amorosa? Es cierto que este problema constituye una auténtica aporía y que hasta
ahora no se ha podido determinar un criterio que por modo explícito excluya toda
posibilidad de confusión y señale de una manera recta y precisa lo que es una
obra de arte. Pero hay respuestas mejores que otras. Los teóricos de la literatura
han creído encontrar la respuesta en el carácter peculiar del lenguaje artístico, o
en la estructura particular de la obra de arte; otros, en una función especial y
específica del lenguaje que denominan “poética”, pero Dufrenne se contenta con
mucho menos. La idea según la cual el arte es aquello que todo el mundo sabe lo
que es, vuelve a levantar cabeza en su obra, aunque bien matiza esta concepción
afirmando que “hemos decidido aceptar la tradición cultural” y que una obra de
arte es “un objeto cuya calidad ya es reconocida como tal”128. Fácil le resulta en
consecuencia señalar un caso y en él aplicar el método fenomenológico. La ópera
Tristán e Isolda de Richard Wagner es, sin duda, un buen ejemplo de lo que todos
reconocemos con el título de arte; sin embargo, ¿qué actitud adoptar ante obras
como El Lazarillo de Tormes o Vida de Torres Villarroel o, para seguir con
Wagner, Visita de peregrino a Beethoven?129 Si nos dejamos llevar por lo que dice
la gente –aunque ésta pertenezca a los estratos “cultos” –corremos graves
riesgos, como lo demuestra tan claramente la historia del arte. Es cuestión de
acercarse a una Historia del arte o a una Historia literaria para ver en el terreno la
debilidad de este criterio. Dámaso Alonso se queja amargamente de la ceguera de
los críticos y de las épocas para con sus mejores artistas130. Hasta el propio
Menéndez Pelayo, crítico tan fino y sagaz, según Alonso, ha cometido en este
sentido errores imperdonables. Recordemos, por ejemplo, que al Impresionismo
su época y su culta sociedad negaron carácter artístico. Dufrenne,
lamentablemente, se inclina demasiado aprisa ante este criterio empírico y cultural
poniendo con ello en peligro su teoría del objeto estético, pues si no se
fundamentan bien las bases de la construcción, éstas pueden ceder arrastrando
consigo todo el edificio sobre ellas construido.

128
Fenomenología de la experiencia estética, Vol. I, p. 43.
129
Cf. Richard Wagner, Escritos y confesiones. Cap. II, pp. 61-87. Barcelona, 1975.
130
Cf. Poesía española. Ensayo de métodos y límites estilísticos. 4ª ed., Gredos, Madrid, 1962.

94
Por lo demás, si ya se está en condiciones de señalar de antemano lo que
es una obra de arte es que ya se conoce con anticipación lo que la búsqueda va a
encontrar. ¿No se está deslizando así la doctrina fenomenológica de Dufrenne por
la peligrosa pendiente empirista que justamente la fenomenología se proponía
sortear? En efecto, es innegable que el método se aplica con todo rigor y
rendimiento al objeto-estético, pero bajo el supuesto, débil como hemos visto, de
aceptar de antemano y prejuiciosamente una concepción del arte que bien pudiera
en cualquier momento fracasar. Pareciera, pues, que el viejo problema de la
naturaleza del arte se ha fortalecido con Dufrenne y sale así con nuevos
anticuerpos que incrementan su resistencia.

Otra dificultad que vemos avanzar en la obra, por lo demás excelente, de


Dufrenne, es el deslinde poco claro entre “objeto estético natural” y “objeto estético
artístico”. Imaginemos que en actitud de paseantes nos detenemos a contemplar
las cumbres nevadas de un volcán, la montaña verde-azul que baja rauda por sus
faldas para venir a morir en las aguas quietas y cristalinas de un lago que baña
nuestros pies; nuestra atención es capturada por el paisaje a tal grado que el
mundo en nuestro entorno “desaparece”; la percepción se afina y el objeto estético
emerge en todo su esplendor. ¿Qué diferencia hay entre “ese” objeto estético así
nacido y el que puede derivarse de contemplar el mismo motivo impreso en el
lienzo de un pintor? Todo cuanto puede predicarse del objeto estético artístico
puede también predicarse del objeto estético natural. El mero objeto estético no
nos da un criterio para deslindar claramente el arte, de la naturaleza y, por ende,
el arte de la realidad. En esta coyuntura se ve claramente que la ausencia de una
teoría del arte –y ya no del objeto artístico- es condición primera y necesaria para
instaurar una teoría del objeto estético. El descuido en que Dufrenne pone a la
teoría del arte se vuelve sobre su teoría estética. Es necesario, pues, antes de
hablar del objeto estético, distinguir entre un paisaje real y un paisaje llevado a la
tela, ya que, al parecer, en la vivencia misma de lo estético esto no es posible.
Con razón dice Malreaux “todo análisis de nuestra relación con el arte es inútil si
se aplica igualmente a dos cuadros, de los cuales uno es una obra de arte y el otro
no”131

131
Les voix du silence, p. 605. Paris, 1952.

95
Capítulo VII

LA TEORÍA DE LA CONCIENCIA IMAGINANTE


DE SARTRE COMO FUNDAMENTO PARA
UNA TEORÍA DE LA OBRA DE ARTE COMO
FICCIÓN

La obra de Sartre sobre la teoría de las imágenes, aunque anterior


históricamente a la mayor parte de las obras aquí expuestas y analizadas, la
hemos dejado para el final porque creemos que en la suya, mejor que en la de
cualquier otro filósofo, hay un fundamento firme y seguro para nuestra propia
teoría de la obra de arte como obra esencialmente de ficción, según se ha ido
insinuando a lo largo de este trabajo y según se argumentará en el próximo
capítulo.

Partiendo de las concepciones de Husserl expresadas básicamente en las


Investigaciones lógicas y en las Ideas, Sartre se propone solucionar algunos
problemas relativos a la imagen que históricamente han sido mal planteados y mal
resueltos, acogiendo ciertas observaciones certeras y afortunadas que se
encuentran en Husserl, pero sin un desarrollo detenido.

Adopta, en consecuencia, un método fenomenológico para resolver el


problema de la imagen, pero de paso reflexiona sobre el arte puesto que, como es
evidente, las relaciones entre el arte y la imagen son muy estrechas.

En su actitud fenomenológica Sartre procede, como él mismo lo dice,


produciendo imágenes y luego reflexionando sobre ellas. De este modo de
filosofar Sartre extrae la primera consecuencia útil para nuestros propósitos: que
existe una conciencia pre-reflexiva a la que puede suceder una conciencia
reflexiva. Mirar un paisaje no es tener conciencia reflexiva de que se lo mira, pero
darnos cuenta de que lo miramos es realizar el cogito.

Además, la conciencia no sólo reflexiona (piensa), sino también percibe e


imagina. La conciencia se ejerce, pues, como percipiente, pensante o imaginante.
De aquí se sigue que la “imagen” no es una réplica de un objeto real que nosotros
tenemos en la mente, como ha creído el psicologismo clásico y algunos
empiristas. La imagen no es un objeto determinado que exista en la mente o en
otro reino, sino que es la actividad de la conciencia imaginante.

96
Husserl había dicho que al producir imágenes o fantasías nosotros
suspendemos la tesis de existencia, pero Sartre observa que lo mismo se puede
decir de la percepción cuando le aplicamos la epokhé; por tanto, Husserl no
ofrecería un criterio demarcativo claro entre imagen y percepción.

Al distinguir la conciencia imaginante como un tipo diferente y no reducible


a ningún otro tipo de conciencia, Sartre piensa que ha explicado realmente la
naturaleza y la producción de imágenes. Aplica estos resultados a la obra de arte
y sostiene que en ésta la conciencia intencional no propone la neutralización de lo
imaginado como sostenía Husserl, sino la inexistencia del objeto de la conciencia
imaginante.

Discutimos y rechazamos esta última tesis de Sartre porque pensamos que


la conciencia imaginante no propone su objeto como inexistente, sino como mera
ficción. Pero, al mismo tiempo, descansamos en los logros de la teoría sartreana
(de la conciencia pre-refleja y refleja, y de la imagen como un tipo especial de
conciencia) para explicar específicamente la producción y la naturaleza del
fenómeno artístico.

1.1. PROBLEMAS QUE QUEDAN AÚN POR RESOLVER


PARA UNA NUEVA TEORÍA DEL FENÓMENO
ARTÍSTICO
Hasta aquí, y mediante el concurso del análisis fenomenológico, hemos
podido realizar una serie de distinciones en el fenómeno artístico que hasta ahora
desconocíamos. Sabemos, por ejemplo, que toda obra de arte tiene una estructura
arquitectónica similar. Ingarden nos ha enseñado la estructura óntica de la obra,
ha distinguido también entre obra propiamente tal y concreción de la obra, es
decir, lo captado y constituido en la percepción. Con Souriau hemos podido
comprender la estructura existencial de la obra en cuanto creación que instaura
una existencia. Dufrenne ha puesto el acento en la percepción sensible del objeto
estético.

En todas estas doctrinas se distingue más o menos explícitamente entre


objeto artístico y objeto estético; mientras el primero se lo asimila al mundo de las
cosas, el segundo es concebido como objeto que emerge de aquél para-la-
conciencia. De ambos se predica la existencia, pero en sentidos distintos. La obra
de arte, en tanto cosa, queda instalada en el mundo témporo-espacial; el objeto
estético, en tanto ente emergido de la cosa mediante un acto intencional, es
concebido como ser irreal132. Su existencia es, como preferimos decir nosotros,

132
Solamente Dufrenne se niega a concebir el objeto estético como un cierto tipo de irrealidad para
insistir en el carácter sensible de él.

97
ficticia, pero no por ello menos real, en el sentido que este objeto se impone a
nuestra conciencia como una realidad que afecta o modifica nuestra vida y
existencia.

No obstante, subsisten todavía varias lagunas y dificultades. Si bien


sabemos que la obra de arte, en tanto percibida estéticamente, es obra de ficción,
nos queda por resolver varios problemas que enunciaremos brevemente antes de
detenernos en la teoría de la conciencia imaginante de Sartre:

i) Si mediante la epokhé suspendemos la tesis de existencia del mundo, como


nos aconseja Husserl, entonces cómo distinguir entre un hecho real y uno
ficticio. Si la existencia real no es un criterio de distinción, pues hay tanta
esencia en un fenómeno ficticio como en uno efectivo, ¿cómo distinguimos
entre “Pablo tocando la guitarra” y el “centauro tocando la flauta”?
ii) Como es evidente, podemos producir imágenes o ficciones (o fantasías,
como las llama Husserl). Podemos imaginarnos a un amigo ausente como
si estuviera presente, aquí a nuestro lado; o podemos imaginarnos a Don
Quijote arremetiendo contra los molinos de viento, pero ¿qué es imaginar?,
¿cómo es posible esta producción de imágenes?, ¿qué mecanismo de la
conciencia es el que nos permite inventar novelas y leerlas como ficción?
iii) Cuando asistimos a una representación teatral o cinematográfica ¿por qué
nos emocionamos de verdad con lo que no es más que mera ficción? Una
pintura bien realizada nos “arrastra” y nos domina; una buena novela nos
alegra o entristece, un poema nos emociona, ¿cómo es ello posible?

En resumen: hasta ahora hemos tomado conciencia de que la obra de arte


instaura un mundo de ficción; pero, hace falta saber cómo se instaura ese mundo,
qué procesos de la conciencia lo hacen posible.

En lo que sigue intentaremos alumbrar estos problemas, pero debemos


subrayar que nos apoyaremos muy especialmente en dos obras tempranas de
Sartre133 que la estética contemporánea ha echado al olvido, no obstante ser
obras de primerísima importancia para la comprensión de la producción de
imágenes. Cierto es que Sartre no se ocupa en estos estudios precisamente de la
obra de arte; no va tras una estética sino tras una teoría fenomenológica de la
imagen, pero aún así, lo que dice es de capital importancia para una teoría del arte
como ficción, pues imagen y ficción son dos realidades estrechamente
hermanadas.

133
La imaginación (1937), Buenos Aires, 1979; Lo imaginario. Psicología fenomenológica de la
imaginación (1940), Buenos Aires, 1976.

98
1.2. LA ASUNCIÓN DE LA FENOMENOLOGÍA POR
SARTRE
Por de pronto es evidente que Sartre debe –como él mismo explícitamente
lo reconoce- mucho de su filosofía de la imaginación a la fenomenología de
Husserl pero, como Ingarden y Heidegger, no sigue al maestro en la tarea de la
reducción trascendental. Sin embargo, el método que utiliza en sus dos obras
fundamentales sobre la imaginación es auténticamente fenomenológico.
Comparte, además, el postulado capital de la fenomenología según el cual toda
conciencia es conciencia de algo o “si se prefiere –como señala- que la conciencia
no tiene contenido alguno”. Pongamos por caso –y siguiendo a Sartre,
naturalmente- que soy consciente de esta hoja de papel sobre la que escribo. La
hoja no está en mi conciencia como un contenido, pero al pensarla, y mediante
este acto, la pongo como trascendente y no inmanente a mi consciencia. En este
punto Sartre avanza más allá de donde dejó las cosas Husserl.

Sartre sostiene que hay que distinguir cuidadosamente la conciencia pre-


reflexiva de la conciencia reflexiva. La conciencia reflexiva (como en el caso del
cogito cartesiano) es una conciencia que se expresa en un acto mediante el cual
el yo se constituye como objeto. Toda conciencia reflexiva es conciencia
trascendente que supera su propia inmanencia para alcanzar y poner algo que
“trasciende la conciencia” y que, como decíamos, no puede confundirse con la
conciencia misma, ya que ésta no tiene ningún contenido que le sea propio. El
bolígrafo con el que escribo no es inmanente a mi conciencia, sino que me
trasciende en tanto y en cuanto yo lo pongo como objeto de mi intención cuando
tomo conciencia posicional de él. Pero precisamente aquí surge la cuestión: una
cosa es que yo tenga en el campo de mi percepción al bolígrafo y otra, muy
distinta, es que yo me dé cuenta que lo tengo en el campo de mi percepción. La
primera es conciencia pre-reflexiva, la segunda tético-reflexiva, este último es un
acto tético mediante el cual yo propongo, además, la existencia del bolígrafo en
cuestión. “En cuanto concierne a la percepción, el objeto de la conciencia se pone
como trascendente y como existente”134. Husserl había optado aquí por el recurso
de la epokhé de la existencia, como condición del análisis fenomenológico. Su
idea es poner entre paréntesis la existencia de realidades y tratar todos los objetos
de la conciencia como puramente inmanentes a ella. Sin embargo, este postulado
impide conquistar un criterio demarcativo claro y preciso entre objetos imaginarios
y objetos reales.

Distinguir entre objetos imaginarios y objetos reales, o si se quiere entre


imagen y percepción, será la tarea que Sartre abordará en su filosofía de la
imaginación. Demás está agregar que la importancia de estas reflexiones del
filósofo francés son capitales para la estética posterior. La distinción, en efecto, da
pie para concebir el arte como actividad de la conciencia imaginante.

134
J.P. Sartre, Lo imaginario, p. 36.

99
El método fenomenológico por él adoptado, según dice, es simple: “producir
imágenes en nosotros, reflexionar sobre ellas, describirlas, es decir, tratar de
determinar y de situar sus características distintivas” 135. Pero, ¿no es esto lo que
los psicólogos llaman introspección? Sartre responde: “No hay que confundir
reflexión con introspección. La introspección es un modo especial de reflexión que
procura captar y fijar los hechos empíricos. Para convertir sus resultados en leyes
científicas, se necesita luego un pasaje inductivo a lo general. Ahora bien, existe
otro tipo de reflexión, la que usa el fenomenólogo: ésta procura captar las
esencias. Es decir, que empieza colocándose de un golpe en el terreno de lo
universal136. De suerte que, mientras la matemática y la lógica eligen el camino de
la deducción, y la ciencia de hechos el de la inducción, la fenomenología, ciencia
de esencias, se queda con la descripción de las esencias que se dan a la intuición
intencional. Muy pronto veremos si lo que promete este método lo cumple
realmente en la experiencia fenomenológica.

1.3. HACIA UNA TEORÍA DE LA IMAGEN EN LA OBRA DE


SARTRE
¿Qué es realmente una imagen? ¿Cómo distinguir entre una percepción y
una imagen? En el Capítulo I137, al analizar el grabado de Durero que Husserl trae
en las Ideas, veíamos que si la “tesis” o posición de existencia ha recibido una
modificación de neutralidad, el problema que subsiste es el de determinar la
naturaleza de la intención de la imagen, respecto de la naturaleza de la intención
de la percepción.

¿Cómo distinguir –se pregunta Sartre-, una vez hecha la reducción, el


Centauro que yo imagino del árbol en flor que percibo? El “Centauro-
imaginado” es también el nóema de una conciencia noética plena. Tampoco
él es nada, tampoco él existe en ninguna parte (…). Sólo que antes de la
reducción, encontrábamos en esa nada misma un medio para distinguir la
ficción de la percepción: el árbol en flor existía en alguna parte fuera de
nosotros, se podía tocarlo, apretarlo, apartarse de él, luego, retrocediendo,
volverlo a encontrar en el mismo sitio. El centauro, por el contrario, no
estaba en ninguna parte, ni en mí ni fuera de mí. Ahora la cosa árbol ha
sido puesta entre paréntesis, no la conocemos más que como el nóema de
nuestra percepción actual; y como tal, este nóema es un irreal, exactamente
como el centauro138.

En La imaginación de 1936 Sartre creía que la distinción entre imagen


mental y percepción no podría provenir únicamente de la intencionalidad. “Es
135
Ibíd., p. 14.
136
La imaginación, p. 113.
137
Cf. Cap. I, punto 1.7. “La ficción artística como terreno propicio para la captación de esencias”.
138
La imaginación, p. 123.

100
necesario, pero no suficiente, que las intenciones difieran. Es necesario, también,
que las materias sean distintas”139. En Lo imaginario de 1940 afirma lo siguiente:
“Es, pues, necesario –ya que podemos hablar de imágenes, ya que este término
mismo tiene un sentido para nosotros- que la imagen, tomada en ella misma,
encierre en su naturaleza íntima un elemento de distinción radical”140.

La solución de Sartre irá ahora por el siguiente camino: la conciencia tiene


diversas maneras de darse un objeto. Se lo puede dar como pura esencia o
concepto –conciencia pensante-; se lo puede dar como realidad témporo-espacial,
aquí y ahora –conciencia percipiente-; o se lo puede dar como ausente –
conciencia imaginante. Desarrollaremos estas ideas y, en especial, lo de
conciencia imaginante, que también llamaremos “imagen”, pero ahora con el
sentido de “conciencia que imagina”, para ver si Sartre puede distinguir finalmente
entre “Ulises cegando a Polifemo” y “Pablo fumando un cigarrillo”, sin abandonar,
obviamente, la fenomenología.

¿Cuál es, pues, el estatus ontológico de la imagen? Y ¿cómo distinguirla de


la percepción? Si miro sobre el escritorio veo la ventana que ilumina esta
habitación, la percibo claramente; mas, si cierro los ojos sigo percibiendo, pero ya
no la ventana sino la imagen de la ventana; además, puedo imaginar otra ventana
a mi derecha (aunque realmente la habitación sólo posee la ventana que está
frente a mí) y percibirla con tanta claridad y distinción como la imagen de la
ventana que realmente he visto. Distinguir con claridad inequívoca estos tipos de
imágenes entre sí y la percepción de la ventana, es la tarea que se propone
abordar Sartre en sus meditaciones sobre la imaginación. “En efecto –señala-, la
existencia en imagen es un modo de ser sumamente difícil de captar”141; para
lograr dar una respuesta satisfactoria a este problema es menester, estima,
deshacerse del hábito de concebir todos los modos de existencia según el
paradigma de la existencia física.

1.4. LA FALACIA DE LA “ILUSIÓN DE INMANENCIA” Y


CONCIENCIA IMAGINANTE Y CONCIENCIA
PERCIPIENTE
Después de examinar las doctrinas de la imagen desde Descartes hasta las
primeras décadas del siglo XX, Sartre cree que no se ha llegado a una teoría
aceptable de la imagen, aunque advierte que la fuente de una teoría correcta
aparece en las Ideas de Husserl. Efectivamente, piensa que hasta ahora se había
cometido un doble error. Se pensaba que la imagen estaba en la conciencia y que
el objeto de la imagen estaba en la imagen. “Nos figurábamos la conciencia como

139
Ibíd., p. 126.
140
Lo imaginario, p. 25.
141
La imaginación, p. 8.

101
un lugar poblado por pequeños simulacros y esos simulacros eran las imágenes.
Sin duda alguna, el origen de esta ilusión se tiene que buscar en nuestra
costumbre de pensar en el espacio y con términos de espacio. La llamaremos:
ilusión de inmanencia”142. Un ejemplo ilustre de esta falacia lo encontramos en el
Tratado de la naturaleza humana de Hume. En efecto, el filósofo británico afirma:
“Podemos llamar impresiones a las percepciones que penetran con más fuerza y
evidencia en nuestro espíritu…; por ideas entiendo las débiles imágenes de las
primeras en el pensamiento y razonamiento”143. Lo que Hume llama idea es lo que
esta teoría entiende normalmente por imagen, de modo que “formarse la idea de
un objeto y formarse una idea, simplemente es lo mismo”144. Hume, y con él todo
el psicologismo, son víctimas de la ilusión de inmanencia.

Lo que nos enseña la reflexión dista mucho de la teoría de la imagen como


simulacro en el sentido que cuando hablamos de Pedro se supone que tenemos
en la mente el “retrato” de Pedro. También rechaza la reflexión la teoría –
sostenida por algunos lógicos y psicólogos145- que ha negado simplemente la
existencia de imágenes mentales y ha creído así liberarse del problema que
conlleva su supuesta existencia. Podemos, en efecto, cuando queremos, pensar la
imagen de una cosa, de un hombre o de una quimera, lo que indica claramente
que con negar absolutamente sus existencias no se ha resuelto el problema.

El caso es que cuando se percibe un bolígrafo, es absurdo creer que el


bolígrafo está en la percepción, pues la percepción es una determinada
conciencia, mientras que el bolígrafo es el objeto de la conciencia. Si cerramos los
ojos producimos la imagen del bolígrafo que antes percibíamos. Ahora se da el
bolígrafo como imagen, pero lo mismo que cuando se da como cosa, tampoco
entra en la conciencia. ¿Qué ocurre? Pues, que la conciencia se refiere al
bolígrafo de dos maneras distintas, con la diferencia que en el primer caso se trata
de un bolígrafo individualizado y, por tanto, encontrado por la conciencia, mientras
que en el segundo caso la conciencia no ha encontrado el objeto qua cosa real.
Pero, ¿qué es entonces la imagen? En una de sus determinaciones la imagen es,
para Sartre, una manera determinada que tiene el objeto de aparecer a la
conciencia o una determinada manera que tiene la conciencia de darse el objeto.
La “imagen” de Pedro, en un lenguaje desambiguado es, a fin de cuentas,
“conciencia-de-Pedro-en-imagen” o “conciencia-imaginante de Pedro”. Luego, la
conciencia imaginante es un tipo de conciencia, es decir, de estructura compleja
que “intenciona” determinados objetos. Un mismo objeto puede ser puesto por la
conciencia de diversas maneras. Podemos percibir el Museo del Prado si estamos
en Madrid en el sector donde se levanta este edificio; podemos imaginarlo aquí y
ahora; podemos desear estar en él ahora y contemplar directamente Las Meninas

142
Lo imaginario, p. 15.
143
Vol. 2. Parte Primera, Sección 1. Edit. Nacional, Madrid, 1981.
144
Ibíd., Cf. también Lo imaginario, p. 15.
145
Cf. F. Moutier. L‟aphasie de Broca. Citada en Lo imaginario, nota a la p. 16. Cf. también Gilbert
Ryle. El concepto de lo mental. Buenos Aires, 1967.

102
de Velásquez, también podemos pensar el Museo del Prado. La conciencia, pues,
sucesivamente, puede ser conciencia imaginante, percipiente o pensante.

Conviene, pues, distinguir –como hace Sartre- entre estos diversos tipos de
conciencia por los cuales nos puede ser dado un mismo objeto. En la percepción
se observan los objetos, esto es “que aunque el objeto entre por entero en mi
percepción, nunca está dado más que de un lado a la vez” 146. En efecto, como la
percepción ocurre aquí y ahora, supone inevitablemente un punto de vista. Si un
sujeto observa un cubo, lo observa siempre en una situación concreta que implica
un ángulo bien determinado de visión. Por ejemplo, ve la cara A, luego, si lo va
haciendo girar lentamente, va viendo sucesivamente cada una de sus seis caras,
pero debido a su posición irrenunciable de ser material ubicado en un tiempo y en
un espacio determinados, nunca podrá ver las seis caras simultáneamente. Mas si
pensamos el cubo, pensamos sus seis lados y ocho ángulos a la vez,
aprehendemos la idea por entero de una sola vez. Podemos, pues, pensar las
esencias concretas en un único acto de conciencia. Ahí radica para Sartre la
diferencia más neta entre pensamiento y percepción.

Ahora bien, la imagen, dice Sartre –acogiendo algunas ideas que ya había
tocado Husserl-, se parece a la percepción, sólo que ya no tenemos que darle
vueltas al cubo para intentar conocerlo en su totalidad, pues el cubo en imagen se
da inmediatamente por lo que es. Si decimos “el objeto que percibimos es un
cubo”, estamos formulando una hipótesis que bien puede probarse como
refutarse. Mas, cuando decimos “el objeto cuya imagen tengo ahora es un cubo”,
formulamos un juicio de evidencia, pues es absolutamente cierto que el objeto de
la imagen es un cubo. De otra manera: la percepción supone un saber que se va
haciendo; en la imagen el saber es inmediato. De aquí deriva Sartre la
observación según la que la imagen es pobre en relaciones frente a la percepción
que es infinitamente rica. En el mundo de la percepción toda cosa mantiene
infinidad de relaciones con las demás cosas del mundo, a tal grado que, según él,
“esta infinidad de relaciones es la que constituye la esencia misma de la cosa”. En
el mundo hay mucho más de lo que podemos ver, imposible de agotar en un
tiempo finito. En la imagen, por el contrario, “hay una especie de pobreza
esencial”, dice Sartre. Las imágenes no mantienen ninguna relación con el resto
del mundo y sus elementos no mantienen entre sí más que relaciones
elementales. “Por ejemplo, dos colores que mantuviesen en la realidad una
relación determinada de discordancia pueden coexistir en imagen sin que
mantengan entre sí ninguna especie de relación”147.

146
Lo imaginario, p. 19. Respecto de la distinción entre “imagen” y “percepción” –como lo reconoce
Sartre-, en las Ideas de Husserl adelanta una respuesta a la que el filósofo galo sacará el máximo
rendimiento. La ficción “centauro toca la flauta” sería producto de una conciencia espontánea,
mientras que en la conciencia perceptiva la espontaneidad está fuera de lugar. Posteriormente, en
Meditaciones cartesianas, Husserl intenta diferenciarlas entre síntesis pasivas (percepción,
recuerdo) y síntesis activas (ficciones).
147
Lo imaginario, p. 181.

103
1.5. LA ESTRUCTURA INTENCIONAL DE LA
CONCIENCIA IMAGINANTE, SEGÚN SARTRE
Toda conciencia propone a su manera su objeto. El cogito lo propone como
esencia universal o como concepto; la percepción propone su objeto como
existiendo aquí y ahora; la imagen encierra un acto de creencia o posicional. Este
último acto, según Sartre, puede tomar cuatro (y sólo cuatro) formas148:

i) proponer el objeto como inexistente,


ii) proponerlo como ausente,
iii) proponerlo como existente en otro lugar,
iv) o “también se lo puede neutralizar”, es decir, no proponer su objeto en
absoluto.

Este último corresponde a una suspensión o neutralización de la tesis.

Si imagino la “Plaza Mayor de Salamanca”, lo que trata de alcanzar mi


intención es la Plaza Mayor de Salamanca en su ser real en tanto es un cuerpo,
como mi cuerpo, con el cual guardo unas determinadas relaciones de espacio y de
tiempo. Mas, al imaginarla planteo que esa Plaza que puedo tocar, ahora no la
toco, no la veo, que si la tuviera presente no la imaginaría; la vería, la percibiría. Al
imaginar la Plaza Mayor no propongo, de acuerdo a esta teoría, su presencia, sino
su ausencia. De aquí que Sartre sostenga que la imagen encierra una
determinada nada, pues por muy vívida que sea la imagen, el objeto oculta su
presencia. Pero también podemos proponer la inexistencia del objeto de la
imagen. Esto ocurriría en el caso del arte. El aguafuerte de Durero que sirvió de
testimonio a Husserl, y que trae nuevamente Sartre, sirve para examinar en qué
sentido el objeto estético es un tipo de imagen. En el grabado distinguíamos
primero el cuadro como cosa física. Luego los personajes ahí representados: “el
Caballero”, “la Muerte” y “el Diablo”. En este caso no estamos proponiendo la
ausencia de los objetos de la conciencia imaginante –como cuando miro sobre el
escritorio y veo la fotografía de mi amigo Pablo- sino –de acuerdo a Sartre- su
inexistencia, ya que “el Caballero”, “la Muerte” y “el Diablo” no son realidades en el
mismo sentido en que es realidad Pablo. A este tipo de objetos artísticos Sartre da
el nombre de ficciones y las distingue de todas las demás imágenes149. “Diremos,
en consecuencia, que la imagen es un acto que trata de alcanzar en su
corporeidad a un objeto ausente o inexistente, a través de un contenido físico o
psíquico que no se da propiamente sino a título de „representante analógico‟ del
objeto considerado”150.

148
En palabras de Sartre: “El objeto intencional de la conciencia imaginante tiene de particular que
no está ahí y que se ha propuesto como tal, o también que no existe y que se ha propuesto como
inexistente, o que no se ha propuesto en absoluto”. Lo imaginario, p. 27.
149
Sartre dedica la “Segunda Parte” de su libro Lo imaginario a distinguir los diversos tipos de
imagen. Distingue: imagen, retrato, caricatura, fotografía. Cf. pp. 32-90.
150
Lo imaginario, p. 36.

104
¿Qué ocurre, pues –de acuerdo a esta teoría-, cuando imaginamos a Ulises
desembarcando en Itaca profundamente dormido? De acuerdo con Sartre la
conciencia propondría su inexistencia. Discutiremos esta última tesis en su
momento, pero entretanto, observemos cómo el propio filósofo francés realiza
(sobre estas bases) un análisis de una obra de ficción.

1.6. LA OBRA DE ARTE ES UN IRREAL


Aunque Sartre no se interesó por construir una estética, trazó sí los rasgos
gruesos que han servido de fuente de inspiración –no siempre confesada- a
muchos estetas y fenomenólogos.

Supongamos, dice Sartre, que nos las habemos con una obra pictórica,
pongamos por caso el retrato de Carlos VIII que se exhibe en la Galería de los
Oficios, en Florencia. Comienza distinguiendo, tal como ya hizo Husserl, en la obra
el cuadro mismo en tanto que cosa-real de la imagen de Carlos VIII aprehendida
en la cosa-real. Esta es una cosa que “está-en-medio-del-mundo” y como tal
sometida a todas las vicisitudes de las cosas mundanas. Puede ser destruida,
quemada o modificada. Pero la imagen se libera de las determinaciones que
alcanzan a la cosa física que la soporta para llevar una vida independiente. Carlos
VIII, aprehendido como irreal, no puede, por ejemplo, ser sometido a
modificaciones debidas a la luz. “En efecto, la iluminación de esta mejilla ha sido
regulada por el pintor de una vez para todo en lo irreal. Es el sol irreal –o la
lámpara irreal que está puesta por el pintor a tal o cual distancia del rostro pintado-
lo que determina el grado de iluminación de la mejilla”151. De tal suerte que el
objeto irreal aparece de una sola vez fuera de alcance en relación con la realidad.
Para que Carlos VIII pueda aparecer, ha sido necesario negar la realidad del
cuadro; hemos abierto un paréntesis en la realidad para insertar en él este
micromundo de irrealidad.

Cuando la conciencia propone su objeto como irreal, sostiene Sartre, lo que


hace es constituir un objeto al margen de la totalidad de lo real, manteniendo lo
real a distancia. En tanto nos quedemos con el marco y con el lienzo –como
ocurre con el albañil que ve en la obra tan sólo una cosa que cubre y estorba ahí
en la pared que él debe restaurar-, el objeto estético Carlos VIII no aparecerá.
Para que se presente es menester un cambio de actitud: pasar de la conciencia
realizante (que opera en el mundo práctico) a la conciencia imaginante (que opera
en la experiencia estética). Carlos VIII como figura que se aparece en el cuadro es
necesariamente correlativo del acto intencional de una conciencia imaginante.
Éste es Carlos VIII, objeto irreal, aprehendido en el lienzo por la conciencia
imaginante, objeto de nuestra apreciación estética. Sentiremos que nos
conmueve, que nos agrada su talante, que nos impresiona su mirada o que nos

151
Ibíd., pp. 270-271.

105
turba su gesto, etc. Surge así un estrato espiritual que corresponde a la visión
puramente contempladora. Este tercer estrato será reexaminado y replanteado por
estetas posteriores y constituirá la base de la llamada –y hoy plenamente vigente-
estética de la recepción. Por estas razones se puede decir, pues, con toda
propiedad, que el objeto estético –en este caso Carlos VIII- es un irreal como
postula Sartre. Y lo que es aquí válido para la pintura, lo es también, mutatis
mutandi, para cualquier otra obra de arte, sea una estatua, un retrato o una
novela.

“De tal manera –dice Sartre-, el cuadro tiene que ser concebido como una
cosa material visitada de vez en cuando (cada vez que adopte el espectador la
actitud imaginante) por un irreal que es precisamente el objeto pintado”152. Este
pequeño texto –y en otros que como éste se pueden encontrar en su obra- abre
un horizonte cargado de sugerencias para la estética fenomenológica posterior. Al
parecer, Sartre es uno de los primeros filósofos, y el primero entre todos los que
se han ocupado de la obra de arte, en concebir claramente el objeto estético
desde el lado del espectador. Sartre no ha llegado a esta teoría por azar o
casualidad; por el contrario, es la consecuencia más legítima que se sigue de un
enfoque fenomenológico de la obra de arte. Si sólo a una conciencia pura se
hacen presentes las esencias, es natural que en una consideración
fenomenológica de la obra de arte aparezca la esencia de la obra artística (el
objeto estético), ya que sólo en una conciencia dada de antemano, y en relación
sui generis con ella, debe aparecer la esencia de lo que la conciencia intenciona
como resultado de “ponerse en-el-mundo”.

1.7. ALGUNAS OBSERVACIONES CRÍTICAS A LA


TEORIA SARTREANA

Las consideraciones que se desarrollan en este apartado no atentan contra


la bien pensada teoría de la imagen como producto de una conciencia que
imagina, sino tan sólo se limitan a “corregir” y precisar ciertas ideas que Sartre
sustenta de la imagen y que desde nuestro punto de vista resultan insatisfactorias.

1.7.1 En efecto, cuando Sartre habla de la “pobreza esencial” de la conciencia


imaginante (imagen y conciencia imaginante son, en este contexto, rigurosamente
sinónimos), habría que contraponer a los casos con los que el filósofo francés
ilustra su teoría otros que parecen contradecirla. Según él, la diferencia crucial
entre imagen y percepción es que esta última es rica y sugestiva porque siempre
nos está enseñando algo nuevo por oposición a la imagen que nunca nos depara
sorpresas. La percepción guardaría un sinnúmero de relaciones con otras
percepciones y objetos de la realidad que no podrían darse en la conciencia
imaginante.

152
Lo imaginario, p. 280.

106
Claro que si ponemos por caso el estuche de mis anteojos que está ahora
sobre el escritorio, es indudable que esta cosa mantiene –o mejor, yo la hago
mantener- diversas y variadas relaciones: con los propios anteojos, con la cubierta
del escritorio en tanto el estuche está situado en un punto de ella, con los papeles
y libros que ocupan parte del escritorio, con los que están en la estantería, con el
resto de la habitación, con toda la casa… y con todo el mundo en tanto la casa es
una cosa más en el panorama del mundo; mas, para eso hace falta que mi
conciencia realice también infinitos actos de percepción y entre acto y acto
establezca la relación que no es una cosa ni se percibe (como las cosas) en el
mundo de las cosas como una cosa más. La radio está sobre el alféizar de la
ventana a la izquierda de la lámpara. En realidad, tengo sólo dos cosas en la
percepción: “radio” y “lámpara”; “a la izquierda de” evidentemente no es una cosa,
pues basta que cambie de perspectiva para que la radio quede, por ejemplo, a la
derecha de la lámpara, o delante de ella, etc. Por otro lado, si pienso en el
“centauro que toca la flauta”, esta imagen queda aislada porque no la relaciono
con ninguna otra imagen, pero si pienso en el “Rey Midas” inmediatamente surgen
en mi conciencia infinidad de imágenes (además de los elementos imaginativos
que componen la propia imagen). Lo relaciono con las imágenes del dios Pan, con
Apolo, con su barbero, con el cañaveral, con el palacio, con sus cortesanos y,
también, con todo el mundo mitológico griego. De modo, pues, que hemos de
cuidarnos de creer, como hace Sartre, en la “simpleza esencial” de la imagen en
cuanto no guardaría ricas relaciones con el resto del mundo. Incluso hay casos en
que la imagen se revela mucho más rica que la propia percepción. Esto suele
ocurrir con la imagen hipnagógica a la que Sartre también alude, y con las
imágenes soñadas. Muchísimas veces captamos en la imagen del sueño con
absoluta claridad los rasgos de un rostro en el que la percepción apenas si se ha
detenido. En general la imagen soñada suele ser tan vívida que deja recuerdos
indelebles que duran toda una vida. A veces se puede recordar con mayor claridad
una escena soñada que una escena vivida. Sartre afirma que la imagen nunca nos
enseña nada, que no hay novedad en el imaginar, pues la imaginación nunca nos
sorprende. Por el contrario, la percepción –sostiene- está transida de riqueza, es
fuente constante de nuevas experiencias. Siempre aprehenderemos de la
percepción, pero nunca de la imagen. Empero, en verdad ocurre que imaginando
uno puede llegar a resolver problemas que no se resuelven directamente en la
percepción. En la gran mayoría de los problemas que nos propone la realidad
empírica (en la percepción), las soluciones no surgen simplemente con abrir más
los ojos y volver a examinar los hechos. Es cierto que la reconstrucción de la
escena o la experimentación pueden revelarnos, en nuevas observaciones, datos
esenciales que antes ignorábamos, pero también es verdad que en ausencia de la
situación concreta, la traemos a presencia mediante el recurso de la imaginación.
La percepción no nos permite modificar la realidad en lo más mínimo, en cambio
en la imaginación podemos modificar a gusto el curso de los hechos y las cosas
mismas y a veces por este camino aprendemos mucho más de lo que nos dice la
escueta información. Todo investigador científico sabe que una vez examinada la
evidencia, viene un período de meditación e imaginación. Entonces se mezclan
sucesivamente imágenes y conceptos (conciencia imaginante y conciencia

107
pensante) hasta que se hace la luz. Por vía de ejemplo recordemos un par de
casos que parecen darnos la razón, contra la afirmación sartreana.

En efecto, ¿qué hace un novelista cuando de pronto se encuentra con un


motivo que puede servir de argumento a su obra? Por ejemplo, leyendo el diario
un novelista –y estoy pensando concretamente en Camus- encuentra una breve
información en la que se dice que un hombre joven y sin problemas aparentes se
quitó la vida, dejando por único mensaje una nota en la cual señalaba que su vida
no tenía sentido. ¿Qué hace con este material un novelista? Quizá lo siguiente:

i) imagina un personaje que se siente agobiado por su vida rutinaria y


monótona;
ii) lo instala en una ciudad imaginaria, le inventa un ambiente físico, social y
espiritual;
iii) crea nuevos personajes que al entrar en relación con el protagonista van
urdiendo y complicando la trama;
iv) hace que surja repentinamente en él, a propósito de la muerte de su madre,
un sentimiento de indiferencia ante la vida que compromete a su amante y
sus relaciones más cercanas;
v) convencido de que la vida no tiene sentido, por un hecho insignificante mata
a un hombre;
vi) es condenado a muerte, pero eso lo tiene sin cuidado;
vii) al recordar los momentos felices de su vida, las relaciones con su amante,
una noche estrellada, los días de sol, el mar, etc., cobra súbitamente
conciencia que la vida vale la pena ser vivida;
viii) surge un nuevo personaje –un sacerdote- que le promete otra vida, más
plena y más rica, a condición de que se arrepienta de su asesinato;
ix) rechaza esta propuesta con violencia porque no cree ni quiere más que
esta vida, que es la única que conoce y que pronto le será arrebatada; y
x) busca una salida desesperada que le permita comprender todo lo absurdo
de la vida y seguir viviendo153.

Y así nace El extranjero, la interesante novela de Albert Camus. ¿Qué


ocurre en este caso? A partir de un hecho concreto el novelista pone en marcha
los “mecanismos” de la conciencia pensante e imaginante y a medida que
construye su argumento pone en movimiento un mundo riquísimo de imágenes
que se relacionan con otras y de este modo se produce una interrelación muy
compleja de imágenes hasta constituir un mundo completo de ficción. La imagen,
pues, dependiendo de las circunstancias, puede enseñar y sorprendernos mucho
más que la percepción.

Pero si se dijera que esto es cosa de novela y no de realidad vamos a traer


un caso diferente. Kekulé cuenta que durante mucho tiempo estuvo tratando de
construir la fórmula del benceno hasta que cierta noche de 1865, mientras se

153
Cf. J.O. Cofré, “Camus, una sensibilidad absurda” en Dilemas. Revista de Ideas, N° 11,
Santiago de Chile, 1974.

108
encontraba sentado junto a la chimenea recreando su mirada en las mil figuras
que describía el fuego, le pareció ver átomos danzando ordenadamente como
formando una serpiente. De pronto vio en su ensueño que una de las serpientes
formó un anillo agarrando su propia cola. Se sobrepuso asombrado de su fantasía.
Había dado con la ahora familiar representación de la estructura molecular del
benceno mediante un anillo hexagonal154.

De tal manera que la imagen no es tan pobre (frente a la percepción) como


supuso Sartre sino, por el contrario, suele ser la fuente misma de la creación y de
la inventiva. Y no sólo en el arte sino en toda nuestra actividad cotidiana.

1.7.2. Recordemos que en el apartado 1.5. (“La estructura intencional de la


conciencia imaginante según Sartre”), según veíamos, el filósofo galo sostenía
que la conciencia imaginante propone de cuatro (y sólo de cuatro) modos
diferentes sus objetos intencionales. Los propone como inexistentes –caso del
arte-; como ausentes –caso del retrato fotográfico-; como existentes en otro lugar
–caso de una persona que conocemos y que nos la imaginamos en su casa de
París, por ejemplo-; y, puede no proponerlos en absoluto o neutralizarlos.

Recordemos de paso también que Husserl en el parágrafo 111 de las Ideas


explica las imágenes de “el Caballero”, “el Diablo” y “la Muerte” en el grabado de
Durero como meras fantasías en las que la tesis de existencia real queda
neutralizada. El problema que subsistía era, sin embargo, que la percepción de un
objeto real, por ejemplo, un árbol bien determinado espacial y temporalmente, al
quedar neutralizada y ser concebida como puro ingrediente de la conciencia,
devenía, al igual que los personajes de Durero, un irreal. Sartre ha querido romper
este empate distinguiendo entre conciencia percipiente y conciencia imaginante
como dos modos sui generis de conciencia que se diferencian en sí y por sí, y no
por lo que intencionan. Pero ahora Sartre distingue entre cuatro tipos diversos 155
de conciencia imaginante. Y dice que en el arte el objeto irreal, por ejemplo en el
caso que él analiza del retrato de Carlos VIII, el objeto queda propuesto como no-
existente. Ésta sería la diferencia con Husserl: éste sostiene que en el arte el
objeto de la conciencia queda neutralizado, pero entonces no puede distinguir
entre una fantasía (el “centauro que toca la flauta”) y una percepción (“este
manzano en flor”) pues, aplicada la reducción, también queda neutralizado. Sartre,
en cambio, recurre a la idea de la no-existencia para salvar la dificultad
husserliana, llevado tal vez por su ya incipiente teoría del ser y la nada, puesto
que afirma que la imagen guarda una relación con la nada.

De modo, pues, que cuando en la lectura de La Odisea (o en la


contemplación estética de cualquier obra de arte) asistimos al episodio en el que
154
Traído por Hempel en Philosophy of Natural Science, Prentice Hall, N.Y., 1966.
155
No vemos clara la diferencia entre una conciencia que propone su objeto como ausente y otra
que lo propone como existente en otro lugar, como afirma Sartre. Desde luego, cuando nos
proponemos un objeto como ausente de hecho lo proponemos en otro lugar (ya que la oposición
sólo puede ser presencia/ausencia), y cuando lo proponemos en otro lugar de hecho lo
proponemos como ausente.

109
Ulises es desembarcado en Itaca profundamente dormido, lo que haríamos –de
acuerdo con Sartre- sería proponer la inexistencia de Ulises y de todo el mundo
mostrado por Homero en torno a este personaje.

Yo creo, empero, que cuando leo La Odisea no propongo a Ulises como


inexistente; es decir, no propongo el objeto de mi conciencia imaginante como
inexistente. Si el objeto Ulises de suyo carece de existencia (real, se entiende), no
hace falta que lo proponga como inexistente.

Distinto es cuando el objeto está ausente o en otro lugar. En ese caso el


objeto existe (o existió históricamente como cuando me muestran una fotografía
de Picasso), por ejemplo, si se trata de Pedro que no está aquí, pero me lo
imagino como si estuviera en su casa sentado en un determinado sillón leyendo
un libro; en esta circunstancia tiene sentido decir que la conciencia imaginante lo
propone como ausente o en otro lugar. Pero en el caso del arte yo creo que ocurre
lo siguiente: si me imagino a Ulises desembarcado en Itaca mientras dormía,
naturalmente mi conciencia no pone la existencia fuera del acto de imaginar
mismo (cono sucede con la imagen de mi amigo Pedro), sino que propone la
irrealidad (ficción) de este personaje inexistente; la conciencia imaginante propone
objetos irreales, estos objetos obviamente existen, pero sólo en tanto y en cuanto
puestos por mi conciencia imaginante. Si leemos una novela, pongamos por caso
Cien años de soledad, veremos que su irreal mundo de los Buendía y Macondo
existe, pero sólo y mientras dure el acto de imaginarlo.

Ahora si para evitar ambigüedades denominamos objetos ficticios a


aquellos entes que son intencionados por la conciencia imaginante en la
experiencia del fenómeno artístico, diremos que el objeto en imagen es una
ficción. Naturalmente no podemos tocar estos objetos, ni trasladarlos de lugar –
como el propio Sartre decía a propósito del objeto irreal “Carlos VIII”- y ponerlos
en otro, porque, obviamente, no son nada real aunque verdaderamente existan
como pura ficción por el solo acto de ser imaginados. Pero, en cambio, podemos
hacerlo de una manera imaginaria como cuando leemos una novela de suspenso
y conjeturamos (anticipamos) el curso que tomarán los hechos artísticos, como
con evidencia debe constar a todo lector de este tipo de obras artísticas.

Pensadas así las cosas creemos que se puede superar el impasse


advertido por Sartre en la concepción de los objetos imaginarios en la obra de arte
de Husserl.

110
1.8. SARTRE MÁS ALLÁ DE SARTRE: AVANCES PARA
UNA TEORÍA DEL FENÓMENO ARTÍSTICO
Son variadas y múltiples las aportaciones sartreanas para una comprensión
fenomenológica de la obra de arte aunque, insistimos, sus dos trabajos
fundamentales sobre la imaginación (La imaginación y Lo imaginario) hayan
estado destinados a construir una nueva teoría psicológica del concepto de
imagen. Más, como la ficción es una forma de conciencia imaginante, la estética
ha salido indirectamente beneficiada con las meditaciones de Sartre. Esto es más
o menos evidente en la filosofía fenomenológica posterior –aunque no siempre se
reconozca este hecho y la poética lo ignore por completo. Mencionaremos, pues,
aquí, algunos de los resultados que a nuestro parecer merecen destacarse y
mostraremos, además, brevemente, cuál es su sentido concreto.

Estamos ya en condiciones de distinguir, con Sartre, de una manera radical


entre imagen y percepción o, si se quiere, entre objeto imaginario y objeto real. El
objeto imaginario se da a una conciencia imaginante, el objeto real a una
conciencia que percibe. Husserl había optado por poner todo el mundo entre
paréntesis porque no se interesaba por la existencia real sino sólo por lo dado y
constituido en la inmanencia. Pero Sartre ve que mediante ese recurso perdemos
el mundo y no podemos distinguir entre una conciencia que percibe, que imagina o
que piensa, con lo cual, por consiguiente, no podemos distinguir tampoco entre la
esencia de un “manzano en flor” percibido, real y la esencia de un “centauro que
toca la flauta”.

Sartre sostiene, en cambio, que el tipo de existencia del objeto imaginado,


en tanto que está imaginado, difiere por su naturaleza del tipo de existencia de un
objeto aprehendido como real156. En pocas palabras, la conciencia realizante (que
es la conciencia que percibe) es tética, propone la existencia de su objeto;
mientras que la conciencia imaginante es no-tética, propone la ausencia o
inexistencia de su objeto. La percepción se realiza así sobre un fondo de realidad
total que va siempre copresente con la existencia de la realidad actualmente
percibida. O sea, que si yo percibo el bolígrafo como existente, aunque no percibo
su entorno, lo supongo al mismo tiempo como existente, ya que éste es condición
necesaria para la existencia de aquél. Se ve claro que el acto imaginante es la
contracara del acto realizante. ¿Por qué? Porque el objeto imaginado es
aprehendido como ausente, como dado en el vacío. La conciencia realizante es
incompatible con la imaginante; sólo una de ambas puede ser conciencia en un
momento dado. Si yo imagino a mi hermano G, entonces mi hermano G como
realidad témporo-espacial desaparece para mí y lo reemplaza su imagen, mas si
de pronto abre la puerta y entra en esta habitación ahuyenta la imagen que
entonces ya no es imagen sino percepción. Generalmente nos cuesta trabajo
explicar cómo pasamos de un mundo de ficción a un mundo real y viceversa, pero,

156
Cf. Lo imaginario, p. 266.

111
de acuerdo con Sartre, éste es un falso problema, pues ocurre que no hay paso de
un mundo a otro, sino paso de la actitud imaginante a la actitud realizante.

¿Qué es, pues, la imaginación? Claramente no es una facultad especial


diferente de la conciencia. Es una forma de conciencia. Complementariamente no
hay imágenes como simulacros o eidola que existen en la mente de alguna
manera maravillosa: hay conciencia que imagina. No es, pues, un poder empírico
superpuesto a la conciencia, sino que es “toda la conciencia en tanto que realiza
su libertad”. Toda superación de la realidad es irrealidad, toda superación de
percepción es imaginación. La conciencia siempre está “en situación”, es decir,
que su libertad le permite en cualquier momento producir irreal. En definitiva, la
libertad de la conciencia es el motor mismo de la imaginación. El hombre imagina
porque es trascendentalmente libre: lo irreal está fuera del mundo, pero la
conciencia queda en el mundo.

Por eso podemos decir, el arte no ata ni cautiva sino libera, porque el lector
o contemplador, en el acto mismo y más puro de la lectura o la contemplación,
alcanza también una especie vigorizante de rica libertad. El arte no aliena; sólo el
arte panfletario y tendencioso, pegado a las circunstancias y a la historia –que
justamente por ello no alcanza a conquistar la categoría de arte- aliena,
empobrece el espíritu, corta alas a la imaginación e impide que el hombre, en este
terreno, alcance su libertad.

Conciencia imaginante y conciencia realizante son, pues, incompatibles


entre sí, pero complementarias. Lo mismo que en un imán las cargas positivas se
repelen con las negativas pero no pueden ser las unas sin las otras, ocurre con la
conciencia realizante y la conciencia imaginante. De tal suerte que la imaginación,
lejos de ser un agregado o una característica más de la conciencia, se ha revelado
como una condición esencial y trascendental de ésta. Es tan absurdo, dice Sartre,
concebir una conciencia que no imagine como concebir una conciencia que no
piense.

Ahora, si aceptamos la “corrección” que introdujimos respecto de la


conciencia estética –en el sentido que la imagen no propone la inexistencia de sus
objetos sino simplemente la existencia ficticia de éstos- podremos comprender que
el arte aprovecha la libertad de la conciencia imaginante (que no queda
comprometida ni atada a la percepción) para inventar, para producir ficción, pero
ficción con sentido, ya que la conciencia al imaginar otorga sentido a lo imaginado.
Todas las artes encuentran en esta capacidad infinita de la conciencia imaginante
la posibilidad amplia de separarse de la realidad percibida y construir su propio
mundo de ficción.

¿Cuál es, pues, la condición esencial para que una conciencia pueda
imaginar? Para que se produzca conciencia imaginante es necesario que una
conciencia pueda proponer una tesis de irrealidad. Imaginar significa superar lo
real, instaurando lo irreal. Lo real no desaparece en una pura nada, se mantiene
como trasfondo para que lo irreal ocupe el primer plano. Así, para que aparezca el
112
“Rey Midas” ocultando sus orejas de pollino, es preciso que aprehendamos este
mundo como mundo donde no está el Rey Midas como elemento constitutivo de
él. Eso sólo puede ocurrir si distintas motivaciones han llevado a la conciencia a
aprehender el mundo como siendo precisamente tal que el Rey Midas no tenga
lugar en él. Ficción y realidad no son, pues, antagónicas en el sentido que la
irrealidad pretenda invadir el campo de la realidad y quitarle terreno. Desde este
punto de vista las quejas de los filósofos analíticos carecen de sentido. En efecto,
muchos de ellos se oponen a aceptar un mundo cargado con una ontología
indeseable, como lo es la de los entes de ficción, y buscan, mediante
procedimientos lógicos, reducir el “mobiliario” del mundo –según expresión de
Russell- al mínimo posible, donde los entes de ficción no tienen nada que hacer157.
Por el contrario, lo que nosotros quisiéramos mostrar es que la obra de arte, en
cuanto obra de ficción, es un “mobiliario” obligado del mundo, sin el cual la esencia
misma de la vida se marchitaría perdiendo gracia y libertad. Desde una
perspectiva fenomenológica, podríamos decir que en estos casos –cuando se
niega la existencia de los entes imaginarios o de ficción- el mundo sólo ha sido
visto y juzgado desde una conciencia realizante (o percipiente). Mas, si aceptamos
la teoría de una conciencia no sólo realizante sino también imaginante, el
problema del modo de ser de los entes de ficción queda alumbrado desde una
perspectiva nueva y fecunda que bien puede conducir a una solución.

Otro logro que Sartre extrae exprimiendo al máximo la teoría


fenomenológica husserliana es su importante distinción entre conciencia pre-
reflexiva y conciencia refleja. En esta distinción radica la posibilidad misma de
poder gozar estéticamente de la obra de arte e, inmediatamente después, poder
acercarnos a su esencia para describirla racionalmente.

Según Sartre, si “imagino el centauro que toca la flauta” mi conciencia es


conciencia-del-centauro-que-toca-la-flauta; pero si me doy cuenta del objeto de mi
conciencia imaginante, entonces realizo una segunda operación y reflexiono sobre
“el centauro que toca la flauta”, puedo decir sin posibilidad de equivocarme: “tengo
una imagen de un centauro que toca la flauta”158.

No existe, pues, incompatibilidad entre la fruición como contemplación


estética y la descripción y reflexión sobre lo constituido en la contemplación. Un
acto de conciencia no anula al otro, simplemente lo reemplaza. Frente a la
Gioconda de Leonardo percibimos, configuramos, nuestro objeto estético y
gozamos estéticamente en él; no nos hacemos conceptos ni juicios sobre lo
íntimamente vivido y constituido. Pero nada impide que pasado este momento de
íntima comunión con el ser de la obra, sometamos a reflexión nuestra vivencia y
tratemos de describir fenomenológicamente la esencia de lo intuido en nuestro
primer enfrentamiento pre-reflexivo con la obra.

157
Quine, Willard van Orman. Desde un punto de vista lógico. Ariel, Barcelona, 1962.
158
Lo imaginario, p. 14.

113
En efecto, si miramos retrospectivamente el análisis realizado en este
trabajo, podemos preguntarnos: ¿qué es lo que han hecho, en realidad, Husserl,
Ingarden, Heidegger, Souriau, Dufrenne y, por cierto, el propio Sartre?
Metodológicamente nos parece que todos ellos han hecho lo siguiente: primero,
han tenido a la vista, implícita o explícitamente, una vivencia estética de una obra
de arte y, segundo, la han sometido a análisis y descripción fenomenológica
tratando de dar con el objeto estético que se constituye en la vivencia intencional,
que vale tanto como decir la esencia de la obra de arte.

1.9. UNA DISTINCIÓN FINAL: LA EMOCIÓN ANTE LA


OBRA DE ARTE
Nos queda aún una cuestión por resolver que puede formularse mediante
una pregunta no exenta de paradoja: ¿por qué, si la obra de arte es pura ficción,
nos emocionamos de verdad cuando como lectores o contempladores asistimos a
su desarrollo?

Al parecer estamos perfectamente conscientes que la emoción, en todas


sus formas –alegría, tristeza, odio, amor, etc.-, se experimenta ante situaciones
reales. Es normal que reaccionemos ante los hechos del mundo que de alguna
manera nos afectan, con sentimientos de adhesión o de rechazo. Decimos que no
nos agrada cómo Fulano de Tal lleva las cosas, que nos agrada el gesto de José,
o que nos irrita la actitud de María; que nos emociona la actitud de nuestro hijo,
que nos molestan determinados hechos, etc.

Como han observado algunos fenomenólogos, la emoción es también


intencional. Aunque Sartre no se extiende sobre esta materia –ya hemos dicho
que no va tras una teoría del arte, sino tras una teoría fenomenológica de la
imagen- hace algunas consideraciones que nosotros tomaremos para desarrollar
brevemente una explicación que cobrará todo su sentido en el capítulo siguiente
cuando ofrezcamos nuestra propia concepción de la estructura óntico-existencial
de la obra de arte.

He aquí, pues, dos de las observaciones de Sartre:

“1) Toda percepción va acompañada por una reacción afectiva.


2) Todo sentimiento es sentimiento de algo, es decir, que trata de alcanzar su
objeto de una manera determinada y proyecta sobre él una cualidad
determinada. Tener simpatía por Pedro es tener conciencia de Pedro como
simpático”159.

159
Ibíd., p. 49.

114
Pero también podríamos decir que no sólo “toda percepción va
acompañada por una reacción afectiva” sino que, además, toda producción de
imágenes va acompañada de una reacción emotiva. Cuando producimos una
imagen, por ejemplo, un recuerdo de un hecho repugnante, el recuerdo de una
pesadilla, todo el cuerpo colabora con la conciencia imaginante. Sentimos el
desagrado, fruncimos el ceño, apretamos los dientes, desfiguramos el rostro y
hasta gesticulamos. Lo propio ocurre ante un proyecto agradable, imaginamos y
conjeturamos y de cierto modo gozamos por anticipado de la experiencia futura.

Pero también todos hemos sido testigos o protagonistas de fuertes


emociones ante escenas irreales; es decir, ante escenas reales pero que se viven
como ficción. ¿Qué lector, con un mínimo de sensibilidad, no siente una emoción
cuando Héctor cae, víctima del engaño de los dioses y la lanza de Aquileo, a los
pies de su patria querida? ¿Quién no se ha emocionado con el pasaje de la
Odisea en que Nausicaa se encuentra con Ulises? Hay algo “mágico” en la obra
de arte que nos atrae y nos domina emocionalmente. Mas, estas emociones no
son, como creen algunos críticos literarios y algunos filósofos –como el propio
Sartre-, “cuasi-emociones”. Son emociones de verdad. ¡Qué alivio sentimos al
despertar de una pesadilla! “¡Ah!”, decimos “era tan sólo un sueño”. La poesía
también nos emociona; una hermosa pintura nos embarga de emoción y nos
conmueve. Ahora bien, estas emociones del arte podrán ser más o menos fuertes
que las emociones de la vida real, pero no por eso menos auténticas. Incluso
podríamos decir que el arte nos atrae porque nos emociona. Una sinfonía que no
haga vibrar las entretelas del corazón, no tiene verdadera fuerza estética. El arte
sin la emoción sería muy poca cosa. Pero la pregunta sigue pendiente ¿por qué
nos emocionamos de verdad ante obras de pura ficción?

La respuesta, pensamos, va por este camino. Toda conciencia imaginante


queda contagiada, más o menos, por el sentimiento que acompaña la producción
de la imagen. Imaginemos un ser querido que está muy lejos y no podremos evitar
sentir un nudo en la garganta. Cuando asistimos a las últimas escenas de Romeo
y Julieta de Shakespeare, nos emocionamos y lloramos realmente con el destino
cruel que ha separado de esa forma tan absurda a dos jóvenes que se amaban
sinceramente. Producir imágenes y producir emoción son dos actos de la
conciencia que en el arte comúnmente suelen entreverarse.

Ahora, como la obra de arte es una construcción intencional, con una


arquitectura pensada de antemano, el artista se preocupa de articular imágenes
que sean capaces de segregar al mismo tiempo emoción. Si en una película de
suspenso, por un error de construcción, advertimos por anticipado el desenlace, el
suspenso desaparece y la obra se transforma en un objeto insípido, que en el
mejor de los casos, nos podría ayudar a pasar el tiempo, es decir, entretenernos,
pero que no nos procura verdadera emoción estética.

Podemos concluir, entonces, que aunque hay objetos de ficción, mundos de


ficción en la obra de arte, no hay, en cambio, emociones ficticias. Quien finja
emoción no se emociona, tan sólo hace como si se emocionara, pero sin
115
comprometer la conciencia emocional. En lo que respecta al espectador de
Madame Butterfly, por ejemplo, se emociona realmente y en eso justamente reside
el poder de la obra. El que llora con el desenlace trágico de la obra, llora de
verdad. Sus lágrimas son lágrimas auténticas que mojan realmente el pañuelo.

En la vida real quizá podamos engañar al prójimo y hacerle creer que


estamos muy apenados por lo que le ha ocurrido, aunque en verdad estemos muy
contentos, como sucede con el hipócrita. Pero una cosa es segura y en esa no
nos engañamos jamás: que cuando estamos emocionados –aunque los demás no
lo noten- nosotros lo sabemos inmediatamente. Somos conciencia emocionada
de, por ejemplo, Julieta y Romeo desdichados. Sin duda los amantes del arte y los
artistas estarían de acuerdo en que toda emoción es emoción (auténtica, real) de
principio a fin, y que cuando nos emocionamos en el arte nos emocionamos de la
única manera que podemos emocionarnos: de verdad.

Flaubert confesó: “Las figuras de mi imaginación me afectan, me persiguen


y mejor dicho soy yo quien vive en ellas. Cuando describía el envenenamiento de
Emma Bovary, tenía un gusto tan perceptible de arsénico sobre la lengua, que
sufrí dos indigestiones”. Y Dickens declaró cuando concluía su cuento Las
Campanas: “Mientras iba imaginando lo que debía ocurrir en la tercera parte, sufrí
tal pena y emoción como si los hechos fueran reales, y de noche me despertaba
por eso. Tuve que encerrarme, ayer, cuando lo terminé, pues mi cara se había
hinchado al doble de su tamaño normal y estaba extraordinariamente ridícula”160.
De todo lo cual podemos concluir, pues, que el objeto de ficción en la obra de arte
nace siempre motivado por la necesidad que siente el artista de exteriorizar
emociones y de esta forma provocar en el contemplador no sólo una conciencia
imaginante, sino también una conciencia estética emocionada.

160
Citado por Wilhelm Dilthey, en su obra Poética: la imaginación del poeta, las tres épocas de la
estética moderna y su problema actual. Edit. Losada, Buenos Aires, 1945.

116
Capítulo VIII

ESTRUCTURA ONTOLÓGICA Y
FENOMENOLÓGICA DE LOS MUNDOS DE
FICCIÓN: ANÁLISIS DE “LA ÚLTIMA CENA”
DE DA VINCI

Con este capítulo ponemos término a esta obra. Contrariamente a lo que


hemos venido haciendo hasta aquí –exponer algunas importantes doctrinas de
estética fenomenológica, someterlas a análisis e ir reflexionando al mismo tiempo
sobre los problemas implicados o relacionados con ellas-, dejamos ahora
fundamentalmente de lado las teorías relativas al arte para entrar a exponer
libremente nuestra propia concepción ontológica y fenomenológica del fenómeno
artístico.

Primeramente introducimos las ideas de tiempo ficticio, espacio ficticio y


entes ficticios como propias y privativas del mundo instaurado por la obra de arte,
a partir de los conceptos de tiempo real, espacio real y entes reales que
encontramos en nuestro mundo circunstante en el que subsumimos nuestros
cuerpos y nuestras existencias.

Luego distinguimos entre estrato fijo y estrato móvil del fenómeno artístico.
El primero lo concebimos esencialmente como objeto de experiencia sensible y
racional. El segundo lo entendemos como la experiencia estética propiamente tal
en la que se instaura y constituye el objeto estético como objeto intencional. El
primer estrato lo asimilamos al lado óntico del fenómeno artístico; el segundo lo
asimilamos al lado del espectador y más precisamente, a la vivencia estética en el
sentido más estricto. A continuación, reflexionando sobre esta vivencia,
pretendemos describir fenomenológicamente sus momentos esenciales.

Concluimos el capítulo con un análisis concreto de La Última Cena de


Leonardo da Vinci, aplicando al caso particular la teoría expuesta previamente.

117
De este modo, creemos que al tomar como objeto de reflexión nuestra
vivencia estética –que es conciencia imaginante pre-reflexiva-, y describirla
adecuadamente, queda a la vista que la obra de arte es obra de ficción y que
ontológicamente éste es su rasgo esencial, insustituible y decisivo.

1.1. PRELIMINARES: LA ESTRUCTURA ESPACIO-


TEMPORAL DEL MUNDO REAL
Después de nuestras últimas meditaciones –hechas apoyados en la teoría
de la imagen de Sartre-, sabemos cómo se constituye la obra de arte en objeto
estético. Conocemos que ello es posible por la naturaleza de la estructura
intencional de la conciencia imaginante que no puede confundirse con la
conciencia realizante que se dirige al mundo real del ser hic et nunc, al mundo de
los objetos que ocupan un lugar en el espacio y quedan modificados por el tiempo.

Intentaremos ahora observar cómo se construye la estructura o arquitectura


del fenómeno artístico tanto en su aspecto ontológico 161 como fenomenológico.
Podría sernos útil comenzar observando cómo es nuestro mundo, este mundo que
llamamos real, determinar sus componentes esenciales para después pasar a
examinar cómo concebimos la estructura del mundo artístico.

1.1.1. La primera verdad que descubrimos por intuición, sin necesidad de ninguna
prueba argumentativa, es que nuestro mundo es una realidad en el espacio y en el
tiempo. No nos vamos a ocupar prolijamente de discutir aquí qué es lo que
entendemos por “espacio” y por “tiempo”, pues parece evidente que tanto el uno
como el otro se prueban en la más íntima vivenci: intuimos el paso del tiempo, nos
consta la existencia del espacio por nuestra propia estructura material. Somos un
cuerpo ocupando un lugar en el espacio y un yo –una conciencia- afectado por el
fenómeno del tiempo. Si nos representamos el espacio por una recta vertical y el
tiempo por otra horizontal, diríamos que nuestra existencia es precisamente el
punto exacto donde se cruzan estas dos rectas. Decir aquí es pronunciar la
palabra más cargada de connotaciones materiales; decir ahora es pronunciar la
palabra más transida de tiempo. Nosotros, como existencias humanas, somos un
aquí y un ahora, primera y fundamentalmente, después podemos ser otras cosas.
Ahora indica el punto del continuum temporal en relación al cual todo nuestro
pasado próximo, lejano o remoto cobra sentido. Sin un ahora viviríamos a la deriva
en el tiempo sin poder ubicar un punto de apoyo desde el cual organizar nuestra
experiencia y nuestra historia privada y colectiva, y sin poder proyectar nuestra

161161
Aunque, como es sabido, en la filosofía contemporánea –especialmente por gestión de
Heidegger- se distingue entre “ontológico” y “óntico”, nosotros usamos ambos términos como
sinónimos.

118
conciencia pensante o imaginante hacia el porvenir. Sin un aquí estaríamos
condenados a vagar en un espacio infinito donde el más allá y el más acá
topológicos, carecerían de sentido. Existir ahora y aquí es el ser propio de la
existencia humana. ¿Qué es el hombre, cada uno de nosotros, sino un ser aquí y
ahora? Nuestra existencia, nuestra vida como realidad radical, es una serie de
sucesos psicológicos, intelectuales, espirituales y corporales que, como la proa del
navío, va cortando el continuum de la realidad para instalar en cada instante
nuestra existencia material. Somos seres temporales y por eso un quiebre en la
línea infinita del tiempo es un quiebre también de nuestra existencia, un dejar de
ser lo que éramos, un morir. Es ciertamente maravilloso que una serie de sucesos
espaciales coincidan siempre y puntualmente con una serie de sucesos
temporales para instaurar nuestra existencia. O, dicho de otra manera, que todo
esté dispuesto siempre de tal modo que nuestro acaecer corporal coincida con
nuestro acaecer conciencial; que el yo, realidad temporal, se instale con
sincronización perfecta en el cuerpo para, entre ambos, constituir una realidad
humana. Este corte transversal y horizontal a la vez en el espacio y el tiempo, es
nuestra vida. Donde está nuestro cuerpo está el peligro, pero también la alegría.
De igual modo el espacio se hace carne en nuestro cuerpo, y por ser entes hechos
de espacio-tiempo podemos movernos con naturalidad en este mundo espacial y
temporal. El morir es justamente el fenómeno por el cual la conciencia se desliga
del tiempo y el cuerpo se retira del espacio. Por eso nos es tan difícil concebir una
existencia al margen del espacio y del tiempo; y por eso, también, es que la fe
irrumpe donde no existe la razón, haciéndonos creer en lo increíble: en una
existencia sustraída a todo espacio y a todo tiempo.

1.1.2 El ahora es presente. El hombre es siempre presente y desde él domina el


tiempo. El presente es como la cumbre constante de la trayectoria que describe el
tiempo. Desde él nos es posible mirar hacia atrás y hacia adelante. Desde el
presente podemos rememorar el pasado como prever el porvenir. El pasado se
nos figura remoto y acabado o próximo y actuante. El lenguaje recoge
maravillosamente bien esta circunstancia. Las diversas lenguas humanas
distinguen por medio de declinaciones o desinencias las distintas maneras de
darse el tiempo en relación al presente, que es siempre el eje desde el cual se
otea el horizonte hacia el pasado o hacia el porvenir. El futuro, en cambio, como
es cosa no conocida, porque no se ha vivido, es simplemente un “será”.

El futuro es lo que se espera; el pasado es lo que se recuerda y el presente


es el centro desde el cual pasado y futuro adquieren sentido exterior e interior para
nuestra conciencia. En nuestro mundo real se pueden distinguir diversas maneras
de darse el tiempo o, si se quiere, “diversos” tiempos. Sin embargo, todo tiempo,
como quiera que se lo conciba y perciba, es tiempo en relación a una conciencia.
Perder la noción del tiempo es perder la noción del mundo, del propio yo y de la
realidad toda. En el sueño hay momentos en que la conciencia pareciera detener
el flujo de lo que fluye; cuando no se sueña, cuando no se es conciencia soñante
y se duerme, se es nada. De cualquier manera la vida consciente del hombre
distingue diversas maneras de concebir el tiempo. Newton, por ejemplo, reconoce
119
en sus Principia el tiempo como una categoría totalmente objetiva. “El tiempo
absoluto, dice, verdadero y matemático, por sí mismo y por su propia naturaleza,
fluye uniformemente sin relación con nada externo, y se le llama asimismo
duración”162. Sabemos que hoy día la física concibe, con Einstein, un tiempo
relativo al observador, que se contrae o expande, según las circunstancias en que
ocurran determinados acontecimientos. Existe también un tiempo social e
histórico, institucionalizado. Es el tiempo del calendario. Un suceso importantísimo
ocurrido en la historia, como el advenimiento de Cristo, o de Mahoma, o la caída
de un imperio, o nuestro propio nacimiento, constituye el punto cero desde el cual
tiene sentido contar el tiempo hacia adelante o hacia atrás. Contamos siempre
desde el presente, pues es la condición misma del tiempo. Este tiempo continuo,
como todo tiempo, está dividido en unidades discretas muy precisas, obtenidas del
tiempo matemático: años, meses, semanas, días, horas, etc. Existe, además, un
tiempo vital. Este es el tiempo del organismo biológico. Se inicia con el nacimiento
y culmina con la muerte. La conciencia no parece estar muy relacionada con este
tiempo. Este tiempo no afecta a la conciencia, pero afecta decisivamente a nuestro
cuerpo. Existe igualmente el tiempo psicológico. Ese tiempo que se expande o
contrae según nuestra íntima manera de sentir. Cuando pasamos un rato
agradable en compañía de gente querida, el tiempo parece avanzar más de prisa
que cuando vivimos situaciones amargas. Pero existe también el tiempo como
pura duración que la conciencia percibe intuitivamente como duración y
continuidad.

1.1.3. Otro tanto puede decirse respecto del espacio. “Un remoto lugar” indica la
máxima lejanía respecto del aquí, donde soy yo ahora. Entre “un remoto lugar” y el
aquí, hay un puente que los une realmente. Pero el aquí tampoco tendría sentido
si no existiera el allá –así como el ahora cobra sentido en oposición al antes y al
después. Y entre el aquí y el allá hay infinitos puntos medios en los que se ubican
otros cuerpos, y así sucesivamente hasta conformar la densa capa material que
da sentido al espacio. El espacio y el tiempo son como el lado cóncavo y convexo
del ser. Todo está cubierto de entes corporales en diversos grados de densidad, y
sobre ellos el tiempo que todo lo penetra y atraviesa.

El primer espacio es el espacio interior, ese espacio que se mide de la piel


para adentro. Ahí transcurre nuestra aventura biológica y orgánica. La dimensión
de nuestro cuerpo nos da el punto de referencia para “mensurar” las cosas del
mundo. Nuestra habitación es pequeña o grande en relación a nuestro cuerpo; lo
mismo nos ocurre con la casa y con la calle. Una calle es estrecha para nuestro
cuerpo; una ciudad poblada, para nuestro cuerpo.

Somos, pues, entes en el espacio, espacio que compartimos junto a otros


seres, unos naturales, otros artificiales, unos animales, otros humanos, pero en los
límites del mismo horizonte. Habituados a nuestra ciudad, nuestra ciudad tiene sus

162
Cf. José Ferrater Mora. Diccionario de Filosofía, Vol. IV, p. 3245, Alianza Editorial, 4ª ed.,
Madrid, 1982.

120
límites espaciales; la dominamos en la misma medida que dominamos un espacio.
Al salir de nuestra ciudad rompemos el horizonte y el mundo parece más amplio,
más ancho, pero también más ajeno. El paisaje, las personas, los sucesos no son
los mismos.

Ya queda dicho, no puede haber entes concretos, corporales, fuera del


espacio. Las vidas humanas son vidas dentro de un cuerpo, son vidas en el
cuerpo; el cuerpo es la prolongación del yo y a través de él nos relacionamos con
los otros seres del mundo. Nos acercamos, nos alejamos de las personas, las
saludamos, damos la mano; cogemos un libro, subimos a un autobús, pisamos el
suelo y nos instalamos en nuestro lecho. Y así se va poblando el mundo y nuestro
propio mundo de sucesos. Se conocen nuevos rostros, se conocen nuevos
paisajes, nuevas ciudades y de esta suerte se va complicando la relación del
hombre con su mundo. Estas relaciones suelen ser agradables o desagradables,
infaustas o felices, e incluso neutras. El mundo está transido de objetos que
interactúan y entre todos conforman la densa trama del mundo, de la vida.

Tal como ha sostenido López-Quintás, el hombre es un ser lúdico, creativo,


instaurador de ámbitos, no sólo sensibles sino también –y fundamentalmente-
suprasensibles, ámbitos en los que florece la belleza y la libertad más auténtica163.

1.2. TIEMPO, ESPACIO Y ENTES DE FICCIÓN EN EL


ARTE Y SUS RELACIONES CON LA REALIDAD
Pero es hora que nos preguntemos adónde vamos con estas reflexiones.
Quizá se haya podido vislumbrar el camino que intentamos emprender. Digámoslo
con claridad ahora que ya tenemos un trasfondo apropiado: así como nuestra
humana existencia es instalación de un cuerpo real en un punto del espacio-
tiempo real, así también la obra de arte es instauración ficticia de entes ficticios en
un espacio y tiempo de ficción.

Si designamos a nuestro mundo como 1, a nuestro espacio como 2 y a


nuestro tiempo como 3, veremos que en la obra de arte a partir del mundo 1 se
abre un mundo 1‟, que a partir de nuestro espacio 2 se instaura un espacio 2‟, y
que el tiempo 3 da lugar a un tiempo 3‟. Mientras la serie 1-2-3 es real, la serie 1‟-
2‟-3‟ es ficticia; su ficcionalidad no nace ni se crea de la nada sino de la realidad,
aunque una vez constituida adquiere plena y total autonomía. Pero es más, la
fundación de un mundo ficticio da ocasión para que en él se puedan desarrollar
simultáneamente eventos –y por tanto tiempos- que no podrían darse en la
realidad.

163
Cf. Estética de la creatividad. Juego, arte, literatura. Cátedra, Madrid, 1977. La estimulante
teoría del arte desarrollada por este filósofo español requiere de un tratamiento detenido, tarea que
esperamos abordar en otro libro dedicado a la obra de arte literaria.

121
1.2.1 Todo mundo posible fundado por la pintura o por la literatura es instauración
de vida o realidad en un mundo donde los entes, los sucesos, el tiempo y el
espacio son de ficción. Un ente corpóreo real necesita de un espacio y de un
tiempo reales. No es concebible un ente corpóreo que exista en un espacio y en
un tiempo de ficción. Del mismo modo, es imposible que un ente de ficción (un
personaje literario o pictórico) exista en el mundo del espacio y tiempo reales.
Estos modos de existencia no pueden confundirse si se tiene presente que en la
realidad los entes son reales, el espacio es real y el tiempo es real, mientras en el
arte todo es ficción. Naturalmente que existe una estrecha relación entre estos
mundos, pero es una clara relación que jamás debe dar lugar a la mezcla y a la
confusión. El mundo de ficción se deriva de la realidad así como el hijo se “deriva”
de los padres, pero una vez derivado y constituido adquiere autonomía óntica y,
por tanto, auténtica existencia y realidad aunque, insistimos, su existencia y su
realidad sean un modo de darse distinto al modo como se da la realidad en la que
nosotros nos movemos como seres corpóreos, en el espacio y el tiempo que
llamamos reales.

1.2.2. Todo lo que le puede ocurrir a un hombre en la realidad le puede ocurrir


también a un personaje en el mundo de ficción; todo suceso histórico o real que
haya acontecido en el mundo del acaecer fenoménico, puede acaecer también en
el mundo de ficción instaurado por el arte. Nada, absolutamente nada que haya
acontecido en la realidad está vedado que ocurra en el mundo de ficción. Por el
contrario, en el arte pueden ocurrir acontecimientos y vivir personajes que nunca
han ocurrido y vivido en la realidad. Se puede escribir una novela que tome como
material sucesos de la vida real; por ejemplo, se puede escribir una novela (o
pintar un cuadro) en que los sucesos y personajes sean tomados de la auténtica
Revolución Francesa. De hecho, muchas novelas y pinturas “históricas” han
utilizado este suceso como material. Pero el novelista es, además, infinitamente
libre para inventar todas las “Revoluciones” que sea capaz de concebir y
estructurar artísticamente. De aquí se sigue que el arte es más universal (o
filosófico, como dijo Aristóteles) que la historia, pues mientras ésta no puede
abandonar la realidad tal cual es, el arte puede alejarse cuanto quiera de ella,
porque en tanto arte es esencialmente distinto de la realidad; es, como nosotros
venimos insistiendo, pura ficción.

Pero, además, el arte (pensamos en la literatura y la pintura) posee infinitos


más recursos que la realidad para fundar mundo y hacer que ese mundo funcione
coherentemente. En nuestro mundo, a nosotros, como seres de carne y hueso, el
espacio y el tiempo nos están dados para siempre sin que esté en nuestra mano
modificar el curso de las leyes que gobiernan nuestra realidad. En el arte, en
cambio, se pueden vivir simultáneamente en un solo mundo de ficción, varios
tiempos y varios espacios. En la narrativa contemporánea hay tiempos que
avanzan en sentidos encontrados. El narrador puede sin problema alguno ubicar
sus personajes en un punto determinado del espacio y trasladarlos

122
simultáneamente a otro lugar164. En Cien años de soledad hay personajes que
están muertos y enterrados en un lugar, y viven y actúan al mismo tiempo como si
estuvieran vivos, sin que ello implique problema alguno para la ficción.

En la obra de arte literaria todo el mundo ficticio es por virtud de la palabra.


El lenguaje –con su dimensión semántica inmanente y trascendente165- crea el
espacio con la descripción, la palabra crea el mundo y el tiempo en el que ese
mundo transcurre. La pintura, contando con sólo dos dimensiones reales, nos
hace vivir la ilusión de una realidad completa. De hecho, en la vivencia estética no
percibimos los personajes como figuras planas, sino como auténticos seres
volumétricos que viven en un espacio tridimensional y en un tiempo efectivo. En
La Última Cena de Leonardo asistimos, como espectadores ideales, a un suceso
con su espacio, su tiempo, sus personajes y sus objetos de ficción. Un espacio
real, de dos dimensiones, abre las puertas a un espacio ficticio en el que los
personajes no son percibidos ni vividos por la conciencia estética como si fueran
figuras planas, pintadas sobre un muro, sino como auténticos hombres que,
sentados a una mesa, sufren y se agitan corporal y espiritualmente con motivo de
una revelación inesperada.

1.2.3. Sin embargo, no se piense que la vivencia estética es vivencia de irrealidad.


Nuestra conciencia imaginante vive la ficción como realidad166. Cuando estamos
leyendo una novela, nuestra conciencia, que ha pasado de la actitud realizante a
la imaginante (vivencia estética), no se dice a cada momento “esto es pura ficción,

164
Probablemente sea el cine la actividad artística que con mayor espectacularidad ha explorado
estas posibilidades que ofrecen los mundos de ficción.
165
Según ha distinguido Karl Bühler (y también Russell) el lenguaje posee una potencia
significativa desde el signo hacia el referente, es decir, una relación externa. Pero también la
fenomenología distingue una dimensión semántica interna: el lenguaje crea su sentido aunque este
sentido no sea trascendente al signo mismo. Esto hace posible, según algunos teóricos de la
literatura, que el discurso literario cree su propia realidad, un mundo sui generis relacionado pero
distinto del mundo real. Cf. K. Bühler, Teoría del Lenguaje, Rev. De Occidente, 3ª ed., Madrid,
1967; E. Husserl, Investigaciones Lógicas, Vol. I. “Investigación Primera: expresión y significación”.
Alianza Universidad, Madrid, 1982; M. Merleau-Ponty, Phénoménologie de la perception, Edit.
Librarie Gallimard, Paris, 1945, y F. Martínez-Bonati, La estructura de la obra literaria, Seix Barral,
2ª ed., Barcelona, 1972.
166
Mientras concluía este libro, casi por azar, tuve ocasión de leer el sugerente ensayo de Mario
Vargas Llosa “El poder de la mentira”. No puedo menos que recoger aquí, a modo de botón de
muestra, algunas breves reflexiones del gran escritor peruano y que tan bien armonizan con
nuestra teoría de la obra de arte como esencial ficción: “Para casi todos los escritores, la memoria
es el punto de partida de la fantasía, el trampolín que dispara la imaginación en su vuelo
impredecible hacia la ficción. Recuerdos e invenciones se mezclan en la literatura de creación de
manera a menudo inextricable para el propio autor, quien, aunque pretenda lo contrario, sabe que
la recuperación del tiempo perdido que puede llevar a cabo la literatura es siempre un simulacro,
una ficción en la que lo recordado se disuelve en lo soñado y viceversa”. (…) “Cuando Johannot
Martorell nos cuenta en la Tirant lo Blanc que la Princesa Carmesina era tan blanca que se veía
pasar el vino por su garganta, nos dice algo técnicamente imposible y que, sin embargo, bajo el
hechizo de la lectura, nos parece una verdad inmarcesible, porque en la realidad fingida de la
novela, la diferencia de lo que ocurre en la nuestra, el exceso no es jamás la excepción, siempre la
regla. Y nada es excesivo si todo lo es”. Cf. El Mercurio, Sección “Artes y Letras”. Santiago, 12 de
julio de 1987.

123
pura irrealidad”. Es irrealidad, es ficción, pero la vivimos como efectiva realidad.
Para darnos cuenta que lo que tenemos ante nuestros ojos es ficción, es menester
pasar de la actividad contemplativa, o si se quiere, de la conciencia pre-reflexiva,
que es lo propio de la vivencia estética, a la reflexiva, que es lo propio de la
conciencia que pone lo vivido o experimentado por la conciencia pre-reflexiva
como objeto de descripción racional.

Antes de comenzar a leer una novela como novela, es decir, como ficción, o
de contemplar una pintura como mundo en el que ocurren acontecimientos, es
necesario que aceptemos, tácitamente, el juego a que se nos invita a participar. Si
alguien se acerca a La Última Cena con afán puramente didáctico, para aprender
y comprender mejor el pasaje bíblico en el que el Señor Jesús denuncia al traidor,
no está en actitud estética. No está aceptando el juego de la ficción que exige un
olvido del mundo y una vivencia profunda de la ficción. Al comenzar a leer Cien
años de soledad, pronto nos percatamos de que el mundo que va constituyéndose
ante nuestros ojos impone sus propias reglas sobre los sucesos, los personajes, el
tiempo y el espacio en que se desarrolla la vida en el imaginario Macondo. Por eso
no nos extraña que el mundo que vamos construyendo como lectores, sobre la
base de lo que va contando el narrador, parezca real y mágico al mismo tiempo;
que los sucesos y personajes se repitan como si vivieran en un tiempo cíclico o
circular.

1.2.4. Lo importante para nuestros propósitos es mostrar que el artista puede


jugar con todas las maneras concebibles del espacio y del tiempo, según las
circunstancias estéticas, y transformar así el tiempo y el espacio, o un
determinado personaje o suceso, en la viga maestra que soporta la construcción
artística167. En Cien años de soledad el tiempo transcurre y permanece a la vez.
En la Odisea el tiempo se ha detenido. Penélope está tan bella y juvenil al
principio como al final de la historia. Siempre hay jóvenes pretendientes tras ella.
Ulises, a su retorno, aunque viene transfigurado en un viejo por artificio de Atenea,
descubre finalmente ante los pretendientes, su mujer y su hijo, su eterna juventud.
Conserva toda la fuerza y la gracia que veinte años antes lo llevaron a luchar junto
a los aqueos en la lejana Troya. En el Ulyses de Joyce se vive un tiempo
psicológico, lo mismo que en las novelas de Virginia Woolf. En Los miserables de
Hugo, o en los Episodios nacionales de Pérez Galdós, se vive un tiempo muy
similar al histórico. En La Amortajada de María Luisa Bombal el personaje vive el
tiempo como duración; lo mismo suele ocurrir en la poesía de Antonio Machado.

Si es imposible un mundo humano sin tiempo y sin espacio, lo es también


en el arte. Aunque el tiempo se conciba como eternidad, es un tiempo-eterno,
como ocurre en los cuentos infantiles.

167
Wolfgang Kayser sostiene que todo relato épico se estructura en torno a uno de estos tres
elementos: tiempo, espacio o personaje. Cf. Análisis e interpretación de la obra literaria,
especialmente Cap. X: “La estructura del género”, pp. 519-585, Gredos, Madrid, 1958.

124
El discurso literario –por ejemplo, en la novela- no puede ser abstracto, en
el sentido filosófico, porque su vocación es hacer mundo. Debe crear personajes y
un ambiente natural, urbano o social para esos personajes. Debe darles o
suponerles una historia colectiva o privada; debe, por decirlo concisamente, darle
color y figura a sus entes de ficción con puro lenguaje.

1.2.5. En síntesis, la obra de arte es un micromundo organizado artificialmente


que se instala en la existencia como mundo irreal. Ese mundo requiere que haya
entidades (sean humanas, animales o incluso naturales); a esas entidades hay
que ubicarlas en un espacio y en un tiempo. Sólo entonces la obra se independiza
del mundo para crear su propia realidad. Estos tres elementos son ficticios y
ninguno puede faltar, y si alguno falta el mundo de ficción no se constituye. Incluso
en la novela psicológica, en la de monólogo interior, o en la de “stream of
consciousness”, estos tres elementos existen por derecho propio. Naturalmente
que los tiempos pueden tomar diversas formas, lo mismo que los paisajes, según
la índole de la obra. La novela realista suele valerse del tiempo histórico y social,
del espacio natural y urbano, y de personajes humanos parecidos o semejantes a
los que pueden existir en cualquier parte de la vida real. La novela de “ciencia-
ficción”, en cambio, instaura otra dimensión (y sentido) del tiempo y del espacio.
Los acontecimientos ocurren en espacios galácticos, interplanetarios y en un
tiempo que parece transcurrir más lentamente que el terrenal. La novela
hispanoamericana de hoy suele preferir un tiempo mágico y un espacio mítico,
emparentados con los ancestrales mitos y ritos de la América precolombina. En
estos tipos de narración, el mundo de ficción se gobierna por leyes ajenas al
acaecer fenoménico.

Desde luego que todo esto también ocurre en la pintura. Por vía de ejemplo
compárese la pintura realista de Velásquez con la onírica de Dalí. ¿Qué puede
haber de común entre ambas? Lo común está en que cada una, a su manera,
instaura un tiempo, un espacio y unos seres de ficción. El mundo de ficción así
creado difiere, entonces, por el modo de su constitución. Los personajes, objetos,
el espacio y el tiempo de Las Meninas de Velásquez tienen un cierto parecido con
la vida histórica y social del siglo XVII en las cortes españolas; en cambio, en las
obras de Dalí el espacio, los entes y el tiempo instauradores de la ficción se
parecen mucho más a nuestras alucinaciones y pesadillas oníricas. Ambos tipos
de pintura, a su modo, se conectan con la realidad, aunque con la total y plena
autonomía que les da su naturaleza esencialmente ficticia.

1.2.6. Instaurándose, pues, un tiempo y un espacio ficticio, por necesidad los


personajes y los acontecimientos lo serán de suyo también. O, si se prefiere,
instaurándose la existencia de un personaje, objeto o suceso de ficción, por
necesidad el tiempo y el espacio que de hecho y derecho se constituyen, ha de
ser de ficción. Cuando el narrador del Quijote comienza con estas palabras:

125
En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha
mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga
antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que
carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados,
lentejas los viernes, y algún palomino de añadidura los domingos,
consumían las tres partes de su hacienda…

está creando las tres vigas maestras de la ficción literaria de una sola vez: un
espacio imaginario: “En un lugar de la Mancha”. Un tiempo ficticio que el lector
inmediatamente refiere a un pretérito imperfecto: “…no ha mucho tiempo que
vivía…”. Y, un personaje de ficción: “…un hidalgo de los de lanza…”. Se funda de
este modo el mundo en el cual han de acaecer todos los acontecimientos a los
que asistiremos en nuestra condición de lectores de ficción. Y así ha de ocurrir con
toda obra, sin excepción. Sólo un discurso artístico (literario) crea un tiempo y un
espacio que no es ni el tiempo ni el espacio de la realidad en los cuales el hombre
sumerge su existencia corporal. Un discurso histórico, en cambio, vale aquí y
ahora o desde aquí y ahora sólo en relación directa con la realidad efectiva o
presuntamente acaecida o por acaecer en un futuro próximo o lejano.

El espacio no es espacio sino por los entes que contiene, y el tiempo no lo


es más que por los entes a que afecta. Así, el tiempo y el espacio de ficción
tienden, por necesidad, a crear entes de ficción y éstos al interrelacionarse van, a
su vez, dando origen a diversos sucesos, acontecimientos, creando de este modo
un ámbito lúdico y campo de luz que envuelve al mundo de ficción. En el discurso
lógico o formal, en cambio, no hay ni tiempo ni espacio creado (como no sea el
espacio accidental del papel o el tiempo psicológico que se requiere para leer
estos signos) porque los entes lógicos como los matemáticos son ajenos a
cualquier concepto de espacio y de tiempo. Ni el tiempo ni el espacio les afecta en
lo más mínimo.

1.2.7. En pocas palabras: toda obra de arte, como toda cosa mundana, tiene una
edad y un cuerpo; una edad que se profundiza con el tiempo mundano y que deja
huellas en el cuerpo. Pero, además, está el tiempo y el espacio intrínsecos creado
por la narración (o la construcción plástica) en los que todos los acontecimientos
comienzan, transcurren y finalizan, mas en un eterno retorno donde pueden,
virtualmente, siempre volver a empezar si se dan ciertas circunstancias favorables.
Cada lectura (o contemplación) es un revivir, un resucitar acontecimientos y seres
que habitan el limbo y que la lectura (o contemplación) ilumina para que vivan
pasajeramente en la conciencia imaginante del lector o contemplador la plenitud
de su existencia de ficción.

126
1.3. EL FENÓMENO ARTÍSTICO COMO EXISTENCIA
COMPLEJA EN LA QUE SE DAN CITA LO
ONTOLÓGICO Y LO FENOMENOLÓGICO
Llamamos fenómeno artístico al complejo ontológico y fenomenológico
constituido por el objeto artístico (obra de arte material) y el objeto estético (obra
de arte percibida y constituida intencionalmente en la más íntima vivencia
contempladora).

Es “fenómeno” porque la obra se revela o se manifiesta en sí misma tal


como es y en lo que es, es decir, en su esencia. Lo es, además, por manifestarse
con sentido para la conciencia, pero por virtud de la conciencia. Es “artístico” por
tratarse de una realidad sui generis destinada a mantener con su andamiaje
material una realidad ficticia de orden puramente intencional. Es “complejo” porque
interviene una gran cantidad de factores interactuantes, tanto de orden material (la
obra como mera cosa) como sensibles, psíquicos y espirituales. Y, es “estético”
porque la conciencia lo intuye y lo instaura como mera ficción y lo contempla con
emoción desinteresada.

En el fenómeno artístico convive la realidad sensible –el cuerpo sensible de


la obra, o la obra en cuanto cuerpo sensible- con lo suprasensible y lo
superobjetivo, esto es, la realidad intencional que a partir de la realidad sensible y
por virtud de la conciencia imaginante se vive como mera ficción. En esto consiste,
precisamente, la esencia del arte. Esta es una de las virtudes del arte, una de las
cosas extrañas, pero comprensibles, que sólo dos realidades del mundo pueden
exhibir. ¿No es la persona humana, acaso, una realidad semejante? Lo menos
que puede ser un hombre es una íntima simbiosis entre cuerpo y espíritu. Si fuera
sólo cuerpo sería sólo animal; si fuera sólo espíritu, sería existencia celestial. El
hombre está, como decía San Buenaventura, a medio camino entre los ángeles y
las bestias. Tiene de éstas el cuerpo; de aquéllos, el espíritu. No quisiéramos
enredarnos aquí en el problema del espíritu y la naturaleza de éste. Sólo
aspiramos a darnos a entender. Como quiera que sea, es evidente que hay algo
en nosotros que nos hace ser como somos, capaces de comprender, de amar,
odiar, sufrir, imaginar y sentir que no puede confundirse con nuestra estructura
corporal. De hecho decimos “yo tengo un cuerpo” y no “yo soy un cuerpo”. Algo
así ocurre con la obra de arte. Tiene, con toda evidencia, un cuerpo que se
aprehende empíricamente pero, además, emerge de dicho cuerpo una realidad
que se instaura como pura ficción en la conciencia intencional.

1.3.1. En el fenómeno artístico se dan cita una serie de realidades que íntima y
armoniosamente organizadas contribuyen a que la obra de arte se instale como
una realidad mundana y el objeto estético como construcción intencional. Aunque
el modo físico de existencia de una pintura pueda diferir de una obra musical o
poética, sus modos artísticos o estéticos pueden ser los mismos. Tanto un poema
como una pintura tienen existencia sólo en tanto y en cuanto son experimentados
127
como objetos estéticos. Para comprender bien esta diferencia, como
acertadamente indica Gilson, hay que recordar la moderna distinción de la filosofía
entre ontología y fenomenología. “La ontología trata de los seres, tal como son en
sí mismos, independientemente del hecho de que sean aprehendidos o no, así
como del modo particular en que pudieran serlo”168 . Indudablemente que desde
este punto de vista una obra de arte, al igual que todo otro cuerpo, continuaría
siendo lo que es, independientemente del hecho de ser atendida o no, de ser
experimentada o no. Pero la estética fenomenológica ha puesto el acento del lado
del contemplador y así hemos podido hablar de obra plena y constituida, lo que no
quiere decir que el hecho de experimentar una obra de arte desde la vivencia
estética, cause su existencia169. El fenómeno es un ser en cuanto objeto de
experiencia, y es estético si la experiencia en la que la obra se muestra es
estética, es decir, si la percepción es una especie de contemplación atenta
acompañada de emoción desinteresada. Esta distinción no debe tender tampoco a
desligarnos del objeto ontológico, del ser objetivo, en beneficio del ser puramente
experimentado.

En efecto, nosotros quisiéramos distinguir dos momentos en el fenómeno


artístico: 1) el ente artístico (ontológico) y 2) el ser fenomenológico. El ente
artístico se corresponde más o menos con la obra de arte, con la cosa artística. El
ser fenomenológico, con el objeto estético. Pero, además, hay que establecer
nuevas correspondencias. En la percepción del fenómeno artístico distinguiremos
el estrato fijo y el estrato móvil.

El estrato fijo dice relación con la estructura ontológica de la obra de arte en


cuanto cosa real; el estrato móvil se relaciona con el objeto estético en cuanto
construcción intencional, o vivencia fenomenológica. En lo que sigue intentaremos
desarrollar estas ideas.

1.3.2. En el mundo fenoménico del aquí y del ahora encontramos objetos cuya
existencia es material. Esta existencia puede ser tenue o sutil, como un suspiro o
un sonido, o maciza y compacta como una roca o un árbol. Entre estos dos
extremos se encuentran diversos grados de existencia reica o cosal. Podemos
percibir estas existencias materiales con el solo auxilio de los sentidos y podemos
comprenderlas con el concurso de la razón. Primero vemos la montaña y después
la explicamos como un accidente geográfico. El botánico primero mira y observa
“con los ojos”, luego medita y organiza con la razón. No hay oposición alguna
entre estos dos tipos de conciencia, la perceptiva y la pensante, sino perfecta
complementación. Un ojo sin conciencia pensante no pasaría de ser una perfecta
máquina fotográfica. Una razón sin sentidos no es posible en el fenómeno
humano. Reconocer que existen entes reales y describirlos tal cual se los percibe

168
Etienne Gilson, Arte y realidad, p. 10. Aguilar, Madrid, 1969.
169
La posición de John Dewey, sin ser en absoluto fenomenólogo, coincide plenamente con esta
doctrina. Según él, una obra de arte, no importa su antigüedad y clasicismo, es efectivamente, y no
potencialmente, una obra de arte, sólo cuando vive una experiencia individualizada. Cf. El arte
como experiencia, F.C.E., México, 1949.

128
y piensa, es adoptar una actitud ontológica. Desde este punto de vista una pintura
es, primera y radicalmente, una tela coloreada; un poema, una serie de caracteres
gráficos trazados sobre papel o vibraciones acústicas que estremecen el aire, pero
también es una serie de palabras y construcciones gramaticales con un sentido
para la razón. Si nos enseñan un poema en caracteres chinos, sólo podrá conocer
el ojo, pero la razón no ejercerá su labor como si, por el contrario, el poema
estuviera escrito en español. Pero ver una pintura y darse cuenta (mediante
operación racional) que se trata de una obra de arte no es aún vivir la experiencia
de la obra de arte. Es sólo reconocer su presencia óntica en el mundo, junto a las
demás cosas con las que cuenta la realidad.

De una manera meramente óntica nos está permitido decir objetivamente


que es grande o pequeña, redonda o cuadrada, dura o compacta, blanca o azul. Si
se nos pide que describamos un árbol podremos decir que es alto y delgado,
compacto, duro, frondoso y verde. Ésta sería una tosca descripción ontológica de
la cosa árbol. Pero si agregamos, además, que es elegante y grácil, majestuoso y
bello, estas características no corresponden justamente al ser óntico del árbol o, al
menos, es muy difícil que pertenezcan a él.

Si comparamos estos dos juicios –de idéntica estructura gramatical-


veremos mejor la diferencia:

i) “Este árbol es verde”.


ii) “Ese árbol es hermoso”.

i) Es un juicio (o proposición) descriptivo. No hace sino reconocer una


cualidad inherente al ser del árbol y, por tanto, parte de su substancia. No se nos
ocurriría pensar que el “verde” del árbol es una manifestación subjetiva que
atribuimos al ser-árbol170. Por si tuviéramos dudas respecto del carácter estricta y
objetivamente descriptivo de ese juicio, podemos someterlo a una prueba de
experiencia. Podemos consultar a un número ilimitado de sujetos que ven el árbol,
sobre la verdad o falsedad del juicio. Descartando casos aberrantes o de mera
perversidad, de alguien que asegura que el árbol es rojo o azul, encontraremos
que todos coinciden en señalar que efectivamente el árbol es verde.

Pero si nos atenemos al segundo caso (ii), es muy posible que las
opiniones varíen en mucho o en poco, pero que varíen. Para algunas personas un
manzano puede ser más agradable de ver que un pino radiata, para otros un
abedul será más hermoso que un castaño. Alguien que guste de las líneas
horizontales se sentirá molesto con las predominantemente verticales de un
eucalipto o de una araucaria.

170
No obstante, cierta tendencia del empirismo no admitiría que el color sea una nota objetiva de la
cosa, sino más bien un cierto modo característico de la percepción. Pero como éste no es nuestro
problema podemos dejarlo perfectamente de lado aquí.

129
1.3.3. Casi todos los filósofos (y los estetas especialmente) están de acuerdo en
separar las cualidades primarias de las secundarias o aún terciarias. Con que
digamos, por ahora, que cualidades o descripciones como compacto, duro, denso,
blanco o verde pertenecen a la estructura óntica de los seres, y cualidades como
elegante, soberbio, delicado, hermoso, no pertenecen a la estructura óntica de los
objetos corpóreos, habremos establecido una distinción muy útil para nuestros
propósitos. Más allá de la existencia física y de las cualidades objetivas y
racionalmente demostrables de los objetos físicos, podemos decir que hay una
“existencia” estética. “Llamaremos existencia estética –dice Gilson- al modo de
existencia (destacamos) que pertenece a las pinturas en cuanto son percibidas
actualmente como obras de arte y como objetos de experiencia estética” 171.

Desde aquí podemos establecer algunas diferencias importantes entre el


modo de ser físico de unas artes con respecto a otras. Es verdad que algunas
artes parecen existir más físicamente que otras. Por ejemplo, una pintura y, mejor
aún, una escultura o una catedral, parecieran ser más cosa física que un concierto
o un poema. Una pintura o una escultura existen siempre de modo tal que
transcurren con el tiempo. La música, por el contrario, no tiene más existencia
física que la de los sonidos producidos por una ejecución actual, pero aún así
existe plenamente parte por parte, aunque nunca como un todo a la vez. Una nota
sigue a la otra y entre todas van constituyendo una melodía, pero la melodía
misma no existe físicamente como existe una escultura. De aquí que se pueda
establecer una importante diferencia entre las artes del espacio y las del tiempo:
las primeras son objetos de una experiencia contemplativa total y simultánea; las
segundas se van contemplando poco a poco. La visión de conjunto es una
construcción de la memoria y del recuerdo.

Para continuar con el carácter óntico de la obra, observemos que las notas
de una obra de arte son intersubjetivas, lo que no quiere decir que las notas no-
intersubjetivas sean subjetivas, como implicaría una explicación psicologista. Si se
toma una obra de arte y se analiza su construcción objetiva, a la manera que
explica Frederick Malins en su obra Mirar un cuadro172, considerando el punto, la
línea, la perspectiva, la geometría, el tono, el color, el dibujo o la composición, no
se está hablando todavía de la obra como ser fenomenológico, como objeto
estético, sino más bien de la obra como ente artístico. Todo lo que se pueda decir
respecto de estos elementos pertenece más o menos a un terreno intersubjetivo.
Pero aquí todavía no interviene la emoción ni la conciencia estética, estamos aún
en actitud analítica reflexionando sobre un ser objetivo.

Mas, cuando el ser artístico comienza a ser experimentado como una


vivencia íntima, dejamos lo cósico de la obra para enfrentarnos con el objeto
estético que aparece ante la conciencia. “Cuando disfruto de un paisaje –dice
Sartre a este respecto- sé muy bien que no soy yo quien lo ha creado, pero sé
también que, sin mí, los follajes, la tierra y la hierba no existirían en modo

171
Arte y realidad, p. 13.
172
Hernán Blume Editor, Madrid, 1983.

130
alguno”173. Y así comenzamos a desplazarnos desde el objeto hacia el sujeto,
pero no hacia el sujeto que vive la emoción del paisaje simplemente, sino hacia la
conciencia que intenciona ese paisaje y lo experimenta estéticamente. La
conciencia realizante es desplazada por la conciencia imaginante y desde una
descripción ontológica pasamos a una contemplación fenomenológica. El
contemplador interviene activa y esencialmente en la constitución de la obra como
objeto estético. Más allá de la simple aprehensión empírica y de las
consideraciones técnicas de la construcción del ser artístico comienza el trabajo
de la imaginación. Nos desconectamos del mundo y desconectamos al mismo
tiempo lo percibido estéticamente de todo comercio con la realidad y lo vivimos
como pura ficción. En la experiencia estética hay una relación interactiva en la que
el objeto estético aparece como procesalmente constituido. Se entabla, entonces,
entre la obra y el contemplador un proceso dinámico, merced al cual el hombre
queda modificado por la contemplación. El contemplador que ha admirado un
grupo escultórico de Miguel Ángel o leído una novela de Dostoiewsky, nunca más
vuelve a ser el mismo hombre que antes de la contemplación o lectura. Su
espiritualidad queda para siempre, conscientemente o no, modificada, sea para
bien, sea para mal, por la experiencia estética vivida.

1.3.4. No somos productores del ser, pero sí lo detectamos. La obra no es una


pura nada, es un ente real y un ser estético en potencia que está ahí siempre
dispuesto a ser descubierto, detectado y traído a la realidad por la conciencia
imaginante. Por eso decimos que la obra de arte, en cuanto obra constituida, es
siempre revelación; es una aparición que viene a nosotros porque nosotros vamos
a ella. El mundo sin la conciencia es nada y la conciencia sin el mundo es nada;
sólo la conciencia es cuando es conciencia de algo, aunque como en el caso del
arte este algo sea neutralizado en su condición existencial y propuesto como una
pura apariencia, como pura ficción. La obra puede dormir el sueño de la nada
hasta que una conciencia predispuesta (imaginante) le otorgue plenitud de vida en
la ficción. “El objeto literario es un trompo extraño –dice Sartre- que sólo existe en
movimiento. Para que surja, hace falta un acto concreto que se denomina lectura y
que sólo dura lo que la lectura dure”174. La obra de arte tiene su ser propio y es en
sí una realidad enteriza, pero para que éste adquiera alguna significación espiritual
es menester que se dé a una conciencia que lo perciba estéticamente. Desde un
punto de vista ontológico hay aprehensión de realidad en la obra en tanto cosa;
desde un punto de vista fenomenológico hay impresión de realidad, pero no se
crea que la impresión de realidad no tiene también su modo de ser esencialmente
aprehensión de realidad, es decir, ficción y, en tanto tal, otra forma de realidad. A
veces se ha dicho que el arte es el reino de la apariencia, de la ilusión, pero
queriendo dar a entender que en el arte no se aprehende ni se vive ninguna
realidad. Con Hegel podríamos responder a esta objeción diciendo que esto es
paradojalmente cierto siempre y cuando comprendamos a fondo la paradoja. El
arte crea apariencia y vive de apariencia, y si se considera la apariencia como una

173
¿Qué es la literatura?, p. 77. Losada, 7ª ed., Buenos Aires, 1981.
174
Ibíd., p. 69.

131
cosa que no debe ser, se puede decir que el arte sólo tiene una existencia ilusoria
y sus creaciones son únicamente puras ficciones. “Pero en el fondo ¿qué es la
apariencia? –se pregunta Hegel-, ¿cuáles son sus relaciones con la esencia? No
olvidemos que toda esencia, toda verdad, para no quedarse en abstracción pura,
debe aparecer (…) la apariencia misma está lejos de ser cualquier cosa
inesencial; por el contrario, constituye un momento esencial de la esencia (…).
Luego el arte tiene una apariencia que le es propia, pero no una apariencia
simplemente”175. Esta apariencia o ficción tan propia del arte naturalmente que
puede ser considerada engañosa y falaz, comparada con el mundo externo o
interno tal cual nosotros consideramos y vemos desde el punto de vista práctico y
rutinario. Nadie llama ficticios a los objetos del mundo exterior, ni a nuestros
estados psicológicos, ni a nuestros dolores físicos o afectivos. Y por eso al
comparar el arte con esta otra realidad lo llamamos “apariencia” o “ilusión”, dando
a entender así que no tiene ser o que su ser es sólo aparente, mas no verdadero.
Pero con las mismas razones, observa Hegel, se puede argumentar que lo que
nosotros llamamos “realidad” es una ilusión más fuerte, una apariencia más
engañosa que la apariencia del arte. “Llamamos realidad y consideramos como
tal, en la vida empírica y la de nuestras sensaciones, al conjunto de objetos
exteriores y a las sensaciones que nos proporcionan. Y, sin embargo, todo este
conjunto de objetos y sensaciones no es un mundo de verdad, sino un mundo de
ilusiones”176, concluye Hegel. Sin que nosotros lleguemos al extremo de
considerar al mundo externo como un mundo de ilusiones, pensamos sí que en la
vivencia fenomenológica del arte lo estético se vive como una realidad intuida, tan
auténtica como la que percibimos en el mundo exterior y de la cual no tiene
sentido dudar, a no ser que neguemos la esencia misma del arte. Los que sólo se
quedan con la experiencia ontológica de la obra de arte no pueden, por principio,
gozar de la calidad y condición estética de la obra. Para esto hace falta que el
punto de vista ontológico ceda al punto de vista fenomenológico. Así como en el
conocimiento no se puede hablar de cosa percibida o conocida sin una conciencia
percipiente o cognoscente, también en la experiencia estética el objeto es llamado
a constitución por la conciencia imaginante en una relación bilateral en la que no
puede faltar ni la cosa origen y causa de la ficción, ni la conciencia que la
intenciona como tal.

1.3.5 Ilustremos todo esto con un ejemplo: ¿Qué actitud cabe tomar ante el lienzo
La Maja Desnuda de Goya? Al menos dos, y fundamentalmente:

i) Actitud ontológica: en tanto que consideremos el lienzo, el marco, las capas


de pintura por sí mismos el objeto estético no aparecerá. Si examinamos los
colores, los objetos, la figura como mera figura geométrica y establecemos
relaciones, etc., la maja desnuda, como sugerente retrato de una joven
desnuda, no se nos dará como objeto estético. No es que el cuadro

175
Hegel, Introducción a la estética, p. 31. Edic. Península, 3ª. edic. Barcelona, 1979.
176
Ibíd., p. 31.

132
esconda el objeto estético, es que no se puede dar a una conciencia
realizante.

ii) Actitud fenomenológica: aparecerá como ficción estética en la que la


conciencia al llevar a cabo una conversión radical, que supone el
anonadamiento del mundo, se constituye en sí misma como conciencia
imaginante. Ahora no veo el cuadro ni las capas de pintura ni ningún otro
elemento material o formal, sino veo la maja desnuda; una joven desnuda
tendida sobre un diván que me impresiona de una cierta manera estética.

Ahora bien, como toda conciencia es conciencia de algo, pero no de más de


un algo a la vez, no pueden convivir simultáneamente la conciencia realizante y la
conciencia imaginante; una de dos. O vemos el cuadro como una cosa, y entonces
excluimos el verlo como una ficción estética, o lo vemos como una ficción estética,
pero entonces no lo vemos como una cosa, esto no quiere decir que el mundo de
las cosas, en este caso la tela-cosa, haya desaparecido. Sólo quiere decir que la
tela-cosa permanece en penumbra, que se desliza furtivamente detrás del objeto
estético. Así, al objeto estético le es dado aparecer a la conciencia imaginante en
todo su esplendor. De esta suerte, de un conjunto de realidades tangibles (pastas,
tela, pigmentos), surge lo irreal (ficticio) y que, sin embargo, no puede reducirse a
lo reico o cosal y que sólo es irreal para una conciencia imaginante (estética) que
lo percibe y la aprecia como tal.

La Maja Desnuda en cuanto obra de arte percibida estéticamente, es una


ficción de la conciencia que momentáneamente ha roto con el mundo para que se
consume el prodigio de la aparición de una irrealidad desde el seno mismo de la
realidad. El cuadro es una cosa material, visitado de vez en cuando por un irreal
que es precisamente el objeto pintado, pero intuido estéticamente, como la
esencia de la obra.

1.4. EL ESTRATO FIJO Y EL ESTRATO MÓVIL EN EL


FENÓMENO ARTÍSTICO
El fenómeno artístico es complejo. Incluye dos grandes sectores
íntimamente relacionados, pero distinguibles fenomenológicamente. De un lado
está lo constituido objetiva (en el sentido de ob-jectum) y ónticamente en la obra
como realidad cósica y, por otro, la percepción e instauración del objeto artístico
como objeto estético en la intimidad de la vivencia contemplativa. Ingarden ha
puesto atención a la estructura ontológica de la obra de arte literaria; Heidegger,
Sartre, Souriau y Dufrenne, se han preocupado de la experiencia fenomenológica
de la obra artística. En nuestra opinión ambas perspectivas se complementan. El
estudio ontológico de la obra no anula el estudio fenomenológico de lo constituido
en la conciencia intencional. Una obra es nada sin una conciencia que le dedique

133
su atención; una conciencia sin objeto artístico ante los ojos no puede producir
conciencia imaginante de carácter estético.

Nosotros llamaremos estrato fijo a la realidad óntica de la obra y estrato


móvil a la experiencia fenomenológica de la obra o, mejor aún, a su constitución
qua objeto estético en la conciencia contemplativa. Pensamos que la percepción y
descripción de los aspectos ontológicos de la obra deben ser los mismos para
cualquier sujeto posible con total abstracción de consideraciones psicológicas,
históricas o geográficas. Por el contrario, la intuición y descripción fenomenológica
varía según ciertas circunstancias de época y de historia personal del sujeto
contemplador sin llegar a un relativismo absoluto. No cabe duda que hay cierto
relativismo en la vivencia estética y, por ende, lo hay en la descripción
fenomenológica del objeto constituido en la vivencia intencional. Pretendemos con
esta distinción separar lo estrictamente óntico (reico, cosal) de la obra, de lo vivido
y percibido fenomenológicamente en lo reico o cosal.

1.4.1. Lo óntico, o el ser-cosa-obra-de-arte puede ser descrito empíricamente lo


mismo que cualquier otro ente reico del mundo, pero lo estético instaurado y
constituido en la vivencia puede y debe ser descrito fenomenológicamente.
Aunque esta distinción no se ha hecho explícitamente como lo hacemos nosotros,
ella ha estado siempre latente entre fenomenólogos y no fenomenólogos. Apoyado
en Bergson, Collingwood afirma “que lo que obtenemos de una obra de arte es
siempre divisible en dos partes”177. Gilson afirma a su vez: “En el caso de la
pintura como en el de la música, hay un sujeto que experimenta y un objeto
experimentado”178. El desacuerdo, más tácito que expreso, parece estar en que
mientras los fenomenólogos no consideran la obra de arte más que en cuanto
constituida como objeto estético en la conciencia intencional, los partidarios de
una visión ontológica de la obra –como Gilson- tienden a minusvalorar la
experiencia estética para valorar prioritariamente el ser, o aspecto ontológico de la
obra de arte.

Esta brecha se puede cerrar perfectamente si se consideran ambos


estadios como complementarios y levantados desde puntos de vista distintos. La
obra de arte qua cosa material tiene un ser que puede ser descrito empírica y
racionalmente, pero en la experiencia estética también se da una esencia que
puede ser descrita fenomenológicamente.

177
Los principios del arte, p. 143. F.C.E., México, 1978.
178
Arte y realidad, p. 15.
Isabel Creed Hungerland escribe al respecto lo siguiente: “El problema al que me refiero
surge del hecho de que parece haber dos clases diferentes de características que atribuimos a las
obras de arte y a los objetos estéticos familiares del mundo que nos rodea. Elegante, grácil,
desaliñado, grueso, majestuoso, fláccido, delicado, torpe, son ejemplos de una clase. Bajo,
redondo, siguiente a, mayor que, son ejemplos de la otra”. “Una vez más lo estético y lo no
estético” en Estética, p. 183. F.C.E., México, 1976. Compilado por Harold Osborne. A las primeras
características las llama Isabel Creed, siguiendo a Gilbley, “estéticas” y a las segundas, “no-
estéticas”. Cf. p. 181.

134
1.4.2. Considerada la obra de arte como una cosa, tiene necesariamente que
poseer los mismos atributos de todas las cosas. Naturalmente que hay cosas que
parecen ser más cósicas que otras. Una montaña tiene un ser permanente, una
nube un ser pasajero. Lo mismo se puede decir del arte. La escultura, la
arquitectura y la pintura son más substanciosas que la música y la poesía, pero en
verdad es sólo una cuestión de grados, mas no hay una diferencia de naturaleza.
Ontológicamente hablando una estatua de piedra no es ni más ni menos cosa que
una roca en la cantera. Ambos son objetos tridimensionales, instalados en el
espacio y sujetos a las modificaciones que impone el tiempo, ambos poseen más
o menos la misma solidez, dureza y color. Gilson considera que es en estas artes
donde se da más plenamente el ser, negándoselo a otras, como la música, que lo
suelen tener esporádicamente. Pero, entonces ¿es más, ontológicamente, una
pintura que una sonata? Gilson responde que efectivamente lo es, razón por la
cual sólo se puede hablar de ser auténtico en el primer caso y no en el segundo.
Pero este problema es relativo e implica una paradoja. Se supone que La Ilíada y
la Odisea son anteriores al siglo VII A.d.C. y, sin embargo, conservan su ser
intacto gracias a que pueden sobrevivir en infinitas reproducciones. Aquí, desde el
punto de vista estético, no tiene más preponderancia una copia del siglo I A.d.C.
que una actual. En cambio, no conservamos ninguna de las célebres pinturas de
Apeles o Zexius y muchos otros que conocemos por descripción de los antiguos.
La obra pictórica es única, está indefectiblemente condenada por el tiempo a
deteriorarse y a sufrir una lenta pero segura desintegración. Los entendidos
aseguran que es una ruina lo que hoy se conserva de La Última Cena de
Leonardo; Las Meninas recientemente ha sido sometida a restauración. De modo,
pues, que desde este punto de vista podemos decir que la música y la poesía, en
tanto cosas, tiene incluso –paradojalmente- mayor consistencia óntica que las
obras pictóricas.

1.4.3. Pero desde el punto de vista fenomenológico hay una evidente y profunda
diferencia entre la obra-cosa y lo que se constituye en nuestra conciencia. El
David de Miguel Ángel, que es ónticamente mármol, mientras se lo contempla –y
no solamente mira- comienza a revelar una serie de características (no
perceptibles sensorialmente ni aprehensibles racionalmente) que no es posible
atribuir al objeto material en tanto se lo considere como puro objeto material. De
pronto pareciera que el mármol, transformado en la magnífica figura de un joven
atlético y corporalmente perfecto, comienza a adquirir vida interior, vida propia y ya
dejamos de verlo como una cosa para contemplarlo como ser con cuerpo y alma.
Al contemplador del David le ocurre lo que al narrador de El beso de Bécquer al
contemplar una singular “mujer de mármol”: “Yo no creo, como vosotros –dice el
joven capitán a sus camaradas de armas-, que esas estatuas son un pedazo de
mármol tan inerte hoy como el día en que lo arrancaron de la cantera.
Indudablemente, el artista, que es casi un dios, le da a su obra un soplo de vida
que no logra hacer que ande y se mueva, pero que le infunde una vida
incomprensible y extraña, vida que yo no me explico bien pero que la siento, sobre
todo cuando bebo un poco”179.

179
Gustavo Adolfo Bécquer. Obras Completas, p. 316. Aguilar, Madrid, 1968.

135
Lo que el narrador describe no es, obviamente, el objeto reico, la cosa
estatua-de-mujer, sino más bien la imagen que su conciencia estética forma a
partir de la cosa marmórea con forma de mujer. Tampoco se podría decir que lo
que describimos al contemplar el David (o el citado narrador al contemplar la mujer
marmórea) son características puramente subjetivas reducibles por entero a
experiencias psicológicas; la verdad es que la conciencia que percibe, no percibe
una pura nada ni menos estados psicológicos como el que se imagina que es
Napoleón y actúa, camina y da órdenes como Napoleón, sino que lo descrito es el
resultado concreto de una percepción estética y que puede expresarse como
“bello”, “sublime”, “misterioso”.

No obstante, no a todos nos impresionará de la misma manera una misma


obra. Para la conciencia estética el objeto intuido se transforma en un símbolo
polisémico que le permite diversas maneras de imaginar y, por consiguiente,
diversas maneras de describir. Al capitán francés de El beso le parece tan bella la
escultura, tan poética y llena de vida que no puede impedir acercarse a ella y
besarla. Otros oficiales se ríen, no ven más que una estatua con forma de mujer.
Son la imaginación (conciencia imaginante), la fantasía y la afectividad las que se
liberan y configuran en la intimidad de la conciencia su característico objeto
estético del cual, por ejemplo, el David de mármol real viene a ser el analogón.
Como se ve, este segundo estrato varía de acuerdo a la emoción, fantasía y
sensibilidad de cada espectador. Por eso lo llamamos estrato móvil.

1.5. DESCRIPCIÓN FENOMENOLÓGICA DE LA


ESTRUCTURA ÓNTICO-EXISTENCIAL DE “LA
ÚLTIMA CENA” DE LEONARDO DA VINCI

Consideremos esta estructura con un ejemplo “ante los ojos” para, de este
modo, mostrar mejor lo que queremos explicar. Supongamos que nos
encontramos en Milán, en el Convento de los Dominicos de Santa Marie delle
Grazie, precisamente en el refectorio en uno de cuyos muros se conserva aún la
inmortal obra de Leonardo da Vinci La Última Cena. Distinguiremos analíticamente
en esta obra cuatro capas o niveles, dos correspondientes a la “obra-cosa”
(estrato fijo) y dos más, surgidos de la contemplación estética (estrato móvil):

En La mujer de piedra Bécquer nos da un claro caso de contemplación estética cuando


escribe: “Inmóvil, las ropas cayendo a plomo y vistiendo de anchos pliegues el tronco para
detenerse, quebrando las líneas al tocar el pedestal; los ojos entornados, las manos cruzadas
sobre un libro de oraciones y el largo brial perdido entre las ondulaciones de la falda, podría
asegurarse, o al menos este efecto producía, que debajo de aquel granito circulaba como un fluido
sutil un espíritu que le prestaba aquella vida incomprensible, vida extraña, que no he podido
traslucir jamás en esas otras figuras humanas…”. Ibíd., pp. 801-802. Cf. igualmente: J.O. Cofré.
Bécquer. Estética y metafísica románticas. Universidad Austral de Chile (ed.). Valdivia, 1979.

136
I
ESTRATO FIJO La cosa –material obra de arte
(correspondiente a la
descripción ontológica
de la “obra- cosa”)
II
Lo percibido en la cosa material
y organizado racionalmente
(conciencia pensante)

FENÓMENO
ARTÍSTICO III
Lo sugerido por la aprehensión
empírico – racional a la
conciencia imaginante
ESTRATO MÓVIL
(correspondiente a la
descripción fenómeno-
lógica del “objeto- IV
estético”) El sentido estético y metafísico
“segregado” por la conciencia
imaginante

Los dos primeros niveles, como llevamos dicho, pertenecen al estrato fijo y se
ahíncan en el ser óntico de la cosa pintada en el muro del refectorio; los dos
últimos corresponden al estrato móvil configurante del objeto estético constituido
en la vivencia intencional180.

180
Nosotros introducimos un necesario relativismo en la constitución de la esencia de un objeto
estético que algunos fenomenólogos no estarían dispuestos a aceptar. Tampoco Sartre, a juzgar
por lo que escribe en Lo imaginario. “El acto de reflexión –dice Sartre- tiene, pues, un contenido
inmediatamente cierto que llamaremos esencia de la imagen. Esta esencia es la misma para
todos”, p. 14. De este modo, cuando configuremos intuitivamente un objeto en la vivencia
intencional de una obra de arte determinada, Sartre pretende que al llevar a cabo la descripción de
lo intuitivamente vivido, la esencia será la misma para todos. Ingarden estaba dispuesto a aceptar
un moderado relativismo al hablar de “concreciones limitadas y correctas” de una obra de arte.
Nosotros, en cambio, acogiendo las teorías semióticas que consideran la obra como signo (o
símbolo) multifacético y abierto sin restricción a cualquier concreción posible, creemos que la
esencia de la vivencia constituida en la contemplación estética sin ser enteramente relativa implica
un relativismo, pues es evidente que la concreción variará de acuerdo a nuestras personales
vicisitudes, experiencia, gustos y fantasía. Pensar, intuir y describir la esencia de 2 + 2 = 4 es una

137
1.6. ANALISIS DE “LA ÚLTIMA CENA”
Antes de entrar a describir nuestra experiencia de La Última Cena es
menester, sin embargo, invocar una nueva distinción que ya hemos visto en el
capítulo anterior, pero que ahora nos será de gran ayuda.

La experiencia del estrato fijo o nivel óntico es primero percepción


(conciencia percipiente); vemos, aprehendemos las cualidades primarias y
secundarias sensorialmente. Luego la conciencia se transforma en racional;
organiza en un todo coherente los datos entregados por los sentidos y entonces
comprendemos que estamos ante una “cosa-obra-de-arte”. De esta experiencia
podemos hablar en términos objetivos, válidos intersubjetivamente.

La experiencia del estrato móvil y la constitución del objeto estético es


producto de la conciencia imaginante que ha desplazado a la conciencia realizante
(percipiente) y racional para proponer lo vivido sin compromisos ontológicos y sin
consideraciones de existencia real. La experiencia estética (esta experiencia de la
que hablamos) es pre-reflexiva, pero nada impide que una vez pasada la fruición
tomemos la experiencia estética como objeto de nuestra reflexión y, entonces,
intentemos describirla fenomenológicamente y, al describirla, intentemos expresar
racionalmente sus notas esenciales. En otros términos, si decimos que la obra se
instaura y constituye en objeto estético sólo en la experiencia fenomenológica, lo
que queremos significar es que es fenómeno para la conciencia; la conciencia lo
intenciona y de conciencia realizante pasa a conciencia imaginante, pero podemos
a su vez someter nuestro acto de constitución de la obra de arte, como fenómeno
estético, a una reducción, es decir, a un trabajo de descripción fenomenológica,
intentando desechar todo lo accesorio para quedarnos con lo esencial.

Esta descripción es, por cierto, racional. “Mientras que la percepción


utilitaria –dice Challeye- está íntimamente unida al lenguaje, la contemplación
estética es profundamente distinta de él. Yo puedo hablar conmigo mismo para
comprobar la existencia de los objetos; pero no tengo necesidad de palabras para
saborear los matices pintorescos y cambiantes. La afluencia de emociones se
produce o puede producirse sin la intervención de palabra alguna (…). Así, pues,
la contemplación artística se diferencia profundamente de la percepción utilitaria
que habitualmente tenemos del mundo exterior y de nuestra propia persona” 181.
Juicios como éste se repiten, con diversos matices, en numerosos autores, sean o
no fenomenólogos. Baste, pues, con lo dicho sobre esta materia para dar por
sentada esta diferencia entre la aprehensión pre-reflexiva de la obra y la reflexión
que posteriormente opera sobre nuestras imágenes y vivencias.

operación que sólo se realiza racionalmente y por esta razón la esencia de esta entidad formal,
siempre será la misma para todos. Pero no es éste el caso del arte.
181
Estética, p. 51. Labor, 2ª ed. Barcelona, 1953.

138
Examinemos ahora estos cuatro niveles del fenómeno artístico comenzando
por el estrato fijo o descripción ontológica de la “cosa-material” y de lo “percibido”
en la “cosa-material”.

1.6.1. La “cosa-material” (i). ¿Qué es, desde este punto de vista, nuestra Última
Cena? Primeramente un conjunto de colores y formas (o formas coloreadas) de
formato rectangular que podemos someter a medición (460 x 880 cms.) y a
comprobaciones empíricas. La vemos, la podemos tocar, si es necesario. Es un
muro coloreado compuesto de diversos materiales: yeso en el sustrato, pigmentos,
aceites, etc. de esta cosa material tiene perfecto sentido decir que es sólida,
áspera y de diversos tonos que van desde el púrpura hasta el gris-azul, el verde
oliva, etc. en resumen, la cosa “Última Cena” es de carácter material. Su realidad
corpórea la comparte con todos los objetos témporo-espaciales: tanto un hombre
concreto, como una roca, como esta pluma, el papel sobre el que escribo, poseen
la misma naturaleza. Es evidente que sin esta capa material, sin este soporte
concreto, la obra no podría ser de ninguna manera. Como es sabido, el ser
material de esta pintura ha estado sometido a numerosos peligros desde el mismo
momento de su creación. Leonardo, que siempre estaba inventando nuevas
técnicas y nuevos procedimientos, pintó sobre un sustrato de yeso. Este
procedimiento resultó inadecuado por la gran capacidad que tiene el yeso para
absorber la humedad. Ya hacia 1517 se consideraba la pintura como muy dañada
y su estado como ruinoso. Fue restaurada en varias ocasiones, modificando con
ello la estructura “inmaterial” de la obra. Clark cree que lo que hoy conservamos
no es más que el conjunto de retoques y modificaciones de incompetentes
restauradores, que muy poco tiene que ver con el original 182. Sabemos también
que la obra se salvó milagrosamente de un bombardeo en la Segunda Guerra
Mundial. Con todo esto queremos decir que este estrato material es la conditio
sine qua non de la obra de arte. Cualquier modificación de este estrato modifica
automáticamente todos los demás. Siendo, pues, el ser material la condición
esencial de la obra, no es en modo alguno la esencia de la obra de arte.

1.6.2. Lo percibido en la “cosa-material” y organizado racionalmente (ii). No podría


existir conocimiento empírico –y acaso conocimiento alguno- si no existieran cosas
materiales en el mundo que se pudieran percibir. La percepción es, pues, la base
necesaria del conocimiento empírico. Esto es, desde luego, evidente. El azul que
vemos en el cielo es azul del cielo (entendido éste como realidad sensible); el
ruido que percibo a través de los cristales (canto de pájaros, griterío de niños,
ruido de motores) es siempre ruido de cosas y acontecimientos materiales. No
existe en la realidad mundana el “azul” en sí, ni el “canto de pájaros” en sí; sólo
existen cosas azules y pájaros que cantan. Todo lo que percibimos empíricamente
y organizamos racionalmente viene de un mundo de hechos concretos. Si miro el
edificio que está a mi izquierda, veo no sólo un montón de ladrillos, sino un edificio
de ladrillos, no veo un conglomerado de notas verdes, sino un árbol verde. Mis

182
Kenneth Clark, Leonardo da Vinci. Edic. Moretón, S.A., Bilbao, 1968.

139
percepciones son organizadas en forma bi y tridimensional. Las cosas que me
rodean (y yo mismo en cuanto res extensa) tienen una estructura, una dimensión,
un color.

Si volvemos nuestra mirada sobre La Última Cena ¿qué vemos ahora?


Cualquiera sea la persona que observe este fresco tendrá que convenir en que ve
exactamente lo mismo. Aquí todavía no puede haber desacuerdos porque
estamos en el plano de la mera aprehensión y descripción de cualidades
sensibles. Ya no vemos sólo una superficie coloreada, sino una serie ordenada de
iconos, de imágenes pictóricas que en dos dimensiones dan impresión de
profundidad, de corporeidad. Vemos, primeramente, una sala de líneas muy
geométricas con una puerta (cuya parte superior es transparente) y una ventana a
cada lado que dejan ver un paisaje de fondo. En un primer plano una gran mesa a
la cual están sentados una serie de personajes que podemos describir
minuciosamente. En el centro un hombre joven, mirada y rostro serenos, ambas
manos sobre la mesa, vestido de túnica roja y manto azul. Aquella figura ocupa el
centro geométrico del cuadro. A la derecha de este hombre resalta otro de rostro
hostil, aspecto desaguisado, cuya vestidura gris-azul queda indefinida y un tanto
apagada contrastando de este modo con los tonos rojo óxido oscuro y azul-
verdoso de un conjunto de figuras que están tras él. A su izquierda vemos seis
personajes más, distribuidos en dos grupos de a tres, y a su derecha con perfecta
simetría, seis personajes distribuidos de igual forma que los que están a su
izquierda. Sobre la mesa los utensilios y alimentos propios de una cena algo
rústica. Por la manera de vestir, de llevar el cabello, podemos colegir que se trata
de personajes que representan una época remota o muy lejana. Además,
podemos describir minuciosamente cada uno de los rostros y ademanes de los
personajes, como han hecho algunos escritores y artistas. Sin duda se trata de
una cena y de un momento especial porque todos los personajes han olvidado sus
viandas y todos parecen discutir o comentar con asombro un decir o discurso del
personaje central, ya que toda la atención revierte sobre él, mientras él mismo
permanece sereno y en silencio.

Tal es, poco más o menos, lo que podríamos decir de lo que percibimos
empíricamente, haciendo total abstracción del consabido de que se trata de la
Última Cena de Cristo y sus Apóstoles, según se refiere en los Evangelios. ¿Qué
son, entonces, estas figuras (iconos) primera y originariamente? Nadie podrá
negar que percibimos formas y colores. No puede haber un color sin una forma, ni
una forma sin color. Todo color se extiende sobre una superficie. Y más
precisamente podemos decir que en ese mural percibimos con bastante claridad
(a pesar del relativo deterioro del plano material) un conjunto de hombres que
parecen compartir tanto una cena como una gran preocupación. De una
descripción detallada de lo percibido empíricamente, sin que intervenga para nada
la vivencia estética, nos puede dar prueba el famoso grabado en cobre de Rafael
Morghen, quien en varios años de trabajo, y sin haber visto jamás la obra,
basándose exclusivamente en testimonios del pintor Teodoro Matteini, llegó a
reproducir la obra original con un parecido asombroso.

140
Lo mismo que hemos hecho respecto de La Última Cena, es decir, una
descripción minuciosa basada en el testimonio de los sentidos, podemos hacerlo
respecto de cualquier otra cosa del mundo. Muchos viajeros anteriores a la
invención de la fotografía hicieron pormenorizadas descripciones de ciudades y
paisajes de tierras remotas y desconocidas. En las crónicas de la Conquista de
Indias de españoles y portugueses, hay minuciosas y detalladas descripciones de
ciudades, paisajes, personas, costumbres. La novela realista, por ejemplo, se
detiene cuidadosamente en la descripción de personajes, habitaciones, etc.,
dándonos una clara imagen de cómo podrían ser esos personajes imaginarios.
Todo esto pertenece todavía al estrato fijo, a la cosa ontológicamente
considerada.

1.6.3. Pasemos ahora al estrato móvil (iii), es decir, a la instauración del objeto
estético sobre la base del estrato fijo y por intervención de la conciencia
intencional. Nos adentramos ahora en una descripción fenomenológica de los dos
niveles de que está compuesto este estrato183. Estamos en presencia de una
conciencia reflexiva que toma como dato de descripción y análisis la experiencia
pre-reflexiva que es la propia de la vivencia estética. De modo que lo que haremos
ahora es intentar describir la experiencia íntima de lo vivido en la fruición estética,
pero que mientras se vive es habitualmente inefable.

Una aclaración más. Ahora que reflexionamos sobre lo que hemos vivido
como contempladores vemos con toda claridad que aquello es pura ficción. Es
decir, suspendemos la tesis de realidad de nuestra conciencia imaginante para
proponer objetos de nuestra conciencia imaginante como mera ficción, así del
mismo modo que al despertar de un sueño nos damos cuenta de que todo lo
soñado era pura irrealidad. Mas, mientras soñábamos y éramos pura conciencia
imaginante pre-reflexiva, lo soñado lo vivíamos como auténtica realidad. Es el
despertar y el pasar de conciencia imaginante a conciencia pensante lo que nos
convence de la irrealidad de nuestro sueño. Lo mismo ocurre en el arte. La
experiencia estética la vivimos como realidad –si no, no tendría sentido ni
explicación la emoción auténtica que experimentamos en la fruición y
contemplación estética-; es el paso siguiente el que nos permite darnos cuenta de
que eso que la conciencia pre-reflexiva tomaba como real, es puramente ficticio.

¿Qué encontramos, pues, en este primer plano del estrato móvil?


Primeramente está lo sugerido por la aprehensión empírico-racional a la
conciencia para que ésta pase de la actitud realizante a la actitud imaginante. Es
una suerte de nivel metaempírico, donde comienza propiamente la experiencia
estética. ¿Qué ocurre con nuestra Última Cena? Ya no la vemos, la
contemplamos. La conciencia de realizante pasa a imaginante y con ello abrimos

183
Conviene insistir que intentamos una descripción fenomenológica de una vivencia
fenomenológica. Una cosa es la vivencia y otra –como ha mostrado reiteradamente Husserl- la
descripción de esa vivencia. O como ha interpretado Sartre: una cosa es la conciencia pre-reflexiva
y otra la conciencia reflexiva (que realiza el cogito).

141
las puertas a la actividad estética. Desde este momento el contemplador interviene
activamente en la reconstrucción o en la resurrección de ese conjunto de formas
coloreadas estáticas que percibimos en la actitud realizante. Para que el “juego”
estético comience, es necesario que el espectador esté enterado de las reglas (y
las dé tácitamente por aceptadas) que impone el arte a la percepción estética.
Estamos dispuestos a ver todo aquello que se nos muestra no sólo como una
mera iconografía, sino como un mundo con su estructura propia. Aprehendemos
estéticamente un mundo con sus personajes inscritos en un tiempo y en un
espacio propios. Ahora comenzamos a construir el objeto estético, superando la
imagen sensible, sustituyendo la percepción por la imaginación. La conciencia
imaginante no sólo sustituye a la actitud realizante sino que además, se empina
sobre ella ocultándola, para así constituir su propio mundo de ficción. Observando
aquellos datos puramente empíricos que están ahí y que constan para cualquiera
que tenga los ojos bien abiertos, comenzamos de pronto a entrever personajes
que se nos van haciendo poco a poco familiares. Aquello no es una aglomeración
más o menos distribuida de unas figuras que representan hombres; aquello no es
simplemente un momento de alboroto en medio de una comida o una cena.
Gradualmente los personajes parecieran abandonar su rigidez icónica para
adquirir mágica vida. No, no están hieráticos; ellos se mueven y gesticulan en un
espacio que no es nuestro espacio, pero que es un espacio inscrito en la obra y,
en ella, de suyo real. Ellos viven, viven en un tiempo que no es nuestro tiempo; es
un tiempo irreal para nosotros, pero real para ellos; es un tiempo que no es de
este mundo. Y se mueven en un espacio que les es propio, pero que, otra vez, no
es como el espacio en el que hundimos nuestro cuerpo, nada tiene que ver con
este espacio tridimensional; y es, sin embargo, un espacio creado por la
necesidad “vital” de esos personajes, que ya no se nos aparecen como sombras
humanas ni como superficies pintadas. Son hombres que hablan, conversan o
gesticulan sobre un asunto al parecer de la mayor importancia. Todo pareciera
girar en torno de la figura central, objeto del momento de confusión. Los
personajes son seres auténticos que viven y sufren un momento de desilusión. En
este momento ya hemos perdido contacto con el mundo real al cual
pertenecemos. Nuestro espíritu ha abierto un paréntesis en el curso de nuestra
existencia, para situarnos como testigos de otra vida, de otra escena, de otro lugar
y de otro tiempo, al cual asistimos plenamente, y con el que comenzamos a
identificarnos, a vivirlo. Esta es la experiencia estética en su primer nivel.

Así como la obra que estaba ahí como una cosa, como una cosa percibida,
ya no es una cosa simplemente, y del plano reico y empírico al cual pueden
acceder todos los sujetos posibles, accedemos a un mundo transempírico en el
cual, como en los cuentos de hadas, todo despierta a un mundo de fantasía con
vida propia, con tiempo propio, con espacio propio, con motivo propio, autónomo,
desligado, desprendido del llamado mundo real. ¿Que no es real? Sí, lo es; se
trata de una realidad en sí misma, una forma distinta de realidad que
indudablemente dura y existe mientras tiene lugar el prodigio, mientras y sólo
mientras mi conciencia toda es conciencia imaginante que pone lo intuido como un
mundo en el que vive intensamente.

142
Pero si ahora tenemos una cultura bíblica suficiente como para reconocer
en la escena y en los personajes una escena decisiva y dramática de los
Evangelios, nuestra percepción estética se enriquece aún más. Se trata de una
versión pictórica de La Última Cena que el Señor Jesús tuvo con sus Apóstoles. El
momento es el de la máxima tensión espiritual. Nos viene a la mente, casi sin
darnos cuenta, el episodio trágico que nos narran los Evangelistas cuando el
Señor, mientras comían, dijo: “En verdad os digo, uno de vosotros me entregará. Y
entristecidos en gran manera, comenzaron cada uno a preguntarle „¿Seré yo,
Señor?‟ Mas, Él respondió y dijo: el que conmigo pone la mano en el plato, ése me
entregará… Entonces Judas, el que le entregaba, tomó la palabra y dijo: „¿Seré
yo, Rabí?‟. Le respondió: „Tú lo has dicho‟” (S .Mat. 26, 21-25)184.

La Historia Sagrada se transforma en vivencia plástica y estética, en que el


drama es intuido como realidad y vivido con intensa y concentrada profundidad.
Ya no estamos fuera de la obra, somos parte de ella; ya no se trata de un muro
pintado; es una sala estrecha para tantos comensales, pero auténtica, a la que
asistimos en nuestra condición de contempladores ideales.

Vemos que se agita el espíritu y el cuerpo de estos hombres cuando el


Señor denuncia, casi en voz baja, la traición de Judas. Los vemos en movimiento.
“Pedro, el más alejado, se lanza, por su fuerte carácter, cuando ha percibido la
palabra del Señor, de prisa por detrás de Judas, quien mirando asustado hacia
arriba, se inclina hacia adelante sobre la mesa con la mano derecha fuertemente
cerrada sujetando la bolsa, pero haciendo instintivamente con la izquierda un
movimiento convulsivo como si quisiera decir: „¿Qué quiere decir esto? ¿Qué va a
pasar?‟. Entretanto Pedro ha cogido con su mano izquierda el hombro de Juan,
que está inclinado contra él y señala hacia Cristo a la vez que anima al discípulo
amado a que pregunte quién es el traidor. Puñal en la diestra, se lo pone a Judas
instintiva y casualmente en las costillas, razón que explica el asustado movimiento
de éste hacia adelante, en el que incluso derriba un salero” 185. A la derecha de

184
El Evangelio de San Juan completa esta descripción. Cf. 13, 21-30.
185
Del ensayo de Goethe, “Joseph Bossi über Leonardo da Vinci Abendmahl zu Mailand” en Kunst
und Altertun, I, 1818. Citado por Ludwig H. Heydenreich en su obra La Última Cena de Leonardo
da Vinci, p. 33. Alianza Edit. Madrid, 1982.
El propio Leonardo intuyó, antes de realizar la obra definitiva, cómo debía ser este mundo
de ficción y así lo describe en su Cuaderno de Notas (II Codice Forster nel Victoria and Albert
Museum, London). A propósito escribe el gran artista: “Uno que bebía ha dejado el vaso y vuelve la
cabeza hacia quien habla. Otro, entrelazando los dedos, se vuelve, frunciendo el ceño, hacia su
compañero. Otro, con las manos abiertas y sus palmas al descubierto, levanta los hombros hasta
las orejas, insinuando un gesto de asombro. Otro habla al oído de su vecino; y el que le escucha, a
él se vuelve y presta atención, sosteniendo un cuchillo en una mano y en la otra una hogaza a
medio cortar. Otro, vuelto con un cuchillo en la mano, derrama con esa mano un vaso sobre la
mesa. Otro, las manos reposando sobre la mesa, observa. Otro resopla con la boca llena. Otro se
inclina por ver quién habla, la mano sobre los ojos a guisa de visera. Otro se retira tras el que se
inclina y, entre aquél y el muro, contempla al que habla”. Citado por Ludwig H. Heydenreich, p. 27.
La descripción que hace aquí Leonardo se desvía ligeramente de la decisión final que tomó sobre
cómo debían disponerse los personajes y la impresión que debían sugerir. Nótese que lo que
escribe Leonardo corresponde precisamente a una descripción fenomenológica de su propia

143
Judas, Andrés levanta las manos como queriendo rechazar o poner una barrera
entre él y el traidor. Parece que ha escuchado o intuido en las palabras del Señor
que la traición vendrá de Judas. Santiago el Mayor, sorprendido, pero consciente
de sí, toca, con su mano izquierda, levemente la espalda de Pedro para que éste
le confirme la infausta noticia, ya que Pedro exige al discípulo amado del Señor,
una confirmación categórica. Bartolomé no ha perdido la calma, pero su
sentimiento de fidelidad lo lleva a ponerse de pie y a dirigir, no sólo la mirada, sino
todo el cuerpo (como una expresión de conjunto de su alma) hacia el centro de
atención.

A la izquierda de Cristo vemos el movimiento brusco y de estupor de


Santiago el Menor quien, por estar muy cerca del Señor, ha escuchado la
declaración. Su mirada, penetrante e inquisitiva, se clava en Judas, mientras su
cuerpo todo, con sus brazos abiertos y sus manos crispadas, inconscientemente
intenta separarse del traidor. Tomás levanta vigorosamente el índice de su mano
derecha; mirando con fijeza a Judas, parece decirle “¡Tú eres el traidor!” Al lado de
Tomás, y completando el tríptico, Felipe se ha puesto de pie, con un gesto de
recogimiento sobre sí mismo, parece estar diciendo: “Señor, Tú conoces mi
corazón y sabes que yo no puedo traicionarte”. Los discípulos que están más
distantes, en el otro extremo de la mesa, no están bien enterados de la mala
nueva porque el Señor ha pronunciado las palabras en voz baja. Nos vienen a la
memoria las palabras de San Juan: “Como Judas tenía la bolsa, algunos pensaron
que Jesús le decía: „Compra lo que nos hace falta para la fiesta‟, o que diese algo
a los pobres” (13; 29-30). Pero Mateo, con ambos brazos extendidos hacia el
centro de la escena, parece perturbado y decir: “¡Ved lo que está pasando aquí! El
Señor no está diciendo que vaya de compras: ¿no véis la confusión que se ha
formado?” Tadeo y Simón, más ancianos y, por tanto, de espíritus más reposados,
conversan entre ellos y expresan su asombro con los brazos y las manos
extendidas. Simón parece decir a Tadeo, ante el comentario de éste: “¡Calma!
¡Calma! El Señor nos lo explicará”.

Todos, con comentarios, ademanes y gestos (esos gestos que, como


observa Goethe, son tan característicos del hombre italiano que cuando habla se
expresa con todo el cuerpo) se interrogan y buscan explicación. Todos conversan
y se agitan con la terrible revelación. La sacudida espiritual de Judas –que ya
inicia un movimiento para levantarse y huir de aquella reunión- la rabia, la
hipocresía, la duda, la vergüenza, el estupor porque se ha visto descubierto
cuando menos lo esperaba, se traducen en movimientos de expresión corporal.
Sólo el Señor Jesús está sereno de cuerpo y espíritu en el centro de la escena,
esperando un minuto de silencio, triste y pensativo, resignado a su suerte,
tranquilo y viril, porque sabe que nada puede apartarle del Padre, ni siquiera la
propia muerte.

vivencia. Razonablemente ha sostenido Husserl que grandes pensadores han hecho posible
avanzar el conocimiento, haciendo fenomenología sin saberlo.

144
Todo este mundo de visiones se agolpa en nuestro espíritu; imaginamos,
escuchamos las declaraciones de los Apóstoles, sus disculpas, vemos la tensión
espiritual actuando a través de sus actos. Es un mundo en movimiento; es un
momento en que nuestros sentidos y nuestro espíritu entero cooperan para hacer
realidad la ficción. La magia de la instauración de este mundo ficticio, por lo
intensamente vivido, se ha superpuesto a la realidad, mas o menos como nos
ocurre en nuestros sueños. En el arte, como en el sueño, la conciencia imaginante
va indisolublemente ligada al sentimiento y a la emoción. Sufrimos y lloramos,
gozamos, como si estuviéramos en la realidad. Sólo un elemento espúreo y
externo puede desplazar nuestro “sueño” estético –como en la vida onírica- e
instalarnos nuevamente en la vida rutinaria, para continuar el curso de nuestra
existencia diaria. Si mientras estamos viviendo la ficción alguien se acerca para
hacernos un comentario, preguntarnos la hora o para anunciarnos que es hora de
cerrar, la ficción se rompe bruscamente y volvemos a la realidad. Lo mismo ocurre
si, poco a poco, comenzamos a retirarnos de la sala para volver a nuestras
ocupaciones cotidianas. Pero algo más que la pura transformación de ese
conjunto de iconos en un mundo de ficción acontece y así llegamos a los
contenidos estéticos y espirituales sugeridos por ese mundo de ficción.

1.6.4. El nivel del sentido estético y metafísico (iv). Se ha dicho ya que a toda
conciencia imaginante acompaña un sentimiento peculiar. Si imagino a una
persona cercana, por ejemplo, a mi madre o a un hermano, los imagino con
cariño; si imagino a una persona que me ha hecho daño, junto a la imagen
experimento una sensación de desagrado. Lo mismo ocurre en el sueño y, mejor
que en ninguna parte, en la experiencia estética. Junto a la escena recreada en
nuestra imaginación, sentimos la belleza sublime del momento mezclado con un
sentimiento de dolor, de tristeza y de misterio. La obra es bella porque el pintor
supo elegir el momento más tenso de la Cena y le dio tal vida interior a sus
personajes que los sentimientos de éstos incentivan nuestras propias reacciones
emotivas. No es sólo la belleza de la escena, sino también la trascendencia y los
valores metafísicos los que entran en juego. Pero éste es un plano más subjetivo
que el anterior y aquí los sentimientos varían mucho de un espectador a otro. De
todos modos, aunque no se comparta la fe cristiana, la reflexión fenomenológica
debe dejar al descubierto que hay un cierto contenido espiritual que sobrepasa la
mera ficcionalidad para inscribirse en lo metafísico y lo misterioso.

Por otro lado está la belleza que toma dos formas: la belleza plástica,
producto de la impresión de vida y realidad que emana de la obra, de la perfecta
distribución de los colores y personajes, y la belleza espiritual que surge del
diálogo que imaginamos sostienen los personajes. El heroísmo, la serenidad y
grandeza espiritual del Señor que denuncia sin odio ni rencor. Su serenidad y paz
interior es completa. Por otro lado está la solidaridad humana de sus discípulos
que aman al maestro y al amigo, y que no pueden concebir que justamente uno de
ellos lo haya traicionado. Está también la perturbación y el sentimiento de culpa de
Judas, que su torva faz y sus gestos asustadizos y convulsivos denuncian.

145
Sentimos en nuestro espíritu una profunda lección de amor y de solidaridad,
al tiempo que un sentimiento de trascendencia nos invade y nos domina. Otros
espectadores podrán asociar otros sentimientos y otros estados de ánimo a las
imágenes vividas en la experiencia instauradora de la obra como objeto estético,
pero es seguro que nadie permanecerá indiferente, si ha tenido la suerte, por
cierto, de vivir estéticamente esta obra.

1.6.5. Entonces, ¿qué es lo que existe como ser del fenómeno artístico? Desde
luego no es ninguno de estos estratos por separado, sino todos íntima y
profundamente implicados. Quien utiliza una pintura como un bastidor para cubrir
trastos viejos y no le otorga más función que ésa, no podemos decir que tenga en
sus manos una obra de arte; quien se da cuenta que ese bastidor es una tela
firmada por un artista famoso, pero no se atiene sino a ese dato y enseguida echa
cuentas respecto de los beneficios económicos que le reportará su fausto
descubrimiento, aún no tiene una obra de arte ante sí; pero quien contempla esa
obra desde un punto de vista estético, se interroga, se identifica o se revela ante
ella; quien dialoga con ella, vive y la hace vivir un momento de nueva vida, sólo
ése, que de la obra aquélla ha hecho una vivencia estética profunda, tiene ante sí
una obra de arte. Luego, el proceso de colaboración entre los elementos empíricos
de la obra y la conciencia estética que sabe acoger esas sugerencias para
transformarlas en un mundo recreado, imaginado y vivido, es indispensable para
constituir el auténtico ser del fenómeno artístico. Una pintura de Leonardo no es
una obra de arte porque la haya realizado Leonardo sino porque hay hombres
capaces de contemplarla y vivirla con conciencia estética. Si no hay conciencia
estética (posibilitada e indisolublemente unida a la conciencia imaginante), no hay
ficción y si no hay ficción, no hay obra de arte. La Coral de Beethoven no es sino
cuando una orquesta competente la ejecuta y una conciencia estética la percibe.
Sólo entones vive, existe y se puede gozar espiritualmente de ella en plenitud. En
el papel, como partitura, no es más que existencia precaria, vida incompleta,
posibilidad de ser. Lo mismo ocurre con la Última Cena y con toda obra de arte.

¿Qué es, pues, lo que hemos hecho, en consecuencia, en este apartado


que acabamos de concluir? Creemos que lo siguiente: hemos intentado, a través
de un análisis ontológico y de una descripción fenomenológica, comprender y
aprehender la esencia del fenómeno artístico. Hemos seguido, en otras palabras,
la recomendación de Sartre: “producir imágenes y reflexionar sobre ellas”. Pero
para poder producir las imágenes hace falta partir de una realidad concreta y
empírica que justamente posibilite la producción de imágenes. Esta circunstancia
externa la encontramos en la obra de arte considerada como una realidad óntica y
que nosotros hemos analizado ontológicamente. La segunda circunstancia,
recomendada por Sartre, se ha llevado a cabo en la instauración existencial del
objeto estético que hay en la obra de arte, en este caso La Última Cena, y lo
hemos descrito desde el punto de vista fenomenológico.

146
Casi no hace falta decir que el contemplador (o lector) no distingue ni
separa en la vivencia estética estos dos estratos con sus respectivos planos según
hemos visto. El contemplador vive el fenómeno estético como un todo, como una
unidad y su “visión” (intuición) se posa directamente sobre lo constituido o
instaurado como objeto estético sin que se percate siquiera de la estructura óntico-
existencial de la que henos hablado. Esto lo hemos podido hacer, por decirlo así,
desde fuera del arte, desde la reflexión estética que nos ha permitido poner como
objeto de meditación esa profunda experiencia vivida por el espectador 186

186
Como se recordará, a lo largo de este trabajo hemos estado mencionando el arte
contemporáneo. Si se consideran las observaciones que hemos hecho sobre este respecto alguien
podría objetar que nuestro análisis fracasa si se aplica ya no a una obra clásica sino, por ejemplo,
a “Composición” (1912) de Roberto Matta o a una obra semejante en la que no es posible
distinguir, como en La Última Cena, determinadas figuras (iconos) percibidas empírica y
configuradas racionalmente, como ciertos objetos semejantes a objetos del mundo real o histórico.
En realidad no es así. Cualquiera sea la obra –clásica o contemporánea- podemos perfectamente
distinguir dos estratos: el fijo (óntico) y el móvil (fenomenológico). La diferencia sólo estará en esto:
en que en este último estrato lo sugerido por la aprehensión empírico-racional a la conciencia
imaginante no es un mundo de imágenes o de iconos, sino tan sólo de colores, líneas, curvas,
figuras extrañas, todo lo cual aunque no represente ni evoque nada en especial tiene de por sí
fuerza estética, ya que nos impresiona de una determinada manera, sugiriendo a la fantasía mil
motivos y a la emoción diferentes sentimientos sea de agrado o de rechazo, de identificación o de
extrañeza.
Sobre este problema confróntese nuestro trabajo “El pensamiento estético de Luis
Oyarzún”. Revista Aisthesis. Universidad Católica de Chile, Santiago, 1980.

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