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Me quema el sabor

de tus ojos
Segunda parte de la trilogía
“Celesto y la Luna”

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Idea original: Daniel Sancet Cueto

Primera edición: Septiembre 2011

© Insolenzia, 2011

© Daniel Sancet Cueto, 2011

Diseño y fotografía portada: Dejavú Rock


Grabados interiores: Mariano Castillo
Maquetación interior: Marian Latorre Abete
Edita: Carcajada Records
Depósito Legal: Z-3195-2011
Impresión: Gráficas Jalón, S.L.

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita del titular del copyright, bajo las sanciones establecidas en las
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tamiento informático. Sin embargo, el autor y titular del dichoso copyright autoriza a usar el contenido de esta obra siempre
que se haga constar de forma clara y concreta su autoría.

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No cuenten nunca nada a nadie. Si lo hacen, empeza-
rán a echar de menos a todo el mundo.
J. D. Salinger

Yo sentía calor, sentía que mi sexo se hinchaba, se hinchaba cada vez más, era como
si se cerrara solo, de su propia hinchazón, y se ponía rojo, cada vez más rojo, se
volvía morado y la piel estaba brillante, pegajosa, gorda, mi sexo engordaba ante
algo que no era placer, nada que ver con el placer fácil, el viejo placer doméstico,
esto no se parecía a ese placer, era más bien una sensación enervante, insoportable,
nueva, incluso molesta, a la que sin embargo no era posible renunciar.
Almudena Grandes

Es cierto que hay fotografías que no puedo mirar. Y can-


sancios que no se alivian con unas cuantas horas de sue-
ño. Y también hay recuerdos que no quieren irse, dolores
que regresan siempre, fantasmas carniceros.
Carlos Castán

Aprendemos a tener miedo. Existe toda una pedagogía


que desde el nacimiento nos enseña a qué debemos temer.
Isaac Rosa

- ¿Qué hiciste, Sabino? – le preguntó el cabo.


- Lo menos que puede hacer un hombre. Marcharme. ¿Es que no tengo las piernas
para irme a donde quiera? Un día me dio el barrunto. Y me fui.
Ramón J. Sender

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PEZONES
Joder, con las prisas. Dani me llamó ayer cuatro veces. Yo no
me enteré. Estaría pasando el aspirador o bañando a los niños. Esta
mañana he visto las llamadas perdidas, y justo cuando iba devolver-
las, suena el móvil. Hay otro hilo invisible, además del teléfono, que
nos conecta a cientocincuenta kilómetros. Después de todo los dos
somos Ilundain.
—Primo, te llamo para meterte en un marrón… Necesito el
prólogo para mañana…
Joder, con las putas prisas.
Aunque yo sabía que eso iba a pasar, cuando me invitó a escri-
birlo, a escribir este prólogo:
—Por mí, encantado, pásame la novela y eso está hecho.
—¿La novela? No, es que todavía no la he escrito.
Todo esto en mitad de un agosto frío como la mano de un es-
quimal muerto, cuando vinieron a Artica a grabar.
—¿Y cuando sacáis el disco?
—A finales de septiembre…
Dani me ha explicado cómo trabaja varias veces, cuál es el
proceso creativo para escribir, primero las canciones y después, a
partir de ellas, los capítulos de la novela; o quizás sea al revés, pri-
mero imagina la novela, la retiene en la cabeza, y una vez que ha es-
crito las canciones, suelta de una tacada la novela, no sé, todavía no
lo he entendido muy bien. Lo que sí sé es que tiene todo eso dentro
de él, ni siquiera diría que dentro de su cabeza, sino en las tripas,
o en los pulmones, o en el forro de los cojones, y un día lo expulsa,

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como una polución nocturna, la bocanada de un luckiestrai, una
vomitona…Lo hizo con “La boca del volcán” y lo ha vuelto a hacer
con “Me quema el sabor de tus ojos”. Que me parece muy bien,
pero yo ya estoy mayor, necesito más tiempo, yo escribía así hace
años, cuando la cerveza entraba fácil y a porrillo, a oleadas, hasta
que sentía el sabor de la espuma y de la sangre debajo de la lengua,
y lo echaba todo, y en el suelo quedaban restos de tinta china. Qué
tiempos. Qué cabrón, Dani, que todavía puedes hacerlo, divertirte,
pintar con un palo en la arena, mientras a tu lado pasan chicas en
bikini apuntándote con sus pezones duros.
—Vale, tendrás tu prólogo, a ver qué sale —siento húmedas
las bragas de mis musas, y me comprometo.
Me comprometo, aunque tenga mil cosas pendientes. Esta
mañana toca hacer la compra, así que de camino al súper pongo
“Me quema el sabor de tus ojos” a toda hostia en el coche. Me saqué
el carnet solo para eso. Para poder oír música. Y para berrearla.
Todo lo demás, conducir, los talleres mecánicos, las conversaciones
masculinas sobre coches, me da puto asco. La gente se sube a los co-
ches y se convierte en bestias, depredadores, defensores de la pena
de muerte. Conducir es una cuestión de educación, y las carreteras
están llenas de maleducados, de listillos, de asesinos en potencia…
Pero también hay gente que canta en el coche. Sin dejar hueco ni
aire para la mala sangre. Yo pensaba que era un bicho raro, pero
el día que Dani me llevó a casa, después de escuchar en el estudio
de Iker Piedrafita por primera vez cómo habían quedado las dos
primeras canciones del disco, vi que él también cantaba mientras
conducía. A toda hostia. A pleno pulmón. Como un Ilundain.
A mí, ese día, se me puso la corteza del corazón en piel de
gallina. Un ratico antes, me sentí un privilegiado acompañando al
grupo en el estudio, mientras escuchaban la mezcla definitiva de las
canciones. Sonaban como un trueno. Y ellos lo sabían. Escuchaban
sus temas como si los hubieran escrito y tocado otros. Se sentían
pequeñitos al lado de ellos. Y yo todavía más pequeñito, a su lado,
un insecto, una mosca quieta en un cenicero. Yo era un intruso, un
profanador, no tenía ni idea, nunca había oído una canción conver-
tida en chóped, en lonchas, la batería por aquí, la voz de Isabel, a
capella, por allá (qué bien canta Isabel siempre, y en este disco en
particular, su voz suena como una flor desgarrando unas bragas de

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seda, o una mano blanquísima abriendo el corazón de un pájaro con
los ojos del color de la miel… Y qué bien se araña la piel con las or-
tigas en la garganta de Dani. Dani e Isabel, bella y bestia, bailando
un vals, sin pisarse los pies).
Después, al salir del estudio, nos tomamos una cerveza en un
bar, a los pies del monte Ezkaba y a la salud de todos los huesos
sin nombre enterrados en él, y Miguel no rompió ni tiró nada, y
alguien del grupo dijo “A ver ahora cómo superamos esto”, y luego
fue cuando Dani me llevó a casa, en coche, con la música atronando,
y cuando empezó a cantar, sobre su propia voz, “A pleno pulmón”,
y yo sentí cómo el asiento de copiloto me tragaba, como mi propio
corazón convertido en una hoja de papel me envolvía, y sobre él
la vida era un dictado con estribillos para corear con el puño en
alto (que los hay por arrobas en el disco), y jarras de cerveza fría
una tarde de verano, y risas despreocupadas… Puro rocanrol. Pura
vida.
—Bueno, pues cuando tengas la novela, mándamela— fue sin
embargo, lo único que pude decir, cuando Dani me dejó a la puerta
de casa. Como una mosca muerta, ahogada en cenizas, incapaz de
zumbar con un poco de entusiasmo.
La novela fue llegando después, también como ruedas de chó-
ped: un día Dani me trajo dos capítulos, otros me los envió por
email… Y al final el prólogo lo he tenido que hacer pintando sobre
la arena, del tirón, contra el reloj… Al estilo Sancet. Escribiendo
como cuando escribir era lo único que había. Cuando te jugabas la
vida con ello (eso sigue igual, pero entonces tenía menos miedo y,
aunque dejaba más flancos descubiertos, la inconsciencia me hacía
más peligroso). Cuando pasar la aspiradora era escribir. Y cuando
te daba lo mismo si los demás la tenían más larga.
Jean Dubuffet, escritor y pintor francés (para qué voy a es-
cribir un prólogo si no puedo pegar un moco dentro de él), dijo que
“la literatura lleva un retraso de cien años con respecto a la pintura.
Hace varios siglos que no se alimenta de los frutos inmediatos que
ofrece la vida, sino de obras anteriores”. Y tiene razón, pero eso no
va con Dani ni con el libro que tienes en tus manos. En este libro no
vas a encontrarte citas de Rimbaud, de Marcel Proust, ni siquiera
de Bukowski (como mucho de Barricada, o de Cicatriz) sino bares,
habitaciones con gente que se siente sola, se hace pajas, tiendas de

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discos, más bares… Pura vida. Puro rocanrol. Y muchos pezones.
A Dani le vuelven loco los pezones. Pezones con forma de fresa, o
pezones que te apuntan como recortadas, y tú levantas las manos
y algo más, y ofreces el botín de tu alma a cambio. Pezones nutri-
cionales, por los que fluye la existencia. Dani acaricia pezones con
sus manos y se pone tetas, es capaz de desdoblarse, de cambiarse
de sexo sin que se note, de meterse bajo la piel tanto de Alex, como
de Selene, los dos protagonistas, de darse de hostias en un bar y de
probarse un tanga delante de una amiga y preguntarle si le hace el
culo demasiado gordo. Y mucho más: Dani retrata, mirando desde
muy cerca, a dos jóvenes que echan a andar en dirección contraria
al dedo que señala y acusa.
Dani Sancet es, en definitiva fiel a la Insolenzia, con zeta, y
cuando es necesario muerde hasta la mano que le da de comer y
le deja la cicatriz, la marca del zorro, un beso de antifaz, algo que
dicen que no se debe hacer, mentira puta, detrás de esa mano hay
siempre un brazo, una mente a veces peligrosa y otra mano con la
que a menudo nos tienen agarrados por los huevos. Este es un disco,
y un libro, escrito con los dientes apretados, a pleno pulmón, con la
voz rota de tanto gritar –eso y los, luckystrais-, contra el tiempo,
viudo de reloj, contra todos y a favor de los que todavía se atreven
a danzar el baile de la libertad.

Patxi Irurzun
Sarriguren, 16 de septiembre de 2011
http://ajustedecuentos.blogspot.com

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A Pleno Pulmón
Acércate a mi enredadera, ven, De mi rabia mi alimento,
que quiero descarrilar en mi pecho crecen larvas,
acertando a ver la sombra que llega la piel se torna pellejo,
a acariciar; las palabras cucarachas.
no hay desmanes ni rincones
que duerman en paz, Tras nueve semanas y media
atrincherando oraciones soy verbo a pleno pulmón
crepuscular. retorno al ombligo
vencido y cansao
Atraviesa ya la puerta, de dar volteretas,
quiero ser tu piel, de andar despeinao.
voy colocando desiertos de tierra
en la pared; Mil vueltas
tiembla el pulso, tiembla el suelo, de tuerca,
tiembla el ajedrez desvelo a contraluz,
en el que tú y yo bailamos la danza deseos
de los porqués. al vuelo,
sonrisa a cara o cruz.
Mil vueltas
de tuerca,
desvelo a contraluz,
deseos
al vuelo,
sonrisa a cara o cruz.

Lanzo al cielo una moneda


en la oscuridad
como quien busca y no haya respuestas
al masticar
los suspiros que son roncos
de tanto cargar
el aguijón que pertrecha la tumba
del alacrán.

Mil vueltas
de tuerca,
desvelo a contraluz,
deseos
al vuelo,
sonrisa a cara o cruz.

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Parece mentira que le demos tanta importancia al tiempo


cuando en realidad no vale nada. Absolutamente nada. Puede que
nos convenzamos a nosotros mismos de la necesidad de que el tiem-
po transcurra lento para poder estirar más nuestras vidas, que no
se agoten antes de lo que nosotros mismos deseamos; pero lo que en
realidad anhelamos es manejar su velocidad a nuestro antojo como
si de un video se tratase, darle al botón de acelerar o de ralentizar
según nos interese. Sin embargo, si lo pensamos con detenimiento,
estaríamos continuamente pasando hacia adelante y, en contadas
ocasiones, pararíamos la imagen y examinaríamos la secuencia foto-
grama a fotograma para poder alargar el instante al máximo. Yo así
lo veo. Borraría todo lo que no me interesa y me quedaría solo con lo
realmente bueno. Diez minutos. Un cortometraje de mi vida. Pero
un cortometraje de los buenos, de los que se te quedan grabados a
fuego, como aquél del metro de Madrid y la pareja de desconocidos
que pierden su oportunidad por gilipollas. Puede que ese mínimo
instante de cinco segundos en el que se descubren, sea el único que
merezca la pena en las vidas de ambos. Eso estaría bien. Únicamen-
te lo que merece la pena. Y que le den por el culo a todo lo demás.

Aquella noche tampoco podía dormir. Estaba cansado, pero


no podía dormir. Si no hubiese sido tan tarde me habría levantado,
si mi prima hubiese estado despierta, o si me hubiese quedado algo
de costo, o si no tuviese siempre tanta pereza, lo habría hecho, de
verdad, me habría levantado. Pero no lo hice. No importa, de todas
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formas ya me había acostumbrado a eso de pegarme un buen rato
mirando al techo; por las mañanas no me levantaban ni a tiros, pero
cuando todos dormían nada de nada, no había manera. No tenía
pesadillas ni mierdas de esas, simplemente por la noche estaba más
despierto, quizá porque las cosas que había a mi alrededor no solían
interesarme, quizá porque me aburría ver que todos los días eran
iguales, o quizá simplemente era que me gustaba demasiado salir de
bares y hubiese deseado que siempre fuese viernes o sábado por la
noche. Qué más da.
El curso había finalizado. Misteriosamente había aprobado
todas las asignaturas, no había dado un palo al agua en todo el cur-
so, pero había conseguido sacarlo adelante. En realidad me daba
absolutamente igual el curso, y a la selectividad había ido porque
mi Tía y mi Prima se habían puesto todavía más pesadas que de
costumbre. Ahora solo quedaba esperar la nota de la dichosa se-
lectividad y, a tumbarme a la bartola todo el tiempo del mundo. Si
suspendía no pensaba presentarme en septiembre y, si aprobaba,
no pensaba empezar ninguna carrera. Después del verano buscaría
trabajo en algún bar o supermercado o en lo que fuese. Ya se vería.
Supongo que mi madre estaría orgullosa de mí y todas esas
cosas, pero lo cierto es que yo simplemente hacía lo que me daba
la gana. Dejaba pasar el tiempo. Eso es, dejaba que los minutos
transcurriesen hasta que llegase mi momento. No sabría explicar
qué es lo que entendía por mi momento, supongo que sería el mismo
instante en el que mis sueños se hacen realidad y soy el centro del
universo, y no hay nada más que felicidad en cada poro de mi ser
ya que todas las inquietudes han sido destruidas. Supongo. Ni puta
idea. Pero a mí los días me la sudaban, solo deseaba que pasase la
semana para que llegase el viernes, y el sábado, y el domingo; y de
casa a El Agujero, y de El Agujero a la caseta del tío del Perca, y de
allí a El Agujero de nuevo. Tampoco había mucho donde elegir en
este jodido pueblo y prisa por volver a casa nunca había.
En realidad no creo que estuviese orgullosa. Entraba y salía
de casa sin importarme lo que dijese o pensase mi Tía. Bebía y fu-
maba hasta no poder más, cada vez que salía regresaba a casa con
un ciego del quince y al día siguiente no salía de mi cuarto salvo
para volver a marcharme de nuevo. Nunca estudiaba, me levantaba
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un par de horas antes de los exámenes y con eso me apañaba, y si
no me apañaba pues me daba igual. Y, además, había viajado a Ca-
labrez el verano pasado, había conocido a mi padre, sabía todo lo
que ella nunca me contó de mi abuelo y de Caudé y, desde entonces,
me había carteado cuatro o cinco veces con mi padre. Era lo mismo
que hacía ella, pero seguro que no le hacía ni puta gracia todo lo
que había hecho sin su consentimiento. De no ser así, nunca me lo
habría ocultado. Orgullosa no estaría, eso fijo.
Este curso se me había pasado volando. Con eso de dejar ro-
dar los días sin darles ninguna importancia, era como si solo hubiese
vivido los fines de semana y el resto del tiempo hubiese permane-
cido durmiendo. O pensando en Selene. La segunda vez que me
escribió mi padre encontré dentro del sobre otro sobre más peque-
ño con una carta de Selene. No me decía nada del otro mundo,
pero cuando la leí sentí una extraña presión en la boca del estómago
que me provocaba una excitante sensación de nerviosismo. La leí
muchas veces y tardé en responderle unas tres semanas. Le envié
siete folios y medio en los que le ponía todo lo que pensaba, así, en
general. Lo que pensaba de la vida. Lo que pensaba de la muerte.
Lo que pensaba de mi padre. Lo que pensaba de las historias de la
Guerra Civil. Lo que pensaba de la familia. Y, por supuesto, lo que
pensaba de aquel intenso fin de semana en el que la conocí, la besé,
la desnudé y ya nunca pude quitármela de la cabeza. Desde aque-
llas dos primeras cartas nos escribíamos con frecuencia. Al menos
dos o tres veces al mes. A mi Tía le preocupaba todo aquello, no me
decía nada, pero yo sabía que le preocupaba; supongo que pensaría
que me marcharía a Calabrez con mi padre para poder estar con
Selene. Ella no quería que me marchase, era como si hubiese here-
dado el carácter protector de mi madre y se aferrase con fuerza al
expreso deseo que ella tenía de mantenerme alejado de él. Mierda
puta. Cómo me reventaba que fuese así. Yo quería hacer lo que me
diese la gana, como siempre. Mi Prima se divertía con todo esto, se
reía de mí y me imitaba con voz aflautada hablando del amor en la
distancia. Qué cabrona, yo nunca hubiera usado la palabra amor,
eso no iba conmigo; pero me daba igual que me torease, así yo tenía
una buena excusa para agarrarla por la cintura, tirarla en el sofá y
meterle mano sin mucho disimulo al mismo tiempo que le hacía cos-
quillas para contrarrestar y que no me soltase una hostia.
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Esa misma noche Selene me había llamado por teléfono. No
solía llamarme porque le daba vergüenza tener que hablar con mi
Tía o mi Prima, siempre llegaba una de las dos primero, por muy
rápido que uno fuese, siempre llegaban primero. Yo nunca la llama-
ba, a ella le decía que no me gustaba hablar por teléfono, pero en
realidad eran los mismos miedos los que me lo impedían. Miedos a
los suyos, a lo que pensarían los suyos de mí. Como me jodía sen-
tir aquello. No solía llamarme, pero aquella noche lo hizo, al día
siguiente tenía la Selectividad, en Asturias la hacían un par de días
después. Estaba nerviosa, a ella sí que le importaba la Selectividad
y la carrera que hiciese después y todas esas cosas. Estaba preocu-
pada y me llamaba, quería hablar conmigo, me dijo que eso la tran-
quilizaba. Nunca lo habíamos hablado, pero supongo que éramos
novios o algo por el estilo. Yo la quería, eso lo tenía claro, y ella
también a mí. Me daba igual lo que fuéramos.

Lo mejor del verano es que no era necesario esperar al vier-


nes, todos salían a dar una vuelta y si no salían todos no importaba,
a mí no me hacía falta mucha compañía. Lo de las obligaciones es
un coñazo, quisiera ser rico para no tener obligaciones, no tener que
estudiar, no tener que trabajar, no tener que preocuparme por nada.
Aunque la verdad es que yo no solía preocuparme por nada, por
nada de lo que suele preocuparse la gente normal, a mí me preocu-
paban otras cosas. No recibir cartas de Selene. No volver a ver-
la. No tener ganas de levantarme de la cama nunca más. A veces
ocurre, te despiertas por la mañana y descubres que no necesitas
levantarte, que no hay ningún motivo para levantarte, que no de-
seas hacer absolutamente nada, que deseas ser una planta o, mejor
todavía, una piedra incapaz de sentir, incapaz de sufrir. Sí. Yo es-
tuve así un tiempo, bastante tiempo. Unos días después de regresar
de Calabrez. Fue como de repente, al principio no, al principio les
contaba todo a mi Tía y a mi Prima, todo lo que me había pasado;
bueno, en realidad se lo contaba a mi Prima, a mi Tía solo lo de mi
padre y poco más, pero a mi Prima se lo conté todo, absolutamente
todo, y fue como vivirlo de nuevo. Pero luego se fue a la mierda,
como si aquello ya no tuviese importancia, como si yo ya no tuviese
importancia. Ya no tenía nada que buscar, ya no tenía que bajar
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al trastero, ya no tenía que viajar a Calabrez, ya no tenía que des-
cubrir quién era mi padre, ya no tenía que averiguar qué sucedió
en Caudé. Ya lo sabía todo. Me sentí tan vacío que las fuerzas me
abandonaron. Y fue en ese mismo instante en el que comprendí que
no iba a volver a ver a mi madre, fue entonces cuando me di cuenta
de que jamás podría volver a hablar con ella. Había muerto. Hasta
ese momento no lo había asimilado del todo. Ya no existía. La psi-
cóloga del instituto me dijo que era normal que me sucediese esto,
que había ocupado mis pensamientos con otras cosas, que no había
querido aceptar su muerte y me había buscado mil historias con las
que mantener mi cabeza ocupada. Hostia puta. ¿Cómo cojones se
mete en mi cerebro la cabrona esa? No me gustan los psicólogos
y sus jodidas preguntas, aunque la de este año me pilló el punto a
la media vuelta, no sé qué cojones hace, pero siempre sabe lo que
pienso; eso me revienta, me revienta tanto que después digo que no
pienso hablar con ella nunca más, aunque luego siempre vuelvo. Yo
creo que es porque está buena. La cabrona está más buena que el
copón, y encima viene con faldas cortas, y camisetas ajustadas, y
sujetadores de esos que ponen las tetas en bandeja para que los ojos
puedan tener siempre un aperitivo a su alcance. Siempre consigue
convencerme para que largue todo lo que me pide y yo, como un
imbécil, a decirle cómo me siento. Seré mierda. Un día marqué el te-
léfono del trabajo de mi madre, siempre le llamaba al curro cuando
me había ido bien un examen o alguna cosa de esas que a ella le gus-
taban. La llamé y cuando sonó otra voz, colgué sin decir nada. No
lloré ni le dije nada a nadie, tan solo me encerré en mi cuarto y sentí
un vacío tan profundo, que quise dejar de sentir. No tenía ninguna
opción, a veces discutes con alguien al que quieres mucho y siempre
tienes la posibilidad de pedir perdón, o de volver a hablarle como si
nada, o de llamarle e invitarle a tomar algo. Esta vez no. No podría
hablar con mi madre nunca más. Aunque lo quisiese hacer por mis
santos cojones y fuese más cabezón que en toda mi vida. No había
nada que hacer. Ya no estaba. Ya no volvería a estar. Y yo sí. Yo
estaba solo y no tenía a quien contarle mis cosas. Me importaba una
puta mierda mi Tía, mi Prima, mi cuadrilla, la psicóloga o la santa
polla en vinagre. Si no estaba ella no tenía a quien contarle nada. Y
me encerré en mi cuarto a ver si mi vida pasaba de una jodida vez y
ponían otra película mejor.
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Debían ser cerca de las dos. Mi Tía me estaba llamando a voz
en grito y eso significaba que no le quedaba mucho tiempo para irse
a trabajar. Me desperecé ruidosamente, me levanté y me desnudé.
Mi Prima no tardaría en aparecer por mi habitación a despertarme
y me apetecía que me pillase en bolas y con la polla más elegante
que el copón. De vez en cuando lo hacía, me tocaba un poco para
ponerla a tono sin que llegase a empalmarse del todo hasta que An-
drea aparecía por la puerta, fingía que se escandalizaba o sorpren-
día y me pedía que me vistiese y fuese a comer. Todo ello sin salir
del cuarto y sin dejar de lanzar alguna que otra mirada hacia abajo.
No lo hacía siempre, solo de vez en cuando, cuando me apetecía que
me calentase un poco para luego poder hacerme una paja mañanera
pensando en ella o en lo que cuadrase. Suena su risa por el pasillo,
se abre la puerta y ¡¡tachán!!
- Vístete anda, es la hora de comer – no falla. Joder y hoy
aparece en bikini, me acabo de empalmar del todo – ya han abierto
la piscina y he quedado.
- Valeeeee – con una mano me rasco la cabeza y con la otra
cojo unos calzoncillos del cajón, miro hacia abajo a ver qué tal me
he levantado esta mañana. De puta madre. Mi prima acaba de salir
de la habitación, así que no tengo ni que ir al baño.
Pensé en darme una ducha, pero lo dejé para después de comer,
me daba pereza y mi Tía gritaba desesperada en la cocina. Le di al
play, no me apetecía escuchar su estridente voz. EN LAS CALLES
DE BELFAST O EN LA JUNGLA DE EL SALVADOR, EN
LA ÁFRICA PROFUNDA O HASTA EN TU HABITACIÓN.
Cuando terminó la canción ya me había vestido y lavado, nunca me
peinaba. Y A LA SANGRE SAL, Y A LA MIERDA VUESTRA
PAZ, YA NO LLUEVE EN ESTA CIUDAD. Llegué a la cocina,
mi Tía ya se había marchado a trabajar, mi prima había esperado
para comer conmigo. PERDÓNAME POR NO DEJARTE, POR
QUERERTE Y HABERTE QUERIDO, AMOR INVENTO
DEL DIABLO, QUERER BURLA DEL DESTINO.
- Apaga ese maldito ruido de una vez – mi Prima no tenía ni
puta idea de música, yo intentaba enseñarle, pero no había manera
– en cuanto enchufas la minicadena esta casa es una locura.
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- Venga, anda, no te mosquees – a veces me ponía un poco
pelota con ella, pero solo a veces.
- Hoy salen tus notas de la selectividad, si quieres te llevo
en coche al instituto antes de irme a la piscina – joder, ya no me
acordaba; no me importaba demasiado, pero seguro que Selene me
preguntaba cuando me llamase o me escribiese para contarme qué
tal le había ido a ella.
- Vale.

Cuando recibí la primera carta de mi padre no sentí nada, de


hecho tardé varios días en abrirla y más de dos semanas en contes-
tarle. Nada ni nadie me importaban y menos que nada mi padre,
que había renunciado a saber de mi existencia y había puesto tie-
rra de por medio entre él y nosotros. Por aquel entonces me había
enganchado a Julio Llamazares, primero me leí Luna de lobos, me
lo había nombrado mi padre y me lo pillé en la biblioteca por cu-
riosidad. Estaba de puta madre, iba de los maquis y tal, de cómo
se escapaban de los guardiaciviles y cómo las pasaban putas por el
monte. Cuando llegó la primera carta de mi padre llevaba a mitad
La lluvia amarilla, era otro libro del Julio Llamazares este. Cómo
escribía el hijoputa. Yo no es que fuese un entendido, más bien todo
lo contrario, pero este tío molaba, molaba un huevo. Parecía que te
lo estaba contando al oído y que si te despistabas te pellizcaba entre
el pecho y las entrañas. Este segundo no tenía nada que ver con el
de los maquis, pero casi me gustó más. Hablaba de un tío que era el
único habitante de una aldea del Pirineo, que había ido viendo cómo
se morían todos a su alrededor. Bueno, básicamente hablaba de la
soledad. Yo me sentía así, como el pavo de la novela de Llamazares,
así que lo que me escribiese mi padre me la traía floja. Cuando leí
su carta me quedé igual que estaba, me decía que le había hecho
feliz que fuese en su busca, que había hecho el mismo viaje que
hizo él años atrás y nosécuantas mierdas más de esas. Sin embargo,
hubo una frase, justo al final de la carta, que me quemó por dentro:
“Selene te manda un beso”. Hijo de la gran puta. Yo aquí a tomar
por el culo y él al lado de ella escribiéndome una carta con la que
pretendía limpiar su jodida conciencia. La rompí y le mandé una
breve nota en la que, básicamente, le decía que no hacía falta que
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me volviese a escribir ni que me contase su vida. A estas alturas no
necesitaba un padre, y menos uno a distancia.

Llegamos al instituto a eso de las cinco. Ya habían pasado to-


dos por ahí, así que no tuvimos que buscar sitio para aparcar ni
esperar a que se quitase de en medio nadie para poder ver la lista
con las notas. Definitivamente era mucho mejor no preocuparse por
esas cosas, las notas no iban a cambiar por llegar antes a mirarlas. Y
mucho menos tu futuro. Nos bajamos del coche y andamos hacia el
instituto sin dirigirnos la palabra. Yo estaba empanado porque me
había quedado sopa en el sofá y mi prima estaba mosqueada porque
llegaba tarde a la piscina.
- Un cincoconcinco, has aprobado – todavía no me había
dado tiempo a encontrar la puta lista entre tanto folio pegado con
celo y mi prima ya sabía la nota que me habían puesto.
- Guay. Te invito a un café en el bar de la piscina – no necesi-
taba saber nada más, bueno, en realidad ni siquiera necesitaba saber
lo del cincoconcinco, el café me lo iba a tomar igual.
Lo guapo del bar de la piscina es que tenía un enorme ventanal
lateral que daba a la zona de hamacas y podías ver a todas las tías
del pueblo en bikini sin tener que entrar a hacer el gilipollas, ni un-
tarte todo el cuerpo con crema, ni tirarte ruidosamente al agua para
que todas te mirasen. Yo era más de mirar que de que me mirasen.
Me pedí un caféconbeilis y mi prima un Pirulo de fresa. Empezó a
hablarme de nosequé movida que le había pasado a una amiga suya
que había probado nosequé mierda y que la habían llevado toda cie-
ga a casa. Yo no la escuchaba. Había descubierto un grupete de tías
que no estaba nada mal, tendrían unos dieciséis años y ya había tres
o cuatro a las que no me importaría espiar tranquilamente mientras
se ponen sus diminutos bikinis triangulares. ¿Cómo tendrían los pe-
zones? Siempre me hago esa pregunta cuando me llama la atención
una tía y creo que casi siempre acierto, es la experiencia de tantas
revistas manoseadas. Aunque con Selene no me dio tiempo a ima-
ginármelos, todo fue muy deprisa… y me tocó la lotería, vaya pe-
zones, completamente perfectos, de aureola bien gorda e hinchada,
como una fruta madura, una fruta rosa y jugosa… Dejé de pensar
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en esas cosas y giré la cabeza hacia mi prima. Continuaba hablando
sin parar, esta vez de un tío que le gustaba pero que no le hacía caso.
Mierda. Ahora mi prima arrastrando la lengua por la parte superior
del Pirulo para luego metérselo hasta el fondo de la boca. ¿Quién
cojones inventaría este helado? Una mente más sucia que la madre
que lo parió. Un genio, un auténtico genio. Me gustaría conocer al
pavo que lo inventó, o igual fue una pava, eso sí que estaría de puta
madre… que el Pirulo lo hubiese inventado una pava…
- ¿Me estás escuchando?, estás siempre en las nubes – creo
que mi prima había escuchado mis pensamientos, yo no podía apar-
tar la mirada del Pirulo entrando y saliendo de su boca.
- Sí, sí, joder Andrea, cómo te va a hacer caso – a punto estu-
ve de terminar la frase: “con lo pesada que eres” – a los tíos nos dan
miedo las chicas que son mejores que nosotros.
- Eres un cielo – cómo odiaba que me dijese eso, si supiese
cuánto lo odiaba…
- Y además estás más buena que el copón. Bueno, me voy,
pagas tú, ¿vale? No sé si iré a cenar, se lo dices a la Tía.
Hacía un calor de la hostia y tenía una buena caminata hasta
la caseta del tío del Perca, así que lo mejor sería fumarme un canuto
en el parque antes de arrancar. No me quedaban porros, ya no me
acordaba. Joder. Pues a conformarse con un Lucky, le arranqué
la boquilla para engañarme a mí mismo, aunque se me daba peor
que engañar a los demás. Definitivamente tenía que ir a la caseta
del tío del Perca, por un momento pensé en irme de nuevo a casa,
hacía demasiado calor, pero en la caseta siempre había alguien con
porros y necesitaba subir un rato a las nubes, a poder ser acompa-
ñado, que me apetecía que cayesen unas risas de las buenas. Así
que me armé de valor, dejé que el sol cayese a plomo sobre mi, cada
vez más peluda y despeinada cabeza, enchufé el walkman y comen-
cé a andar. ARRASTRANDO MI CUERPO POR LA CALLE,
COMO UNA CADENA DE PRESIDIARIO, SU SOMBRA EN
EL SUELO SIEMPRE CERCA DE ÉL, UNA COLILLA EN
LA MANO, CENIZA EN EL JERSEY.

31
Recuerdo perfectamente cuando llevaron al hospital a mi ma-
dre. Era sábado. Yo estaba en casa. Ella trabajando. Sonó el teléfo-
no, era mi Tía. Mi madre iba en ambulancia hacia el hospital. Me
dijo que no me preocupara, que no era nada, algo del estómago sin
importancia. Me mentía, fijo que me mentía, si no era importante
¿para qué cojones me llamaba? Algo iba mal, sabía que algo iba
mal; no podía explicarlo, pero algo iba mal. Sin embargo, mi Tía me
había dicho que no debía preocuparme. Y no me preocupé.
Me fui a jugar al fútbol, había quedado para echar un partido
en el parque y me pegué toda la tarde dándole al balón. Hasta las
once de la noche no aparecí por el hospital. Me llevó un vecino que
pasó para ver si estaba bien. Claro que estaba bien, casi me había
pasado el Sonic y mañana no había que madrugar, ¿por qué no iba
a estar bien?
Al llegar al hospital esa mala señal de la tarde se multiplicó por
millones. Mi madre estaba en una camilla en uno de los pasillos del
sótano, amontonada entre muchos otros pacientes de urgencias. No
sé por qué cojones llaman así a esa zona del hospital, deberían lla-
marla paciencias, sería más adecuado. Cuando llegué estaba ador-
milada, pero en seguida abrió los ojos y sonrío, me preguntó si había
cenado y me cogió la mano con suavidad. Fue la última vez que
escuché su voz.

La caseta del tío del Perca estaba en mitad de ninguna parte,


para llegar había que pillar el camino de la Mejana Baja y andar
hasta casadios. Por eso cuando se iba era para estar todo el tiem-
po que hiciese falta, sin prisas. Como para tener prisas con lo lejos
que estaba. Llegué y el Kiko había empezado a liarse un canuto de
maría. El don de la oportunidad, sí señor, olé mis huevos. El Perca
y el Movidas estaban viendo la tele, se estaban partiendo el culo de
risa, supongo que ya se habían fumado un par de canelos, lo mismo
habían comido allí y todo, el Movidas llevaba varios días sin ir por
casa y el Perca le hacía compañía. Ese sitio era como nuestra segun-
da casa.
- Siéntate aquí Alex, tienes que ver esto, este programa es la
hostia – el Perca se flipaba en seguida con las cosas, no tardaría en
32
decirme que era lo mejor que había visto en su vida – es lo mejor que
he visto en mi vida.
- Anda, hacedme un hueco, colgaos, y dadme algo que fumar
que estoy de celebración.
- Espera cansao que se lo está currando Kiko – el Movidas
ni me miró, ni abrió la boca, para mí que se había quedado dormido
hacía rato – ya verás, ahora van a empezar con una coña del Boyer
o de nosequién, estos tíos son la hostia.
- Y la rubia está buena de verdad – pues no, el Movidas no
estaba dormido, estaría pensando en movidas de las suyas; o sea, en
tías, o en juergas, o en ralladas mentales. Vamos, como todos – tiene
un morbazo que hipnotiza, yo me estoy quedando lelo de mirarle las
tetas.
- Tú te estás quedando lelo de tanto fumar porros. Toma
Alex, que te tenemos a dos velas.
- Así da gusto Kiko, tú te lo curras y yo le doy vida – primera
calada a pleno pulmón. Era una maría cojonuda, de las que te sube
en globo para descojonarte del mundo entero – pues sí que está bue-
na, y ¿cómo dices que se llama?
- La tía, ni puta idea, el programa “El Informal” – el Perca
nos hablaba sin apartar la vista de la tele, se había hecho devoto del
programa y este era de los que se agarraban a una idea hasta el final,
como pillasen a muchos más como el Perca el programa triunfaba
seguro.
- Inma del Moral, ¿no veis que lo pone debajo? – al Movidas
en cambio solo le interesaba la tía – Sois unos pringaos.
Antes de terminar el programa aparecieron por ahí la Vero
y la Inés, que siempre iban juntas y siempre estaban con ganas de
calentar al personal. El Perca se quedó en el sofá viendo la tele y
los demás cogimos unas Ambar y nos salimos a la calle a seguir fu-
mando. El Perca les dijo a éstas que no les dejaba estar en su caseta
si no se quitaban el sujetador, que allí las tías tenían que ir como la
Valle de Compañeros. La Inés se lo quitó sin ningún problema y se
lo colocó en la cabeza al Perca, que se puso como una moto trucada.
La Vero no se quitó el sujetador, pero se sentó encima del Kiko, le
33
quitó el porro y empezó a darle profundas caladas expulsando luego
el humo a pocos centímetros de su boca. Estas dos siempre igual,
siempre calentándonos a todos, pero luego nada de nada, a la hora
de la verdad preferían a cualquiera que no fuese de la cuadrilla. La
madre que las parió.
Un rato después el Perca se salió con nosotros, se había estado
partiendo la caja él solo y empezó a contarnos que uno de los pre-
sentadores se había vestido de sevillana para nosequé. El Kiko entró
y enchufó la minicadena. GAS, ES COMO UN GAS, A PUNTO
DE EXPLOTAR, NO TE EXTRAÑE QUE SALTE LA CHIS-
PA. Hablamos de cuando al Movidas y al Claquetas casi les dan de
hostias un montón de peña en Zaragoza, y de cuando hicimos la
güija, y de aquella vez que nos colamos en el corral del cuartel de
los guardiaciviles y casi se nos comen los perros. Hablamos de un
montón de cosas. Y cayeron dos o tres porros, o más, no sé; el caso
es que entre risas e historias el rato se nos pasó echando hostias.
Estaba oscureciendo y no quedaban cervezas en la nevera. Lo mejor
sería acercarnos a El Agujero; era un poco pronto, pero seguro que
no tardaba en llenarse.

Lo que más jodía era que no perteneciese a mi mundo, que no


conociese a mi gente, que no estuviese conmigo para las cosas más
insignificantes. Y la certeza de saber que nunca estaría aquí en los
días en los que no pasa nada, en las noches iguales, en cada uno de
los momentos en los que descarrilo, en todos los rincones del tiem-
po en los que siento el miedo, la soledad y la apatía abriéndome los
párpados para impedirme dormir. Ella nunca está porque está de-
masiado lejos. Mecagüen mi puta vida, en la distancia, en el deseo y
en todo aquello que nos ata a cualquier lugar. Desearía pedirle que
viniese hasta mí, que abandonase todo, que saliese de su casa para
siempre. Pero no lo hago. Yo podría ser su techo, su luz y su piel.
Podría serlo todo… si ella quisiera.
A veces, cuando le escribo, pienso en ponerle cuánto la necesi-
to, en explicarle que mi felicidad pende de un hilo y solo ella puede
moverlo. Pero tengo miedo. Sé que no lo entendería, sé que no se
atrevería a venir hasta aquí a devorar noches a mi lado. Yo en su
lugar tampoco me atrevería. Yo no sabría hacerlo.
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Me jode, me jode una barbaridad pensar en todas estas mari-
conadas. Esto no va conmigo, yo no pienso en mierdas de estas, yo
nunca he sentido la necesidad de nadie, yo nunca he creído en eso
de las mariposas en el estómago, en la intranquilidad constante, en
el saber que algo no va bien si ella no está cerca. Además, no puede
ser. No puedo estar pensando toda esta basura por unos putos días.
Solo fue un puto fin de semana. Lo único que me pasa es que está
muy buena, la culpa es de su culo, y de sus tetas, y de sus pezones,
y de su forma de moverse, y de sus ojos… ¿Pero qué coño digo?
¿De sus ojos? ¿Quién cojones mezcla pezones con ojos? Un puto
mierda, eso es lo que soy. Mecagüen mi estampa, estoy más gilipo-
llas que el copón. Igual me he convencido a mí mismo de que siento
todas estas cosas porque necesito tener la cabeza ocupada con al-
guien, un poco como a las tías cuando dicen que les entra el instinto
maternal y esas cosas. Eso es, me lo he metido yo solico en la cabeza
y me lo voy a sacar a base de desvelos. Eso es, todas las noches son
buenas para sacarles el jugo, para fumármelas a caraperro sin mirar
a nada ni a nadie. Eso es, ya verás qué pronto me curo, todo es una
puta mentira que me he inventado para no pensar en mi madre y en
la mierda puta, y en que un día todos la palmamos y a tomar por el
culo todo.
Sin embargo, siempre estoy esperando su carta, siempre me
pongo nervioso cuando la tengo en la mano y no la puedo abrir
todavía porque necesito estar solo; siempre que la leo siento la ur-
gencia de salir corriendo hacia Asturias, parar cien horas después
para poder hablar un rato con ella y volverme con el rabo entre las
piernas a esta puta enredadera que tengo en la cabeza y que no me
deja descansar.

SACRIFICAN TUS ERRORES, DIGNIFICAN TU DES-


TINO, ¿QUIÉN ESTÁ IMPLICADO EN ESTE FRAUDE
COLECTIVO? En El Agujero siempre ponían la música que nos
gustaba. Y la cerveza era barata. Y si te tapabas un poco, podías
echarte un canelo sin que nadie te dijese nada. Un lujazo, vamos.
SOLO FUI A MEAR Y CASI ACABO EN LA COMISARÍA,
SOLO FUI A MEAR Y ME METÍ EN UN COCHE POLICÍA.
No podía ver casi nada, nunca había mucha luz y el humo acababa
35
concentrándose al final del bar, al lado de los baños, justo donde
siempre nos poníamos nosotros. Además, iba con una fumada del
quince, así que cuando empezaron a llover hostias yo debía encon-
trarme subido en la parra, o en alguna luna lejana, o en los mundos
de Yupi. Fijo. TODO POR EL SUELO, LO ÚLTIMO QUE SÉ,
EL TECHO NO SE PARA DE MOVER. La primera me cogió
desprevenido, alguien me dio con la mano abierta entre la oreja y la
nuca. No fue un gran golpe, pero sí lo suficientemente fuerte como
para tirarme al suelo. Desde allí abajo pude sentir un agudo piti-
do que me ensordecía y ver los pies embarullados de unos y otros.
Mientras me intentaba levantar me cayó la segunda hostia, esta vez
en forma de patada entre las costillas y el estómago. Aquí ya se me
hincharon los huevos, me habían cabreado y, en lo que tardé en
recuperar la respiración, pensé diferentes formas de tortura lenta y
dolorosa y unas cuantas ejecuciones rápidas y efectivas. TU CHU-
PA DE CUERO CLAVETEADA DE NAVAJAZOS ESTÁ RAS-
GADA, TU VIDA ES UN HUECO EN EL TIEMPO Y VIVES
COMO VIVE UN MUERTO. Junté toda mi rabia y mi mala hos-
tia, me lancé como un camicace al cuello del primero que se cruzó
en mi camino y comencé a lanzar golpes a un lado y a otro desean-
do destrozar a mi paso todo cuanto encontrase. Que no volviese a
crecer la hierba por el camino que yo recorriese. En lugar de eso
terminé en el suelo, una vez más, con una brecha pequeña pero do-
lorosa y un botellín a mi lado que parecía querer decirme que él solo
pasaba por allí y yo me había cruzado en su camino. Cuando recu-
peré el conocimiento todo había terminado. Los míos me ayudaban
a levantarme y los otros se habían marchado a otro bar. No sé quién
resultó derrotado, tampoco me importaba, la rabia seguía anidando
en la boca de mi estómago. Sospeché que no sería por la pelea de los
cojones, aquella rabia llevaba tiempo en el mismo lugar, el lugar des-
de donde nacen todos nuestros actos. Y ES QUE PASO DE TÓ
QUIERO VIVIR MI VIDA EN PAZ, PASA DE MÍ, SOY UN
INSECTO DE CIUDAD. Salí a la calle. Me apetecía fumarme un
cigarro sentado en el banco de la puerta. Necesitaba estar solo. El
Movidas salió detrás de mí y, cuando me senté en el banco, se puso
a mi lado. Me tocaba los cojones que se hubiese venido a acompa-
ñarme, pero no le dije nada.
36
- Lo siento tío, ha sido culpa mía, es que la semana pasada
eran fiestas en el pueblo de esos subnormales y la líe, la líe Alex, ya
ves, ya me conoces – siempre igual, es que el cabezón del Movidas
no aprendía ni a hostias.
- Déjame en paz, no me rayes – era lo último que me apetecía,
un colgao sobándome la oreja con cualquier mierda.
- Es que me querían tangar, ¿sabes?, a mí, tronco, me querían
tangar a mí que sé más que todos ellos juntos.
- Vete a tomar por el culo Movidas – ya no podía más – tira
para adentro. O te vas tú o me voy yo.
- Vale, vale – me miró como quien no comprende absoluta-
mente nada – das por el culo, eres un puto rayao. Que te follen.
El Movidas no era un mal tío. Todos eran buena gente. Pero
en ese momento hubiese querido que desapareciesen, que el bar se
quedase vacío, que solo estuviese yo y pudiese tomarme una caña
fumándome tranquilamente un Lucky y escuchando la música que
me apeteciese en ese preciso momento. MI CORAZÓN, COMO
UNA LATA DE CERVEZA QUE TE LA BEBES Y AL FINAL
LE DAS PATADAS SIN PENSAR QUE ME DESQUICIAS LA
CABEZA. Esa estaba bien. No podía hacer que todos desaparecie-
sen, así que me metí para adentro, fui hasta el fondo, me senté con
los demás y alguien me pasó una jarra de kalimotxo. A esas alturas
de la noche ya íbamos todos bastante pedo, aunque algunos lo lle-
vaban peor; el Iker y el Calvo habían llegado tarde, pero se habían
puesto a beber como cosacos, además, pretendían que todos siguié-
semos su ritmo desenfrenado. VAMOS MUY BIEN, BORRA-
CHOS COMO CUBAS Y QUÉ, AÚN NOS MANTENEMOS
EN PIE Y NO PARAREMOS HASTA NO PODER VER. Algu-
no de estos sacó una ronda de chupitos para todos. Gladis los colocó
con sumo cuidado uno junto a otro, qué buena estaba la cabrona de
ella, nos tenía a todos locos, yo creo que por eso no salíamos nunca
de su bar; bueno, por eso y por más cosas, en El Agujero se estaba a
gusto. Cogió la botella y comenzó a verter el néctar etílico en cues-
tión, yo no podía apartar la vista de un escote que siempre dejaba
mucho a la vista, pero que nunca nos permitía ver aquello que todos
anhelábamos. Mala suerte, era como lo del “sigue buscando”, habría
37
que esperar a otra ocasión. Las manos a los vasos de chupito, todos
a la vez como si de un ritual perfectamente ensayado se tratase y
para dentro, de un solo trago, abriendo bien la garganta y sin pen-
sárselo dos veces. Mierda. Eran de whisky. ¿Quién cojones había
sido el desgraciado que había pedido los chupitos de whisky? No
puedo con el whisky. Tuve que entrar corriendo al baño y echar la
pota. La bilis cubriéndome la boca, los ojos llorosos, la garganta do-
lorida y allí mismo, de cuclillas y con la cabeza metida en la taza del
váter, supe que no había respuestas para las preguntas que ronda-
ban mi cabeza, supe que mi camino no llevaba a ningún sitio, supe
que yo mismo estaba encerrándome en un callejón sin salida. Y con
la última arcada todavía resonando en mi interior, me incorporé y
salí del baño. LOS HUMILLADOS, LOS DESHEREDADOS,
VIVEN MEJOR DESPUÉS DE MUERTOS, POR ESO LA
SOMBRA DEL CUERVO LLAMA A SU PUERTA CON UN
SOLO DEDO. Necesitaba seguir bebiendo.

No servía de nada darle tantas vueltas a las cosas, pero no


podía evitarlo, siempre igual, siempre a pensar demasiado, siempre
a querer comprenderlo todo cuando casi nada tiene explicación. Me
merecía todos esos putos dolores de cabeza que tanto me atormen-
taban. Me los merecía por gilipollas. En realidad, aunque me jodiese
admitirlo, lo que me pasaba era que pensaba que el Mundo giraba a
mi alrededor, que yo era el ombligo del Universo y que todo lo que
me sucediese a mí era lo más importante que sucedía en ese instante
en el Planeta Tierra.
Por no hablar de lo que me rayaba saber que estaba haciendo
algo mal y, al mismo tiempo, sentir la necesidad de seguir haciéndo-
lo aunque solo fuese para llevar la contraria a esa puta voz de la con-
ciencia que solo escuchamos cuando ya no hay nada que hacer. Que
le den por el culo. Como no tenía a nadie más a quien desobedecer,
me desobedecía a mí mismo. Que llevo más de dos meses de juerga
en juerga, pues que le jodan a quien piense que algo va mal. Y si
me tienen que joder a mí o a mi voz de la conciencia, pues a poner
el culo en pompa. Me cagüen la vida puta. De todas formas eso de
pensar en plan meapilas no va conmigo, yo mejor sigo para adelante
38
que ya encontraré a alguien que me acompañe. Y si no, pues solo,
que tampoco se camina mal en compañía de uno mismo.

- Ponme un tubo, anda – tuve que repetirlo un par de veces,


puede que ya no vocalizase demasiado bien. Estos se partían el culo,
aunque no sé de qué.
NO TENGO MIEDO AL PASO DEL TIEMPO MIEN-
TRAS SEPA QUE VIVIRLO ES LO QUE CUENTA. La Inés se
acercó más zalamera que de costumbre y me empezó a enredar con
su goma del pelo; quería cogerme una coleta, pero a mí no me hacía
ni puta gracia; ni llevaba el pelo tan largo como para eso, ni me gus-
taba que me lo sobasen. Me senté en una de las banquetas que había
más al fondo, pero se me olvidó coger el tubo de cerveza. SER EL
REY DEL HORMIGUERO NO ES MOTIVO DE ENVIDIAR
COMO SI FUERA EL GUARDA DEL REDIL, VEN PA´ACÁ
QUE PARECE QUE TE HAS VUELTO A CONFUNDIR. Me
acercó el tubo y se sentó encima de mí. Mentiría si dijese que la
Inés no me ponía cachondo, era una calientapollas de las buenas, de
las que te deja con la miel en los labios pero casi rozando el néctar.
Aunque esta vez venía con otras intenciones. SALIR A FOLLAR
PAGANDO CON CUALQUIERA QUE NO SEA TU MUJER,
IR A LA PEÑA CUBATEAR Y EL FÚTBOL COMO FUENTE
DE LUCIDEZ. Todos se volvieron locos y empezaron a saltar y a
empujarse cantando a voz en grito. Yo iba a hacer lo mismo, pero en
lugar de eso me encontré con la lengua de la Inés metida en mi boca
y todo su cuerpo pegado a mí. Me sorprendió, pero me dejé hacer,
nadie puede hacer un feo ante algo así. Alguno de estos se perca-
tó de la jugada y todos empezaron a saltar alrededor nuestro. Yo
no hacía nada, seguía con la Inés recorriendo mi boca y permanecí
quieto, completamente estático. Alguien cogió mi mano y la puso en
su culo. No estaba mal, nada mal. Recordé que seguía sin sujetador,
o se lo había dejado en la caseta, o había pasado de ponérselo. Dejé
de besarla para mirarle las tetas y comprobar que sus pezones pun-
tiagudos me señalaban sin disimulo. Fue en ese instante cuando me
di cuenta de que sus besos sabían mal. Su boca sabía a cenicero. Me
daba vergüenza estar pensando aquello justo en ese momento, ni
antes ni después, sino cuando su lengua se encontraba recorriendo
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con ansiedad cada milímetro de mi boca. Me daba vergüenza pen-
sarlo, pero era la jodida verdad. Por un instante mi lengua cobró
vida, buscó entrelazarse a la suya intentando frenar en seco a mi
cerebro. No había nada que hacer. Mi lengua se dio por vencida,
que me besase ella si le daba la gana, pero que terminase pronto,
por favor. Yo, cada vez lo tenía más claro. No me gustaba, aún diría
más, me daba un poco de asco.
Gilipollas. Gilipollas perdido. Eso es lo que era. Fingí que me
mareaba y la aparté un poco. Me levanté. Puede que le dijese que
necesitaba ir al baño. Puede que no le dijese nada. Solo sé que volví
a potar de nuevo. LA NOCHE SE ESTÁ CAYENDO Y CON
ELLA CAE EL TIEMPO, EL DÍA NO SIRVIÓ DE NADA,
TARDE DE NUBES SIN AGUA. Volvió a acercarse, pero me
puse a hablar con el Kiko. No sabía qué hacer, ni qué decir, ni nada
de nada. Hice como si no hubiese pasado nada.

Tenía que quitármela de la cabeza. Necesitaba quitármela de


la cabeza. Por mi salud y por la de todos los que me rodeaban. Ya no
me aguantaba ni a mí mismo. Estaba cansado de estar siempre en-
fadado, siempre de mala hostia, siempre mandando a todo el mundo
a la mierda. Podría decir que había perdido el apetito, pero no se-
ría verdad; comía como una lima, parecía un esqueleto pero comía
como una lima. Supongo que sería de la vida que llevaba o que se
me había metido una bicha dentro que se zampaba todo lo que en-
traba por la boca. Eso estaría bien. Menudo pedo llevaría la bicha,
se estaría poniendo bien a gusto a mi costa. No quería seguir más
así, no soportaba estar pensando constantemente en una chica que
apenas existía. Estaba cansado de dar volteretas de un lado a otro
sin nadie que me esperase, cansado y derrotado. Selene no existía.
Estaba tan lejos que no existía. Y nunca existiría. Abandonaba con
la misma facilidad con la que cada mañana decidía no peinar mis
greñas de perro callejero.

Dos o tres cervezas después vi que el Movidas se marchaba


del bar con la Inés, llevaba la mano metida en el bolsillo trasero de
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ella, magreándole bien el culo. Me alegro por el Movidas. Es buena
gente. Un poco loco, pero buena gente.
Y EN UN MERCEDES BLANCO LLEGÓ A LA FERIA
DEL GANAO, DIEZ DUROS DE PAPEL ALBAL Y EL CIE-
LO SE HA ILUMINAO. Todo el mundo a dar palmas, olé el arte
de los borrachos. Todavía quedaba bastante gente, otras noches a
estas horas el bar estaba casi chapao. Hoy había jaleo para rato.
VOY A EMBORRACHARME A LA TUMBA DE MI VIEJA,
ELLA QUE POR MÍ TANTO SUFRIÓ. Vaya chungazo. Me vino
un bajón de la hostia. El Kiko debió vérmelo en la cara porque apa-
reció con un litro de cerveza que acababa de sacar. Igual fue casua-
lidad.
- Déjalo Kiko, me voy a sobar.

Y allí estaba de nuevo en mi habitación, tumbado en la cama


sin poder dormir, dándole vueltas a las mismas historias, con el mis-
mo miedo a dormirme y no despertarme, con la misma angustia de
saber que al día siguiente tampoco estaría mi madre para contarle
que había una chica y que era la que andaba esperando. Otra vez
los ojos de par en par abiertos para poder seguir soñando que su
sonrisa no estaba tan lejos como pensaba. Mejor así, mucho mejor
soñar con los ojos bien abiertos. Si los cerraba aparecían, una vez
más, los problemas de los que nunca puedo escapar.

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Besos de Antifaz
Está Satén,
atenta y preparada sonrisas de cigarra en la
quizá piel
será y ser
la puerta que le haga salir, eclipse, luna y antifaz,
así da igual
será como el azul al añil los clavos de la soledad,
ya va ya ves,
de nuevo en un tobogán. se oxidan en un anaquel.

La red Colecciona migajas


que extiende cuando quiere atrapa a quien le viene en gana,
poder y con cada palabra
traerá derriban sus labios barricadas;
la estela que le hará naufragar, alimenta devotos,
detrás sus nalgas son sueños de todos
del pecio llegará el carnaval, y en un calabozo
con él su boca ataca deseos sordos.
el cebo que ha de morder.
No, no, no se escapa,
Desenmaraña miradas, la noche se hace sombra
se cuelga el sol de sus legañas con el vuelo de su falda.
y de tanto hacer trampas
desnuda baila de rama en rama;
atrinchera cerrojos,
sus ojos son bocas de pozo
y de hacer vuelos cortos
sus plumas huelen a despojos.

No, no, no se escapa,


la noche se hace sombra
con el vuelo de su falda.

Negar
no es verbo para hacerla
soñar
sin más
con paraísos de cachemir
sin fin,
ni con destellos de maniquí,
ahí va,
volando hacia tu voluntad.

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2

La historia de Alex y Selene nunca hubiese avanzado de no


ser por una chica que hasta ahora no ha sido mencionada. Quizá
ella fue la puerta que necesitaba atravesar Selene. Quizá ella fue
quien hizo ver a Alex el horizonte que tanto buscaba. Aunque lo
más probable es que ninguno de los tres fuese consciente de ello en
su momento. Y, sin duda, ni Alex ni Selene piensan en ella cuando
miran atrás y observan aquellos comienzos en los que la noche cu-
bría los días y parecía querer invitarles a dormir en su regazo. Creen
haber sido siempre dueños de su destino, creen haber tenido en todo
momento el control de sus vidas, creen ser los únicos protagonis-
tas de su historia. Se equivocan. Dominando la noche, haciéndola
bailar a su antojo, escondiendo secretos bajo su falda, estaba ella.
Aunque nadie lo sabía. Únicamente ella. Su nombre era Eli. Y solía
conseguir todo lo que deseaba.

Eli llegó a Ribadesella al comienzo del curso pasado. Llevaba


poco menos de dos años, pero todo el mundo parecía buscarla con la
mirada, como si no fuese posible comprender nada sin su presencia.
Especialmente por la noche. Por la noche brillaba con más fuerza.
Ella lo sabía mejor que nadie.
Desde el primer día en que llegó al instituto se sentó junto a
Selene. Podría parecer casualidad, pero no lo fue. Eli era una gran
observadora y tan solo le bastaban unos minutos para obtener una
radiografía fidedigna del nuevo paisaje. Un perfecto mosaico men-
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tal en el que dibujaba con precisión la característica principal de la
mayoría de las personas. Simpatía, agresividad, dulzura, estupidez,
gracia, engreimiento, inteligencia, timidez. Le resultaba extremada-
mente fácil. Había cambiado tantas veces de colegio e instituto que
no había tardado en comprobar que los grupos humanos siempre
contienen una serie de elementos comunes fácilmente reconocibles,
casi siempre, a primera vista. Al menos para quien desea saberlo
con tanta fuerza que pone toda su atención en descifrar las pistas
que necesita. Miradas, gestos, palabras, movimientos. Cuando lle-
gas por primera vez a un lugar posees unos minutos de invisibilidad
antes de que alguien repare en tu presencia y todo el mundo te ob-
serve sin disimulo. Cuanta mayor sea tu habilidad para la invisibi-
lidad, mayor será tu tiempo de análisis y tus posibilidades de error
se reducirán progresivamente. Eli tan solo necesitaba eso, unos mi-
nutos, y el nuevo campo de juego se abría ante ella con infinidad de
posibilidades. Conocía a la perfección el mecanismo y sabía ponerlo
en práctica con cautela y sin llamar la atención.
Con este sistema puedes llegar a saber mucho de las prime-
ras reacciones de tus nuevos compañeros. Aunque también puedes
equivocarte con facilidad. Sin embargo, Eli no tenía problemas para
buscar un tipo concreto de persona, alguien con quien intimar sin
perder su autonomía y sin dejar de ser el centro de atención en todo
momento. Alguien silencioso, observador, tímido. Que se conforma-
se con poco. Atractivo, pero sin llegar a saberlo a ciencia cierta. Con
inseguridades. Capaz de sorprenderse con facilidad. Desconocedor
de casi todo lo relacionado con la noche, la fiesta, los chicos, las
drogas, lo prohibido, lo deseado. De natural imaginativo y solitario.
Inocente, pero despierto. Y, a poder ser, sin demasiados amigos. Al-
guien como Selene.
La mesa de al lado de Selene estaba todavía vacía y Eli ya ha-
bía elegido. El comienzo no sería difícil. Sonrió, saludó y preguntó
si podía sentarse allí. Le dijo que tenía un pelo muy bonito; que se
había venido a vivir a Ribadesella porque habían trasladado a su
padre; que no lo llevaba nada bien porque se sentía muy sola; que en
casa nadie le hacía caso; que le gustaba cerrar los ojos y pensar que
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se convertía en un pájaro y escapaba a otro lugar, un lugar lejano
que nadie podría encontrar jamás. Todo eso se lo dijo poco a poco,
durante toda la mañana, conforme los profesores y las asignaturas
iban cambiando; se lo fue diciendo con sumo cuidado, calculando los
tiempos, manejando el cuentagotas con sabiduría científica. Cuando
sonó la sirena y todos comenzaron a recoger para marcharse a casa
a comer, Eli sacó un libro de su mochila y lo dejó encima de la mesa
de Selene; le dijo que se lo prestaba, que ella lo acababa de terminar
y que era impresionante. Era El Señor de los Anillos. Selene ya se lo
había leído, pero no le dijo nada. Quedaron en que por la tarde se
verían, los padres de Selene tenían que bajar a Ribadesella. Eli son-
rió, sabía que había encontrado a la amiga que necesitaba.

Pronto comenzó a ser tan habitual ver a Selene y a Eli jun-


tas que lo que resultaba complicado era imaginárselas por separado.
No solo en el instituto, eran inseparables en todo momento, siempre
que alguien veía a una de ellas la otra iba a su lado. Casi todas las
tardes Selene bajaba con su padre a Ribadesella, aunque solo fuese
un rato. Antes no solía acompañarle, pero ahora las cosas habían
cambiado, ahora tenía a Eli y con ella se sentía bien. Los padres
de Eli se habían instalado en un viejo piso de la Calle Comercio,
en pleno centro de Ribadesella, y solía estar sola casi todo el día ya
que ambos trabajaban. A pesar de poseer una fuerte independencia,
durante la mayor parte del tiempo no salía a la calle y, cuando no le
quedaba más remedio que ir a comprar algo, lo hacía lo más rápido
que podía y siempre intentando evitar los lugares más frecuentados.
En cambio, cuando estaban las dos juntas, Eli ansiaba que Selene
le enseñase todos los rincones de Ribadesella. Planificaban, en el
piso de Eli, lo que verían esa tarde e imaginaban posibles anécdotas
que nunca ocurrían. Incluso llegaron a dibujar sobre un mapa una
minuciosa ruta dividida en treinta y siete jornadas a través de la
cual Eli se sentaría en todos los bancos de Ribadesella, tocaría to-
dos los árboles, entraría en todos los bares a tomarse algo, pasearía
por todas las calles y callejones, dejaría pasar el tiempo en todos los
parques y, por supuesto, recorrería centímetro a centímetro sus dos
49
playas. Cumplieron el plan a rajatabla. Lo cumplieron y, se divirtie-
ron tanto, que decidieron dar una segunda vuelta.
Selene había descubierto a alguien que la comprendía a la
perfección. Alguien a quien poder confesarle todos sus secretos, a
quien contarle aquello que nunca pensó decir en voz alta, a quien
pedir cualquier cosa sin miedo a la negación o al rechazo. Además,
le encantaba mirar a Eli, verla hacer cualquiera de las miles de cosas
que sabía hacer. Eli parecía ser experta en todo. Pintaba, hacía ma-
labares, montaba en monopatín, jugaba al ajedrez, esquiaba, hacía
punto de cruz, tocaba el piano, pescaba y sabía liar porros. Eli era
capaz de hacer cualquier cosa y Selene era feliz observándola. Ob-
servándola y compartiéndolo todo.
Una de las primeras cosas que les unió fue su pasión por
salir a correr. Antes Selene siempre salía a correr por Calabrez, lo
hacía todos los días, cuando tenía que subir al monte, cuando tenía
que ir a ordeñar, cuando tenía que ir a la cuadra de L´Ería, cuando
tenía que hacer cualquier recado. No importaba que la distancia
fuese de cien metros o de cinco kilómetros, Selene iba corriendo a
todos lados. Tenía un cuerpo menudo y fibroso que parecía volar
en cuanto daba la primera zancada. Al decirle a Eli que esa era la
mayor de sus aficiones el rostro de ésta se iluminó. A ella también le
gustaba salir a correr. A Selene en un principio le extrañó, no lo hu-
biese imaginado; no sabía por qué motivo, pero no lo hubiese imagi-
nado. Uno de los días que bajó a Ribadesella, Eli le había preparado
unas mallas y un top deportivo, quería que corriesen juntas. Selene
nunca había tenido ese tipo de ropa y no supo qué decir. Se la probó
y, al mirarse al espejo, le gustó mucho el aspecto que tenía. Ese día
salieron a correr. Y al día siguiente también. Desde entonces, tres
días a la semana corrían juntas durante una hora, se duchaban en el
piso de Eli y salían a tomar algo por Ribadesella.
También iban muy a menudo a la playa de la Atalaya y al
acantilado de debajo de Guía. Eran lugares apartados a los que so-
lían ir al atardecer, antes de que Selene tuviese que acudir al muelle
para subir con su padre a Calabrez. Allí miraban el mar, hablaban
50
de todo y de nada y fumaban. Selene nunca había fumado porros,
no le llamaban la atención. Le dijo a Eli que cigarros sí que se había
fumado unos cuantos, todos a escondidas. El primero se lo había
dado Víctor el Llocu, tuvo que explicarle que era un amigo de su pa-
dre que vivía en la casa de al lado – de momento Alex no había apa-
recido en escena así que no hablaba de él como “el padre de Alex”,
sino como alguien interesante que le escuchaba y le hablaba de la
vida como nunca nadie le había hablado. Antes de llegar Eli, Víctor
era la persona más importante para ella. Al decirle esto último, Eli
sonrío, Selene no entendió su sonrisa, pero no quiso preguntar. A
veces no quería preguntar las cosas para no parecer demasiado es-
túpida. Con Eli comenzó a fumar algún porro, tan solo uno de vez
en cuando, normalmente antes de subir para Calabrez. Le gustó
esa sensación volátil y feliz. Le gustó sentirse libre y le gustó estar
al lado de Eli compartiendo esa felicidad. Nunca se había sentido
mejor.

Debía empezar a maquillarse, dejar de ponerse esas camisetas


anchas de chico, comprarse ropa ajustada, lucir el cuerpo que tenía.
Eli se lo había dicho muy seriamente, era su amiga y sabía muy bien
qué era lo mejor para ella. Selene le hizo caso.
Una tarde cogieron el autobús a Oviedo y se marcharon de
compras. Hasta entonces Selene no se había preocupado de esas
cosas, casi toda su ropa era heredada. Camisetas de su hermano,
pantalones de una prima un poco mayor que ella… Faldas nunca
llevaba, tampoco vestidos. Alguna vez había ido de compras con
su madre, por alguna boda o compromiso social, pero se cansaba
enseguida y acababa comprando lo que decía su madre. Pero esa no
era su ropa, era ropa para ocasiones especiales, para ir disfrazada e
intentar seguir alimentando su invisibilidad. Esta vez era diferente,
iba a comprar su ropa y lo iba a hacer con Eli.
Desde el día en el que se conocieron Selene pensó que Eli
tenía muy buen gusto vistiendo. Era atrevida sin llegar a rozar el
mal gusto. Tenía gran cantidad de ropa y parecía que nunca repetía
51
vestuario. Siempre llevaba algo que llamaba la atención y siempre
conseguía que todas las miradas se detuviesen, al menos por un ins-
tante, en ella. Muchas tardes, cuando se quedaban en el piso de los
padres de Eli, ésta empezaba a sacar ropa para que Selene se la pro-
base. Tenían la misma talla, eran casi el mismo cuerpo reflejado en
un espejo. Pequeñas de estatura. Delgadas. Con el pecho firme, del
tamaño exacto para colocar una mano en cada seno, así lo describió
Eli. El culo bien definido, ideal para lucir pantalones apretados, o
mallas, o faldas muy cortas. Cintura fina. Las piernas de Selene eran
perfectas, Eli siempre se quejaba de sus piernas, aunque su amiga
no lo entendía… Siempre acababan igual. Eli diciéndole que nunca
había visto una chica más guapa y que escondiese tanto su belleza.
Tenía que dejarse ver, tenía que descubrir el potente imán del que
parecía avergonzarse, tenía que salir a la calle sabiendo que era una
tía buena. Eli se lo repetía una y otra vez. Selene callaba, pero que-
ría transformarse, quería descubrir todo lo que estaba escuchando.
Recorrieron todas y cada una de las tiendas de Oviedo. No
importaba que Eli nunca hubiese estado en esa ciudad. Era una ex-
perta en eso de moverse de tienda en tienda. Entraba ella primero,
Selene la seguía metro y medio más atrás, en solo un vistazo a las
diferentes secciones sabía qué era lo que les convenía de esa tienda,
lo cogía e iban a los probadores. Nunca se equivocaba con la talla.
Nunca cogía algo que no les gustase a las dos. A las ocho en punto,
cuando las tiendas iban preparando el cierre, tenían tal cantidad de
bolsas en su poder que no pudieron evitar un ataque de risa desen-
frenado al verse reflejadas en uno de los escaparates. Corrieron al
autobús y regresaron a Ribadesella. Al día siguiente se probarían de
nuevo todo en casa de Eli y decidirían la ropa que se quedaba cada
una.
A Selene le encantaba pasar las horas en el piso de los padres
de Eli. Siempre estaban solas, nadie las molestaba, podían hacer
y decir lo que les viniese en gana y, para cuando los padres de Eli
regresaban, ella ya estaba de camino a Calabrez. De camino al abu-
rrimiento, y a las órdenes, y a la invisibilidad cotidiana. Pero ahora
estaban allí y estaban solas, tenían un montón de cosas para probar-
52
se y estaba a punto de comenzar su transformación. Lo demás no le
importaba. Tenía ganas de reír.
Había que empezar por el principio. Eli dirigía la función
como si del más sagrado ritual se tratase. Lo primero era desnudar-
se. Se desprendió de la ropa con celeridad, Selene lo hizo lentamen-
te. Aunque ya se había cambiado de ropa miles de veces delante de
su amiga, todavía no podía evitar cierto rubor que intentaba disi-
mular sin demasiado éxito. Se quedaron en ropa interior una frente
a la otra.
- Hay que cambiarlo absolutamente todo – dijo Eli con fir-
meza – siempre llevas unas bragas y unos sujetadores horrorosos.
Pruébate ese, el negro. Te sentará genial. Yo me probaré el rosa; son
parecidos, pero a ti no te pega este color.
Selene se empezó a desnudar sin apartar la mirada del suelo,
dejó caer su viejo sujetador y cogió el que le ofrecía Eli. Levantó la
vista y la observó. Después se observó a si misma en el espejo. Es-
taba ligeramente encogida, como queriéndo hacerse más pequeña,
como buscando su invisibilidad. Miró de nuevo a su amiga. Tenían
la misma talla de sujetador, pero sus pechos eran muy diferentes. Los
de Eli tenían una forma menos redonda, miraban ligeramente hacia
abajo y su piel era menos blanca que la de Selene. Sin embargo, la di-
ferencia que más saltaba a la vista eran sus pezones. Los de Eli eran
más pequeños, de punta afilada y erecta; mientras que los de Sele-
ne eran grandes y con una aureola rosácea y abultada que llamaba
poderosamente la atención. Selene siempre había pensado que sus
pezones eran feos, eran diferentes a los de la mayoría de las chicas
que había visto desnudas. Su aureola no era plana, era como si una
nueva protuberancia naciese de la misma teta, como si se encontrase
todavía en ese instante de cambio hormonal. Sus pezones la hacían
más fea. Por eso siempre evitaba desnudarse delante de otras chicas,
para que no mirasen sus pezones abultados a punto de explotar. Pero
estaba equivocada. Eli le dijo que estaba muy equivocada.
- Son como unos fresones. A todo el mundo le gustan los fre-
sones. Si vas a una tienda y ves unos fresones bien gordos, te entran
unas ganas inmensas de darles un buen mordisco.
53
Cuando Eli decía esas cosas, Selene se desternillaba de risa.
Perdía todos sus miedos y miraba todo de otra manera. Miraba a
través de los ojos de Eli. Como si fuese Eli. Así que se puso delante
del espejo y se agarró las tetas. Eli hizo lo mismo, como imitándola;
y después le dio un lametón en el pezón. Selene no se lo esperaba,
pero a ambas les dio un gran ataque de risa y siguieron probándose
ropa. Al final de la tarde ya se habían repartido todas las compras.
Selene se quedó la mayor parte del botín. Ella no quería, pero
Eli no había consentido que se negase. Necesitaba cambiar su ves-
tuario, necesitaba vestirse como una chica.
- Pero tú has pagado todo.
- No importa, somos amigas. Ya me lo devolverás.
A Eli le daban dinero para ropa. A Selene no, sus padres pen-
saban que el dinero no se podía malgastar en presumir, que primero
había que pensar en otras cosas, en cosas importantes de verdad:
trabajo, estudios, familia... Cuando llegase a casa seguro que tenía
bronca, pero no le importaba lo más mínimo.

Sus vidas habían sido muy diferentes. Era como si Eli hubiese
vivido diez vidas más, sabía todo lo que había que saber y le gus-
taba contarlo. Podía pasarse horas hablándole a Selene de una sola
noche de desenfreno en la que se había liado con tres tíos diferentes
sin que ninguno de ellos se enterase. Eso era lo que a ella le gustaba,
tener el control absoluto de la situación y hacer lo que le viniese en
gana. Nunca fallaba. Si quería pegarse el lote con un chico se lo
pegaba y no le importaba nada más. Ella ponía los límites. Ella to-
maba las decisiones. Y ella decidía cuando se ponía el punto y final.
Luego pasaba página y listo. Nunca había tenido novio, le parecía
demasiado aburrido eso de quedar siempre con la misma persona.
Tampoco solía quedar con nadie. Ella era más de improvisar, de ver
lo que le deparaba la noche y de vivirlo todo al máximo.
Selene era la primera amiga que tenía. La primera amiga de
verdad. Era diferente a cualquier persona que se había cruzado en
54
su vida. Alguien a quien contarle todo, que ponía constantemente
los cinco sentidos en su persona. Una persona con la que podía ha-
blar de todo sabiendo a ciencia cierta que sus pensamientos iban de
la mano. Nunca antes se había sentido tan unida a nadie. Y eso era
algo que ambas sentían.
La transformación de Selene, como a Eli le gustaba decir, es-
taba dando sus primeros frutos. Había aparcado sus viejas camise-
tas de Metallica y de Offspring, sus viejos pantalones azul marino y
su ropa interior blanca inmaculada y los había cambiado por cami-
setas de licra muy ajustadas, vaqueros que resaltaban las formas de
su culo, sujetadores que juntaban sus pechos dándoles una impor-
tancia hasta entonces insospechada y hasta dos minúsculos tangas
de los que su madre nunca supo entender el porqué de tan poca tela.
Su madre. Ese era un tema aparte. Ni la comprendía, ni la quería
comprender. Criticaba su forma de sentarse, criticaba el pelo cu-
briéndole parte de la cara, criticaba su forma de hablar, criticaba su
nueva forma de vestirse, criticaba que fuese todos los días a Riba-
desella, criticaba que cada vez le gustase más salir los viernes y los
sábados por la noche. Y, por todo ello, estaban siempre discutiendo.
Su padre simplemente no le prestaba atención, nunca lo había he-
cho, aunque cuando las cosas se ponían feas era él el que imponía
los castigos. No importaba. Ahora nada de eso importaba.
Aquella noche habían salido a dar una vuelta por el Dover
y el Alboroto, pero en seguida se aburrieron. A Selene no le entu-
siasmaban las discotecas y Eli había decidido pasar de los tíos esa
noche.
- Están demasiado babosos, cuando están así es mejor pasar
de ellos Selene, cuando están así me pongo a bailar cerca de ellos
para ponerlos a mil, pero luego prefiero marcharme. Vámonos.
Dirigieron sus pasos hacia la Atalaya. A esas horas no habría
nadie en la playa, más tarde sí, pero de momento estarían solas. A
Eli le apetecía estar con Selene, solo con Selene; se lo dijo y, des-
pués, se cogieron de la mano y siguieron caminando. Además, había
conseguido que un tío le diese una china y tenían para un par de
porros.
55
La luna parecía brillar con una fuerza desproporcionada, todo
cuanto veían estaba cubierto por un manto de luz azulado y las dos
amigas, sentadas en las piedras de la playa, contemplaban en silen-
cio la fuerza del mar. Seguían cogidas de la mano.
- Este pueblo es bastante aburrido. Nunca pasa nada.
- No sé… no está mal… pasan más cosas que en Calabrez…
- Joder Selene, esto está muerto. ¿Sabes lo que es salir de
fiesta y que se te haga de día en un abrir y cerrar de ojos? Eso sí
mola.
Eli le habló de las noches de desenfreno en las que nada se le
ponía por delante. Nunca le importó ser una niñata a la que nadie
conocía. No se comportaba como tal. Ella era el centro del universo
y la misma noche se ponía a sus pies. Si movía la cintura, los ojos
que la rodeaban acababan soñando con sus nalgas, deseándola con
tanta fuerza que un solo gesto bastaba para conseguir lo que bus-
caba. Placer. Siempre buscaba placer y el conseguirlo era el único
de los objetivos que perseguía cada noche. Y siempre lo conseguía.
Tan sólo tienes que tener seguridad en ti misma. Le dijo en
cierta ocasión a Selene. Seguridad en ti misma y ganas de pasarlo
bien. Todo lo demás viene solo. Nuestras armas son tan poderosas
que podemos atrapar a quien nos venga en gana, retenerlo mientras
nos divierta y después olvidarlo para siempre. Son solo migajas, fie-
les devotos de nuestro cuerpo, juguetes de usar y tirar. Nada más.
Mira Selene, tienes que empezar a entender de qué va esto, tienes
que empezar a saber pisar con paso firme y que todos se mueran por
estar a tu lado. Es muy sencillo. Tan sólo tienes que ser plenamente
consciente del cuerpo que tienes y utilizarlo para conseguir todo lo
que te apetezca. Y créeme, tú lo tienes sencillísimo; estás muy bue-
na, lástima que todavía no te hayas enterado. Antes de venir aquí
aprendí todo lo que se necesita saber de la noche y no solo lo hice
sin ayuda, sino que no tuve que soportar ni un solo desengaño. El
día es mucho peor, ahí se descubre todo, caminamos desnudas de
alma para fuera, se nos ven las intenciones y no podemos caminar
por encima de las cabezas de todos los mortales. Si pudiera, yo solo
viviría de noche. Seguro que termino haciéndolo.
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Selene estaba segura de que su amiga hablaba completamente
en serio. La escuchaba y podía imaginarla rodeada de chicos que
la adoraban, de miradas furtivas desde todas las distancias. La veía
moverse entre la escasa luz de las discotecas superpobladas de la
gran ciudad, moverse con aplomo buscando una presa y después, la
veía desnuda rodeada de cuerpos desnudos que la besaban y la toca-
ban, la veía explotando en millones de orgasmos, la veía sonriendo
sudorosa tras la fuerte sacudida del placer. Sin embargo, los negros
ojos de Eli no solo escondían placer, también escondían una profun-
da soledad que nadie veía. Una soledad que necesitaba ocultar a los
demás, pero que sobre todo necesitaba alejar de si misma.

Eli no necesitaba a nadie porque no tenía a nadie. Era invisi-


ble. Como Selene. Pero detestaba esa invisibilidad y luchaba contra
ella con uñas y dientes. O, más bien, con placer y deseo.
Las experiencias sexuales de Eli eran tantas y de tan diversos
tipos que Selene no podía dejar de sorprenderse. La admiraba y, al
mismo tiempo, le era difícil llegar a comprenderla del todo. Perdió
la virginidad a los catorce años con un vecino de dieciocho; esta-
ba sola en casa, como casi siempre, e invitó a su vecino a ver una
película con ella; le gustaba como la miraba, se sentía deseada. No
guardaba muy buen recuerdo de aquella primera vez, pero decidió
seguir probando, el sexo tenía que ser mucho mejor. Y no tardó en
descubrirlo; tan solo unos días después, en una fiesta, se lió con un
amigo de su vecino. Esta vez ella puso las normas y todo fue mucho
mejor.
- A ellos les gusta que tengamos el control, les pone vernos
como niñas buenas, pero quieren que nos comportemos como las
chicas malas que somos.
Así fue como empezó a salir con gente bastante mayor que ella,
y para no ser invisible, comenzó a vestirse con la única intención de
que todos la mirasen nada más llegar. Ella siempre elegía, nunca
había sido de otra manera. Después cambió de ciudad, el trabajo
de sus padres marcaba el ritmo de sus estudios y de sus amistades,
57
pero ya sabía cuales eran los pasos a seguir. Nunca fallaba. Llegaba
y dejaba claro, con un par de gestos, que había extendido una red en
la que debía caer todo aquel que la desease, no había más opciones.
Nunca tuvo miedo a nada y siempre quiso probarlo todo. Luego
ella elegía, pero necesitaba probarlo todo. Las drogas siempre estu-
vieron presentes y, aunque no las necesitaba, disfrutaba usándolas
para llegar a aquello que anhelaba. Eran un instrumento más para
llegar al placer. El placer. Y, sin embargo, no era eso lo que buscaba.
- Alguna vez me lo he montado con dos tíos a la vez. Si no son
torpes puede resultar de lo más excitante.
Sus historias no dejaban de sorprender a Selene. No era una
mojigata, pero su amiga le hablaba de cosas que ella ni siquiera ha-
bía imaginado. No lo había hecho con un chico, como para poder
pensar en dos al mismo tiempo. Escuchaba con la atención de quien
necesita aprenderlo todo. Era cuestión de supervivencia. Tenía que
estar a la altura de lo que Eli esperaba de ella.
No podría elegir una sola de sus aventuras. Se quedaba con
todas. Estaba orgullosa de todas. Las recordaba con tanta precisión
que podía narrarlas con todo tipo de detalles. Y lo hacía. Aquello in-
comodaba en cierta medida a Selene, no decía nada pero le incomo-
daba. Empezaba a hablar de los cuerpos de los chicos y los describía
como si los estuviese viendo allí mismo. Pero cuando más incómoda
se sentía Selene, era cuando su amiga comenzaba a hablar de pollas.
Eli lo sabía, pero no dejaba de hacerlo; no solo no se callaba, sino
que seguía y seguía con tanto fervor que llegaba a excitarse. Y se lo
decía a Selene, le decía que estaba empezando a mojar las bragas.
Eso todavía le incomodaba más. Y al mismo tiempo deseaba seguir
escuchando.
- No me puedo creer que nunca hayas visto a un chico des-
nudo. No me lo puedo creer. ¿No deseas tener una polla entre tus
manos y sentir como crece hasta que tus movimientos marquen el
ritmo de sus palpitaciones? Arriba y abajo. Arriba y abajo. Hasta
que explote.
A Eli le encantaba ruborizarla. Le divertía. Y era parte del
aprendizaje, eso le decía cada vez que el silencio de Selene se torna-
58
ba más denso de lo normal. Justo en ese momento, Eli le daba un
cariñoso beso en la mejilla y cambiaba de tema. Selene se quedaba
pensativa, asimilando todo lo aprendido.

La noche de San Juan Eli supo con certeza que Selene esta-
ba en pleno proceso de transformación. Las hogueras, la música,
el alcohol, la euforia de todo un verano por delante. El caldo de
cultivo estaba preparado. Le pidió a Selene que le demostrase que
había aprendido algo, que de verdad era capaz de conseguir todo lo
que se propusiese. Selene llevaba algún trago, bueno, más bien, iba
bastante borracha. Eli se encargó de casi todo. Hizo que se pusiese
a bailar como nunca antes lo había hecho. Se colocó enfrente suyo
y le pidió que imitase sus movimientos. Selene aprendía rápido, y
lo que frenaba la vergüenza lo aceleraba el alcohol. Todas las mira-
das terminaron pegadas a su cuerpo, Eli experimentó una extraña
sensación a medio camino entre la envidia y la satisfacción, pero al
fin y al cabo había conseguido lo que pretendía. Pero no había ter-
minado la lección, todavía quedaba lo más interesante. Consiguió
que Selene se besase con un chico de clase que andaba por ahí, con-
siguió llevarse a todos a la playa, consiguió que se desnudasen y se
bañasen desnudos y, finalmente, consiguió que Selene le hiciese una
paja al chico al que había besado y que se marchase llorando a casa.
Consiguió todo lo que quería conseguir. Como siempre.

Selene se sentía cansada, se sentía extraña, se sentía sucia. La


noche anterior habían pasado demasiadas cosas, aunque no tenía
claro si habían sido buenas o malas. Tenía ganas de ver a Eli y, ade-
más, por fin tenía moto, lo cual significaba independencia. Bajó a
Ribadesella nada más comer.
- Es normal que te sientas así. No te preocupes. El caso es que
estabas preciosa, y bailas genial, no sé por qué no bailas siempre.
- No sé…
- Por cierto, te marchaste de repente… - Eli sabía perfecta-
mente por qué se había marchado, Eli lo sabía todo.
59
Puede que ahora muchos de nosotros pensemos que Selene
debería tomar sus propias decisiones, o que Eli estaba jugando con
ella, o que ambas eran demasiado amigas como para hacerse daño.
No. Nosotros no sabemos nada. Solo ellas. Solo ellas saben lo solas
que se sentían y lo mucho que lo ocultaban.

Selene supo ponerse a la altura. Desde aquel día supo que


podía conseguir lo que quisiese con el chico que quisiese. O al me-
nos eso le decía a Eli. La verdad era mucho más compleja, alber-
gaba muchas más dudas. Bailaba, seducía, jugaba. Pero no quería
avanzar más. En otra ocasión acabó morreándose con un tío, pero
no quiso seguir. No sentía la misma necesidad que Eli. No ansiaba
coleccionar chicos que pasasen por su cuerpo sin dejar huella. Ella
buscaba otra cosa. Aunque nunca se lo dijo a su amiga.
Eli comenzó a trabajar de camarera en el Alboroto. No necesi-
taba dinero, sus padres le daban todo lo que les pedía, pero la barra
del bar era un estupendo escaparate desde donde hacer perder el
sentido a todo el que se acercase. Sentirse constantemente desea-
da… Pero llegaba a casa y se sentía vacía y sola, llamaba a Selene y
comenzaba a contarle cualquier cosa de cualquier chico, no impor-
taba la hora que fuese. Sola. Y afirmaba sentirse constantemente
feliz, como en un constante carnaval en el que todos bailaban para
ella. Feliz y sin miedo a que nadie le diese las buenas noches, le es-
perase para desayunar o le preguntase por las notas. Sola.
Así que las cosas fueron cambiando sin que ninguna de las dos
fuese demasiado consciente de ello. Selene había apartado muchas
de sus dudas y la libertad de movimiento le había hecho más fuer-
te. La moto y el trabajo de Eli le permitieron salir con otra gente.
No había ningún problema. Podía hacer lo que quisiese, era fuerte,
dueña de sus actos, era otra persona. Tenía el mundo a sus pies y el
verano por delante. Al final de cada noche terminaba en la barra con
Eli, había bailado, había bebido, había reído, pero siempre termina-
ba junto a su amiga. Se marchaban juntas y, a la mañana siguiente,
volvían a verse. Eli sentía como ya no era necesario esforzarse en
60
explicarle las cosas a Selene, ya había aprendido lo más importante;
ahora Eli marcaba los ritmos del juego con solo una mirada. Y Sele-
ne parecía necesitarlo.
Si Eli no aparecía o tenía demasiado trabajo, las dudas de Se-
lene se multiplicaban y ya no sabía cómo comportarse. Incluso se
iba a casa en caso de que Eli dejase de hacerle caso. A veces, Eli se
liaba con algún chico y Selene se sentía abandonada, perdida, y un
profundo agujero se le instalaba en mitad del pecho. Se marchaba.
Huía a su casa con ganas de llorar y sintiéndose pequeña, diminu-
ta, insignificante. Cuando Eli llamaba horas después, todo pasaba
y volvía a sentirse segura de sí misma. Siempre sucedía lo mismo.
Pero Eli solo trabajaba los viernes y los sábados, el resto del tiem-
po permanecían constantemente una al lado de la otra. Las cosas
no habían cambiado, Selene se había transformado y, sin embargo,
todo seguía igual. Eli continuaba relatando miles de aventuras en
las que la noche terminaba rindiéndose antes que ella y el sol de la
mañana la llenaba de luz. Noches en las que creía conseguir todo lo
que quería, pero que terminaba volando hacia la voluntad codiciosa
de cualquier desconocido. Ella no quería nada más, tampoco nadie
quería nada más de ella. La verdad dolía, por eso no la compartía
con nadie. Ni siquiera con Selene.

- ¿Quién era ese chico con el que te marchaste el sábado? No


me dijiste nada, casi ni te acercaste a la barra y luego no hubo mane-
ra de encontrarte por ningún lado. Y llevas dos días sin llamarme y
sin coger el teléfono – Eli parecía molesta.
- Se llama Alex.
Selene le contó todo lo sucedido. Le habló de las miradas que
se buscaban y se encontraban, le habló de sus juegos de seducción
y también de los besos, las caricias, las manos por todo su cuerpo,
del muelle, de la moto, de la Atalaya, del Hostal Derby y de Cala-
brez. Quiso contarle todo tipo de detalles, pero Eli parecía distraída
cuando le hablaba de la escalera y la mano en la entrepierna, de la
cama y sus cuerpos desnudos. En cambio, parecía muy interesada

61
en lo demás, en la historia de Alex y de su padre – ahora el Llocu ya
era el padre de Alex, ahora ya todo se sabía – y, por supuesto, los
sentimientos de su amiga. Le brillaban los ojos, ahora sí que estaba
más cambiada que nunca, ahora sí que era otra persona. Se lo pre-
guntó varias veces, pero Selene evadió la respuesta con maestría,
dejó abiertos los interrogantes más apetitosos. No quiso decirle que
seguía siendo virgen.

Estaba enamorada, habían pasado varios meses y la cosa ha-


bía ido a peor, no había ninguna duda, Eli lo sabía. Selene estaba
perdidamente enamorada. Las cartas, las llamadas, la distancia y
una atracción desmesurada hacia alguien que apenas conocía eran
suficientes motivos para revolver todo un mundo interior sediento
de emociones. Necesitaba sentirse enamorada y se había agarrado
a ese sentimiento con tanta intensidad, que Eli parecía desplazada a
uno de los laterales de la escena. Y eso no le gustaba.
- Tienes que ir a verlo, no se puede amar a alguien desde la
distancia, no puedes decir todo eso que dices que sientes con tan
solo un fin de semana perdido en el tiempo.
- No es solo un fin de semana, es todo lo demás, todo lo que
hemos ido descubriendo juntos.
- ¿Juntos?, no me hagas reír Selene, esto parece una teleno-
vela, déjate de cartas y de llamaditas y ve allí. Viaja hasta Zaragoza
y sal de dudas de una vez. El amor es una ficción que nos montamos
en nuestra cabeza. Y no es bueno para la salud.
Todavía seguía teniendo una potente influencia sobre ella, to-
davía podía manejar sus pensamientos para conseguir que buscase
lo mejor para ella. ¿Lo mejor para ella? ¿Y qué pensaba Selene?
Que su amiga le escuchaba, le ayudaba, le aconsejaba. Que su ami-
ga podía leer sus pensamientos y podía interpretarlos incluso mejor
que ella misma.

Eli se aburría profundamente en Ribadesella. Le faltaba ac-


ción. Lo de meterse de camarera fue un entretenimiento del que
62
pronto se cansó. Así que tenía que buscarse nuevas emociones. Pa-
sar el tiempo junto a Selene estaba bien, le divertía tener una discí-
pula a su cargo, pero necesitaba algo más. Y era capaz de cualquier
cosa para conseguirlo. Fue a partir de entonces cuando Selene vio a
su amiga tal y como se la había imaginado tras numerosas historias
relatadas a viva voz.
La primera vez que la vio meterse una raya, la observó con
curiosidad, con detenimiento, analizando cada paso de la operación.
Nunca antes lo había visto tan de cerca. A su alrededor varios chicos
reían, uno le decía algo al oído a Eli y otro le metía mano disimulada-
mente a Selene. Después Eli se marchó. Cuando le ofrecieron a ella
y dijo que no, cuando uno de ellos le puso la mano bien abierta sobre
su culo y le preguntó su nombre, cuando todos rieron; se montó en
su Suzuki Maxi y se marchó. Después hubo muchas más veces, tan-
tas que Selene pasó a verlo como una rutina más que formaba parte
de la vida nocturna de Eli. La noche buscaba la sombra cuando Eli
aparecía, eso lo sabía todo el mundo. También aquellos que acaba-
ban de conocerla.
Pero aquello no era Madrid ni Barcelona, aquello era un pue-
blo del oriente asturiano en el que se sabía todo de todos. Y el deseo
pasó a convertirse en vulgaridad cuando la negación nunca existía.
Eli nunca decía no, siempre quería más, siempre quería seguir so-
ñando y seguir acumulando un placer que parecía lujoso, pero que
se tornaba pobre y silencioso en cuanto se quedaba sola en su habita-
ción. Nadie quería más de ella. Todo eran antifaces de los que se des-
prendían a la mañana siguiente. Y nadie le decía nada, no era nece-
sario. El naufragio estaba cerca, el naufragio que siempre terminaba
por asolarla y del que solo escapaba cuando cambiaba de ciudad y la
fiesta volvía y el cebo estaba listo. Tan solo ella misma se preguntaba
quién mordía realmente el anzuelo… ¿Ella, o los demás?
- He sacado dos billetes. Uno para ti y otro para mí. Es vera-
no, tenemos vacaciones y hace un año de aquel dichoso fin de sema-
na. Vámonos. Nada te lo impide.
Nada se lo impedía, pero le aterraba lo que pudiesen decirle
sus padres. Había aprobado el curso, había sacado una nota exce-
63
lente en la Selectividad, iba a empezar una carrera. Sus padres no
tenían de qué quejarse. Bueno, tal vez de que su hija hubiese elegido
Filosofía en lugar de Derecho, como ellos querían; aunque lo cierto
es que cada vez estaban más acostumbrados a que su hija hiciese lo
que le viniese en gana. Además, estaban más preocupados por otras
cosas. Cosas más importantes. Cuando Selene les dijo que quería
irse de vacaciones con Eli, no reaccionaron todo lo mal que ella pu-
diera esperarse. Hicieron algunas preguntas y poco más. Puede que
pensasen que se lo merecía, o puede que no le diesen importancia, o
puede que creyesen que era un caso perdido. No importaba. Tenía
los billetes, el consentimiento paterno y la compañía de Eli. Pensó
en llamar a Alex para contárselo, pero no lo hizo. Quizá durante el
viaje. Quizá le diese una sorpresa. Faltaban tres días.

Sabía que Eli y ella siempre estarían juntas. Siempre serían


amigas. Siempre podrían contar la una con la otra. Lo sabía y era
feliz sabiéndolo. Eli podía saber cómo se sentía con solo mirarla y,
además, podía sacarle de cualquier problema, de cualquier tristeza,
de cualquier mal rollo. Eli sabía hacerlo. Y lo hacía.
Podía pedirle cualquier cosa sabiendo de antemano que Eli se
lo daría o le indicaría la forma para conseguirlo. Desde el más oscu-
ro de los miedos hasta los enfados más insignificantes. Con Eli todo
era mucho más fácil. Así que viajar con ella, ir en busca de Alex a su
lado, le parecía el mejor regalo que nunca nadie le había hecho. Se
sentía segura, segura y feliz. Y se fueron a celebrarlo.
Compraron bebidas, fueron al piso de los padres de Eli, pu-
sieron música, bailaron, bebieron, fumaron. No necesitaban a nadie
más. No era necesario. Incluso sobraban. Selene siempre lo pensa-
ba, le sobraban los demás, cuando mejor se lo pasaba era cuando
estaban Eli y ella solas. Nadie más.
- Nunca he besado a una chica. Mira que he hecho guarra-
das, pero nunca he besado a una chica.
- Me has besado a mí – ambas reían a carcajadas, las frases
eran entrecortadas y balbuceantes, iban bastante fumadas – me has
besado a mí un montón de veces.
64
- Digo besos de verdad. Voy a besarte.
Y la besó agarrándola suavemente de la cara y atrayéndola
hacia sus labios. Introdujo suavemente su lengua en la boca de Se-
lene y comenzó a recorrerla con serenidad. Selene tardó un segundo
y medio en reaccionar. Después comenzó a mover la lengua, entre-
lazada ya con la de su amiga. Se besaron pausadamente, sin prisas
pero con pasión, sin ansias pero con deseo. Eli fue quien finalizó el
beso separando poco a poco la cara de Selene con el mismo gesto
con el que empezó todo. Se miraron. Ambas estaban muy excitadas.
Lo decían sus respiraciones, lo decían sus pupilas, lo decía la gota
de sudor que nacía de la frente de Selene y el vello erizado en los
brazos de Eli. Se abrazaron y siguieron bebiendo.
- Va a ser un viaje genial – dijo Eli poniéndole la mano sobre
el hombro. Selene no sabía qué pensar. Sabía que le esperaba un
viaje lleno de emociones, que iba a volver a ver a Alex, que se sentía
verdaderamente libre y dueña de su destino. Y, sin embargo, en ese
momento, no sabía qué pensar.

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67
Barro Consentido
Dime que tienes
tatuado en las estrellas
que zigzaguean
riéndose entre dientes,
¿serán
los sueños que no crecen?
Arráncate a cantar cien mil canciones
que retuerzan el morro a la tristeza,
coge con fuerza el lápiz asesino
donde descansa la luz de la caverna.

Un mar de cristales rotos


y yo en el medio sonriendo.

Amaneceres
cubiertos de tenazas
y la montaña
rogándote que vueles
al
cielo que tu sueñes.
Despréndete del barro consentido,
que el fuego arrase la calma canina,
para guardar la lengua entre algodones
mejor soltarla, que busque la salida.

Un mar de cristales rotos


y yo en el medio sonriendo.

Las horas se me escapan,


no tienen más valor
que el de las cien patadas
que escriben mi ficción.

Un mar de cristales rotos


y yo en el medio sonriendo.

69
3

No me puedo creer que ya haya terminado el curso. No me


puedo creer que ya no vuelva a ir al instituto. No me lo puedo creer.
Punto y aparte. Borrón y cuenta nueva. Tiene gracia.
Lo que de verdad tiene gracia es lo de mis padres. No sé como
me las arreglo, pero siempre acabamos discutiendo. Mira que yo
quiero ir de buenas y eso, pero nada. Empezamos bien, pero sale
algo del sábado anterior, o de cómo voy vestida, o de la moto, o
de la música que escucho. Y si no sale nada pues ya se encarga mi
hermano de que salga. Tiene una habilidad especial para eso, para
lo de ponerlos en mi contra, digo. A veces pienso en salir corriendo
hacia ninguna parte, correr y correr sin parar buscando un lugar en
el que me dejen en paz con mis cosas, un lugar en el que nadie me
moleste. Después huelo a eucalipto y se me pasan las ganas de huir.
No sé por qué, pero eso es lo que me ocurre siempre.
El otro día empezaron otra vez con lo de que las camisetas que
llevo ahora son demasiado cortas y los pantalones demasiado ajus-
tados y blablabla. Me aburren. Yo estaba a punto de irme a dormir,
bueno, en realidad me estaba probando uno de los sujetadores que
me compré el otro día con Eli, pues eso, que estaba en mi habitación
y escucho la cantinela que se acerca. Mi madre y detrás mi padre.
¿Qué mosca les habrá picado? Pues la de siempre, la mosca de ha-
cerme la vida imposible. Lo peor de todo es que me pongo el pijama,
salgo al comedor para ver un rato la tele con ellos y siguen con la
misma monserga. No se cansan nunca. De todas formas tengo una
71
habilidad pasmosa para permanecer impasible sin escucharles, an-
tes lo hacía concentrándome en la tele, o en una revista, o en una
canción que tarareaba de memoria, o en cualquier cosa; ahora ya
no me hace falta ni eso. Estoy tan acostumbrada que desconecto
con una facilidad asombrosa. Cuidado que vienen a calentarme los
cascos, eso es lo que me digo, y ya está, desconexión total. Es una
de esas cosas geniales que me ha enseñado Eli.
A Eli no la pueden ver. Mis padres, digo. Dicen que es una
mala influencia, que no hay quien me aguante desde que esa chica ha
llegado, que me domina como quiere, que a veces ni me conocen. No
tienen ni idea. Bueno, igual en lo último sí. En lo de que no me cono-
cen, digo. Pero vamos, que ni me conocen ahora ni me han conocido
nunca. Lo que yo decía, que no tienen ni idea. Para saber algo de mí
no deberían mirarme con esa cara cuando me tumbo en la hierba a
mirar las estrellas y se para el tiempo, y no me importa que me lla-
men o que me digan lo que sea. Ni tampoco deberían hacer como si
no estuviera cuando hablan de mí en mi presencia, ni cambiarme de
tema como si tal cosa cuando lo que necesito es que me escuchen, ni
ponerse a preguntarme cosas cuando estoy leyendo. Si me conocie-
ran sabrían que nunca soy feliz del todo. No lo soy. Pero ellos no lo
saben, ellos se piensan que todo va bien, que apruebo y soy buena
chica, que hago las faenas que me mandan y no suelo enfadarme con
demasiada frecuencia, que no llego borracha a casa y sé compor-
tarme cuando hay que comportarse. Se piensan todo eso porque les
interesa pensarlo. Porque en su mundo de ficción no hay lugar para
todas las cosas que pasan por mi cabeza. Si las supieran probable-
mente empezarían a conocerme, aunque quizá eso fuese mucho peor.
Eli dice que son como todos los padres, pero en realidad no
piensa eso, estoy convencida de que no lo piensa. Si yo fuese a casa
de una amiga y viese lo que ella ve cuando viene a mi casa no pensa-
ría eso. Pensaría que no merecen la pena, que son de otro siglo, que
piensan como si todo siguiera igual que hace cincuenta años. Unos
fachas, esa es la palabra que utilizaría Eli, si se atreviera a decírme-
lo, digo. Pero me quiere demasiado, no lo dice por no hacerme daño,
seguro. Y yo también la quiero. Por ser como es.
72
El que no sabe nada de mis padres es Alex, ni sabe ni quiero
que sepa. Qué horror. Tiemblo solo de pensarlo. Menos mal que
está lejos y probablemente nunca les conozca. Desde que se marchó
no he parado de pensar en él, cualquier cosa me lleva al mismo pun-
to, a la misma noche, al mismo deseo. Nunca me había pasado algo
así. Sí que me han gustado chicos y eso, pero lo de no poder pensar
en otra cosa no, creo que no. Y, además tampoco es para tanto; es
lo que dice Eli, que total solo fue un fin de semana, no sé, supongo
que será más fácil así, lo de no verlo, digo. Hablamos por teléfono.
Y por carta. Bueno, por carta no hablamos, escribimos. Y me gusta.
Me gusta tener alguien a quien contarle mis cosas, alguien al que
solo le interesan mis cosas. También tengo a Eli, pero eso es diferen-
te. A ella no solo le interesan mis cosas. En realidad le interesa casi
cualquier cosa, y lo que más le interesa del mundo son sus cosas.
Es genial. Eli, digo. Cuando estoy con ella es como si ya no tuviese
miedo a lo que piensen los demás. Ella nunca tiene miedo, ni a los
demás ni a nada. Se le nota en la forma de andar, en la forma de
mirar, en la forma de hablar. Incluso podría decirse que los demás
no le importan lo más mínimo. Puede ser. No sé, nunca se lo he pre-
guntado. Hay muchas cosas que no le pregunto, me siento segura
con ella, pero todavía hay cosas que no puedo evitar. No quiero que
piense que soy tonta, o una pardilla, o algo parecido; por eso a veces
no le pregunto algunas cosas. Las cosas que son obvias. Las cosas
que ella dice como si todo el mundo las supiese. Entonces me callo.
Me callo y la observo, para aprender. Tampoco le cuento todas las
veces que hablamos por teléfono, Alex y yo, digo. No se lo cuento
porque se ríe de mí y eso no me gusta. Odio que se rían de mí. Mi
hermano lleva riéndose de mí toda su vida, desde muy pequeños,
siempre riéndose hasta hacerme llorar. Ese es el recuerdo más fuerte
que tengo de mi infancia: mi hermano riéndose de mí y yo llorando.
Es un manipulador, un maquiavélico y un mentiroso, mi hermano,
digo. Pero a mí me da igual. Antes me importaba y esas cosas, pero
he aprendido a hacer como si no existiese. Me enseñó Eli. Tan sólo
hay que ignorarlo. A mí él me volvió invisible. Ese ha sido el logro
más importante de su vida, volverme invisible. Y seguro que ya no
vuelve a lograr algo tan importante. Sus mayores logros en orden
73
de importancia serán: volverme invisible, convivir con una chica
de la que no estará enamorado e ir cada día a un trabajo mediocre
para poder tener un jefe del que quejarse, unos compañeros con
los que hablar de cualquier tontada y un sueldo para soñar con al-
gún capricho ridículo. Básicamente esos serán los logros de toda su
vida. Fijo. Y lo de volverme invisible, pues le salió perfecto; con un
esfuerzo diario hizo que mis padres paseasen la atención por toda
la casa saltándose a la más pequeña, a la que llamaron Selene como
si adivinasen que siempre estaría en la luna. Tan solo tuvo que ser
el centro de atención durante unos doce o quince años, después ya
pudo relajarse, ya que mis padres automatizaron todo. A Selene no
le hace falta nada, se vale por si misma; eso piensan ellos, mis padres
digo. Lo que yo decía, no me conocen lo más mínimo. Claro que ten-
go necesidades, como todo el mundo. No le deseo a nadie volverse
invisible para sus padres. Duele. Te acostumbras, pero duele.
El otro día Alex me dijo que me quería. Te quiero, eso fue lo
que dijo. Creo que se le escapó. Luego se quedó callado. Yo también
me quedé callada. A veces lo hacemos, lo de quedarnos callados
durante varios minutos, digo. A quinientos kilómetros de distancia,
unidos por un par de teléfonos y callados durante varios minutos.
Escuchando nuestras respiraciones pausadas. Pensando. Me gusta.
Me gusta que nos callemos, es como hacernos compañía, acompa-
ñar nuestra soledad. Porque los dos nos sentimos solos. Cada uno
a su manera, pero solos. Alex dice que lo mejor para ahuyentar la
soledad es cantar. Cantar cualquier cosa. Cantar imaginándote la
música. Cantar escuchando el walkman a todo volumen. Cantar. Se
lo enseñó su madre. Dice que siempre está cantando cuando está
solo, o cuando está haciendo alguna faena, o cuando está nervioso y
el tiempo parece no querer avanzar. Yo he probado y funciona. Me
pongo a cantar y elimino la tristeza, o anulo la rabia, o lo que sea.
Lo que pasa es que cantamos cosas distintas. Yo canto Nirvana y él
Barricada, yo los Héroes y él La Polla Records, yo los Doors y él los
Leño. Pero vamos, que da igual, que los dos llegamos al mismo pun-
to. Por distintos caminos, pero al mismo punto. Tengo una canción
para cuando sé que estoy a punto de hablar con Alex, es una manía
que me ha entrado. Antes no solía llamarle, me daba vergüenza, no
74
por él, me moría de ganas de hablar con Alex, pero no quería que
cogiese su tía el teléfono y tenerle que decir quién era e imaginarme
sus pensamientos y todo eso. Pero desde lo de la Selectividad lo
llamo casi todos los días. Está a punto de terminar el mes de julio y
es como si durante estas semanas nuestras distancias hubiesen men-
guado. Yo creo que es por las llamadas. Necesitábamos hablar. Nos
necesitábamos. No me lo ha dicho nunca, pero sé que a él le pasa
lo mismo. Así que antes de marcar el número de su casa tarareo esa
canción de Tahúres Zurdos que habla del mundo de los sueños y del
país del algodón, la tarareo y sé que voy hablar con Alex, y que me
voy a sentir bien, y que le voy a querer un poco más. Esa canción, la
de Tahúres, es una de las que había en una cinta que grabó para mí
y que me envío junto a una de sus cartas. Dice que cuando la oye se
acuerda de mí. Por eso la canto. Por eso y porque me gusta.
Si no llega a ser por Eli nunca habría conocido a Alex. Nunca
me habría atrevido a acercarme a él. No habría bailado para que
me mirase. No habría tonteado con él. No le habría besado y todo
lo demás. Y lo de la ropa, seguro que él ni se fija en mí si me ve con
las pintas que llevaba antes. En cambio, cuando lo vi en el Río, él ya
se me estaba comiendo con la mirada. Lo sé. Eli siempre sabe qué
es lo mejor para mí. Con la ropa lo mismo. Sabe qué es lo que me
sienta bien y todo eso. Ahora ya he aprendido, bueno, quizá antes
también lo imaginase, pero me daba vergüenza. No sé. El caso es
que Eli no conoce a Alex. Ella estaba de camarera y ese día tenía
bastante trabajo. No lo vió y si lo vio no se fijó en él. Mejor, mejor
que no se fijase, si se hubiera fijado en Alex y lo hubiera querido
para ella, a mí se me habría abierto la tierra bajo los pies y se me
habría tragado. Porque Eli todo lo que quiere lo consigue. Todo. Es
increíble. No sé cómo lo hace. A veces he intentado comportarme
como ella, pero nunca lo consigo, siempre hay algo en lo que me
equivoco y todo sale mal. La mayoría de las veces que quiero algo
suelo quedarme callada y siempre hay alguien que se me adelanta,
cuando esto sucede yo sigo callada, me conformo y sigo callada.
Con Eli es más fácil, ella me pregunta y no me queda más remedio
que contestar. Si no le digo nada porque me imagino que ella tam-
bién lo quiere – no importa que sea un vestido, una película o un
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trozo de pizza – Eli insiste e insiste hasta que por fin le digo lo que
realmente quiero. Ella es así. Y me gusta. Cuando la conocí me ponía
un poco nerviosa porque hablaba conmigo como si me conociese de
toda la vida, pero esa sensación pronto se esfumó. Teníamos muchas
cosas en común, más de las que nunca pensé tener con ninguna per-
sona. Y nos hicimos amigas. Yo nunca había tenido una amiga, una
de verdad, digo. Lo de vivir en Calabrez es un problema porque a
la gente de clase solo la veo en clase, luego me subo para arriba y
se acabó, todos quedan para ir a algún lado, y se ven por las tardes.
Todos menos yo. No es que me haya importado mucho, pero siempre
me he preguntado cómo sería mi vida si viviese en Ribadesella. Son
tonterías que se me ocurren, supongo que todo sería más o menos
igual. Ahora bajo todos los días. Cuando quieres algo lo consigues.
Eso dice Eli siempre, lo de conseguir lo que quieres, digo. Y yo con-
seguí convencer a mi padre para bajarme con él todas las tardes. Él
siempre tiene algo que hacer en Ribadesella, eso le dice a mi madre,
aunque lo que de verdad hace es irse al Gaspar a tomarse unas sidras
con sus amigos. Yo me callo, eso no va conmigo, que se las apañen
ellos. Pues eso, que empezó a bajarme todos los días y así podía estar
con Eli. Y luego vino lo de la moto, eso sí que fue una sorpresa, no
sé porqué quiso hacerme ese regalo Víctor. Víctor. El padre de Alex.
Es de telenovela. Aquel fin de semana mi cabeza casi se vuelve loca.
Más todavía.

A mi me gusta Calabrez. Me gusta mi casa. Me gusta mi fa-


milia. Pero estoy cansada. Me he dado cuenta poco a poco. Ha sido
como una idea apartada en un rincón y que poco a poco ha ido
creciendo hasta ser plenamente consciente de ella. Estoy cansada.
Cansada de todo esto que me rodea, digo. Todos los días son igua-
les. Todos iguales desde que tengo uso de razón. Bueno, no son
exactamente iguales, no es como en la película esa que el mismo día
se repite una y otra vez, pero como si lo fuesen. En realidad, lo que
más me agobia es saber que no creen en mí. Saber que les da igual
lo que haga. Saber que soy mejor de lo que ellos piensan que puedo
ser. Lo sé, pero me da miedo saberlo.
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He empezado a saberlo un poco más al lado de Eli. Ella siem-
pre me lo dice. Lo de que soy capaz de hacer grandes cosas, digo. A
todos nos gusta soñar y eso, pero es que yo solo soy completamente
feliz cuando cierro los ojos y me imagino en mil y una situaciones
distintas. Todas perfectamente posibles. Eli cree en mí y dice que
algún día seré actriz o algo parecido, me parto cuando dice esas
cosas. No sé por qué las dice, pero me gusta escucharla. Después
nos cambiamos de ropa y hacemos como que desfilamos en una pa-
sarela o estamos grabando un videoclip o estamos en una escena de
una película. Lo pasamos genial. Las dos juntas, digo. Siempre nos
estamos riendo. Aunque lo cierto es que hay días en los que Eli está
distinta, le pasa algo aunque nunca me quiere decir lo que es. Tiene
como una sombra dentro de los ojos, una sombra triste. Y no se ríe,
hace esfuerzos por sonreír, pero no se ríe. Es entonces cuando más
cosas me cuenta de su vida en Madrid, o en Barcelona, o en Bilbao.
De la gente que ha conocido. De todo lo que ha vivido. Y también
me habla de viajes que tenemos que hacer juntas, de sitios por co-
nocer, de vivir en alguna ciudad europea… Me habla y me coge la
mano y nunca la suelta. Cuando es uno de esos días en los que tiene
una sombra en la mirada, digo. Supongo que nos pasa a todos. Yo
también hay días en los que querría dejar todo atrás. Arrancarme
todas esas obligaciones que me imponen y que me atenazan para
no dejarme ni respirar. Hay que trabajar duro para tener un futuro
mejor. Hay que ser buena chica para poder encontrar un marido
bueno. Hay que querer a tu familia hagan lo que hagan, piensen lo
que piensen. Quisiera saber dónde están escritas todas esas reglas.
Querría saberlo para ir hasta allí y prenderles fuego.
Alex escribe poemas. Él dice que no sabe muy bien si son poe-
mas o simplemente cosas que le vienen a la cabeza y las va escri-
biendo sin orden ni sentido. Yo sé que son poemas. Los he leído.
Al menos los que me ha mandado. No habla de amor ni nada de
eso. Más bien habla de miedos, aunque los disfraza para que no se
noten demasiado. Pero son miedos. Nunca hablamos de las cosas
que escribe. Yo en las cartas le digo cuáles me han gustado más, o
le menciono alguna frase que me ha parecido especialmente buena.
Él nunca dice nada. Alguna vez se lo he dicho por teléfono, pero él
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cambia de tema, o entramos en uno de esos silencios en los que es-
cuchamos nuestros propios pensamientos. Nunca escribe de amor,
pero un día me dijo que me quería. Fue la semana pasada.

Me gusta mirarme en el espejo de mi habitación. La puerta


bien cerrada para que no entre nadie. Pongo música y bailo. No la
música que ponen en el Alboroto o en el Dover. Esa no me gusta, la
bailo cuando salgo por ahí porque Eli dice que tengo que hacerlo,
que cuando lo hago todos me desean. Me gusta saberme deseada.
Me da vergüenza, pero me gusta. Cuando estoy sola en mi habi-
tación pongo a los Doors y dejo que mi cuerpo se vaya moviendo
lentamente. Me quito la ropa poco a poco, al ritmo que marca la
voz de Jim Morrison, y me contemplo desnuda. Me gusta mi cuer-
po. Me gusta acariciarlo y pensar que son otras manos las que lo
recorren. Antes no pensaba en nadie en concreto, tan solo en unas
manos acariciando mi piel. Ahora, a veces, me viene a la cabeza el
Hostal Derby y nuestros cuerpos en la cama. Entonces me tumbo
y empiezo a tocarme lentamente allá donde más placer encuentro.
Hasta que me corro.
No hay voz más erótica que la de Jim Morrison. Eli también
piensa lo mismo. Aunque siempre decimos que estamos enamoradas
de Kurt Cobain; bueno, en realidad es Eli quien lo dice; a mí me
gusta, pero no estoy enamorada de él. Ella dice que sí, que sueña
con él y se pone a mil y esas cosas. A mí me gusta Nirvana y ya está,
aunque a Eli le sigo la corriente con eso de que estamos enamoradas
de Kurt Cobain. A ella le gustan las historias de compartir, siem-
pre dice que tenemos que compartirlo todo y que de mayores será
igual, que compartiremos la casa, el dinero, el marido y los hijos.
Y entonces empieza a filosofar acerca de la vida, y a decir que lo
importante es ser felices, y que no hay normas sobre la felicidad y
que nosotras lo seremos compartiéndolo absolutamente todo. Em-
pieza a hablar de ese futuro que hay en su cabeza y lo describe con
detalle. Lo tiene pensado con precisión. Los colores de las paredes
de cada habitación de nuestra casa, las comidas que cocinaremos,
los trabajos que tendremos, hasta la enorme cama redonda en la que
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dormiremos todos. No sé a quién se refiere cuando dice todos, pero
me río a carcajadas con ella. Tiene una risa contagiosa y una forma
de contarlo todo que acabas creyendo en lo que defiende como si tú
misma lo hubieras pensado. No importa que en tu cabeza el futuro
sea de otra forma. No importa.
Una playa desierta, la noche, un fuego. Eli, Alex y yo bailando
desnudos. Ayer soñé eso. No sé por qué. Quizá porque ayer estaba
con ese punto melancólico y Eli me hablaba de irnos a vivir a un
lugar tan lejano que nadie supiese de su existencia. Quizá. Después,
en el sueño, yo me metía en el agua, deseaba zambullirme en el agua
salada, pero aquél no era un mar como los demás, no era un mar de
agua, sino un mar de cristales rotos que iban haciéndome heridas
por todo el cuerpo, heridas que no paraban de sangrar. Desde la
orilla Alex gritaba mi nombre, pidiéndome que saliese y regresase
a su lado. Eli había desaparecido. Yo estaba feliz, las heridas no me
dolían, sangraban sin parar, pero no me dolían. Y en cada uno de
los cristales veía a mi madre, a mi padre, a mi hermano, al profesor
de inglés, a Víctor, al camarero del Río, a un par de chicos de clase,
a mis abuelos. Estaban dentro de los cristales y sus voces resultaban
inaudibles. Se reían. Todos se reían, pero me daba igual. Entonces
dejaba de escuchar la voz de Alex. Miraba a la orilla y Eli lo había
tumbado y se había subido encima de él. Continuaban completa-
mente desnudos. Entonces me desperté gritando y mi madre apare-
ció en mi habitación asustada.

En casa de Eli huele a vacío. Yo con los olores soy muy espe-
cial. Es como si el olfato fuese el mejor de mis sentidos. Eli dice que
eso es porque soy más felina que humana. Cosas de Eli. El caso es
que en su piso huele como a coche sin estrenar. Y es raro. Muy raro.
Porque el piso es muy viejo, han pasado un montón de familias por
allí. Y Eli no es una chica que no huela. Todo lo contrario. Siempre
desprende un olor muy característico, tenue pero con fuerza; es un
olor con cierto dulzor afrutado que no llega a empalagar. Un olor
que atrapa poco a poco y que despierta tus sentidos. Es un olor que
excita. Si lo hueles en otra persona, inmediatamente piensas en Eli
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y un latigazo excitante te golpea y te acelera las pulsaciones aunque
solo sea por un instante. Lo sé porque me ha pasado. Y sin embar-
go, entras en su casa y no huele a ella. Sí que hay olor, y es un olor
muy peculiar, muy difícil de definir. Un olor impersonal que acaba
anulando los olores de las personas. Incluso el de alguien como Eli.
Puede que sea porque no están nunca allí, lo del olor imper-
sonal de su piso, digo. Nunca están. Y Eli es como si no viviera allí.
El piso siempre está perfectamente ordenado, nunca hay un libro ni
una cinta de video ni nada fuera de su sitio. Tampoco hay fotos. Ni
una sola fotografía en toda la casa. La cocina nunca está sucia, yo
creo que no la usan. Aunque lo más raro es lo de Eli, con lo desor-
denada que es y, en cambio, su cuarto siempre está igual. Cuando
vamos a su casa siempre nos metemos en un cuarto pequeño que
hay junto al comedor, es como una salita que tiene un pequeño sofá,
una mini-cadena, un armario enorme con toda la ropa de Eli y un
espejo que cubre una de las paredes. Es la única estancia de la casa
que huele diferente, huele a Eli. También es el único espacio don-
de el desorden está mucho más presente; encuentras migas de pan,
tropiezas con algún trasto y puedes hacer cualquier cosa sin miedo
a que te expulsen del museo. Porque es eso lo que parece el resto
de la casa, un museo. Un museo en el que importan todos los ob-
jetos decorativos, en el que tiene importancia hasta el más mínimo
e impoluto de los detalles. Un museo sin personas. Un museo de la
soledad. Todo menos las personas. Da igual. Nosotras nos metemos
en esa pequeña salita y allí es donde se abre nuestro mundo.
A veces me pone un poco nerviosa. Bueno, en realidad me
saca un poco de mis casillas. Eli, digo. Pero solo es cuando se pone
muy pesada. Solo alguna vez. Y se me pasa en seguida. Es que em-
pieza con sus historias y hay que seguirla porque sino la sigues se
enfada, se pone arisca y quiere quedarse sola. Sus historias siem-
pre giran alrededor de nosotras, de nuestro futuro, de estar siempre
juntas. A mí me gusta, me gusta pensar que siempre seremos amigas
y eso. Pero a veces se pasa. Y me agobia. Me agobia un poco su
manía de querer controlarlo todo. Necesita saber en todo momento
lo que pienso, lo que quiero hacer, lo que necesito. Y está bien, eso
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está genial, nunca nadie se había preocupado tanto por mí. Pero me
agobia. Y me da una rabia tremenda sentir esa sensación de agobio
porque sé que ella lo hace por mí, que es mi mejor amiga, que me
quiere y quiere lo mejor para mí. Me agobio. Lo siento.
Nunca se lo he dicho. Lo de que me marea la cabeza y que me
molesta que quiera meterse en mis pensamientos y planificar cada
microsegundo de nuestras vidas como si estuviera escribiendo una
novela y yo solo fuera un personaje. El personaje principal, pero
solo un personaje. Un personaje sin capacidad de decisión, sumiso
ante las decisiones del escritor, creado por él y para él. No se lo digo.
No lo hago porque sé que solo es un momento, que luego vuelven
las risas, y vuelve a ayudarme en todo, y me hace olvidar las cosas
que no me gusta pensar. Como lo de decirles a mis padres todo lo
que pienso. Ese es uno de esos pensamientos que se cruzan como
una ráfaga de viento pero que luego se marchan. Se alejan porque
Eli me hace ver la parte buena de las cosas. Bueno, en realidad me
habla de otras cosas y ya está, eliminamos lo que no me gusta de mi
vida y empieza a dibujar una nueva vida en la que lo malo deja de
existir. Si no estuviera Eli la rabia se me comería por dentro. Eso
era lo que me pasaba antes. Siempre estaba rabiosa. Y en lugar de
sacarla al exterior con gritos y mal humor, como hacen ellos, yo la
guardaba dentro y me iba devorando poco a poco, haciéndome más
y más pequeña. Si a ello le añadimos los malévolos caprichos de mi
hermano, en los que yo era el centro de las burlas y el ejemplo de
todo lo negativo, ya tenemos mi invisibilidad. Soy invisible por una
rabia que me viene de dentro y que nace de aquello que no me gus-
ta, y de una rutina constante en la que se me bombardea con men-
sajes negativos. Pero Eli sabe cómo quitarme la invisibilidad, sabe
cómo decirle al mundo que existo. Por eso me callo algunas cosas,
porque todo lo demás es perfecto.

Odio perder el tiempo. Creo que es el bien más valioso que te-
nemos. Cuando pasa ya no vuelve jamás. No podemos desperdiciar-
lo. Somos estúpidos si lo hacemos. Y, sin embargo, todos tiramos a
la basura una cantidad de tiempo increíble. Todos.
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Mi casa es una pérdida de tiempo constante. No encuentro
una verdadera razón de ser en nada. Todo es demasiado básico. Su-
pongo que es como todas las casas, imagino, no sé. Para mis padres
lo importante es aquello que se puede tocar, aquello que tiene im-
portancia en un mundo de cosas materiales. Por eso creo que siem-
pre pierden el tiempo. No sirve de nada ahorrar durante años, pen-
sar en el mañana, guardar para tener, tener para aparentar. No sirve
de nada. Y alrededor de todo eso gira cada día mi casa, mi mundo,
mi gente. Me aburren tanto… Yo hago todo lo que me mandan,
es lo que me han enseñado. Lo de obedecer, trabajar, ser respon-
sable y eso. Lo hago, pero estoy constantemente pensando en que
estaría mucho mejor dibujando, o leyendo, o escuchando música…
o hablando con Alex. Ayer le conté lo del sueño en el que los tres
bailábamos desnudos y ellos dos acababan juntos. Se rió. Le hizo
mucha gracia. A mí no, ni la más mínima. Claro, él no conoce a Eli y
no sabe que puede conseguir todo lo que se le antoje. Tampoco sabe
que es muy de apetecerle algo y quererlo de forma inmediata, sin
pensar en nada más. No lo sabe y por eso se ríe. Por eso y porque,
al fin y al cabo, la que salgo perdiendo soy yo. Con lo del sueño,
digo. Luego hablamos de más cosas. Me dijo que había aprobado
la selectividad, pero que no quería seguir estudiando. Sabía la nota
hacía días, pero se le había olvidado decírmelo; vamos, que si no le
pregunto tampoco me lo hubiera dicho… Alex no le da importancia
a los estudios, yo creo que se equivoca, y se lo digo; creo que tendría
que estudiar algo, lo que le apeteciese, pero algo… No sé. Igual al
final me hace caso. Ayer dijo que se lo pensaría. La que no se lo está
pensando es Eli, lo tiene claro, se iba a matricular en Filosofía en
Oviedo. Igual que yo. Así seguiríamos juntas. Ya se lo había dicho a
sus padres y si tenían que mudarse otra vez ella se alquilaría un piso
en Oviedo. Y podríamos vivir juntas. Eso me dijo.
A veces me pregunto en qué trabajarán los padres de Eli. Ella
nunca lo dice. Siempre rehuye ese tema de conversación. Es como
si se avergonzase de ello o no quisiese compartirlo con nadie. Ni si-
quiera conmigo. No sé. A lo mejor son tonterías mías. Eli comparte
todo conmigo, lo que tiene y lo que piensa. Todo. Víctor dice que no
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hay que fiarse de la gente, que a la hora de la verdad somos seres in-
dividuales y que la mentira es el camino más rápido para conseguir
lo que queremos. Víctor suele ser muy así, muy de exagerarlo todo,
digo. Desde que sé que es el padre de Alex me siento todavía más
unida a Víctor. Es como si compartiésemos algo muy importante.
Bueno, en realidad siempre hemos compartido cosas. Él me habla-
ba y me escuchaba… ocupaba un sitio muy importante… eso antes
de que llegase Eli, ahora le cuento menos cosas, no sé, me da más
vergüenza. Es que es el padre de Alex, no voy a estar contándole lo
que siento o lo que pienso, si lo hago acabaré todo el rato hablando
de Alex… y es su hijo. Su hijo. Qué raro. Me siento más unida a él,
pero le cuento menos cosas… no sé. Últimamente habla mucho del
pasado. Víctor, digo. Habla del pasado y lo hace como si lo sintiese
tan lejano que tiene que hacer un enorme esfuerzo para llegar hasta
él. Me habla de los años en los que la calle era suya, se sentía dueño
de la calle, vivía en ella; y de la lucha, y de la madre de Alex, y del
nacimiento de su hijo, y de las complicaciones. Cuando llega a este
punto, todo se vuelve más difuso, deja de dar detalles, comienza a
titubear y siempre finaliza diciendo que todo se fue a la mierda y
tuvo que marcharse de allí para siempre. Si le pregunto el porqué
no responde. Por eso he dejado de hacerlo.
Alex nunca habla de su padre. Tampoco quiere que yo le ha-
ble de él. Se enfada. Se enfada mucho y me cuelga el teléfono. No es
que le hable mucho de él, lo he hecho un par de veces. Una fue por
carta, la única carta que no me ha contestado. Y la otra hace un par
de semanas, por teléfono, y me colgó sin despedirse ni nada. Víctor
le ha escrito unas cuantas cartas a Alex, pero nunca ha obtenido res-
puesta. No sé muy bien lo que les pasa… Supongo que es normal,
en realidad son dos desconocidos.
Eli cree que le pongo. Al padre de Alex, digo. No sé en qué
se basa para decir eso si no lo ha visto nunca. Es típico de Eli, algo
le viene a la cabeza y si se empeña en que es verdad, pues tiene que
serlo. No importa que hable de algo de lo que no tiene datos sufi-
cientes. Como lo de Víctor. Ella dice que es por lo que yo le cuento.
A veces empiezo a hablarle de algo y si, por casualidad, resulta que
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en lo que le cuento sale una conversación que tuve con Víctor, em-
pieza a preguntarme todos los detalles. Dónde miraba, como ponía
las manos, cuál era la entonación de sus frases. Cosas así. Cosas de
Eli.
Eli nunca se calla lo que piensa. Siempre lo dice. Yo no. Yo
no sé hacerlo. De hecho me suelo callar la mayoría de las cosas
que pienso. Es mejor decirlo que callártelo. Eli siempre me lo está
repitiendo. Que es mejor para mí, que deje las cosas claras. Por
ejemplo, en mi casa. Allí es donde más cosas me callo. En mi casa,
digo. Debería arrancarme y decirles que me tienen harta, que no
les soporto, que quiero vivir mi vida, que quiero marcharme. Todo
a mi alrededor va en la misma dirección: la lejanía. Los árboles, las
plantas, las hormigas, la montaña, las vacas, el río. Hablo con todos
y todos me dicen lo mismo. Que tengo que ir en la dirección que yo
quiera tomar, elegir mis sueños y luchar por ellos, hacer lo que yo
quiero hacer, no lo que tienen pensado para mí mis padres, eso no.
Me lo dice Eli. También me lo dice Alex. Él es menos persuasivo,
no intenta convencerme, solo me dice lo que piensa. Y piensa que
cada uno debe caminar por sí mismo, que los lazos que nos unen
son invisibles y los alimentamos nosotros mismos. Y, sin embargo,
quisiera tener al lado a su madre. Me lo ha dicho. Lo está pasando
mal. Lo está pasando realmente mal. Creo que se ha dado cuenta
de lo mucho que la echa de menos mucho después de que muriese.
Creo que lo ha ido asimilando poco a poco y que cada vez que se
acuerda de ella se le cae el mundo abajo. Yo quiero estar a su lado
para ayudarle a construir su mundo. Eso es lo que quiero.

Ya está decidido. Eli ha comprado los billetes, y ha reservado


el hotel; y ha hecho todo lo que hacía falta. Yo con mis padres he
sido muy clara. Bueno, en realidad les he dicho que me voy de vaca-
ciones con Eli. Nada más. No me han dicho nada. Incluso mi padre
me ha dado algo de dinero. El resto lo he cogido de mis ahorros.
Hemos ido de compras, hemos pensado mil cosas que hacer
cuando lleguemos, hemos incluso celebrado el viaje. Mañana es el
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gran día. A las ocho y treinta y cinco de la mañana sale el Alsa
de Oviedo. Dirección: Zaragoza. Estoy muy nerviosa. Voy a ver
a Alex. Voy a verle. Voy a volver a estar a su lado. Voy… Voy…
Nueve, siete, seis, sesenta y uno, sesenta, dieciséis. Voy a hablar con
Alex, tengo que decirle que voy para allá. Me muero por besarlo.

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87
Va a Estallar

Como una boca hambrienta voy a ti, Voy a morder y a tornar carmesí
como una gata maullando en los tejados, la quintaesencia de tus pantalones,
no hay nada que pueda paliar este elixir, fuego y sudor dentro de mí,
mojo los sueños donde te has columpiado. cabalgaremos doblegando estaciones.

Va a estallar, Va a estallar,
es fuego es fuego
animal, animal,
excitar excitar
todo mi cuerpo va a estallar. todo mi cuerpo va a estallar.

Mi lengua dulce y hábil quiere querer,


mis piernas son la puerta a todos los salmos,
mi pelo es donde ahogarás tu hambre y tu sed,
mi pecho blanco y rosáceo es pecado.
y al caminar buscando el placer
que se esconde donde mandan los dados
encontrarás que en la pared
cuelgo los gritos que robo a los gusanos.

Va a estallar,
es fuego
animal,
excitar
todo mi cuerpo va a estallar.

Tacón de aguja,
seda en la piel,
ojos que pueden morder,
reina del tanga,
inocente rubor,
labios de rojo pasión.

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4

Estamos de camino. Es increíble. Eli y yo camino de Zara-


goza. Y luego al pueblo de Alex. Todavía no me lo puedo creer.
Quedan más de cuatro horas por delante, pero ya puedo sentirme
a su lado. Mi cabeza no puede parar quieta. Eli me ha dicho que
duerma un poco, que si me duermo el viaje se me hará más corto.
Pero no puedo. Ella duerme. Está a mi lado, con los ojos cerrados
en un estado de tranquilidad absoluta, su respiración es pausada y
se ha dormido abrazada a mí. Lo he intentado varias veces. Dormir,
digo. Es imposible.
Me daba miedo decirle que iba a visitarle, que viajaba para es-
tar con él. Me daba miedo porque quizá el no quisiese verme. Quizá
no quisiese tenerme tan cerca. Quizá tuviese novia y todo, las cartas
y llamadas, era mentira. Tenía miedo. Los miedos que se anudan en
la boca de mi estómago suelen deshacerse con gran facilidad. Des-
aparecen en cuanto sé la verdad. Es como si permaneciesen aga-
zapados, dándome pequeños mordiscos de forma constante, hasta
que descubro que existen porque yo misma los he creado. Entonces
desaparecen, así sin más. Lo malo es que muchas veces han dejado
heridas que tardo mucho en curar. Y, a veces, vuelven a aparecer.
Los miedos, digo.
Me gusta viajar en autobús. Bueno, en realidad no lo he he-
cho demasiadas veces. A Oviedo sí que he ido unas cuantas veces
en autobús, pero viajes largos no he hecho demasiados, alguna ex-
cursión con el instituto. Un par de veces o así. Puede que éste sea

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el viaje más largo que he hecho. Eli sigue durmiendo. Nunca había
podido contemplarla mientras dormía. Está tranquila, muy guapa,
llena de luz y, al mismo tiempo, distante, como en una pintura del
renacimiento, como en una fotografía amarillenta guardada en un
viejo libro descubierta años después. Eli. Han cambiado tantas co-
sas desde que apareció…
Voy avanzando poco a poco por un largo pasillo. A gatas. En
uno de mis sueños despiertos mientras el autobús avanza, digo. Lle-
vo puesto un tanga morado, de esos que son un fino hilo y un peque-
ño triángulo; también llevo uno de los sujetadores que me compró
Eli, el negro y rojo. Nada más. Gateo lentamente, arqueando la es-
palda en cada movimiento, con la boca ligeramente abierta. Felina.
A punto de saltar a por mi presa. Así lo hubiera descrito Eli, así lo
describo yo en mis adentros. Alex me observa apoyado en el quicio
de la puerta, está desnudo, completamente desnudo. Y excitado. Yo
también. Llegó hasta él, estoy hambrienta. Beso uno de sus pies des-
calzos, saco ligeramente la lengua y comienzo a subir por su pierna
izquierda. Me gusta el cosquilleo que me provoca su lanoso y tenue
vello. Sigo subiendo. La rodilla. El muslo. La ingle. Y me detengo
abriendo la boca todo lo que puedo. Deseo con todas mis fuerzas
que explote y moje todos los sueños en los que me buscaba como
un animal.
El autobús se detiene. Hemos llegado a alguna ciudad, tienen
que subir y bajar pasajeros. Gente que seguirá con sus vidas y que
ya nunca más se cruzarán con la mía. Personas que caminan con
problemas y miedos a sus espaldas, pero que siguen avanzando, no
se detienen. Como todos. Porque si nos detenemos nos vamos apa-
gando y ya solo nos queda esperar. Esperar al único de los miedos
verdaderos. El miedo que llama a tu puerta solo una vez, pero que
muestra su presencia en todos y cada uno de los días que vivimos.
El miedo al final. Eli acaba de despertarse. Preferiría que hubiese
seguido dormida. Todavía estoy muy excitada y seguro que me lo
nota. Siempre nota esas cosas. Sonríe. Ya lo sabe. Y pregunta. No
quiero contarle nada, pero termino contándoselo todo con pelos y
señales. Es muy insistente y es mejor darse por vencida. No hay más
opciones. Me escucha con los ojos muy abiertos, siempre sonriendo
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y, de vez en cuando, veo como su lengua parece querer mostrarse
entre sus dientes, como queriendo participar. Cuando termino de
narrar mis fantasías ella también está excitada. Eso me dice. El au-
tobús arranca de nuevo.

Seguimos el viaje hablando sin parar. Eli está muy animada,


muy contenta. Repite continuamente que es el primer viaje que ha-
cemos juntas, el primero de muchos, eso dice. Ella ya conoce Za-
ragoza, comienza a enumerar bares y discotecas, nombres extraños
que no me dicen nada. A mí no me importa Zaragoza, a mí lo único
que me importa es el pueblo de Alex. Lo único que quiero es estar
con Alex. Cuando lleguemos a Zaragoza el autobús no parará en
ninguna estación, solo hay una parada en una marquesina al lado
de la plaza de toros, nos tenemos que bajar y coger un taxi que nos
lleve a una estación de autobuses que hay en la Avenida Valencia.
Allí tendremos que mirar cuando sale el primer autobús que nos
lleve al pueblo de Alex. Esas han sido sus instrucciones. Eli cree que
hubiese sido mejor llegar por sorpresa, que hubiese sido más bonito.
A mí me da igual lo que ella piensa, yo quería que Alex supiese que
iba para allá, que fuese contando las horas, que notase cómo me iba
acercando poco a poco y que fuese ardiendo en deseos por verme
de nuevo. Por eso le llamé y le avisé. Por eso y porque me gusta
contarle todo.
Estoy un poco cansada, cierro los ojos e intento dormir. Eli no
para de hablar. No le importa que mire por la ventana o que finja es-
tar dormida, ella sigue hablando. Su padre tiene un amigo en Ovie-
do que le va a alquilar un piso durante el próximo curso. Un piso
para ella sola, no tiene necesidad de compartirlo con nadie. Para ella
y para mí. Eso ha dicho. Sus padres están muy contentos de que
haya encontrado una amiga con la que compartirlo todo. También
ha pensado que podría casarse con mi hermano para que las dos
seamos familia. Cuando dice esto me enfado. Me enfado mucho,
aunque no lo exteriorizo todo lo que debiera. Eli lo nota enseguida,
no es necesario que grite o que le diga todo lo que pienso. Lo nota
y me dice que es broma. Y me da un beso, un inocente beso de per-
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dón. Pero sigue con sus cosas. Sus cosa,s esta vez, hablan de irnos a
Madrid; tengo que conocer lo que es la noche con mayúsculas, eso
dice. Yo quisiera estar dormida, pero es imposible. Está pensando
en escribir un libro sobre una chica que se enamora de su profesor y
que, cuando le trasladan a otra ciudad, ella se escapa para estar con
él; a mí me parece una historia malísima, pero le digo que lo escriba.
Sé que nunca lo hará. Faltan diez minutos para llegar a Zaragoza.

Hemos cambiado de autobús. Este es mucho más viejo y va


completamente lleno. Acaba de arrancar. Treinta minutos más y po-
dré besar a Alex. Hace diez horas que salimos de Oviedo.
Un cartel anuncia la llegada a su pueblo. Desde la carretera
podemos ver su perfil, el del pueblo, digo. Casi todo son casas de
una planta, apenas hay edificios altos. Puedo distinguir una torre,
un par de iglesias, una fábrica con una chimenea de ladrillos muy
alta. Parece un pueblo con bastante vida. Al llegar a la parada se
baja la mayoría de la gente que viaja en el autobús, pocos siguen
a los siguientes pueblos. Nosotras también bajamos. Nos abren el
portón del maletero y cogemos nuestras maletas. Al darme la vuelta
veo a Alex sonriendo, acercándose hacia mí.
Nos devoramos. Literalmente. Como suena. Nos besamos con
fuerza, nuestros dientes chocan, nuestras lenguas se enredan. Nada
existe a nuestro alrededor. Sus manos recorren cada centímetro de
mi ser, se meten bajo mi camiseta. Yo le agarro el culo y, al mismo
tiempo, introduzco mis dedos entre su pelo. Lo lleva más largo que
la otra vez. Me gustan sus greñas rizadas. Nos besamos, nos be-
samos, nos besamos. Hasta que Eli se abraza a nosotros y reparte
besos diciendo que estaba deseando ver este momento. Se presenta,
a Alex, digo. Y yo veo a dos señoras mayores que se marchan cu-
chicheando escandalizadas. Alex vuelve a besarme, esta vez durante
menos tiempo. Y comenzamos a andar hacia el único hotel que hay
en el pueblo.
Tenemos tantas cosas que contarnos que no decimos nada.
Solo habla Eli. Alex me ha cogido por la cintura y avanzamos por
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una estrecha calle empedrada. Dice que cuando dejemos nuestras
cosas iremos a comer algo y, después, saldremos a dar una vuelta.
Son más de las nueve. Yo estoy de acuerdo. Estoy de acuerdo con
todo. Me lleva agarrada por la cintura y vuelo, vuelo y, al mismo
tiempo, estoy a punto de estallar. Estallar de felicidad y deseo. Es-
tallar.
Una vez en el hotel Alex se queda esperándonos tomándo-
se una caña en el bar de abajo. Nosotras subimos a dejar nuestras
cosas en la habitación. Es una habitación pequeña, con dos camas
pegadas, un par de mesillas y un armario en el que vamos colocan-
do nuestra ropa. Nos damos una ducha, nos cambiamos y bajamos.
Antes, Eli me dice que no se imaginaba a Alex tan guapo. No sé que
quiere decir con eso, pero me molesta. También me dice que está
enamorado de mí, que no hay ninguna duda, que se le ve en los ojos,
y en todo. Eso me gusta. Estoy muy contenta. Abrazo y beso a Eli
mientras bajamos en el ascensor, ella me coge las tetas con fuerza y
me llama tía buena. Las dos reímos a carcajada limpia. Yo debería
subir a cambiarme de nuevo la ropa interior, pero no lo hago. Pre-
fiero correr a la barra, colgarme del cuello de Alex y besarnos con
la necesidad del tiempo no compartido. Me arrimo a él con tanta
fuerza que noto su entrepierna palpitando, lleva unos pantalones
elásticos que marcan con descaro un enorme bulto del que no puedo
apartar los ojos. Llevo una falda muy corta, Alex me ha agarrado
y comienza a levantarme, creo que se me está viendo todo. Cuando
Eli sale del baño me dice al oído reina del tanga. Me muero de ver-
güenza. Le pido a Alex que me baje y me coloco la falda. Es de esas
faldas cortas y estrechas que con solo agacharte pueden dejar todo a
la vista. El bar entero nos está mirando, deben estar mirando desde
hace siglos. Les digo a Alex y Eli que tengo que subir de nuevo a
la habitación. Me quito la falda, cojo un tanga limpio y un pantalón
de pitillo. Así mucho mejor, no quiero tener que estar pendiente de
nada. Solo de Alex. Cuando llego a la barra Alex y Eli se están rien-
do, Eli bebe del tubo de cerveza de Alex y Alex le está diciendo que
tenía ganas de conocerla, que yo le había hablado mucho de ella.
Salimos a la calle y empezamos a andar.
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Alex ha pillado costo y nos dice que antes de ir a comer algo
vamos a acercarnos al parque a fumarnos un petardo. Allí estare-
mos tranquilos. Nada más llegar Eli le pide la piedra y empieza a
liar. Alex me sienta en sus rodillas y comienza a besarme el cuello,
yo no aguanto más, le giro la cara e introduzco mi lengua en su
boca. Podría desnudarlo allí mismo y empezar a hacerle el amor sin
que nada ni nadie me importase. Tampoco Eli.
He pensado muchas veces en eso, en lo de hacer el amor, digo.
Nunca antes había estado tan segura de perder la virginidad que
la noche que pasé con Alex en el Hostal Derby y, sin embargo, el
miedo pudo conmigo. Miedo a no saber darle placer, miedo a que
no le gustase, miedo a quedarme embarazada, miedo a que me do-
liese… eran tantos miedos, que me bloquearon por completo. No le
dije que nunca lo había hecho, me daba vergüenza, seguro que él lo
había hecho con muchas chicas y no quería que me viese como un
bicho raro. Le dije que prefería no hacerlo. Se lo dije con miedo, por
si se enfadaba o por si ya no quería seguir conmigo. Pero no pasó
nada. Bueno sí, que nos corrimos. Yo varias veces. Muchas. Desde
aquel día sigo pensando en lo de hacer el amor, quiero hacerlo con
Alex y quiero hacerlo ya. Lo haría en este mismo banco. ¿Para qué
esperar más? Pero Eli se había hecho el porro, le había dado unas
cuantas caladas mirando cómo nos liábamos y, ahora nos lo ofrecía
sonriendo. Sonriendo y hablando de una noche en la que conoció
a un chico de Zaragoza que la tenía tan pequeña que cuando se la
metía no sentía nada. Todos reímos. ¿Qué otra cosa hacer?
Nos levantamos para ir a cenar a un bar que se llamaba Riga.
Alex conoce al dueño, nos atenderán pronto y es muy barato. Eso
dice. Nos sentamos en una mesa al final del bar, justo debajo de la
tele. Unos bocadillos y una ración de patatas bravas, esa iba a ser
nuestra cena. Eli no paraba de hablar de sexo. Siempre lo hacía,
pero habitualmente estábamos las dos solas y a mí me daba igual.
Ahora era diferente. Estábamos con Alex y ella todo el rato hablaba
de todos los tipos de pollas, de todos los tipos de tetas, de todos los
tipos de polvos. Yo no sabía ni dónde meterme, me daba vergüenza.
Vergüenza por lo que pensase Alex. Aunque él parecía estar pasán-
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doselo muy bien; le seguía las bromas, le daba la razón e incluso
cuando se callaba la provocaba para que siguiese con alguna de sus
historias. Yo no sabía qué pensar. Si a Alex le gustaba que Eli fuese
así, quizá pensase que yo era una aburrida. Pensé en seguir yo tam-
bién hablando de esas cosas. Pero no sabía nada. Nada de nada. Y
no quería meter la pata. Mejor me callo y río a carcajadas cuando
hay que reírse. Eli empalma historia con historia, se sabía el centro
de atención y eso era lo que más le gustaba. Alex me coge la mano
por debajo de la mesa y la aprieta con fuerza, ya hemos terminado
de cenar y ha llegado la hora de marcharse. Cuando Eli va al baño
Alex aprovecha para besarme, casi me tumba encima de la mesa y
Eli, al vernos, comienza a silbar. Todo el bar nos mira. Parece que
esa va a ser la tónica de la noche.

Resulta extraño salir a la calle con Alex y Eli. Caminar por un


pueblo desconocido. Los tres juntos. Es raro. Es como si estuviese
dentro de mi imaginación, pero es real. Estoy con Alex, con Alex
y con Eli, a quinientos kilómetros de mi casa y con un montón de
tiempo por delante. Acabamos de cenar y ahora nos vamos a ir al
bar donde suele ir Alex. Se llama El Agujero. Vamos a conocer a
sus amigos, a su gente. Ese cosquilleo a medio camino entre nervios
y felicidad sigue acompañándome, lo lleva haciendo desde que bajé
del autobús. Supongo que será cuestión de acostumbrarme. En la
calle hay bastante gente, parece que aquí salen más que en Ribade-
sella. Nos miran raro, supongo que es porque no nos conocen. Por
eso y porque vamos con Eli. Eli siempre llama la atención.
Hemos llegado. La música se escucha desde fuera. Eli se mues-
tra entusiasmada y empieza a pegar saltos antes de entrar. Dice que
esa canción le encanta, yo nunca le había visto ninguna cinta de
Extremoduro por casa. No importa. Antes de entrar al bar Alex me
coge la cintura, gira completamente mi cuerpo hasta ponerme frente
a él, yo me pongo de puntillas y volvemos a enrollarnos desafora-
damente. Hay gente esperando para entrar y nosotros estamos en
mitad de la puerta. Alguien llama a Alex desde dentro y él me dice
que Eli ya está pidiendo. Me empieza a presentar a mucha gente.
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Los nombres bailan en mi cabeza. Eli parece ser amiga de todo el
bar, amiga desde hace tiempo.
Los amigos de Alex parecen simpáticos. En seguida hablan
con nosotras y nos pasan sus litros y sus porros. La noche promete.
Me gusta este sitio. Este bar, digo. Hay buena música, todo rock
en castellano. Por eso Alex está siempre aquí metido. Yo estoy algo
cansada, por tantas horas de viaje, por tantas emociones, pero no
digo nada, lo estoy pasando genial. Alex y yo nos hemos sentado en
un par de taburetes en la barra, vamos bebiendo jarras de cerveza,
y fumando, y riendo, pero lo que hacemos continuamente es besar-
nos, besarnos y besarnos. Eli parece estar en su salsa, habla con
unos y con otros, el bar es pequeño y ella lo ha recorrido varias ve-
ces. Alex se ríe, le hace gracia. Yo sigo besándole. No quiero saber
qué hora es. De vez en cuando se acerca alguno de los amigos de
Alex a decirnos algo. Los más simpáticos son uno que se llama Kiko
y otro que le llaman el Movidas, me parto con ellos. Eli hace mucho
que no se acerca a nosotros. Mejor. Creo que ha puesto sus ojos en
uno de los amigos de Alex, uno que se llama Iker. Es el más guapito
de cara, como suele decir Eli, lleva mechas rubias y es el que parece
más diferente, el único que no va con la camiseta de algún grupo o
algo así. Alex me ha dicho que a Iker le gustan más las discotecas y
esas cosas, pero que siempre se pasa por El Agujero porque todos
los de la cuadrilla van por aquí. También hay alguna chica, una que
se llama Vero, otra que se llama Inés, otra que se llama Raquel y
otras dos que no me acuerdo. Todas eran muy majas. Nos dijeron de
ir a dormir a su casa y tal. Yo no las escuchaba mucho, tenía bastan-
te con besar a Alex. A ellas parecía no importarles, lo que sí que les
importaba era lo de Eli. Estaba bailando encima de la barra. Todos
la miraban. Alex me dijo que habitualmente los ojos siempre se iban
detrás de ellas. Puede que tuviesen envidia, o puede que simple-
mente Eli les cayese mal. Era habitual que las chicas no soportasen
a Eli, siempre le pasaba lo mismo. No importaba.
La mano de Alex se acaba de colar dentro de mi pantalón, ha
empezado a masturbarme. Nuestras lenguas llevan tantísimo tiem-
po buceando juntas que no resultaba extraño estar en mitad de un
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bar lleno de gente recibiendo una descarga de tanto placer. Yo aca-
bo de bajarle la bragueta y le he cogido la polla con mi mano. La
tiene enorme. Alex me propone meternos en el baño. Yo ni contesto.
Estoy deseando cerrar la puerta y devorarlo.
No es necesario hablar, de hecho llevamos casi toda la noche
sin hacerlo. Nuestros cuerpos son zonas húmedas puestas al servi-
cio del otro. No hay mayor placer que dar placer. Y en eso estamos
los dos. Echamos el pestillo y empezamos a desnudarnos. Me sienta
en el váter y él se sienta en el suelo. Su lengua empieza a jugar con
mi clítoris con tal habilidad que no tardo en correrme una primera
vez. Luego vienen otras más. Continuamente roza mis pezones con
la yema de sus dedos y acaricia mis labios menores con cariño, como
quien juega con algo deseado durante tiempo. Exploto una y mil
veces. Le digo que podría estar corriéndome toda la noche y, acto
seguido lo levanto del suelo, me pongo de rodillas y me lleno la boca
de él. Mi lengua recorre su miembro para después introducirlo en
mi boca y abrazar la punta de su cetro. Nadie me ha enseñado nada,
lo voy aprendiendo sobre la marcha. Me dice que tenga cuidado,
que se va a correr. No me importa. Se corre en mi boca con tal po-
tencia que no puedo evitar tragarme parte de su semen. Me da un
poco de asco, pero no digo nada. Lo escupo en el váter y lo contem-
plo en el suelo. Se ha dejado caer y me dice que ha sido lo mejor que
le ha pasado en la vida. Nos vestimos y salimos afuera. Creo que voy
bastante pedo, eso o estoy flotando de puro placer. O ambas cosas.
Al salir vemos a Eli apoyada en la máquina tragaperras. Se
está liando con Iker. Vaya noche. Nosotros nos vamos con los de-
más y seguimos bebiendo. Alguno de los de la cuadrilla de Alex ya
se ha ido a casa. Debe ser tarde porque en el bar hay mucha menos
gente de la que recordaba antes de entrar al baño con Alex. Yo soy
feliz, tremendamente feliz.
Me cuesta mucho expresar todo lo que siento. Con Alex no es
diferente. Me gustaría saber decirle lo mucho que le quiero. Saber
explicarle que nunca nadie me había hecho lo que él me ha hecho.
Pero no sé. Lo que sí sé es que quiero disfrutar del momento. Eso
es lo único que importa, el momento presente. Eso es. Puedes cons-
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truir castillos en el aire pensando en el mañana, no sirve de nada. Yo
así lo veo. Lo he aprendido con el tiempo, con el tiempo y con Eli. Y
Alex ha terminado de confirmármelo. De nada sirve esperar, al final
del camino solo hay gusanos que nos devorarán mientras nuestros
cuerpos se pudren en la tierra. Yo no quiero eso. Esperar, digo. Yo
voy a disfrutar de mi cuerpo, disfrutar del placer, y que disfruten de
él aquellos a quienes yo quiera. No los gusanos. A los gusanos no
voy a dejarles nada.
Alex me dice que podíamos irnos a la una caseta que tiene
un amigo suyo, que allí podemos fumarnos unos petarnos, y poner
música, y estar más tranquilos. A mí me parece una idea estupenda.
Alex va a hablar con Iker y con Eli. Cuando llega hasta ellos Eli le
da un beso en la mejilla y se olvida de Iker por un momento, Alex
se ríe, le dice algo a Iker y vuelve conmigo. Ellos también se van a
venir. Salimos del bar. Eli lleva un pedo de los de campeonato.

La caseta del tío del Perca, así es como llaman al sitio este. El
Perca es uno de los de la cuadrilla de Alex, creo que es uno con mu-
chos granos. Y la caseta es de un tío suyo, pero la usan como si fuera
la peña de todos. Esta guapa. La caseta, digo. Son casi las seis de la
mañana, llevo veinticuatro horas sin dormir, pero no tengo sueño.
Tan solo tengo ganas de estar con Alex. Y este es un buen lugar. Un
lugar perfecto. Un lugar sin la música a todo volumen, sin gente que
se acerca para hablarnos, sin ojos que nos miran. Un lugar donde
poder sentarnos cómodamente en un sofá, donde mirarnos, donde
hablar. Nos tumbamos y empezamos a enrollarnos.
Eli me ha hablado muchas veces de las cosas que hace con los
chicos. A veces me incomoda, pero ha sido como una enciclopedia
del sexo para mí. Como haber hecho un curso intensivo en la mejor
de las universidades. Del sexo, digo. Mi cuerpo lo conozco muy
bien, sé lo que me gusta y lo que no, lo sé desde hace tiempo, desde
muy pequeña. Del cuerpo de los demás no sabía nada. Fue Eli la
que empezó a hablarme de las cosas que les gustan a los chicos, de
lo que les da más placer. Pero al fin y al cabo eso es sólo teoría. Las
100
veces que he estado con Alex, hace un año en la pensión y hace un
rato en el baño, no me he acordado para nada de las cosas que me ha
contado Eli, simplemente he hecho lo que me apetecía. A lo mejor
es que tenía sus clases magistrales muy interiorizadas. No sé. Ni me
importa. Lo que sí que tengo que decir es que tiene toda la razón
cuando dice que no hay mayor placer que dar placer. Me siento
genial. Con una sensación que me hace volar. Es como si fuera ca-
paz de cualquier cosa. Muchas noches el miedo a este momento me
impedía dormir. El miedo a estar a solas con Alex de nuevo y saber
hacer lo que hay que hacer. Eli siempre decía que el sexo es la base
de toda relación. Y eso me daba pánico. Yo no sabía nada de sexo. Y
quería estar con Alex. Tenía que saber darle placer. Eli decía que no
me preocupase, que si no iba bien la cosa siempre podía intentarlo
más veces. Eso todavía me preocupaba más. Puede que no hubiese
más veces. Al menos no con Alex. Y yo quería estar con él, solo
con él. Eso Eli no lo entendía, siempre me decía que practicase con
otros antes de venir hasta aquí. Me sacaba de mis casillas cuando se
ponía así, cuando se empeñaba en que follase con cualquiera para
ir cogiendo práctica. No me entendía, no me entendía en absoluto.
Cuando me hablaba de eso yo simplemente me callaba y me que-
daba mirándola como quien mira al infinito. Quizá yo tampoco la
entendiese a ella.
Iker y Eli se han tumbado en el sofá que hay frente a nosotros.
Están fuera de sí. Nosotros también, pero no puedo evitar mirarlos.
Van mucho más rápido. De hecho Eli se acaba de quitar el sujeta-
dor y ha dejado sus tetas al aire, Iker le está bajando los pantalones
mientras chupa y muerde sus oscuros pezones puntiagudos. Alex
también está mirando. Yo empiezo a besarle y le quito la camiseta.
Parece incómodo, pero se deja hacer, ninguno de los dos apartamos
la mirada de Eli y de Iker. Bueno, en realidad yo solo miro a Eli,
creo que Alex también. Eli se pone de pie, ya solo lleva puestas unas
bragas rosas que dejan la mitad de sus nalgas al aire. Le da la espal-
da a Iker para que le toque el culo. Ahora está mirando hacia noso-
tros. Sonríe. Aparta las manos de su acompañante y da tres pasos
hacia delante. Ahora está con nosotros. Desnuda. Alex y yo hemos
101
parado por completo, tan solo la miramos. Ella se agacha, me quita
la camiseta y me besa en la boca. Muy despacio, introduciendo poco
a poco su lengua en mi boca. Yo me dejo hacer. Después se levanta
con la misma naturalidad, se da la vuelta, coge a Iker de la mano y
se meten en una de las habitaciones. Estamos solos.
Alex no dice nada, tan solo empieza a besarme con pasión en
la boca. Me quita el sujetador y comienza a lamer mis pezones. Dice
que le gustan más los míos. No me lo esperaba. Lo de que se pusiese
a comparar, digo. Pero me gusta. Me gusta y me excita. Le pregunto
por qué. Y me dice que le gusta más su color rosáceo y su tamaño y
que sean abultados. Los de Eli son todo botón, casi sin aureola, un
botón muy puntiagudo, casi como una lanza, de esos que siempre
señalan cuando va sin sujetador. Los míos no. Los míos, cuando
voy sin sujetador, se marcan enteros; una gran aureola del tamaño
de una castaña empujando la camiseta y provocando un efecto de
doble abultamiento. Como una doble teta. Tiene gracia. A Alex le
vuelven loco. Mis pezones, digo. Centra toda su atención en ellos
y eso me encanta. Con él he descubierto que mis pezones pueden
llevarme al más alto de los placeres, de hecho la primera vez que
me corrí en el baño fue por las yemas de sus dedos en mis pezones.
Me levanto y me quito el pantalón. Alex hace lo mismo. Estamos
muy excitados, a punto de explotar. Me da la vuelta y me pide que
pose para él. Yo me muero de vergüenza, pero lo hago. Entonces
me dice que soy la reina del tanga, lo mismo que Eli me dijo al oído
en el bar. Está claro que la oyó, o que ella se lo dijo cuando yo subí
a la habitación. No importa. Me estoy balanceando al ritmo de una
música que solo suena en mi cabeza, ahora soy capaz de cualquier
cosa, soy el centro del universo, la reina del tanga, la de los pezones
más sabrosos que jamás nadie ha probado. Y me quito poco a poco
la única prenda que me queda, como en uno de esos striptease de
película. Me pongo delante de Alex, le dejo que chupe una vez más
mis pezones, esta vez mientras me coge las tetas con ambas manos.
Lo aparto y me tumbo en el sofá, me abro de piernas, le cojo por la
nuca y lo acerco con seguridad a mi monte de Venus. Quiero que
me devore.
102
Cuando era pequeña siempre imaginaba que aparecería al-
guien en mi vida que me hiciese feliz. Tan solo eso. Que me hiciese
feliz, digo. Otras chicas piensan en un chico alto, guapo, deportista,
rico, simpático. Yo simplemente deseaba que me hiciese feliz. Y, en
realidad, era yo la que más pedía, la que más alto ponía el listón.
Porque la felicidad es lo más difícil de conseguir. La felicidad de
verdad, la plena. De hecho creo sinceramente que pocas personas
pueden presumir de disfrutarla. Es fácil descubrir la felicidad plena,
pero puede durar un instante, unos días, algunos meses. Lo com-
plicado es conseguir esa felicidad durante toda la vida. Encontrar
a alguien que fusile a quemarropa todos tus miedos y que, con solo
estar ahí, pueda hacerte feliz. Si consigues eso, has conseguido el
mejor de los bienes de este mundo. Eso creo.
Exploto sin remedio en un alarido que llena toda la estancia.
Arqueo mi espalda hasta casi partirme mientras me corro sin que
Alex deje de mover mi clítoris con la punta de su lengua. Sin tiempo
a recuperar la respiración la montaña rusa ha empezado de nuevo.
Le pido que se incorpore y le quito los calzoncillos. Antes de salir
del bar me he vuelto a pintar los labios, Eli siempre está atenta a
esas cosas y solo una mirada es suficiente para saber que debo ha-
cerlo. Así que cuando empiezo a chupársela un rastro de carmín
tiñe su miembro de rojo provocando un curioso efecto a medio ca-
mino entre la sangre y el fetichismo. Me gusta. Y sigo chupando
y mirando. Estoy empapada. Alex me tumba en el sofá y se pone
encima mío. Mi cabeza hace tiempo que no me pertenece, que vuela
a su antojo. Y, en ese mismo instante, noto como poco a poco se va
introduciendo dentro de mí. El placer me desboca y empujo con
fuerza hasta que no puedo más, noto la sangre que se escurre entre
mis piernas, grito, grito con fuerza, pero no siento dolor. Me corro
una vez más, dos, tres. Y sigo empujando. Miro a Alex a los ojos,
los tiene en blanco y esta vez es él el que grita. Intenta levantarse,
pero no le dejo, le clavo las uñas en la espalda y lo aprieto con fuer-
za hacia mi cuerpo. Quiero estar unida con a él para siempre. Esta
vez hemos explotado los dos juntos y ha sido indescriptible. Nos
quedamos completamente quietos. Tumbados. El cuerpo inerte de
103
Alex sobre mi diminuta figura. Nuestras respiraciones caminan de
la mano. Tengo los ojos cerrados y soy tremendamente feliz.
Todo ha cambiado. Acabo de hacer el amor por primera vez
en la vida. Acabo de tocar el cielo. Acabo de experimentar una fuer-
za sobrenatural que no sé muy bien de dónde ha salido ni hasta
donde me ha llevado. Entonces abro los ojos y veo a Eli a unos
metros nuestro, detrás del sofá. Observando y sonriendo.
Estoy mareada. Intento incorporarme, pero todo me da
vueltas. He bebido durante toda la noche, he fumado más que
nunca y mi cuerpo está derrotado. Miro a Alex y me besa.
Me pregunta si estoy con la regla y le digo que no al oído. Me
abraza con suavidad, noto sus sentimientos, los siento tan su-
yos como míos. Le beso con suavidad en los labios. Y entonces
lo dice. Dice que se nos ha ido la olla, que lo hemos hecho sin
condón. Mierda. Ni siquiera había pensado en eso. Mierda,
mierda, mierda. Rompo a llorar sin aspavientos, dejando que
las lágrimas broten por si solas. Eli ya no está, ha debido vol-
ver con Iker. Mejor así. Mucho mejor así.
Alex me besa las lágrimas conforme resbalan por mi me-
jilla, las absorbe y me dice que no me preocupe, que no va
a pasar nada. Que él lo va a solucionar, que el padre de un
amigo es farmacéutico y que le dará una pastilla y que ya está.
Después me abraza con fuerza y me dice al oído que también
ha sido su primera vez. Eso sí que me deja fuera de juego. No
me da tiempo a asimilarlo ya que Eli se acaba de sentar frente
a nosotros. No le importa que todavía estemos desnudos, no
le importa que estemos abrazados y hablando, no le importa
que queramos estar solos. No le importa absolutamente nada.
Comienza a decir que hay que marcharse, que es muy
tarde y que está agotada. Que necesita dormir. Yo también
estoy cansada, pero solo quiero estar con Alex. Me acaba de
suceder lo más importante de mi vida y no quiero que nadie
me lo interrumpa. Sin embargo, no le digo nada. Empiezo a
vestirme poco a poco. Alex se acaba de encender un cigarro y

104
se lo fuma a mi lado, su brazo derecho pasa por encima de mis
hombros y me atrae hacia él sin hacer ningún tipo de fuerza.
Yo me acurruco en su pecho y cierro los ojos. Quisiera dormir
a su lado.

De camino al hotel, Eli se pone a mi lado y me coge la


mano. Comienza a interrogarme sin disimulo. Yo no quiero
contestarle, pero le dejo que siga preguntando. No la escucho.
Iker se ha marchado a su casa, pero Alex camina con nosotras,
nos está acompañando. El sol ha salido por completo, ya hay
gente por la calle, gente que madruga, que sale a por el pan,
que pasea su perro o que va en bicicleta. Gente que nos mira
sabiendo que nuestra noche se ha alargado, pero desconocien-
do todos los mundos que se han abierto ante nuestros ojos.
Los míos están repletos de color y, sin embargo, una niebla
grisácea los tiñe. Es la preocupación. Alex me besa en la puer-
ta del hotel. Me besa en los ojos, en las mejillas, en los labios y
en mitad de mi ser. Ahora sé que le quiero de verdad, aunque
no se lo digo. Él sí lo dice, lo dice antes de marcharse, me lo
dice al oído y me lo dice de verdad. Te quiero. La niebla ya no
existe.

En la habitación le cuento todo a Eli. Lo de que ha sido


mi primera vez. Lo de que también ha sido la primera vez de
Alex. Lo de que no hemos usado condón. Lo de que mañana
me tengo que tomar una pastilla. Y lo de que lo amo. Después
rompo a llorar. No sé porqué, pero esta vez lloro sin medida,
a trompicones, dejando que los mocos se me escapen y ensu-
cien las sábanas, saboreando cada lágrima que se cuela en mi
boca. Lloro y Eli me abraza y me besa. Nos quitamos la ropa.
Eli me pide que no me ponga el pijama. Nos metemos las dos
desnudas en la misma cama. Se coloca detrás de mí y me cubre
con sus brazos. Segundos después ambas hemos caído en un
profundo sueño. Hoy han pasado demasiadas cosas.

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107
Caer de Pie
Despréndeme
de todas mis extremidades,
arráncame la luz,
mortifica mi lengua
y póstrame en un rincón
donde sólo huela a podre
pero no me quites,
no,
el pensamiento.

Desgrano minutos en la oscuridad


malabarista,
huyendo contigo de la realidad
concupiscente,
tropiezo y recojo las migas de pan,
islas perdidas,
ya sólo me queda volverte a soñar
luna caliente.
Y, al descansar, mis tripas
suenan a cuarto vacío,
y al despertar mis risas
suenan las piedras del río.

Puedes llamarme si tienes


revuelto el corazón
o el hatillo repleto
de incertidumbres;
puedes hablarme si quieres
del fuego intestinal
o de la lengua de acero
que te destruye.

Acierto al ver como te vas


y al discurrir de los demás
me enciendo más y más;
desfallecer para perder,
contar las piedras y a correr,
caer de pie.

109
5

No es fácil hablar desde el silencio, desde la oscuridad profun-


da de mi habitación, desde el olvido. El olvido. Todos tendríamos
que tener una nueva oportunidad para decir aquello que nunca di-
jimos, pero no es así, la vida es mucho más cruel, mucho más hija-
deputa que todo eso. En realidad no merece la pena creer en algo
que sabes que tarde o temprano finalizará, no merece la pena poner
tus sueños al servicio de una idea ficticia que siempre depende de
alguien más. Y todas las ideas son ficticias. Y no merece la pena casi
nada.
Somos veneno. Desde nuestra misma vida, desde nuestra
misma muerte, somos veneno y poco más. Fabricantes de daño al
por mayor. Aunque no lo queramos. Aunque luchemos contra ello.
Siempre acabamos golpeando con fuerza contra los que más quere-
mos. Golpes que no dejan moratones. Golpes que duelen por dentro
y nos envejecen por fuera. Recuerdo aquella vez que le dije a mi
madre que no la soportaba, que iba a marcharme de casa, que mi
vida con ella era un infierno. Yo tendría catorce o quince años y un
fuego de rabia me quemaba por dentro. Así que la golpeé. La golpeé
con palabras envenenadas que muchas noches regresan para devol-
verme los golpes y robarme el sueño.

Debían de ser cerca de las tres de la tarde. Mi prima ya había


venido a despertarme un par de veces, pero yo no le había hecho ni
caso. Tenía mucho sueño. Se me había hecho de día en la calle, una
111
vez más. Desde que llegó Selene sentía la necesidad de exprimir el
tiempo al máximo, de aprovechar cada segundo. A ella le pasaba lo
mismo. Así que no importaban la hora ni el día. Ya llevaba demasia-
do tiempo en la cama, no tenía hambre, pero cuanto antes me levan-
tase antes podría ir al hotel y despertarla. Abrí los ojos y dejé que
el sol me cegase. Siempre duermo con la persiana levantada. Me
acerqué a la minicadena y le di al play. QUIERO COMER DON-
DE ME ENTRE HAMBRE, QUIERO DORMIR DONDE ME
ENTRE SUEÑO, HUYES DE MÍ COMO DE UN ENJAM-
BRE Y HARTO QUE ESTOY DE FOLLARTE EN SUEÑOS.
Me puse un pantalón corto y fui hasta la cocina.
- Pareces un pordiosero – acabo de levantarme y mi prima ya
empieza a tocarme los huevos, si sigue por ese camino tendré que
mandarla a la mierda a la primera de cambio – y ponte una camiseta
que van a venir a buscarme.
- A mí qué cojones me importa que vengan a buscarte.
- Pero a mí sí – seguro que venía su nuevo novio, uno que lle-
vaba toda la vida detrás de ella y que cada día era más insoportable
– mírate en el espejo, estás esquelético y con esas greñas pareces un
quinqui.
- Me la suda lo que parezca. ¿Viene a buscarte el pichaflo-
ja? – mi prima me había contado que su nuevo novio se ponía muy
nervioso y no era capaz de ponerse un condón – a ver si hoy tienes
suerte y no tienes que darte una ducha de agua fría al llegar a casa.
- Vete a la mierda – justo en ese momento sonó el timbre de la
puerta.
Era el Pichafloja. Nunca he entendido muy bien de dónde saca
mi prima a sus novios. Parece que les hace un casting. Antes de que
le abriese la puerta cogí un fuet, un poco de queso y una barra de
pan, y me fui a mi habitación. No me apetecía hablar con ese gilipo-
llas. VOY DE ASPIRANTE A DEBUTANTE Y NO DOY MÁS,
LLEGARÁ MI OPORTUNIDAD. Un rato después escuché que
mi prima me decía algo desde el pasillo y que después se cerraba la
112
puerta de casa. Salí al comedor y encendí la tele. Ya estaban otra
vez con el puto gol de Zidane. Me tenían hasta los huevos de tanto
mundial, tanto Francia campeona y tanto Balón de Oro. Siempre
igual. El fútbol es siempre igual. No sé por qué mierda pierden el
tiempo con eso si España nunca pasará de cuartos. Me metí en la
boca todo el queso que me quedaba, me levanté, cogí una camiseta
y salí de casa masticando pausadamente.
Hacía un calor insoportable. Cuarenta grados a la sombra por
lo menos. Llegué al hotel empapado en sudor y con las fuerzas jus-
tas para subir hasta la habitación. Todos los días iba a despertarlas.
Me habían dejado una llave, así que no tenía que llamar a la puerta.
Siempre las pillaba durmiendo. Cerré la puerta con suavidad y me
quedé observándolas a media luz. Dormían. Estaban las dos sobre
la misma cama, en tanga una y en bragas la otra, Selene bocabajo
y Eli de costado. Era una imagen preciosa, excitante, difícil de ol-
vidar. Me acerqué de puntillas, las contemplé de cerca, recorrí sus
cuerpos con la yema de uno de mis dedos, todo lo inocentemente
que pude. Después me agaché y besé con suavidad los labios de
Selene. Poco a poco fue abriendo los ojos.
- Buenos días – le dije en un susurro casi inaudible.
- Te quiero – respondió ella desde su sueño interrumpido.
Finalmente conseguí despertarlas. Se ducharon, se vistieron
y recogieron toda la ropa en sus maletas. Llevábamos una semana
compartiendo cada minuto del día, pero todavía no me acostum-
braba a la naturalidad con la que se cambiaban delante de mí, el
nulo pudor que mostraba Eli o la constante insistencia de ambas
por mostrar lo abierto de una relación que a mí no dejaba de des-
concertarme. No me molestaba, pero resultaba extraño que algunas
veces Eli besase a Selene con deseo, o que siempre durmiesen en
la misma cama, o que muchas veces Eli comenzase un juego sexual
que siempre tenía a Selene o a mí como protagonistas. Alguna vez le
comenté algo a Selene, ella siempre decía que eran cosas de Eli, que
ella era así, que no me preocupase. Yo no me preocupaba, pero me
incomodaba. No voy a negar que me gustase verla desnuda. La pri-
113
mera vez, en la Caseta del Tío del Perca, casi me corro allí mismo.
Yo liándome con Selene y Eli desnudándose para nosotros, porque
esa es la realidad, se estaba desnudando para que la contempláse-
mos. Flipante. Y tampoco puedo decir que no me excitase ver cómo
su lengua se introducía en la boca de Selene en un prolongado beso.
Fue la hostia. Pero después vinieron muchas otras veces. Y tampo-
co me gustaba que nos interrumpiese constantemente, que siempre
estuviese metiéndose en todo. Me tocaba los cojones. Yo no decía
nada. Era la amiga de Selene y lo último que quería es que Selene
se enfadase conmigo por no saber tratar a su amiga. Eran insepa-
rables. Demasiado inseparables. Y, para ser sincero, estaba hasta la
punta de la polla de la dichosa Eli. Aunque me callase.

Lo de escribir cada vez me gusta más. Empecé con lo que me


mandó el psicólogo el año pasado, pero me he enganchado a eso de
poner mis pensamientos por escrito. Es como vaciarse. A veces ni
yo mismo sé a ciencia cierta lo que quiero decir. Desprende de mi
cuerpo, una a una, todas sus extremidades; arranca la luz de mis
ojos; mortifica mi lengua y póstrame en un rincón oscuro donde solo
huela a podre. Hazlo, si quieres, si es tu deseo, pero no anules mi
pensamiento, ni la escritura, ni la posibilidad permanente de oír tu
voz. Te lo suplico.
No puedo soportar que me digan lo que tengo que hacer. No
lo aguanto. De hecho si alguien lo hace, yo suelo hacer lo contrario.
Aunque solo sea por tocar los cojones. Aunque no sea lo que quiero
hacer. Soy así. Por eso no podría imaginarme estar con alguien que
me controlase, o que hiciese conmigo lo que ella quisiera, o que qui-
siese cambiarme. Eso no funcionaría. Fijo que no funcionaría. Me-
nos mal que Selene no es así. Con su amiga es con la que no duraría
ni un día. Eli no podría ser mi novia en la puta vida, no aguantaría
sus continuos planes de futuro en los que ella decide absolutamente
todo. No podría. Si Selene desaparece me muero. Así, como suena,
a la mierda todo si ella no está. Y no me refiero a que esté físicamen-
te, sé que eso es imposible, sé que se tiene que marchar y tendremos
que volver a las llamadas y todo eso. Lo sé. Me jode, pero lo sé. Pero
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necesito saber que ella está allí, esperándome, soñándome, desean-
do escucharme. Lo necesito.
Podría aguantar perfectamente sin nada. Yo solo sin nada a mi
alrededor. Tan solo necesito mi imaginación y la seguridad de saber
que Selene está allí. Allí. En cualquier lado. Deseando volar hacía
mí y juntarnos donde sea. Puede que esto sea estar enamorado. Yo
que siempre me descojoné de estas cosas. Seguro. Nunca había ne-
cesitado a alguien con tanta ansiedad. Así, sin más ni más, como por
arte de magia. Y ya no puedo pensar en otra cosa. Y todo lo demás
no importa. Nunca me había sentido así. Es una sensación extraña,
como de felicidad y mierdas de esas y, al mismo tiempo, como de
mala hostia por la seguridad de que se va a terminar. Mucho antes
de lo que me espero.

Al salir del hotel fuimos a mi casa a dejar sus maletas. Era su


último día aquí. Se tenían que marchar. Su autobús salía a las tres
de la mañana de Zaragoza. Tan sólo nos quedaban unas horas por
delante. Mierda puta.
En mi casa solo paramos a dejar las maletas, eran más de las
cinco de la tarde y estas no habían comido nada. Fuimos al Riga
y se pidieron un par de platos combinados, yo me bebí tres tubos.
Después nos fuimos al parque a fumarnos unos canutos.
- Se me ha pasado la semana volando – era Eli la que hablaba,
nosotros permanecíamos callados – ha estado genial.
- Sí – contesté sin hacerle demasiado caso, estaba concentra-
do en la mano de Selene, su mano entrelazada con la mía.
- A ver cuando vienes a visitarnos tú.
- Eli… - Selene miró a su amiga con mala cara. Sé que detes-
taba que siempre se adelantase a todo el mundo, sé que no le gus-
taba que hablase antes que ella dejando entrever que Selene no se
acordase de esas cosas… de las cosas importantes. Sé que todo eso
no le gustaba. Aunque ella nunca lo dijese.
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- Claro que iré… cuando pueda… no sé…
- Déjala Alex, no le hagas caso, lo dice para picarte.
- No, no, lo digo de verdad – Eli nos miraba con esa sonrisa
suya tan forzada – ahora le toca a él ir a verte, ¿no?
- Ya vale Eli – Selene no quería seguir hablando de esto. Yo
tampoco.

Las cosas no siempre salen como nosotros queremos. Casi


nunca salen como nosotros queremos. Eso es así. Nos despertamos
con la esperanza de cumplir los planes en los que llevamos tiempo
pensando y, sin más ni más, se va todo a la mierda. Por eso yo nun-
ca hago planes. ¿Para qué? Un día te llaman por teléfono y horas
después tu madre está muerta y toda tu vida se ha ido a tomar por el
culo. Por eso no sirve de nada pensar en lo que vas a hacer mañana,
ni pasado mañana, ni nunca. Por eso me tocan tanto la polla las per-
sonas que empiezan a hablar y a hablar de un montón de gilipolleces
acerca de sus vidas futuras. Y no solo de sus vidas, de las vidas de
los demás, de las vidas de todo el mundo, de las vidas de los que
nos la suda lo que nos pase en la jodida vida. Por eso me revienta
la gente como Eli. Por eso y porque no me deja decirle a Selene
todo lo que siento. No es fácil decirlo. Y si ella está siempre delante,
siempre interrumpiendo, siempre dando su opinión, es mucho más
difícil. Me cago en mi puta estampa.

Eli parecía muy contenta, quizá fuera efecto de los canutos, o


quizá fuera así de gilipollas por sí misma. Empezó a bailar alrededor
de los columpios y luego se subió en el tobogán y se lanzó con las
piernas bien abiertas. Llevaba falda, así que nosotros y todos los
padres con sus hijos vieron las braguitas rojas de Eli. Estaba como
una puta cabra. Les propuse ir a la Caseta del Tío del Perca a ver
si estaban el Kiko o el primo del Rober, eran los únicos que tenían
carnet y prefería que nos bajase alguien a Zaragoza que tener que ir
los tres en un jodido autobús. Eli era capaz de cualquier cosa y no
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me apetecía que la liase con alguna vieja del pueblo o algo parecido.
Les pareció genial.
Cuando llegamos eran poco más de las siete y, de puta casua-
lidad, el Kiko estaba por ahí, jugando al Fifa y bebiéndose una lata
de Ambar.
- Yo os llevo, no hay problema – Kiko era un tío de puta ma-
dre, siempre podías contar con él cuando necesitabas un favor –
pero nos tenemos que pirar ya. He quedado con la Vero en su casa,
dice que no están sus padres. Tú ya me entiendes.
Pues nada, no había más que hablar. A casa a por las maletas
y rumbo a Zaragoza. La despedida cada vez estaba más cerca. Nos
subimos en el Clío de Kiko, Eli no paraba de hablar, así que cogí la
primera cinta que encontré y subí el volumen a tope. YO TOLERO,
TÚ TOLERAS, TODOS TOLERAMOS, Y AL QUE NO TO-
LERE, CIEN AÑOS DE CÁRCEL. De puta madre, a berrear, lo
mejor contra la mala hostia. QUÉ FELICES TODOS, CIEGOS,
MUDOS, SORDOS. Justo cuando íbamos a salir del pueblo, al
pasar por el Paradero, vimos al Iker en la puerta del Casino. Cuan-
do nos vio empezó a hacer gestos y salió a la calle corriendo. Quería
que parásemos. Eli le dijo a Kiko que siguiese. Por supuesto, le hizo
caso. NADIE ES VALIENTE, PERO LO TUYO ES PASARSE,
TIEMBLAS TANTO QUE DA RISA, DE VERDAD QUE ES
PA CAGARSE. El viaje se pasó echando hostias, un par de Luckys
y ya habíamos llegado. El Kiko nos dejó en la Plaza de España.
Aprovecharíamos para dar una vuelta por Zaragoza.

Durante toda esta semana no he escrito absolutamente nada.


Estaba más entretenido en vivir. Supongo que cuando escribo es
porque lo que vivo me parece tan superfluo que no llega siquiera
a llamarme la atención. Hay quien juega a la videoconsola para no
pensar en otras movidas. Yo junto palabras y lo hago sin tener ni
puta idea de lo que hay que hacer. No sé lo que se necesita. Los hue-
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vos suficientes como para poner por escrito que todo es una mierda.
Poco más.
He pensado muchas veces en todas las personas que mueren
cada día sin que les demos ninguna importancia. Nombres anóni-
mos que ni siquiera son mencionados en un periódico. Ni una es-
quela, ni un funeral, ni una lágrima. Al menos algunos podemos
pensar en que algún día alguien llorará nuestra ausencia, podemos
pensar en el recuerdo de los nuestros. Otros ni eso. Silencio absolu-
to. Como si no hubieran existido. De esos hubo muchos cuando la
guerra, cuando lo de Caudé, y todas las fosas comunes, y todas las
cunetas, y todos los agujeros en las paredes de los cementerios. Me
ha llegado a obsesionar. Es una obsesión cuando lo sabes y, antes
de saber, en la ignorancia, no es ni siquiera una sospecha. Es como
un silencio pactado desde hace años que nadie puede saltarse. No
hay buenos ni malos, tan solo víctimas. Víctimas de las balas y del
silencio. Víctimas como mi abuelo que vivió del recuerdo de una
obsesión. Víctimas como mi padre que luchó por una verdad que
nunca termina de nacer. Víctimas, como yo, que durante años viven
en la ignorancia y cuando abren los ojos se encuentran muertos en
su mismo pueblo, en su misma calle, en su misma familia. ¿Y dónde
está la libertad en todo esto? Quizá también muriese en alguna de
aquellas sacas, quizá ya solo sea un viejo recuerdo, quizá ya nunca
regrese, pues la realidad es una sucia mentira. Escribo de todo esto
y nunca sé pasar de la primera página, aquella que dice que necesito
correr para huir de un pasado que yace muerto. Después vuelvo a
abrir los ojos y quiero saber más. Quizá me matricule en Historia,
la nota me llega y total, tampoco pierdo nada.

Allí estábamos los tres, en mitad de la Plaza España de Za-


ragoza con unas cinco horas por delante. Yo sentía un nudo en el
estómago que no sabía muy bien de dónde cojones salía. Eli dijo de
ir a tomar algo a un bar que había todo de madera y que tenía pinta
de estar guapo. Nos pegaron una sableada de la hostia por tres cer-
vezas, pero al menos Eli se cameló al camarero para que guardase
las dos maletas hasta que tuvieran que ir a coger el autobús. Esta tía
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me deja flipado, no sé cómo se las arregla, pero siempre engatusa a
alguien para que le haga uno de esos favores que es imposible que
te haga un desconocido. Se despidió de él con un beso en los labios
y salimos de nuevo a la calle.
- Vamos hasta la Tienda Tipo, quiero mirarme un par de dis-
cos – no había nada que hacer, además Selene recibía la revista, pero
nunca había estado en una Tipo.
- Vale, pero después vamos al Tubo que recuerdo un par de
sitios que… - y empezó una nueva perorata de las de Eli en las que
cuenta lo bien que se lo pasó con nosequién en nosedónde. Yo paré
en un portal, agarré a Selene con fuerza y comencé a besarla como
si mi vida fuese en ello – dejarlo ya que sois unos pesados, os vais a
desgastar. Además Selene es mía.
Y la cogió por el brazo y le plantó un beso en los morros. Me
cago en su puta madre. No sabía si darle dos hostias o mandarla a
la mierda. En lugar de eso me reí, Selene se estaba riendo y, una vez
más siguió su juego. No entiendía nada.

Una de las noches en las que nos quedábamos los tres hasta
que se nos hacía de día, Eli se puso a cantar un tango o algo así. La
letra decía que la prefiero compartida a perderla para siempre. Lo
cantaba mirándome fijamente a los ojos. La muy hijadeputa. Iba
pedo, o eso parecía, pero eso no es eximente del delito. Después se
sentó en mis rodillas y siguió cantando. No sé qué cojones cantaba,
pero entre frase y frase iba jugando con mi pelo y acercándose cada
vez más a mis labios. En la última frase me besó muy despacio, tan
solo posando sus labios en los míos. Y se levantó de repente, y dijo
que la cantaba un argentino, y que era feliz con nosotros. Los tres.
Eso dijo. Los tres. ¿Pero de qué mierdas estaba hablando? Eli se
acercó a mí y me besó. Yo estaba excitado y no sabía qué pensar. No
sabía si decirle a Selene que su amiga era gilipollas o proponerle un
trío en condiciones. No sabía.
Lo de los tríos siempre ha sido una de las fantasías sexuales de
todo pajillero en condiciones. Pajillero y no pajillero, que las fanta-
119
sías sexuales duran toda la vida. Lo que pasa es que cuando tienes
pareja se suelen esconder. Eso dicen. Yo cuando tenga pareja le voy
a contar todo lo que pasa por mi cabeza, a ver si hay suerte y por la
suya pasa lo mismo.
Por mi cabeza pasan tantas cosas que a veces pienso que estoy
más zumacado que el copón. Y no me refiero solo a temas de follar
y esas cosas. Me refiero a todo de todo. Hace un tiempo vimos la
de Trainspotting en la Caseta del Tío del Perca. Qué película más
guapa. Joder. Nos moló un huevo. A mí a veces me gustaría hacer
como el pavo del bigote, al que se le cruza el cable en cualquier mo-
mento y se lía a hostias con cualquiera. A mí me pasa. No me lío a
hostias, pero lo pienso. Estaría guapo hacerlo. Te mira alguien mal
y coges y le revientas una botella en la cabeza. O alguien te insulta
porque tienes la moto mal aparcada y tú vas tranquilamente, colocas
bien la moto, te acercas al tío en cuestión le coges tranquilamente la
cabeza y se la chafas contra una farola. Cosas de esas. El Iker dice
que, para él, su hermano es el no va más, que sería capaz de hacer
cualquier cosa por su hermano, que si un día lo ve en una terraza
pegándole tiros a la gente, él se subiría y se pondría a pegar tiros sin
preguntarle el por qué lo hace, simplemente porque es su hermano y
si su hermano lo hace es que está bien. A mí eso me parece la gilipo-
llez más grande que he escuchado en mi vida. A mí la familia me la
suda. Pero le dije que si un día les veo a él y a su hermano pegando
tiros desde una terraza, yo también me subo con ellos y tampoco les
pregunto nada. Me pongo a disparar solo por ver cómo la gente cae
al suelo con las tripas fuera. A mí no me gusta la gente. Cada vez me
gusta menos. Pero cuando pienso estas cosas me doy miedo; me des-
cojono, pero también me acojono un poco. Porque de momento no
me ha dado por hacer estas idas de pelota, pero a lo mejor un día me
da el puntazo y a tomar por el culo. Si alguien escuchase mis pensa-
mientos de fijo que me metían en un manicomio o algo así. Menos
mal que Selene no escucha lo que pienso. Bueno, si estoy con ella
no pienso estas cosas, si estoy con ella solo pienso en ella. Y, de vez
en cuando, en decirle a su amiga que se vaya a follarse a cualquiera
y que nos deje a nosotros en paz.
120
En la Tienda Tipo me pillé el disco homenaje a Rosendo, ese
en el que salen un montón de grupos de puta madre, un discazo.
El tío de la tienda era bastante enrollao y me recomendó algunos
discos. Al final cogí también la primera parte de La Ruta del Ché,
de los Boikot. Selene se pilló uno de unos que se llaman The Black
Crowes y La Danza de la Araña de los Buenas Noches. Mucho me-
jor la segunda elección que la primera. Eli no se compró nada, sólo
miró unas camisetas que no le convencieron y se sentó a esperarnos
en un rincón de la tienda poniendo cara de aburrida. Al final nos
fuimos al Tubo antes de lo que a mí me hubiera gustado.
En el Tubo recorrimos unos cuantos bares, pero pronto nos
dimos cuenta de que nuestra paupérrima economía no iba a dar
para mucho más. Así que, finalmente, entramos en un Eco-Dagesa,
pillamos unos litros de cerveza fría y nos fuimos a la Plaza de la
Magdalena. Se estaba haciendo de noche.
- Espero que no nos roben las maletas – a Selene no le había
gustado la idea de dejar su maleta en manos de un desconocido,
pero Eli había dicho que era lo mejor que podían hacer.
- Seguro que no – Eli estaba muy segura, confiaba en sus
armas de mujer más que en cualquier otra cosa del mundo - ¿qué te
pasa Alex? Estás muy callado.
No me apetecía hablar. Sencillamente eso. Estaba como au-
sente, como si todos estos minutos de espera no fueran conmigo.
El tiempo se me estaba escapando y deseaba coger a Selene de la
mano y salir corriendo. Huir de una absurda realidad que iba a se-
pararnos de nuevo. Una realidad que hablaba de compartir algo que
quería únicamente para mí. Selene se iba a marchar con Eli, iban
a poner quinientos kilómetros entre nosotros y yo me iba a que-
dar con las migajas, con el recuerdo de sus besos y poco más. Ellas
podrían seguir compartiéndolo todo mientras yo miraba desde la
distancia. Compartiendo algo que no entendía y que me confundía
constantemente. No sabía lo que pensaba Eli. No podía saberlo. La
observaba en silencio cuando bailaba y cantaba, cuando le hablaba
a Selene, cuando la besaba. Las veía a las dos y veía a dos amigas,
121
pero también veía a una persona que quería robarme a Selene. Que
quería compartirla. Y Selene no parecía darse cuenta, o no recono-
cía mis pensamientos, o le gustaba poder tenernos a los dos y dis-
frutarnos a cada uno en su momento. Selene no sentía una atracción
sexual hacia Eli, eso seguro. Sé muy bien cuando su cuerpo está
ardiendo y cuando desea el cuerpo del otro. Lo sé muy bien. Pero sí
que existía una atracción de otro tipo que no sabría explicar. No era
solo amistad. Era como si Selene la necesitase, no sé muy bien para
qué, pero era como si la necesitase.

No sé si Selene siente lo que yo siento. Estaría bien saberlo,


pero no es posible. Si lo supiese no existiría ningún miedo. Lo de los
miedos es como lo de las sorpresas, solo existen mientras los interro-
gantes permanecen inmutables. Después se olvidan. Aunque nacen
otros miedos, y otras sorpresas. Puede que si no sintiésemos miedo
terminásemos volviéndonos locos, o matándonos a garrotazos unos
a otros, o puede que el mundo fuese perfecto y entonces explotase y
dejase paso a otro mundo plagado de imperfecciones.
Aún no se había marchado y ya empezaba a soñarla. A verla
entre la neblina de la soledad. A asomarme a la ventana y recordarla
como una luna roja y caliente que se acerca para que la devores a
bocados grandes y placenteros. Ya solo me quedaba eso. Soñarla. Y,
sin embargo, todavía no se había marchado.

Tiramos los cascos de las litronas a una papelera y nos pusi-


mos a andar sin rumbo fijo. Yo tenía la mirada clavada en el suelo y
Selene no se separaba de mi lado. Abrazaba mi brazo con fuerza y,
de vez en cuando, se estiraba para besarme en la mejilla. Sabía que
estaba triste. Muy triste.
- Puede que algún día todo esto cambie – empecé a hablar
sin estar muy seguro de lo que decía – esto no va a ser siempre así.
Yo puedo irme a vivir allá o, yo que sé… ahora tú vas a empezar
la carrera y eso, pero después… además en vacaciones intentaré ir
siempre… siempre…
122
- Claro, hombre, no te preocupes – pero ¿qué coño tenía que
decir Eli?, ¿qué coño le importaba a ella?, ¿qué cojones hacía opi-
nando sobre nosotros? – podemos irnos a vivir los tres a París, o
mejor, mucho mejor, viviremos en Venecia. Eso es. Viviremos en
Venecia y tendremos hijos y será la hostia. Todo será la hostia.
Preferí no contestar. Si le hubiese dicho lo que pensaba, Sele-
ne me habría dejado. Seguro que me dejaba. Era su amiga. Era muy
importante para ella. Así que seguimos caminando hasta llegar a
la Plaza España. Ninguno de los tres había marcado una dirección
concreta, pero habíamos aparecido allí. No había remedio. El tiem-
po se nos acababa. En media hora salía el autobús.

Los malos tragos siempre he preferido pasarlos lo más rápi-


damente posible y a poder ser solo, en soledad, en silencio. Con Eli
eso era imposible. No me quedaba más remedio que aguantarme.
No iba a poder despedirme de Selene como a mí me gustaría, decir-
le aquello que me quemaba en la boca, apretarla con fuerza hasta
casi meterla dentro de mí. Quedarme con su esencia. Y no iba a
poder hacerlo porque Eli me bloqueaba. Me pasa con la gente que
no me gusta. Me quedo en tensión absoluta, pendiente de todo lo
que hacen o dicen, serio, distante. No es algo racional. Si lo fuera
me comportaría de otra forma. Disfrutaría de cada segundo que me
quedaba de Selene. Ignoraría. Pero no sé ignorar, aborrecer se me
da mucho mejor.

Eli entró en el bar a por las maletas. Dijo que era mejor que
entrase ella sola. Mejor así. Aproveché para emborracharme de Se-
lene. Besarla y abrazarla, pero sobre todo, para hablarle. Le dije que
siempre iba a estar allí. Que me llamase siempre que lo necesitase,
siempre que algo le preocupase, siempre que le sucediese cualquier
cosa. Le dije que era lo mejor que me había pasado en la vida. Que
sabía de sus miedos y los compartía. Que era capaz de conseguir
cualquier cosa. Que no hiciese caso de nadie, que solo creyese en sí
misma, y en lo que le dictase su corazón. Que lo que pensasen en su
123
casa, fuese lo que fuese, no importaba, que nada podía destruirla y
mucho menos palabras. Que eran solo palabras y que siendo invisi-
ble se disfrutaba mejor de la vida. Que la quería, le dije que la que-
ría. Vamos, un montón de gilipolleces que nunca pensé que saldrían
de mi boca, un montón de frases hechas de las que me avergonzaba
nada más pronunciarlas. Una colección de palabras que solo servían
para dejar a las claras que estaba perdidamente enamorado. Cuan-
do terminé me dí cuenta de que estaba llorando. Selene me miraba
asustada. Y, justo cuando iba a decir algo, salió Eli del bar sonrien-
do y diciéndonos que pidiésemos un taxi cuanto antes.

Y se marcharon. Las dos. Con la misma facilidad con la que


habían llegado, se marcharon. Y allí me quedé yo, sentado en una
acera de la Plaza de Toros durante horas. Con la mente en blanco.
Vencido y desarmado.
Llegué al pueblo cerca de las cinco. El Kiko vino a buscarme y
nada más llegar nos fuimos a El Agujero. Estaban a punto de cerrar,
pero el cuerpo me pedía echar un trago. Y al entrar me encontré con
el Iker, estaba ciego como un perro y tuvo que venir hasta mí y pre-
guntarme si ya se habían marchado mis novias. Los demás se rieron
y yo le solté dos hostias. La primera a mano abierta y la segunda con
el puño cerrado. Su puta gorra del Madrid salió por los aires y su
nariz empezó a sangrar de forma desproporcionada. Alguien vino a
sujetarme y lo aparté. Estaba de mala hostia. De muy mala hostia. Y
me fui del bar dejándolos a todos en su puto agujero de los cojones.
Eché a correr como un animal. No quería ir a ningún sitio.
Solo correr. Sentir toda la velocidad que mis piernas me permitían.
Quedarme sin aliento. Y romper a llorar, esta vez solo, sin nadie que
me viese, sin necesidad de contener el llanto. Y me detuve. Y empe-
cé a golpear la pared. Iba a explotar, la rabia me comía por dentro,
no podía más.
Al llegar a casa todos dormían. Me encerré en mi habitación y
me tumbé en la cama sin desvestirme. No podía dejar de ver la ima-
gen de Selene marchándose lejos. Muy lejos. No podía dejar de pen-
124
sar en Eli y sus jodidas maquinaciones. No podía dejar de escuchar
las voces de todos los demás hablando de mí, de nosotros. No podía.
Esa noche tampoco pude dormir. Pero me levanté con una
idea muy clara en la cabeza: no pasaba nada, nada me afectaba, todo
seguía igual. Si una cosa tengo clara es que por muy grande que sea
la caída, siempre caigo de pie. Por mis huevos que caigo de pie. Metí
un cd en la minicadena, me puse los cascos y la puse a toda hostia:
NO PIENSES QUE ESTOY MUY TRISTE, SI NO ME VES
SONREÍR, ES SIMPLEMENTE DESPISTE, MANERAS DE
VIVIR.

125
127
El Baile de la Libertad
Todos de pie ya no hay quien me destrone,
soy yo la lluvia que apaga sus mentiras,
nadie podrá cercarme el horizonte
ni detendrá el eco de mis tripas.

Bailad un baile de libertad


Uo uo de libertad
Cantad un cante de libertad
Uo uo de libertad.

Lejos de mí, no entenderé a razones,


no tendrán tiempo ni de tragar saliva,
caminaré por encima de sus voces
y volveré a reírme de sus risas.

Bailad un baile de libertad


Uo uo de libertad
Cantad un cante de libertad
Uo uo de libertad.

De rodillas me tiene
la voz que iracunda me advierte
que de cada pregunta que asfixio
renace indeleble

el susurro martillar
de las canas y los callos,
el bolsillo agujereado que huele
a tiempo malgastado.

129
6

Si tuviera que elegir un color para definir cómo me siento sería


el azul. Azul. Perdida en mitad de la nada con la mente en cualquier
sitio menos pegada a mi cuerpo. Dejando que el orvallo me cale poco
a poco, como una verdad que no quieres aceptar aunque te vaya de-
jando sin argumentos. Decidida a mirar hacia delante, a hacer caso
únicamente a lo que vean mis ojos, a lanzar dentelladas a quienes me
vean como quien no soy. Inundada de su frío, de su soledad, de su
tristeza. La del color azul, digo.
Hace más de dos semanas que todo terminó. Y no pasa nada.
Todo ha vuelto a su lugar. El lugar donde nadie puede hacer nada
más que ver pasar el tiempo. Es como una vieja casa de muñecas que
contemplas día a día sin poder jugar. No puedes jugar porque tu ma-
dre te lo tiene prohibido. Podrías romperla. Y no juegas. Te sientas
delante de ella y la observas. Sabes de memoria hasta el más mínimo
detalle, pero la observas. La pequeña mesita, las sillas, el juego de té
que si pudieras coger se sostendría en la yema de uno de tus dedos. Y
deseas que el polvo cumpla su papel para que, al menos, tengas que
limpiarla y puedas sostener sus preciosos componentes. Eso nunca
sucede. Cuando llegas a tu habitación la casita siempre está relucien-
te, perfectamente limpia. Siempre lista para que lleguen las visitas y se
queden boquiabiertas ante tanta belleza, tanta limpieza, tanta perfec-
ción. Yo tengo una casita de muñecas así. Ayer la cogí y la puse en la
habitación de mis padres. La casita, digo. Mi madre no tardó en pre-
guntarme. Le dije que no me gustaba, que nunca me había gustado.
Ella no contestó. Ahora la casita luce sus preciados bienes intocables
en un destacado lugar del comedor.
131
Tengo la sensación de que algo importante ha sucedido, de
que algo ha cambiado. Lo noto en los ojos de los demás. Me miran
diferente. No dicen nada, pero sé que ven que algo ha cambiado. A
lo mejor ya no soy invisible. Quizá acaban de descubrir que existo.
O puede que simplemente piensen que estoy más rara todavía.
Las cosas que no se dicen es como si en realidad no fuesen
verdad. Yo no le dije a Alex que le iba a echar tanto de menos que ya
me estaba empezando a partir por la mitad. No se lo dije cuando nos
despedíamos. Tampoco se lo dije después, cuando hemos hablado
por teléfono todos estos días. Hemos vuelto a hablar casi todos los
días. Pero está raro. No sé qué le pasa. Me cuenta cosas de lo que
hace, pero no me dice nada de sus pensamientos, ni de lo que siente,
no me dice nada de lo que realmente importa. Y a mí eso me preocu-
pa, y me pone nerviosa, y me entristece. Por eso permanezco callada
casi todo el tiempo, contesto como desde la lejanía. Alex dice que
estoy rara. Puede ser. Puede que ya no me quiera. Puede que nunca
me haya querido. Debería habérselo dicho. Lo de que cuando me
marché me partí por la mitad, digo.
No puedo aguantar más esa presión que me lleva persiguien-
do durante toda mi vida. Siempre tengo la extrema necesidad de
no defraudar a mis padres. Nunca he hecho nada malo y nunca ha
habido ningún motivo para temer una decepción, un fracaso. Y, sin
embargo, siempre que creo que podría equivocarme, siento un pro-
fundo pánico a lo que pensarán mis padres cuando se enteren. No
lo puedo soportar durante más tiempo. Lo de la presión, digo. Por
eso voy a sacarla a patadas de mi cabeza. Eso hubiese dicho Alex.
Sacarla a patadas. Y ya está. Se acabó. Ya no me importa lo que
piensen o lo que digan. Ahora soy yo y nadie más. Aunque quisiera
ser yo y Alex. Y nadie más.

Cuando mis padres me preguntaron por el viaje, por cómo


había ido, por cómo lo habíamos pasado, por todo lo que habíamos
visto y todas esas cosas, yo les dije que bien. Todo genial. Me pare-
ció una buena explicación, no hacía falta más. Tampoco insistieron,
tampoco quisieron saber si había hecho fotos, tampoco volvieron
132
a sacar el tema. Mi hermano había llegado el día anterior de An-
dalucía, se había ido unos de días con unos amigos y había traído
millones de fotos, de anécdotas, de recuerdos y de historias. Todas
muy interesantes. Para ellos. Yo preferí subirme al monte a oler el
aire y la hierba que quedarme formando parte de esa pantomima.
Además, era mero decorado. Yo, digo. Es en esos momentos cuando
siento la necesidad de gritarles que no saben distinguir nada, que no
comprenden nada. Pero me callo. Y les dejo con su mediocridad y
sus postales, con su meterse la camisa por dentro y su risas de es-
caparate. Les dejo y me voy a otro lugar. Mi lugar está al lado de la
montaña, junto a la inmensidad, cerca de todo lo intangible, donde
la soledad campa a sus anchas y siempre hay un hueco para llorar
en silencio.
La mayoría de las veces que quiero estar sola me voy a la
fuente de la Pipa. Está bastante alejada de casa, hay que bajar por
un camino lleno de ortigas, acebos y rastrojos; después, al llegar a
una curva en la que hay un pequeño abrevadero, tienes que meter-
te en la eucaliptera de la izquierda y seguir bajando como puedas
durante unos diez minutos. Llegas agotada, pero merece la pena.
La Pipa es como un remanso de paz. Un oasis en mitad de la mon-
taña. Una boca repleta de sueños envuelta en la más absoluta de las
naturalezas. Y por naturaleza entiendo todo aquello que nos hace
libres. Si miras a tu alrededor solo ves árboles, piedras, hierbas,
matorrales y agua. Porque la Pipa son dos manos que recogen toda
el agua que baja del manantial y te la enseñan, toda junta, en un
recipiente de piedra ocre y olor metálico. Esa es la fuente a la que
antes bajábamos a por agua, cuando yo era pequeña; ahora ya no,
ahora ya tenemos agua corriente y teléfono, y esas cosas. Y la Pipa
lo prefiere. Que no le robemos el agua, digo. Ahora luce mejor que
nunca, se ha hecho más grande, más profunda. Y ahora es solo mía.
Muchas veces, en verano, me desnudo y me sumerjo en ella. No es
demasiado grande, pero a mí me basta; el agua roza mis pechos y me
arrodillo y me introduzco por completo para escucharla solo a ella,
para sentirla solo a ella. Aquí es donde acudo cuando quiero estar
sola. Aquí no llega nadie. Bueno, alguna vez pasa Víctor porque
tiene una cuadra cerca de aquí, una cuadra a la que solo se puede
133
llegar por el mismo camino por el que yo bajo a la Pipa. Pero lo es-
cucho llegar desde lejos. Oigo sus pisadas, aunque sean pausadas.
Además, no me importa que en ocasiones llegue Víctor. Me gusta
que se siente a mi lado y saque un par de cigarros y me cuente algo
o me pregunte cómo me siento. Siempre me ha preguntado cómo me
siento. Mis padres no.
Lo de Alex lo llevo bastante mal. No digo nada a nadie, pero
lo llevo bastante mal. Es curioso que cualquier cosa me recuerde a
él, o que siempre sienta una apatía constante que me impide hablar
con los demás, o que los días me parezcan iguales y extremadamen-
te largos. Tengo ganas de que acaben las vacaciones y de empezar
el curso de nuevo. La Universidad. Eso sí que va a ser un cambio.
Todavía no me he hecho a la idea, pero en realidad es como un paso
más, un paso más para salir de aquí.
A mis padres ahora les ha dado por decirle a todo el mundo
que voy a estudiar Filosofía porque me lo ha recomendado un pro-
fesor del instituto que dice que ahora es una de las carreras con más
futuro. Son ridículos. Absolutamente ridículos. No se dan cuenta de
que sus mentiras no llevan a ningún lado. No les encuentro sentido,
a sus mentiras, digo. Y siempre hacen lo mismo. Si uno de sus hijos
hace algo que ellos creen que no es lo correcto, ellos se montan una
historia paralela que sirva para explicar dicha acción al resto del
mundo. El qué dirán. Siempre están con el qué dirán. Es mucho
más importante que nosotros, que ellos, mucho más importante que
cualquier otra cosa. Así que inventan una conversación, o una no-
ticia, o una persona que les ha dicho, o un suceso misterioso, o lo
que sea. Inventan lo que sea con tal de no sentirse avergonzados.
No tienen motivos para ello, pero son capaces de avergonzarse por
la estupidez más absoluta. Puede que esa sea la explicación a esa
opresión que me ahoga cuando sé lo que van a pensar. Esa opresión
se llama miedo. También son maestros en el arte del chantaje emo-
cional. Cada uno a su manera. No es que tengan papeles definidos,
los intercambian en función de la ocasión, lo que hace más difícil
todavía saber por dónde van a venir los tiros; crean la tensión nece-
saria como para desarmarte y salirse con la suya. Siempre se salen
con la suya. Aunque últimamente ya no, al menos conmigo.
134
Desde que regresé de mi viaje de ida y vuelta a la felicidad he
decidido que no van a conseguir amargarme la vida. Voy a dejar de
ser invisible, ahora me voy a vestir con una coraza bien dura, que se
vea de lejos y que muestre a todos ellos que por mucho que golpeen
no me van a hacer daño. De momento la coraza está formada por si-
lencios y huidas estratégicas. Ya la iré perfeccionando con el tiempo.

Ahora ya estoy más tranquila, pero estuve muy preocupada.


Con lo de que no me bajaba la regla, digo. Y yo sin saber qué hacer,
porque con eso del seguro particular tengo que ir al médico a Ovie-
do, y me tiene que llevar mi padre porque tiene que firmar, y a ver
qué cara pone cuando el ginecólogo le diga lo que le pasa a su hija
desflorada. Pues eso, que me quedé callada y me limité a esperar.
A esperar y a darle vueltas a la cabeza. Porque todo podía ser. Que
la pastilla esa del día después funcionará muy bien, pero que de
sangrar nada de nada. Vaya rallada. A Alex tampoco le dije nada.
¿Para qué? Solo hubiera servido para rallarle a él también. Además,
igual ni le importa, igual lo que quiere es olvidarse de mí y ya está.
Estamos muy lejos. Demasiado. Al que sí se lo conté fue a Víctor, a
veces me olvido de que es el padre de Alex, en realidad es como si
no lo fuera. No sé por qué se lo conté. Supongo que porque siempre
acabo contándole mis cosas.
Él también me cuenta sus cosas. Víctor, digo. Sus cosas siem-
pre miran al pasado, a un pasado en el que Víctor era otra persona.
Nadie sabe nada de él. Pero a mí me lo cuenta todo. Me contó lo de
cuando dejó morir a su padre por todo lo que había hecho. Eso es
asesinato, no hay otra palabra. Pero él tiene la conciencia tranquila
y, cuando lo explica, comprendes sus razones y acabas pensando
como él. Que se lo merecía. También sé muchas otras cosas de cuan-
do conoció a la madre de Alex y de cuando estuvo metido de lleno
en la lucha antifranquista, y de cuando nació Alex y le pareció que
un abismo se abría ante sus pies, y de lo de la heroína. Pero eso es
otra historia.
Siempre tiene una gran habilidad para cambiarme de tema
cuando me ve demasiado preocupada. Me dice justo lo que necesito
135
oír, me lanza un consejo o un aviso de esos que se quedan grabados
a fuego en tu cerebro y, después, pega un enorme salto para arras-
trarte con él a un tema completamente distinto. Por ejemplo, Luis,
el viejo Luis de la casa de abajo. Ese es uno de sus temas favoritos.
Luis y Víctor pasan muchas horas juntos, hablando, siempre
hablando del ayer, siempre hablando de la guerra y la posguerra, de
la represión y la libertad. Siempre hablando de todo aquello. Tenían
muchas cosas en común, aunque les separasen unos cuarenta años
de edad. Eran tercos como mulas, capaces de cualquier cosa con tal
de conseguir su objetivo y siempre pensaban en los demás. Víctor
me contó muchas veces la historia de Luis.

A Luis le pilló la guerra con veinte años y la paternidad recién


estrenada. Con veinte años y los ideales necesarios como para saber
por qué merecía la pena luchar. Se alistó en una de las brigadas del
Frente Nacional que defendían la Cordillera Cantábrica y se fue
de Calabrez dándole un beso a su esposa y pidiéndole que cuidase
de la niña, que él se iba a luchar para que su futuro fuese mejor. Ya
nunca más volvió a verla. A su esposa, digo. Al parecer, cuando las
tropas franquistas entraron en Asturias, unos falangistas de Riba-
desella recorrieron las aldeas en busca de las esposas de aquellos
que conocían y sabían de su condición de rojos. Las buscaban y las
encontraban. Les rapaban el pelo al cero y les obligaban a beber
aceite de ricino que les arrancaba las tripas por dentro. Eso, y les
pegaban. Les daban unas palizas desalmadas hasta reventarlas en
el suelo. Para que aprendiesen sus esposos, les decían. A la mujer
de Luis la fusilaron junto a tres milicianos más que habían parado
en casa de Luis a comer algo, huían del enemigo y el enemigo les
encontró. Luis se enteró meses después.
Cuando llegó a Calabrez subió al monte donde habían fusilado
a su mujer y clavó cuatro cruces de hierro. Por su mujer y sus tres
compañeros. Cuatro cruces que todavía hoy pueden verse desde la
lejanía. Cuatro cruces que piden a gritos que se sepa la verdad, una
verdad de la que nadie habla en la aldea, ni los viejos ni los jóvenes.
Solo Víctor. Y Luis, si le preguntas.
136
Su hija tampoco estaba. Cuando Luis llegó a Calabrez, digo.
Una de sus hermanas había huido a Argentina con su esposo y sus hi-
jos, se llevó a la diminuta huérfana de su hermano. No lo consultó con
nadie, era lo mejor para ella, aunque nunca más volviese a ver a su
padre. Luis volvió al frente con rabia, queriendo morir en cada triful-
ca, esperando al enemigo sin miedo, sin nada que perder. Ya lo había
perdido todo. Y lo cogieron preso, y se escapó, y lo persiguieron, y se
escondió con otros compañeros en una de las cuevas de la zona norte
de León. Después terminó la guerra, pero no la represión. Querían
exterminarlos a todos y hacer como si nada hubiese ocurrido. Luis
siguió en el monte, eran más de treinta, alguien trajo instrucciones
e intentaron seguir organizados para continuar luchando aunque la
guerra hubiese terminado. Tenían que seguir luchando por la liber-
tad. Era su deber. Era en lo único en lo que creían.
Eran guerrilleros, o maquis, o emboscados o, simplemente, ban-
doleros, como les llamaban los otros, los enemigos. Y pasó veinte años
de cueva en cueva, de asalto en asalto, de aldea en aldea, de derrota
en derrota. Hasta que algunos huyeron a Francia, otros murieron,
otros se entregaron y fueron fusilados y, todos, absolutamente todos,
acabaron olvidados. Luis, un buen día, les dijo a sus compañeros que
regresaba a Calabrez. No le creyeron, pero comenzó a andar y nunca
más supieron nada de él. Tan solo quedaban cinco, tras marcharse
Luis, cuatro.
Abrió la puerta de su casa como si no hubiera pasado el tiempo.
Todo estaba igual, lleno de polvo, pero igual. Los vecinos de la aldea
le miraron asustados, pocos se atrevieron a acercarse a preguntarle y
ninguno le ofreció ayuda. Tan solo el hijo pequeño de los de Casa Ave-
lino se acercó al caer la noche y le dijo que se marchase, que si no se
marchaba ya mismo le matarían. Habían pasado veinte años, pero el
odio permanecía vivo, plenamente vivo. Se marchó a Argentina y no
regresó hasta 1976, y lo hizo en compañía de su hija, con quien toda-
vía vive a día de hoy. Más o menos esa es su historia, la de Luis, digo.

A Víctor le conté que habíamos perdido la virginidad. Los dos.


Alex y yo. No se lo conté con detalles. Eso no. Me hubiese muerto
137
de vergüenza. Él tampoco preguntó. No faltaba más. Simplemente
le dije que había sido genial y que estaba enamorada, perdidamente
enamorada de su hijo.
Él no le llama. Alex, digo. No le ha llamado nunca. Y tampoco
le escribe. Le escribió un par de cartas al principio, creo. Pero ya no
le escribe. Me lo dijo Víctor. Estaba triste. A mí Alex tampoco me
ha vuelto a escribir desde que regresé. Me gusta cuando me escribe.
Pero se ha debido cansar de hacerlo. Víctor dice que estará confun-
dido, que es normal, que seguro que me echa tanto de menos que
no puede ni hablar conmigo como hablaba antes. No tiene ni idea,
en realidad Víctor no tiene ni idea, habla por hablar. Y para que yo
no esté triste. Pero eso no tiene solución, lo de estar triste, digo. Sin
embargo, lo que sí sé es que todo lo demás tiene solución.
El otro día me di cuenta de que ya no me importaba lo que
pensasen en casa. Me dí cuenta después de una bronca que me echó
mi padre. Me dio por reír, no sé por qué, pero me dio por reír. No
podía parar, empezó como una sonrisa que se escapaba entre mis
labios y, conforme el enfado de mi padre iba en aumento, mi boca
iba dejando salir una risa que me desahogaba y me liberaba. Así
lo supe. Y también cuando les dije que me dejasen en paz, que no
se metiesen en mi vida, que sabía lo que pensaban de mí y que no
podrían impedirme hacer lo que me viniese en gana con mi vida. Se
lo dije así, del tirón, en una de esas discusiones a la hora de comer.
Acabamos todos a gritos, pero vamos, no es algo poco habitual en
la mesa de mi casa. Lo raro era que en esa ocasión yo mandaba, yo
caminaba por encima de ellos y conseguía superarlo todo. Mi coraza
funcionaba. Mis padres seguían sin entenderme; además de no en-
tenderme como persona, ahora tampoco entendían mi cambio. Mi
profundo cambio. Pero yo no había cambiado. Lo único que había
cambiado era lo que ellos veían de mí, ahora yo lo mostraba, ahora
decía lo que pensaba. Mi hermano se reía, debía estar disfrutando
muchísimo con la situación. No me importaba. Tenía una coraza
nueva y funcionaba. Me hubiese gustado contárselo a Alex, pero no
le llamé. No quería cansarle.
138
En este mismo instante me gustaría salir a la calle y gritar a
todo el mundo, pero no gritarles de rabia ni nada de eso. Gritarles
para que despierten. Como yo. Gritarles para decirles que la liber-
tad de cada uno es lo más importante que tenemos. Que debemos
hacer lo que nuestro corazón, o nuestra conciencia, o lo que sea, nos
diga. Vamos, que luchemos por nuestros sueños, que llevemos la
vida que nosotros queramos llevar. A veces, imagino la cantidad de
vidas que se van a la basura por no saber frenar los deseos que unos
proyectan sobre los demás. Muchas. Muchísimas. Las obligacio-
nes que nos imponen porque es lo correcto. Los miedos que nacen
porque nos los susurran desde la cuna. Los errores que cometemos
siguiendo los pasos marcados por otros. Son tantas que asustan.
Las vidas tiradas a la basura, digo. Los que abandonan todo para
cumplir con los designios que la familia les tiene reservados para
que todo marche bien, formarían un enorme vertedero que olería
a lágrimas resecas, y a soledad, y a fracaso. Hijas que renuncian a
todo por cuidar la enorme casa familiar, hijos que renuncian a todo
por seguir el tradicional trabajo que empezó su padre o su abue-
lo. Quiero romper con todo. Quiero salir a la calle y gritar, gritar
para que todos griten conmigo y sepan lo que significa la palabra
libertad. Libertad es vivir. Libertad es bailar. Libertad es cantar.
Libertad es abrir los ojos y sentir que todo lo que hay a tu alrededor
merece la pena.
A Víctor le gustaría ver cómo lo hago. Lo de salir a la calle
pidiendo a todo el mundo que luche por su libertad, rogando que
comiencen una revolución que nazca de sus mismas entrañas, un
cambio que naciese de cada uno y que nos llevaría a un mundo
mejor. Todas esas cosas me las ha enseñado él. Por eso sé que sería
feliz si me viese en la calle llamando a todo el mundo. Pero no lo
hago. Me conformo con saber que yo estoy cambiando, que yo voy
a abrazar con fuerza esa libertad y que nadie va a quitármela. A los
demás se lo diré más adelante, de momento tengo bastante con lo
mío. Las historias de Víctor siempre acaban hablando de la libertad
como un fin que lleva siglos persiguiéndose, pero que todavía no se
ha alcanzado. Es cierto. Uno de mis cuadros preferidos es La libertad
guiando al pueblo, de Delacroix. Tengo una lámina enmarcada y col-
139
gada en mi habitación. A mi padre no le gusta porque dice que no
es normal tener una mujer medio desnuda en el cuarto de una niña,
eso dice; y también dice que si vienen visitas la quita porque vete
tú a saber lo que piensan. Me parto, ahora mismo me parto de esas
cosas. Muchas noches me quedo con la luz encendida observando
el cuadro, me imagino que soy yo quien porta la bandera con los
pechos descubiertos y que todo el pueblo me sigue enfervorizado; el
del sombrero de copa es Víctor, el niño no sé quién es. Pues eso, que
sería genial poder contar a todo el mundo lo que he descubierto, lo
que me ha enseñado Víctor, y que todos saliesen a la calle a celebrar
su nueva vida. Su verdadera vida. Su vida de libertad absoluta.
Él renunció a muchas cosas al luchar por la libertad. Víctor,
digo. Bueno, Luis también, pero ahora me refiero a Víctor. Al luchar
por su libertad y la de los demás. Y nunca nadie se lo agradeció. Y
solo recibió golpes, encarcelamientos y desesperanzas. No es fácil
que te de la espalda la familia de la persona de la que estás enamora-
do. Fue muy duro para él. No lo comprendió. Ella también pensaba
lo mismo, ella también quería soñar, ella también quería elegir su
vida. Pero fue una más de aquel basurero. Una más. Y Víctor siguió
peleando. Aunque el verdadero infierno vino después. Y fue la me-
jor excusa para que todos se reafirmasen en sus opiniones, para que
dijesen que ya se veía venir, para que dijesen que con el camino que
llevaba lo más normal era que terminase así. En las drogas. No tuvo
nada que ver una cosa con la otra. Simplemente tuvo mala suerte.
Mala suerte por caer en una época en la que el que salió con vida fue
de casualidad. Mala suerte porque nadie le supo comprender. Mala
suerte por ser un perdedor.

Con lo de entrar en la Universidad creo que voy a salir ganan-


do en todos los sentidos. Voy a estar mucho menos en casa y, cuando
esté, tendré demasiadas cosas que estudiar como para entretenerme
en las manías de mi madre. Ya se lo he dicho. A mi padre le he dicho
que ya puede ir mentalizando a mi hermano para que se ponga las
pilas con las ovejas, que alguien tendrá que subir al monte. Ellos
piensan que se me pasará, que volveré a ser su dulce niñita. Su dul-
ce niñita solo existía en su cabeza. Yo no soy el reflejo del pensa-

140
miento de nadie, creo que ya lo he dejado claro. Ayer llamé a Alex.
Le conté todas estas cosas y algunas más. Los dos teníamos ganas
de hablar. Bien. Me dijo que me echaba de menos, que me echaba
mucho de menos. Yo también se lo dije, y le dije que hubiese querido
decírselo cuando nos despedimos. Él me dijo que también quiso de-
cirme muchas cosas, pero que no dijo nada porque no estaba cómo-
do. No sé por qué dijo esto. Quizá porque le hubiera gustado estar a
solas conmigo. Bueno, el caso es que ya estoy mejor, mucho mejor. Y
Alex también. Hoy iba a ver un concierto a Zaragoza: Reincidentes,
Boikot y Disidencia. Me gustaría estar con él.
Las voces de los que más quieres son las que más daño nos
hacen. Esto es así. No es algo que se sepa de antemano, es algo
que vamos aprendiendo con el tiempo. Todo debería ser mucho más
fácil. Decirnos solo las cosas que nos pueden ayudar. Aunque eso
es relativo. Uno puede estar equivocado, bueno, mejor dicho, uno
siempre suele equivocarse al decir lo que es mejor para el otro. Eso
es lo que deberíamos aprender, a tener la boca cerrada, a no decir
nada. Aunque entonces estaríamos muertos.
A veces sueño con muertos. Creo que es por culpa de Víctor
y sus historias, pero no se lo digo. Me gustan sus historias. Pero es-
tán llenas de muertos. Muertos que no conozco, pero que vienen a
visitarme por las noches y me dicen que han perdido sus vidas para
nada. Y es verdad. Ellos dieron sus vidas y nosotros no lo sabemos.
No lo sabemos porque tenemos bastante con encender la tele y ver
una serie, o una película, o el telediario. Y luego tenemos un plato
con comida en la mesa. Y si queremos hablar con alguien, le llama-
mos por teléfono. Y si queremos ir a un sitio, cogemos la moto y
vamos. Podemos hacer lo que queramos. Y no hacemos nada. Tan
solo perder el tiempo en estupideces que no nos llevan a ninguna
parte. Y la libertad sigue desnuda, perdida y sola en algún lugar de
la memoria, en algún viejo libro de historia. O quizá ni siquiera allí.
Quizá nunca haya existido. Quizá solo sea una mentira.
Alex me ha escrito de nuevo. Y me hablaba de esas cosas. De
las que acabo de decir, digo. De los muertos que no volverán y de la
rutina de unas vidas desperdiciadas y de la libertad traicionada. De-
bería hablar con su padre. Se llevarían bien. Muy bien. Pero Alex
141
no quiere. Dice que nunca ha tenido padre y que ya es demasiado
tarde. Se equivoca. También se equivoca con lo de no tomarse en
serio lo de escribir. La mayoría de las cosas las tira a la basura. Las
que no tira me las manda a mí. Él no guarda nada. Lo guardo yo.
Algún día debería decírselo, decirle que se ponga a escribir hasta
que le sangren las entrañas. Que escriba de verdad, que sepa que si
no escribe se muere. Que lo sepa.

También he hablado con Víctor de mi amiga, de Eli. Él solo la


ha visto un par de veces y casi de pasada. Toda la información que
tiene es la que yo le he contado. Y, sin embargo, me ha dicho que esa
chica no me hace ningún bien. Por un momento he pensado en mis
padres y he sentido la necesidad de decirle que me dejase en paz y
largarme a mi casa. Pero me ha tocado la mano y me ha dicho que
yo valgo mucho más que lo que ella quiera hacer conmigo. Me lo
ha dicho muy despacio, midiendo cada palabra. Más de lo que ella
quiera hacer conmigo. Como si Eli también quisiese dictarme mi
destino, como si ella también quisiese dirigirme la vida y decirme
cuál es la mejor opción para mí. No sé qué pensar.
Últimamente está mucho más afectado por el pasado y eso.
Los fantasmas de Víctor le rasgan la memoria, pero no para borrarla
sino para que no la olvide. Y eso le atormenta. Dice estar agotado.
Dice haber cometido tantos errores que es incapaz de resolverlos.
Ayer me contó que llevaba un par de noches sin pegar ojo. Que las
preguntas le asaltaban la cabeza y que las respuestas siempre le lle-
vaban a un mismo punto: el punto de partida. Había desperdiciado
su vida, no había avanzado nada, llevaba años remando contraco-
rriente y ahora solo le quedaban las canas de la memoria y los callos
de los trabajos forzosos. Eso dijo. Me da pena, me da mucha pena.
Pero no puedo hacer nada.

Ayer escribí a Alex, respondí a su carta. Y lo hice para decirle


por escrito lo mucho que lo necesito. También le hablé de su padre
y de lo mal que lo está pasando. Él también lo necesita. Necesita
tenerle a su lado para arrancarse de encima una pesada carga que

142
va a terminar por hundirle. Sé que Alex no le llamará, sé que no
hará nada. Pero tiene que saber que van a ingresarle de nuevo y que
dice que ya no tiene fuerzas para seguir luchando. Que no merece
la pena porque nada ha tenido sentido. Dice haberse equivocado
durante toda su vida, y que todavía lo sigue haciendo. No quiero
tener que llamar un día a Alex para decirle que su padre ha muerto.
Quiero que venga a visitarle. Quiero que venga para poder estar
juntos de nuevo. Alex y yo.
Hoy he salido a la calle sabiendo que ya nada me da miedo. He
subido al monte a dar de comer a las ovejas y he bajado corriendo
por la otra ladera. Más de quince kilómetros hasta casa. He llegado
agotada, pero con una sensación tan satisfactoria que ni siquiera
he prestado atención a mi hermano cuando me decía que apestaba
a sudor. Él si que apesta, apesta a maldad enlatada. Eli me había
llamado por teléfono. Me ha dado el recado mi madre. Me he dado
una buena ducha, he ido a mi cuarto, he contemplado mi cuerpo
desnudo frente al espejo y me he puesto a leer Las edades de Lulú.
Me lo ha prestado Víctor. No tengo ganas de bajar a Ribadesella.
Tampoco me apetece llamar a nadie. Tan solo quiero estar encerra-
da en mi cuarto leyendo, desnuda sobre la cama. Echo el pestillo y
enciendo la luz del cabecero. Tengo todo el tiempo del mundo por
delante. Estaré buceando en los sueños de otros. Sueños húmedos.
Que nadie me moleste.

143
145
Desnudando el Ayer
Tal vez
me sobra tu sombra al dar
un traspiés,
me estorban las normas
y al anochecer
tatúo demonios
de humo y después

ya ves
me quema el sabor de tus ojos
de miel
ardiendo en la espera
del verbo, al caer
destrono penurias y vuelvo a nacer.
Desnuda de nuevo en mi mente
la ninfa de la soledad,
ayer sonreía en la niebla
y hoy es un ave rapaz.

El miedo, el veneno, buscar


la pared,
el pico que muerde, el rugido
del tren,
hablar con las moscas, saber
que no sé.
Despierto rodeado de espejos
que escupen miradas de cal,
la tierra de los cementerios
esconde mi miedo a esperar.

Detrás de la hojarasca,
delante el rocanrol,
asfixia mi garganta
el eco de tu voz.

Y hacer de la sangre un lienzo,


vaciar mi cuerpo de sal,
caminar en el desierto
morder la oscuridad.

Detrás de la hojarasca,
delante el rocanrol,
asfixia mi garganta
el eco de tu voz.

147
7

Siguen quedando demasiados interrogantes abiertos, muchos


de ellos alrededor de Víctor. Al principio podría parecer que el pa-
dre de Alex apenas tenía espacio en la historia, tan solo un papel
secundario; está claro que no es como Alex y Selene, los verdaderos
protagonistas, pero todavía tiene mucho que decir. Sin él, Selene
jamás hubiera llegado a ser lo que es, ni habría conseguido mirar el
mundo con ojos transparentes, ni hubiese conseguido desprenderse
de las cadenas y ahuyentar los miedos. Lo de la relación de Víctor
con su hijo estaba más complicado.

Desde que volvió a descubrir al hijo que no veía desde que era
un bebé, Víctor había entrado en una montaña rusa de pensamien-
tos y preocupaciones. Se sentía culpable. Culpable y solo. Todas las
noches encendía el fuego del comedor y se sentaba frente a la chi-
menea con la única intención de dejar escapar el tiempo mientras las
llamas bailaban. El pasado le atormentaba. Había sufrido mucho.
Corría el año 1974 cuando Víctor entró de lleno en todo un
movimiento de protesta estudiantil y lucha antifranquista. La Uni-
versidad fue la mejor puerta para experimentar una transformación
en la que Víctor descubrió que se podían hacer cosas para conseguir
un mundo mejor. No podía quedarse sin hacer nada, había que pa-
sar a la acción. Toda una generación recogió el testigo para ansiar
de nuevo la libertad robada, para enseñar los dientes y pelear por
lo que era de todos. El horizonte que se les abrió a estos jóvenes a
149
la llegada a la Universidad de Zaragoza era inabarcable. Ante ellos,
todo un abanico de alternativas, un foro de comunicación inimagi-
nable. Se convirtieron, unos más que otros, en auténticas esponjas
dispuestas a empaparse de todo lo que les rodeaba para luego, en
cada pueblo, en cada barrio, contarlo a otros jóvenes como ellos. En
esos años en Zaragoza, como en muchas otras ciudades, surgieron
un buen número de cine-forums creados por el empuje de jóvenes
universitarios; eran centros sociales donde la gente veía películas,
participaba en debates después de la emisión de éstas y, sobre todo,
hablaba con total libertad. Uno de esos cine-forums de Zaragoza se
llamaba Club Cine Mundo y Víctor estuvo implicado en su creación
y organización; ese fue el comienzo de todo. Las proyecciones solían
tener mayor carga política que las de otras asociaciones de similares
características. De hecho, en la práctica, era una forma de usar el
cine como instrumento de ataque al Régimen desde la legalidad y
mediante películas que habían conseguido pasar la censura; bien
porque ésta era más permisiva que antaño, bien por la sutileza mos-
trada a la hora de elegir los títulos a proyectar. Cuando el Club Cine
Mundo creció más de lo que habían pensado sus fundadores y el nú-
mero de socios llegó a alcanzar cifras importantes, decidieron poner
en marcha un nuevo sistema que permitiese propagar su actividad
antifranquista desde el cine y llegar al mayor número de lugares po-
sible de la geografía aragonesa. De modo que comenzaron a hacer
filiales del Club Cine Mundo por diversos pueblos aragoneses. Esta
tendencia difusora del Club Cine Mundo llevó a Víctor a crear uno
de los muchos satélites asociados que surgieron en los pueblos. Jun-
tó a varios jóvenes de su pueblo, consiguieron un local y puso en
marcha las mismas actividades que desarrollaban en Zaragoza. A lo
largo de este proceso fue cuando entró en contacto con la que sería
la madre de Alex. Y se enamoraron. La madre de Alex era cuatro
años menor que Víctor, venía de una familia bien posicionada que
no iba a ver con buenos ojos su relación con alguien al que conside-
raban un rojo melenudo que solo buscaba problemas, un revolve-
dor. Eso, y que la niña de la casa, con solo dieciséis años, no podía
perder la cabeza y hacer cualquier tontería que le arruinase la vida.
150
Víctor estaba orgulloso de su nuevo proyecto, satisfecho con
el apoyo que había recibido de la mayoría de la gente joven del pue-
blo y feliz cada vez que miraba a esa chica risueña a la que ya había
besado en un par de ocasiones y que siempre estaba dispuesta a
estar a su lado. A este nuevo club lo llamaron Los Revolvedores, el
nombre lo puso la madre de Alex, así era como les llamaban en su
casa, y a todos los miembros de la asamblea de socios les pareció
un nombre estupendo. El Cine-Club Los Revolvedores había naci-
do como un club en el que se hacían sesiones de cine siguiendo el
mismo esquema que en el resto de cine-forums que se extendían a
lo largo y ancho de la geografía estatal, pero en realidad era mucho
más que eso. Se trataba de un centro en el que un grupo de personas
con una implicación social y política bastante marcada comenzaba
a mover sus piezas a todos los niveles. Durante su corto período de
vida – con la llegada del primer ayuntamiento democrático dejaría
de existir debido a que muchos de sus miembros se implicaron ac-
tivamente en política – se realizaron numerosas actividades además
de un continuo análisis de la situación del momento que servía como
desahogo de ideas y formación de unos jóvenes que acabarían sien-
do el núcleo central de una incipiente y joven izquierda que preocu-
paba a los caciques y asustaba a todo el mundo. El ambiente rural
era denso y, estas nuevas ideas, chocaban de lleno con el carácter
inmovilista al que todos estaban acostumbrados.
Los cabezas visibles de este movimiento juvenil eran Víctor y
Paco el Trampas, además de la futura madre de Alex que, ya como
novia oficial de Víctor, se vio implicada en todas y cada una de las
acciones puestas en marcha por éstos y, como no, en todos y cada
uno de los problemas surgidos. El Trampas era algo más joven que
Víctor, pero habían sido amigos desde muy pequeños; ambos eran
de los pocos jóvenes del pueblo que habían podido ir a la Univer-
sidad y sus pensamientos e inquietudes iban de la mano. Todos los
demás jóvenes del pueblo los idolatraban, se creó una especie de
aura revolucionaria a su alrededor, un mito que iba creciendo y que
se multiplicó con la primera detención. Les cogieron en Zaragoza y
terminaron en la cárcel de Torrero. Cuando se produjo la detención,
151
ambos se encontraban cursando estudios universitarios, ambos
mantenían una estrecha relación con diferentes organizaciones de
izquierdas y acudían a todas las manifestaciones que se convocaban.
Ese día iban hacía la antigua Facultad de Medicina con un nume-
roso grupo de personas; iban a manifestarse y siempre había algún
policía vigilando. En un momento dado se acercó a hablar con ellos
uno de los cabecillas de la manifestación al que estaban siguiendo y,
justo cuando estaban hablando con él, pasó un coche de la policía
secreta que todos los manifestantes conocían a la perfección. No
hubo tiempo para reaccionar. Antes de llegar al final de la calle ya
estaban detenidos. Directamente los llevaron a comisaría en donde
los tuvieron retenidos tres días. La peor parte recayó sobre Víctor
debido a que estaba organizado en la clandestinidad y era miembro
activo del Movimiento Comunista (MC), por lo que recibió nume-
rosas palizas para sacarle información acerca de dicha organización.
En cambio, el Trampas, no militaba en ninguna organización, así
que sólo conoció la parte menos agria de las detenciones políticas;
un par de guantazos y empujones fueron el único recuerdo en forma
de represión física que se llevó de dicha experiencia. Víctor terminó
lleno de moratones y golpes por todo el cuerpo; le destrozaron, pero
no pudieron sacarle ni una palabra. Tras los tres días que estuvieron
en comisaría los llevaron a la Cárcel de Torrero en donde permane-
cieron encerrados durante otros cincuenta y seis días. Al cabo de
este tiempo salieron en libertad condicional bajo fianza, lo que les
permitía regresar a casa hasta que se celebrase el juicio. Una vez lle-
gado el juicio, al Trampas únicamente se le acusó de manifestación
y, en última instancia, le fue eximida la pena debido a que, cuando
fue detenido, contaba con diecisiete años y, por lo tanto, era menor
de edad (cumplió los dieciocho en prisión). En cambio, Víctor fue
acusado de manifestación y de pertenencia a organización ilegal;
por aquel entonces tenía veintiún años y fue condenado a un año de
prisión. No obstante, pudo atenerse a la revisión condicional de la
pena, que estaba disponible para aquellos cuyas penas eran de un
año o menores. Esto les permitía estar en su casa con la condición
de ir todos los días al Cuartel de la Guardia Civil; pero siempre con
el temor de que en cualquier momento les podían quitar ese privile-
152
gio. En agosto de 1975, cuando la situación nacional respecto a las
organizaciones terroristas pasaba por un momento especialmente
delicado, todos los que tenían ese privilegio, tuvieron que ingresar
en prisión. Así que Víctor volvió por segunda vez a la cárcel de
Torrero en donde estuvo encerrado hasta diciembre, cuando Juan
Carlos I, ejerciendo su papel de nuevo Jefe de Estado, dictaminó un
indulto que, aunque no fuese total como pedían los partidos políti-
cos y sindicatos, sacó de la cárcel a numerosos detenidos por causas
políticas. Entre ellos, se encontraba Víctor.
Esta traumática experiencia no hizo sino reforzar sus convic-
ciones políticas. Las suyas y las de su pareja. La madre de Alex ha-
bía sufrido la detención de Víctor y una represión activa por parte
de su familia. Ahora sabían lo que era la lucha política en primera
persona y ello, lejos de amilanarles, les insufló carácter y les dio los
ánimos suficientes para continuar participando de forma activa en
un cambio que tenía que llegar cuanto antes. Nada más obtener el
indulto, la madre de Alex se fue de casa y ambos empezaron a con-
vivir juntos y a compartir una lucha y unos sueños que rompían con
la familia, pero que abrazaban una causa común en la que creían
por encima de todo.
Siempre le estorbaron las normas y siempre sintió el peligro
como el más fiel de sus acompañantes. Ahora lo recordaba, después
de tantos años, y le costaba reconocerse en sus propios recuerdos.
Le costaba reconocerse a él, sin embargo, a la madre de Alex la veía
con nitidez, y también los sentimientos que entonces le surgían cada
vez que aparecía ante él. Conocía muy bien esa sensación. Y había
vuelto a experimentarla, aunque no quisiese reconocerlo.
Los pensamientos suelen jugarnos malas pasadas, pueden
llevarnos a terrenos farragosos que nunca deseamos pisar, saben
caminar de puntillas para abalanzarse sobre nosotros sin que nos
demos cuenta. Víctor fue cogiendo cariño a Selene poco a poco, en
un principio porque era la única persona que se acercaba a su casa a
visitarlo, después porque le escuchaba con la atención de sus cinco
sentidos y, más adelante, porque fue descubriendo una chica llena
de luz y de alegría, pero que permanecía oculta en un agujero de
153
miedos y temores. Y eso no lo podía permitir. Así fue como nació su
amistad. Luego los pensamientos iban cambiando las cartas y, cuan-
do se quiso dar cuenta, Víctor descubrió a una preciosa joven de los
mismos años que aquella niña risueña que se colgaba de su brazo y
le besaba sin temer a nada ni a nadie. Ese fue el detonante que hizo
que los recuerdos fuesen regresando poco a poco a su cabeza, una
cabeza confundida que nunca quiso dejar de ser joven.
La primera vez que se sintió atraído por Selene fue la prima-
vera pasada. Era un día con mucho calor y Selene fue a ayudarle
con la leña. Llevaba un pantalón vaquero muy corto y una camise-
ta recortada. Se pusieron a trabajar y no tardaron en comenzar a
sudar sin medida; el calor era asfixiante, un calor pegajoso que se
agarraba a la piel y no podías quitártelo de encima. Selene se quitó
la camiseta con naturalidad y siguió trabajando en sujetador. No
era algo raro, siempre lo hacía cuando trabajaba con su familia en
el campo, no había nada que esconder. Víctor no lo vio del mismo
modo. Por la noche se sintió sucio y culpable, no quería verse arras-
trado por esos pensamientos, pero no lo podía evitar. La imagen de
Selene empapada, su sujetador negro resaltando unas tetas firmes
que parecían reclamar su atención con cada movimiento. No podía
evitarlo. Tendría que acostumbrarse.
La relación entre ambos no cambió. Víctor se esforzaba para
que nada se notase. Era una cosa entre él y sus pensamientos. A
nadie más le concernía. Tampoco a Selene. Siempre surgían situa-
ciones en las que sus deseos rugían por dentro, pero nunca paso
nada, siempre supo hacer lo que debía hacer. No iba a cometer más
errores. Bastantes había cometido ya. Supo aprender a vivir con ese
deseo y a disfrutar en soledad de él. De preciosas imágenes con las
que edulcoraba la soledad de cada noche. De esperas minuciosas en
las que deseaba que el objeto de su deseo apareciese con su luz y
su cuerpo de cervatillo salvaje. Una de esas imágenes, quizá la que
más rescataba, era la de la absoluta desnudez de Selene bañándose
en la Pipa. Fue la casualidad quien la trajo. Él se agachó con sumo
cuidado tras unos arbustos y pudo ver toda la operación. Cómo se
quitaba la ropa, cómo dejaba al descubierto unos grandes pezones
154
coronando sus pechos pequeños y firmes, cómo se giraba mostrando
un culo perfecto de forma y color. Y después, cómo se introdujo en
el agua y permaneció durante el tiempo suficiente para que Víctor
bañase sus ojos de la lujuria más primitiva. Allí, sin moverse de su
escondite, sin emitir ningún ruido, se masturbó en silencio contem-
plando el espectáculo más maravilloso que había visto en su vida.
Después le compró una moto, quizá para sentirse menos cul-
pable. Y apareció Eli en la vida de Selene y pudo observar cómo
ésta iba transformándose. En algunas cosas para bien, en otras to-
davía confundida. Y siguió manteniendo largas conversaciones con
ella, alejando siempre sus pensamientos nocturnos. Después apare-
ció Alex y los vio besarse bajo el eucalipto, los vio desde la lejanía
con una humedad en los ojos que le llevaba de nuevo a otro tiempo.
Y siguió sabiéndolo todo de Selene, y del hijo que regresaba del
pasado. Todo llegaba de labios de Selene. Y los pensamientos se
diluyeron. Ya nunca regresaron en la noche solitaria. Ahora le ator-
mentaban otros pensamientos.

La convivencia con la madre de Alex no fue fácil. Por un lado


estaba la familia de ella y, por el otro, una clandestinidad que le
obligaba a moverse rápido y sin dejar huellas. El tiempo pasó y las
cosas fueron cambiando. Nunca supo en qué momento la desilusión
se apoderó de su pareja, pero poco a poco fue descubriendo que la
lucha para ella había perdido toda su importancia. Además, estaba
embarazada. A Víctor los problemas se le amontonaban, la situación
política avanzaba deprisa y debía tomar decisiones con precipita-
ción. Muchos de los miembros del MC fueron virando su forma
de lucha; unos entraron en contacto con algunas organizaciones te-
rroristas y, otros, con diferentes partidos políticos. Víctor mantuvo
conversaciones y reuniones para debatir el futuro de la acción, el
futuro estaba en juego. Finalmente, se fue a vivir a Barkaldo, de-
jando atrás a su pareja. Nada era igual que al principio. El remo-
lino en el que se había convertido su vida comenzó a agobiarle de
tal manera que decidió abandonarlo todo. No era tan fácil. Había
sido un miembro de primera línea y su salida no era sencilla. Se
155
sintió presionado, se sintió amenazado. Y, en una de esas noches de
desesperación, alguien le ofreció el primer pico. Luego todo fue un
descenso a las profundidades. Un descenso veloz y desafortunado.
Cuando regresó al pueblo, su hijo estaba a punto de nacer y
Víctor era otra persona. También su pareja. Durante las siguientes
semanas discutieron de forma constante. Discutieron por el cambio
de mentalidad de ella, por las nuevas amistades de él, por las jerin-
guillas encima de la mesa del comedor, por la falta de dinero, por el
abandono al que se había sometido Víctor. No asistió al nacimiento,
llevaba horas completamente colocado y no podía ni moverse. Le
llamaron a casa para comunicarle la noticia y se fue a celebrarlo.
Apareció ocho días después.
La situación era insostenible. Ya no se aguantaban. Y fue por
aquel entonces cuando sucedió lo del padre de Víctor, y la interven-
ción de su hermano, y su ingreso en un centro de desintoxicación y,
después, en un centro de ayuda mental. Todo con tal de no volver a
la cárcel. Su hermano se encargó de todo.
Cuando volvieron a verse, el niño ya tenía tres años. Llegó a
casa, comió con ellos. No. Ya nada iba a ir a mejor. Ya no se cono-
cían. Ya nada tenía sentido. Se despidió de ella con un beso en la
mejilla. Le acompañaron a la estación. Cuando el tren arrancó el pe-
queño Alex decía adiós con la mano, su madre miraba para otro lado.

No es fácil conciliar el sueño cuando tus recuerdos son esos. Y


los recuerdos no pueden cambiarse. Regresaban para atormentarle,
para atormentarle y para susurrarle que su vida estaba llegando a su
fin. Había que hacer balance.
La enfermedad que le habían diagnosticado avanzaba depri-
sa. El tiempo se le acababa. Y lo único que le importaba era que su
hijo le comprendiese. Había llegado hasta él siguiendo una de sus
cartas. Había llegado con preguntas sobre Caudé y con el mismo
veneno revolucionario de la injusticia. Pero eso no era lo importan-
te. Lo importante es que supiera que él amó con locura a su madre
y que nunca dejó de amarla. Que supiera que huyó de ellos para
156
no arruinarles la vida, para que tuviesen la vida que se merecían, la
vida que podían obtener con la ayuda de los padres de ella. Huyó,
pero nunca dejó de quererlos. Ni de añorarlos. Tenía que contarle lo
de la cárcel, lo de la clandestinidad, lo de la organización terrorista
contra Franco, lo de la heroína, lo del centro psiquiátrico. Tenía que
contárselo todo. Y tenía que hacerlo antes de que la muerte se lo
llevase por delante.
Tenía miedo. Un profundo miedo que no compartía con na-
die, que lo reservaba para sí mismo. Por eso no quería cerrar los
ojos, por miedo a morirse mientras dormía. Y paseaba por desiertos
oscuros en los que su cuerpo era un mero guiñapo sin penas y su
sangre permanecía constantemente derramada en el suelo jugando a
transformarse en figuras cambiantes, como óleos rojos en un lienzo
que se mueve y que dibujas figuras informes. Tenía miedo a seguir
esperando, miedo a la espera en soledad y a dejar de existir sin que
nadie lo supiera. Necesitaba a su hijo. Lo necesitaba a su lado.
Imaginaba a su hijo y se veía a sí mismo. Compartían tantas
cosas… cosas que él desconocía. Como lo del rocanrol, aquella no-
che que Alex durmió en su casa cogió su walkman y, cuando le dio
al play y se puso los cascos, un retorcijón en el pecho le transportó a
sus recuerdos, a los buenos. Estaban sonando los Leño. Sus tiempos
eran los tiempos de Barón Rojo, de Panzer, de Ñu, de Cuchara-
da, de Asfalto, de Bloque, de Banzai y, por supuesto, de Leño. Los
tiempos del rocanrol. Miles de recuerdos se le amontonaban, cien-
tos de canciones, muchos conciertos… El Cine Club también era
un excelente lugar para conocer nueva música, música que hablaba
de la calle y para la calle. Fue la música de esa generación, la suya.
Y ahora su hijo también compartía eso, eran otros grupos, pero la
misma esencia. Y los Leño siempre vivos, siempre vivos. Le gustaría
contarle todo aquello, como tantas otras cosas.

- He recibido tu carta – esta vez había llamado Alex – pero no


entiendo lo que me dices de mi padre. Ya sabes que paso de él. No
te metas en esto Selene, por favor.
157
- Ya Alex, ya lo sé pero… solo llámale, o escríbele, solo eso.
- No. ¿Tan mal está?
- Sí, está muy mal. Van a volver a ingresarlo… y dice que no
tiene fuerzas para seguir luchando, que no servirá de nada y que
no tiene ningún motivo para hacerlo – un silencio largo, pensativo,
siguió a las palabras de Selene.
- No me importa. Él no se ha preocupado por mí en todo este
tiempo. Nos abandonó Selene, ¿no lo entiendes? Nos abandonó.
- Claro que lo entiendo, no soy tonta. Simplemente digo que
no es como tú piensas, es…
- Sí, sí, ya me sé yo todas esas historias que te cuenta. Déjalo.
Si es tan bueno quédatelo para ti sola. Yo paso.
Y colgó. Alex colgó el teléfono porque no quería seguir ha-
blando. Se encerró en su habitación y, cuando le llamó su tía para
cenar, ni salió ni contestó. Necesitaba estar solo.
Puede que sintiese rabia, puede que el perdón no hubiera lle-
gado todavía, pero Alex había encontrado a su padre y eso fue lo
que buscaba cuando empezó todo esto. Cuando había muerto su
madre y se encontraba perdido, cuando las cartas le hablaron de un
clavo ardiendo donde agarrarse, cuando hizo lo que le dijo el cora-
zón y viajó sin saber muy bien a dónde y por encima de las voces de
las únicas personas que conformaban su familia. Su tía y su prima.
Y también, por encima de la de su madre. Pero ahora había alguien
más. Y no podía arrancarlo como si tal cosa. Existía. Y le quería.
Y necesitaba estar con él. Aunque solo fuese un momento. Así que
tomó una decisión.

Al día siguiente Alex le volvió a escribir una carta a Selene.


No era el método más rápido, pero sí en el que mejor se expresa-
ba. Por teléfono siempre acababa enfadándose y diciendo lo que no
quería decir. Así que le puso por escrito los motivos que le habían
llevado a tomar esa decisión. Iba a viajar de nuevo a Calabrez. Lle-
158
garía el lunes. Faltaban cuatro días. Selene no cabía en sí misma.
Las vacaciones de verano estaban a punto de finalizar, ya no faltaba
nada para que empezase la Universidad, pero lo que menos se espe-
raba era una sorpresa de semejante tamaño. Alex de nuevo. Alex en
Calabrez. Alex a su lado.
En la carta le explicaba que, por mucho que le enfadase, Víc-
tor era su padre, que se habían encontrado y que sería estúpido
permanecer enfadados ahora que sabían el uno de la existencia del
otro. Bueno, en realidad Alex pensaba que su padre pudo haberle
localizado en cualquier momento y con suma facilidad, pero sus mo-
tivos tendría. Víctor nunca había pensado que fuese tan fácil, nunca
recibió respuesta a sus cartas. No sabía nada de ellos, nunca había
vuelto a saber nada de ellos. No buscó. Pero tampoco fue buscado.
Hasta que llegó Alex.
Al final de la carta le decía que el verdadero motivo del viaje
era el volver a verla. Que todo lo demás no era sino un pretexto, un
empujón, la excusa que necesitaba. Ya estaba decidido, ya tenía el
billete. De nuevo otro encuentro… lo malo es que también tendrían
otra despedida…

- Tienes muy mala cara – Selene, había ido a visitar a Víctor,


no pensaba decirle nada de la visita de Alex, pero quería que tuviese
el mejor aspecto posible.
- Ya no me puedo ni mover. Me duelen mucho las piernas. Me
duelen, pero más me duele el miedo a dejar de sentirlas. ¿Sabes que
dicen que lo más probable es que no pueda moverlas más? No sen-
tiré nada de cintura para abajo. Eso dicen. Y luego será peor, luego
irá poco a poco avanzando. Mira. Mira como me tiembla el pulso.
Soy incapaz de tomarme un café sin derramar la mitad encima de
mí. ¿Te imaginas? ¿Te imaginas Selene? Más me valía pegarme un
tiro…
- No llores Víctor. Ven. Ayer no dormiste, ¿verdad?
- No. Llevo casi una semana sin dormir. Me da miedo. Dame
159
un abrazo por favor – Selene se agachó y se acurrucó al lado de
Víctor. Le abrazó con fuerza y le dio un beso en la mejilla.
- Hueles mal. ¿Cuánto llevas sin ducharte? No puedes estar
así, Víctor. Tienes que meterte en la bañera.
- No puedo Selene. Me duelen las piernas. No puedo. Y, ade-
más, ¿para qué?
- Venga, levanta. Yo te ayudaré. No puedes estar así, y si vie-
ne alguien a verte, ¿qué?
- Nadie viene a verme. Solo tú.
- Pues te bañas para mí, para no apestarme cuando venga a
verte. Si hueles así de mal no vendré más – ya lo había levantado y
avanzaban poco a poco por el pasillo.
Le sentó en la taza del váter, puso el tapón de la bañera y abrió
el grifo. Empezó a desabrocharle la camisa.
- No Selene. Por favor. Eso no – parecía un niño pequeño –
no me hagas pasar más vergüenza. Yo lo haré. Espérame fuera. Si
necesito ayuda te llamo.

Alex sabía que hacía lo correcto. Y, cuando le asaltaban las


dudas, pensaba en que iba a volver a ver a Selene. Esa era la mejor
de las motivaciones. Sería un viaje rápido. El miércoles tenía una
entrevista de trabajo en el Alcampo y el jueves debía formalizar la
matrícula. Iba a empezar Historia.
Cogería el mismo Alsa que hace poco más de un año le llevó
hasta ella, hasta Selene. Pero ahora sabiendo hacia dónde se dirigía.
Y con la seguridad del que sabe lo que quiere. Iba a luchar, iba a
luchar por ellos. Eso también lo tenía decidido.
Víctor se sintió mucho mejor después de bañarse. Pudo valer-
se por sí mismo y no tuvo que pedir a Selene que entrase. No quería.
No. No deseaba esos pensamientos de nuevo golpeándole. Ya los
había destruido, no quería que regresasen. Así que aguantó el do-
lor. Aguantó y decidió sentirse vivo, aunque solo fuese para poder

160
seguir hablando con ella. Cuando salió del baño, Selene le estaba
esperando para ayudarle a llegar hasta la cocina. Había encendido
el fuego y le había preparado una infusión. Después de tomársela le
ayudó a llegar hasta la cama y cogió una silla para sentarse a su lado.
Víctor no paraba de hablar de su hijo. Minutos después se había
quedado profundamente dormido.

Soñó con Alex. Soñó que lo llevaba a hombros, estaban en


un concierto de los Leño y Alex tenía cinco o seis años. Soñó con la
vida que no tuvo. Soñó con su mujer, la que siempre sería su mujer
aunque nunca ejerció como marido. Soñó que todo podía volver a
repetirse. Esta vez sin errores.
Todavía asfixiaba su garganta el eco de la voz de su hijo lla-
mándole desde el andén y la visión de su mano agitándose mientras
él se perdía en la lejanía para siempre. Todavía le dolían las decisio-
nes tomadas. Todavía sentía el mismo miedo que aquella noche en
la que buscó refugio en la heroína. Todavía podía llorar por todo
aquello. La hojarasca de un otoño prematuro se amontonaba en la
puerta de su casa, detrás de ella tan solo habitaba el olvido de una
vida que nunca quiso tener.

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163
164
Esperaré
Tú arañas mis migrañas
de arcabuz,
de amargo cancerbero;
yo descoso mil cigarros
en tu adiós
de trago mañanero.

Esperaré sentado
balanceándome en el péndulo que cuelga
de tu imaginación,
buscando un hueco
repleto de canciones y caricias
que hablen de este viaje
viudo de reloj.

Caminaré descalzo
clavándome recuerdos en los dedos,
veneno al corazón;
pidiendo a gritos
que envuelvas en periódicos las prisas
y al infierno aquello
que no sea yo.

Enciendo
dentro de mí
la mecha
del arlequín,
mil cataratas
de tinta china y carmín.

Colocando el sol a tu espalda


puedo volverte a mirar,
poblaré de estigmas mis ojos,
de niebla el paladar,
y en un atracón de palabras
vuelo y te vuelvo a arropar,
llenaré de escaparates el cielo
para poderte escucar.

Enciendo
dentro de mí
la mecha
del arlequín,
mil cataratas
de tinta china y carmín.

165
8

Fue un viaje rápido, mucho más rápido de lo que me hubiese


gustado. Pero no tenía otra opción. Tenía obligaciones. Sé que eso
no va conmigo. No suelo hacer caso a las jodidas obligaciones, pero
esta vez era diferente. Le había prometido a Selene que tendría más
cabeza, que pensaría mejor las cosas; así sería más fácil que nos
encontrásemos de nuevo y que, cuando sea, pudiésemos hacer algo
para que ningún puto kilómetro se interpusiese entre nosotros.
Ahora ya estaba de vuelta. La visita a Selene había finalizado
y otra vez estaba tumbado en mi casa sin otra cosa que hacer sal-
vo esperar. MUERO POR VIVIR, MUERO, POR VIVIR ME
MUERO, SOY UNA COLILLA Y EL MUNDO ES UN CENI-
CERO. La música me permitía cerrar los ojos y pensar con más cla-
ridad. No era fácil de explicar. Nada era fácil de explicar. TENGO
UN PUÑADO DE GRANDES IDEAS Y ESTOY PERDIDO
EN ESTE DESIERTO, EL VIEJO CLUB DE LOS PERDE-
DORES HIZO DE MÍ EL SOCIO PERFECTO. No podía sen-
tirme bien, era incapaz de sentirme bien. Y, sin embargo, el viaje
había significado todo para mí, me había abierto muchas puertas,
muchas que pensaba cerradas para siempre.
Mi padre estaba muy mal. Se moría, de eso no había ninguna
duda. Pero necesitaba hablar, hablar conmigo. Y lo hizo. Se des-
angró en cada frase, en cada recuerdo, se desangró para sacarse el
veneno que llevaba dentro y para mostrarme el camino. El camino
que no debía recorrer. El suyo.
167
Cuando llegué estaba sentado en el corredor. Seguro que Se-
lene le había dicho que se pusiese allí, le diría que estaría más có-
modo o alguna chorrada de esas. Él no sabía que yo iba a visitarle.
A pesar de ello no esperaba que se lo tomase así. No esperaba que
rompiese a llorar nada más verme. Mecagüenlaputa. Cómo me toca
los huevos eso de que alguien se emocione tanto sin importarle una
mierda lo mucho que incomoda a los demás. A mí me incomoda. Me
incomodó y me dieron ganas de mandarlo a la mierda y marcharme
con Selene a cualquier otro lugar. Lejos de él. Pero hice un esfuerzo.
Hice un esfuerzo por Selene y, aunque me joda admitirlo, porque
me dio pena. Al fin y al cabo era mi padre. Puede que no se mere-
ciese otra oportunidad, pero ahí estaba yo, a su lado y con las orejas
abiertas. Tócate los cojones.
Me habló de todo lo que quería hablarme. Yo escuché en si-
lencio. Me emocioné, pero tragué saliva y dejé la mente en blan-
co. Una cosa era estar allí con él y otra muy distinta mostrarle mis
sentimientos. No te jode. Y así pasamos horas. Los tres sentados.
Después cenamos en el comedor, Selene preparó un poco de adobo
y unas tortillas. Estaba todo de puta madre. Y, al terminar de cenar,
mi padre dijo que iba a tumbarse a descansar.
Esa noche Selene y yo dormimos en la misma cama. Mi padre
se había encargado de prepararlo todo. Había hablado con los pa-
dres de Selene, les dijo que dormiría en la habitación pequeña y que
le vendría bien tenerla cerca. Que no sabía cómo iba reaccionar yo.
Eso les dijo el muy cabrón, como si yo fuese un loco o algo así. El
caso es que sus movidas funcionaron y Selene y yo pudimos com-
partir cama y deseos. Apenas dormimos.
Al día siguiente continuó su relato pormenorizado, su repaso
a los errores sin solución. Cuando mi cabeza estaba a punto de esta-
llar le dije de parar un poco. Le pregunté si tenía un radiocasete por
allí y metí una cinta de las mías. SI TIENES ENTRE LAS CEJAS
LIBERTAD, CONFIESO QUE ERES UN MENDA INTERE-
SANTE. Selene me había dicho lo de los Leño, así que fue como
hacer trampas. No importaba. La emoción en los ojos de mi padre y
168
el abrazo de después valían todas las trampas del mundo. No tuvi-
mos mucho tiempo, pero lo aprovechamos.
Con Selene fue diferente. Ella estaba esperándome, la vi nada
más bajar del autobús. Estaba tan guapa como siempre. No sé si
era muy consciente de lo buena que estaba, pero no había más que
verla. La hostia puta. Me subí en la moto y la agarré de las tetas,
como aquella vez. Salimos zumbando hacia Calabrez. Yo la habría
follado allí mismo, sin parar la moto ni nada, en pelotas, a noventa y
follando. Hubiese molado.
Todos mis dolores de cabeza, aquellos que me taladraban la
sien y me anulaban por completo, todos nacían de mis preocupacio-
nes. Preocupaciones que podían nacer de la misma palabra Selene
y que con solo su presencia quedaban ahogados. Completamente
ahogados. Era como si todo lo malo saliese corriendo atemorizado.
Ella no lo sabía. Yo sí. Con ella fue diferente porque no tuvimos casi
tiempo para nosotros. Aunque la verdad era extraña. Era como si,
aunque apenas habíamos tenido tiempo para nosotros, ese tiempo
nos hubiera unido más que todo el tiempo anterior compartido. Este
viaje era para mi padre. La primera que lo quería así era Selene. A
nosotros nos quedaba todo el tiempo del mundo.

El miedo ya no existía. Sabíamos que estábamos allí y que


siempre íbamos a estar. La despedida fue mucho mejor que la an-
terior. Esta vez estábamos solos y pudimos decirnos todo lo que
deseábamos.
- Te esperaré sentado, balanceándome en el péndulo que
cuelga de tu imaginación – le dije sin dejar de mirarla a los ojos,
esos ojos que me quemaban, esos ojos de miel que brillaban con la
luz de la luna.
- Y yo Alex, y yo.
- Nuestro viaje será un viaje sin reloj, un viaje sin distancias
– me había puesto gilipollas, qué le vamos a hacer.
169
- Escríbemelo, por favor, escríbemelo todo. Te quiero – el au-
tobús ya había arrancado. Me tenía que marchar.
Y le escribí todo. Allí mismo, sentado en el asiento treinta y
tres del autobús. Le escribí en una servilleta usada que encontré en
el cenicero. Caminaré descalzo clavándome recuerdos en los dedos,
veneno al corazón, pidiendo a gritos que envuelvas en periódicos las
prisas y que mandes al infierno todo aquello que no sea yo.

Hoy acabo de meter la servilleta en un sobre, he puesto su


dirección y la he echado al buzón. Solo la servilleta. Nada más.

Menos mal que Eli no estaba en Calabrez. Era lo único que


me tocaba la polla del viaje. Ver a la cansada de Eli. No la soporta-
ba. Selene no la nombró en ningún momento. Qué raro.

Selene decía que debía escribir. Escribir así en plan serio y


esas cosas. A mí me parecía una gilipollez. No iba a servir para
nada. Yo escribía para vaciarme por dentro. Y para conquistarla.
Para nada más. Ella decía que merecía la pena intentarlo, que me
presentase a un concurso o algo así. Al Un, dos, tres, no te jode.
Para concursos estaba yo. Además, odiaba que la gente me juzgase,
así que no pensaba mandar ni una puta letra para que cuatro listillos
se descojonasen a mi costa. Que les follasen a ellos y a sus putas le-
tras. Yo escribía porque me salía de la punta de la polla. Y nada más.
Porque haciéndolo me sentía mejor, era como ponerme una máscara
de carnaval que me protegía de todo. Podía decir lo que me salie-
se de los cojones. Era una sensación de libertad cojonuda. Aunque
también dolía. Lo de escribir dolía de la hostia, la tinta sangraba y
yo me desangraba con ella. Eso me pasaba por escribir de movidas
mías, movidas de verdad. Tendría que ir pensando en inventarme
un personaje y que le revienten a patadas a él, que todas las putadas
le pasen a él. Pero que tenga una polla enorme, la más grande del
mundo. Y que se folle a todas las tías que salgan por la novela. Eso

170
es. Voy a inventarme ese jodido personaje. Lo llamaré Patxi. Algún
día escribiré sobre él. O igual no, igual estoy a otras cosas más im-
portantes. Como desgastar segundos al lado de Selene.
Me hice un petardo y me lo fumé del tirón asomado a la ven-
tana pensando una vez más en aquella despedida. Un canuto más
para volver a ese adiós. Uno más de tantos. Un adiós que fue una
bofetada, como un trago de coñac al punto de la mañana, como un
golpe seco en la boca del estómago. Y, sin embargo, sabía que todo
iba a ir bien. No importaba lo mucho que sufriese, no importaba.
Sabía que existía un horizonte, tan solo tenía que esperar. Además,
un par de caladas más y ya estoy volando. Volando por encima de
las nubes. Volando hasta donde estés tú. Volando para mirarte des-
de el cielo. Estoy como una puta cabra. Lo sé.

- Habéis estado hablando de mí – me dijo Selene cuando nos


quedamos solos en la habitación.
- ¿Cómo lo sabes?
- Estaba escucando en la puerta.
- ¿Escucando? ¿Qué coño es eso?
- Perdona, escuchar, pues eso, que he estado escondida a ver
si podía ver u oír algo. Y habéis hablado de mí.
- Sí. Hemos hablado de lo guapa que eres.

Desde ese mismo instante decidí que escucar sería nuestra pa-
labra secreta. Me gustaba su sonido. Escucar. Por eso, justo antes
de subir al autobús, le dije que la estaría escucando en todo mo-
mento. Selene me dijo que ya lo sabía. Y que se desnudaría para
mí. Cómo me enciende. Joder. Cómo me enciende cuando dice esas
cosas. Qué putada que me tuviese que marchar ya.

Mi Tía no quiso saber nada de las historias de mi padre. Qui-


se hablar con ella, pero me dijo que respetase su deseo de dejar

171
apartado el pasado. Ella respetaba que yo viajase cuando quisiese a
ver a mi padre. Mi Prima sí que quería saber.
- Entonces, ¿estuvo metido en la ETA o algo así? – sus ojos
estaban abiertos como platos.
- Joder, no te flipes y no mezcles las cosas. Luchaba contra
Franco y sí, tuvo varias reuniones con los de ETA y también con
otros, yo que sé. No le he preguntado tanto.
- Ya, pero es que es una pasada, tu padre con un pasamonta-
ñas y huyendo de la policía. Parece de película.
- Tú sí que pareces de película. Eres gilipollas. Paso de con-
tarte nada más.
Salí a tomar algo. Estaban todos en la Caseta del Tío del Per-
ca. Al Iker ya se le había pasado el mosqueo de lo de la hostia que le
metí. Estaban viendo el fútbol. Había empezado la jodida liga otra
vez.
- ¿Por qué no os dejáis de mierdas y ponemos una película?
- Y, ¿por qué no nos cuentas qué tal te ha ido el viaje?, ¿te has
follado a las dos o solo a Selene? – a Iker se le había pasado el mos-
queo, pero seguía en plan hijoputa, igual se había quedado pillado
de la idiota de Eli.
- No me he follado a Eli porque no me la pone dura, tiene las
tetas caídas y los pezones diminutos.
- Y una mierda, los tiene puntiagudos y duros como piedras.
- Sí, pero su diámetro es más o menos como el de los tuyos –
Iker se levantó la camiseta y se puso a mirarse los pezones. A veces
es un poco gilipollas.
- Pero si éste no sabe ni lo que es el diámetro – menos mal que
el Kiko se metió por en medio a quitarle hierro al asunto, si no, fijo
que acabamos a hostias de nuevo.
- Pues folla de la hostia, se te sube encima y no te deja ni res-
pirar, empieza a moverse no sé cómo y…
172
- Déjalo Iker, no nos interesa. Mira, el Madrid va perdiendo.
Jódete.
Al poco rato me marché a casa. No tenía ganas de nada. Cena-
ría y me iría a dormir. Cuando llegué, mi prima estaba en la cocina.
- He estado pensando en eso que me has contado, en lo de tu
padre – no tenía putas ganas de hablar de eso.
- Déjalo, de verdad, tengo hambre.
- Mi madre ha hecho una tortilla de patata, caliéntatela si
quieres. Yo ya he cenado.
- Vale.
- ¿Sabes? Igual tu padre ha huido de la justicia, igual es un
fugitivo, igual todavía lo están buscando.
- No. Y cállate de una jodida vez. Me voy al comedor a ver la
tele.
Estaban echando la serie esa de los periodistas. Mucho mejor
que escuchar la tabarra de mi prima. Me comí la tortilla y me quedé
viendo la serie un rato. Cuando me cansé le dije a mi prima que me
iba a dormir y me encerré en mi cuarto.
Saqué de la mochila un libro que me había traído de Calabrez.
Era un libro que se acababa de leer Selene, se lo había dejado mi
padre. Se llamaba Las Edades de Lulú. Selene me dijo que estaba muy
bien, que seguro que me gustaba. Me lo dijo con una de sus sonrisas
picantes. Seguro que me gustaba.

Lo malo de los libros es que se terminan y ya está, quiero decir


que si te gusta mucho ya no puedes volver a sus historias, a sus per-
sonajes. A mí me ha pasado con algunos libros. Con otros no. Con
otros sencillamente los acabo y ya está. Es como con las películas,
hay algunas que las puedes ver muchas veces y te siguen gustando.
Y otras que nunca volverías a ver. También las hay que son una puta
mierda y que ni siquiera las terminas.
173
El libro era cojonudo. No sé cómo se le ocurrió a mi padre
dejárselo a Selene. Acababa de terminar el primer capítulo y estaba
completamente empalmado. Joder con la Lulú esta. Entonces me
acordé de que también me había traído otro tesoro de Asturias. Fui
a cogerlo de la mochila.
La noche que dormimos juntos yo saqué mi cámara de fotos y
empecé a hacerle fotos a Selene. Todo lo iniciamos como un juego.
Ella comenzó a quitarse la ropa y yo seguí disparando fotos. Cuan-
do estaba completamente desnuda empezó a moverse sinuosamente
encima de la cama. Cada postura que adoptaba era mejor que la
anterior. Al final terminé el carrete. Cuando llegué a Zaragoza lo
revelé en una de esas tiendas de fotos que lo hacen en una hora. Y
ahora las tenía. Las tenía todas.
Me levanté, coloqué todas las fotos sobre el pupitre. Bien ex-
tendidas para que ninguna quedase tapada. Las coloqué en su orden
cronológico. Respetando la secuencia de imágenes, la pérdida de
ropa, el aumento de la temperatura. Cuando las tuve todas coloca-
das, me quité los pantalones y los calzoncillos. Me senté en la silla lo
más cerca que pude del pupitre. Y empecé a masturbarme.

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176
Deja de Ser
El techo avanza hacia mi colcha
silencioso y vil
como una sombra incandescente
que atenaza la cordura que
quise tener
y que perdí en el mes de agosto.

Abrazando pesadillas
vuelvo a descarrilar
en la misma alcantarilla
donde el juego es herida
que empieza a sangrar,
donde los errores piden
otra oportunidad.

Deja de ser
el recuerdo que anida debajo de la piel.
Deja de ser
el cuchillo afilado que quiere morder.

Maldito invierno desgastado,


vomita y cae
arrodillado ante un presente de ceniza,
conoce las sombras y los ruidos,
golpean la sien
hasta enmudecer el llanto.

El sol masticando tormentas,


los sueños no tiemblan,
no tiemblan las piernas
y aunque pensé traicionarte
por cuatro monedas
acierto a encontrar el diván
de noches en vela
y en vez de jugar al descarte
descarto las penas.

Deja de ser
el recuerdo que anida debajo de la piel.
Deja de ser
el cuchillo afilado que quiere morder.

177
9

Ya no queda ni rastro de Alex. Su última visita queda ya tan


lejana que apenas puedo recordar su olor. Todo ha seguido su cami-
no: la Universidad, mi familia, Eli… todo ha entrado en una espiral
que no me lleva a ningún sitio. Creo que ya solo me queda el dolor.
Sí, el dolor. No puedo estar con él. Y eso duele.
Ya no lo encuentro ni en sueños. Es extraño. Todos mis sue-
ños son ahora pesadillas. Siempre la misma pesadilla. Una en la
que me veo a mí misma tumbada en la cama de mi habitación. Abro
los ojos y el techo va acercándose más y más. Por un momento lo
veo casi normal, pero entonces comprendo que es como en esa peli
de Indiana Jones en la que están en una habitación cuyas paredes
se mueven poco a poco con el único objetivo de aplastarles. En mi
sueño solo se mueve el techo, pero el objetivo es el mismo. Entonces
intento levantarme, pero no puedo. Estoy inmovilizada, aunque no
hay nada atándome. Quiero gritar pero soy incapaz de emitir nin-
gún sonido. Entonces aprieto los dientes con rabia, con todas mis
fuerzas. Hasta que los dientes van cediendo a mi fuerza y van rom-
piéndose uno a uno provocándome un dolor insoportable. Tengo
la boca llena de sangre y, justo en ese momento, vuelvo a mirar al
techo… Prácticamente me está rozando. Ha llegado el final. Y me
despierto gritando. Es una rayada, el sueño, digo.
Varios meses. Varios meses sin él y sin nada que me llame a
perseguir mis sueños. Nada. Tengo dudas. Preguntas que nacen de
179
mis más profundos pensamientos y que no me atrevo ni si quiera
a pronunciar. Puede que ya no merezca la pena. Puede que tenga
que conformarme con lo que me ha tocado vivir. Puede que sea una
ilusa. Y, sin embargo, no quiero creerlo. Todo eso, digo. Escucho a
Nirvana a todas horas, me hace disfrutar mejor de mi desánimo. Es
como si su música fuese acorde con lo que estoy viviendo en este
momento. Soledad. Apatía. Rabia. Y no puedo hacer nada. Nada
para cambiarlo.

Lo que sí he cambiado es lo de Eli. Lo de ser amigas y eso,


digo. Le he dicho que me dejase en paz. Que era insoportable. Se
lo dije así, sin más; bueno, después de aguantarle muchas, muchas
cosas. Muchos detalles. Muchas historias. Pero al final me cansé de
que me manipulara, de que hiciese lo que le daba la gana conmigo.
Siempre quería que pensase como ella, pero yo nunca he pensado
así. Yo soy como soy. Punto. Ella culpa a Alex. Dice que me ha co-
mido el coco. No tiene ni idea. Alex nunca me ha dicho nada, de Eli,
digo. Sé que no le caía demasiado bien, pero nunca me dijo nada.
Supongo que no me dijo nada porque era mi amiga y esas cosas. No
sé. O a lo mejor es que le calentaba. No creo. Eli es una calienta-
pollas. Con todos los tíos es igual. Aunque creo que con Alex no le
funcionaba. Por eso a ella tampoco le caía bien Alex. Cuando se em-
peñó en que me liase con uno de la Universidad porque Alex no me
convenía, fue cuando puse punto y final. Lo tenía todo preparado.
Todo pensado. Es increíble.
Y nada, ahora ni me habla. Tampoco la veo mucho porque ha
dejado de ir a la Universidad. Creo que sus padres se fueron a otra
ciudad y ella se cambió la matricula allí. Supongo que estará con sus
cosas. No creo que haya conseguido poner a su lado a otra tan tonta
como yo. Espero que no. Y seguirá con sus noches, y sus chicos, y
sus drogas, y sus absurdos planes. Que le den.
Víctor sí que me avisó. Me lo dijo. Dijo que esa chica no era
trigo limpio, que no me dejase liar por ella. Y cuando le conté que la
180
había mandado a la mierda se rió, se rió muy a gusto. Hacía mucho
que no le veía reír tan a gusto. Sigue muy enfermo. Lo operaron y
esas cosas y ya está en casa. Aunque cada día está peor.
A Alex también se lo dije. Lo de Eli, digo. Él me dijo que era
una gilipollas. Y que no perdiese el tiempo pensando en ella. Eso me
dijo. Estoy de acuerdo, pero no es fácil. A veces me sorprendo a mí
misma preguntándome qué estará haciendo Eli en ese momento. Y
también aparece cuando estoy dormida, en la pesadilla esa que se
repite. Cuando el techo está a punto de alcanzarme oigo su risa y
aparece a mi lado y me dice “tú lo has querido”. Es agobiante. Ago-
biante como ella. No sé cómo no pude darme cuenta. Fue como un
goteo constante que iba provocándome un enorme agujero sin que
yo me percatase. Cuando la arranqué de mi vida sentí una libera-
ción increíble. Una absoluta y pacífica liberación.

Es difícil querer a alguien sin tenerlo a tu lado. Los sentimien-


tos se van desinflando y es como si se marchitasen, como si les fal-
tase agua, o aire, o tierra; como si careciesen de lo necesario para
continuar vivos. A mí me está pasando. Sigo hablando con Alex,
sigo recibiendo sus cartas y, sobre todo sigo queriéndolo con locura.
Lo que pasa es que es mayor el daño que me provoca que la recom-
pensa que no sé cuándo podrá llevarse a cabo. ¿Quién me dice a mí
que volvemos a vernos? ¿Por qué no pensar en que él nunca podrá
volver a viajar hasta aquí ni yo hasta su pueblo? Están los estudios,
los trabajos, las familias. Son pequeños nudos que nos impiden mo-
vernos. Y no los cortamos, no somos capaces de cortarlos. Igual co-
noce a alguien y se enamora. O igual lo conozco yo. Tengo un largo
y afilado cuchillo clavado en las entrañas. Un cuchillo que me está
matando. Me estoy desangrando poco a poco y nadie se da cuenta.
Dentro de poco seré solo una sombra.
Sé que él podría cambiarlo todo con solo estar a mi lado. Pero
no puedo decírselo. No puedo pedirle algo así. Que renuncie a todo
y se venga a vivir conmigo. Que nos vayamos los dos a algún lugar,
181
lejos de todo. Que empecemos a trabajar y hagamos algo juntos.
Algo grande. Nuestras vidas. Lo que digo no tiene ningún sentido.
Lo sé hace tiempo.

Al menos puedo disfrutar de la sensación de tener una pareja.


Es como pertenecer a un estatus superior. Los emparejados contra
los que buscan desesperadamente pareja. Yo soy de la clase alta. De
los emparejados. Aunque nunca estoy con mi pareja… Da igual. En
la Universidad puedo decir orgullosa “yo tengo novio”, y ellas me
miran con envidia y ellos con deseo. Es divertido. Una diversión de
cartulina, de mentira, de ficción absoluta.
Novios. Todavía me cuesta tremendos esfuerzos eso de decir
que somos novios. Me suena muy formal. Además, no he tenido
tiempo ni de acostumbrarme. Si lo piensas bien es patético. Todo
lo mío es patético. Me quedo colgada de un tío al que veo durante
un fin de semana. Me pego todo un año pensando en él de forma
obsesiva. Luego viajo quinientos kilómetros y me pego una semana
de vacaciones compartiéndolo absolutamente todo con él, bueno,
y también con Eli, pero sobre todo con él. Después él viene a ver
a su padre y estamos una noche y dos días. Resumiendo, puedo
afirmar que estoy perdidamente enamorada de un tío con el que he
estado un fin de semana, una semana entera, dos días y una noche.
Once días y medio. Soy patética. Tremendamente patética. Menos
mal que nadie lo sabe. Lo del tiempo que he estado con Alex, digo.
A la gente que me pregunta en la Universidad y eso les digo que
llevamos año y medio saliendo. No es completamente exacto, pero
tampoco es mentira. No sé. Prefiero no pensarlo.

Si sigo así me va a dar un mal. No sé que hacer para remediar-


lo, pero no lo puedo soportar. Alex se ha convertido en un recuer-
do camuflado debajo de mi piel, un recuerdo que sale al exterior
abriéndose paso a dentelladas, un recuerdo que se queda clavado a
mí como un cuchillo, un recuerdo doloroso. De buenos momentos,
182
pero doloroso. Muy doloroso. Así que puede que la mejor solución
sea arrancármelo. Dolerá, pero luego sentiré alivio. Como me pasó
con lo de Eli. No es lo mismo, pero sé que voy a estar mejor.
Otra vez tenía ese puto dolor de cabeza tocándome los cojo-
nes. Menuda puta mierda. Estaba hasta los huevos del curro, de las
jodidas clases, de darle vueltas al tarro. Estaba harto, harto de todo.
Los fines de semana eran todos iguales. Hacía casi medio año que
no veía a Selene y tenía la puta sensación de que el tiempo se había
parado en seco y había empezado a darme hostias en la cara. Y
encima el frío insoportable me ponía de una mala hostia del copón,
siempre he odiado el invierno. Desde aquel puto día. Me recuerda
a cuando se murió mi madre. Y estoy siempre cabreado con todo el
mundo. Más que nunca.
Podría haber empezado a tirar todas las cosas que había a mi
alrededor, reventarlo todo, hacerlo trizas. Prender fuego hasta el
más oscuro rincón de todo aquello que me rodeaba. Comerme a bo-
cados a todo aquel que se hubiese cruzado en mi camino, reventarle
a hostias. Eso es lo que quería. Y luego gritar. Y salir corriendo. Y
escupir en mitad de la boca de aquellos que pensaban que todo iba
a salir mal. Nada iba a salir mal.
Me sentía como una puta mierda. CON CADA HISTORIA
QUE TERMINA SE MUERE UNA CANCIÓN, UN SECRE-
TO PERDIDO, Y YO VIVO AL BORDE DE UN SUEÑO, AL
BORDE DEL SUEÑO DEL RÍO DEL OLVIDO. Ya ni las histo-
rias que salían de mi vieja minicadena me servían de nada. Solo para
hundirme más en el fango. En el denso fango en el que yo mismo me
había metido.
Quise sustituirla con cualquier cosa. Los de la cuadrilla. Mil
ciento borracheras. Libros. Discos. Nada servía. Al final siempre
terminaba en el mismo punto. El punto que hay justo al borde de la
locura, el que te mira fijamente y te pide que te lances al vacío. Las
noches no me servían de nada, los días tampoco. Pero algo tenía que
hacer, tenía que encontrar algo que me arrancase esa mierda de sen-
sación de abandono y de impotencia. Algo. Lo que fuera.
183
Había encontrado algo que merecía la pena. Si pensaba fría-
mente, dejando al lado todas las movidas de mi cabeza, toda mi mala
hostia y mis ganas de salir hasta que se me hace de día; si dejaba
apartado todo eso, solo Selene merecía la pena. Así que tenía que
dejarme de mierdas. Me dolía, me reventaba no poder estar con ella,
pero no podía quedarme acurrucado sin hacer nada. Los sueños
están para salir a muerte a por ellos, para poner todo tu empeño en
cumplirlo. Mi sueño era Selene. Pues al lío.
No era fácil, así que, como no tenía más armas a mi alcance,
me puse a escribir. Un trino canoro nace, cubierto de flores, pidién-
dote risas y tú se las regalas. Te da la bienvenida la luz inmaculada
de una mañana descalza que escarba en las baldosas. Despiertas y
saludas con ese bostezo silencioso que acaba en un grito agudo como
un gemido. Las paredes se edulcoran al oler tu presencia mientras
sube la marea arañando las esquinas. Cantas despacito para que
la vieja montaña no se muera de envidia ni se quejen los intrusos.
El aire huele a ti cada vez que te toca y estás de primavera, quién
pudiera verlo.

Pero el escribir no sirve de nada, es mero entretenimiento, es


como un pasatiempo absurdo en el que nos empeñamos en poner
nuestra vida. Una estupidez. Tenía que hacer algo de verdad, no esa
mierda de encerrarme a garabatear. Eso era engañarme a mí mismo.
Como también era engañarme lo del curro en el Alcampo, ¿a qué
cojones estaba jugando? Podía repetirme diez millones de veces que
la pasta me vendría de puta madre para poder viajar a verla. Mierda
puta. Todas las horas que me pasaba poniendo latas en estantes y
aguantando a viejas que no encuentran la sal o las galletas, todas
esas horas, eran para estar con Selene. Me sentía como si le traicio-
nase, como si hubiera renunciado a ella por ganar cuatro duros. Era
un traidor. Un traidor y un cobarde.
EL DOLOR QUE SIENTE UN BURRO CUANDO
LE TIRAN DEL RABO, ES EL DOLOR QUE SIENTO YO
CUANDO DE TI ME SEPARO. Al menos cuando salía de juerga
184
me lo pasaba bien, tu recuerdo y mi soledad aparecían en cualquier
momento, con cualquier canción, con cualquier frase, con cualquier
movida. Pero por lo menos me partía el culo con estos. RABIA ES
LA SANGRE QUE HIERVE POR CONSEGUIR LAS METAS
DE NUESTRA IMAGINACIÓN, RABIA ES EL ARTE, LA
LUCHA POR LA LIBERTAD. Eso es lo que necesitaba, pegar
unos brincos y desgañitarme cantando. Quemar la desidia con ac-
ción, reventar la apatía a base de diversión. Que el sol se coma las
tormentas. Que las piernas no vuelvan a temblar. VIVIO, VICIO.
Como era de esperar llegué a casa con un pedo del quince.
Una vez más. Me dejé caer en el sofá del comedor, no podía ni llegar
hasta mi habitación; además, en mi habitación siempre terminaban
apareciendo los mismos miedos. Los miedos a la vida, los miedos a
la muerte. A la mañana siguiente me despertaría mi Tía a gritos. No
me importaba.

Tenía que dejar de pensar en ella. Era lo más sano. Lo me-


jor para mi cabeza. Cuando hablaba con Selene su voz se clavaba
como un punzón en mitad de mi pecho, un cuchillo que cercenaba
y arrancaba sin miramientos un pedazo de mi corazón. Sus cartas
llegaban con cuentagotas, como un eco que se va apagando; y a mí
me mataba el miedo a que se olvidase de mí, a que me convirtiese en
un puto recuerdo apartado. Tan solo eso. Tan solo algo bonito que
llegó y se fue. Me cagüen mi vida. Me voy a arrancar la piel a tiras y
voy a mirar debajo, a ver que encuentro. Si queda rastro de ella me
lo quito a bocados, como un perro.

- Tienes mala cara Alex – mi Tía cada vez se mostraba más


preocupada, ella siempre hacía alusión a mi aspecto. Mis pelos,
mis ropas, mi desaliño generalizado. Aunque lo que de verdad le
preocupaba era lo de dentro. Mi silencio – a ti te pasa algo. Es esa
chica, ¿verdad?
- Qué más da… no es nada… soy yo…

185
- Ya ves Alex, esto es así…
- ¿El qué?, ¿el qué es así?, ¿de qué coño me estás hablando?
- El amor, la vida, los sentimientos – mi Tía se había sentado
a mi lado, me hablaba con dulzura. Realmente estaba preocupada –
todo lo que importa, Alex, al final todo lo que importa se acaba.
- Eso no es así. No – me levanté, estaba a punto de echarme a
llorar, no sé si de rabia o de otra cosa. No quería que me viese. Me
encerré en mi habitación.

Otra noche más en vela, otra noche más utilizando un folio en


blanco como diván en el que verter mis temores, mis desánimos, mis
cavilaciones. Terco infinito de añiles y negros acúname en tu silen-
cio para apoderarte de la soledad, ensombrece todos los errores con
la luz de tu destierro y abandóname, dueño del tiempo, mientras de-
feco palabras huecas con la insignificancia de un ego de mil aumen-
tos. Dejé de escribir, me puse las botas de montaña, cogí la chupa y
salí a la calle. Necesitaba fumarme un canelo antes de dormir y en
casa cantaba demasiado. Al salir del portal metí la mano en la chupa
y saqué el walkman. BAJÉ LAS ESCALERAS, SÍ, DE DOS EN
DOS, PERDÍ AL BAJAR EL NORTE Y LA RESPIRACIÓN
¿Y POR LAS NOCHES QUÉ HARÁS?
LAS PASO DESCOSIENDO AQUÍ HAY UN ARCO
POR TENSAR. Doblé la esquina y puse rumbo al banco de la calle
de atrás, por allí nunca pasaba nadie, y menos a esas horas. Empecé
a quemar la china, deslicé la lengua por la costura del cigarro, lo
destripé en mi mano, lo mezclé todo, coloqué un papelillo, puse una
palma sobre la otra, giré y terminé la operación con un par de gestos
rápidos y precisos. La primera calada siempre es la mejor. TODO
MI CIELO SE OSCURECIÓ Y A MIS OÍDOS VINO UNA
VOZ, ME DIJO: MUERTO SE ESTÁ MEJOR QUE ACO-
RRALADO EN UN RINCÓN. Así estaba yo. Completamente
acorralado en un rincón en el que yo mismo ejercía de carcelero.
Yo. Yo era mi propia cárcel. Se acabó. Había que actuar. Ya. No

186
iba a dejar que eso terminase muriéndose, no iba a permitir que lo
nuestro se convirtiese en un mero recuerdo para los dos. No. Selene
no era una herida que sangraba cada vez que la miraba. Selene era
mucho más. Tenía que serlo. Me levanté del banco y comencé a an-
dar. Me dirigía a mi casa. Lo tenía todo muy claro. Mañana empe-
zaría la revolución. El horizonte tampoco estaba tan lejos. Me sentía
bien, contento, no me importaba que fuesen las tantas de la mañana.
Yo era dueño de todo. Que se jodan los vecinos. LA ÚNICA LUZ
ES EL BRILLO DE SUS OJOS, SIENTO COMO SEDUCEN
Y MUEVEN MI SANGRE. Todo iba a cambiar a partir de maña-
na. No había vuelta atrás, había tomado una decisión. Y a cabezón
nadie me gana. DEJA QUE MUERA BUSCANDO GLORIA Y
SIGA AQUÍ DE PIE.

187
189
Insolenzia somos:

Daniel Sancet Cueto (voz)


Isabel Marco Bisbal (voz, guitarra y coros)
Félix Ruiz Sangrós (guitarra)
Miguel Lúcia Jiménez (guitarra)
Daniel Benito Álvarez (bajo)
Chuan Pablo Sancho (batería)

Me quema el sabor de tus ojos fue grabado, mezclado y maste-


rizado en El Sótano (Artika) por Iker Piedrafita, durante los meses
de julio y agosto de 2011.

Alfredo Piedrafita (Barricada) grabó un explosivo solo de


guitarra en “Va a estallar”.
Iker Piedrafita grabó órganos, percusiones y cuerdas frotadas.
Miguel Lúcia grabó el piano de “Caer de pie”.

Música y letra de todas las canciones compuestas por Insolen-


zia. La novela está escrita por Daniel Sancet Cueto, pero pertenece
a partes iguales a todos los miembros de Insolenzia.

Grabados: Mariano Castillo


Ilustración Teta-Luna: Jesús Cobos
Fotografías y diseño gráfico: Dejavú Rock
Maquillaje: Yasmina Ros
Asesoramiento de vestuario: Gemma Cruz y Alfonso Pablo
Webmaster: Diego Castillo

191
Manager: Daniel Ilundáin
Road-manager: Cristina Alba
Backliners: Joaquín Roche y Javier Benito
Logística y catering: Pilar Cueto
Prólogo: Patxi Irurzun

Disco producido por Iker Piedrafita

Management y Contratación:

Apdo. Correos 63
50630 Alagón (Zaragoza)
Tfnos. 626 799 035 – 976 61 60 16
Email. info@carcajadarecords.es

www.insolenzia.es

192
193
INSOLENZIA
Querríamos arrancar estos agradecimientos con la persona
que nos ha ayudado a subir un importante escalón y que ha conse-
guido hacernos sonar como siempre hemos deseado: Iker Piedrafi-
ta. Quien no solo ha sabido ser el productor que todo grupo querría
tener, sino que su forma de ser, su forma de tratar a las personas,
ha conseguido sacar lo mejor de nosotros mismos y nos ha hecho
crecer a todos los niveles. La tranquilidad que trasmites al músico y
la seguridad que consigues dar es el camino hacia una buena graba-
ción. Gracias amigo, gracias por creer en nuestras canciones, a tus
pies nos tienes.
A Alfredo Piedrafita (Barricada) por llevar hasta nuestro dis-
co, agarrado a un solo de guitarra que no podemos quitarnos de
la cabeza, el sonido de nuestros amados Barricada, el sonido del
Rocanrol. Gracias por hacernos cumplir un sueño, no imaginas lo
importante que es para nosotros tenerte en nuestro disco.
A Karlos y Eva de Dejavú Rock, no solo por hacernos unas fo-
tazas impresionantes, también por involucrarse en nuestro proyecto
y saber darle imagen. Vuestra visión es la que nos hace grandes. Por
otra parte, la complicidad adquirida y las risas en las maratonianas
sesiones, no tienen precio. Deseando compartir mil historias con
vosotros.
A Yasmina Ros, nuestra maquilladora oficial, por estar siem-
pre ahí y aparcar todo compromiso por nosotros. Ya eres del equipo
de Insolenzia, así que no tienes escapatoria.

195
A Gema y Alfonso por darnos su visión desde el mundo del
teatro y asesorarnos con el complicado tema del vestuario.
A Luis Gómez Alegre, nuestro anterior batería y nuestro ami-
go de por vida. Por todos los buenos momentos vividos durante la
grabación y gran parte de la gira de “La boca del volcán”, por todos
los sentimientos compartidos, por las lágrimas sinceras a la hora de
la despedida. Gracias por todo. ¡Ah!, y también por prestarnos tu
caja para la grabación. Un abrazo, compañero.
A Tini por tener uno de esos gestos propios de un amigo con
mayúsculas y prestarle su batería a Chuan (y, por extensión, a Inso-
lenzia) para toda la gira de “Me quema el sabor de tus ojos”. Pobre
batería, la de kilómetros que se le vienen encima…
A todos aquellos que nos apadrinaron adelantándonos dine-
ro para poder sacar adelante este proyecto. Con los tiempos que
corren y comprando un disco-novela con meses de antelación… o
estáis locos o tenéis mucha fe en nosotros. Cualquiera de las dos
opciones nos gusta. Besos a miles, sin vosotros esto no hubiera sido
posible.
A esos músicos a los que hemos admirado durante tantos años
y de los que ahora podemos disfrutar de su amistad. Enrique Vi-
llarreal (Drogas), Kutxi Romero, Kolibrí Díaz, Alfredo Piedrafita,
Juankar Boikot, Isma Despistaos, Joaquín Carbonell, Txus Di Fe-
llatio, Kike Babas. Gracias por vuestros consejos.
Al equipo de Santo Grial, desde Enrique a Paz pasando por
todos y cada uno de sus componentes, por el excelente trato que
siempre nos brindáis; pero, especialmente, gracias a Mónica por es-
tar siempre pendiente de nosotros, siempre dispuesta a solucionar
problemas y siempre comprensiva y paciente con nuestras miles de
llamadas telefónicas.
A JuanMi y Jorge de Producciones Sin/Con Pasiones porque
todavía nos sentimos como en casa cada vez que vamos a vuestro es-
tudio, porque sois parte de nosotros y porque nunca ponéis ningún
196
problema para nada. Con vosotros se hizo la preproducción de este
disco, con vosotros nacieron estas canciones.
A Carcajada Records – ACR Producciones, aunque todos los
miembros de Insolenzia formamos parte de esta cooperativa musi-
cal que fundamos con la intención de defender una autogestión que
todavía no hemos abandonado, también hay otras personas cuyo
trabajo merece la pena resaltarse: Daniel Ilundáin (manager), Cris-
tina Alba (road-manager), Pilar Cueto (logística y catering), Joa-
quín Roche y Javier Benito (backliners). Gracias a todos.
A Mata (El Garaje Producciones) aunque nunca hemos tra-
bajado juntos al cien por cien, hemos vivido tantas cosas y hemos
recibido tantos golpes, que te sentimos tan cercano como si estu-
viésemos en tu garaje. Sigue creyendo en ti mismo, manager entre
managers, al final del camino solo quedan las personas que merecen
la pena.
A Pascual Ruiz, el más grande de nuestros seguidores inter-
nautas. Nunca podremos agradecerte lo suficiente que, cuando nos
vimos duramente atacados y mezclados en temas políticos, tú fueras
el único que supo defendernos con pruebas y con razonamientos.
Gracias por esa carta y esa campaña de apoyo a Insolenzia, gracias
por querernos tanto. Y por inventarte y popularizar nuestro grito
de guerra: ¡¡¡Arriba la Insolenzia!!!
A todos los medios de comunicación que nos habéis apoyado
y habéis hecho que nuestra música llegue a más gente: HeavyRock,
Rock Estatal, Los+Mejores, Kerrang, MetalHammer, Popular1,
www.manerasdevivir.com, www.mariskalrock.com, www.garrido-
rock.com, www.rockcultura.com, www.rockcircus.com, www.roc-
kinspain.es, www.aragonmusical.com, La Fauna de Radio Enlace,
RockNación, Carne Cruda, Comunidad Sonora, Golpe de Voz, El
Duende del Parque y El Duende en la Keli, Senderos del Rock,
Con Fuerza Heavy, Borradores, El Libre Pensador, El Periódico de
Aragón, Diario de Teruel, Heraldo de Aragón, La Voz de Asturias,
La Nueva España, Mondo Sonoro, Radio Alagón, Radio Zaragoza,
Radio Enlace, Radio Vallecas, Aragón Televisión.
197
Y todos esos periodistas que han creído en nosotros y nos
han dado el apoyo que siempre necesitamos: Juan Destroyer, Juan
Palacios, Mariano Muniesa, Jon Marín, Félix el Duende, Che-
ma Granados, Matías Uribe, Joaquín Carbonell, Patricia Álvarez
Casal, Francisco J. Millán, Miguel Mena, José Antonio Armero,
Leonardo Cebrián, Marco Vara, Sergio Falces, Joan Singla, Al-
berto Guardiola, Aixa Alonso Gallo, Fernando S. Pérez, Mertxe
V. Valero, David Morales, B. Morán, Marta M. Crisol, y muchos
otros que seguro nos dejamos, pero a los que agradecemos su ayuda
(esperamos nos perdonéis).
Nos quedan muchos kilómetros, esperamos encontraros a lo
largo del camino.
Besos mil de la Insolenzia.

DANIEL SANCET CUETO


No quiero extenderme en los agradecimientos, bastantes pala-
bras he tenido que juntar en la novela.
A Félix, Benito, Isabel, Miguel y Chuan. No pienso decir nada
más. Félix ya lo dice todo en sus agradecimientos y yo soy de lágrima
fácil. Ya sabéis todo lo que pienso. Sois una parte muy importante de
mi vida. Muy importante.
A Iker por tu sabiduría y profesionalidad pero, sobre todo, por
tu trato humano y tu psicología. Nos fuimos sabiendo que no se podía
haber hecho mejor y con la seguridad de que volveremos por Artica.
En “La boca del volcán” se me murió mi Yaya con el libro en
la imprenta, no pudo verlo, ella que siempre disfrutaba con todo lo
que hacía, ella que siempre me decía que lo de estar encima de un
escenario lo llevaba en la sangre, ella que cuando yo era un niño ya
sabía que me dedicaría a esto o a algo parecido, ella que siempre
cantaba. Te sigo echando de menos cada día.
A Charo, porque siempre está allí, desde la distancia o desde
el silencio. Sé que crees en este disco más que en ningún otro, pero
198
sobre todo sé que crees en mí, y que siempre has creído. Todos ne-
cesitamos un norte donde mirar, el mío eres tú.
A mis padres, siempre a mis padres, porque defienden a muer-
te todo lo que hago, porque siempre sé que están a mi lado, porque
los necesito. Todos necesitamos un refugio donde escondernos si las
cosas se ponen mal, el mío está donde estéis vosotros.
A Isabel, por todo, por existir, por ser como es. No es fácil
convivir con alguien que no ha dejado de ser un niño, no es fácil
aguantar mi mal humor cuando entro en el remolino de la escritura,
no es fácil… Pero tú todo lo haces fácil, y siempre sonríes. Nunca a
nadie le sentó tan bien una guitarra como a ti. Besos cada día, Reina
del Tanga. Todos necesitamos una mitad con la que complementarse
para poder cumplir los sueños de ambos. No hace falta decir más.
A todos los que nos han ayudado y apoyado, a todos los que se
han dejado liar por este loco (Enrique Garralaga, Yasmina, Nuria y
Marian, Mariano y Diego Castillo, Karlos y Eva…), a todos los que
nos han escuchado y nos han leído. A aquellos que se convirtieron
en piedras en el camino: sois solo viejos recuerdos, que las sombras
os devoren.

´
FÉLIX RUIZ SANGRÓS
Y se pasó otro año más… otro año más viejos… creía que iba
a ser imposible superar la locura del año anterior con la grabación
y la gira de “La boca del Volcán”, pero me equivocaba… creo que
estos meses, desde que finalizamos la anterior gira y nos encerramos
en el local para componer los temas nuevos, han sido mentalmente
los más duros que hemos soportado. A veces parecía una carrera
contra reloj porque, como al contrario que otros grupos, teníamos
la fecha para entrar a grabar en rojo marcada en el calendario y nos
quedaban varios temas por empezar… Así que no nos quedó otra
que echarle cojones al asunto y, entre todos, al final lo conseguimos.
Así que lo primero agradeceré este disco a sus protagonistas:
199
Dani, porque todo comenzó medio en broma medio en serio…
ya hace 11 años que nos pillamos aquella borrachera en “El Mesón”
y te di (maldita la hora…) la genial idea de montar un grupo… con
los años me he dado cuenta de que yo aquel día me puse peor por
abrir la boca, pero que las borracheras te sientan peor a ti… porque
no he conocido nunca a nadie que le dure la resaca 11 años dando
por el culo, llevándose todo lo que se le ponga por delante y con la
fuerza de un ciclón para lograr un sueño… Ese sueño es hoy “IN-
SOLENZIA” Olé tus huevos!!!
Isabel, porque llegaste para hacer unos coros y ya nunca te
soltamos, porque te creías un grano de arena y resultaste ser una
montaña, porque abriste tus alas y nos arrastraste en tu vuelo…
porque como en el cuento, el patito feo resulto ser un CISNE!!!
Benito, porque eres un colgao, cuantos años, cuantos Km, y
te seguiría ostiando con las mismas ganas del primer día… por es-
tar siempre al pie del cañón; estamos hasta los huevos de esperarte
siempre porque te estés secando el pelo… pero qué coño, ¡¡te que-
remos!!!… Porque no hay mejor bajista que tú, sobre todo cuando
te acuerdas de enchufar el ampli… jajaja, por unir a este grupo con
una sonrisa siempre en la boca y una litrona de “Ambar” siempre en
la mano…
Miguel, porque quién nos iba a decir que íbamos a encontrar
en Cabañas justo al lado de casa, la pieza que nos faltaba… llegaste
con toda la presión del mundo y te la quitaste casi sin inmutarte.
Cada día me dejas más flipado y cada día ¡ERES MÁS GRANDE!
Chuan, si el Benito es un colgao tú eres su jodido maestro…
una depresión nos entro cuando Luis nos dijo que lo dejaba… im-
posible veía poder sustituirle con garantías, ahora veo que nunca
hemos tenido tanta suerte como con tu llegada… agarraste las ba-
quetas de la Insolenzia con todas tus fuerzas (así les va… un par por
ensayo a la mierda…) y lo demuestras en cada bolo como si fuese tu
vida en ello… me arrodillo ante ti compañero!!!
Iker, sin palabras me dejaste en el estudio, nunca había visto a
nadie con esa capacidad para crear y hacer que todo suene bien a la

200
primera…eres un mago y gracias a los cielos nos tocaste con tu ba-
rita. Después de verte me río yo de muchos de los que se denominan
“músicos”. Gracias a ti, sonamos como nunca.
Y dejando a estos cabrones a un lado:
Cris, por estar en cada momento a mi lado con una sonrisa
(hasta cuando duermes), porque es muy duro salir del curro y mon-
tarte en una furgoneta fin de semana si, fin de semana también, de
una ciudad a otra y más sin alguien que te apoye en lo que haces, tú
no solo me apoyaste desde el primer día, sino que quisiste ser parte
de ello y te colaste en un hueco de la furgo… Cada día estoy más
seguro que no podría hacerlo sin ti. ¡¡¡Gracias Rubia!!!
Joaquín Roche, por las palizas que te metes por echarnos una
mano, porque para nosotros eres uno más de Insolenzia, pasan los
años y siempre estás ahí. Gracias amigo.
A Pascual y Conchita y Pascu y Conxi,(mi familia, tan origi-
nales para poner nombres…); en especial a mi padre, porque eres
nuestro más fiel seguidor en la web y nuestro defensor mas acé-
rrimo cuando nos han atacado. Algún día me tienes que enseñar a
escribir esas jodidas cartas… Gracias!
A toda la peña “El Tocino da Monte (Alagón)” porque sois
cojonudos y porque siempre que podéis os hacéis unos Kilómetros
para vernos… Jabato, Jorge, Clara, Alicia, Marta, Omaira, David,
César, Ale, Toño, Omar, Noe, Alberto…
A los francesitos y mis cuñaitos, por ser así… Jonathan y Bea,
Naza e Iván.
A Luis Alegre “Cartucheras” por todos los momentos de rock
& roll que nos enseñaste, porque eres la enciclopedia del rock!!!
Porque te fuiste, pero siempre serás un insolente más.
A todos los compañeros del curro, porque sin su paciencia
para cambiar turnos seria imposible formar parte de esto. En espe-
cial a Frutos que le jodí su semana de descanso para poder grabar
este disco.
201
A todos esos padrinos que nos apoyan incluso antes de que
salga el disco sin saber el contenido del mismo… (algún año os co-
lamos 10 o 12 coplas…).
Y por último quiero agradecer todos sus esfuerzos a todos
aquellos que nos han intentando derribar, gracias de corazón por-
que, con vuestras piedras en el camino, vuestros ataques y vuestras
mentiras, habéis conseguido que nos levantemos más fuertes. “Lo
que no te mata te hace más fuerte”.
¡¡¡Arriba la Insolenzia!!!

ISABEL MARCO BISBAL


Ya tenemos un disco más. Nos quema en las manos, ardemos
en deseos de mostrarlo al mundo entero para que remueva emocio-
nes y haga saltar hasta a los más acérrimos animales de barra y, una
vez más, tengo que agradecer a todos los que nos habéis apoyado y
nos seguís apoyando en esta, nuestra locura y obsesión, en nuestro
sueño que es INSOLENZIA.
Estos agradecimientos van dirigidos en especial a aquellos
que nunca han perdido la fe en nosotros, a aquellos que nos han
apoyado incondicionalmente; bien porque siempre se han sentido
identificados con nuestra música, o bien porque querían ver cómo,
poco a poco, íbamos creciendo con el fin de poder cumplir un sueño,
aunque se fuesen a dormir con dolor de oídos.
Estas personas son todos aquellos amigos que no dudan en
coger el coche y recorrer unos cuantos kilómetros (a veces no son
pocos) para poder asistir a uno de nuestros conciertos; que esperan
a pie de escenario que vayan sonando, una a una, esas canciones
que ya se saben de memoria y que nos animan al final del concierto
con gratas palabras y algún que otro trago.
También para la familia que, cuando puede viene a vernos don-
de haga falta y quiere fotografiarnos para guardar el momento en el
que nuestros rostros reflejan esa mezcla entre temor y satisfacción.
202
Mil gracias, aunque no ponga vuestros nombres, vosotros ya
lo sabéis.
También quiero dar las gracias a todos los que, como los seis
miembros de Insolenzia, han trabajado para que este disco-novela
que tienes en tus manos vea la luz:
JuanMi y Jorge. Muchas gracias por abrirnos siempre la
puerta. Ahí dentro dimos un pequeño estirón y nos encanta que to-
davía tengamos ahí un huequecico. En especial a Jorge por dejarte
convencer para algún que otro bolo.
Gema y Alfonso. Gracias por vuestras ideas y consejos. Espe-
ro que los veáis reflejados. Y todavía queda… menos mal que amáis
el escenario.
Iker Piedrafita. ¡Qué gozada trabajar contigo! Tu paciencia,
tu carácter tranquilo y tus cinco sentidos me han ayudado mucho a
poder plasmar en el disco una parte de mí que ha estado escondida
durante demasiado tiempo. Sé que no eres consciente de ello, pero
lo has hecho amigo. GRACIAS.
Alfredo Piedrafita. Una persona como Iker sólo podía tener
un padre como tú. Un sueño cumplido para todos nosotros, tenemos
un pedacito de ti. GRACIAS.
Eva y Karlos. Llegáis y nos inmortalizáis, ¿qué más puedo
decir? Diría muchas cosas, pero voy a intentar ser breve. Gracias
por descubrirme que tengo un lado bueno.
Yasmina. ¿Nunca te cansas de trabajar? Te mereces mil fies-
tas. Muchas gracias por estar dispuesta a ponernos guapos sea el día
que sea y haga el tiempo que haga, eres la mejor.
Nuria y Marian. ¡Qué paciencia con Insolenzia! Gracias por
estar ahí, siempre dispuestas a trabajar a contrarreloj y buscando
siempre lo mejor.
Enrique Garralaga. Cuánto mal te damos, yo creo que tiem-
blas cada vez que nos ves acercarnos a ti. Gracias por aceptarnos
como somos, insolentes hasta la muerte.
203
Mil gracias también a ti, Roche. El primero en el local, cargas,
descargas, animas al personal, traes la fiesta… Gracias por seguir
ahí.
Jabato. Gracias por aguantarnos y ayudarnos cuando nos
hace falta. ¡No te canses! ¡Insolente!
Cris. Llegaste y nos enamoraste (a alguno más que a otros,
claro está). Nada más y nada menos que te has ganado el título de
Road Manager, que no es moco de pavo. Muchas gracias por ser
como eres, una insolente.
Pilar. Mamanager. Siempre pendiente y dispuesta a todo.
¿Cuántos olvidos nos has salvado? Y los que te rondaré. Muchas
gracias.
Luis. Muchas gracias por tu tiempo, sé que lo necesitabas y
estuviste dispuesto a ofrecerlo a Insolenzia y, todavía hoy, nos sal-
vas de algún que otro apuro.
Padrinos. Muchas gracias por creer en un proyecto y apoyar-
nos a ciegas. Eso sí que tiene mérito.

Y dejo para el final a los más importantes, a los que son parte
de mi vida, a los que confiaron en esa vocecilla que se asomaba ver-
gonzosa hace ya algunos años.
Félix, miembro fundador, compañero, gracias por confiar en
mí. Son muchos años ya… y los que nos quedan. Gracias por seguir
al pie del cañón.
Benito, gracias por todo, por poner siempre el hombro para…
que pueda atizarte, por las maratones de cine y las pizzas pero, so-
bre todo, gracias a tus bajos (¿cuántos van?), tu buen hacer con
ellos (¡vacilón!) y tus melenas al viento.
Dani. Qué puedo decirte. Que eres un tozudo y te admiro por
eso, que no paras hasta que consigues lo que quieres; y menos mal,
qué sería de mí. Muchas gracias por no perder tu tozudez ni tu pa-
ciencia conmigo. ¿Sabes que ya no quepo en el agujero? Por si no
204
te habías enterado. Gracias por proporcionarme las herramientas
para taparlo. Lo que falta... te lo digo luego… que se me escapa la
lagrimilla.
Miguel. ¡Qué bueno que viniste! Y sigues tan tranquilo, supe-
rando retos como si nada y metido hasta las cejas en este proyecto,
gracias por aceptar y por entrar en esta familia.
Chuan. Naciste, no con un pan bajo el brazo, sino con unas
baquetas en las manos. Sigue manteniendo esa energía y llenan-
do de serrín tu alrededor. Gracias también porque a algunos nos
rejuveneces unos cuantos años, da gusto escuchar esas carcajadas,
gracias por recuperarlas.
Ilundáin. Gracias por tirar de este pesado carro que, además
de seis personas con instrumentos, amplificadores, quejas… lleva
mil y un papeleos, no sé cuántas actualizaciones de las redes socia-
les, un goteo constante de llamadas telefónicas, mil ochenta gestio-
nes, una lista casi interminable de salas y otros mil pitos y flautas.
¿Cómo agradecerte todo esto?

Lo dicho: MIL GRACIAS.

´
MIGUEL LÚCIA JIMÉNEZ
A ti. Sí, sí, a ti que estás leyendo esto, ya sea en el Puerto,
en Cabañas, en Igea, en Allepuz, en un oscuro zulo de Zaragoza,
en Grañón... o en cualquier otro lugar oscuro y brillante. A ti que
en algún momento me has regalado una sonrisa y una palmada de
ánimo en la espalda... y si no me la regalaste, mejor, ya me cobraré
el favor cuando me salga de la polla... sé dónde vives...

DANIEL BENITO ÁLVAREZ


Quiero agradecer y agradezco a todo aquel que me ha aguan-
tado, se lo ha pasado bien conmigo y me lo ha hecho pasar bien a mí
durante la gira pasada (familia, amigos, no amigos, insolentes…).
Bueno, mas o menos lo que puse el año pasado.
205
Pero en especial:

1. Personaje igeano cuyo mayor logro fue arrollar al Pertur con el objetivo de que
le cortasen el pelo en Urgencias.
2. Diseñador loco venido de las Américas, especializado en jilgueros zapatilleros
y en hacer caso a las idas de pelota de su primo.
3. Aficionado a la Ambar y a las noches de juerga. Fue el único alagonero al que
pude engañar para lo de los 20 euros. Todavía piensa que los ha perdido.
4. Única persona en el mundo capaz de romper una taza del váter con solo apo-
yarse en ella. Nosotros pensamos que había perdido una lentilla, él quiso disimu-
lar el enorme agujero con un poco de papel.
5. Compañero de aventuras de pegada garajera, se marchó como se marcha un
amigo.
6. Productor de nuestros sueños, capaz de hacer crecer nuestras canciones y ha-
cernos sentir que somos músicos.
7. Anfitriona donostiarra de la Insolenzia. Pudo hacernos reventar a base de lomo
con pimientos y después se nos llevó a quemar la noche de Donosti.
8. Mítica sala zaragozana donde arrancamos la gira “La boca del volcán”. La-
mentablemente, una absurda legislación impide que a día de hoy pueda continuar
haciendo conciertos.

206
9. Peña de Alagón que nos apoya de forma incondicional haciendo kilómetros,
elaborando pancartas y dándonos calor… y de beber.
10. Localidad riojana de donde proceden muchos de los padrinos de Insolenzia,
algunos de ellos ciudadanos ilustres de la Villa.

También quisiera agradecer a esa palabra ya escrita en verti-


cal, la cual me ha dado la oportunidad de recorrer media España y
me ha hecho pasar tan buenos ratos con mis compañeros.
No quisiera terminar sin nombrar a mi prima Ana, ya que la
vez pasada se chinó conmigo por no salir en el libro anterior, ni del
tamborilero oficial (Joni), ya que si no me dará más mal que un hijo
tonto.
Por último, voy a poner a mi hermano (Jabato, Chipo o como
queráis llamarlo) que lo tengo aquí atrás tumbado diciendo: “pon-
me, ponme” y yo: “JaJaJaaaaaaaaaaa”.
Bueno sé que me dejo a muchos, pero no hay letras para to-
dos; así que como hice la otra vez, os voy a dejar un trocito en blan-
co para que te pongas si te has dado cuenta de que me he olvidado
de ti.
(PERO ESO SÍ, PREGUNTADME ANTES SI QUIERO
QUE OS PONGÁIS NO ME HAGÁIS COMO LA VEZ PASA-
DA, CABRONES. JaJaJaaaaaaaaaaa)

NOS VEMOS EN LOS BARES!!!! O DE FIESTAS!!!!

LUIS - 6. IKER- 7. CRISTINA - 8. DEVIZIO - 9. TOCINODAMONTE - 10. IGEA


SOLUCIÓN AL CRUCIGRAMA: 1. PI - 2.NOESTA - 3. CHUSKO - 4. JORGE - 5.

207
CHUAN PABLO SANCHO
Quiero dar las gracias a toda mi familia, en especial a mis tíos,
Gema y Alfonso, y a mis padres, Esperanza y Fernando; quienes
han arrimado el hombro conmigo en este proyecto en todo momen-
to, compartiendo ilusiones y descarrilamientos. También quiero dar
las gracias a todos mis amigos (no voy aponer nombres porque son
muchos), que me han aguantado dándoles la brasa día tras día, en-
sayo tras ensayo, y han estado siempre ahí, dándome un empujón
cuando ha sido necesario. Y, sobre todo, a todos los miembros del
grupo: Dani, Isabel, Félix, Benito y Miguel; quienes me acogieron
como una gran familia desde el primer momento haciendo posible
que siga caminando hacia los sueños, entre acordes, risas y rock and
roll.
Por último, quiero dar las gracias a todas aquellas personas
que nos han escuchado y se han divertido o emocionado con nues-
tra música, pues verdaderamente eso es lo que da sentido a lo que
estamos haciendo.

208
209
Todas estas personas nos ayudaron económicamente
comprándonos el presente trabajo con varios meses
de antelación.

- Miguel Ángel Martínez Díez “П”, Igea (La Rioja)


- Raúl Cueto Viñau, Gurrea de Gállego (Huesca)
- Laura Gracia Crespo, Huesca
- Fernando y Espe, Épila (Zaragoza)
- Pepe y Merche, Zaragoza
- José David Urricelqui, Zaragoza
- Familia Guedea Palomo, Zaragoza
- Manuel Salvador Cueva Cueto, Calabrez (Asturias)
- Alfonso Sanz Losada, Ermua (Bizkaia)
- Rafael Portero de la Concepción, Épila (Zaragoza)
- Agustín Marín Lanzas, Linares (Jaén)
- Deme Rock Nación, León
- Avelina, Zaragoza
- Andrea y Manolo, Paracuellos del Jiloca
- Patxi y Paula, Gurrea de Gállego (Huesca)
- José Luis Sierra Cuartero, Torres de Berrellén (Zaragoza)
- Carmen Rodríguez García, Luarca (Asturias)
- Mª Pilar Cueto Estrada, Calabrez (Asturias)
- Daniel Sancet Nadal, Gurrea de Gállego (Huesca)
- Charo Cueto Estrada, Calabrez (Asturias)
- Sara Marín Gómez, Zaragoza
- Vanessa Cueto Viñau, Gurrea de Gállego (Huesca)
- Mª José Viñau Laita, Gurrea de Gállego (Huesca)
211
- Chema Perera, Altorricón (Huesca)
- Víctor y Lidia Lúcia Jiménez, Cabañas de Ebro (Zaragoza)
- Daniel Moreno Corzo, Aldeanueva del Camino (Cáceres)
- Manuel Vela y Pili Cubero, Alagón (Zaragoza)
- Irene y Manuel Vela Cubero, Alagón (Zaragoza)
- Fermín Escribano Espligares, Pedrola (Zaragoza)
- Pascual Ruiz Gallardo, Alagón (Zaragoza)
- Concepción Sangrós Gracia, Pinseque (Zaragoza)
- Conchi Ruiz Sangrós, Alagón (Zaragoza)
- Pascual Ruiz Sangrós, Alagón (Zaragoza)
- Sandra Sofí Ochoa, Alagón (Zaragoza)
- Cristie Alba, Figueruelas (Zaragoza)
- Charo Álvarez Arnedo, Igea (La Rioja)
- Fco. Javier Benito Jiménez, Cervera del Río Alhama (La Rioja)
- Javier Benito Álvarez, Alagón – Igea – Cervera
- Judith Orga Benito, Lardero (La Rioja)
- Carla Álvarez Benito, Igea (La Rioja)
- José Mª Álvarez Arnedo “Pepe”, Igea (La Rioja)
- José Mª Álvarez Arnedo “Pepe”, Igea (La Rioja)
- Francisco Álvarez Arnedo “Paco”, Igea (La Rioja)
- Francisco Álvarez Arnedo “Patxi”, Igea (La Rioja)
- Irene Álvarez Arnedo, Igea (La Rioja)
- Estrella Jiménez y Gabino Benito, Cervera del Río Alhama (La
Rioja)
- Carmen Arnedo y Francisco Álvarez, Igea (La Rioja)
- Javi González Herce “Caracol”, Igea (La Rioja)
- Leonor Bruna, Zaragoza
- Juan Sin Tetxo, del programa de radio “Golpe de Voz”, León.
- Mª Dolores Tirado, Montalbán (Teruel)
- Gerard y Dominique, St. Fargeau (Francia)
- Familia Carreras Palacio, Zaragoza
- Sonia Platero, Zaragoza
- Carlos González Larraga, Zaragoza
212
- Min, Jorge, Lurdes y Adolfo, Zaragoza
- Los pequeños piratas Javier y Marco, y sus papás
- Miguel “Fox” Carpente, Pontedeume (La Coruña)
- Jaime Marco Bisbal, Zaragoza
- Fernando Sevillano Calvo, Soria
- Laura Aniento Marco, Zaragoza
- Manuel Marco y Rosi Bisbal, Zaragoza
- Rosa Mari Tajahuerce Higueras, Alagón (Zaragoza)
- José Luis Pizarro Gavira, Madrid
- José Luis Crespo, Zaragoza
- Javier Ezquerra Coronas, Fraga (Huesca)
- Laura Marín Vivas, Zaragoza
- Víctor Rodríguez, Alagón (Zaragoza)
- Naroa, Roberto y Pili, Villaba (Navarra) – Igea (La Rioja)
- Noelia Ovejas Martínez, Igea (La Rioja)
- Rafa Iturriaga Iturriaga, Igea (La Rioja)
- Carmen, Paquito y Sora, Igea (La Rioja)
- Ángel Martínez Toledo “Geli”, Igea (La Rioja)
- Jorge “El Fugas – Guerrillero de Cuba”, Igea (La Rioja)
- José Ángel Arévalo Martínez “El Bully”, Igea (La Rioja)
- Carlos “El Chopo”, Igea (La Rioja)
- Javi Martínez Jiménez “Kaska”, Igea (La Rioja)
- Joni Arévalo Martínez “Topo”, Igea (La Rioja)
- Asier Valiente, La Muela (Zaragoza)
- Bea, Víctor y Miguel, Cuenca
- Emiliano Pérez Cabeza, Zaragoza
- Santos Albert, Barbastro (Huesca)
- Daniel Gea, Barbastro (Huesca)
- Rolando Baños, Barbastro (Huesca)
- Mapi Terrado, Monreal del Campo (Teruel)
- Rafael Fabrega, Zaragoza
- Alfonso Pablo, Zaragoza
- Gema Cruz, Sevilla
213
- Jose Mari Otín, Sabiñánigo (Huesca)
- Víctor Julián, Zaragoza
- La Jaula del Loro, Cabañas de Ebro (Zaragoza)
- Fernando Tovar, Pedrola (Zaragoza)
- Ebronautas, Alcalá de Ebro (Zaragoza)
- Samuel Guerra, Valtierra (Navarra)
- Luis Alfonso Martínez de Baños, Pedrola (Zaragoza)
- Irene Gómez, Aliaga (Teruel)
- Ángel, Eva, Ángela y Paloma, El Puerto (Valencia)
- David Melendo, Alagón (Zaragoza)
- Naza e Iván, Figueruelas (Zaragoza)
- Javi Ortega y Dani Ortega, Alagón (Zaragoza)
- Clara Manzano, Alagón (Zaragoza)
- Alicia Vera “Dj Ransho”, Alagón (Zaragoza)
- BICISpilarPAULAleyre, Zaragoza
- Bizen, Anchel y Mojtar, Épila (Zaragoza)
- Sara Enemeté, Alcalá de Ebro (Zaragoza)
- Jorge Marín, Alagón (Zaragoza)
- Alex Rivas, Alagón (Zaragoza)
- Jesús Jiménez Sáez-Benito, “Txutxi el Panadero”, Igea (La Rioja)
- José Luis Alfaro Cadarso, Cervera del Río Alhama (La Rioja)
- Peña Los Idiotas, Cervera del Río Alhama (La Rioja)
- Jesús Manresa Lardiés “Chusco”, Alagón (Zaragoza)
- L’Esther, Granollers (Barcelona)
- Raül Vera, Granollers (Barcelona)
- Abilio Vera y Carmen Jiménez, Granollers (Barcelona)
- Laia y Alba Sarda Vera, Tarradel (Barcelona)
- Frida - Noesta, ciudadanos del Mundo.
- Iñaki Uriarte Arambilet, Bilbao
- Ricardo Benito Jiménez, Cervera del Río Alhama (La Rioja)
- Concepción Benito Jiménez, Alfaro (La Rioja)
- Óscar Gracia (Peña el Pirulo), Cabañas de Ebro (Zaragoza)
- Raúl Galdámez, Cabañas de Ebro (Zaragoza)

214
- Silvia Sancet Marín, Zaragoza
- Raúl Frutos, Zaragoza
- Omayra Encinas Benito, Alagón (Zaragoza)
- Conchita Bernal, Alagón (Zaragoza)
- Jose Mari Izquierdo, Alagón (Zaragoza)
- Christian, Igea (La Rioja)
- Mariano Gistas (Lírica Vendetta), Alagón (Zaragoza)
- Yasmina Ros Cueto, Gurrea de Gállego (Huesca)
- Joaquín Carbonell, Zaragoza
- Alejandra Ramos Fernández, Alagón (Zaragoza)
- Joaquín Roche Calvete “Rotxe”, Alagón (Zaragoza)

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220
221
Prólogo 11
A Pleno Pulmón 17
Besos de Antifaz 41
Barro Consentido 65
Va a Estallar 85
Caer de Pie 105
El Baile de la Libertad 125
Desnundando el Ayer 143
Esperaré 161
Deja de Ser 173
Datos técnicos 187
Agradecimientos 191
Los Padrinos de la Insolenzia 207
Álbum de fotos 215

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