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1.2. Don Juan Manuel. El Conde Lucanor. Cuento XLII. Lo que sucedió al diablo con una falsa devota
Otra vez hablaba el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, de este modo:
- Patronio, en una conversación con varios amigos nos hemos preguntado cómo un hombre muy perverso puede
causar más daño a los demás. Unos dicen que encabezando revueltas; otros, que peleando contra todos; otros,
que cometiendo graves delitos y crímenes y, otros, que calumniando y difamando. Por vuestro buen
entendimiento os ruego que digáis con cuál de estos vicios se puede causar peor daño a las gentes.
- Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, para responder, me gustaría que supieseis lo que sucedió al diablo con una
de esas mujeres que se hacen beguinas.
El conde le preguntó qué le había sucedido.
- Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, había en una villa un hombre joven, casado, que se llevaba muy bien con
su mujer, sin que nunca hubiera entre ellos desacuerdos o riñas.
» Como al diablo le desagradan siempre las cosas buenas, tenía con este matrimonio gran pesar, pues, aunque
anduvo mucho tiempo tras ellos para meter cizaña, nunca lo pudo conseguir.
» Un día, al volver de la casa donde vivía este matrimonio, iba el diablo muy triste, porque no podía hacerles caer
en sus tentaciones, cuando se encontró con una beguina, que, al reconocerlo, le preguntó por qué estaba tan
apenado. El demonio le respondió que venía de la casa de aquel matrimonio, cuyas buenas relaciones quería
romper desde hacía mucho tiempo sin conseguirlo, y que, como su superior se había enterado de su inutilidad, le
había retirado su estimación, motivo este de su tristeza.
» La mala mujer le respondió que le asombraba que, sabiendo tanto, no lo hubiera conseguido ya, pero que, si
hacía lo que ella le dijera, podría lograr sus propósitos.
» El diablo le contestó que haría cuanto le aconsejara, con tal de llevar la desavenencia a la vida de aquel
matrimonio.
» Cuando el demonio y la beguina llegaron a ese acuerdo, se encaminó la mujer hacia la casa del matrimonio, y
tantas vueltas dio que consiguió hablar con la esposa, a la que hizo creer que había sido educada por su madre y
que, para mostrarle su agradecimiento, la intentaría servir en todo cuanto pudiese.
» La esposa, que era muy buena, creyó sus palabras, le permitió vivir en su casa y le entregó su gobernación.
También el marido se fiaba de ella.
» Cuando ya había vivido mucho tiempo con ellos y había conseguido toda su confianza, fue un día a la esposa,
simulando estar preocupada, y le dijo:
»-Hija mía, mucho me duele lo que me han contado: que a vuestro marido le agrada más otra mujer; así que
debéis tratarlo con mucho cariño para que nunca ame a otra mujer sino a vos, pues, si esto ocurriera, podrían
veniros grandes males y perjuicios.
» Al oír esto, la buena esposa, aunque no acabó de creerlo, tuvo gran pesar y quedó muy acongojada. Cuando la
falsa devota la vio tan pesarosa, se dirigió al camino que solía hacer el esposo para volver a su casa. Cuando se
encontraron, le reprobó lo que hacía, porque, teniendo una esposa tan buena, amaba más a otra mujer; también
le dijo que su mujer ya lo sabía y, aunque le pesaba mucho, le había contado que, como él se portaba así sabiendo
que ella lo quería tanto, estaba dispuesta a buscar a otro hombre que la quisiera tanto o más que él. Luego le
pidió que, por Dios, no se enterase su mujer pues, si lo supiera, ella se moriría.
» El marido, al oír esto, aunque no se lo pudo creer, sintió gran pesar y se puso muy triste.
» La falsa devota, al dejar al marido con esta sospecha, se fue a donde estaba la esposa, a la que dijo entre
muestras de gran pesar y dolor:
»-Hija mía, no sé qué desgracia os amenaza, pero vuestro marido está muy enfadado con vos; como es verdad lo
que os digo, ahora lo veréis venir muy enojado y triste, lo que no le pasaba antes.
» Al dejarla con esta preocupación, se dirigió hacia el marido y le dijo lo mismo que a la esposa. Cuando aquel
llegó a su casa, vio que la mujer estaba muy triste y que ya no sentían placer el uno con el otro, por lo cual
quedaron los dos aún más preocupados.
» Cuando el marido salió de nuevo, dijo la mala mujer a la honrada esposa que, si se lo permitía, buscaría a algún
mago para que hiciera un -158- encantamiento con el que su marido perdiese la indiferencia que tenía con ella.
Como la esposa quería que la armonía volviera a su matrimonio, accedió a ello y se lo agradeció.
» Pasados unos días, volvió ella y le dijo que había encontrado un mago que, con algunos pelos de la barba de su
marido, de los que nacen cerca de la garganta, podría preparar algún remedio para que su marido perdiese el
enojo que tenía contra ella y, así, volvieran a llevar tan buena vida como antes, o aún mejor. Le pidió que, al
volver el esposo, consiguiera que se echara en su regazo y, una vez dormido, con una navaja que le dio, podía
cortarle los pelos necesarios.
» Aquella buena esposa, por el gran amor que tenía a su marido y muy pesarosa por la desavenencia que había
entre ellos, como deseaba muchísimo gozar de la vida que antes llevaban, se lo agradeció y le dijo que así lo haría.
Para ello cogió la navaja que le entregó la falsa mujer.
» La mala mujer se dirigió en seguida al marido y le dijo que sentía mucho su próxima muerte, por lo cual no
deseaba ocultarle lo que su mujer había preparado: darle muerte a él y marcharse con su amante. Para probarle
que esto era cierto, le dijo cómo su esposa y el amante de esta lo tenían dispuesto: a su vuelta la mujer le pediría
que se durmiese en su regazo para, una vez dormido, degollarlo con una navaja que tenía escondida.
» Cuando el marido oyó todo esto, quedó lleno de espanto y, aunque estaba muy preocupado ya por tantas
falsedades como la beguina le había dicho, con esto que le contaba ahora se preocupó aún más, resolviendo estar
muy alerta y ver si era cierto cuanto le decía. Con esta turbación volvió a su casa.
» Al verlo entrar, la mujer recibió a su marido más cariñosamente que nunca, a la vez que le recordó cómo con
tanto trabajo no podían nunca tratarse ni tomar un descanso, por lo que le pidió que se echara junto a ella y que
pusiese la cabeza en su regazo para espulgarlo.
» El marido, al oír las demandas de la mujer, pensó que cuanto le había dicho la falsa beguina era cierto, pero, por
ver hasta dónde llegaba la maldad de su esposa, se echó junto a ella y se hizo el dormido. Cuando así lo vio su
mujer, sacó la navaja que tenía para cortarle los pelos de la barba, siguiendo el consejo de la mala beguina. El
marido, que vio a su mujer con una navaja en la mano, muy cerca de su garganta, no dudó de cuanto la beguina le
había dicho, se levantó, le quitó la navaja a su esposa y la degolló allí mismo.
» El padre y los hermanos de la esposa escucharon el ruido de la pelea, acudieron prestamente a la casa y vieron a
la esposa muerta en el suelo. Aunque nunca habían oído quejas contra ella, ni por parte del marido ni por ningún
vecino, al ver aquel crimen, llenos de cólera y de rabia, se lanzaron contra el esposo, al que mataron en el acto.
» Al oír los gritos que daban, vinieron los parientes del marido y, como lo vieran así muerto, arremetieron contra
quienes lo habían asesinado y les dieron muerte. Tanto creció la venganza, por ambas partes, que aquel día
murieron casi todos los moradores de la villa.
» Todo esto ocurrió por las malas palabras de la perversa beguina. Pero, como Dios nunca permite que el delito
quede sin castigo, así como no permite tampoco su encubrimiento, hizo entender a las gentes que toda aquella
sangre se había vertido por las calumnias de aquella falsa devota, a la que torturaron hasta que murió entre
grandes dolores.
» Vos, señor Conde Lucanor, si deseáis saber cuál es el peor hombre del mundo y el que puede causar más daño a
los demás, debéis saber que es quien simula ser buen cristiano, hombre honrado y leal, pero cuyo corazón es
falso y se dedica a verter calumnias y falsedades que enemistan a las personas. Yo os aconsejo que evitéis a los
hipócritas, pues siempre viven con engaño y mentira. Para que los podáis conocer, recordad este consejo del
evangelio: «A fructibus eorum cognoscetis eos»; que significa: «Por sus obras los conoceréis». Por último, pensad
que nadie en el mundo puede ocultar por siempre los secretos de su corazón, pues más tarde o más temprano
saldrán a la luz.
El conde vio que era verdad lo que Patronio le decía, se propuso seguir su consejo y pidió a Dios que lo guardase a
él y a todos los suyos de hombre tan dañino.
Y viendo don Juan que este cuento era muy bueno; lo mandó escribir en este libro e hizo estos versos que dicen
así:
Si deseas evitar tan grandes desventuras
no te dejes convencer por las falsas criaturas.
Triste está Tristán y pensativo; por eso se va de su país. Y se dirige sin demora a Cornualles, donde se encontraba
la reina.
Sólo, en el bosque se internó. No quería que nadie lo viese. A la caída del sol salía, cuando era hora de buscar
cobijo. Entre campesinos y pobres encontraba albergue por las noches. Les pedía noticias acerca del rey. Al
parecer, según le dicen, había convocado a sus barones: habrán todos de ir a Tintagel, pues allí quiere el rey tener
su corte; para Pentecostés estarán todos reunidos; habrá gran alegría y diversión, y la reina estará presente.
Tristán lo oyó y se alegró mucho; por fuerza habría de verla a su paso por el bosque.
El día en que el rey se puso en marcha, Tristán acechaba el camino por el que sabía iba a pasar la comitiva. Cortó
por la mitad una rama de avellano y la despojó de su corteza. Cuando hubo preparado la vara, con un cuchillo
escribe su mensaje. Si la reina se da cuenta –que muy atenta estaba, pues en otra ocasión le había acontecido
enterarse así de su presencia-, reconocerá fácilmente la vara de su amigo cuando la vea.
En su sustancia, el mensaje decía así: que mucho tiempo había estado allí esperando y acechando la oportunidad
de volver a verla, pues no podía vivir sin ella. Con ellos dos ocurría igual que con la Madreselva que se une al
avellano: cuando se han enlazado y abrasado alrededor del tronco de éste, bien pueden ambos vivir juntos; pero,
si se los quiere separar, el avellano muere en seguida, e igualmente la Madreselva. <<Bella amiga, así ocurre con
nosotros. Ni vos sin mí, ni yo sin vos>>. Mientras cabalgaba, miró la reina hacia delante. Vio la vara,
reconociéndola al punto, y descifro todas sus letras.
A los caballeros que la escoltaban y caminaban junto a ella, a todos los mandó a detenerse; quería bajar de su
caballo y descansar. Ellos obedecieron su mandato. Entonces se alejó de su escolta, llevando consigo a su doncella
Brangel, que merecía toda su confianza. Se apartó un poco del sendero, y en la floresta encontró a aquel a quien
amaba más que a nadie en el mundo. Ambos manifestaron muy gran gozo.
A su sabor le hablaba él a ella, ella le expresaba su alegría. Después le explica de qué manera podrá reconciliarse
con el rey, y cuanto le había pesado a este expulsarlo. Lo había hecho instigado por la denuncia.
En este punto la reina se despide, deja a su amigo. En el momento de la separación ninguno de los dos puede
evitar el llanto. Tristán retornó a Gales hasta que su tío lo mando a llamar.
Por la alegría que había sentido al ver de nuevo a su amiga, y para rememorar las palabras del mensaje que había
escrito por indicación de la reina. Tristán, que sabía tocar muy bien el arpa, compuso un nuevo lai brevemente os
diré el nombre: Gotelef, lo llaman los ingleses, Chieffoil los franceses. No he dicho sino la verdad sobre el lai que
os he relatado.
1
La geografía es absolutamente vaga y admirable. Sería pues, inútil profundizar.
Era dueño de ejércitos y señor de auxiliares, de servidores y de un séquito numeroso. Tenía dos hijos, y
ambos eran heroicos jinetes, pero el mayor valía más aún que el menor. El mayor reinó en los países, gobernó con
justicia entre los hombres y por eso le querían los habitantes del país y del reino. Llamábase el rey Schahriar 2. Su
hermano, llamado Schahzaman3, era el rey de Salamarcanda Ti-Ajam.
Siguiendo las cosas el mismo curso, residieron cada uno en su país, y gobernaron con justicia a sus ovejas
durante veinte años. Y llegaron ambos hasta el límite del desarrollo y el florecimiento.
No dejaron de ser así, hasta que el mayor sintió vehementes deseos de ver a su hermano. Entonces ordenó a
su visir que partiese y volviese con él. El visir contestó: "Escucho y obedezco".
Partió, pues, y llegó felizmente por la gracia de Alah; entró en casa de Schahzaman, le transmitió la paz 4, le
dijo que el rey Schahriar deseaba ardientemente verle, y que el objeto de su viaje era invitar a su hermano. El rey
Schahzaman contestó: "Escucho y obedezco". Dispuso los preparativos de la partida, mandando sacar sus tiendas,
sus camellos y sus mulos, y que saliesen sus servidores y auxiliares. Nombró a su visir gobernador del reino y salió
en demanda de las comarcas de su hermano.
Pero a medianoche recordó una cosa que había olvidado; volvió a su palacio apresuradamente, y encontró a
su esposa tendida en el lecho abrazada con un negro, esclavo entre los esclavos. Al ver tal cosa, el mundo se
oscureció ante sus ojos.
Y se dijo: "Si ha sobrevenido tal aventura cuando apenas acabo de dejar la ciudad, ¿cuál sería la conducta de
esta libertina si me ausentase algún tiempo para estar con mi hermano?" Desenvainó inmediatamente su alfanje,
y acometiendo a ambos, los dejó muertos sobre los tapices del lecho. Volvió a salir sin perder una hora ni un
instante, y ordenó la marcha de la comitiva. Y viajó de noche hasta avistar la ciudad de su hermano.
Entonces éste se alegró de su proximidad, salió a su encuentro, y al recibirlo, le deseó la paz. Se regocijó hasta
los mayores límites del contento, mandó adornar en honor suyo la ciudad y se puso a hablarle lleno de efusión.
Pero el rey Schahzaman recordaba la aventura de su esposa, y una nube de tristeza le velaba la faz. Su tez se
había puesto pálida y su cuerpo se había debilitado. Al verle de tal modo, el rey Schahriar creyó en su alma que
aquello se debía a haberse alejado de su reino y de su país, y lo dejaba estar, sin preguntarle nada. Al fin, un día,
le dijo: "Hermano, tu cuerpo enflaquece y tu cara amarillea". Y el otro respondió: "¡Ay, hermano, tengo en mi
interior como una llaga en carne viva!" Pero no le reveló lo que le había ocurrido con su esposa.
El rey Schahriar le dijo: "Quisiera que me acompañes a cazar a pie y a caballo, pues así tal vez se esparciera tu
espíritu". El rey Schahzaman no quiso aceptar, y su hermano se fue solo a la cacería.
Había en el palacio unas ventanas que daban al jardín, y habiéndose asomado a una de ellas, el rey
Schahzaman vio cómo se abría una puerta para dar salida a veinte esclavas y veinte esclavos, entre los cuales
avanzaba la mujer del rey Schahriar en todo el esplendor de su belleza. Llegados a un estanque, se desnudaron, y
se mezclaron todos.
Y súbitamente la mujer del rey gritó: "¡Oh, Massaud!" Y en seguida acudió hacia ella un robusto esclavo negro,
que la abrazó. Ella se abrazó también a él, y entonces el negro la echó al suelo, boca arriba, y la gozó.
A tal señal todos los demás esclavos hicieron lo mismo con las mujeres. Y así siguieron largo tiempo, sin acabar
con sus besos, abrazos, copulaciones y cosas semejantes hasta cerca del amanecer. Al ver aquello, pensó el
hermano del rey: "¡Por Alah! Más ligera es mi calamidad que esta otra". Inmediatamente, dejando que se
desvaneciese su aflicción, se dijo: "¡En verdad, esto es más enorme que cuanto me ocurrió a mí!" Y desde aquel
momento volvió a comer y beber cuanto pudo.
A todo esto, el rey, su hermano, volvió de su excursión, y ambos se desearon la paz íntimamente. Luego el rey
Schahriar observó que su hermano el rey Schahzaman acababa de recobrar el buen color, pues su semblante
había adquirido nueva vida, y advirtió también que comía con toda su alma después de haberse alimentado
parcamente en los primeros días.
2
Dueño de la ciudad. Palabra persa
3
Dueño del siglo o del tiempo. Palabra persa.
4
"Que la paz (o la salvación) sea contigo". Saludo usado entre los musulmanes.
Se asombró de ello, y dijo: "Hermano, poco ha te veía amarillo de tez y ahora has recuperado los colores.
Cuéntame qué te pasa". El rey le dijo: "Te contaré la causa de mi anterior palidez, pero dispénsame de referirte el
motivo de haber recobrado los colores". El rey replicó: "Para entendernos, relata primeramente la causa de tu
pérdida de color y tu debilidad". Y se explicó de este modo: "Sabrás, hermano, que cuando enviaste tu visir para
requerir mi presencia, hice mis preparativos de marcha, y salí de la ciudad. Pero después me acordé de la joya que
te destinaba y que te di al llegar a tu palacio. Volví, pues, y encontré a mi mujer acostada con un esclavo negro,
durmiendo en los tapices de mi cama. Los maté a los dos, y vine hacia ti, muy atormentado por el recuerdo de tal
aventura. Este fue el motivo de mi primera palidez y de mi enflaquecimiento. En cuanto a la causa de haber
recobrado mi buen color, dispénsame de mencionarla".
Cuando su hermano oyó estas palabras, le dijo: "Por Alah, te conjuro a que me cuentes la causa de haber
recobrado tus colores".
Entonces el rey Schahzaman le refirió cuanto había visto. El rey Schahriar dijo: "Ante todo, es necesario que
mis ojos vean semejante cosa". Su hermano le respondió: "Finge que vas de caza, pero escóndete en mis
aposentos y serás testigo del espectáculo; tus ojos lo contemplarán".
Inmediatamente, el rey mandó que el pregonero divulgase la orden de marcha. Los soldados salieron con sus
tiendas fuera de la ciudad. El rey marchó también, se ocultó en su tienda y dijo a sus jóvenes esclavos: "¡Que
nadie entre!" Luego se disfrazó, salió a hurtadillas y se dirigió al palacio. Llegó a los aposentos de su hermano, y se
asomó a la ventana que daba al jardín. Apenas había pasado una hora, cuando salieron las esclavas, rodeando a
su señora, y tras ellas los esclavos. E hicieron cuanto había contado Schahzaman, pasando en tales juegos hasta el
asr5.
Cuando vio estas cosas el rey Schahriar, la razón se ausentó de su cabeza, y dijo a su hermano: "Marchemos
para saber cuál es nuestro destino en el camino de Alah, porque nada de común debemos tener con la realeza
hasta encontrar a alguien que haya sufrido una aventura semejante a la nuestra. Si no, la muerte sería preferible a
nuestra vida". Su hermano le contestó lo que era apropiado y ambos salieron por una puerta secreta del palacio.
Y no cesaron de caminar día y noche, hasta que por fin llegaron a un árbol, en medio de una solitaria pradera,
junto a la mar salada. En aquella pradera había un manantial de agua dulce. Bebieron de ella y se sentaron a
descansar.
Apenas había transcurrido una hora del día, cuando el mar empezó a agitarse. De pronto brotó de él una negra
columna de humo, que llegó hasta el cielo y se dirigió después hacia la pradera. Los reyes, asustados, se subieron
a la cima del árbol, que era muy alto, y se pusieron a mirar lo que tal cosa pudiera ser. Y he aquí que la columna
de humo se convirtió en un efrit6 de elevada estatura, poderoso de hombros y robusto de pecho. Llevaba un arca
sobre la cabeza. Puso el pie en el suelo, y se dirigió hacia el árbol y se sentó debajo de él. Levantó entonces la tapa
del arca, sacó de ella una caja, la abrió, y apareció en seguida una encantadora joven, de espléndida hermosura,
luminosa lo mismo que el sol, como dijo el poeta:
¡Antorcha en las tinieblas, ella aparece y es el día! ¡Ella aparece y con su luz se iluminan las auroras!
¡Los soles irradian con su claridad y las lunas con las sonrisas de sus ojos!
¡Que los velos de su misterio se rasguen, e inmediatamente las criaturas se prosternan encantados a sus pies!
¡Y ante los dulces relámpagos de su mirada, el rocío de las lágrimas de pasión humedece todos los párpados!!
Después que el efrit hubo contemplado a la hermosa joven, le dijo: "¡Oh soberana de las sederías!
¡Oh tú, a quien rapté el mismo día de tu boda! Quisiera dormir un poco". Y el efrit colocó la cabeza en las
rodillas de la joven y se durmió.
Entonces la joven levantó la cabeza hacia la copa del árbol y vio ocultos en las ramas a los dos reyes. En
seguida apartó de sus rodillas la cabeza del efrit, la puso en el suelo, y les dijo por señas: "Bajad, y no tengáis
miedo de este efrit". Por señas, le respondieron: "¡Por Alah sobre ti! ¡Dispénsanos de lance tan peligroso!"
5
Asr: parte del día en que empieza a declinar el sol.
6
Efrit: astuto, sinónimo de genio.
Ella les dijo: "¡Por Alah sobre vosotros! Bajad en seguida si no queréis que avise al efrit, que os dará la peor
muerte". Entonces, asustados, bajaron hasta donde estaba ella, que se levantó para decirles: "Traspasadme con
vuestra lanza de un golpe duro y violento; si no, avisaré al efrit".
Schahriar, movido del espanto, dijo a Schahzaman: "Hermano, sé el primero en hacer lo que ésta manda". El
otro repuso: "No lo haré sin que antes me des el ejemplo tú, que eres mayor". Y ambos empezaron a invitarse
mutuamente, haciéndose con los ojos señas de copulación. Pero ella les dijo: "¿Para qué tanto guiñar los ojos? Si
no venís y me obedecéis, llamo inmediatamente al efrit". Entonces, por miedo al efrit hicieron con ella lo que les
había pedido. Cuando los hubo agotado, les dijo: "¡Qué expertos sois los dos!"
Sacó del bolsillo un saquito y del saquito un collar compuesto de quinientas setenta sortijas con sellos, y les
preguntó: "¿Sabéis lo que es esto?" Ellos contestaron: "No lo sabemos". Entonces les explicó la joven: "Los
dueños de estos anillos me han poseído todos junto a los cuernos insensibles de este efrit. De suerte que me vais
a dar vuestros anillos". Lo hicieron así, sacándoselos de los dedos, y ella entonces les dijo: "Sabed que este efrit
me robó la noche de mi boda; me encerró en esa caja, metió la caja en el arca, le echó siete candados y la arrastró
al fondo del mar, allí donde se combaten las olas. Pero no sabía que cuando desea alguna cosa una mujer no
hay quien la venza.
Ya lo dijo el poeta: ¡Amigo: no te fíes de la mujer; ríete de sus promesas! ¡Su buen o mal humor depende de
los caprichos de su vulva!
¡Prodigan amor falso cuando la perfidia las llena y forma como la trama de sus vestidos!
¡Recuerda respetuosamente las Palabras de Yusuf! ¡Y no olvides que Eblis hizo que expulsaran a Adán por
causa de la Mujer!
¡No te confíes, amigo! ¡Es inútil! ¡Mañana, en aquella que creas más segura, sucederá al amor puro una
pasión loca!
Y no digas: "¡Si me enamoro, evitaré las locuras de los enamorados!" ¡No lo digas! ¡Sería verdaderamente un
prodigio único ver salir a un hombre sano y salvo de la seducción de las mujeres!
Los dos hermanos, al oír estas palabras, se maravillaron hasta más no poder, y se dijeron uno a otro: "Si éste
es un efrit, y a pesar de su poderío le han ocurrido cosas más enormes que a nosotros, esta aventura debe
consolarnos". Inmediatamente se despidieron de la joven y regresaron cada uno a su ciudad.
En cuanto el rey Schahriar entró en su palacio, mandó degollar a su esposa, así como a los esclavos y esclavas.
Después ordenó a su visir que cada noche le llevase una joven que fuese virgen. Y cada noche arrebataba a una su
virginidad. Y cuando la noche había transcurrido mandaba que la matasen. Así estuvo haciendo durante tres años,
y todo eran lamentos y voces de horror. Los hombres huían con las hijas que les quedaban. En la ciudad no había
ya ninguna doncella que pudiese servir para los asaltos de este cabalgador.
En esta situación el rey mandó al visir que, como de costumbre, le trajese una joven. El visir, por más que
buscó, no pudo encontrar ninguna, y regresó muy triste a su casa, con el alma transida de miedo ante el furor del
rey. Pero este visir tenía dos hijas de gran hermosura, que poseían todos los encantos, todas las perfecciones y
eran de una delicadeza exquisita.
La mayor se llamaba Schehrazada, y el nombre de la menor era Doniazada7:
Al ver a su padre, le habló así: "¿Por qué te veo tan cambiado, soportando un peso abrumador de
pesadumbres y aflicciones...? Sabe, padre, que el poeta dice: "¡Oh tú, que te apenas, consuélate! Nada es
duradero, toda alegría se desvanece y todo pesar se olvida"…
7
Schehrazada: "Hija de la ciudad". Doniazada: "Hija del mundo". La mayor, Schehrazada, había leído los libros, los anales, las
leyendas de los reyes antiguos y las historias de los pueblos pasados. Dicen que poseía también mil libros de crónicas
referentes a los pueblos de las edades remotas, a los reyes de la antigüedad y sus poetas. Y era muy elocuente y daba gusto
oírla.
6. El Decamerón. Giovanni Boccaccio (Certaldo, 1313-1375).
6.1. Primera Jornada. Cuento Uno. La Confesión de San Chapelet.
Maese Chapelet-Duprat engaña con una falsa confesión a un santo fraile y muere; después de haber sido gran
pecador en vida, pasa, después de muerto, por santo y llamado San Chapelet.
Conviene, carísimas señoras, que a todo lo que el hombre hace le dé principio con el nombre de Aquél que fue de
todos hacedor; por lo que, debiendo yo el primero dar comienzo a nuestro novelar, entiendo comenzar con uno
de sus maravillosos hechos para que, oyéndolo, nuestra esperanza en él como en cosa inmutable se afirme, y
siempre sea por nosotros alabado su nombre. Manifiesta cosa es que, como las cosas temporales son todas
transitorias y mortales, están en sí y por fuera de sí llenas de dolor, de angustia y de fatiga, y sujetas a infinitos
peligros; a los cuales no podremos nosotros sin algún error, los que vivimos mezclados con ellas y somos parte de
ellas, resistir ni hacerles frente, si la especial gracia de Dios no nos presta fuerza y prudencia. La cual, a nosotros y
en nosotros no es de creer que descienda por mérito alguno nuestro, sino por su propia benignidad movida y por
las plegarias impetradas de aquellos que, como lo somos nosotros, fueron mortales y, habiendo seguido bien sus
gustos mientras tuvieron vida, ahora se han transformado con él en eternos y bienaventurados; a los cuales
nosotros mismos, como a procuradores informados por experiencia de nuestra fragilidad, y tal vez no
atreviéndonos a mostrar nuestras plegarias ante la vista de tan grande juez, les rogamos por las cosas que
juzgamos oportunas. Y aún más en Él, lleno de piadosa liberalidad hacia nosotros, señalemos que, no pudiendo la
agudeza de los ojos mortales traspasar en modo alguno el secreto de la divina mente, a veces sucede que,
engañados por la opinión, hacemos procuradores ante su majestad a gentes que han sido arrojadas por Ella al
eterno exilio; y no por ello Aquél a quien ninguna cosa es oculta (mirando más a la pureza del orante que a su
ignorancia o al exilio de aquél a quien le ruega) como si fuese bienaventurado ante sus ojos, deja de escuchar a
quienes le ruegan. Lo que podrá aparecer manifiestamente en la novela que entiendo contar: manifiestamente,
digo, no el juicio de Dios sino el seguido por los hombres.
Se dice, pues, que habiéndose Francisco Musciato convertido, de riquísimo y gran mercader en Francia, en
caballero, y debiendo venir a Toscana con micer Carlos Sin Tierra, hermano del rey de Francia, que fue llamado y
solicitado por el papa Bonifacio, dándose cuenta de que sus negocios estaban, como muchas veces lo están los de
los mercaderes, muy intrincados acá y allá, y que no se podían de ligero ni súbitamente desintrincar, pensó
encomendarlos a varias personas, y para todos encontró cómo; fuera de que le quedó la duda de a quién dejar
pudiese capaz de rescatar los créditos hechos a varios borgoñones. Y la razón de la duda era saber que los
borgoñones son litigiosos y de mala condición y desleales, y a él no le venía a la cabeza quién pudiese haber tan
malvado en quien pudiera tener alguna confianza para que pudiese oponerse a su perversidad. Y después de
haber estado pensando largamente en este asunto, le vino a la memoria un tal Chapelet-Duprat que muchas
veces se hospedaba en su casa de París.
El nombre verdadero de aquel hombre era en de Chapel, pero a causa de su pequeña estatura y lo menudo de su
figura los franceses lo llamaron Chapelet nombre que le quedo para siempre. Chapelet era un hombre tan digno
que siendo notario, sentía grandísima vergüenza si alguno de sus instrumentos (aunque fuesen pocos) no fuera
falso; de los cuales hubiera hecho tantos como le hubiesen pedido gratuitamente, y con mejor gana que alguno
de otra clase muy bien pagado. Declaraba en falso con sumo gusto, tanto si se le pedía como si no; y dándose en
aquellos tiempos en Francia grandísima fe a los juramentos, no preocupándose por hacerlos falsos, vencía
malvadamente en tantas causas cuantas le pidiesen que jurara decir verdad por su fe. Tenía otra clase de placeres
(y mucho se empeñaba en ello) en suscitar entre amigos y parientes y cualesquiera otras personas, males y
enemistades y escándalos, de los cuales cuantos mayores males veía seguirse, tanta mayor alegría sentía. Si se le
invitaba a algún homicidio o a cualquier otro acto criminal, sin negarse nunca, de buena gana iba y muchas veces
se encontró gustosamente hiriendo y matando hombres con las propias manos. Gran blasfemador era contra Dios
y los santos, y por cualquier cosa pequeña, como que era iracundo más que ningún otro. A la iglesia no iba jamás,
y a todos sus sacramentos como a cosa vil escarnecía con abominables palabras; y por el contrario las tabernas y
los otros lugares deshonestos visitaba de buena gana y los frecuentaba. A las mujeres era tan aficionado como lo
son los perros al bastón, con su contrario más que ningún otro hombre flaco se deleitaba. Habría hurtado y
robado con la misma conciencia con que oraría un santo varón. Golosísimo y gran bebedor hasta a veces sentir
repugnantes náuseas; era solemne jugador con dados trucados.
Mas ¿por qué me alargo en tantas palabras? Era el peor hombre, tal vez, que nunca hubiese nacido. Y su maldad
largo tiempo la sostuvo el poder y la autoridad de micer Musciat, por quien muchas veces no sólo de las personas
privadas a quienes con frecuencia injuriaba sino también de la justicia, a la que siempre lo hacía, fue protegido.
Venido, pues, este seor Chapelet a la memoria de micer Musciat, que conocía óptimamente su vida, pensó el
dicho micer Musciat que éste era el que necesitaba la maldad de los borgoñones; por lo que, llamándole, le dijo
así:
-Seor Chapelet, como sabes, estoy por retirarme del todo de aquí y, teniendo entre otros que entenderme con los
borgoñones, hombres llenos de engaño, no sé quién pueda dejar más apropiado que tú para rescatar de ellos mis
bienes; y por ello, como tú al presente nada estás haciendo, si quieres ocuparte de esto entiendo conseguirte el
favor de la corte y darte aquella parte de lo que rescates que sea conveniente. Seor Chapelet, que se veía
desocupado y mal provisto de bienes mundanos y veía que se iba quien su sostén y auxilio había sido durante
mucho tiempo, sin ningún titubeo y como empujado por la necesidad se decidió sin dilación alguna, como
obligado por la necesidad y dijo que quería hacerlo de buena gana. Por lo que, puestos de acuerdo, recibidos por
seor Chapelet los poderes y las cartas credenciales del rey, partido micer Musciat, se fue a Borgoña donde casi
nadie le conocía: y allí de modo extraño a su naturaleza, benigna y mansamente empezó a rescatar y hacer
aquello a lo que había ido, como si reservase la ira para el final. Y haciéndolo así, hospedándose en la casa de dos
hermanos florentinos que prestaban con usura y por amor de micer Musciat le honraban mucho, sucedió que
enfermó, con lo que los dos hermanos hicieron prestamente venir médicos y criados para que le sirviesen en
cualquier cosa necesaria para recuperar la salud.
Pero toda ayuda era vana porque el buen hombre, que era ya viejo y había vivido desordenadamente, según
decían los médicos iba de día en día de mal en peor como quien tiene un mal de muerte; de lo que los dos
hermanos mucho se dolían y un día, muy cerca de la alcoba en que seor Chapelet yacía enfermo, comenzaron a
razonar entre ellos.
-¿Qué haremos de éste? -decía el uno al otro-. Estamos por su causa en una situación pésima porque echarlo
fuera de nuestra casa tan enfermo nos traería gran tacha y sería signo manifiesto de poco juicio al ver la gente
que primero lo habíamos recibido y después hecho servir y medicar tan solícitamente para ahora, sin que haya
podido hacer nada que pudiera ofendernos, echarlo fuera de nuestra casa tan súbitamente, y enfermo de
muerte. Por otra parte, ha sido un hombre tan malvado que no querrá confesarse ni recibir ningún sacramento de
la Iglesia y, muriendo sin confesión, ninguna iglesia querrá recibir su cuerpo y será arrojado a los fosos como un
perro. Y si por el contrario se confiesa, sus pecados son tantos y tan horribles que no los habrá semejantes y
ningún fraile o cura querrá ni podrá absolverle; por lo que, no absuelto, será también arrojado a los fosos como
un perro. Y si esto sucede, el pueblo de esta tierra, tanto por nuestro oficio (que les parece inicuo y al que todo el
tiempo pasan maldiciendo) como por el deseo que tiene de robarnos, viéndolo, se amotinará y gritará: «Estos
perros lombardos a los que la iglesia no quiere recibir no pueden sufrirse más», y correrán en busca de nuestras
arcas y tal vez no solamente nos roben los haberes sino que pueden quitarnos también la vida; por lo que de
cualquiera guisa estamos mal si éste se muere.
Seor Chapelet, que, decimos, yacía allí cerca de donde éstos estaban hablando, teniendo el oído fino, como la
mayoría de las veces pasa a los enfermos, oyó lo que estaban diciendo y los hizo llamar y les dijo:
-No quiero que temáis por mí ni tengáis miedo de recibir por mi causa algún daño; he oído lo que habéis estado
hablando de mí y estoy certísimo de que sucedería como decís si así como pensáis anduvieran las cosas; pero
andarán de otra manera. He hecho, viviendo, tantas injurias al Señor Dios que por hacerle una más a la hora de la
muerte poco se dará. Y por ello, procurad hacer venir un fraile santo y valioso lo más que podáis, si hay alguno
que lo sea, y dejadme hacer, que yo concertaré firmemente vuestros asuntos y los míos de tal manera que
resulten bien y estéis contentos.
Los dos hermanos, aunque no sintieron por esto mucha esperanza, no dejaron de ir a un convento de frailes y
pidieron que algún hombre santo y sabio escuchase la confesión de un lombardo que estaba enfermo en su casa;
y les fue dado un fraile anciano de santa y de buena vida, y gran maestro de la Escritura y hombre muy venerable,
a quien todos los ciudadanos tenían en grandísima y especial devoción, y lo llevaron con ellos. El cual, llegado a la
cámara donde el seor Chapelet yacía, y sentándose a su lado, empezó primero a confortarle benignamente y le
preguntó luego que cuánto tiempo hacía que no se había confesado. A lo que el seor Chapelet, que nunca se
había confesado, respondió:
-Padre mío, mi costumbre es de confesarme todas las semanas al menos una vez; sin lo que son bastantes las que
me confieso más; y la verdad es que, desde que he enfermado, que son casi ocho días, no me he confesado, tanto
es el malestar que con la enfermedad he tenido.
Dijo entonces el fraile:
-Hijo mío, bien has hecho, y así debes hacer de ahora en adelante; y veo que si tan frecuentemente te confiesas,
poco trabajo tendré en escucharte y preguntarte.
Dijo seor Chapelet:
-Señor fraile, no digáis eso; yo no me he confesado nunca tantas veces ni con tanta frecuencia que no quisiera
hacer siempre confesión general de todos los pecados que pudiera recordar desde el día en que nací hasta el que
me haya confesado; y por ello os ruego, mi buen padre, que me preguntéis tan menudamente de todas las cosas
como si nunca me hubiera confesado, y no tengáis compasión porque esté enfermo, que más quiero disgustar a
estas carnes mías que, excusándolas, hacer cosa que pudiese resultar en perdición de mi alma, que mi Salvador
rescató con su preciosa sangre.
Estas palabras gustaron mucho al santo varón y le parecieron señal de una mente bien dispuesta; y luego que al
seor Chapelet hubo alabado mucho esta práctica, empezó a preguntarle si había alguna vez pecado
lujuriosamente con alguna mujer. A lo que seor Chapelet respondió suspirando:
-Padre, en esto me avergüenzo de decir la verdad temiendo pecar de vanagloria.
A lo que el santo fraile dijo:
-Dila con tranquilidad, que por decir la verdad ni en la confesión ni en otro caso nunca se ha pecado.
Dijo entonces seor Chapelet:
-Ya que lo queréis así, os lo diré: soy tan virgen como salí del cuerpo de mi madre.
-¡Oh, bendito seas de Dios! -dijo el fraile-, ¡qué bien has hecho! Y al hacerlo has tenido tanto más mérito cuando,
si hubieras querido, tenías más libertad de hacer lo contrario que tenemos nosotros y todos los otros que están
constreñidos por alguna regla.
Y luego de esto, le preguntó si había desagradado a Dios con el pecado de la gula. A lo que, suspirando mucho,
seor Chapelet contestó que sí y muchas veces; porque, como fuese que él, además de los ayunos de la cuaresma
que las personas devotas hacen durante el año, todas las semanas tuviera la costumbre de ayunar a pan y agua al
menos tres días, se había bebido el agua con tanto deleite y tanto gusto y especialmente cuando había sufrido
alguna fatiga por rezar o ir en peregrinación, como los grandes bebedores hacen con el vino. Y muchas veces
había deseado comer aquellas ensaladas de hierbas que hacen las mujeres cuando van al campo, y algunas veces
le había parecido mejor comer que le parecía que debiese parecerle a quien ayuna por devoción como él
ayunaba. A lo que el fraile dijo:
-Hijo mío, estos pecados son naturales y son asaz leves, y por ello no quiero que te apesadumbres la conciencia
más de lo necesario. A todos los hombres sucede que les parezca bueno comer después de largo ayuno, y,
después del cansancio, beber.
-¡Oh! -dijo seor Chapelet-, padre mío, no me digáis esto por confortarme; bien sabéis que yo sé que las cosas que
se hacen en servicio de Dios deben hacerse limpiamente y sin ninguna mancha en el ánimo: y quien lo hace de
otra manera, peca.
El fraile, contentísimo, dijo:
-Y yo estoy contento de que así lo entiendas en tu ánimo, y mucho me place tu pura y buena conciencia. Pero
dime, ¿has pecado de avaricia deseando más de lo conveniente y teniendo lo que no debieras tener?
A lo que seor Chapelet dijo:
-Padre mío, no querría que sospechaseis de mí porque estoy en casa de estos usureros: yo no tengo parte aquí
sino que había venido con la intención de amonestarles y reprenderles y arrancarles a este abominable oficio; y
creo que habría podido hacerlo si Dios no me hubiese visitado de esta manera. Pero debéis de saber que mi padre
me dejó rico, y de sus haberes, cuando murió, di la mayor parte por Dios; y luego, por sustentar mi vida y poder
ayudar a los pobres de Cristo, he hecho mis pequeños mercadeos y he deseado tener ganancias de ellos, y
siempre con los pobres de Dios lo que he ganado lo he partido por medio, dedicando mi mitad a mis necesidades,
dándole a ellos la otra mitad; y en ello me ha ayudado tan bien mi Creador que siempre de bien en mejor han ido
mis negocios.
-Has hecho bien -dijo el fraile-, pero ¿con cuánta frecuencia te has dejado llevar por la ira?
-¡Oh! -dijo seor Chapelet-, eso os digo que muchas veces lo he hecho. ¿Y quién podría contenerse viendo todo el
día a los hombres haciendo cosas sucias, no observar los mandamientos de Dios, no temer sus juicios? Han sido
muchas veces al día las que he querido estar mejor muerto que vivo al ver a los jóvenes ir tras vanidades y
oyéndolos jurar y perjurar, ir a las tabernas, no visitar las iglesias y seguir más las vías del mundo que las de Dios.
Dijo entonces el fraile:
-Hijo mío, ésta es una ira buena y yo en cuanto a mí no sabría imponerte por ella penitencia. Pero ¿por acaso no
te habrá podido inducir la ira a cometer algún homicidio o a decir villanías de alguien o a hacer alguna otra
injuria?
A lo que el seor Chapelet respondió:
-¡Ay de mí, señor!, vos que me parecéis hombre de Dios, ¿cómo decís estas palabras? Si yo hubiera podido tener
aún un pequeño pensamiento de hacer alguna de estas cosas, ¿creéis que crea que Dios me hubiese sostenido
tanto? Eso son cosas que hacen los asesinos y los criminales, de los que, siempre que alguno he visto, he dicho
siempre: «Ve con Dios que te convierta».
Entonces dijo el fraile:
-Ahora dime, hijo mío, que bendito seas de Dios, ¿alguna vez has dicho algún falso testimonio contra alguien, o
dicho mal de alguien o quitado a alguien cosas sin consentimiento de su dueño?
-Ya, señor, sí -repuso seor Chapelet- que he dicho mal de otro, porque tuve un vecino que con la mayor sinrazón
del mundo no hacía más que golpear a su mujer tanto que una vez hablé mal de él a los parientes de la mujer, tan
gran piedad sentí por aquella pobrecilla que él, cada vez que había bebido de más, zurraba como Dios os diga.
Dijo entonces el fraile:
-Ahora bien, tú me has dicho que has sido mercader: ¿has engañado alguna vez a alguien como hacen los
mercaderes?
-Por mi fe -dijo seor Chapelet-, señor, sí, pero no sé quiénes eran: sino que habiéndome dado uno dineros que me
debía por un paño que le había vendido, y yo puestélos en un cofre sin contarlos, vine a ver después de un mes
que eran cuatro reales más de lo que debía ser por lo que, no habiéndolo vuelto a ver y habiéndolos conservado
un año para devolvérselos, los di por amor de Dios.
Dijo el fraile:
-Eso fue poca cosa e hiciste bien en hacer lo que hiciste.
Y después de esto pregúntole el santo fraile sobre muchas otras cosas, sobre las cuales dio respuesta en la misma
manera. Y queriendo él proceder ya a la absolución, dijo seor Chapelet:
-Señor mío, tengo todavía algún pecado que aún no os he dicho.
El fraile le preguntó cuál, y dijo:
-Me acuerdo que hice a mi criado, un sábado después de nona, barrer la casa y no tuve al santo día del domingo
la reverencia que debía.
-¡Oh! -dijo el fraile-, hijo mío, ésa es cosa leve.
-No -dijo seor Chapelet-, no he dicho nada leve, que el domingo mucho hay que honrar porque en un día así
resucitó de la muerte a la vida Nuestro Señor.
Dijo entonces el fraile:
-¿Alguna cosa más has hecho?
-Señor mío, sí -respondió seor Chapelet-, que yo, no dándome cuenta, escupí una vez en la iglesia de Dios.
El fraile se echó a reír, y dijo:
-Hijo mío, ésa no es cosa de preocupación: nosotros, que somos religiosos, todo el día escupimos en ella.
Dijo entonces seor Chapelet:
-Y hacéis gran villanía, porque nada conviene tener tan limpio como el santo templo, en el que se rinde sacrificio a
Dios.
Y en breve, de tales hechos le dijo muchos, y por último empezó a suspirar y a llorar mucho, como quien lo sabía
hacer demasiado bien cuando quería. Dijo el santo fraile:
-Hijo mío, ¿qué te pasa?
Repuso seor Chapelet:
-¡Ay de mí, señor! Que me ha quedado un pecado del que nunca me he confesado, tan grande vergüenza me da
decirlo, y cada vez que lo recuerdo lloro como veis, y me parece muy cierto que Dios nunca tendrá misericordia
de mí por este pecado.
Entonces el santo fraile dijo:
-¡Bah, hijo! ¿Qué estás diciendo? Si todos los pecados que han hecho todos los hombres del mundo, y que deban
hacer todos los hombres mientras el mundo dure, fuesen todos en un hombre solo, y éste estuviese arrepentido y
contrito como te veo, tanta es la benignidad y la misericordia de Dios que, confesándose éste, se los perdonaría
liberalmente; así, dilo con confianza.
Dijo entonces seor Chapelet, todavía llorando mucho:
-¡Ay de mí, padre mío! El mío es demasiado grande pecado, y apenas puedo creer, si vuestras plegarias no me
ayudan, que me pueda ser por Dios perdonado.
A lo que le dijo el fraile:
-Dilo con confianza, que yo te prometo pedir a Dios por ti.
Pero seor Chapelet lloraba y no lo decía y el fraile le animaba a decirlo. Pero luego de que seor Chapelet llorando
un buen rato hubo tenido así suspenso al fraile, lanzó un gran suspiro y dijo:
-Padre mío, pues que me prometéis rogar a Dios por mí, os lo diré: sabed que, cuando era pequeñito, maldije una
vez a mi madre.
Y dicho esto, empezó de nuevo a llorar fuertemente. Dijo el fraile:
-¡Ah, hijo mío! ¿Y eso te parece tan gran pecado? Oh, los hombres blasfemamos contra Dios todo el día y si Él
perdona de buen grado a quien se arrepiente de haber blasfemado, ¿no crees que vaya a perdonarte esto? No
llores, consuélate, que por seguro si hubieses sido uno de aquellos que le pusieron en la cruz, teniendo la
contrición que te veo, te perdonaría Él.
Dijo entonces seor Chapelet:
-¡Ay de mí, padre mío! ¿Qué decís? La dulce madre mía que me llevó en su cuerpo nueve meses día y noche, y me
llevó en brazos más de cien veces. ¡Mucho mal hice al maldecirla, y pecado muy grande es; y si no rogáis a Dios
por mí, no me será perdonado!
Viendo el fraile que nada le quedaba por decir al seor Chapelet, le dio la absolución y su bendición teniéndolo por
hombre santísimo, como quien totalmente creía ser cierto lo que seor Chapelet había dicho: ¿y quién no lo
hubiera creído viendo a un hombre en peligro de muerte confesándose decir tales cosas? Y después, luego de
todo esto, le dijo:
-Señor Chapelet, con la ayuda de Dios estaréis pronto sano; pero si sucediese que Dios a vuestra bendita y bien
dispuesta alma llamase a sí, ¿os placería que vuestro cuerpo fuese sepultado en nuestro convento?
A lo que seor Chapelet repuso:
-Señor, sí, que no querría estar en otro sitio, puesto que vos me habéis prometido rogar a Dios por mí, además de
que yo he tenido siempre una especial devoción por vuestra orden; y por ello os ruego que, en cuanto estéis en
vuestro convento, haced que venga a mí aquel veracísimo cuerpo de Cristo que vos por la mañana consagráis en
el altar, porque aunque no sea digno, entiendo comulgarlo con vuestra licencia, y después la santa y última
unción para que, si he vivido como pecador, al menos muera como cristiano.
El santo hombre dijo que mucho le agradaba y él decía bien, y que haría que de inmediato le fuese llevado; y así
fue.
Los dos hermanos, que temían mucho que seor Chapelet les engañase, se habían puesto junto a un tabique que
dividía la alcoba donde seor Chapelet yacía de otra y, escuchando, fácilmente oían y entendían lo que seor
Chapelet al fraile decía; y sentían algunas veces tales ganas de reír, al oír las cosas que le confesaba haber hecho,
que casi estallaban, y se decían uno al otro: ¿qué hombre es éste, al que ni vejez ni enfermedad ni temor de la
muerte a que se ve tan vecino, ni aun de Dios, ante cuyo juicio espera tener que estar de aquí a poco, han podido
apartarle de su maldad, ni hacer que quiera dejar de morir como ha vivido? Pero viendo que había dicho que sí,
que recibiría la sepultura en la iglesia, de nada de lo otro se preocuparon. Seor Chapelet comulgó poco después y,
empeorando sin remedio, recibió la última unción; y poco después del crepúsculo, el mismo día que había hecho
su buena confesión, murió. Por lo que los dos hermanos, disponiendo de lo que era de él para que fuese
honradamente sepultado y mandándolo decir al convento, y que viniesen por la noche a velarle según era
costumbre y por la mañana a por el cuerpo, dispusieron todas las cosas oportunas para el caso. El santo fraile que
lo había confesado, al oír que había finado, fue a buscar al prior del convento, y habiendo hecho tocar a capítulo,
a los frailes reunidos mostró que seor Chapelet había sido un hombre santo según él lo había podido entender de
su confesión; y esperando que por él el Señor Dios mostrase muchos milagros, les persuadió a que con grandísima
reverencia y devoción recibiesen aquel cuerpo. Con las cuales cosas el prior y los frailes, crédulos, estuvieron de
acuerdo: y por la noche, yendo todos allí donde yacía el cuerpo de seor Chapelet, le hicieron una grande y
solemne vigilia, y por la mañana, vestidos todos con albas y capas pluviales, con los libros en la mano y las cruces
delante, cantando, fueron a por este cuerpo y con grandísima fiesta y solemnidad se lo llevaron a su iglesia,
siguiéndoles el pueblo todo de la ciudad, hombres y mujeres; y, habiéndolo puesto en la iglesia, subiendo al
púlpito, el santo fraile que lo había confesado empezó sobre él y su vida, sobre sus ayunos, su virginidad, su
simplicidad e inocencia y santidad, a predicar maravillosas cosas, entre otras contando lo que seor Chapelet como
su mayor pecado, llorando, le había confesado, y cómo él apenas le había podido meter en la cabeza que Dios
quisiera perdonárselo, tras de lo que se volvió a reprender al pueblo que le escuchaba, diciendo:
-Y vosotros, malditos de Dios, por cualquier brizna de paja en que tropezáis, blasfemáis de Dios y de su Madre y
de toda la corte celestial.
Y además de éstas, muchas otras cosas dijo sobre su lealtad y su pureza, y, en breve, con sus palabras, a las que la
gente de la comarca daba completa fe, hasta tal punto lo metió en la cabeza y en la devoción de todos los que allí
estaban que, después de terminado el oficio, entre los mayores apretujones del mundo todos fueron a besarle los
pies y las manos, y le desgarraron todos los paños que llevaba encima, teniéndose por bienaventurado quien al
menos un poco de ellos pudiera tener: y convino que todo el día fuese conservado así, para que por todos
pudiese ser visto y visitado. Luego, la noche siguiente, en una urna de mármol fue honrosamente sepultado en
una capilla, y enseguida al día siguiente empezaron las gentes a ir allí y a encender candelas y a venerarlo, y
seguidamente a hacer promesas y a colgar exvotos de cera según la promesa hecha. Y tanto creció la fama de su
santidad y la devoción en que se le tenía que no había nadie que estuviera en alguna adversidad que hiciese
promesas a otro santo que a él, y lo llamaron y lo llaman San Chapelet, y afirman que Dios ha mostrado muchos
milagros por él y los muestra todavía a quien devotamente se lo implora. Así pues, vivió y murió el seor Chapelet
de Prato y llegó a ser santo, como habéis oído; y no quiero negar que sea posible que sea un bienaventurado en la
presencia de Dios porque, aunque su vida fue criminal y malvada, pudo en su último extremo haber hecho un
acto de contrición de manera que Dios tuviera misericordia de él y lo recibiese en su reino; pero como esto es
cosa oculta, razono sobre lo que es aparente y digo que más debe encontrarse condenado entre las manos del
diablo que en el paraíso. Y si así es, grandísima hemos de reconocer que es la benignidad de Dios para con
nosotros, que no mira nuestro error sino la pureza de la fe, y al tomar nosotros de mediador a un enemigo suyo,
creyéndolo amigo, nos escucha, como si a alguien verdaderamente santo recurriésemos como a mediador de su
gracia. Y por ello, para que por su gracia en la adversidad presente y en esta compañía tan alegre seamos
conservados sanos y salvos, alabando su nombre en el que la hemos comenzado, teniéndole reverencia, a él
acudiremos en nuestras necesidades, segurísimos de ser escuchados.
Y aquí, calló.
6.2. El Decamerón, Tercera jornada. Cuento Primero. Masetto de Lamporecchio se hace el mudo y entra como
hortelano en un monasterio de mujeres, que porfían en acostarse con él.
-Hermosísimas señoras, bastantes hombres y mujeres hay que son tan necios que creen demasiado
confiadamente que cuando a una joven se le ponen en la cabeza las tocas blancas y sobre los hombros se le echa
la cogulla negra, que deja de ser mujer y ya no siente los femeninos apetitos, como si se la hubiese convertido en
piedra al hacerla monja; y si por acaso algo oyen contra esa creencia suya, tanto se enojan cuanto si se hubiera
cometido un grandísimo y criminal pecado contra natura, no pensando ni teniéndose en consideración a sí
mismos, a quienes la plena libertad de hacer lo que quieran no puede saciar, ni tampoco al gran poder del ocio y
la soledad.
Y semejantemente hay todavía muchos que creen demasiado confiadamente que la azada y la pala y las comidas
bastas y las incomodidades quitan por completo a los labradores los apetitos concupiscentes y los hacen
vastísimos de inteligencia y astucia. Pero cuán engañados están cuantos así creen me complace (puesto que la
reina me lo ha mandado, sin salirme de lo propuesto por ella) demostraros más claramente con una pequeña
historieta.
En esta comarca nuestra hubo y todavía hay un monasterio de mujeres, muy famoso por su santidad, que no
nombraré por no disminuir en nada su fama; en el cual, no hace mucho tiempo, no habiendo entonces más que
ocho señoras con una abadesa, y todas jóvenes, había un buen hombrecillo hortelano de un hermosísimo jardín
suyo que, no contentándose con el salario, pidiendo la cuenta al mayordomo de las monjas, a Lamporecchio, de
donde era, se volvió.
Allí, entre los demás que alegremente le recibieron, había un joven labrador fuerte y robusto, y para villano
hermoso en su persona, cuyo nombre era Masetto; y le preguntó dónde había estado tanto tiempo. El buen
hombre, que se llamaba Nuto, se lo dijo; al cual, Masetto le preguntó a qué atendía en el monasterio. Al que Nuto
repuso:
-Yo trabajaba en un jardín suyo hermoso y grande, y además de esto, iba alguna vez al bosque por leña, traía agua
y hacía otros tales servicios; pero las señoras me daban tan poco salario que apenas podía pagarme los zapatos. Y
además de esto, son todas jóvenes y parece que tienen el diablo en el cuerpo, que no se hace nada a su gusto; así,
cuando yo trabajaba alguna vez en el huerto, una decía: «Pon esto aquí», y la otra: «Pon aquí aquello» y otra me
quitaba la azada de la mano y decía: «Esto no está bien»; y me daba tanto coraje que dejaba el laboreo y me iba
del huerto, así que, entre por una cosa y la otra, no quise estarme más y me he venido. Y me pidió su
mayordomo, cuando me vine, que si tenía alguien a mano que entendiera en aquello, que se lo mandase, y se lo
prometí, pero así le guarde Dios los riñones que ni buscaré ni le mandaré a nadie.
A Masetto, oyendo las palabras de Nuto, le vino al ánimo un deseo tan grande de estar con estas monjas que todo
se derretía comprendiendo por las palabras de Nuto que podría conseguir algo de lo que deseaba. Y considerando
que no lo conseguiría si decía algo a Nuto, le dijo:
-¡Ah, qué bien has hecho en venirte! ¿Qué es un hombre entre mujeres? Mejor estaría con diablos: de siete veces
seis no saben lo que ellas mismas quieren.
Pero luego, terminada su conversación, empezó Masetto a pensar qué camino debía seguir para poder estar con
ellas; y conociendo que sabía hacer bien los trabajos que Nuto hacía, no temió perderlo por aquello, pero temió
no ser admitido porque era demasiado joven y aparente. Por lo que, dando vueltas a muchas cosas, pensó:
«El lugar es bastante alejado de aquí y nadie me conoce allí, si sé fingir que soy mudo, por cierto que me
admitirán».
Y deteniéndose en aquel pensamiento, con una segur al hombro, sin decir a nadie adónde fuese, a guisa de un
hombre pobre se fue al monasterio; donde, llegado, entró dentro y por ventura encontró al mayordomo en el
patio, a quien, haciendo gestos como hacen los mudos, mostró que le pedía de comer por amor de Dios y que él,
si lo necesitaba, le partiría la leña. El mayordomo le dio de comer de buena gana; y luego de ello le puso delante
de algunos troncos que Nuto no había podido partir, los que éste, que era fortísimo, en un momento hizo
pedazos. El mayordomo, que necesitaba ir al bosque, lo llevó consigo y allí le hizo cortar leña; después de lo que,
poniéndole el asno delante, por señas le dio a entender que lo llevase a casa. Él lo hizo muy bien, por lo que el
mayordomo, haciéndole hacer ciertos trabajos que le eran necesarios, más días quiso tenerlo; de los cuales
sucedió que un día la abadesa lo vio, y preguntó al mayordomo quién era. El cual le dijo:
-Señora, es un pobre hombre mudo y sordo, que vino uno de estos días a pedir limosna, así que le he hecho un
favor y le he hecho hacer bastantes cosas de que había necesidad. Si supiese labrar un huerto y quisiera quedarse,
creo estaríamos bien servidos, porque él lo necesita y es fuerte y se podría hacer de él lo que se quisiera; y
además de esto no tendríais que preocuparos de que gastase bromas a vuestras jóvenes.
Al que dijo la abadesa:
-Por Dios que dices verdad: entérate si sabe labrar e ingéniate en retenerlo; dale unos pares de escarpines, algún
capisayo viejo, y halágalo, hazle mimos, dale bien de comer.
El mayordomo dijo que lo haría. Masetto no estaba muy lejos, pero fingiendo barrer el patio oía todas estas
palabras y se decía:
«Si me metéis ahí dentro, os labraré el huerto tan bien como nunca os fue labrado.»
Ahora, habiendo el mayordomo visto que sabía óptimamente labrar y preguntándole por señas si quería quedarse
aquí, y éste por señas respondiéndole que quería hacer lo que él quisiese, habiéndolo admitido, le mandó que
labrase el huerto y le enseñó lo que tenía que hacer; luego se fue a otros asuntos del monasterio y lo dejó. El cual,
labrando un día tras otro, las monjas empezaron a molestarle y a ponerlo en canciones, como muchas veces
sucede que otros hacen a los mudos, y le decían las palabras más malvadas del mundo no creyendo ser oídas por
él; y la abadesa que tal vez juzgaba que él tan sin cola estaba como sin habla, de ello poco o nada se preocupaba.
Pero sucedió que habiendo trabajado un día mucho y estando descansando, dos monjas que andaban por el
jardín se acercaron a donde estaba, y empezaron a mirarle mientras él fingía dormir. Por lo que una de ellas, que
era algo más decidida, dijo a la otra:
-Si creyese que me guardabas el secreto te diría un pensamiento que he tenido muchas veces, que tal vez a ti
también podría agradarte.
La otra repuso:
-Habla con confianza, que por cierto no lo diré nunca a nadie.
Entonces la decidida comenzó:
-No sé si has pensado cuán estrictamente vivimos y que aquí nunca ha entrado un hombre sino el mayordomo,
que es viejo, y este mudo: y muchas veces he oído decir a muchas mujeres que han venido a vernos que todas las
dulzuras del mundo son una broma con relación a aquella de unirse la mujer al hombre. Por lo que muchas veces
me ha venido al ánimo, puesto que con otro no puedo, probar con este mudo si es así, y éste es lo mejor del
mundo para ello porque, aunque quisiera, no podría ni sabría contarlo; ya ves que es un mozo tonto, más crecido
que con juicio. Con gusto oiré lo que te parece de esto.
-¡Ay! -dijo la otra-, ¿qué es lo que dices? ¿No sabes que hemos prometido nuestra virginidad a Dios?
-¡Oh! -dijo ella-, ¡cuántas cosas se le prometen todos los días de las que no se cumple ninguna! ¡Si se lo hemos
prometido, que sea otra u otras quienes cumplan la promesa!
A lo que la compañera dijo:
-Y si nos quedásemos grávidas, ¿qué iba a pasar?
Entonces aquélla dijo:
-Empiezas a pensar en el mal antes de que te llegue; si sucediere, entonces pensaremos en ello: podrían hacerse
mil cosas de manera que nunca se sepa, siempre que nosotras mismas no lo digamos.
Esta, oyendo esto, teniendo más ganas que la otra de probar qué animal era el hombre, dijo:
-Pues bien, ¿qué haremos?
A quien aquélla repuso:
-Ves que va a ser nona; creo que las sores están todas durmiendo menos nosotras; miremos por el huerto a ver si
hay alguien, y si no hay nadie, ¿qué vamos a hacer sino cogerlo de la mano y llevarlo a la cabaña donde se refugia
cuando llueve, y allí una se queda dentro con él y la otra hace guardia? Es tan tonto que se acomodará a lo que
queremos.
Masetto oía todo este razonamiento, y dispuesto a obedecer, no esperaba sino ser tomado por una de ellas. Ellas,
mirando bien por todas partes y viendo que desde ninguna podían ser vistas, aproximándose la que había iniciado
la conversación a Masetto, le despertó y él incontinenti se puso en pie; por lo que ella con gestos halagadores le
cogió de la mano, y él dando sus tontas risotadas, lo llevó a la cabaña, donde Masetto, sin hacerse mucho rogar
hizo lo que ella quería.
La cual, como leal compañera, habiendo obtenido lo que quería, dejó el lugar a la otra, y Masetto, siempre
mostrándose simple, hacía lo que ellas querían; por lo que antes de irse de allí, más de una vez quiso cada una
probar cómo cabalgaba el mudo, y luego, hablando entre ellas muchas veces, decían que en verdad aquello era
tan dulce cosa, y más, como habían oído; y buscando los momentos oportunos, con el mudo iban a juguetear.
Sucedió un día que una compañera suya, desde una ventana de su celda se apercibió del tejemaneje y se lo
enseñó a otras dos; y primero tomaron la decisión de acusarlas a la abadesa, pero después, cambiando de parecer
y puestas de acuerdo con aquéllas, en participantes con ellas se convirtieron del poder de Masetto; a las cuales,
las otras tres, por diversos accidentes, hicieron compañía en varias ocasiones.
Por último, la abadesa, que todavía no se había dado cuenta de estas cosas, paseando un día sola por el jardín,
siendo grande el calor, se encontró a Masetto (el cual con poco trabajo se cansaba durante el día por el
demasiado cabalgar de la noche) que se había dormido echado a la sombra de un almendro, y habiéndole el
viento levantado las ropas, todo al descubierto estaba. Lo cual mirando la señora y viéndose sola, cayó en aquel
mismo apetito en que habían caído sus monjitas; y despertando a Masetto, a su alcoba se lo llevó, donde varios
días, con gran quejumbre de las monjas porque el hortelano no venía a labrar el huerto, lo tuvo, probando y
volviendo a probar aquella dulzura que antes solía censurar ante las otras.
Por último, mandándole de su alcoba a la habitación de él y requiriéndole con mucha frecuencia y queriendo de él
más de una parte, no pudiendo Masetto satisfacer a tantas, pensó que de su mudez si duraba más podría venirle
gran daño; y por ello una noche, estando con la abadesa, roto el frenillo, empezó a decir:
-Señora, he oído que un gallo basta a diez gallinas, pero que diez hombres pueden mal y con trabajo satisfacer a
una mujer, y yo que tengo que servir a nueve; en lo que por nada del mundo podré aguantarlo, pues que he
venido a tal, por lo que hasta ahora he hecho, que no puedo hacer ni poco ni mucho; y por ello, o me dejáis irme
con Dios o le encontráis un arreglo a esto. La señora, oyendo hablar a este a quien tenía por mudo, toda se
pasmó, y dijo:
-¿Qué es esto? Creía que eras mudo.
-Señora -dijo Masetto-, sí lo era pero no de nacimiento, sino por una enfermedad que me quitó el habla, y por
primera vez esta noche siento que me ha sido restituida, por lo que alabo a Dios cuanto puedo.
La señora le creyó y le preguntó qué quería decir aquello de que a nueve tenía que servir. Masetto le dijo lo que
pasaba, lo que oyendo la abadesa, se dio cuenta de que no había monja que no fuese mucho más sabia que ella;
por lo que, como discreta, sin dejar irse a Masetto, se dispuso a llegar con sus monjas a un entendimiento en
estos asuntos, para que por Masetto no fuese vituperado el monasterio. Y habiendo por aquellos días muerto el
mayordomo, de común acuerdo, haciéndose manifiesto en todas lo que a espaldas de todas se había estado
haciendo, con placer de Masetto hicieron de manera que las gentes de los alrededores creyeran que por sus
oraciones y por los méritos del santo a quien estaba dedicado el monasterio, a Masetto, que había sido mudo
largo tiempo, le había sido restituida el habla, y le hicieron mayordomo; y de tal modo se repartieron sus trabajos
que pudo soportarlos.
Y en ellos bastantes monaguillos engendró pero con tal discreción se procedió en esto que nada llegó a saberse
hasta después de la muerte de la abadesa, estando ya Masetto viejo y deseoso de volver rico a su casa; lo que,
cuando se supo, fácilmente lo consiguió.
Así, pues, Masetto, viejo, padre y rico, sin tener el trabajo de alimentar a sus hijos ni pagar sus gastos, por su
astucia habiendo sabido bien proveer a su juventud, al lugar de donde había salido con una segur al hombro,
volvió, afirmando que así trataba Cristo a quien le ponía los cuernos sobre la guirnalda.
8
Los hijos de Héimdal: los hombres. Del dios Héimdal descienden, según el cuento de Rig, los tres estamentos sociales de los
siervos, los hombres libres y los señores.
9
<<El padre de los caídos por armas>>, Odín.
Gigantes recuerdo en remotos tiempos;
de ellos un día yo misma nací;
los anchos mundos, los nueve10, el recuerdo,
bajo tierra tapado el árbol glorioso11.
10
En ninguna parte se hallan precisados cuales son estos nueve mundos que componen la geografía mitológica escandinava,
pero he aquí los que con más frecuencia se citan y su localización sobre un trazado conceptual básico, que convendrá tener
presente. El mundo habitado por los hombres es el Mídgard, <<el recinto central>>; una empalizada lo rodea y defiende del
Útgard, <<el espacio exterior>>, poblado por monstruos, brujas y gigantes. En la parte norte de éste se encuentran el
Niflheim, <<el mundo de las tinieblas>>, donde viven los llamados gigantes de la escarcha, y también Hel, el paraje
subterráneo al que van los muertos. En la parte sur está el Múspel o Múspelheim, el mundo del fuego, habitado por Surt y
sus gigantes. Al este –donde más comúnmente se sitúa todo lo peligroso y desconocido- se halla el Jotunheim <<el mundo de
los ogros y gigantes>>, que allí tienen sus inhóspitos dominios de rocosas montañas y hoscas cuevas. El Ásgard, finalmente, o
<<reducto de los ases>> (los dioses de esta familia) unas veces se localiza en el centro del Mídgard, otras en el cielo.
11
A tan lejano tiempo se remonta la adivina, que el árbol cósmico, el fresno Yggdrásil, todavía era sino una semilla
12
El gigante originario, anterior a la creación.
13
Los hijos de Bur (un gigante): Odín, Vili y Ve. El texto parece implicar que fue haciéndolo emerger de las aguas como
crearon el mundo (así volverá a aparecer tras el Ocaso de los Dioses, según estr. 59). La explicación general de su origen es,
sin embargo, que lo hicieron con el cuerpo de Ýmir, al cual mataron (cf. Los dichos de Vaftrúdnir, 21, y los Dichos de Grímnir,
40 y 41).
2.5. Goliardos. (XII-XIII).
O Fortuna vana salus
O Fortuna semper dissolubilis,
velut luna, obumbrata
statu variabilis, et velata
semper crescis michi quoque niteris;
aut decrescis; nunc per ludum
vita detestabilis dorsum nudum
nunc obdurat fero tui sceleris.
et tunc curat
ludo mentis aciem, Sors salutis
egestatem, et virtutis
potestatem michi nunc contraria,
dissolvit ut glaciem. est affectus
et defectus
Sors immanis semper in angaria.
et inanis, Hac in hora
rota tu volubilis, sine mora
status malus, corde pulsum tangite;
quod per sortem
sternit fortem,
mecum omnes plangite
Oh fortuna, más variable que la luna, siempre creces o menguas; una vida miserable nos embota y nos aguza los
sentidos. Lo mismo cambia la pobreza que la riqueza.
Suerte cruel y vana, rueda inquieta, mal estado, vana salud siempre cambiable, escondida y disfrazada me
empujas; por tu capricho ando desnudo víctima de tu crimen.
No tengo suerte ni en la salud ni en la virtud; el amor y el desamor están siempre en duda. Favoréceme en este
momento, sin tardanza; pero llorad conmigo, pues así sabe despreciar caprichosamente al fuerte.
COHEN, Gustave. La vida Literaria en la Edad Media. La literatura francesa del siglo IX al XV. F.C.E. México. 1958.
P.p. 19-20.
TROVADORES.
Guillermo de Poitiers (Guilhem de Peitieu) (1071-1126) El conde de Poitiers fue uno de los caballeros más
corteses del mundo, y uno de los mayores burladores de damas; era valiente con las armas y liberal con las
mujeres; sabía trovar y cantar bien. Durante mucho tiempo fue por el mundo engañando damas. Tuvo un hijo,
que tomó por mujer a la duquesa de Normandía, de la que tuvo una hija que fue mujer del rey Enrique de
Inglaterra y madre del Joven Rey (Enrique), de Ricardo (Corazón de león) y del conde Jaufré de Bretaña.
Canción
I. Había dejado de cantar
por la tristeza y por el dolor
que tengo del conde, mi señor;
pero como veo que al buen rey le place,
haré pronto una canción
que se la lleven a Aragón
Guilhem y Blaco Romeo,
si la música les parece buena y sencilla.
TROUVERES
Chrétien de Troyes.
De amor que me ha robado de mí mismo.
De amor que me ha robado de mí mismo
y que no quiere retenerme consigo,
me quejo, tal que ahora concedo
que haga conmigo a su antojo;
y no puedo evitar el quejarme,
y digo por qué, pues veo a quienes
lo traicionan volver contentos
frecuentemente y yo no lo logro
con mi fidelidad.
[…]
III. Señora, el que yo sea vasallo vuestro,
decidme, ¿os agrada?
No, si mal no os conozco,
antes os pesa, el tenerme por vasallo
Y ya no me queréis,
soy vuestro a pesar de todo;
si de alguno debéis
tener piedad, soportadme,
pues no puedo servir a otro.
MINNESINGER.
Enrique VI (1165-1197)
Saludo con mi canción a la dulce amada
I. Saludo con mi canción a la dulce amada,
-a la que no puedo ni quiero abandonar-
ya que con mi propia boca no puedo saludarla
desde hace mucho tiempo, desgraciadamente.
Quien cante esta canción ante ella,
a la que añoro con tanto dolor,
que la salude por mi sea hombre o mujer.