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AZORÍN

Crítica de años cercanos


ÍNDICE

ALTOLAGUIRRE .............................................................................................................................. 1

ANDRES GIDE................................................................................................................................. 3

CAMINOS ....................................................................................................................................... 6

CAMPOAMOR................................................................................................................................ 8

CERVANTISMO ............................................................................................................................ 10

COSSÍO......................................................................................................................................... 12

DIFERENCIAS................................................................................................................................ 14

DOS MUNDOS ............................................................................................................................. 16

EL PASO OCULTO ......................................................................................................................... 18

EL ROMANTICISMO ..................................................................................................................... 20

JÓVENES ...................................................................................................................................... 22

LA NARDO .................................................................................................................................... 24

LA REVISION LITERARIA ............................................................................................................... 26

LA TERCERA PRUEBA ................................................................................................................... 28

LA ULTIMA NOVELA DE BAROJA.................................................................................................. 30

LA ÚLTIMA NOVELA DE MAURIAC............................................................................................... 33

LA ÚLTIMA NOVELA DE PAUL MORAND ..................................................................................... 36

LOS ÁNGELES ............................................................................................................................... 39

LOS MÍSTICOS ESPAÑOLES .......................................................................................................... 41

LOS ROMÁNTICOS ....................................................................................................................... 44

MIGUELITO MOYA ....................................................................................................................... 46

MODAS LITERARIAS ..................................................................................................................... 48

NOTA SOBRE MEN IZABAL........................................................................................................... 51

OBREROS ..................................................................................................................................... 53

ORIGINALIDAD............................................................................................................................. 58

PEPA ............................................................................................................................................ 60
POESÍA ......................................................................................................................................... 62

RAFAEL ALBERTI .......................................................................................................................... 64

RODRIGO DIAZ............................................................................................................................. 66

SANTA TERESA ............................................................................................................................. 68

SUPERSTICIÓN ............................................................................................................................. 70

TEMAS TEATRALES ...................................................................................................................... 72

TRES PROBLEMAS ........................................................................................................................ 75

UN LIBRO SOBRE ESPRONCEDA .................................................................................................. 77


ALTOLAGUIRRE

«¡Gran cosa es el agua!», dijo un poeta griego, Píndaro. Diversidad de aguas: agua de
un regato que baja de la cumbre; agua que se hace espuma entre las peñas; agua límpi-
da, transparente. Agua de un ancho y claro río. Agua que ha descendido del cielo y ha
sido recogida en un hondo y moruno aljibe; durante algún tiempo ha estado en reposo;
se han tirado al aljibe unas espuertas de cal, para que todos los gérmenes orgánicos pe-
rezcan; ahora el agua es fina y límpida. Agua de una fontana que brota en lo hondo de
una cañada; agua que va saliendo lentamente y con un leve murmullo; a la par de este
rítmico son, el susurro de un cañar que cerca la fuente. Y luego, otras aguas de otros
ríos, de otros regatos, de otros aljibes. Aguas diversas, según sea diversa la tierra por
donde pasan. Pero todas —las limpias y potables—, todas que nos incitan a beber en el
vaso de cristal luciente, a los que, como el poeta griego, como Píndaro, amamos el agua.
Y esta impresión de agua límpida en vidrios claros es la que sentimos al tener entre las
manos los dos cuadernos de Poesía que ha publicado un poeta, Manuel Altolaguirre.
Dos cuadernos impresos con caracteres Bodoni en papel de hilo. Impresión elegante, de
sobria elegancia, para leer a los poetas. Las cubiertas de estos dos cuadernos, una de
verde heno y otra de amaranto. Sobre dos bandejas de laca, de lucidora laca, una verde y
otra amaranto, los vasos con el agua transparente y delgadísima.
En los dos primorosos cuadernos, el poeta Manuel Altolaguirre ha publicado: una
poesía de San Juan de la Cruz y de fray Luis de León —los precursores—, y otras poe-
sías de Jorge Guillén, Pedro Salinas y el propio colector. Placer intenso, al ir recorrien-
do línea por línea las poesías de los dos cuadernos. Placer intenso, al contemplar sobre
las fuentes de laca —amaranto y verde— los vasos de límpida agua. ¡Gran cosa es el
agua! ¡Exquisita cosa es la nueva poesía lírica de España!
De los precursores, en los cuadernos Poesía, pasamos a Jorge Guillen. Nos hallamos
en una región de profunda serenidad. Cumbre de montaña; aire sutil; luz finísima. Y una
afilada frialdad de inteligencia. Intelectualización honda de la poesía. Jorge Guillén es la
impersonalidad que se hace en la lírica planos, líneas, reflejos y superficies, Avancemos
un poco; pasemos a otro poeta; cojamos en la bandeja verde otro vaso de agua. Pedro
Salinas nos brinda con su estro. La serenidad de Jorge Guillén se mezcla aquí con un
estremecimiento de patetismo; las cosas, tan inmóviles antes, sin dejar de ser intelectua-
les, comienzan a vibrar. Todo es claro y translúcido; pero sentimos, hasta el fondo de
nuestro ser, que un como movimiento sísmico —levísimo— agita este mundo poético
en que hemos entrado. Demos otro paso de avance. Manuel Altolaguirre; el colector de
las poesías de los actuales y de los precursores.
El leve estremecimiento de Salinas se convierte de pronto en una trepidación trágica.
Toda la melancolía de una tierra, de «la bien pareciente» Andalucía —la bien parecien-
te, que dijo Juan de Mena—; toda la melancolía trágica de su música y de los bellos
ojos de sus mujeres, aquí está, en la poesía de Manuel Altolaguirre. De la frialdad ele-
gante e insuperable de Jorge Guillén hemos pasado, a través del estremecimiento de
Pedro Salinas, al drama de Manuel Altolaguirre:

1
Mi soledad consciente
mira las hermosuras
inútiles del mundo.
Lo bello y el dolor
es de las almas solas.

Las almas solas; las almas solitarias, silenciosas. Y en torno de esas sensibilidades,
de esos espíritus, de esas almas, todo lo bello y lo mundano. Sentir como un alejamiento
profundo de todo lo que los humanos aprecian más; recogerse sobre sí mismo; saber que
desde este apartamiento se está más cerca del puro y etéreo ideal. Hermosuras inútiles:
la elegancia, la fuerza, los atavíos, las joyas; todo, en fin, lo que estima el mundo, des-
deñarlo en silencio y con suavidad. Tener, no la soledad agresiva; no el gesto instintivo
de hostilidad. Con plena consciencia; con plena reflexión, apartar de sí delicadamente
todo esto que los hombres ansían. Y véase cómo en un haz de poesías —tan finamente
dispuesto por Manuel Altolaguirre— tenemos tan varias cosas: la elevación mística de
San Juan de la Cruz y de fray Luis de León, la pureza serena de Jorge Guillén, la pasión
tenue de Pedro Salinas y el dramatismo desdeñoso de Manuel Altolaguirre. ¿Y los
relámpagos espléndidos de Rafael Alberti? ¿Los relámpagos que, en la noche, desde una
ventana nosotros, nos hacen ver una campiña que no conocíamos? En otro cuaderno
vendrán seguramente. Agua; cristalina agua; el agua que amaba Píndaro, en vasos lim-
pios, sobre bandejas de laca amaranto y verde.

AZORÍN

ABC 15 de agosto de 1930 y en Crítica de años cercanos.

2
ANDRES GIDE

Pedazos de periódicos los hay en todas partes; en un parque, en el coche de un tren,


en la calle. No tienen interés estos fragmentos de diarios; por lo menos no tienen el in-
terés que tendrán dentro de treinta años; pero dentro de treinta años, ya no estarán aquí,
en la calle, en el vagón de ferrocarril, en el parque, estos pedazos; serán otros los que
estén. Los viejos fragmentos de diarios tienen un encanto que poseen pocas novelas. En
una casa de pueblo: está cerrada hace muchos años; se halla lejos de Madrid; es clara y
silenciosa; el pueblo es limpio y sosegado. Hemos venido a este oasis de quietud desde
el tráfago mareante de la capital; deseamos gozar unos días de descanso y de olvido.
¡Supremo placer el de no recibir cartas y no tener que escribirlas! ¡Supremo placer el de
que nos olviden todos! Divagamos por las claras y silenciosas salas de la bella casa;
cuando no paseamos por el campo, aquí estamos sin hacer nada; leyendo a ratos; medi-
tando a ratos. Pasamos revista a todo lo que hay en la mansión; rumiamos las sensacio-
nes de la adolescencia, que suben desde el fondo de lo subconsciente hasta la conciencia
clara y distinta. Vemos, como vimos antaño, el rayo de sol que da en determinado muro,
y la luz plateada de la lima que entra en la cámara silenciosa, en el sosiego profundo de
la noche, y la estrellita fulgente que se divisa, con su luz temblona, por una elevada ven-
tana. Y cuando leemos, leemos libros que leímos siendo niños, y que ahora tienen para
nosotros un sentido hondo que no tenían entonces.
Llega el momento fatal de la partida; todo se acaba; se acaba este dulce sosiego y se
acabará nuestro vivir. Nos marchamos hacia el terrible tráfago de Madrid o Buenos Ai-
res. La gran ciudad, Madrid o Buenos Aires, nos espera, y nos espera para seguir sor-
biéndose nuestra energía, nuestra sustancia nerviosa; hemos acopiado serenidad en los
nervios, y ahora vamos a gastarla. ¿Nos llevaremos algunos libros de los que tenemos
aquí? ¿Nos llevaremos algunos cuadros? Las litografías nos encantan; ahora se aprecian
mucho las litografías. Aquí tenemos una serie de las aventuras de Latude, o del Hijo
pródigo, o de Matilde la de las Cruzadas. Descolgamos una; la contemplamos bien; la
volvemos... Y al volverla, nos quedamos un instante suspensos. Nuestra atención ha
quedado cautiva, profundamente cautiva; sentimos una vivísima curiosidad. Todo nues-
tro ser 'vibra; toda nuestra sensibilidad está palpitando. ¿Qué es lo que nos sucede? ¿Por
qué el reverso del cuadro que tenemos entre las manos nos subyuga de este modo in-
menso y hondo? El reverso está forrado con un pedazo de periódico; el periódico es de
hace sesenta años; y estamos leyendo un suceso ocurrido hace todo ese tiempo. Es vul-
gar el suceso; pero el tiempo le ha dado la pátina que da a las obras pictóricas. En un
momento, leyendo estas líneas antiguas nos hemos trasportado a un tiempo que no
hemos vivido; o que, si hemos vivido, habíamos olvidado. Sabemos de ese tiempo lo
esencial, lo que nos cuenta la historia; pero el encanto de ese fragmento de periódico,
estriba en que nos refiere, no lo notable e histórico, sino lo vulgar y anodino, ¡lo vulgar
y anodino de hace sesenta años! ¡Qué hechizo tan profundo tiene ahora! Ahora esas
vulgaridades nos parecen más sabrosas que los más notables hechos históricos.
Andrés Gide acaba de comenzar la publicación de una serie de volúmenes que tiene
un gran interés. En tomitos cuidados, arreglados por él, Gide publica y comenta sucesos
relatados por los periódicos; de los diarios, el escritor ha recortado casos curiosos, casos
de psicología vulgar, y con esos recortes de periódico va formando libros. ¡No juzguéis!
Ese es el lema de la colección. ¡No os precipitéis a juzgar!, sería más exacto. No os
apresuréis en vuestro juicio; no juzguéis de ligero. La apariencia es una cosa y la reali-
dad otra. Ante un hecho, uno de esos hechos que nos relatan los periódicos, vosotros os

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apresuráis a decir que la causa del suceso es ésta o la otra. Llevad cuidado; lo que voso-
tros creéis que es el móvil de ese acto no lo es; vuestro juicio es parcial; vuestra visión
de la vida está motivada por un arraigado prejuicio. Estad atentos a la realidad; exami-
nad bien el caso; tened presente que hay todavía en el campo de la conciencia humana,
muchas tierras sin explorar; no vaciléis en adentraros por lo desconocido; no sintáis
temor por acometer lo que nadie ha acometido. Si queréis ser sinceros con vosotros
mismos y con los demás, no vayáis al campo de la obsesión humana llevando previa-
mente un prejuicio; prejuicio de estética, prejuicio de política; prejuicio de moral. Aquí,
en estos volúmenes, están las pruebas, pruebas escuetas de lo incierto que es el criterio
del hombre. Muchos de esos hechos narrados por los periódicos, no tienen explicación
aparente; no la tienen si atendemos a las razones usuales; es preciso buscar otras; porque
no olvidéis nunca que no existen actos gratuitos, desinteresados; todo tiene su motiva-
ción lógica, fatal. Y esas explicaciones secretas, no conocidas, yo, Andrés Gide, os invi-
to, con estos volúmenes a la vista, a que las busquéis conmigo.
Tal es el razonamiento del escritor. Dos volúmenes de los dichos van publicados ya.
Fatalmente, Andrés Gide había de publicar esta colección. Todo Gide está en estos
volúmenes; son estos libros un epílogo obligado^ necesario, ineludible, de la psicología
de Gide. ¿Y cuál es la psicología de Gide? La Prensa ha publicado alguna vez el retrato
de Andrés Gide pintado por A, Laurens. Contemplando ese retrato, estamos viendo la
imagen de una vulpeja. Una vulpeja, o sea, un raposo. La primera impresión que nos
produce a la vista: de un raposo, o de otro cualquier animal selvático, es la de la limpie-
za. Todo limpio en esta vulpeja, o en este tejón, o en este loba; limpio el pelaje; limpio
el hocico; limpias las patas. El pelo de uno de estos animales silvestres es como si lo
acabaran de hacer. Suave y sin la más ligera mácula. Gide, en el retrato de Laurens, nos
da la misma impresión; limpieza irreprochable de líneas; líneas finas que van conver-
giendo hasta formar la silueta aguda, sutil, de la cabeza de un raposo. Los ojos son un
prodigio de inteligencia y de malicia; la inteligencia y la malicia de la vulpeja, y en la
boca hay una sensación de voluptuosidad y de curiosidad. Curiosidad, eso es todo Gide.
La curiosidad fina y sutil de la raposa, la raposa que pone el hocico al aire para ventear
los olores lejanos; la raposa que tiene un oído finísimo que la hace percibir los más re-
motos latidos de los canes. Hace años, Andrés Gide hizo una refutación irrebatible de
las doctrinas de Maurice Barrès. Y en esa refutación está toda la doctrina de Gide; está
todo Gide, a lo largo de su extensa y espléndida obra. Barrès sostenía que el hombre,
para ser fino y fuerte, debe permanecer fiel a la tierra en que naciera. Sólo en el propio
nativo terrazgo puede la planta humana dar todo lo que tenga de bondad y de belleza.
Andrés Gide, con la sutilidad de la vulpeja, sonriendo de malicia, se limitó a copiar y
comentar las ponderaciones que los horticultores hacen de sus ofertas. Arbustos y árbo-
les que han sido transplantados dos, tres y más veces; no se puede dar mayor prueba de
su bondad; han sido transplantados, y esto es una seria garantía para el comprador. La
doctrina de Barrés, quien la ha refutado mejor que nadie, h# es Gide; es el propio
Barrés, el propio Barrés, que es el más alto ejemplo de desarraigamiento; el propio
Barrés, que debe a su perpetuo desarraigamiento el ser lo que ha sido; el que Barrés, que
sin su desarraigarse a lo largo de toda su vida, no hubiera dejado las obras magníficas
que ha dejado. En efecto; para ser completa la teoría de Mauricio Barrés, referente al
desarraigamiento, m> habría que limitar el desarraigo a la propia tierra —aunque la tie-
rra sea el compendio de los sentimientos y de las ideas—; sería preciso que el desarrai-
gado lo fuera también en las creencias de todo género; en las opiniones, en las sensacio-
nes. Y al escribir la palabra «sensación» hablando de Barrés, notamos que llegamos a la
esencia misma de lo barresiano. Sería una falta de lógica y una inconsecuencia hablar de

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arraigo respecto de la tierra nativa, y no hablar de arraigo en lo espiritual y en el domi-
nio de la sensación, en el conocimiento científico, en el campo de la estética. Ha de
haber, por lo tanto, si se acepta la teoría barresiana, coherencia en todo; sensación y
conocimiento; estética política y moral. Siempre la misma sensación;
la misma curiosidad científica limitada a un sólo aspecto de las cosas; siempre la
misma moral; siempre la misma visión del paisaje. ¿Adonde nos llevaría esta doctrina
practicada con rigor y lógica? A la pura barbarie. ¿Y qué escritor ha sido inconsecuente
consigo mismo en el culto, la práctica de la doctrina? Mauricio Barrès; Barrès, desarrai-
gado de la sensación; voraz de sensaciones desconocidas, apetente de sensaciones no
experimentadas; Barrès, que hace de la sensación, del variar y gozar de las sensaciones,
el centro de su estética; Barrès, que busca en España una nueva fuente de sensaciones; y
la busca en Grecia; y la busca en la política, y hasta podríamos decir que la busca en la
guerra. Y como la curiosidad por la sensación es el centro también de la estética gidia-
na, nos encontramos con la paradoja de que Barrés y Gide, tan distintos, se hallan uni-
dos por lo más íntimo y lo más profundo.
Ahora Andrés Gide —que, muerto Barrès y muerto Proust, es el primer escritor de
Francia—; ahora Gide lanza al público estas obras del «No juzguéis». La curiosidad que
le ha impulsado toda la vida, sigue ahora impulsándole. Ante el recorte de periódico, el
recorte que relata lo que llamamos un suceso, un fait divers, Gide aguza su hocico de
vulpeja; sus orejas se enhiestan; sus ojos brillan; su boca tiene una sonrisa de malicia.
Todo como en el magnífico retrato de Laurens. Todo curiosidad, finura e inteligencia.

AZORÍN

ABC 2 de noviembre de 1930

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CAMINOS

No podemos imaginar un poeta —poeta lírico— que no sienta preocupación profun-


da por los problemas filosóficos. Poesía lírica y filosófica, en su más alto grado, son una
misma cosa. Y el problema fundamental, en filosofía, es el problema del conocimiento.
Un poeta —por ejemplo, Pedro Salinas— está preocupado por el gran problema. La
poesía, en la actualidad, tiende al predominio de la inteligencia. ¿Será la inteligencia
cosa distinta de la intuición? Pedro Salinas acaba de publicar un libro de poesías: Segu-
ro azar. El lector apasionado de poesía lírica imagina, repasando estas páginas, la lucha
del poeta con la realidad. ¿Existe, en efecto, la realidad? ¿O existen sólo imágenes, sen-
saciones, estructuras? ¿Hay fuera de nuestros sentidos una cosa absoluta, inabordable,
incognoscible? El poeta —durante las horas suaves, melancólicas, de los crepúsculos
vespertinos—, siente que en el fondo de su espíritu se agudiza, de un modo doloroso, el
gran problema. La imagen lo es todo. La imagen, o la sensación, o la estructura. Pero
esa imagen, ¿es una creación nuestra? La poesía lírica es imagen, sensación, estructura.
Pero, ¿cómo partir de una base firme, sólida, si desconocemos la existencia de la reali-
dad fundamental? El poeta tiene, en este minuto crepuscular, en tanto que el sol lanza
sus postreros fulgores; el poeta tiene la sensación de que resbala, se desliza por un ba-
rranco. ¡No tener asidero para aprehender la realidad! ¡No poseer la certidumbre que
nos daría la plena posesión de la imagen! Y las imágenes, las sensaciones, las estructu-
ras, en este minuto supremo revuelan en torno del poeta. Revuelan como burlándose de
su inseguridad.
Pero la lucha primera ha terminado. El poeta se decide a pasar a otro capítulo. No
podemos comprender el primero: dejémoslo; avancemos; apartemos de nuestra mente,
de nuestra sensibilidad, el problema del conocimiento. Que la realidad exista o no exis-
ta. Vayamos ahora a otra lucha, no menos épica, no menos trabajosa; la lucha de estas
imágenes o estructuras entre sí. Todo depende, en poesía lírica, de la física que el poeta
adopte. El adoptar una ordenación del mundo físico —un sistema de relaciones entre las
cosas— no depende del poeta. No debe depender. La inteligencia puede hacer creer al
poeta que su mundo físico ha sido creado voluntariamente por él. Pero no es así; el poe-
ta ve la realidad del mundo tal como fatalmente debía verla. Pero Salinas, en Seguro
azar, nos muestra unas relaciones nuevas entre las cosas. ¿Pudo a su talante mostrarnos
otras? En este punto se hace la bifurcación entre los dos caminos de la poesía lírica ac-
tual. ¡Bifurcación peligrosa! ¡Momento éste henchido de emoción profunda! Por un
camino, el falso, el que no tiene salida, van a caminar unos poetas; por el otro van a
marchar los afortunados, los verdaderamente originales. En Seguro azar, Pedro Salinas
—como Jorge Guillén en su Cántico— nos ofrece una física, una óptica, una catóptrica
nuevas. Las cosas, en estas poesías, están vistas —y así las ve también Guillén— de un
modo que no es el tradicional. Escogemos una de las poesías del libro; la titulada, por
ejemplo, Viajero apresurado. Un viajero ha estado unas horas en una ciudad; la deja; se
parte precipitadamente. ¿Qué queda en su sensibilidad de esa ciudad visitada? En pocos
versos Pedro Salinas nos da una sensación profunda, original, de la ciudad en la inteli-
gencia del poeta. La lírica de Salinas no es la lírica de los anteriores poetas. Todo aquí
es sencillo, natural, coherente —sobre todo, coherente—; no hay nada en estos versos
que acuse dispersión, violencia. Pedro Salinas marcha, firme, sereno, por el camino de
la nueva visión del mundo.
Pero en este paraje de la bifurcación peligrosa, otro poeta se ha detenido un momen-
to; se halla indeciso; con la pluma en alto, ante las cuartillas, piensa en el rumbo que va

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a seguir. Y de pronto —tal vez sin darse cuenta, tal vez aplaudido por los profanos en la
técnica de la poesía—; de pronto emprende la marcha por la senda extraviada. Si Pedro
Salinas —y Jorge Guillén— usan de la lírica nueva, y su poesía, siendo verdaderamente
original, es perfectamente coherente, este otro poeta sigue distinto procedimiento; él
cree que la originalidad está, no en usar de una óptica innovadora, sino en hacer con
elementos viejos un mundo nuevo. Y para llegar a tal resultado no existe, ni tiene este
poeta, otro sistema que coger fragmentos —imágenes, sensaciones, estructuras— del
viejo mundo, y en vez de colocarlos en el orden tradicional, conocido, según hacen los
viejos poetas, subvertirlos, trastrocarlos, darles una ordenación innovadora, revoluciona-
ria. Y estos son los dos caminos actuales de la poesía lírica en España.
Poetas como Pedro Salinas y Jorge Guillén usan de un mundo nuevo, original, en
forma conocida; otros poetas usan de un mundo viejo, tradicional, en forma subversiva.
Los primeros son perfectamente claros, coherentes, profundos; los segundos, con sus
subversiones y trastrueques, llegan, muchas veces por fuerza lógica de las cosas, fatal-
mente a la incoherencia y al mal gusto. Su poesía es infecunda. Lo es tanto como la
primera es bienhechora, placiente, serena y maravillosa en su luz eternal. ¡Magníficos
libros los de Pedro Salinas, Seguro azar y Jorge Guillén, Cántico! Acaso es esta poesía
lírica la más avanzada, la más física, la más honda de toda Europa.

ABC 16 de febrero de 1929 y en Crítica de años cercanos

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CAMPOAMOR

Campoamor en 1895; otoño; en la finca del poeta, Dehesa de Matamoros, a 13 kiló-


metros de Torrevieja, en la provincia de Alicante. Campoamor tiene setenta y ocho
años; había nacido en 1817. Le visitan en su finca —siete leguas de perímetro— dos
periodistas: José Lázaro y Julio de Vargas, redactores de El Liberal. El poeta, siempre
amable, les cuenta su vida y les lee unos versos que ha escrito durante el verano. He
aquí algunas de las humoradas leídas por Campoamor:

Aunque eres la peor de las mujeres


no se dice en un mes lo buena que eres.

Cometí una locura verdadera


volviendo loca a una mujer que lo era.

Aunque estoy decidido


a olvidarte del todo, no te olvido.

Ibas con él, y al verte


sentí el frío primero de la muerte

Te amé diez veces más porque sé que eres


diez veces más mujer que las mujeres.

Ya con la fe perdida
voy siguiendo del mundo el derrotero;
al ver que son iguales al primero
los últimos errores de la vida.

Campoamor no es sólo un gran poeta, uno de los más grandes poetas de toda la lite-
ratura española; es además un filósofo. En la Dehesa de Matamoros, el médico de Cam-
poamor, D. Miguel Ferrero, habla a los periodistas madrileños de la vida que lleva el
autor de las Doloras. «Ya ven ustedes si estará bueno —dice el doctor—, que el otro día
le sorprendí engolfado en la lectura de un libro de Metafísica.» El sucesor de Bergson
en el Colegio de Francia, Eduardo Le Roy, ha dicho recientemente que la Filosofía no
es un sistema, sino una actitud del espíritu. «No un edificio de tesis coordinadas, sino
una disposición del alma y una cualidad de la inteligencia.» Campoamor no filosofa de
acuerdo con un sistema inflexible; su pensar filosófico se ajusta a la definición de Le
Roy; es un encanto el seguir el meandro de la ideología campoamorina. El poeta juega
elegantemente con los conceptos filosóficos. Y no tiene nunca ni la más pequeña falla
del gusto, ni la más leve cursilería. El pensamiento del poeta está expuesto en sus libros
—llenos de interés— El ideísmo, El personalismo, Lo absoluto. Si la filosofía es una
actitud del espíritu, es decir, la actitud de un contemplador, buen filósofo, con sutilidad
y elegancia, es el poeta. Campoamor estaba al tanto de todo lo que en su tiempo se es-
cribía; era un lector infatigable; pero tenía la discreción de afectar que no sabía nada. Y
en sus libros de Filosofía evitaba la erudición enfadosa. Nada hay que envejezca y mue-
ra tan pronto como la erudición; la erudición de hoy no es la de mañana. Cuando hoy
leemos algunos libros del siglo XVIII, el siglo de la erudición; libros escritos por hombres
que conocían todo el movimiento intelectual de Europa; cuando hoy leemos esos libros,

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tenemos la sensación de caminar sesgando entre las cruces de un camposanto. ¡Cuánto
fárrago y cuánta inutilidad! Campoamor es un filósofo que sabe ser natural y llano.
Puede ser que su modalidad filosófica sea la verdadera; puede ser también que acierten
los que, como Eduardo Le Roy, dicen que la Filosofía no es sistema, no es coordinación
cerrada.
Pero por encima de las críticas elegantes y sutiles de un Le Roy, de mi filósofo sin
sistema, la frase de Montaigne, que era también filósofo a la moderna, suena como el
tañido funeral de una campana. «Filosofar es prepararse a morir», decía el maestro. Es
decir, que el problema que se impone a todos los humanos como el más alto problema
de Filosofía; el problema en que va resumido todo el destino del hombre, es el de la
trascendencia y el de la inmanencia. El de si está todo en el mundo o existe algo fuera
del mundo. Y, según el criterio que se adopte, así será la moral, la política y aun la esté-
tica de quien lo adopte. Trágico problema es toda la Filosofía; trágico problema, de
donde se derivan todos los sistemas filosóficos. En tanto que exista ese problema, habrá
sistemas. Y ese problema es eterno. Y al lado de ese problema, todo lo demás son co-
mentarios sutiles y elegantes; divagaciones de espíritus que evolucionan con maestría y
agilidad; literatura,, en suma, de la buena,.. cuando es buena.

AZORÍN

ABC 2 de octubre de 1929 y en Crítica de años cercanos

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CERVANTISMO

Ciego será quien no vea por tela de cedazo; este refrán no se ha hecho para Américo
Castro. Sobre cada autor, sobre cada texto, una tela de cedazo a través de la cual es pre-
ciso ver. Una palabra no ha sido puesta donde está por capricho del autor; un circunlo-
quio no ha sido trazado indeliberadamente; un giro, que nos parece raro, no es raro si lo
examinamos bien; tal elogio nos suena a hipocresía; pero no tenemos en cuenta en qué
circunstancias fue escrito; tal condenación nos parece excesiva; mas no caemos en la
cuenta de que se halla atenuada, si no contradicha, por otras palabras que, como al des-
cuido, ha dejado caer antes el autor. En resumen, que esta tela de cedazo que cubre el
texto ambiguo es necesario que sea traspasada con la vista; con una vista de lince, de
psicólogo doblado de historiador. Diríase que el autor contaba por adelantado con la
inteligencia, la sutilidad, la penetración de su comentador de tres o cuatro siglos des-
pués. Al escribir Cervantes tal frase —y era peligroso escribirla de otro modo— ya se-
guramente tenía el consuelo de que, si centenares y centenares de sus coetáneos no ca-
laban el verdadero sentido, llegaría momento en que alguien habría de ver lo que el au-
tor cauteló.
Américo Castro es un erudito y, además, un penetrante psicólogo. ¿Qué hubiera pen-
sado el manco inmortal del soberbio, magnífico libro de Américo Castro El pensamien-
to de Cervantes? ¡Qué suspiro más profundo de satisfacción hubiera sido el suyo al re-
correr con emoción esta obra singular! Ahora, Américo Castro ha publicado una adjunta
al Pensamiento; un estudio de sumo interés para el conocimiento de la psicología cer-
vantina. Cervantes y la Inquisición se titula el estudio de Américo Castro. En el Quijote
el Santo Oficio mandó suprimir un cierto breve pasaje. Es éste: «Las obras de caridad
que se hacen tibia y flojamente no tienen mérito ni valen nada». ¿Por qué el Tribunal de
la Fe mandó borrar estas palabras del libro maravilloso? ¿A qué respondía esta prohibi-
ción? A tales interrogaciones contesta cumplidamente Américo Castro, y la cuestión,
con preciosos antecedentes, queda plenamente dilucidada. Cuando se haga una nueva
edición de El pensamiento de Cervantes, esta nota de ahora, tan sobria y precisa, deberá
ser incorporada al volumen. No se puede llegar a más en la exégesis clarividente que
adonde llega Américo Castro en este precioso volumen. Los matices más tenues, los
cambiantes más sutiles, las alusiones más veladas; todo, en fin, está aclarado y recogido
en este libro, modelo de crítica y de análisis. Pero no desdeñemos a los antiguos y
simpáticos cervantistas; sin aquello no habría sido posible esto. Sin los primitivos cer-
vantistas no se hubiera llegado a estas maravillas de adivinación y de interpretación.
Cervantes, médico; Cervantes, geógrafo; Cervantes, jurisperito; Cervantes, agricultor;
Cervantes, alienista... Interesante todo. Pero de lo externo, del cervantismo externo, era
natural que se pasara a lo interior. Se había visto lo que estaba fuera y quería verse lo
que estaba dentro. Y nacieron las exégesis trascendentes. Vino Benjumea y vino Ville-
gas. Siento una viva simpatía por todo el que, con fervor, con entusiasmo, se ha acerca-
do al gran Miguel. Simpatía por estos cervantistas que desdeña la erudición selecta.
Creo que en La verdad sobre el Quijote, de Benjumea, hay, por ejemplo, muchas pági-
nas que hacen presentir los atisbos de un Américo Castro. Sin esas exploraciones pre-
vias no se hubiera dado el libro magistral de Castro. Respetemos a esos simpáticos ex-
ploradores. Y cuando releamos El pensamiento de Cervantes pensemos también en
Balmes. ¿Por qué en Balmes? Porque Balmes es el promovedor de la crítica al uso mo-
derno. De Balmes podrían ser las palabras que se colocaran como lema al frente del
libro de Américo Castro; todo El pensamiento de Cervantes está contenido en las pala-

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bras de Balmes que vamos a citar. En El criterio, al tratar de las reglas para el estudio de
la Historia, Balmes escribe: «Si sabéis dónde salió a luz el libro que tenéis en la mano
os haréis cargo de la situación del autor; y así supliréis aquí, cercenaréis allá; en una
parte descifraréis una palabra obscura; en otra comprenderéis un circunloquio; en esta
página apreciaréis en su justo valor una protesta, un elogio, una restricción; en aquella
adivinaréis el blanco de una confesión, de una censura, o señalaréis el verdadero sentido
a una proposición demasiado atrevida.»
Y añade más adelante el gran pensador: «Además, no siempre puede decirse que
haya obrado mal un escritor, por haberse atemperado a las circunstancias, si no ha vul-
nerado los derechos de la justicia y la verdad. Casos hay en que el silencio es prudente y
hasta obligatorio; y por lo mismo, bien se puede perdonar a un escritor el que no haya
dicho todo lo que pensaba con tal que no haya dicho nada contra lo que pensaba.»
¿No está en estas dos citas toda la sutil y magistral exégesis de Américo Castro?

ABC 18 de septiembre de 1930 y en Crítica de años cercanos

11
COSSÍO

Algunos discípulos fervorosos de don Manuel B. Cossío han publicado un libro en


honor al maestro; en un elegante volumen han reunido trabajos cortos y fragmentos de
las obras de Cossío. De su jornada, se titula el volumen, y como arriba pone «Manuel
B. Cossío», no sabemos, al pronto, de qué jornada nos va a hablar el maestro; jornada
que, puesta la portada en esta forma, no parecía ser la del propio Cossío. La escogita-
ción de los trabajos está hecha con tino; vamos recorriendo estas páginas, tan finas, tan
sutiles, tan amorosas, con honda delectación. Y a medida que vamos avanzando en la
lectura, nos vamos planteando un problema, que quisiéramos dilucidar. Don Manuel B.
Cossío es hoy el continuador de don Francisco Giner; representa Cossío el espíritu de la
Institución Libre de Enseñanza. Muchas veces hemos meditado sobre lo que representa,
en la moderna sociedad española, este noble Instituto. Desearíamos ahora, en cuatro
palabras, resumir nuestro pensamiento sobre este punto de historia ideológica de nuestra
Patria.
Una nota de universalidad y otra nota de españolismo : de tal modo podemos resumir
nuestra impresión respecto del espíritu de la Institución Libre. Giner ha encarnado este
doble matiz; lo encarna ahora Cossío. Como dos ríos que han seguido su curso, y en un
determinado punto han confluido, así la nota de españolismo y la nota de universalidad
—que se habían creado en la conciencia española— han llegado a un paraje, en que se
han unido y han determinado este espíritu de la Institución, que ha simbolizado Giner y
al presente encarna Cossío. Nota de españolismo: la de don Fernando de Castro; Fer-
nando de Castro, clérigo, catedrático de Historia general en la Universidad de Madrid.
Su más importante trabajo es el discurso en que estudia los caracteres de la Iglesia en
España. Trata en ese estudio de hacer ver, entre otras cosas, la modalidad especial que,
gracias a los escritores religiosos, ha adquirido en nuestro país la ética. Cosa profunda-
mente española este concepto de la moral y, en general, de la vida. Castro cita las si-
guientes palabras de fray Luis de Granada:
«Y cuando alguna vez le fuere necesario tratar cosas del mundo, óyalas, como dicen,
a media rienda, sin dejar pegar el corazón a ellas... Si esto le parece mucho, acuérdese
que siempre han de ser mayores los propósitos y los deseos que las obras, y, por tanto,
el propósito ha de ser éste, y la obra donde más pudiere.»
Donde más pudiere, subrayado por Castro; y en esas palabras está toda la doctrina
del autor, y más tarde de Giner. Don Fernando añade poco después:
«Nuestra es, a no dudarlo, la iniciativa de una vida cristiana, en armonía con las ocu-
paciones de cada estado. Y en virtud de esa ley de desenvolvimiento progresivo a que se
presta el catolicismo, y que tan exactamente supo definir Vicente de Lerins, en su Con-
monitorio, el ideal de la virtud para las personas del siglo no fue ya el monaquismo, con
sus rigores y austeridades, sino la Iglesia de Dios, como madre, con sus misericordias y
consolaciones.»
Entre los testamentarios de don Fernando de Castro señalemos a don Francisco Gi-
ner; lo fueron también Azcárate, Ruiz de Quevedo, Sales y Ferré, Uña, Salmerón, profe-
sores todos de la Institución Libre. El trabajo citado lleva la fecha de 1866.
La nota de universalidad. Don Julián Sanz del Río; Sanz del Río, catedrático de His-
toria de la filosofía en la Universidad de Madrid; introductor en España de un sistema
filosófico. Un sistema filosófico —y esto hizo su fuerza— que, más que una filosofía,
era una moral. En 1860, Sanz del Río publica su traducción del libro de Krause Ideal de
la Humanidad para la vida. La traducción va anotada por el traductor. Las notas son

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más interesantes que el texto. Una de ellas se titula «Tribunales superiores históricos».
Sanz del Río, en su noble afán de universalidad, de justicia internacional, se adelanta a
la Sociedad de Naciones. El Tribunal que don Julián pide es el de la Sociedad de Nacio-
nes. Oigámosle: no olvidemos que estamos en 1860:
«En la historia humana —escribe el autor— se han cometido injusticias mayores, que
piden un Tribunal y juicio competente, y que por falta de él han caído hasta el día bajo
jueces ilegítimos o interesados. Si la sociedad política humana estuviera organizada
como un Estado y Tribunal Supremo en la tierra, acudirían a él hombres y pueblos sobre
injusticias pasadas y presentes, que hoy están sin reparar, y que influyen con pernicioso
ejemplo, y atesoran inmoralidad pública e injusticia sobre nuestra historia. ¿Quién repa-
rará competentemente la injusticia de la Inglaterra con Irlanda? ¿La de Rusia con Polo-
nia? ¿La de Europa con el pueblo judío? ¿La de las razas blancas con las negras? Sin
embargo, estas injusticias humanas están vivas, y piden Tribunales superiores a los hoy
constituidos para ser competentemente reparadas.»
La nota sigue; no podemos copiarla toda; basta con lo copiado para nuestro propósi-
to.
Más tarde, esas dos notas de españolismo y universalidad confluyen en la mente de
Giner. Giner y su europeísmo, aliado al amor por el paisaje de Castilla. Giner, europeo y
apasionado del Guadarrama. Su espíritu se continúa en Cossío; en Cossío, tan universa-
lista como Giner y amante apasionado de Toledo y el Greco. Los dos matices se hacen
notar en la breve alocución pronunciada por el maestro al cumplirse, en 1926, los cin-
cuenta años de la Institución. En esa página se señala la característica de esa Sociedad,
«cada, día con más ansias de universalidad humana, y, a la vez, más íntima y amorosa-
mente fundida con la madre tierra y la materna raza».

AZORÍN

ABC 31 de diciembre de 1929 y en Crítica de años cercanos

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DIFERENCIAS

Cuando se estudia —con más o menos pasión— el problema de los jóvenes y los vie-
jos, ahora tan debatido, se suele olvidar de un aspecto fundamental del asunto. Lo tuvo
en cuenta don Eduardo Benot, en su estudio, tan sereno, tan profundo, «Los viejos», que
figura en su libro En el umbral de la ciencia (Madrid, 1889). ¿Existe correspondencia,
sincronismo entre la aparición y desarrollo de las facultades físicas y de las facultades
intelectuales? El problema difiere esencialmente, en cuanto a su solución, si aceptamos
el paralelismo entre unas y otras facultades, o si, por el contrario, establecemos una di-
vergencia, una desigualdad entre el desarrollo y el esplendor físico y el intelectual. Si
las facultades intelectuales van apareciendo en el hombre con independencia de las físi-
cas, podremos —en cierto momento de la vida humana— hablar de vejez, de postración
física, de decadencia material; pero no será imposible hablar también de declinación
intelectiva. Y en realidad, estudiado bien el problema —Benot lo estudia con escrupulo-
sidad—, esto es lo que sucede. Existen cualidades espirituales que no aparecen plena-
mente cuando acaso ya otras características físicas comienzan a decaer. ¿No podremos
afirmar que la cualidad de síntesis de considerar el mundo y las cosas, de ver el proble-
ma de la vida y del destino humano de un modo sintético; no podremos afirmar que esa
cualidad —suprema cualidad— no aparece en el ser humano sino tarde, ya en la vejez, o
casi en los umbrales de la decadencia física? Y esa cualidad de síntesis es, —no lo olvi-
demos— la gran creadora en arte, la gran propulsora en las investigaciones científicas,
la que determina obras capitales en literatura, en política, en las diversas ramas de la
actividad humana. Podrían contarse, en abono de esta tesis, multitud de nombres. Don
Eduardo Benot los cita. En España, por ejemplo, el más grande de nuestros gobernantes,
Cisneros, comenzó su vida política a los cincuenta y cuatro años. Kant pasaba de los
cincuenta y seis cuando publicó su Crítica de la razón pura. Sería larguísima la lista de
artistas, literatos, sabios, políticos, que se podría formar a este respecto. En suma: ju-
ventud es una cosa; inteligencia es otra. Puede haber inteligencia sin juventud, y juven-
tud sin inteligencia.
Pero el debate sobre los jóvenes y los viejos ofrece otro aspecto a la consideración
del observador. Aludimos a las pretensiones características de la juventud actual. Diver-
sas son las cualidades que se adjudican a los jóvenes actuales. Nos parece que algunas
de esas características lo son, no de los jóvenes del presente, sino de los jóvenes de to-
das las épocas. Se habla, por ejemplo, de la indiferencia de los jóvenes actuales hacia la
muerte. ¿Qué jóvenes en cualquier siglo, en cualquier edad, han tenido la preocupación
de la muerte? La juventud no se preocupa de la muerte; no se ha preocupado nunca. La
prueba —tan copiosa— es la extensa literatura ascética, religiosa, que existe relativa a
inculcar a la juventud la idea del tiempo que pasa, de los años que se deslizan sin sentir,
de la juventud que se desvanece, de la muerte que nos espera. E inversamente, podría-
mos también alegar —como muestra de la inconsciencia de la juventud— la literatura
existente también, copiosa también, referente a que es preciso aprovechar la juventud
antes de que pase, en el sentido del goce; de que es preciso gozar plenamente la juven-
tud, que es una flor que se aja prestamente; literatura ésta que, como sabe el lector, di-
mana, principalmente, de Horacio.
La juventud, pues, es una cualidad inconsciente. La juventud no la nota el joven; ma-
la, muy mala señal es que el joven —y algo de eso sucede a muchos jóvenes hoy—;
mala señal, muy mala señal es que el joven note su juventud. La juventud no se advier-
te, como no advertimos el aire que respiramos, ni la luz que vemos; necesitamos pensar

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en ello, reflexionar, para advertir que vemos y que respiramos. La juventud es incons-
ciencia. ¡Y qué cosa horrible, abrumadora, sería el que no lo fuera! La vida entera de la
Humanidad se vería detenida, paralizada.
No; las características de la juventud actual no son ésas, a nuestro parecer. No pue-
den, pues, ser esas las cualidades diferenciales de los escritores jóvenes de hoy respecto
a los viejos. Es preciso considerar el ambiente que todos respiramos; en ese ambiente
encontraremos las diferencias posibles entre un escritor joven y un escritor viejo. La
ciencia ha aportado a la vida humana, modernamente, conceptos y nociones que no se
tenían hace cincuenta años. El automóvil, el aeroplano, la radiodifusión, el cinematógra-
fo, han modificado la sensibilidad humana. Las categorías de tiempo y de espacio no
son las mismas ahora que antes. Detengámonos, por ejemplo, en el concepto de «pre-
sencia», concepto fundamental en el arte. ¿Cómo negar que la sensación de presencia se
ha modificado hondamente con la radiofonía y que acabará de transformarse dentro de
poco, por completo, cuando se divulgue la televisión? ¿Y es que ese concepto, como
otros relativos al espacio —el espacio físico, el geográfico y el fisiológico—, no pene-
tran en el arte y lo revolucionan? ¿Y es que la juventud, con su sensibilidad virgen, in-
tacta, no tiene un poder de receptividad acaso superior a la receptibilidad de los viejos?
Si los viejos tienen el poder de la síntesis, ¿no tendrán los jóvenes ese poder de recepti-
vidad para la sensación nueva que es el que hace revolucionar la estética y preparar los
elementos para la futura síntesis?
En España, pasada la generación de 1898; después de la generación que ha surgido a
continuación; más reciente todavía que Gómez de la Serna y que Gabriel Miró —
inclasificables, con ambiente propio los dos, fuera de todo grupo—; en España, repeti-
mos, existe un núcleo de escritores novísimos con sus características propias. Represen-
tante de esa generación —lo hemos dicho fuera de España— es José Bergamín, tan cul-
to, tan sutil, tan independiente. Y en ese grupo figuran los dos grandes poetas Pedro
Salinas, Jorge Guillén; y Benjamín Jarnés, y Antonio Espina, y otros muchos que culti-
van la novela, la poesía, el ensayo.

AZORÍN

ABC 20 de febrero de 1929 y en Crítica de años cercanos

15
DOS MUNDOS

En la Universidad de Oxford se tratarán, en el próximo otoño, algunos temas de lite-


ratura española: Jorge Guillén dará una lección sobre Góngora. Curiosa por todo extre-
mo esta confrontación del poeta clásico y del poeta novísimo. La nueva poesía se halla
brillantemente representada por Jorge Guillén. No es preciso, para explicar la novísima
lírica española, recurrir a nombres de poetas extranjeros. Góngora puede ser representa-
do, plásticamente, en algún monumento arquitectónico de la época. Góngora es, por
ejemplo, la capilla de la Virgen del Buen Consejo en la iglesia madrileña de San Isidro.
Profusión de adornos, molduras, ramos, cornucopias. Todo dorado, resplandeciente: en
el oro que reluce en la penumbra, los cuadrados blancos de unos espejitos. En estos días
del verano, a las cuatro de la tarde, un rayo vivido de sol entra por una alta ventana del
coro; la fúlgida franja atraviesa, diagonal, el espacio y pasa rozando la entrada de la
capilla del Buen Consejo; en el pavimento pone un cuadro de sol clarísimo. La penum-
bra de la capilla, con la viva luz, queda en tinieblas; se apaga el oro relumbrante; refle-
jan débilmente los espejos de la entrada; allá dentro, en la foscura, brilla incierta una
lucecita, que de cuando en cuando temblotea. No hay espectáculo más bello en el Mu-
seo del Prado. La capilla de la Virgen del Buen Consejo es profusión y oro. Oro, mucho
oro, todo cubierto de oro. Retenga el lector esta nota. Ahora abramos un librito de 1654;
vamos a leer el primer párrafo del Epitome de los hechos y dichos del Emperador Tra-
jano, publicado el año dicho por el maestre de Campo don Luis de Morales Polo.
«Hiperbólica exageración —dice el maestre de Campo— conceder al Fénix, sólo, rena-
cer de aromáticas cenizas, y en lo voraz de las llamas, que, ambiciosas, procuran sepul-
tar todos los humanos trofeos, vincular su mayor eternidad, cuando en Trujano exami-
namos segundo Fénix, que, renaciendo de sus cenizas triunfantes, se va eternizando en
ellas de siglo en siglo y de posteridad en posteridad. Mariposa es el César más famoso
comparado .con Trajano, que, ambicioso de siglos, se quiere mentir Fénix, vistiéndose
la librea que a sola su ave dio la Arabia, y a solos sus arcos dio el cielo oro, laurel y
púrpura.» Detengámonos un momento para recoger aquí, como en la capilla del Buen
Consejo, la nota del oro. Sigamos, «Quiere, como el Fénix, rondar luces y afinar llamas,
para morir anegado en ellas, en víctima olorosa y en pastilla fragante; pero bien se reco-
noce que una es pavesa con ellas, que nace con parasismos, y la otra, aquella ave gene-
rosa y sola que nace a eternidades; una, en su misma cuna halla pira; otra, de la pira saca
vida y de la muerte, duraciones.»
Nada más semejante a la capilla de la iglesia de San Isidro, que este párrafo de prosa
del siglo XVII. Todo profusión, y en la profusión, el oro. Recordemos, después de esto,
el soneto de Góngora dedicado a la «ilustre y hermosísima María». Termina de esta
manera:

Goza, goza el color, la luz, el oro.

De Góngora a Guillén hay todo un mundo; se engañan, a nuestro parecer, de medio a


medio quienes creen que la nueva lírica de España procede del poeta clásico; los nuevos
poetas se encuentran en una situación análoga i la de Góngora; pero no hacen lo mismo
que Góngora. Todo artista nuevo hace lo que los clásicos —es decir, innovar—, pero no
los imita. Góngora es la capilla de la Virgen del Buen Consejo, y Guillén es El Escorial.
El Escorial en el sentido de ser la nueva lírica reducción de líneas, planos lisos, simpli-
ficación, líneas rectilíneas. Todo lo contrario de Góngora. El poeta clásico vive en un

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mundo, y los líricos actuales viven en otro. Juan de Herrera simplificó, id encargarse de
las obras de El Escorial, los planos anteriores. Hay una frase en la conocida obra de
Llaguno y Amírola, Noticias de los arquitectos y arquitectura de España, que queremos
copiar. Dice el autor que un Cierto arquitecto trajo de Roma unos planos que eran casi
copia de la iglesia de San Pedro; eligió el Rey esta planta, y «reduciendo Herrera a cua-
drados los frontis del crucero, que en el Vaticano son circulares...» Esa es la labor con
respecto a Góngora, de la nueva poesía; la de reducir a cuadrados los círculos. Hacer
rectilíneo y simple lo curvo y profuso. Una poesía de Guillén, de Salinas, de Alberti y
de los más nuevos en edad, José María Luelmo o José María Souvirón, es un conjunto
de planos y de líneas de una sobriedad maravillosa. Léase, en abono de nuestra tesis, la
poesía «Mañanas», de Souvirón, en el libro Conjunto, de este poeta. Se tendrá la sensa-
ción de la piedra desnuda y limpia, del monasterio de San Lorenzo. De sus anchos pla-
nos y de su juego admirable de líneas. Góngora queda en la remota lejanía. Y desde
lejos, con afecto, con admiración, le saludan los nuevos líricos.

AZORÍN

ABC 10 de julio de 1929

17
EL PASO OCULTO

Azul intenso; añil; en la nota de azul, un nombre: José María Souvirón. Y un título:
Conjunto. De este breve piélago azul, a un viejo palacio en una ciudad castellana. Salas
anchas, largo tiempo cerradas, corredores penumbrosos; puertecitas achaparradas, de
cuarterones, unos cuadrados y otros cuadrilongos. Muebles de todos los tiempos; del
siglo XVII y del XVIII; de la época de Isabel II. Peregrinación por la vasta y noble casa.
Allá arriba, de pronto, descubrimos una terracilla; quisiéramos subir a esa eminencia y
atalayar desde allí el paisaje. Nos hemos quedado solos, separados de nuestros acompa-
ñantes. Para lograr nuestro intento, recorremos pasillos, entramos y salimos en espacio-
sos salones. No acertamos con la subida al miradero. Las escaleras que hemos subido no
nos llevan a la torre. Desorientación. Súbitamente tropezamos con una puerta; la abri-
mos; tal vez forcejeamos un poco para abrirla. Y vemos luego que la escalera que se nos
presenta conduce a la torre. No podíamos sospechar allí ese paso. Un paso disimulado,
ocultó. ¿Cómo se pasará de la poesía romántica a la poesía actual? Esta poesía de ahora,
tan sutil, tan diversa de la antigua, la clásica, y tan apartada de la romántica, ¿será espa-
ñola? ¿Tendrá raíces en la tierra poética de España? Ramón de Campoamor, ¿de que
manera nos mostrará el paso oculto de la poesía antigua a la novísima?
El paso secreto existe; Campoamor facilita esa transición; la prepara. Campoamor es
un romántico. Publica su primer libro de versos en 1840; ese mismo año publican tam-
bién sus primeros libros Espronceda y Zorrilla. Pleno, desatado romanticismo. Cinco
años antes se estrena el Don Álvaro; tres años antes El trovador. Campoamor se inicia y
desenvuelve en lo más intenso del romanticismo. Pero Campoamor »—-Singular fenó-
meno— atraviesa el chaparrón de colores romántico sin que una sola gota de azul, de
verde, de grana, de morado caiga sobre él. Pobreza absoluta de léxico: indigencia de
color. Todo escueto, mísero, sin un chisporroteo de vocabulario raro, precioso. La des-
nudez total en la expresión. La sensibilidad es romántica; quienes han hecho un Cam-
poamor escéptico, incrédulo —y han sido los tales legión— han falseado la realidad. Un
romántico, sí, sin color y sin cadencia. Y éste es el paso oculto para llegar a la poesía
novísima. La poesía nueva renuncia a la riqueza del vocabulario; el color, la música, las
formas opulentas las aparta de sí. Se une a Campoamor en la renunciación a los fastos
del mundo físico. Su empeño es el de simplificar ese mundo. Líneas y superficies de
una transparencia maravillosa. De la alquitara, de la introspección ha salido la prosa de
los místicos; de la renunciación a los atuendos románticos ha surgido la poesía nueva.
Tan pobres de léxico como Campo- amor. Tan elegantes, tan aristócratas como una be-
lla dama que, pudiendo adornarse con espléndidas joyas, se contenta con su propia so-
berana belleza.
José María Souvirón. Su librito aéreo de versos, Conjunto. Un pedazo de paisaje de
una sobriedad maravillosa:

El aire
borrará los recuerdos,
negando voluntades,
y, en su hora, los sueños,
se hundirán hasta nunca,
arrastrando misterios
en las memorias últimas.

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Versos que tienen su encanto en sí mismos. Correlación profunda entre estos versos
tan finos y un pedazo de paisaje sobrio castellano. A las cuatro de la tarde en estos días
de verano, a la entrada de la calle de Embajadores, frente al teatro Pavón. Tended la
vista hacia abajo. Espectáculo de una finura indecible. Pedazo de paisaje, allá lejos, que
resume toda esta poesía nueva. En lo hondo, sobre techumbres rojizas, por encima de la
mancha verde de unos árboles, un fragmento de campo. Desnudez, maravillosa desnu-
dez. Simplicidad de líneas. El color de una limpieza delicadísima, sobre todo después de
un día de lluvia. Azulino, gris, ocre, amarillo. Evocación, por contraste, de los fastuosos
paisajes de otras naciones. Adhesión fervorosa a este paisaje, tan sobrio, tan profunda-
mente aristocrático. Negación firme, sólida, de superioridad de los paisajes opulentos de
otras naciones europeas sobre este paisaje. Esta finura, esta profunda distinción, no es
inferior a nada. Desde lo alto de la calle de Embajadores, extasiados, gozamos de este
breve panorama y recordamos, ante su sobriedad única, la sobriedad elegante, insupera-
ble, de la poesía novísima:

y, en su hora, los sueños


se hundirán hasta nunca,
arrastrando misterios
en las memorias últimas.

Raigambre honda de la nueva poesía en el suelo de España. Por el paso oculto de


Campoamor hemos retornado a la pura esencia de los místicos. La pobreza superior a la
opulencia. Con el mínimo de medios, lo máximo de sugerencia.

AZORÍN

ABC 19 de julio de 1929 y en Crítica de años cercanos.

19
EL ROMANTICISMO

José García Mercadal ha publicado una historia del romanticismo español. El libro es
curioso; encierra útiles noticias; se lee con agrado y provecho. Nos invita a meditar
García Mercadal. ¿Cuál ha sido la obra de los hombres de 1835? Los hombres de 1835
descubrieron algo que ya estaba descubierto; el romanticismo. Lope de Vega crea para
sí un mundo poético; Cervantes crea para sí otro mundo poético. Lope hace en el suyo
lo que le place; Cervantes, a su vez, hace en el mundo creado por él cuanto le conviene.
Cervantes cree que las peculiaridades del mundo de Lope son «desórdenes»; Lope afir-
ma, aludiendo a las novelas de Cervantes, que las novelas deben escribirlas los «cientí-
ficos». El desorden es, para Cervantes, falta de primor; al decir Lope que sólo los cientí-
ficos deben escribir novelas, significa con ello que las de Cervantes son vulgares. Ni
uno ni otro pueden comprenderse; habitan mundos opuestos, y su antagonismo es irre-
ducible. Uno y otro son esencialmente románticos; viven Lope y Cervantes de una rea-
lidad por ellos creada.
En el siglo XVIII, el estudio de las ciencias naturales hace pasar a primer plano la Na-
turaleza, antes mero accesorio. El espíritu crítico del siglo XVIII prepara, como acontece
siempre, un nuevo esplendor. Hacia mediados del siglo los hombres comienzan a ima-
ginar que son desgraciados; se ve una cierta desproporción entre la personalidad huma-
na y los medios de que esa personalidad dispone. En el horizonte surge por primera vez
la luna; se dan paseos solitarios en otoño, cuando las hojas van cayendo; una lucecita
que se ve a lo lejos, entre las sombras de la noche, nos hace estremecer; llega al campo
un filósofo y declara, entre los labriegos, indignadísimo, contra las desigualdades socia-
les; cierto poeta, inconsolable por la muerte de su amada, sostiene largos coloquios con
un sepulturero y pretende levantar la losa del sepulcro para contemplar por última vez
los despojos de la que fue seductora beldad. Ni el exotismo falta. En el Eusebio, de Pe-
dro Montengón, uno de los libros más curiosos de nuestro siglo XVIII y más apacible-
mente escritos, aparece por vez primera América; no ciertamente la América española,
sí el país civilizado por Guillermo Penn, es decir, Pensilvania. Dos náufragos españoles
arriban a un pueblo de cuáqueros y son atendidos por ellos; otro europeo se pierde en
bosques y montañas y da en una tribu de salvajes antropófagos, de donde sale con bien
gracias a un misionero... Descubierta América en 1492, no es convertida en materia
novelable por nuestros escritores hasta 1786, en que se publica el Eusebio.
Todo estaba virtualmente hecho cuando vinieron al arte los hombres de 1835. Pero
en el romanticismo existen dos elementos esenciales: uno literario y otro moral. El lite-
rario estaba casi explotado; restaba el moral a los hombres de 1835. No se podía innovar
literariamente; se podía, sí, adoptar una actitud distinta, en cuanto a lo moral, de la se-
guida por los antecesores. Por primera vez se da en la vida literaria un hecho curioso: el
desdén hacia el lector; el aislamiento respecto al público. No es que los románticos sean
seres incomprendidos, a su pesar; es que deliberadamente quieren ser incomprendidos.
Y en esto reside la originalidad —si es originalidad— de nuestros románticos. Se pre-
tende no ser como los demás; se da en lo singular y en lo raro. Se quiere establecer un
desnivel entre la persona del poeta y el medio en que ese poeta vive. La diferenciación
va desde el traje y el pergeño personal hasta las palabras; palabras con que se procura
desazonar al cándido lector. Espronceda dice: «¡Malditos treinta años, edad funesta de
amargos desengaños!» Nos cuenta también que él, con erudición, sabría mucho. Santos
Álvarez, entre sus singularidades, escribe: «Hay mucha gente buena en el mundo, en los
sitios en que hay poca.» Y más adelante: «Lucía lloró mucho, y estaba tan hermosa en

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su dolor, que me hizo llorar a mí, y todavía me acuerdo de los buenos ratos que pasé
llorando.» La persona auténtica es una cosa, y los gestos y palabras son otra. Cuando el
poeta repugna tales gesticulaciones, siendo sencillo y natural, como el duque de Rivas,
su romanticismo no es tal romanticismo. Su obra capital, el Don Álvaro, no es ni más ni
menos que El caballero de Olmedo, de Lope, o El mágico prodigioso, de Calderón. Pe-
ro esa desproporción, en el grupo romántico, entre la persona íntima y la palabra, ha de
ocasionar un desequilibrio a lo largo de todo el siglo XIX en la producción literaria. A
la afectación romántica puramente verbal se habrá de unir, para completar el caos, el
parlamentarismo con el abuso de la oratoria. Y de generación en generación llegará has-
ta nuestros días la verborrea romántica. Habrá que examinar con cuidado, al estudiar el
siglo XIX, lo que es observación exacta y lo que es desordenada fantasía. Aun en el
mismo Galdós encontramos resabios del falso romanticismo; el Galdós criticado por
Revilla, y no el elogiado por Clarín.
¿Cómo estudiar imparcialmente todo un siglo de producción literaria, ya en la poesía,
ya en la novela, ya en el teatro? Cuestión muy delicada es ésta; forzosamente habríamos
de tropezar en la tarea con muchas dificultades; elogiaríamos a quien parece que no me-
rece elogio, y condenaríamos a quien generalmente ha sido ensalzado.

AZORÍN

21
JÓVENES

Publicación que acaba de salir: Nueva Revista; una revista redactada por jóvenes;
cuatro grandes páginas, limpiamente impresas, llenas de poesías y estudios estéticos.
Redactada, sí, por jóvenes; pero por jóvenes que son más jóvenes que los otros; por ex-
trajóvenes. En cuanto los jóvenes se descuidan —y aunque no se descuiden—, ya han
salido otros jóvenes que son más jóvenes que ellos; como estos de la Nueva Revista.
Jóvenes que sienten, como otros entusiastas núcleos estudiantiles, adoración por el más
inquieto, el más impetuoso, el más vibrante de nuestros poetas: Rafael Alberti. Todos
los jóvenes, los más y los menos jóvenes, inspiran sinceras simpatías; en ellos nos ve-
mos los viejos reproducidos; y algunos viejos que no quieren acordarse del pasado en-
cuentran en los jóvenes la obturación de ese pasado. No nos escandalicemos de lo que
dicen los jóvenes; nosotros hemos dicho y hecho lo mismo que ellos cuando éramos
jóvenes. Y después —razón suprema—, si los jóvenes tuvieran la experiencia, ¿para qué
nos necesitaban a nosotros en el mundo? ¿Qué papel sería en el mundo el nuestro? Y
otra razón de gran peso: muchas veces, para hacer las grandes cosas, la experiencia es-
torba; el pasado pesa sobre nosotros los viejos; motivos de sentimentalidad nos impiden
hacer lo que haría, con el corazón ligero, un joven. Dejémosles a ellos que expandan su
voluntad por la acción; seamos indulgentes; permitamos que siga la vida, y pensemos
que, si no lo permitiéramos, sería lo mismo; la vida, la acción, el ímpetu de la juventud
seguirían su marcha.
Nueva Revista; los mismos redactores simpáticos de esta publicación han ido por la
calle de Alcalá y por la Puerta del Sol vendiendo su periódico; tienen entusiasmo; les
alienta la fe en su obra. ¿Qué haremos —nos preguntan— para que nuestra Revista sea
conocida? El recurso es sencillo: hablad en vuestra Revista de teatro; estudiad, exami-
nad, observad el teatro. El teatro es cosa de papel pintado; todo es papel pintado en el
teatro; todo es ficticio y convencional. Cuando en el teatro entra una chispita de verdad,
es como si se entrara con una cerilla encendida en un cuarto lleno de gas; se produce
una explosión terrible. Y puesto que vosotros decís que el teatro no es literatura, utilizad
por lo menos el teatro como reclamo para vuestra literatura. Estad seguros de una cosa,
y es que a los cuatro números de estar hablando con sinceridad de las cosas y los hom-
bres del teatro, ya la conmoción producida será enorme; todo el mundo buscará con
ansiedad vuestra Revista, y todos comentarán vuestros comentarios. La sinceridad, la
verdad, en un mundo de papel pintado, habrán obrado el milagro. ¡Y la labor, mucha-
chos! Aquí sobre la mesa tengo uno de los libros más bellos que se han escrito en el
siglo XVIII; es de un gran prosista de esa centuria: del padre Isla. Se trata del Memorial
que el padre Isla escribió relatando la expulsión de la Compañía de Jesús —que se rea-
lizó de un modo bárbaro y brutal—. En ese libro se puede ver una de las páginas más
bellas, más conmovedoras, que haya escrito la juventud en España. La escribieron se-
senta u ochenta novicios de la Compañía; expulsados los jesuitas, esos novicios, contra
lo dispuesto por las autoridades, quisieron seguir a los maestros. El calvario de los ma-
estros fue terrible; pero no fue menor el de estos heroicos muchachos; no bastaron a
disuadirles de su empeño ni razones, ni halagos, ni amenazas; por los caminos de Casti-
lla, a pie, rotos, casi descalzos, hambrientos, estos adolescentes, que habían nacido en la
holgura, seguían desde lejos a sus adoctrinadores. En alguna ciudad llegó hasta
prohibírseles que pidieran limosna; estaban desfallecidos por el largo ayuno; un alma
caritativa alargó por ellos la mano a los transeúntes. Y de este modo siguieron su ruta
hasta Santander, donde los religiosos de la Compañía habían de ser embarcados. Allí,

22
nuevas dificultades para impedirles el embarco; uno de los muchachos, sin darse a co-
nocer, logró que lo admitieran en uno de los barcos como grumete; sus peripecias en el
barco están narradas en una relación de las andanzas nobilísimas de tal joven. Todos
estos mozos —y he querido de intento elegir un episodio tradicionalista—; todos estos
muchachos, que tan bella, tan abnegada, tan heroica cosa han hecho, os ofrecen a voso-
tros, jóvenes de ahora, desde las páginas de la Historia, una lección perpetua de la más
alta idealidad. Ni el hambre, ni la miseria, ni los mayores sufrimientos lograron detener
en sus entusiasmos, en su fe ardiente, a este puñado de muchachos. Tenedlos siempre
presentes vosotros; tened presentes a estos jóvenes que van desde Burgos a Santander,
descalzos casi, desfallecidos, rotos, bajo los aguaceros, sufriendo los soles y soportando
las intemperies en las noches crueles.
Y adelante con la Nueva Revista. El arte por encima de todo. Y España, nuestra
amada España, en el corazón.

AZORÍN

ABC 24 de enero de 1930 y en Crítica de años cercanos

23
LA NARDO

El libro ha caído como una piedrecita en la tersa superficie de las aguas; el lector ha
de llegar hasta el libro, y ha de atravesar para ello todos los círculos concéntricos que se
han formado. El lector se halla en la periferia de España; en el fondo del foso cantábri-
co; al pie de la elevada fortaleza. Allá arriba, a seiscientos cincuenta metros de altura, a
la distancia de seiscientos veinte kilómetros, se halla el centro del primer círculo; es
decir, allí está la heroína de la novela. Primera etapa: el país vasco; desde San Sebastián
a Alsasua; país de prados verdes y suaves; de montañas severas, pobladas de boscaje
tupido y húmedo. Segunda etapa: la transición; el paisaje de Álava; entre castellano y
vasco; con los abiertos horizontes de Castilla y con las blandicias y suavidades del Nor-
te. Avancemos. Tercera jornada: Burgos, cabeza de Castilla; el panorama fino, elegante,
que viera el Cid en sus tiempos. Álamos en toda su gallardía. Montañas que comienzan
a mostrársenos desnudas, prístinas. Cuarta etapa: tierra de León; es decir, Valladolid,
Valladolid es León. La tierra llana, las llanuras de sembradura, los horizontes dilatadí-
simos y distintos. Nos vamos acercando a Madrid. El Guadarrama; las cresterías azules,
y en invierno blancas; la tierra parda; majestad y severidad en el ambiente y en las co-
sas. Madrid a lo lejos, como un montón disforme de casas, que corona una neblina sutil.
En Madrid en este último círculo, lo más popular, lo más típico, lo esencial, la Cabecera
del Rastro; las calles de Toledo, Embajadores, Esgrima, Espada —no podía faltar la
espada habiendo esgrima—, Ave María, Calvario, Amparo. En una de estas calles nace
la protagonista de la novela. De la novela que acaba de publicar Ramón Gómez de la
Serna, o sea La Nardo. La Nardo, por su nombre Aurelia Rojo, muchachita madrileña,
de lo más madrileño, nacida en el corazón de Madrid.
La Nardo, blanco y carmín. Producto delicioso del cruce de castellanos, andaluces,
gallegos, valencianos, extremeños. Como todas estas maravillosas mocitas de la corte.
Blanco y carmín: La Nardo; «pétalos de rosa caídos en naterones cándidos», que dijo
Lope de Vega refiriéndose, naturalmente, a otra Nardo de su tiempo; y Lope era maestro
en la materia. La Nardo encuentra a un mozo de su estirpe; va a producirse dentro de
poco un choque de un astro perdido con el planeta en que habitamos. Y la bella mucha-
cha se encuentra, sin saberlo, en la misma actitud psicológica que la aristocrática abade-
sa que pinta Ernesto Renán en su drama, tan discutido, La abadesa de Jouarre. Si el
planeta ha de hacerse mil pedazos, si la vida va a acabarse, si no se ha de vivir ni un
instante más, ¿qué es lo que harán La Nardo y su amante? Si la aristocrática abadesa de
Jouarre —-que es como ser abadesa de Las Huelgas o de Sijena—; si la aristocrática
abadesa va a ser llevada en cuanto amanezca a la guillotina, ¿cuáles serán las palabras
que cambie con su amador de última hora y cuáles serán las consecuencias?
¡Lástima que se fuera a producir un choque de un astro con nuestra tierra! Ese cho-
que —que no se efectúa— es como la pistola que se dispara por casualidad en el co-
mienzo del Don Álvaro; todo se desprende de ese encontronazo que no se verifica; La
Nardo va, de escalón en escalón, hasta el fondo del abismo social. Pero este tránsito
sirve al autor para pintarnos todos los ambientes madrileños, del más puro madrileñis-
mo, que la pobre Aurelia va respirando. Algunas de estas páginas son de las mejores
que ha escrito Ramón; léanse y tórnense a leer las referentes a los suburbios de la capi-
tal; al pintar los terrenos que se extienden por el final de la Ronda de Embajadores,
Ramón ha trazado uno de los cuadros más pintorescos, pero más terribles, de su libro y
de muchos de sus libros. Esos tipos, que alguna vez hemos visto al pasar, tales como los
labrantines vestidos con un traje andrajoso de soldado, traje que les han vendido los

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soldados que se marchaban con la absoluta; o bien esos hombres con pantalones de pana
atados con una cuerda por la rodilla; todos esos tipos los ha descrito Ramón con un co-
lor y una fuerza que nos atraen y cautivan. Desde el fondo del foso cantábrico vamos
hacia la altura, hacia el centro del primer círculo, en busca de esa muchachita tan blan-
ca, como de nieve, que se mueve entre tales personajes; en las calles de la Esgrima, de
la Espada, del Amparo, de la Encomienda; por todas esas calles en que nos ponemos en
contacto con lo primario y espontáneo, con el pueblo; pueblo de un vigor y de un color
como ningún otro pueblo en Europa. Y eso se ve bien claro en La Nardo, la novela
grande del gran Ramón.

AZORÍN

ABC 1 de agosto de 1930 y en Crítica de años cercanos

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LA REVISION LITERARIA

Acaba de publicarse un nuevo libro sobre Espronceda. No tiene Larra, hasta ahora,
ningún libro en que se hable de su persona y de su obra detenida y sistemáticamente; el
erudito sevillano don Manuel Chaves ha compilado en su interesante volumen multitud
de noticias y pormenores que podrán servir para el estudio que reclamamos. Espronce-
da, más afortunado que Larra, cuenta con tres volúmenes de biografía y crítica. ¿Bio-
grafía y crítica? Hasta cierto punto; con ciertas reservas. Uno de estos libros es el del
señor Rodríguez Solís; otro, el del señor Corton; el tercero, flamante, del señor Cascales
y Muñoz. Deploramos siempre —y más cuando se presenta ocasión como ésta— que la
historia literaria no acabe de ser entendida en España. Contamos entre nosotros con ex-
celentes, diligentes, pacientes investigadores literarios. Hay entre nosotros hombres de
abnegación para la rebusca literaria. Pero todavía no queremos persuadimos de dos co-
sas; primera, que el documento, por sí solo, sin relación con el ambiente, representa bien
poca cosa; el documento tiene —salvo en ciertos casos excepcionales— un valor secun-
dario. Segunda, que el documento es algo más de lo que, en la esfera de la erudición
española, se entiende por tal documento; es decir, que hay muchas cosas que no están en
los archivos y que son documentos. Y entendido así, en un efecto, no es más que cues-
tión de documentos.
No sólo la historia literaria, sino la historia de la civilización humana. Que no se vea
en lo que llevamos dicho animosidad ninguna contra los nuevos rebuscadores literarios.
Nada de eso; en el terreno en que colocamos la cuestión podemos estar de acuerdo to-
dos. Recientemente, un pensador francés —L. Dugas— ha publicado, editado por Alcán
en París, un libro titulado Pensadores libres y libertad de pensamiento. Componen el
volumen varios estudios; entre ellos, dicho sea de pasada, es interesantísimo uno dedi-
cado a examinar y refutar el pragmatismo, en nombre de la libre actividad intelectual.
Pero vayamos a nuestro asunto. Dugas, apoyándose en una célebre y moderna novela
inglesa (Robert Elsmere, de Humphry Ward) aborda el problema del testimonio o do-
cumento en la historia. Para el autor, la gran cuestión de la crítica es la siguiente: «¿Es
posible por un examen minucioso de las narraciones humanas, con la ayuda de la cien-
cia moderna, física y mental, llegar a determinar las leyes físicas y mentales que gobier-
nan la correspondencia, más o menos grande, entre el testimonio humano y el hecho que
dicho testimonio consigna?» El autor desea precisar más, «La historia depende del tes-
timonio. ¿Cuál es el valor del testimonio en determinado tiempo?» Dugas precisa todav-
ía más: «El hombre del siglo III, ¿percibía, recogía, interpretaba los hechos de la misma
manera que el hombre del siglo XVI o del siglo XIX?» Si no los interpretaba del mismo
modo, ¿cuáles son las diferencias, en qué consisten esas diferencias? Aquí reside, en
opinión de Dugas, el principal interés de la historia. «Una historia del testimonio, con-
cebida desde el punto de vista de la evolución, respondería a la más esencial necesidad
de la erudición moderna. Es incalculable la masa de luz que la historia, concebida así,
arrojaría sobre la historia del espíritu humano, es decir, sobre la historia de las ideas.»
Hagamos la aplicación de la teoría, del sistema a la historia literaria. ¿Se concibe lo
que sería un libro sobre el testimonio de la crítica y del público, frente al Quijote a lo
largo de tres siglos? Sería sencillamente una historia de las ideas españolas; más concre-
tamente: de la sensibilidad española. (El libro, según nuestras noticias, está elaborándo-
se, y elaborándose por un entendimiento clarísimo y henchido de cultura.) ¿Cómo han
sido vistas las obras de arte? ¿Cómo las obras de arte han llegado, desde su nacimiento,

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a ser lo que son? Ya está viendo el lector el alto valor del testimonio, del documento. En
la época moderna, un gran arsenal, formidable, copiosísimo arsenal, se abre para el his-
toriador en la Prensa periódica. ¡Los periódicos! ¡Los periódicos, documentos para el
historiador literario! Pues, sí, señores nuestros; documentos preciosísimos. Repetimos
que, entre nosotros, ni nos decidimos a tener una idea amplia del documento, ni menos,
mucho menos, a considerar la materia literaria como un valor en evolución. Debido a
este concepto reaccionario, profundamente reaccionario de las obras clásicas, nos en-
contramos con la resistencia invencible a todo lo que suponga intento de revisión litera-
ria. Pero ¡qué le vamos a hacer! El mundo marcha, y las nuevas ideas —de independen-
cia intelectual— se impondrán en la estética como se van imponiendo en la política.
Mi valor literario —repitámoslo cien veces— no es mi valor estático, sino dinámico.
En la época romántica, calcúlese la importancia de la Prensa periódica para la historia
literaria. Sin embargo, ninguno de nuestros libros de historia toma en cuenta el testimo-
nio de los periódicos. « ¿Cómo vieron los coetáneos de Angel Saavedra el Don Álvaro?
¿Cómo juzgaron El Diablo mundo? En España no es muy densa la curiosidad literaria;
las manifestaciones estéticas no ocupan en la vida nacional sino un lugar muy secunda-
rio. Sin embargo, ya es interesante ver, en un período de sesenta años, o menos, los
cambios, las transformaciones que ha sufrido un valor literario. Desde 1840 hasta la
fecha, ¿cuál ha sido la evolución del valor Espronceda? Los libros, las revistas, los pe-
riódicos diarios están ante nuestra vista, a nuestra disposición. ¿Podrá haber capítulo
más interesante, más esencial, en el libro dedicado a un Espronceda, a un Larra y no
digamos a un Cervantes? Y, sin embargo...
Quédese para otro día el hacer algunas más consideraciones sobre el tema y el exa-
minar el nuevo libro dedicado al cantor de Teresa.

AZORÍN

ABC 21 de junio de 1914. y en Crítica de años cercanos

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LA TERCERA PRUEBA

Venga usted aquí, a esta ventana, señor Jarnés; aquí lo veremos mejor. Usted habrá
dicho en la puerta que era Jarnés, Benjamín Jarnés; claro, no le hubieran dejado pasar.
No hubiera usted podido entrar en el laboratorio del Tiempo; pero es usted artista, fino
artista. No, no me dé usted las gracias; es usted artista y ha podido pasar; el arte es la
neutralización del tiempo; el arte anula al tiempo. Vaya, otra frase: el arte es la triaca del
tiempo; no sonría usted. No sea usted lisonjero conmigo. Acérquese; aquí veremos me-
jor la prueba; cuidado con esas retortas y esas balancitas de precisión; no tropiece usted.
Ea, ya estamos en la ventana; fíjese, fíjese. Mire usted qué limpieza, qué exactitud, qué
hermosura. La prueba es perfecta; a un lado, Felipe II; a otro, Teresa de Jesús, y aquí en
medio de los dos, El Escorial. El Escorial para los poetas novísimos; la exaltación de la
línea limpia; la fricción de la pura y radiante luz castellana en los anchos planos de pie-
dra lisa. La figura de Felipe II es admirable; un gran monarca, dígase lo que se diga;
carácter, confianza en sí, decisión. Y su símbolo, su representación, la concreción
plástica de su espíritu: El Escorial. No haga usted caso de ese luterano, de Carlos Justi,
que todavía en el Baedeker arremete contra El Escorial. ¿Y Teresa de Jesús? ¿Qué me
dice usted, James, de esa estupenda mujer? ¿Qué prosa la suya, eh? Fina, espontánea,
sin un átomo de pedantería. La raíz del pueblo y la esencia de las cosas. Felipe II, Tere-
sa de Jesús, El Escorial. Tres cosas únicas en el mundo; tres momentos maravillosos de
la Historia.
Ahora, querido señor Jarnés, segunda prueba; no se asuste, no tenga temor. Estamos
en el laboratorio del Tiempo; créalo, no le engaño. No ponga usted esa cara dé incredu-
lidad. Segunda prueba de lo mismo. Felipe IV, sor María de Agreda. Observe usted
cómo ya el color no es el mismo; ya está todo más borroso; la materia es más tosca; las
figuras conservan todavía dignidad, nobleza; sobre iodo la de sor María; sor María es
noble, pura. Pero ¿qué quiere usted que le diga, amigo Jarnés? Nos hallamos ya con otra
clase de pasta; la madera de los personajes es otra. ¿Qué algarabía es esa? Yo lo sé; pero
usted no lo sabe. Yo se lo diré; no crea usted que va a pasar nada. ¡Caramba, señor
Jarnés; no acaba usted de estar tranquilo! Yo le diré lo que son esos gritos. Esa algarabía
que usted ha oído son gritos de mujeres; mujeres que chillan. ¿Y sabe usted por qué
chillan? Porque están viendo la función en un teatro, o corral, y han soltado un ratón
donde están ellas. Y vea usted aquel caballero medio disfrazado que está en aquel
rincón; observe usted de qué modo ríe a carcajadas; parece que de tanto reír se le va a
desconcertar la cintura. ¡Ah, no vaya usted a creer que ese caballero es el Rey don Feli-
pe IV! ¡O,. M, usted quiere creerlo, allá usted! En fin, Jarnés; aquí tenemos tres cosas
como antes: Felipe IV, sor María de Agreda y una chillería de mujeres. Una chillería
que, si usted quiere, puede ser un símbolo; un símbolo como antes lo ha sido El Esco-
rial.
Y ahora, a la tercera pruebecita. Mire, mire, y no se escandalice; usted no puede es-
candalizarse; está usted ya familiarizado con estas tres cositas que se nos presentan aho-
ra. Ya en la tercera prueba, la tosquedad de la materia es completa, lamentable. El Rey
consorte, don Francisco de Asís; sor Patrocinio... ¿Falta algo? ¿No ha oído usted? Han
gritado: Où est Lambert? Sí, señor, sí. Où est Lambert? O sea: ¿Dónde está Lambert?
Esa pregunta es la primera que don Francisco ha hecho al llegar a París, puesto el pie en
el estribo para apearse del tren. Lambert es su peluquero. En esta prueba, la tercera, nos
hallamos a mil leguas de distancia de la primera. En la primera, el símbolo es la maravi-

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lla de El Escorial; en la segunda, los gritos femeniles; en la tercera, esta pregunta que
acabamos de oír. Où est Lambert? Todo París repite la pregunta, sonriendo; los chicue-
los de las calles preguntan por Lambert; en los cafés, los mozos repiten el nombre de
Lambert; en las imperiales de los ómnibus suena el nombre de Lambert. Ohé Lambert!
Le veo a usted un poco maravillado. ¿Usted no conocía este laboratorio? No, no ha
estado nunca aquí. Ahora muévase usted hacia aquella pantalla y observe con atención.
No va a pasar nada malo. Lo que voy a hacer es que vea usted lo qué usted mismo acaba
de hacer en su libro Sor Patrocinio con la realidad que acabamos de ver; es decir, con la
tercera prueba. Usted, amigo Jarnés, ha hecho un libró interesantísimo, un libro de fino
artista; pero eso que digo as una generalidad; eso no es decir nada. Es preciso definir,
expresar de qué modo es su arte. Mire usted cómo van pasando por la pantalla las figu-
ras de su libro Sor Patrocinio. ¿Lo ve usted bien desde ahí? Acérquese un poco más; no
tenga temor. El arte de usted, Jarnés, no es la realidad misma, la realidad desnuda; usted
asciende un grado sobre la realidad; usted da por sabida la realidad. Y sobre ese plano
de metarrealidad, sí, de metarrealidad, usted va mariposeando, cerniéndose, vagando,
con ingenio y con elegancia. ¿Le ha gustado a usted ese terminillo que hemos inventado
de metarrealidad? Era preciso inventarlo. Si hubiéramos dicho superrealidad, hubiéra-
mos supuesto un concepto de fantasía, de misterio, de irrealidad; y no; ¡es esa la reali-
dad que usted crea. Su arte, querido Jarnés, supone, implica la realidad; pero no la de-
forma. Da usted un extracto de realidad; pero no injiere usted en su realidad un fermento
de misterio, y tal vez de superstición inquietadora. Realidad, sí; la de usted; pero la que
está por encima de la realidad: metarrealidad.
Y ahora, un apretón de manos y enhorabuena cordial por §U bello libro. Ya sabe us-
ted dónde me tiene a su disposición. Cuidado, por aquí: no tropiece usted con esa retor-
ta.

AZORÍN

ABC 16 de julio de 1929 y en Crítica de años cercanos

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LA ULTIMA NOVELA DE BAROJA

La última novela de Pío Baroja, Las mascaradas sangrientas, pertenece a la serie de


las «Memorias de un hombre de acción». Forman ya esta colección diez y siete volúme-
nes. Baroja ha pintado en esta serie de novelas los hechos y peripecias políticas de Es-
paña en la primera mitad del siglo XIX. Habrá de llegar un momento —cuando la serie
de las «Memorias de un hombre de acción» termine— en que haya que analizar toda la
obra realizada por el novelista vasco. Y son varios los puntos que habrán de ser exami-
nados en este estudio. Expongámoslos sumariamente.

LA HISTORIA

Ante todo, convendrá estudiar el concepto de la Historia que tiene el autor de Las
mascaradas sangrientas; por los diecisiete volúmenes indicados pasan los anales de
España en un período de cincuenta años. Baroja ha hecho obra de historiador; se ha do-
cumentado minuciosamente; ha leído cuanto sobre esa época se ha escrito; recogido —
con mil trabajos— papeles y documentos varios; ha recorrido los lugares en que los
principales sucesos de las guerras civiles se han desarrollado; la topografía del país vas-
co la conoce palmo a palmo; en el Maestrazgo, el otro teatro de la guerra carlista, tam-
bién ha estado en diversas ocasiones; respecto de la figura central de estas novelas, el
«hombre de acción», es decir, Aviraneta, él ha reunido cuantos datos, pormenores y
particularidades pueden ser conocidos. Y bien —primera interrogación—, ¿cómo en-
tiende la historia un hombre, cual Baroja, prendado, apasionado de lo presente? A quien
niega, o desdeña, o evita el pasado, ¿cómo se le ha ocurrido emprender una obra nove-
lesca que abarca todo un período, el más agitado, el más pintoresco, de nuestro siglo
XIX? ¿Y cuál es la parte de ficción y de la verdad en esta serie de volúmenes histórico-
novelescos? Esta última interrogación entraría de lleno en el segundo de los temas por
examinar en el estudio a que aludimos. La ficción está mezclada a la realidad en las
«Memorias de un hombre de acción». Pero la realidad sola, la sola historia, ¿sería más
verdadera, más auténtica, que esta alianza de lo ficticio y de lo real? Menéndez Pelayo,
a propósito del prólogo de Vigny a su novela histórica Cinco de marzo, ha tratado de
este asunto de la historia novelesca. Los autores de estos libros —un Vigny, un Galdós,
un Baroja— toman como marco, amplio, anchuroso, para sus relatos, un hecho históri-
co; el cuadro en que van a encerrar sus ficciones es auténtico, real; pero dentro de ese
espacio o marco, ellos van colocando detalles y pormenores de su propia invención.
¿Habrá algo que se oponga a esa falacia artística? ¿Sucedió la vida del modo como nos
la cuentan esos novelistas? Pongamos un ejemplo, tomado de las mismas luchas y pen-
dencias políticas que ha pintado Baroja. Todos sabemos cómo murió el conde de Belas-
coain, el general don Diego de León, fue fusilado en Madrid, en 1841; conservó hasta el
último instante una admirable serenidad. Figurémonos que vamos a pintar, en una nove-
la histórica, los postreros momentos de Diego de León; la historia nos ha conservado
pormenores y detalles de la estancia del general en la capilla, de su marcha al paraje
donde fue fusilado y de su actitud frente al pelotón que disparó sobre él. Pero en una
novela histórica todos estos detalles, aun siendo abundantes, no bastarían. Necesitamos,
por ejemplo, dar al lector una conversación, la postrera, entre Diego de León y su espo-
sa. Podemos poseer indicaciones sumarias respecto de cuáles serían las palabras cam-
biadas en este momento supremo entre los dos esposos. Pero ¿no podemos fingir toda la
conversación de los dos personajes? La imaginación del inventor ¿no podrá permitirse

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tal licencia? Y esa charla, esas palabras angustiadoras y supremas, inventadas por un
Vigny, por un Galdós, por un Baroja, ¿serán menos reales, menos auténticas, menos
veraces que las verdaderas palabras que fueron cambiadas entre el general y su esposa,
que no conocemos? ¿Padecerá algo la historia con esta mixtificación artística? Y el arte,
en definitiva, y esta es la opinión de Menéndez Pelayo—, ¿no habrá dado más honda
impresión que hubiera dado la realidad misma?
El tercer punto a estudiar en las «Memorias de un hombre de acción», sería el de la
cronología histórica de Baroja. Parece natural que un novelista que se propone trazar la
historia de un período determinado, comience... por el principio. Si el novelista ha de
pintar la España de los cincuenta primeros años del siglo XIX, lo lógico será que princi-
pie por la guerra de la Independencia, y luego, sistemáticamente, cronológicamente,
vaya descendiendo hasta llegar al promedio del siglo. En la serie de novelas de Pío Ba-
roja, la compilación de la cronología es extraordinaria. Y este solo hecho nos dice tanto
de la personalidad del autor, de la modalidad de estas novelas, como en otro orden, el
estilo de Baroja, su manera de escribir. En un cuadro sinóptico de la cronología en las
«Memorias de un hombre de acción», veríamos cómo la línea de la narración avanza,
retrocede, se detiene, torna a avanzar, vuelve a retroceder. Estamos, por ejemplo, en uno
de los volúmenes, en 1839; pasamos luego a 1850; creemos que vamos a seguir avan-
zando, y nos encontramos con que de pronto hemos retrocedido, no a 1839, sino a
1820... para hallarnos en el tomo siguiente —si no es en el mismo volumen— en 1842.
El espíritu de Baroja, errátil, caprichoso, amigo del desorden —del desorden aparente—
odiador de toda norma, se manifiesta en el plan cronológico de sus novelas, como en el
estilo y en la filosofía. Hacer un resumen Sintético de la Historia tal como se deduce de
las «Memorias de un hombre de acción», seria una de las cosas más curiosas que se
pueden dar en crítica literaria. Y entonces veríamos que, con una rigurosa documenta-
ción, estando perfectamente impuesto —gracias a un largo estudio—, en el período que
ha pintado Pío Baroja, odiador de la Historia, ha jugado desdeñosa y elegantemente —a
veces con genio—, con el tiempo, el espacio y la realidad de España. Su historia, en
resumen, la Historia hecha —con toda clase de documentos, literarios y geográficos—,
la historia urdida por Baroja en esos diecisiete volúmenes, da la sensación de una masa,
o de varios fragmentos de masa, lanzados al aire por la mano de un prestidigitador son-
riente y regocijado, recogidos al caer, vueltos a lanzar al espacio para que en el aire se
entrecrucen y formen arabescos y figuras extrañas, y de nuevo recibidos en las manos
ágiles del malabarista... hasta que el juego acaba y el prestimano se inclina, sonriendo
siempre, ante los aplausos de la concurrencia. «¿No decían ustedes que yo, nietzscheano
convencido, entusiasta lector de las Consideraciones inactuales del maestro; no decían
ustedes, parece pensar el prestidigitador, al acabar sus ejercicios, que yo era enemigo de
la Historia? Pues ya lo han visto ustedes; acabo de hacer con la Historia, con los frag-
mentos de la Historia, el bonito juego que ustedes han presenciado.» Y el prestidigitador
torna a sonreír. A sonreír con sonrisa equívoca, enigmática.

LA NOVELA

Las mascaradas sangrientas, en su primera parte, al menos, es uno de los más bellos
libros de Pío Baroja. La primera parte es de descripción, de pintura de caracteres, de
acción violenta y pintoresca. Estamos en 1839; no sabemos cuántas veces hemos retro-
cedido, ya, ni cuántas hemos avanzado. El autor pinta un pueblecito vasco. Nos halla-
mos en las postrimerías de la primera guerra civil. Toda esta parte de Las mascaradas
sangrientas la constituye el relato de un crimen terrible, misterioso. Y la emoción del

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relato la dan el concierto feliz, peregrino, propio del arte de Baroja, entre el medio físi-
co, el paisaje, los tipos, el ambiente del pueblecito y el tiempo—1839—en que la acción
se desenvuelve. El autor insiste en esta particularidad de los años en que ha colocado la
acción de la novela. Hay, todavía, en el país vasco, un ambiente pronunciado de arcaís-
mo, de pintorescas costumbres; el clima, la topografía, la arquitectura de las casas —en
la campiña—, la vegetación, la niebla gris, que se desgarra en los picachos y arboledas,
el cielo bajo y plomizo, las barrancadas hondas y solitarias, el silencio profundo de los
valles y hondonadas, todo contribuye a realzar esa sensación de misterio, de lejanía, de
apartamiento de lo actual que en el país vasco nos sobrecoge. En la actualidad, el ferro-
carril, las carreteras, los transportes aéreos de las explotaciones de las minas, los postes
del telégrafo, rompen de cuando en cuando esa sensación de lejanía; de pronto, cuando
nuestra abstracción de lo presente es más intensa, al empinarnos en una loma, ante la
chimenea de una fábrica, que emerge de la verdura en lontananza, el ensueño medioeval
se disipa. Pero en 1839 la ilusión es completa; la sensación de Edad Media no viene a
ser turbada y rota por ningún accidente intempestivo y moderno. Y Baroja, que en Las
mascaradas sangrientas había desde las primeras páginas comenzado a darnos esa sen-
sación aguda y violenta, ve logrado ampliamente su deseo y lleva al espíritu del lector la
visión entera, honda, de un tiempo remoto vivido en el siglo XIX. Y esa sensación la da
con los tipos de su novela; tipos de mujer, especialmente, tipos admirables, alguno de
una sensibilidad sugestionadora, violenta, áspera, de una atracción terrible, como el tipo
de la Tiburcia y de la ondulante y morena María la Cañí; da Baroja esa sensación —
decimos— con los tipos de su novela, con la descripción de la aldea, perdida en las an-
fractuosidades del paraje, con los interiores (una cocina, un cafetín, un chiscón), en que
juegan y aman bárbaramente soldados y labriegos, con los valles remotos y silenciosos,
con los caminos solitarios —por uno de ellos discurre una anciana harapienta con una
guadaña al hombro—; con el cielo plomizo, ceniciento; con las casas solitarias en el
campo, abandonadas, ignoradas de todos; con facinerosos que, so capa de guerrilleros,
talan y devastan, como en las guerras de la Edad Media, alquerías y pueblecitos; con un
crimen terrible, espantoso, en que perecen unas campesinas que vivían en una alquería,
lejos del mundo. En la noche, a la luz de la luna, luce un momento en alto la hoja de un
puñal; luego, al fulgor pálido del alba, hace rebrillar vagamente el charco de la sangre
coagulada. Y por entre las páginas del libro, cruzan y vuelven a cruzar patrullas y gavi-
llas de aventureros, que van de una parte a otra entre la niebla gris, con sus boinas rojas.
Y los ojos de María la Cañí, la gitana esbelta y desdeñosa, fulgen con luz de misterio,
de pasión y de sensualidad.

AZORÍN

ABC 18 de marzo de 1928 y en Crítica de años cercanos

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LA ÚLTIMA NOVELA DE MAURIAC

Teresa Desqueyroux se ha detenido un momento en el umbral de la Audiencia; se


halla ya libre; puede marcharse a donde guste; no tendrá que acudir más al llamamiento
de la Justicia; la causa ha sido sobreseída. Teresa Desqueyroux respira ampliamente;
tiende una mirada por el espacio en tinieblas y avanza decidida. Es de noche; la espera
un cochecillo que ha de llevarla hasta la estación del ferrocarril —una estación de pue-
blo, minúscula—. En el tren permanecerá unas horas hasta llegar al villorrio de Las
Landas. Pero Teresa ha dejado Burdeos y ha de encaminarse al pueblecito en que vive
su marido.
¡Su marido! Sólo al pensar en él —pensar vagamente— se siente toda estremecida
Teresa. ¿Cómo es esta mujer singular, misteriosa? Teresa es una de esas mujeres que
podríamos llamar «indefinibles». Las encontramos en el tren, en un restaurante, en la
calle, en el tranvía; hablamos con ellas, acaso, incidentalmente, diez minutos. Nos sepa-
ramos. Nos separamos para siempre tal vez. No hemos dicho nada en nuestras breves
palabras —cosa ligera, anodina—; no han dicho ellas tampoco nada. Y, sin embargo, al
separarnos, llevamos en el espíritu una cierta intranquilidad. No era bonita esta mujer;
no era fea tampoco; sus ojos son como todos los ojos; su boca, como todas las bocas. ¡Y
qué sensación tan extraña la nuestra! Si hubiéramos visto una gran beldad no estaríamos
tan inquietos. ¿Veremos más a esta mujer? ¿Sentimos mucho no poder volverla a ver? Y
sus ojos, sí, sus ojos eran bellos, Y su boca era tan expresiva, tan sensual... Ya la ima-
gen de la desconocida indiferente, casi vulgar, se ha ido transformando en nuestro espí-
ritu. El hechizo de esta mujer anodina —aparentemente anodina— ha captado nuestra
sensibilidad. Más que mujer hermosa; más que una beldad extraordinaria, esta descono-
cida —con sus ojos luminosos, con su boca sensual— nos persigue, nos acosa, nos ob-
sesiona.

HACIA EL PUEBLECITO

¡En marcha, en marcha! El tren ha comenzado a caminar. Un tren provinciano, en un


ramal ferroviario que va de pueblo a pueblo. Los coches van casi vacíos; una lucecita
colocada en un techo ilumina débilmente el coche. Teresa, sentada en un rincón, medita.
¡Su marido! Su cuerpo se estremece todo. ¿Cómo será esta primera entrevista con su
marido? La imaginación de Teresa revive los años de la infancia; Teresa se ve en el co-
legio; ve a su compañera Ana; se ve luego en la casa del pueblo, en las vastas y secas
Landas. Pasan por su mente sus amores; aparece la silueta de su novio, entonces; de su
marido, después. Bernardo es un hombre de buen sentido, sólido, un poco vulgar, con-
fiado. Han hecho un viaje de novios por Italia y él ha llevado en un cuadernito todos los
gastos realizados. Después han estado en París. Y ya se hallan en el pueblecito de Las
Landas. La familia posee extensas pinadas. Los pinos de Las Landas producen resina y
maderas. La familia es rica, pero es preciso administrar bien. Todos tradicionalistas,
amantes de su ascendencia limpia, ponen gran cuidado en sus matrimonios. Y Ana, la
hermana de Bernardo, el marido de Teresa, se ha enamorado —con fervor, con fuerte
pasión— de Juan Azevedo. Y Juan Azevedo es judío. Estando en Italia, Teresa ha reci-
bido cartas de Ana en que le habla de su amor. Y cosa rara, Ana enamorada de Azeve-
do. En plena Landa, entre los pinos odoríferos, sentado en una larga silla, recostado,
Juan pasa horas y horas. Está enfermo; es decir, tiene sólo una predisposición a la tuber-

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culosis. De lejos lo veía Ana. No podía ni ella misma sospechar que llegaría un momen-
to en que su mano, su fina mano, su mano suave, se posara blandamente —con íntima y
lícita voluptuosidad— sobre el pecho de Juan. Poco a poco iban, entre los pinos,
aproximándose Ana a Juan. ¡Y al fin se amaron! Los amores de Ana y Azevedo causa-
ron indignación y escándalo en la familia. Bernardo no pudo tolerar la idea. ¿Qué hace
Teresa? ¿Cuál es el verdadero sentimiento de Teresa, la amiga íntima de Ana? Las car-
tas que ha recibido en Italia, cartas inflamadas de pasión, ella una madrugada las ha
hecho añicos y ha tirado los pedazos de papel a la calle desierta.
Los amores de Ana y Azevedo conturban a toda la familia. Y, al fin, Juan se marcha
a París. Renuncia a su amor. ¿Ahogaba Teresa por Ana algún sentir secreto, culpable?
No lo sabemos, es posible que sí. El alma de esta mujer es un misterio... La vida en el
pueblecito se desliza monótona. Teresa había ambicionado otra cosa. Todos los días son
iguales; todas las horas, las mismas. Bernardo está un poco enfermo; sus nervios se
hallan un poquito desconcertados. En la monotonía de la vida pueblerina esta enferme-
dad del marido viene a complicar el hastío, el desabrimiento. En la casa no hay más que
monotonía, cansancio, quejas, lamentos. Con Bernardo no se puede contar; él se perte-
nece todo a su enfermedad. ¿Y ésta es toda la vida? ¿Será así toda la existencia? No es
Teresa mujer romántica; no ha tenido nunca grandes ambiciones; la apetencia de ideal
no la ha triturado jamás. Y, sin embargo, ella no puede avenirse con esta vida gris. ¿No
puede avenirse? Pero, ¿sabemos acaso cuál es el fondo del alma de Teresa? En estas
mujeres indefinibles, para explorar su fondo, la sima de su espíritu, ¿nos servirá acaso la
más potente lámpara? Acaso, en Teresa, hay un deseo de ideal, pero de ideal no en ella,
sino en Bernardo. ¡Si Bernardo pudiera ser otro! ¡Si pudiera reaccionar ante ciertos
grandes sentimientos humanos! Pero Bernardo es sólido, mediocre, vulgar. Y si Bernar-
do fuera otro... ¿sería otra también Teresa? Este es el problema; probablemente, ese
instinto que Teresa lleva en el fondo de su espíritu, esa apetencia de maldad —apetencia
vaga, indefinida— se hubiera manifestado lo mismo. La flor venenosa que subía desde
el fondo del estanque —estanque del espíritu— habría subido del mismo modo con
aguas cenagosas que con aguas cristalinas.

EL CRIMEN

Un día se produce un incendio en Las Landas. Los pinares están ardiendo. Todo el
poblado se conmueve. Vienen a traer la noticia a casa de Bernardo. Bernardo sigue un
tratamiento especial; para curar su enfermedad toma unas gotas de arsénico en las co-
midas. Y durante esta comida, en el rebullicio que la noticia del incendio ha producido,
Bernardo no sabe si ha dejado caer o no las gotas en el vaso, pero Teresa lo sabe. Lo
sabe y ha doblado ella después la dosis. Y ha hecho algo más: ha falsificado luego unas
recetas del médico... El envenenamiento de Bernardo se ha producido. No se sabe, al
principio, cómo ha podido suceder. Bernardo es trasladado a una clínica de Burdeos. Le
hablan del acto de Teresa —cuando ya la noticia del crimen es general— y no lo puede
creer. Teresa es procesada. La deposición del marido es favorable a la mujer. Bernardo,
serenamente, para salvar a Teresa, declara en favor de su mujer. Y el proceso se sobre-
see. Teresa, desde la Audiencia, en Burdeos, marcha en el trenecito provinciano hacia el
pueblo.
¿Cómo será la primera entrevista de Teresa y Bernardo? Los dos convienen en vivir
cordialmente; está pendiente el matrimonio de Ana y un rico propietario. Aparentemen-
te no debe existir entre los esposos motivos de discordia, de tristeza, de angustia, de
rencor. Todo, menos dar que hablar a las gentes. Pero, en secreto, para lo íntimo de la

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familia, Bernardo y Teresa vivirán separados. Y al cabo de algún tiempo, con el pretex-
to de que Teresa necesita otros aires, la esposa de Bernardo va a vivir sola a otro pue-
blecito, donde la familia tiene propiedades y una casa.
Esta parte de la vida de Teresa es interesantísima. ¿He dicho ya que el enlace de Ana
y el joven ricacho se ha celebrado? No, no; todavía no se ha celebrado el matrimonio,
pero está a punto de celebrarse. Llueve, es otoño. Teresa se halla sola en la casa del
pueblo. Está cansada de todo; tras un cigarrillo enciende otro; sus dedos están quemados
de tanto como fuma Teresa. Cae monótona la lluvia. Se disuelve la voluntad de Teresa.
El tedio es terrible.
¿Saldrá ella nunca de esta monótona tristura? No tiene ánimos Teresa hacer ni el me-
nor movimiento. Todo le pesa; todo cae sobre ella como una losa de plomo. Y el matri-
monio ansiado por la familia se celebra al cabo. Bernardo y Teresa convienen en que se
adelante. Teresa vivirá en París. ¿He dicho yo que Bernardo guarda, bien guardada, la
receta del crimen? Bernardo se lo ha dicho a su mujer. Y la acompaña a París. En la
terraza de un, café, en el bulevar, están los dos sentados. Dentro de un momento se van
a separar. Y en este instante es cuando Bernardo se atreve, por fin—al cabo de me-
ses— a preguntar a Teresa el motivo de su crimen. Y Teresa va a decir la verdad! dice
la verdad. Lucha contra lo uniforme, contra la estupidez de un vivir tedioso —rebelión
contra la esclavitud de lo gris cotidiano; ansiedad de libre ideal...— ¿Sabe Teresa misma
por qué se lanzó al acto criminal?
Lo misterioso, lo enigmático de esta figura de mujer, reside en esa vana ignorancia.
Bernardo no comprende a Teresa; no entiende todos estos motivos que ella ha comen-
zado a exponer. Y sonríe de la ansiedad ideal de Teresa. Y Teresa, un momento sincera,
vuelve a su desdén profundo por Bernardo.
Ya se han dicho adiós. Bernardo se marcha. Teresa, ligera, jocunda, con alegría de
libertad y de vida, desaparece entre la muchedumbre del bulevar. Desaparece con su
cuerpo fino, esbelto; con sus ojos enigmáticos, misteriosos, bella todavía con la atrac-
ción profunda del mal, de la ansiedad por lo desconocido.
Y esta es la novela última, reciente, de Frangíos Mauriac, Thérese Desqueyroux.

AZORÍN

ABC 5 de junio de 1927 y en Crítica de años cercanos

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LA ÚLTIMA NOVELA DE PAUL MORAND

En Francia existen, a la hora presente, algunos —pocos— escritores de primer orden,


verdaderamente sustanciales, y una legión de literatos de segundo orden, subalternos,
secundarios! pero interesantes, pintorescos. Entre estos últimos figuran Paul Morand,
Giraudoux, Montherlant. El primero de estos escritores acaba de publicar una novela; el
tema escogido por el autor es el de las relaciones entre el Oriente y el Occidente. Dese-
aríamos decir dos palabras sobre tal obra. Y antes de pasar adelante, queremos dejar
consignado algo que es pertinente al caso. ¿Qué opinión se tiene en España respecto de
estos escritores franceses de segundo orden? Se les confunde un poco con los de prime-
ra magnitud. Aquí, por ejemplo, pasa el señor Morand como un novelista originalísimo,
profundo, renovador de las letras modernas. Y a Montherlant le sucede lo mismo. Y a
Giraudoux le acontece igual. No se sabe, en general, distinguir lo que es verdaderamen-
te nuevo y original de lo que es simple apariencia, cosa brillante, pintoresca. Y ello obe-
dece a diversas causas. El libro de Morand, Buda vivo, nos servirá para examinar las
causas de este desconcierto del gusto. Siempre —no es preciso decirlo— ha sido difícil
de distinguir lo bueno en sustancia de lo aparentemente bueno; pero lo es más en los
tiempos presentes.

UN NUEVO NABAB

Pablo Morand es un excelente escritor. Escribe con rapidez y con soltura de estilo.
Ahora, como tema de su novela Buda vivo, ha escogido una de las cuestiones que pre-
ocupan más a pensadores y literatos. ¿Está en decadencia la civilización occidental? La
declinación europea, la caducidad de Europa, ¿podrá remediarse con una asimilación
del espíritu oriental? El Oriente, ¿podrá salvar al Occidente, enfermo de acción ineficaz,
de mecanismo, de fiebre inútil y nociva de negocios y de vanas empresas?
Paul Morand imagina en su libro un príncipe indio, heredero de un vasto imperio
oriental que, ansioso de conocer el Occidente, emprende un viaje a Europa. La impre-
sión de Europa en ese joven príncipe es lo que constituye la esencia espiritual, la tras-
cendencia de la novela. Y aquí, desde el principio, desde que el novelista comienza a
pintarnos al heredero del gran monarca indio, comenzamos a ver los defectos del libro.
No conocemos el Oriente, no sabemos gran cosa de la psicología de un príncipe orien-
tal; pero se nos antoja que este dichoso príncipe, este joven jerarca, es un tanto ingenuo
y candoroso. En sus palacios —tiene varios este afortunado mozo— dispone de todo
Jali (así se llama el príncipe); ha sido educado por personas instruidas de las cosas de
Europa; en la corte india, la de Karastra (así se llama este imperio) hay importantes
elementos europeos; con ellos ha podido tener relación el príncipe. Y, sin embargo, este
mozo afortunado no tiene idea de nada; el padre, incidentalmente retratado por el autor
en cuatro líneas, se nos presenta también como un ser inerte, idiota, sin lumbre de inte-
ligencia. Pero el padre es viejo y está lleno de graves alifafes; el hijo, en cambio, es jo-
ven, apuesto, gallardo, fuerte, sin detrimento alguno de su persona. Y siendo así, ¿no
dispone, el pobre, de más capacidad mental? Y nos preguntamos también: ¿Será tal
apagamiento intelectual, tal tupidez del cerebro, una condición del oriental, o es que el
autor ha confundido un poco la psicología del oriental con la idiotez? Es éste un punto
capital de la novela; de las premisas sentadas ahora por Morand M a redundar todo. El
célebre y tan cacareado contraste del Oriente y del Occidente —todos hablamos del
asunto en los restaurantes y en los trenes—, el cacareado contraste del Oriente y del

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Occidente, dependerá, en este caso, de la sensibilidad o insensibilidad que el autor pres-
te a su imaginario príncipe. ¿Dónde está la famosa agudeza oriental, la finura, la pene-
tración, la sutilidad de los orientales, que nos habíamos imaginado leyendo, cuando ni-
ños, Las mil y una noches, y luego, más tarde, en especial nosotros, los españoles, exa-
minando, en nuestra literatura, lo que procede del espíritu oriental? El conde Lucanor,
tan fino, tan sutil, ¿no encierra páginas, cuentos, lecciones, que proceden del lejano
Oriente? ¿Y ahora, de pronto, nos encontramos con un personaje joven, apuesto, simpá-
tico, pero de espeso y tupido cerebro? ¿Y este personaje es un poderoso príncipe orien-
tal?
La dificultad, para Pablo Morand, era grande. Si él hubiera pintado un príncipe agu-
do, inteligente, todo el resto de la novela hubiera tenido que tomar otro rumbo, revestir
otros caracteres. La impresión de Europa en el príncipe hubiera sido otra. Digámoslo
más claro. Impresión de los países europeos en un oriental, el príncipe Jali, en Buda
vivo, hubiera, desde luego, existido. Pero en vez de ser una impresión ruda, tosca, vio-
lenta, hubiera tenido que ser fina, honda, casi impalpable, propia para ser recogida, des-
crita, no con grandes y pintorescos trozos —esta es la manera de Morand—, sino con
pinceladas pequeñitas, con hechos diminutos, sobrepuestos en la narración, con una
observación sutil, paciente, perseverante. Y esto es lo que no podía hacer el autor de
Buda vivo. Era preciso, por lo tanto, partir de un supuesto arriesgado, de una hipótesis
temeraria; la psicología de un príncipe oriental había de ser, exactamente, la misma del
pobre Nabab de Alfonso Daudet. Y ya en Europa, el príncipe Jali, sus aventuras, sus
vicisitudes, sus accidentes en el viejo mundo, debían de ser exactamente iguales —¡fatal
consecuencia!— a los del personaje de Daudet. Pero el estilo cambia de Daudet a Mo-
rand. Morand es más moderno, porque ha escrito después de Daudet, y no por otra cosa.
Daudet procede por pinceladas pequeñas, por hechos diminutos, observados, anotados
—en la sensibilidad suya— por el autor. Y Morand, rápido, sin tiempo para observar.
Viajero de todas partes y estante con estada larga en ninguna, no podía recurrir a los
pequeños hechos sintomáticos, característicos.
Paul Morand es un escritor pintoresco, sí; hay en sus libros movimiento, color, ímpe-
tu, rapidez. Pero yo invito a los lectores inteligentes, observadores, a que examinen de
cerca el estilo y los procedimientos de Morand. A las treinta, cuarenta, cincuenta pági-
nas leídas, ya entra el cansancio en el lector. ¿De qué manera, tratándose de un escritor
sin fárrago de prosa, escueto, pintoresco, ameno, puede darse en el lector tan pronto el
cansancio, el tedio? La explicación es fácil. Ya queda arriba, en lo sustancial, apuntada.
Morand no tiene tiempo para observar la vida en su profundidad. La Bruyère, en una
página henchida de hechos pequeñitos (gestos, movimientos, ademanes, palabras, etc.),
nos pinta un personaje y lo hace vivir. Ningún hecho pequeño, sintomático, característi-
co, encontramos en la pintura del príncipe Jali. Para que el autor hubiera podido usar de
este procedimiento hubiera sido preciso una larga, perseverante, observadora conviven-
cia con su príncipe oriental; entonces, después de una continuada observación, empapa-
do de la psicología del personaje—como La Bruyère lo estaba de los suyos—, Morand
hubiera podido hacer vivir auténticamente, con vivacidad, al protagonista de su novela.
Y ese protagonista, pintado de manera sutil y profunda, delicada, hubiera recibido en
Europa, en el Occidente deseado, impresiones distintas de las toscas, violentas y grose-
ras que recibe. Paul Morand no hubiera hecho una nueva edición de El Nabab, de Dau-
det, sino otra cosa más moderna y más original.
El primer país que visita el príncipe Jali es Inglaterra. El Gobierno inglés invita al
príncipe a vivir en una de sus ciudades universitarias. Y en esa Universidad, donde el
príncipe se está instruyendo, un día, en la biblioteca, se le acercan dos jóvenes estudian-

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tes —un irlandés y un norteamericano— y traban amistad con él. Después, el príncipe
los invita a tomar el té.
El episodio de estos dos jóvenes es significativo; porque el autor ha querido repre-
sentar en ellos a la juventud actual. Y es una lástima; porque lo que dicen estos dos
jóvenes no son más que salidas de tono y paradojas que no tienen novedad alguna.
¿Consiste el espíritu nuevo en una cierta afectación de rapidez y de impetuosidad?
Leyendo, por ejemplo, a Henri de Montherlant, así parece. Pero, ¿se podrá considerar
como cosa nueva este desdén impetuoso, vehemente, de todo lo anterior a nosotros, de
todo lo divino y humano? Todas las actitudes que se pueden adoptar, las que se adoptan
ahora, han sido ya, en el curso de los siglos, adoptadas. No existe nada nuevo en psico-
logía humana. Y si es una novedad esto de la paradoja a ultranza, impetuosamente, no-
vedad es que ya hemos visto muchas veces en el curso de la historia. Lo importante, en
literatura, es decir cosas delicadas, finas, profundas; lo accidental, lo desdeñable, es el
ímpetu, la vehemencia, el prurito de asombrar a las gentes y a los escritores de otra ge-
neración, Pero al presente, esta comezón de violencia y de vicisitudes, junto con la os-
curidad, o, mejor dicho, el odio a la claridad, que es lo que domina entre ciertos elemen-
tos literarios franceses. Por fortuna, en Francia existen también escritores de gran soli-
dez y de profunda originalidad. Por fortuna también, lo adjetivo y secundario pasa —las
modas— y queda siempre lo sustancial, lo sólido, lo claro, lo exacto, lo verdadero.

AZORÍN

ABC 9 de octubre de 1927 y en Crítica de años cercanos

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LOS ÁNGELES

Rafael Alberti acaba de publicar un nuevo libro: Sobre los ángeles. Páginas de blan-
co, nítido papel; impresión limpia. Perspectiva ideal de luz resplandeciente. Blancura.
La trayectoria del poeta en dos líneas; de una base de poesía popular y de impregnación
de la Naturaleza hacia una depuración del elemento externo. El punto de partida puede
ser su libro El alba del alhelí. Todas esas páginas se hallan inspiradas en el campo y en
la poesía del pueblo y en los cantos de los niños; se respira en ese volumen un ambiente
de sensación primaria y pura. Lo primario atrae al poeta; lo primario es el sentido del
fino labriego en el campo y la impresión del niño. No podía llegar a más Rafael Alberti
en su depuración de la Naturaleza y de la vida. Pero el maestro aspira a otra cosa; otra
cosa más fina y más perfecta. Es preciso dejar esta realidad sensible, tan delicada, tan
depurada; el poeta necesita traspasar la esfera del mundo de las formas. Adiós al alba
del alhelí; adiós a los cantos de los niños; adiós a las reminiscencias de los viejos y po-
pulares romances. Hay en estas horas de meditación y de despedida; hay ya junto al
poeta como una personalidad translúcida, impalpable, que va guiando su mano sobre las
cuartillas; la presencia de este espíritu puro hace transfigurar todo lo que el poeta ve con
sus ojos carnales. Poco a poco, Rafael Alberti se va alejando en una profundidad de luz
blanca, resplandeciente. Ya no queda en este ámbito de reflejos brillantes nada de sus
antiguos amores terrenales. Todo es sutil, níveo, sin forma determinada. El poeta se
halla en la plenitud de su espíritu; no podrá la realidad terráquea despertarle, apartarle
de su ensueño. Entre la lumbre fulgidora de lo infinito, pasar y repasar de especies im-
palpables y de espíritus que llevan y traen al poeta por una inmensidad sin términos.
Nociones que parecía que se iban a poder olvidar están ya a remota distancia del poeta;
navega Alberti en la región de lo inconcreto. El paso ha sido decisivo. De lo anecdótico
—aunque sutilísimo— a lo que no se puede contar. De El alba del alhelí a Sobre los
ángeles. No todos los poetas pueden franquear esas fronteras; la mayoría, al querer dar
el salto, se queda siempre con jirones de anécdota; imposible para ellos el arribar al país
en que no se narra. Lo anecdótico —que es toda o casi toda la poesía antigua—; lo
anecdótico les tiene prisioneros. Rafael Alberti, el poeta libre, ingenuo, que, como Jorge
Guillén, como Pedro Salinas, ha llegado a su liberación en el campo de lo inconcreto y
lo indeterminado.
Sobre los ángeles. No sabemos gran cosa de los ángeles. En 1599, y en Barcelona, un
agustino, Jerónimo Saona, publica su libro Hierarchia celestial. Libro de prosa fina y de
materia sugestionadora. «Y como de los ángeles —escribe el autor— se nos dice tan
poco en ella (la Escritura divina) de fuerza lo que más de aquello quisiéramos hablar ha
de ser adivinado y sacándolo por rayas y barruntos como gitanos.»
La jerarquía de los espíritus puros, los espíritus que Rafael Alberti ama, es la siguien-
te: Serafines, Querubines, Tronos, Dominaciones, Virtudes, Potestades, Principados,
Arcángeles, Angeles. Los ángeles —predilección del poeta— son los espíritus más mo-
destos. Blancas las páginas del libro de Rafael Alberti; sutilísima la pluma del poeta,
que, en la región de lo impalpable, va tomando ocasión de hablar de las imponderables
personalidades que pueblan esa esfera. No sabemos gran cosa de los ángeles; todo lo
más que se puede hacer es lo que el poeta hace en su libro. Pero los ángeles existen; lo
demuestra la poesía. Y la poesía es la más fuerte y fina dialéctica. Tal vez, en este mo-
mento en que el poeta se halla en la cumbre de una montaña, respirando el aire puro y
transparente, y teniendo ante su vista la extensión del vasto panorama luminoso; tal vez
en este momento es cuando el ángel hace notar más sobre la sensibilidad del poeta su

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presencia. Y acaso esta hora de divagación mental y de melancolía, ante una ventanita
que da a un patio —silencioso— de muros blancos; acaso este minuto también es el
preferido del ángel para pasar dulcemente sobre el poeta. Y también este otro instante
en que, después de un largo viaje, hemos llegado, por la noche, a una ciudad que no
conocemos, y nos hallamos solos en el cuartito de un albergue, y escuchamos el tin-tín
lejano y argentino de unas campanitas. El ángel está siempre al lado de los poetas. De
los poetas que han sabido —como Alberti, como Guillén, como Salinas —llegar a la
región de lo abstracto. De lo abstracto, que es a la vez lo sensible. Y éste es el milagro
de la nueva poesía. Un mundo nuevo han descubierto estos poetas. Parece que en él ha
sido tajado el pasado y lo venidero. Presente sólo. Presente limpio, nítido, sin una rugo-
sidad, sin una mancha. Juego de superficies que evolucionan en el espacio brillador. Los
ángeles de Alberti se deslizan suaves, sin ruido, callados y amorosos. El poeta, en este
libro, llega a las más altas cumbres de la poesía lírica. No creo que en todo nuestro Par-
naso haya cosa más bella, más honda, de mayores perspectivas ideales, que la poesía
titulada El ángel de los números. Se lee y retorna a leer esta poesía espléndida, maravi-
llosa; se deja el libro un momento; la emoción nos lo hace dejar; se explaya nuestro
espíritu por lo ignoto; se torna a coger el libro, y otra vez nuestros ojos pasan por la ma-
ravilla de El ángel de los números.
Los ángeles; nuestros amigos; los que traen con suavidad, con dulzura, consuelo a
nuestro ánimo; los que nos hacen soportable la vida; los que, como poniendo una bella
flor en un búcaro, nos regalan la esperanza.

AZORÍN

ABC 6 de junio de 1929 y en Crítica de años cercanos

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LOS MÍSTICOS ESPAÑOLES

Se ha publicado en España un libro del que quiero hablar a los lectores de LA PREN-
SA. Se titula Introducción a la historia de la literatura mística en España. Su autor es el
catedrático de la Universidad de Madrid, don Pedro Sáinz Rodríguez. Nos hace meditar
este libro. Vamos recorriendo lentamente sus páginas, con temor de que se acaben pron-
to. Toda la literatura aparece de repente ante nuestros ojos. Vemos a novelistas, poetas,
autores dramáticos, historiadores. Los vemos en la alta España, allá arriba, en la emi-
nente meseta que se enfrenta, en la baja Europa, con Suiza. De toda esta visión sintética,
¿qué es lo que más resalta, a nuestra vista, sobre el fondo de la historia? No hemos
nombrado, en la enumeración que acabamos de hacer, a los escritores místicos. Y, sin
embargo, poco a poco vamos descartando las profanidades literarias y nos vamos que-
dando con estos tratadistas de las cosas del espíritu. Y, tal vez, al alejarnos del grupo de
los escritores mundanos, nos llevamos con nosotros algún poeta, algún novelista, que
merecen ser colocados entre los elegidos. Cervantes, desde luego, viene con nosotros.
Con tal afín primitivo, Gonzalo de Berceo, por ejemplo. Con nosotros el fino poeta,
febril y plañidero, Jorge Manrique, tal vez también Garcilaso. Todos estos escritores,
¿no son, en realidad, místicos ascéticos, tratadistas de conflictos íntimos, preocupados
por el problema de lo transitorio y de lo eterno? El mismo Garcilaso, que no ha escrito
nunca un solo verso religioso, ¿no es profundamente religioso en su perdurable y honda
tristeza? ¡Cuánta melancolía en su exclamación «no me podrán quitar el dolorido sen-
tir»! No; ni a Cervantes, ni a Berceo, tan jovial en la apariencia, ni a Jorge Manrique, no
podremos quitarles nunca el dolorido sentir. Esa melancolía profunda, esa desesperanza,
hace su encanto y su perdurabilidad. El mismo Berceo, cuando describe un prado verde
y oloroso, y nos invita a reposarnos en la muelle alfombra de su césped, ¿qué hace sino
invitarnos a la eternidad, invitarnos —ese prado es alegórico— a dejar el mundo, las
profanidades mundanas, para reposar en la región serena, inmutable, de la inmortalidad?
Los escritores, amigo lector, sean antiguos, sean modernos, se dividen en dos gran-
des clases; no existe otra división más certera y más profunda. A una banda están los
que se hallan «con» las cosas; a otra los que se hallan «contra» las cosas. De las obras
de aquellos emana un efluvio de simpatía, de amor, de fervor por las cosas y por el
hombre; de las obras de estos se desprende una nota de sarcasmo, de burla, de ironía, de
divertimiento, más o menos culto y elegante. Al comenzar a leer un libro, a las cuatro
páginas ya sabemos si el autor está «con» las cosas o «contra» las cosas. Y nuestra im-
presión es sincera, franca; a los autores hostiles a las cosas, por cultos, por eruditos, por
elegantes que sean, preferiremos siempre los escritores que están «con» las cosas, en
fervorosa comunión con ellas, sintiendo una honda, cordial y bienhechora simpatía por
los hombres. En una palabra, a Voltaire, preferimos a Rousseau. ¿Dónde los hemos de-
jado? Vamos marchando, piano, pianísimo, camino de un convento; con nosotros lle-
vamos en una maleta muchedumbre de volúmenes. Nos cansa un poco la gran ciudad;
nos fatiga —por ahora— el teatro humano; vamos a descansar unos días; unos buenos
franciscanos nos darán hospedaje en su retiro; cuatro paredes encaladas, blancas, nos
retendrán entre ellas, en la paz, en el sosiego, lejos de la vorágine humana, ciudadana.
Los escritores místicos nos enseñan a abandonarlo todo, a renunciar a todo, y, sin em-
bargo, ¡qué efusión hay en ellos, qué fervor, qué halo cálido de humanidad! Dejan,
abandonan las cosas, el teatro humano, las pompas del mundo, y al propio tiempo en-
vuelven todas las cosas, todos los hombres, con un cendal de piedad y humanidad. No;

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no; no nos enseñarán estos maestros la hosquedad, la antipatía, el desamor. Con ellos
vamos seguros. Si ellos imperasen en el mundo, la dulce fraternidad circuiría las cosas y
los hombres. Son buenos, inmejorables, amorosos maestros, Santa Teresa, San Juan de
la Cruz, San Pedro de Alcántara, Juan de Ávila, Luis de Granada, Luis de León. ¿Quién
ha hablado de las cosas con el amor con que habla fray Luis de Granada? Los primeros
capítulos de su Introducción del símbolo de la Fe son un tratado de minúscula cosmo-
logía. Los animalitos pequeños, los insectos, hormigas, arañas, las plantas, los frutos,
todo es examinado por el autor con simpatía y meticulosidad. Hasta sale en esa página,
al hablar de los mares, una islita, puesta en el centro de la inmensidad marina, a manera
de venta o parador que andando el tiempo, en el correr de los siglos, había de alcanzar
en la historia famosa singularidad : la isla de Santa Elena.
¿Cómo podremos pintar, en dos palabras, al correr de la pluma, las características de
cada uno de estos místicos españoles que acabamos de nombrar? De Santa Teresa se ha
escrito mucho; la vemos siempre febril, afanosa, atareadísima con la empresa de sus
fundaciones; serena en medio del torbellino de pasiones, de hostilidades, que su activi-
dad suscita. Sonriente, dando de sí, la cara un poco abultada y pálida, las manos llenas y
carnosillas. Sonríe siempre Santa Teresa, y con su sonrisa leve —no podréis ver ahora
que es forzada—, encubre en este momento la tristeza profunda, la contrariedad vivísi-
ma, que la causa esta noticia infausta que han venido a traerle. Y al lado suyo, ya en los
cincuenta años de su vida, un religioso, menudo de cuerpo, vivo, nervioso, astrosamente
vestido: es San Juan de la Cruz. Santa Teresa ha escrito la prosa más espontánea, libre y
popular de toda nuestra literatura y San Juan de la Cruz los versos más profundos y de-
licados. Santa Teresa y San Juan de la Cruz son todo intuición, espontaneidad. Pero si la
Santa de Ávila ha sido estudiada escrupulosamente y no ofrece, al parecer, ningún
enigma al observador, en cambio el santo de Fontiveros no cesa de solicitar nuestro in-
terés apasionado por la dualidad que creemos entrever en su psicología. Un hecho sin-
gular domina toda la vida de San Juan de la Cruz; su fuga de la prisión de Toledo.
¿Cómo —nos preguntamos— este hombre que ya ha escrito los más sutiles y profundos
versos de nuestro Parnaso ha sido reducido a tan rigurosa prisión y se ha fugado de ella
en circunstancias tan terribles, peligrosas? Contrasta violentamente todo este pasaje de
la cárcel, de sus castigos durísimos, de la fuga aventurada, con el deliquio inefable, ma-
ravilloso, extrahumano de sus poesías. La violencia se halla aquí maridada a la más eté-
rea y deliciosa suavidad. Este hombre, pequeñito, desmedrado, pálido, ha pintado en sí
lo más duro, lo más enérgico y lo más sutil y transparente. Y este acercamiento, este
alcance y este consorcio de ímpetu y de finura, lo encontramos también en los demás
místicos españoles. Y este es un encanto supremo. Impetuoso fue fray Luis de León;
impetuoso, a sus horas, fray Luis de Granada; impetuosa Santa Teresa de Jesús. Han
sido todos enérgicos y finos; han usado todos de una «santa libertad espiritual», según la
frase de la propia Santa Teresa. ¿La libertad de espíritu? Sintiendo un vivo amor por los
hombres y un profundo respeto por las cosas, estos místicos se han retirado de los hom-
bres y han renunciado a las cosas. Se han impuesto una rigurosa disciplina; se han so-
metido a una estrechísima observancia. Dentro de ellos—y esta es, acaso, su única vo-
luptuosidad—, dentro de ellos no manda nadie más que Dios y la voluntad de los pro-
pios místicos; la voluntad de ellos para servir y celebrar al Señor. ¡Ya están solos! ¡Ya
están libres del todo! ¡Se sienten autónomos, dueños absolutos de sí mismos, rebeldes,
en suprema rebeldía, a todo lo que los hombres han creado; ellos, pobres, humildes,
rotos, hambrientos, desgraciados, no tienen necesidad de nada ni de nadie: ¿Puede decir
lo mismo un emperador en su trono? ¿Puede proclamar lo mismo el mayor revoluciona-
rio, el más grande rebelde del mundo? ¡Pobre emperador y pobre revolucionario! Su

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libertad y su rebeldía no son nada —cosas de niños— al lado de la libertad y de la re-
beldía del místico, de una Santa Teresa de Jesús, de un San Juan de la Cruz, de un fray
Luis de Granada.
Pero ya hemos llegado al convento de franciscanos, en lo alto de la montaña; entre
pinares rumorosos y bienolientes. Un donado nos ha conducido hasta la celdita encalada
de blanco. Paz, silencio profundo. Desde la ventana, contemplamos; abajo, la frondosi-
dad verdinegra de los pinos; arriba, la inmensidad azul y límpida.

AZORÍN

ABC 24 de febrero de 1929 y en Crítica de años cercanos.

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LOS ROMÁNTICOS

Ángel Saavedra, el más cordial, el más tratable, el más simpático de todos; su vida, la
vida más varia, más tormentosa de todas. Pelea en la guerra de la Independencia; cae
herido, no en Ocaña, como se dice, sino en Ontígola, la víspera de la batalla de Ocaña;
no «con once heridas mortales», como él dice —son muchas heridas mortales—, sino
con tres, según los partes facultativos; ya son bastantes tres heridas mortales; lo demás
son heridas leves, contusiones, pisotones de caballos en el campo de batalla, donde ha
estado, como muerto, toda una noche, revuelto con los muertos. Interviene en política;
sufre diez años de expatriación: cinco de esos años, en Malta, los otros cinco, distribui-
dos entre Londres, París, Orleans y Tours. Ha de ganarse la vida pintando. Corriendo
los años, habrá de sufrir una nueva expatriación: un año de azares. Ha sido condenado a
muerte; se le han confiscado sus bienes. Desempeña la cartera de Gobernación, con
Istúriz de presidente del Consejo; hace unas elecciones; sale diputado Larra; no llegan a
reunirse las Cortes; es derribado el Gobierno. Años después, en 1854, se apelará a él,
«con lágrimas en los ojos»; ocupará la presidencia del Consejo: tres días, no más que
tres días; tres días borrascosos, turbulentos: Madrid levantado, Madrid con trescientos
mil habitantes, en tanto que el Gobierno no cuenta sino con mil ochocientos soldados
para la defensa del Estado, de las instituciones, de sí mismo. Pasa la tormenta; nada al-
tera la serenidad, la conformidad, la jovialidad de Rivas; es Rivas embajador en París.
Cuelga de su cuello el Gran Collar de Carlos III; cuelga el Toisón de Oro. Su pesar, es
íntimo, su profundo pesar, es envejecer; no tiene remedio este mal: Cada día que pasa,
naturalmente, se acrece el mal. Ha escrito Rivas el Don Álvaro; ha escrito El Parador
de Bailén; comedia que, representada una vez, no ha sido más representada; que, impre-
sa una vez, no ha sido de nuevo impresa. No ha querido su autor que figure en sus obras
completas. Y es una comedia bonita, entretenida, divertida, con grandes efectos cómi-
cos. Las dos mujeres de nuestro teatro más sensitivas, más delicadas, más trágicas, so-
bre todo, trágicas, son sevillanas: Estrella Tavera, la estrella de Sevilla, en Lope de Ve-
ga, y Leonor de Vargas, en el Don Álvaro. Nace Rivas en 1791; muere a los setenta y
cuatro años, en 1865.
Larra, vida intensa, vida corta; acaba pronto porque Larra se crea un conflicto donde
no hay conflicto; porque lleva a la vida lo que es exclusivamente de las letras; porque no
sabe lo que ante todo debe saber un hombre; esperar y dar tiempo al tiempo. Espronce-
da, vida convulsa; poesía y amor; la grandilocuencia en el amor, no la intimidad, no la
ternura, García Gutiérrez, fino, rápido y breve en la pasión. Zorrilla, deliciosa y múltiple
musicalidad; va donde la rima le lleva. ¿Cuál el rasgo común a todos? El romanticismo.
¿Y qué es el romanticismo? Exageración, exceso, demasía. En otro sentido; el romanti-
cismo es el acceso de la muchedumbre al arte. En el siglo XVII, el escritor está solo; su
figura aparece clara, definida; puede hacer el escritor lo que quiera de su persona; ni
detrás, ni delante, ni en su torno, hay nadie; existen lectores que lo leen; puede existir un
señor que le proteja. Ahora, con el romanticismo, el escritor no es de sí propio; se ve
empujado, impulsado, arrastrado, violentado por la multitud; no son suyos sus senti-
mientos; son de la multitud. Estos sentimientos suyos, para que estén acordes con la
multitud, tendrá que agrandarlos, exagerarlos, violentarlos. Si algún escritor se esquiva,
como Vigny en Francia, como Hartzenbusch en España, será un escritor reconcentrado,
de sí mismo, amartillado en su personalidad; Vigny en su «torre de marfil», Hartzen-
busch, entre los libros.

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No hay romanticismo en abstracto; hay romanticismos nacionales, locales. En Espa-
ña el romanticismo es teatro; por lo menos, en Madrid; en Barcelona puede ser otra co-
sa.

AZORÍN

ABC 26 de agosto de 1947 y en Crítica de años cercanos

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MIGUELITO MOYA

Ha venido a visitarme Miguelito Moya, nieto del gran periodista. Catorce años; cara
inteligente y despierta; palabras agudas, sobre arte, sobre literatura. Como en un sueño.
¿Es real o es fingida esta figura de niño que tengo ante mí? En las manos de Miguelito
Moya, unas cuartillas que van siendo leídas un poco precipitadamente. Un cuento, la
impresión de una manifestación popular, la reseña de una Exposición de pinturas. La
voz del adolescente resuena en el ámbito silencioso. Sueño o realidad; el oyente medita-
tivo que se retrotrae de pronto cuarenta y dos años atrás. El mismo personaje que escu-
cha atento, un poco melancólico, es el niño que está leyendo; el tiempo no existe; no
existe la realidad pasada. Cuarenta y dos años han sido abolidos en un instante. Toda
una vida de afanes, de anhelos, de pasión por las letras, va a recomenzar. En un segundo
se ha abierto como un abismo, al borde del cual siente un vértigo angustioso este hom-
bre que en el silencio, en la paz, en la quietud del reducido ámbito, está atento a la lectu-
ra del niño. Y suavemente esta sensación se esfuma para dar paso a otra: el maestro del
periodismo que muriera antaño no ha muerto; está aquí en este despachito, en su adoles-
cencia, leyendo sus primeros ensayos literaríos. Ahora el maestro comienza a vivir de
nuevo; con las cuartillas en la mano, lleno de entusiasmo, con fe, con fervor, considera
la vida que se abre ante él. Ni angustias, ni ingratitudes, ni congojas pasadas; la vida
está nueva y pura; hay que beberla como un agua cristalina y dulce. La lectura sigue;
tras una cuartilla viene otra; la voz es persuasiva; Miguelito Moya se halla ante mí con
sus primeros ensayos de periodismo. «¿Has escrito tú solo eso que has leído? ¿No te ha
corregido nadie?» El niño sonríe; dice que él sólo ha escrito lo que acaba de leer. Des-
pués, hablamos de sus lecturas; tiene Miguelito sus autores predilectos; lee en español,
en alemán y en francés.
Problema de juventud; juventud que, como las aguas de un río, se va renovando; es la
misma siempre y es distinta. Si nos detenemos un poco, ya cuando tornamos los ojos a
los jóvenes con quienes estábamos hablando, nos encontramos con que son otros. Y es
preciso estar siempre al acecho de los deseos, de los anhelos, de los ideales de la juven-
tud. Si amamos el presente, si tenemos la obsesión del minuto presente, habremos de
poner nuestra confianza en la juventud; para abolir un pasado que no deseamos que re-
torne, apoyaremos decidida, perseverantemente, a los jóvenes. Si deseamos prolongar
esta sensación de lo actual, en contra del tiempo que se desvanece, alentaremos con toda
el alma a la juventud. La juventud, como un remedio contra la huida del tiempo; la ju-
ventud, como un lenitivo para no sentir de qué modo la propia personalidad se desvane-
ce. Poniendo nuestras esperanzas, nuestras ilusiones en los jóvenes, nos haremos tam-
bién la ilusión de que somos nosotros, inalterablemente, perpetuamente, los que vivi-
mos. Los que vivimos en toda esta juventud que, al igual que las aguas del gran río —el
eterno río de la vida—, se va renovando. Imagen de ensueño, imagen de la fantasía, la
de este niño que en el silencio va leyendo sus cuartillas. Símbolo de toda la juventud;
representación del eternal vivir. ¿Cuál será la trayectoria que se desenvuelva ante Mi-
guelito Moya? Estos ensayos de ahora, ensayos juveniles, ¿de qué serán la levadura?
Ante los trabajos de este adolescente se plantea el eterno problema: el problema del
consejo, de la corrección, de la orientación que el principiante solicita del escritor vete-
rano. Nunca nos sentimos, como en estos trances, tan perplejos; el peligro de esta tarea
que se nos pide pone casi espanto en nuestro espíritu; sentimos la responsabilidad terri-
ble de un consejo, de una orientación. Y todo el nexo del problema lo reducimos a lo
siguiente: hay faltas en literatura que pueden no serlo; existen anomalías que pueden

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llegar a ser una excelencia. Y considerado así el problema, ¿de qué modo podremos
arriesgamos a corregir en el novicio esa falta, esa anomalía? Siempre, desde nuestro
punto de vista, desde nuestra estética privativa, la disconformidad que encontremos en
el principiante correremos el riesgo de juzgarla como un defecto. Nuestra estética, nues-
tra técnica, al cabo de los años de práctica, nos inducirá a no ver en el novicio un princi-
pio generador tan fecundo y bello como el nuestro. Faltas, singularidades que parecen
condenables en el estilo de quien comienza, si se persevera en ellas, si se las cultiva con
amor, con pasión, serán seguramente el distintivo más preciado, más característico de
un estilo original. La sequedad de Stendhal, por ejemplo, que en la niñez del gran nove-
lista pudo parecer un defecto, ¿no se cambió agudizada, perfeccionada, en la nota más
brillante del autor de Lo rojo y lo negro? Sintamos, sí, toda la inmensa responsabilidad
que encierra el hecho de corregir una falta a un adolescente que entra en la vida literaria.
¡Qué emoción profunda la suscitada por este niño que va leyendo sus cuartillas! Fe y
entusiasmo; toda una vida ante él. En los umbrales imaginarios, un niño, Miguelito Mo-
ya, que se detiene un instante al cruzarse con un escritor, allí, en la misma puerta. El
adolescente penetra y el escritor sale. Y en ese instante del cruce, por parte del escritor
que sale —que sale de la vida—, todo un mundo de idealidad y de melancolía.

AZORÍN

ABC 2 de abril de 1930 y en Crítica de años cercanos

47
MODAS LITERARIAS

Francia es el país de las modas; hay en Francia modas en el traje y modas en la litera-
tura. País de intensidad mental —y de larga tradición de independa espiritual—, se pro-
ducen en él toda clase de movimientos literarios la producción literaria da origen en
Francia a gustos y preferencias diversas. Dentro del área de esos gustos y preferencias,
unos revisten modalidades pasajeras, fugaces, exageradas, y otros revisten formas más
sólidas, más durables, más razonables y discretas. La elección de Paul Valéry como
académico, mejor dicho, su toma de posesión del sillón académico, ha hecho que todo el
movimiento ideológico —y sentimental— suscitado en torno a este pensador y poeta,
haya alcanzado las proporciones de un verdadero paroxismo. Parte de barraca de feria
ha habido en el espectáculo que hemos presenciado, y parte también de Partenón. Aten-
tamente hemos leído cuanto de notable se ha escrito sobre tal acontecimiento. Y hemos
visto, por un lado, pero en mínima cantidad, la crítica serena, reposada, y por otro, a
grandes dosis, el ditirambo, la hipérbole desapoderada y el superlativo magnificado.
Todo cuando se ha escrito sobre la dichosa entrada de Valéry en la Academia —sólo
comparable, para ciertos escritores, a la entrada de Jesús en Jerusalén—, todo cuanto se
ha escrito sobre tal suceso, inmenso, ha ido desenvolviéndose, en gradaciones y mati-
ces, desde las páginas de Henri Bidou, en la Revista de Ambos Mundos, hasta las pági-
nas de Edmundo Jaloux, en la publicación rival de la anterior, la Revista de París. Las
páginas de Bidou son fría y severas; las de Jaloux, exaltadas y ditirámbicas. Examine-
mos a grandes rasgos el estado de la cuestión.

UN GESTO DE DESDÉN

Ante todo, la actitud de Valéry respecto a France. Paul Valéry ha sucedido en la


Academia a Anatole France. Se imponía, según costumbre, el elogio de France. Y Valé-
ry ha escrito sobre France, pero sin nombrarle una sola vez. Los admiradores de Valéry
dicen que, en el discurso de su ídolo, no ha habido desdén para Anatole France. Quienes
imparcialmente, pero con un poquito de inclinación hacia Valéry, han hablado del suce-
so, se han visto en la necesidad de soslayar, de evitar, de bordear esta cuestión. Pero la
cuestión existe, y es importante. Sí, en el discurso de Valéry hay desdén, marcado
desdén para France.
En el discurso de Valéry este señor afecta, visiblemente, un gesto de superioridad
respecto a France. Lo demuestra Bidou en su examen de la Revista de Ambos Mundos,
pero ya el hecho de no querer nombrar a France en el discurso de entrada en la Acade-
mia, indica ese desdén de que hablamos. El procedimiento que algunos admiradores de
Valéry han considerado como cosa novísima y trascendental; uno de esos parciales daba
del caso una explicación filosófica; el procedimiento empleado por Valéry es cosa vieja,
conocidísima en las asambleas parlamentarias; los parlamentarios suelen usar de ese
procedimiento de no nombrar al preopinante cuando el preopinante se encuentra, perso-
nalmente, en situación inferior al orador que le contesta. Muchas veces, en el Parlamen-
to español, hemos visto usar de esa manera —con altivo y gallardo desdén— a don An-
tonio Maura. Pero en el caso de France y Valéry, ¿es Valéry superior a France, como
artista, como pensador, para poder permitirse tal afectación de superioridad? Hasta aho-
ra la obra de Paul Valéry no llega a la considerable obra de France. Son cosas distintas,
se puede ver que no existe superioridad, y superioridad en grado tal que justifique o
disculpe, como en Maura, el gesto de desdén; no existe superioridad, repetimos, a favor

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de Valéry. Pensad en Descartes, sucediendo en la Academia a Voltaire —es una hipóte-
sis no depresiva para Voltaire—; pensad en Descartes sucediendo a Voltaire y afectando
por Voltaire, sin siquiera nombrarlo, un cierto ceño y mohín de desdén remilgado. Hoy
nos parecería ridículo el caso; como a los extranjeros —que en cierto modo somos la
posteridad— nos parece también un poquito ridículo el desdén de Valéry. Pero hay algo
más que ese procedimiento de la omisión en el discurso del famoso poeta y pensador. Y
ese texto que Bidou cita en su artículo no deja lugar a dudas respecto a la actitud de
Valéry.

POETA EN FRIO

Veamos ahora lo que según el exaltado admirador de Valéry, Edmundo Jaloux, re-
presenta la obra del poeta. Paul Valéry es, para Jaloux, poco menos que un caso único
en la historia literaria. Y antes de pasar adelante; he de manifestar mi estimación sincera
por Edmundo Jaloux. Se trata de un novelista notable y de un agudo crítico. Escribe
Jaloux en periódicos de juventud innovadora y en publicaciones tradicionalistas. El
término de su carrera está en la Academia. Hacia la Academia endereza sus pasos este
excelente escritor; con habilidad y discreción se ve —desde lejos— cómo va preparán-
dose el terreno. Un estudio sereno e imparcial, eso sí, de la última novela de Paul Bour-
get, ha sido uno de los jalones puestos en esta ruta hacia la Academia; otro, seguramen-
te, es este examen de la obra de Valéry. Jaloux es fino, sutil y eruditísimo escritor. No
se le puede poner tacha; pero veamos sus explicaciones de la poesía de Valéry.
Para el autor, el famoso poeta se diferencia radicalmente, esencialmente, de todos sus
colegas antiguos y modernos. Jaloux cita a Poe, a Shelley, a Keats, a Coleridge, y des-
pués añade: «Esta poesía (la de los poetas citados y otros) pone en movimiento un apa-
rato de metafísica y de emoción, y no este instrumento más técnico, llamado a recons-
truir puras agitaciones cerebrales, instrumento que es el que encontramos aquí.» Es de-
cir, puesto que el autor utiliza ingenios de mecánica, es decir, que todos los poetas que
no son Valéry, usan de un instrumento o aparato anticuado, el de la metafísica y la emo-
ción, y que sólo Valéry dispone de un artefacto completamente nuevo y original. ¿Y
cuál será el aparato, artefacto o instrumento de Paul Valéry? El propio Jaloux va a
decírnoslo. Antes de hacernos la sorprendente revelación, Edmundo Jaloux nos lleva a
un paraje de misterio y de enigma. Nos hallamos en una especie de antro o espelunca en
que todavía no reina la luz. Hablando de otros poetas, entre ellos Góngora, dice el autor:
«Pero tomad cualquiera de los poetas nombrados y encontraréis, detrás del encaje o el
cristal de la forma, un conjunto de sentimientos habituales, más vecinos de lo que han
expresado Ronsard o Béranger que de las fuentes emotivas de Poe o de Keats.» Y ahora
viene la explicación a Valéry: «En nuestro poeta, al contrario; en Valéry el elemento
espiritual es el que parece diferente en absoluto y, semejante a la serpiente de la Eterni-
dad, da vueltas indefinidamente sobre sí mismo y no ofrece materia, por lo tanto, a las
reacciones de la vida afectiva o accidental.» Sospechamos lo que quiere expresar Ed-
mundo Jaloux, pero todavía —'metidos en la espelunca— no vemos claro. El autor
mismo aclarará el misterio más adelante. Unos poetas dice el autor que proceden «de la
exaltación poética del organismo entero; otros, toman su origen en una voluntad pura-
mente espiritual de creación estética». Y como Jaloux nos advierte el horror de Valéry
por la inspiración, caemos, al fin, en la cuenta de que aquí se trata sencillamente de po-
esía de impresión emotiva, fervorosa, y de poesía en frío, cerebral. Y Valéry pertenece a
esta última categoría de poetas; es decir, es un poeta límpido, brillante, pulido, acicala-
do, luminoso; pero seco, abstracto y árido.

49
La legión de los exaltados admiradores ha saludado en Paul Valéry el advenimiento a
Francia, al mundo, de la poesía. «Al fin, vino Malherbe», decía Boileau. Malherbe era
un poeta de la escuela de Valéry; no creo que haya irreverencia en la comparación.
Malherbe hizo un gran bien a la poesía, del mismo modo que lo hará Valéry. Ese bien
consiste en purificar, abrillantar, hacer más escueta, transparente, la poesía. Pero, ¿y los
peligros de tal modalidad? «En fin, vino Malherbe», decía Boileau. Vino Malherbe y
hubo poesía. Y añadía Banville, siglos más tarde: «Vino Malherbe y se acabó la poes-
ía.» Y acaso no falte ahora quien, parodiando a Banville, diga: «Vino Valéry y ya no
hubo poeta.»
Edmundo Jaloux examina en su estudio la cuestión, tan debatida, de la oscuridad de
Valéry; el tema es interesante; otro día nos proponemos tratarle. Modestamente diremos
que para nosotros el problema se plantea mal; y de ese error en el planteamiento del
problema se derivan las consecuencias absurdas que se suelen leer en los admiradores
del poeta.

AZORÍN

ABC 23 de octubre de 1927.

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NOTA SOBRE MENDIZABAL

¿Cómo fue considerado Mendizábal en su tiempo? ¿De qué manera explicarnos que
espíritus como Espronceda y Larra hicieran la oposición —rudamente— a Mendizábal,
político revolucionario? En cuanto a Espronceda, pase; Espronceda superficial, ligero,
declamador, no tenía médula de pensador ni de revolucionario. Mas respecto a Larra,
¿cómo explicar esta contradicción con su obra total? Tales preguntas hacíamos en el
artículo pasado1. Las repetimos ahora. Hablando recientemente de este asunto con Ro-
berto Castrovido, el gran periodista de El País, conveníamos los dos en que, en efecto,
Mendizábal no sólo tuvo la hostilidad de Larra, sino que fue generalmente, universal-
mente combatido por sus coetáneos. Después de la conversación con Castrovido, escri-
bimos nuestro artículo anterior. En él exponíamos la idea de que para esclarecer este
interesante problema de psicología real-histórica habría que reconstituir la atmósfera
que en su tiempo rodeaba a Mendizábal. Hoy a nosotros, hombres del siglo XX, se nos
aparece Mendizábal, indiscutiblemente, como un revolucionario. No nos explicamos,
por lo tanto, que un revolucionario como Larra lo combatiese. Pero, ¿era considerado
Mendizábal en su época como un revolucionario?
Hay muchas reformas de carácter social cuya trascendencia definitivamente revolu-
cionaria no es considerada como tal por la opinión pública. No tratamos de establecer
comparaciones con la obra desamortizadora llevada a cabo por Mendizábal; en otra es-
fera, hablamos de las corridas de toros. Las corridas de toros son un poderoso factor de
embrutecimiento; por tanto, las corridas de toros son hondamente reaccionarias. El So-
cialista, órgano de los socialistas españoles, nos da cuenta en sus columnas de este es-
pectáculo de estulticia y de barbarie. Son incalculables los perniciosos efectos de ese
espectáculo; muchos aspectos de la vida nacional se hallan inficionados por el virus del
flamenquismo. Hasta en el gesto y en la manera de andar influye eso de los toros; por
millones se cuentan en España los señoritos que caminan con los hombros subidos, los
brazos arqueados y los puños cerrados, mientras marchan con paso de polichinelas, que,
según creemos, se denomina con el nombre de jacarandoso. Pues bien, si un ministro
suprimiera las corridas de toros, ¿quién es en España el que creería y proclamaría que
tal gobernante había realizado una obra profundamente revolucionaria? Aun los más
radicales combatirían a ese gobernante, y en las Cortes no faltarían parlamentarios que
hablaran de «Socialismo de corregidor».
Volvamos a Mendizábal. ¿Se vio que la desamortización era una obra revoluciona-
ria? Otra pregunta importante: ¿Había entonces ambiente para sostener a un ministro
que realizara una reforma tal, y sobre todo, para neutralizar el disgusto, el odio, la hosti-
lidad que había de suscitar en las derechas españolas? A nuestro entender, esto último es
lo que faltó, y de ahí que Mendizábal, realizador de una reforma revolucionara, quedara
sólo con la hostilidad ambiente, sin contar en cambio con general aplauso que le sostu-
viese. Vea el lector los elementos que Mendizábal tenía enfrente; la aristocracia. La
aristocracia que había favorecido con sus donaciones a las comunidades y que en las
comunidades encontraba un factor de tradición y de espíritu conservador. La aristocra-
cia —esto es esencialísimo—, que, al desamortizarse los bienes, no podía ver con bue-
nos ojos el surgimiento de toda una clase —la burguesía—, que llegaba, ya con medios

1 AZORÍN Un libro sobre Espronceda ABC 28/06/1914

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económicos, ya rica, a substituir a la nobleza en la actuación política nacional, y a crear
la industria, el comercio, las grandes explotaciones agrícolas. Tal advenimiento suponía
la muerte social de la aristocracia, ya minada por mil vicios y corruptelas. (Véanse las
obras de Jovellanos y de Cadalso.) La clase media. La clase media antigua, todavía no
constituida políticamente. La clase media, que había hecho donaciones de bienes y que
ahora se veía en el caso de volver a comprar estos bienes que ella había donado —cosa
irritante— o de verlos pasar a otras manos, allí, tranquilamente, ante sus ojos. Y el pue-
blo. El pueblo, que a pesar de motines, guerras y revueltas, era el mismo pueblo que
había vitoreado las cadenas y había exultado en la plaza de la Cebada ante el suplicio de
Riego.
Tal es el cuadro de la opinión que Mendizábal tenía como adversa. Ahora añádanse
las negligencias, desbarros, imperfecciones, pequeñas injusticias que la ejecución de
toda gran reforma lleva aparejados, y que forman un ambiente de disgusto y de odio.
Añádase también el carácter hosco, seco, un poco violento, nada dúctil, del mismo
Mendizábal, y se comprenderá la atmósfera que había de rodearle. Este es, a nuestro
entender, el proyecto de explicación más racional y lógico.

AZORÍN

ABC 1 de julio de 1914 y en Crítica de años cercanos

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OBREROS

Julián Zugazagoitia y su novela El botín. Julián Zugazagoitia, que ha dedicado toda


su fina actividad literaria a pintar la vida de los obreros. Ante nosotros, su novela El
botín; como algo que nos produce un poco de recelo. ¿Iremos a leer un libro macizo,
compacto, lleno de elucubraciones sociológicas? Sopesamos con un movimiento lento
el volumen. Dudamos un instante; estamos por aplazar la lectura para más tarde. Y de
pronto pasamos la portada; ya estamos dentro; ya hemos comenzado a leer. Imaginati-
vamente, llevamos unos pantalones blancos, unas alpargatas que fueron blancas, un
gabán raído y una gorra; el cuello del gabán, levantado. Una casa, en Bilbao; una fami-
lia de obreros; varios hijos, uno de ellos, con ideas reaccionarias; otro, Antonio, Antonio
Zúñiga, con anhelos liberales. Poco a poco vamos entrando en la masa obrera; respira-
mos un aire que nos es grato. Experimentamos la sensación de estar en otro mundo; no
nos acordamos ya —con nuestro gabán y nuestra gorra—; no nos acordamos ya de los
tiempos pasados. Fábricas; chimeneas humeantes; talleres; manos, muchas manos, que
se apoyan en palancas de hierro, que manejan artefactos, que transportan materiales, que
aran, que pasan y repasan por las rudas frentes y quedan empapadas de sudor. Todas las
antiguas sensaciones de fábricas y de talleres las volvemos a sentir ahora al recorrer las
páginas de El botín. La realidad está copiada de un modo circunstanciado, escrupuloso;
no sentimos fatiga en la lectura; deseamos cada vez seguir leyendo más páginas. Nos
hallamos tan empapados de esta vida de los obreros, que todo lo demás, todo lo que no
sea este ambiente, se nos antoja extraño. Nuestro vivir se desliza entre fábricas, de uno
en otro taller; en el horizonte, las altas chimeneas tienen un penacho de humo negruzco.
Por la mañana, al rayar el día, nos levantamos; ya sabemos que durante toda la jomada
hemos de estar en la fábrica o en el taller trabajando; la noche llega, y, tras unas horas
de sueño, otra vez, a la mañana, nos ponemos nuestro gabán y nuestra gorra y nos mar-
chamos al trabajo. Ruidos de hierros, de poleas, de transmisores, de martillos formida-
bles, de sierras, de limas; pitidos que parecen lamentos; hervores del vapor; iluminacio-
nes súbitas, como violentas llamaradas. Todo un mundo fantástico —tan lejos del
otro— en que las caras están en atención angustiosa y en que las fuertes manos se cris-
pan. En lo hondo y en lo alto, obreros que no descansan; obreros que no tienen la espe-
ranza de trabajar sólo cuando ellos quieran. En lo hondo de las minas y en lo alto de los
andamios. Y entre unos y otros, la muchedumbre de las manos, los millones de manos,
que labran la madera, el hierro, la piedra, los productos textiles, la tierra.
De pronto, la visión desaparece. Estamos en la superficie. Se ha borrado todo el
mundo de imágenes que estábamos contemplando. Declaraciones; manifestaciones;
Constituciones; opiniones sobre una u otra Constitución; enredijo de artículos de Cons-
tituciones; polémicas; programas; discursos; toda una vorágine de palabras elocuentes
que va y viene; torbellino de pareceres y de idearios. Vacilamos; no sabemos cuál es la
verdadera realidad; contemplamos las cosas como en un sueño. La tolvanera de las de-
claraciones nos impide ver las cosas tales como son; al ruido de las máquinas ha substi-
tuido el rumor de los discursos. Y, lentamente, de nuevo vamos separándonos de este
mundo de apariencias y nos volvemos al otro. Otra vez los millares, los millones de
manos febriles, rudas, fuertes, y los millares, los millones de caras que se inclinan sobre
el hierro, la madera, la piedra, la tierra. Sobre las tierras, en los bancales y en las llana-
das, los labriegos, que se afanan desde la mañana a la noche, y en las ciudades, los obre-
ros, que desde la mañana a la noche se afanan también. Tal vez, un jornalero del campo
se sienta un momento y pone la cabeza reclinada en la palma de la mano; acaso un me-

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talurgista, allá en las negruras de la fábrica, se sienta también un instante y reclina la
cabeza en la mano. De uno a otro de estos dos trabajadores, el de la tierra y el de la
fábrica, va como una corriente misteriosa, en este momento, que los une, más que en el
instante de la actividad; en este momento de meditación en su estado presente y en su
porvenir; en sus estrecheces y en sus dolores. En el horizonte, siempre el penacho del
humo negro en la punta aguda de las chimeneas. Y el formidable rumor del trabajo: un
inmenso jadeo de máquinas que no paran nunca.
Y otra vez, como por arte de encantamiento, se desvanece este mundo en que nos en-
contramos. Declaraciones; Constituciones; manifestaciones; la Constitución de 1876; la
de 1869; otras muchas Constituciones; pareceres; dictámenes; parlas y discursos; opi-
niones que van y vienen, chocan, se entrecruzan, giran y tornan a girar; tráfago de gen-
tes que mantienen un momento su criterio por una cosa y luego por otra; papeles; pala-
bras. Como un gigantesco remolino de juicios que aparece y desaparece sobre la reali-
dad del mundo. Y de nuevo la tolvanera de las manifestaciones, que se esfuma en la
lejanía; otra vez tenemos la sensación profunda, íntima, placentera de hallarnos en otro
ambiente. Los millones de caras y los millones de manos. El trabajo afanoso; el hierro,
la madera, la piedra, la tierra. El gesto laxo, cansado, a la noche, cuando se sale de la
fábrica o cuando el labriego se echa al hombro su azada. La luz del sol ha cesado ya: un
respiro hasta el amanecer próximo: después, otra vez los millones de manos en el traba-
jo. Y así toda la vida.
Lentamente, como se leen los libros gratos, hemos ido leyendo El botín, de Julián
Zugazagoitia. La lectura, que era apacible en la primera parte de la novela, se ha ido
haciendo emocionante al entrar en la segunda e ir avanzando. La muchedumbre obrera
está en efervescencia en esas páginas. La novela se convierte en histórica; tenemos entre
las manos un documento histórico de primer orden; cuando se haga la historia del mo-
vimiento obrero en estos últimos años, habrá que tener en cuenta El botín, de Julián
Zugazagoitia. ¡Qué emoción tan profunda la que nos produce la fuga de Femando Tue-
ro, un adalid socialista, por los campos de Vasconia, hasta llegar a la frontera! ¡Y qué
figura tan simpática, tan henchida de humanidad, la de este campesino, Francisco, que
Julián Zugazagoitia nos pinta con tanto amor! El libro acaba con una nota también de
profunda humanidad. En tanto que un público frívolo se divierte, Antonio Zúñiga, el
protagonista, desgarra en pedacitos pequeños la localidad de los toros que le han regala-
do: la desgarra lejos de la plaza. Solo, ensimismado, perdido en sus ensueños. ¿Qué
hará ahora Antonio? ¿Dónde irá? ¿Cuál será su ruta? No queremos separarnos de él; le
tenemos la simpatía que a un amigo querido; nos duele que se aleje y no volvamos a
saber de su persona. ¿El botín? ¿El botín es acaso esa riqueza que los pudientes bilbaí-
nos han ganado durante la guerra? ¿Es ese el botín, querido compañero Julián Zugaza-
goitia? No, no; el botín es este pedazo de idealidad que los obreros han respirado un
momento; este entusiasmo, esta perseverancia, que ellos se han demostrado a sí mismos.
Jirón de idealidad que les alentará para seguir trabajando y luchando.

AZORÍN

ABC 12 de marzo de 1930

54
OBSERVACIONES SOBRE VALERY

El caso de Paul Valéry se presta a mucha reflexión; ya hemos hecho algunas —con
todo respeto— en las páginas de La Prensa. Continuaremos exponiendo nuestro pensa-
miento —también con muchísimo respeto—1 respecto a esta singularidad literaria. Paul
Valéry es un literato feliz; feliz como lo fue Edmond Rostand; feliz como lo ha sido el
comediógrafo Robert de Flers, que acaba de morir. En todas partes se admira a Valéry;
todos, a la derecha y a la izquierda, aplauden al famoso poeta. No hay para Valéry más
que elogios, hipérboles cariñosas, superlativos entusiastas. En el Temps, Paul Souday
no escribe artículo sin nombrar a Valéry.
Víctor Hugo y Paul Valéry. El acercamiento de estos dos nombres es un poco extra-
ño, extraño para los panegiristas de Valéry. Víctor Hugo y Valéry son los dos nombres
sagrados, intangibles, para Souday. Y es cosa de echarse a temblar cuando se contempla
a un literato feliz. «Los hartazgos de felicidad son mortales», decía nuestro Gracián.
¿Qué quedará dentro de seis, ocho o diez años, de este entusiasmo, de esta exaltación,
de este ditiràmbico ardimiento? La obra de Paul Valéry no es para entusiasmar ni com
mover a nadie; no es propia para el entusiasmo de un público reducido; lo es mucho
menos para el entusiasmo de un público extenso. Se le puede gustar, admirar, pero sin
emoción, sin que vibre en nosotros, en los lectores, ninguna fibra íntima, del corazón.
¿A qué proporciones quedará reducidas, pasada esta tolvanera de superlativos, la obra
del autor de La joven parca?

EL POETA

Para contestar a esta pregunta se precisa hacer un ligero examen de la producción de


Valéry. Nos presentan ahora los panegiristas del poeta a su ídolo como un caso único,
excepcional, en la literatura francesa. Los encarecimientos a este tenor no tienen fin; el
diccionario, en sus vocablos laudatorios, parece poco a los exaltados parciales de Valéry
para aupar y sublimar a éste. Y, ¿cuál es la obra de Paul Valéry en su totalidad? Con
todo respeto, con toda consideración, con toda mesura, diremos que la producción del
poeta no nos parece, ni por la cantidad, ni por la calidad, digna de tales exaltados enco-
mios. Como poeta, Valéry tiene un libro de versos, y como prosista, una porción de di-
sertaciones y apuntes sobre diversos temas de estética y de crítica literaria. La prosa de
Valéry cae fuera del dominio del arte creador. Se trata no de prosa creadora, sino de
reflexiones filosóficas y eruditas. En cuanto a las poesías, ¿qué situación podrá ser la de
Valéry en la jerarquía de los poetas de su país? Para nosotros, la situación de Paul Valé-
ry es análoga a la de Mallarmé; existen muchos puntos de semejanza entre Valéry y
Mallarmé. También Mallarmé —tan árido, tan seco y desabrido— se creía un ser prepo-
tente y providencial; Valéry, por su parte, no lo cree respecto de sí mismo —por lo me-
nos sus adeptos lo proclaman en todos los tonos a todas horas—<. Malherbe creía inge-
nuamente —y lo dice en sus versos— que a quien él consagrara una poesía, se haría
inmortal por tal lado singularísimo. Podía existir y reinar en una gran nación (Francia)
un rey; ese rey podía ser grande por su poder, por el pueblo que regía, pero si Malherbe
—él lo dice— no le dedicaba una poesía, no le nombraba en sus versos, ese rey era co-
mo si no hubiera existido. Y, en cambio, un rey era inmortal, grande verdaderamente, si
Malherbe le salvaba del olvido nombrándole en sus versos. Malherbe no valía lo que su
gran antecesor, Ronsard; hoy leemos con gusto, con profunda dilección, a Ronsard, y no
leemos a Malherbe. Pero este poeta hubiera experimentado un profundo asombro si al-
guien le hubiera vaticinado que su antecesor —tan odiado por él— había de ser el leído,

55
y no el soberbio y presuntuoso poeta. La misión de Malherbe consistió —misión pura-
mente higiénica, profiláctica, circunstancial— en limpiar algo de la broza del Parnaso;
en hacer que la exuberancia embarazosa de la antigua poesía quedara reducida a térmi-
nos de regularidad y corrección; en hacer más sencilla, más clara y más tersa la poesía
lírica. Y esto se consiguió a costa de un elemento importantísimo en la poesía lírica, a
costa de la emoción. Como Valéry va contra la inspiración, Malherbe iba también con-
tra ese factor de desorden, de imprevisión y de tumulto. Pero, sin inspiración, no existe
la emoción. Y se daba la paradoja en tiempos de Malherbe, como se da ahora, de que al
propio tiempo que se restauraba la poesía —limpiándola del excesivo ramaje del Rena-
cimiento— se la condenaba a muerte. Y en tiempos de Malherbe, podía ser lógica y
necesaria la reacción profunda de esta parte, al considerar la profusión y el desorden de
sus antecesores; ahora, dados los antecedentes poéticos del siglo xix y de comienzos del
xx, la reacción de Valéry no está justificada por ninguna necesidad. Es más, las modali-
dades paralelas a esta poesía seca y árida del intelecto, poesía en frío, poesía de pura
reflexión, están en pugna con ella. Ni la novela ni el teatro marchan a la par de ese géne-
ro de poesía. Novela y teatro se imponen —en gran parte, principalmente— en las fuer-
zas de instinto, en la creación libre y desordenada, en los factores no de la inteligencia y
la reflexión, sino de lo primario y subconsciente.
¿Qué quedará de estas ponderaciones exaltadas de ahora, dentro de dos años? Los
hartazgos de felicidad son mortales. Para Valéry, puede ser, en la historia literaria, una
parte análoga a Mallarmé. Pero debemos hacer observar, con todo respeto, que cuando
se habla efe la eliminación, en la prosa, de todo elemento emocional y de Inspiración,
no debemos poner los ojos en Mallarmé. La tal eliminación es un contrasentido. Preci-
samente los más hermosos versos de Mallarmé están impregnados de emoción. Quiero
citar aquí, por muestra, el magnífico poema titulado Aparición. Paul Valéry ocupará, en
la historia de la literatura francesa, un lugar análogo a Mallarmé. No sabemos lo que el
poeta podrá hacer en lo que le resta de vida; hasta ahora, su obra no es superior a la de
muchos poetas contemporáneos. Y dada la modalidad de su poesía, es de. presumir que,
aunque viva muchos años, no podrá superar a esos poetas. ¿Cree nadie que Paul Valéry
es, por ejemplo, superior a Verlaine? ¿Cree nadie —sin estar cegado por la pasión—
que es superior al puro y maravilloso Moréas? ¿Es superior a Baudelaire? ¿A Chénier?
Y de Víctor Hugo —en quien hay de todo, foco formidable de poesía, engendrador
grandioso de todo el Parnaso moderno— de Víctor Hugo no hablemos. Nadie, ni antes
ni después, ha llegado a donde el coloso ha llegado. Paul Souday tiene razón en su culto
fervoroso, incansable por Víctor Hugo.

EL PROSISTA

¿Y la obra en prosa de Paul Valéry? Los adeptos del poeta, exaltados siempre, consi-
deran estos trabajos a la altura de los de Hércules. Un poco menos habrá de ser. La ve-
lada con el señor Teste, obra citada a cada momento por los panegiristas, no es tan estu-
penda maravilla como se supone. La obra de Paul Valéry, en prosa, esta constituida,
como hemos dicho, por disertaciones y notas sobre asuntos varios. Edmundo Jaloux, en
un trabajo hiperbólico, ha tratado de examinar, de dilucidar, de explicar, en qué consiste
el singularísimo mérito de estas disertaciones. Cuando se leen los clásicos —opina Ja-
loux— se ve que la regularidad, el orden, la simetría, no son las cualidades que determi-
nan el arte de esos grandes escritores y la esencia del clasicismo; esas cualidades Tas
tienen también otros artistas coetáneos de esos grandes literatos, y, sin embargo, no han
llegado donde han llegado los famosos. Jaloux, entre los otros clásicos que cita, ingiere

56
algunos, como el Discurso del método, que no tiene relación alguna con la literatura.
Tampoco la tienen, digámoslo al paso, las disertaciones de Valéry; hablo de la literatura
creadora, la verdadera literatura. Para Jaloux, pues, la esencia del discurso no estriba en
esas cualidades citadas, sino en la «densidad del pensamiento y de la expresión».
Dada esta definición del arte clásico, las disertaciones y notas de Valéry pueden en-
trar en la esfera del clasicismo o, sencillamente, del arte. La dificultad está en que la
definición de Edmundo Jaloux es muy discutible. Un Rabelais, un Montaigne, un Mo-
lière, un Voltaire, un Pascal, son grandes, son artistas, por la cantidad de gracia, de fuer-
za, de penetración, de sutilidad, de elegancia, de vida, en suma, de emoción —^sí, sí, de
emoción— que han puesto en sus obras. Como Paul Valéry—espíritu árido, espíritu de
matemático, elimina la emoción, la vida— con todo su cortejo de gracia, de finura, de
negligencia, de abandono, etcétera; como Paul Valéry elimina de su prosa —ahora
hablamos de la prosa— todos esos elementos, Jaloux, su panegirista, se ve precisado, a
fin de que Valéry entre en la región del arte, de eliminarlos, a su vez, de. los grandes
artistas clásicos. Y esa es una falacia; la prueba la tenemos en la misma historia literaria.
¿Es gran arte sencillamente la «densidad», la densidad de las disertaciones de Valéry?
Tomemos como ejemplo los Ensayos, de Montaigne. Y más denso que Charron es el
autor que, después de Charron ha extractado y alquitarado la doctrina de éste, en un
librito —no tengo mi ejemplar a mano— titulado: Extracto de la sabiduría de Charron.
Ahí tenéis dos condensaciones sucesivas; todo Montaigne ha quedado hecho, después
de Charron y del extractador de Charron, en fuerte y sólido comprimido. ¡Y qué lejos
están esas condensaciones del espíritu de Montaigne! Montaigne no es la condensa-
ción—o no es sólo la condensación—; es la gracia, la ingenuidad, la picardía, la negli-
gencia, la elegancia, la sinceridad, la vida, la emoción, en suma. Y Pascal, análogamen-
te, no es la condensación, en sus Pensamientos, sino la tragedia, la emoción profunda de
un alma, en esos apuntes.
¿Hay vida, emoción, vibración espiritual en las disertaciones de Valéry? Se habla de
oscuridad en Valéry; nada más falso. Paul Valéry es claro, límpido, tan claro como un
problema geométrico. No es oscuro, no; lo que si es, árido, terriblemente árido, seco,
abstracto, sin emoción, sin ternura, sin vibración ante el espectáculo de las cosas, ante el
dolor. Y todo esto representa la ausencia de arte. Muy sabio, muy erudito, muy original,
divulgadas, cuando se divulgan, las ideas expuestas en esas disertaciones, quedarán
éstas sin el atractivo permanente que constituye el interés de los Ensayos de Montaigne
o los Pensamientos de Pascal.

AZORÍN

ABC 30 de octubre de 1927

57
ORIGINALIDAD

¡Cuántas cosas le han ocurrido al pobre Enrique en España! Dan ganas de echarse el
hato a la espalda, coger el camino de París, e ir a consolarle. Hablo del escritor francés
Henri de Montherlant. El pobre Enrique estaba en un tentadero de la provincia de Alba-
cete; se distraía en torear un petit taureau, un pequeño toro, es decir, un novillo, y, de
pronto, el pequeño toro español le dio un revolcón al escritor francés. El pobre Enrique
quedó un tanto maltrecho, y decidió tomar el tren para marcharse a su país, donde no
hay pequeños toros. Se fue a Valencia, y desde Valencia hizo el viaje a Barcelona. Este
viaje del pobre Enrique es notable. Todos los viajes en España son estrafalarios, absur-
dos. Figúrese el lector que en España se tiene la costumbre de bajar a la estación cuando
se marcha un amigo o un miembro de la familia. Se baja a la estación, naturalmente,
para despedir al amigo o al familiar. Baja a la estación una muchedumbre de amigos y
parientes. Cosa que le extraña mucho a Enrique. Además, en España todos van vestidos
de negro. Y como todos llevan estos negros trajes, el espectáculo que los amigos y pa-
rientes dan en la estación es cosa lúgubre, tétrica. Imagine el lector una multitud de fa-
miliares y famulares, trajeados de negro y repitiendo la palabra Adió, adió. Y no dicen
adiós, porque se comen en España los que bajan a la estación la «s» de adiós. Es un
descubrimiento que ha hecho el pobre Enrique, y que debemos poner en conocimiento
de las autoridades filológicas que rigen nuestro benemérito Centro de Estudios Históri-
cos.
Pero si fuera esto sólo, vaya usted con Dios, o con Dio; pero es que hay algo más
grave en estas despedidas en las estaciones. Y es que todas estas gentes que repiten
adió, adió, tienen hueco el cerebro. Sí, este sonsonete del adió revela una vacuidad
horrorosa mental. On reconnait —dice Enrique—, un automatisme qui denonce crue-
llement le vide du cerveau.» Ni más ni menos. ¡Cuánto habrá sufrido el pobre Enrique
en España, oyendo la salmodia indicada, y reconociendo con pavura lo vacío de los ce-
rebros de quienes bajan a la estación! Pero sigamos con el relato de las desventuras del
pobre Enrique. Tomó el tal un billete de primera, es claro, en la estación de Valencia, y
al ir a subir a su coche descubrió entre los viajeros a una labradorcita que le hizo tilín.
Enrique tiene el corazón de pastaflora; decidió no subir al coche de primera, y ascender
al de tercera, al que había subido la campesinita. Lo malo es que la desgracia persigue al
pobre Enrique, y, al ir a subir al coche de tercera, vio que la duquesa de la Cuesta le
estaba mirando. ¿Qué iba a pensar de Enrique la duquesa de la Cuesta? Enrique tiene la
debilidad que tienen algunos escritores españoles; se perece por las duquesas, y se pone
hinchado como un pavo al hacer la rueda cuando mía duquesa le sonríe. Pero admira-
mos la pasión de Enrique; a pesar de la mirada de la duquesa de la Cuesta, él, impasible,
sube al coche de tercera.
¿Ha viajado el lector alguna vez en los coches de tercera españoles? Si no lo ha
hecho, no ha visto una de las cosas más raras del mundo. En los coches de tercera espa-
ñoles todo el mundo lleva los bolsillos llenos... ¿De qué dirá el lector? Ya puede dar su
lengua al gato, como dicen los paisanos de Enrique; no lo adivinará. Pues llevan los
bolsillos llenos de gorriones. ¿Para qué llevan los viajeros de tercera esos gorriones?
Para atormentarlos. Se pasan toda la noche los viajeros de tercera españoles atormen-
tando gorriones. Es más; un niño llevaba también su correspondiente gorrión; pero no lo
atormentaba bien; entonces su madre se lo quitó para atormentarlo ella mejor. Y el po-
bre Enrique, lleno de espanto, estremecido de horror, vio asimismo a un viajero que se
pasó el viaje atormentando un conejo. Y de la rejilla del coche pendían pollos que gem-

58
ían de dolor por estar colgados de las patas. No en balde España es el país de la Santa
Inquisición. Ya que no podemos quemar herejes en piras públicas, atormentamos go-
rriones. El pobre Enrique se consoló, sin embargo, entregándose durante la noche a lo
que él llama su «estrategia ferroviaria», estrategia que no podemos nosotros describir. A
pesar de esta consolación de la estrategia, el pobre Enrique debió de quedar, con el es-
pectáculo de los gorriones, bastante despavorido. No se daría cuenta de nada; lo de-
muestra el hecho de que una vez nos dice que las terceras españolas son detestables, y
poco más lejos nos asegura que son sorprendentes de confort, «étonnantes de confort».
Si tuviéramos que contar por la menuda las peripecias que le ocurrieron a Enrique en
Barcelona, tendríamos que escribir todo un libro. No queremos despedirnos de este
capítulo del viaje sin apuntar otro descubrimiento que ha hecho el pobre Enrique en
España. Resulta que en Andalucía son tan corteses los conductores de tren, que, cuando
se apea un señor respetable para tomar una copa o varias en una estación, el tren espera
hasta que el señor se sirve regresar a su coche. En Andalucía ocurren cosas más raras
todavía; por ejemplo, Enrique ha visto una mujer que no sabía lo que era una escalera,
y, puesta ante los escalones, no hizo cosa mejor que subirlos de rodillas.
En Barcelona, el pobre Enrique se enamorisca de una cuitadilla que canturrea en un
teatrillo sórdido, y es tal el cúmulo de hazañerías, y dengues, y remilgos que Enrique
hace ante esta muchachuela, que el lector acaba por reírse. Barcelona es una ciudad en
que hay viva simpatía por Francia; la prueba es que el Metro de Barcelona tiene el mis-
mo ancho que el de París, y, en cambio, el de Madrid tiene la vía más estrecha. Y esto a
causa del miedo a una invasión. Otra superioridad tiene Barcelona sobre Madrid: Barce-
lona no posee Museo de Pinturas. En Madrid, con el Museo del Prado, la vida es impo-
sible; en Barcelona, sin Museo, se está como en el Paraíso.
Todo esto, y otras muchas cosas, es lo que nos cuenta el pobre Enrique en su libro La
petite infante de Castille, es decir, La infantina de Castilla. La infantina es la cuitadilla
de quien baldíamente se enamoriscó en Barcelona Enrique. ¡Pobre, pobre Enrique! Aca-
so el pequeño toro de la provincia de Albacete tenía razón al revolearle. ¡Pobre, pobre
Enrique!

AZORÍN

ABC 15 de agosto de 1929 y en Crítica de años cercanos

59
PEPA

Don Emilio Cotarelo ha comenzado a publicar, en el órgano de la Academia Españo-


la, una importante biografía de Gertrudis Gómez de Avellaneda. Promete ser una obra
interesantísima la biografía que ahora emprende el señor Cotarelo. Debe mucho la histo-
ria literaria española a las investigaciones, a los afanes, a la curiosidad incansable de
don Emilio Cotarelo. El siglo XVIII, sobre todo, siglo tan desconocido, tan despreciado,
ha sido por el infatigable historiador examinado y enaltecido. Una curiosa figura de mu-
jer española —la Avellaneda— surge ahora, después de otros varios estudios, ante nues-
tra vista. Los trazos se afirman; la persona se consolida, de pie, sonriendo, con un libro
en la mano, o con las dos manos cerrando y sosteniendo un leve manto vemos a la poe-
tisa española, nacida en Cuba. Y esta imagen hace surgir en nuestra memoria, suscitadas
por nuestra imaginación, las imágenes de otras mujeres españolas. Belleza y bondad se
pueden juntar en un cuerpo femenino. Bellas mujeres existen en España, diseminadas
por el ámbito de las regiones. Cada región posee un matiz de belleza femenil. Distancia
grande hay de una valenciana a una gallega, de una extremeña a una catalana. Pero ¿ser-
ía temeridad decir —con relación a todas las bellezas españolas— que la mujer más
bonita suele ser la que parece bonita al pronto? Existe una belleza serena, discreta, casi
clandestina. En el tren, en un restaurant, en un teatro, nos sentamos al lado de una mu-
jer; no nos llama la atención; sus facciones no ofrecen atractivo repentino; la luz de sus
ojos es suave, indiferente. Y poco a poco—como atraídos por una fuerza magnética—,
vamos reparando en la fisonomía de esta desconocida. Poco a poco va surgiendo en
estas facciones un encanto, un hechizo que no habíamos podido ver en el primer mo-
mento. Y, sin conocer a esta mujer, pensamos que esta serenidad y discreción en la be-
lleza debe de corresponder a un ánimo constante, equilibrado, a un espíritu callado de
sacrificio que se ejerce todos los días, a todas horas.
Y este espíritu, silencioso, perseverante, de solicitud, de cariño, de abnegación —
'reñido con el exhibicionismo—, es lo que, ante todo, nos place ver en la mujer españo-
la. ¡Cuánta figura femenina perdida en las páginas de la historia de España! Bondad
callada y profunda; un poquito de ensimismamiento; carácter reconcentrado, que va
elaborando en silencio una decisión, y que, de pronto, sin esperarlo, se resuelve y exte-
rioriza en un acto. ¿No podrá ser así, genéricamente, la mujer española? Sobre todo,
bondad nativa y profunda. Viajeros en tierras de Toledo, cuando nos detenemos en To-
rrijos, pensamos en doña Teresa Enríquez, esposa del contador mayor de los Reyes
Católicos. Su caridad era inagotable; fundó en ese pueblo un hospital. «Los pobres eran
curados con gran diligencia, proveyéndoles de médicos, y medicinas, y camas», escribe
Juan Pérez de Moya, en su Varia historia de sanctas e illustres mujeres (Madrid, 1583).
«Daba ella misma, por sus manos —añade el autor—, el pan a las niñas y niños; y los
criados daban a las otras suertes de pobres.» En Medina de Rioseco —la simpática ciu-
dad—, nuestra memoria evoca a la madre de doña Teresa Enríquez; a doña Teresa de
Quiñones, mujer del almirante de Castilla. Fundó también un hospital; visitaba a los
enfermos; «con sus mismas manos los curaba, y consolaba, con conservas, y comida, y
grandes limosnas».
De Castilla, de Torrijos, de Medina de Rioseco —con su calle central bordeada de
porches—, saltemos al litoral cantábrico, a Gijón. He aquí, ante nuestra vista, una figura
de mujer que sonríe; es callada, caritativa. Su hermano representa en España la más fina
erudición, el espíritu más universal y comprensivo. 1793, 6 de julio. Don Gaspar Mel-
chor de Jovellanos le escribe a un amigo: «Acaba de verificarse una gran novedad.

60
Nuestro hermana Pepa es monja en Gijón, de dos horas acá. Mi sentimiento ha sido
grande, no por otra razón, sino porque priva al público de un santo ejemplo, y a los po-
bres, de un grande auxilio. Mucho tiempo ha que su vida se reducía a pasar todo el
tiempo que no empleaba en la iglesia, en la galera, en la cárcel de mujeres y en los hos-
pitales, que, en continuo ejercicio de caridad, era él objeto de su afán; que, reducida a
una muy estrecha subsistencia, distribuía todo su haber en limosnas, daba a los misera-
bles, que buscaba y conocía; y, sobre todo, que, asistiéndolos, dirigiéndolos y conocién-
dolos, distribuía entre ellos un más rico tesoro, porque Dios la había dotado al mismo
tiempo de un talento clarísimo, y de una sensibilidad tiernísima, y de una índole santa y
blandísima.»
¡Maravillosa Pepa Jovellanos! En silencio, perseverante, incansable, esta divina Pepa
va, con sus manos suaves y blancas, atendiendo a los pobres y curando a los enfermos.
Sonríe con una sonrisa de bondad. Y allá dentro de su espíritu alienta una idea qué; cada
vez se va afianzando más. No; el mundo y sus profundidades no son para Pepa. Se sien-
te atraída hacia la soledad y en el silencio por una fuerza incontrastable. Nadie puede
sospecharlo; ella sonríe con dulzura infinita, inefable. Y un día surge la decisión, se
exterioriza la idea; Pepa profesa en un convento. «Salió de Oviedo antes de rayar el día
—escribe Jovellanos—; llegó a las siete, tomó su velo, y ya es novicia. Ahora son las
nueve.» Dos o tres horas, y ya Pepa, en el convento, marcha silenciosa, serena, cumpli-
do su anhelo, por el silencioso claustro.
El mundo ofrece, todos los días, materia de abnegación, de sacrificio, de caridad. El
mundo ofrece, en los infortunios y los dolores ajenos, ocasiones perpetuas de amor y de
piedad. Pero existe otro ejemplo, tan alto, tan puro, tan primitivo como éste; el ejemplo
de desasimiento total de las cosas humanas, de la renuncia a todo, de la serenidad inalte-
rable, de la paz profunda del espíritu. ¿Para qué sirven las estrellas? ¿Qué puede impor-
tar al humano linaje esa estrellita que ahora, en la noche profunda, brilla entre millones
de estrellas? Esa estrellita es como la vida de la admirable Pepa; como la vida de todas
las almas contemplativas. Basta con que unos ojos humanos contemplen en esta noche
oscura esas estrellas y se sienta quien las contemple reconfortado un segundo en su tris-
teza; basta esto tan sólo para justificar la existencia de esa estrella. Pepa Jovellanos nos
ofrece —perennemente— el ejemplo, tan confortador, de su pureza y de su desinterés.
Su eficacia espiritual es tan grande o más —sí, o más— que la de su hermano, el Goethe
español, universal en su comprensión, rico de todas las curiosidades humanas. Pepa
irradia —tan humana y tan divina— como una estrellita en la noche. En la noche de
nuestras dudas, de nuestros anhelos,-de nuestras miserables pasiones, irradian, desde sus
claustros, desde sus celdas, todos esos espíritus de contemplación, que han sabido, con
supremo desinterés —el desinterés del poeta y del científico en su laboratorio—-, colo-
carse por encima del mundo.

AZORÍN

ABC 1 de marzo de 1929

61
POESÍA

Sigan serenamente su ruta los jóvenes poetas; no se detengan ni ante la hostilidad de


los unos, la incomprensión de los otros y la indiferencia de los más. Siempre ha habido
modalidades de poesía que no han sido comprendidas, no por el vulgo, sino, a veces,
por críticos de fino gusto. Queremos presentar uno de estos casos; se trata de la actitud
de un crítico frente a un poeta que el crítico no llegó a comprender anteriormente. Ahora
el crítico reconoce su error; antes había tratado al poeta con desconsideración; se le es-
capaba, como el mismo crítico dice, la «delicadeza incomparable» del poeta; y al pre-
sente, al mismo tiempo que reconoce sus antiguas «ligerezas» respecto del poeta, intenta
desagraviarle.
¿Cómo desagravia este crítico a tal poeta incomprendido antaño por él? Escribiendo
un estudio magnífico, todo serenidad, todo finura, del poeta menospreciado. Nos vamos
a limitar a copiar lo más fielmente posible las palabras del crítico. Este maestro —
puesto que se trata de un venerado maestro— tenía antaño educado el gusto en otros
poetas; era difícil que, avezada la sensibilidad a los otros, pudiera gustar de éste. Y dice
el maestro:
«Pero el gusto se educa, y no soy yo de los que maldicen y proscriben las formas
artísticas que no les son de fácil acceso, o que no van bien con nuestra índole y propen-
siones.»
Continuó leyendo y volviendo a leer el crítico al incomprendido poeta; no quería te-
ner el remordimiento de haber sido injusto con él, de no haber puesto por su parte todo
lo que en su mano estaba para llegar a una comprensión cordial de una poesía extraña y
repelente.
«Educado yo —escribe el crítico— en la contemplación de la poesía como escultura,
he tardado en comprender la poesía como música.»
Digamos, de pasada, que la poesía-música tenía en España un antecedente ilustre.
Poesía-música, y lo más musical, es la de Zorrilla; pero no pongamos reparos ahora a la
noble confesión del maestro. Ajeno a la poesía-música, el crítico, al leer a este poeta, el
aludido en estas líneas, le parecían sus cantos «vacíos de contenido y de ideal». ¿Qué
contenido y qué ideal podía tener una suave cadencia continuada? ¿Dónde estaba la
anécdota, la indispensable anécdota, en los versos de este poeta? Y si no había anécdota,
y sí tan sólo música, la poesía no era poesía. En este momento en que el crítico hace
acto de contrición, declara que la encantada ciudad de la fantasía tiene muchas puertas.
Y eso es lo que dicen todos estos jóvenes a quienes se impropera y se desdeña.
«Muchas puertas —escribe el crítico— llevan a la encantada ciudad de la fantasía; no
nos empeñemos en cerrar ninguna de ellas, ni en limitar el número de los placeres del
espíritu.»
La poesía que antes no podía comprender el crítico tiene una misteriosa virtud que no
penetra por los ojos, pero «empapa con tenue rocío el alma». Y añade el maestro: «Cada
lector va poniendo a esa música la letra que su estado de ánimo le sugiere.»
Exactamente como sucede con la poesía serena, abstracta, todo líneas y planos, de
los poetas nuevos. Atracción profunda tiene la poesía de que nos habla el crítico. Nos
atrae, aun «sin el halago métrico». «Que es condición de la belleza eminente no ser de la
que los filólogos guardan para fruición suya, ni de la que se pierde por adjetivo de más
o de menos, sino de la que resiste a todas las manos que la trabajan y reproducen, y, por

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ser su raíz universal y humana, es también comunicable y difusa en alto grado, y es a un
mismo tiempo la más traducible y la más intraducible de todas las creaciones del arte.»
En fin, copiaremos, como resumen de su pensamiento, una frase en que el maestro
encierra su sentir total sobre esta poesía:
«La Naturaleza —escribe— no está directamente y como objeto, sino reflejada en el
alma del poeta.» Frase que puede aplicarse a la nueva poesía de ahora; no es un espejo,
esta poesía, del mundo exterior, sino un corolario de la realidad. Y con esto, queridos
poetas jóvenes, está dicho todo. Dicho con palabras memorables y venerables del maes-
tro. Maestro que es don Marcelino Menéndez y Pelayo, en el estudio preliminar que va
al frente de las traducciones de Enrique Heine, publicadas en 1883, por don José J.
Herrero. No olvidemos la advertencia de don Marcelino; no la olviden los que tratan
con saña, con hostilidad o con desdén a los poetas nuevos. Y lo que se dice de los poe-
tas, puede decirse de todos los jóvenes escritores. «Muchas puertas llevan a la ciudad
encantada de la fantasía.» Repitamos siempre estas palabras. Y pensemos siempre que
ha habido en el campo de la literatura innovaciones y revoluciones. En cada época de
innovación se ha dicho fatalmente que aquello no había ocurrido nunca. En los días pre-
sentes se dice también que esto de ahora no ha ocurrido jamás. Ocho años después de
escribir Menéndez y Pelayo los juicios que acabamos de copiar, en 1891, decía, en el
prólogo a la obra póstuma de don Antonio Arnao, Soñar despierto:
«No sé qué vientos de tempestad han pasado por todas las cabezas de todos los que
hoy, a tuertas o a derechas, pensamos o escribimos. No cabe, ni parecería bien, el ser
muy rígido en quien se confiesa reo de todos los pecados de la literatura de su tiempo.
Pero baste aquí consignar el hecho de que todos, a la hora presente, somos, en mayor o
menor grado, insurrectos literarios, empedernidos y algo groseros.»
Insurrección literaria existe ahora también; de todo hay en esta insurrección, como lo
hay en todas las insurrecciones. Lo importante es que no nos hagamos de nuevas, y que
no condenemos como cosa privativa de estos tiempos lo que ha ocurrido en todos.

AZORÍN

ABC 19 de febrero de 1930 y en Crítica de años cercanos

63
RAFAEL ALBERTI

Con un catalejo anacrónico, en una noche estrellada, vamos registrando el cielo de


nuestra poesía lírica. Nos detenemos, con profunda delectación, en el astro Rafael Al-
berti; lo contemplamos largo rato, absortos. Tiene bellas y misteriosas titilaciones ver-
des, azules, blancas, rojas. Brilla esplendente en la noche callada e inmensa. Los astró-
nomos saben que este lucero gira por la infinita bóveda con una marcha irregular, in-
quietante; los astros que se hallan en las proximidades de su órbita están siempre a pi-
que de ser encontrados violentamente en su carrera impetuosa por Rafael Alberti. En
esos mundos, continuamente en peligro de choque, el pánico de los habitantes debe de
ser terrible; a la continua estarán en los Observatorios con los telescopios levantados al
cielo, esperando la inminente catástrofe. Y en tanto, el resplandeciente astro va cami-
nando por el espacio inmenso, indiferente a todo, anegado en sus propios fulgores! Ver-
des, azules, blancos, rojos.
Tratemos de encerrar en tres casilleros, si es posible, las particularidades curiosas e
inquietantes del lucero Rafael Alberti.
El espíritu. El poeta Alberti gira entre varios conceptos sociales, entre varias modali-
dades de la vida; su vida se desenvuelve rápida, impetuosa, entre esos tres módulos, que
solicitan la sensibilidad de un escritor. Esas modalidades sociales son la aristocracia, la
política, las tertulias. Inquieto, apasionado de libertad, Alberti pasa y repasa entre esos
modos sociales y no se detiene en ninguno. Hay quien, en el campo de la literatura, es
solicitado por uno de esos conceptos y se detiene en él; tal vez encuentra en él satisfac-
ción, acaso íntimo placer. El módulo aristocracia puede tener para el artista sus regode-
os. Las tertulias son indispensables a ciertos escritores; sin ellas no se sentirían estriba-
dos en la realidad literaria. En cuanto a la política, la entrega a ella del escritor puede
justificarse con razones en que intervengan la idealidad y el patriotismo. Rafael Alberti,
en su girar perpetuo y libre, pasa y repasa entre esos tres conceptos, y no se satisface
con ninguno; tal vez, para alguno de ellos, hay en el fondo de su espíritu un irreprimible
desdén; tal vez para otro —las tertulias— sienta odio; acaso respecto de la política,
arrebozada en patriotismo, piense que el verdadero patriotismo, en un poeta, es hacer
magníficos versos.
La vida. Segundo casillero; la vida que natural y forzosamente se ha de desprender
de tal espiritualidad. Si el espíritu, en general, a grandes rasgos, es en Alberti el que
acabamos de esbozar, su modo de vida fácilmente se ha de ver cuál será. Vida inquieta,
desasosegada, siempre ansiosa de un punto espiritual de apoyo que los tres módulos
anteriores no pueden darle. No puede Alberti, como otros artistas, detenerse ni en la
aristocracia, ni en la política, ni en las tertulias. Y, sin embargo, el poeta, el gran poeta,
el maravilloso lírico, necesita un punto de apoyo para su vida espiritual. ¿Cuál será esa
estribación de Rafael Alberti? ¿En dónde la encontrará nuestro querido poeta? Y Rafael
Alberti se vuelve hacia lo primario, lo fundamental, lo espontáneo; Rafael Alberti se
vuelve, con los brazos abiertos, hacia el pueblo. En su desgana de los módulos citados,
sólo el pueblo y sólo la Naturaleza podían darle el punto de apoyo pedido y necesario. Y
esos dos fundamentos esenciales y salvadores, si nos salvan, en efecto, pueden ser tam-
bién nuestra perdición como artistas. Arturo Rimbaud, entregado a la Naturaleza —la
bravía Naturaleza de África—, dejó de escribir; otros poetas, entregados al pueblo, han
dejado la lírica para ser redentores generosos y magníficos. Y lo esencial para un lírico
es ser lírico siempre. ¿Cómo resuelve Alberti el conflicto íntimo? Pasemos al tercer ca-
sillero.

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El poeta. Lo primario tiene para Alberti un valor supremo; lo primario es lo humilde;
lo humilde en las cosas y los hombres. Toda la poesía actual de Alberti se resume en un
amor apasionado por lo desdeñado, por lo olvidado, por lo que está fuera de la aprecia-
ción humana. Las cosas y los hombres, sí; lo que no tiene valor; lo que es despreciado
por los que se apasionan de los tres módulos fundamentales indicados arriba. Y, fatal-
mente, el poeta llega a un realismo especial. No el realismo de los naturalistas, el rea-
lismo pasado ya hace tiempo, sino a un amor de las cosas independiente de todo fina-
lismo social. Ni sistema ni teleología. Las cosas desdeñadas en sí mismas; lo humilde en
su propia vida sin relación con el mundo. Y como Alberti es un gran lírico, el tiempo le
tiene cogido con su mano férrea. Le tiene cogido como a todos los líricos que lo son de
veras; como a Jorge Manrique; como a Garcilaso; como a Bécquer; como a Rosalía de
Castro. Y por eso Alberti reposa, con profunda emoción, en la elegía. La elegía es la
poesía de los grandes líricos; Alberti compone la elegía de las cosas. Y ahí están esas
maravillosas elegías que forman parte de Un tragaluz sin vidrio. Las cosas no le bastan
al poeta para plañir en ellas el tiempo; se levanta Alberti hasta los hombres, y escribe su
soberbia Elegía a Garcilaso; poesía magna, de una emoción y una finura insuperables.
No le bastan tampoco al poeta los hombres, y se eleva hasta las naciones. Y ahí tenéis
su elegía cívica Tengo que morir con las botas puestas. Poesía en que la imprecación
llega a su más alto esplendor.
Final. Con el catalejo en la mano, vamos observando, en la noche callada, la evolu-
ción del astro esplendoroso. Sinceramente: Rafael Alberti, una naturaleza excepcional
de poeta; una de esas naturalezas que se presentan sólo cada ochenta o cien años.

AZORÍN

ABC 16 de enero de 1930 y en Crítica de años cercanos

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RODRIGO DIAZ

Una fecha: 10 de julio. Calor en Valencia. El sol sale en esos días a las cuatro cua-
renta y cinco, y se pone a las siete cuarenta y siete. Si abrimos el calendario de este año,
que tenemos sobre la mesa, vemos que el 10 de julio es San Cristóbal. No está mal; San
Cristóbal se apoya, a manera de junquillo, en una palmera, y trae sobre el hombro un
Niño, que tiene en la mano un mundo; San Cristóbal lleva, pues, sobre su hombro, el
mundo físico y el mundo espiritual que este Niño representa. Espíritu y materia. Demos
un salto formidable hacia atrás en el tiempo: del siglo XX saltemos al siglo XI; 10 de
julio de 1099 y en Valencia. En ese día expira en la bella ciudad un hombre. A la dis-
tancia de nueve siglos, ¿cómo podrá imaginar el lector todo lo referente a ese hombre, a
su familia, sus empresas, las cosas que le rodean, su casa, la vecindad, sus amigos, todo,
en fin, de lo que se halla ahora en torno nuestro? Una red tupida de cosas, de pormeno-
res, nos envuelve; están vivaces todas esas cosas; las vemos, las tocamos; pero en el
mismo momento que pasamos por ellas nuestras manos ya están huyendo. Huyendo
hacia lo pretérito; el presente no existe; el presente de 1070, por ejemplo. El presente de
este citado año en que vivía nuestro personaje, es una línea sutilísima que representa
una fracción casi incontable de segundo. La vida toda de este personaje va a diluirse en
el tiempo a partir de este día de julio de 1099. Poco a poco, todos estos detalles se irán
desvaneciendo; primero, todo estará en la memoria de los hombres; después, pasado un
año, pasados diez años, pasados veinte años, muchos pormenores se habrán perdido. El
tiempo transcurre; mueren las gentes; se suceden las generaciones. De todo el cúmulo
de pormenores que representaba la vida de nuestro hombre, sólo perduran los rasgos
esenciales. La muchedumbre de detalles se ha esparcido por toda el área de España, de
Europa. Como abejitas, estos pormenores se han ido escondiendo, agazapando, en los
pergaminos, en los códices, en la memoria de algún hombre que recibió estos recuerdos
de un abuelo suyo, que a su vez los recibió de otro deudo anterior. Lentamente, estos
pergaminos que conservan los detalles de una vida han ido también desparramándose
por el ámbito de España; uno se ha metido en un apartado Monasterio; otro será encon-
trado siglos más tarde, sirviendo de sostén a una orcita en la alacena de un caserón cas-
tellano; no faltará el caso de una mano que detiene a otra mano al tiempo que va a en-
cender la lumbre con un viejo papelote que es una joya histórica. Ya transcurridos seis
siglos, el enjambre de los pormenores se halla completamente escondido en todos los
escondrijos y mechinales de España. Una vida entera, una vida que contiene tanta mu-
chedumbre de pormenores —y más si es como la vida del Cid— se halla ya reducida a
un esquema sucinto. «El Cid fue un guerrero; conquistó Valencia.» Eso es todo. En la
memoria de las gentes no hay otra cosa. Y aún se duda de si el Cid ha existido. El pue-
blo, la masa popular, no sabe más de un hombre que tantos millares, tantos millones de
detalles necesitó para formar su vida. Han pasado nueve siglos.
¿Será posible que toda aquella nube espesa de pormenores se pueda aperdigar, reu-
nir, traer a nueva vida? Para tan ingente labor, ¡qué enorme esfuerzo se necesitaría! Los
detalles de una vida, la vida del Cid, puede que existan; estarán dispersos, escondidos,
en los viejos pergaminos, en los centenarios códices, que a su vez se hallarán sepultos
en archivos y en caserones viejos. La empresa de traer otra vez a la realidad presente ese
enjambre de pormenores parece un sueño. Y, sin embargo, ese sueño acaba de ser reali-
zado. Esa empresa formidable la acaba de realizar D. Ramón Menéndez Pidal con su
libro La España del Cid. Hemos suprimido el tiempo; nos hallamos, no en 1930, sino en
los años que van de 1043, en que nace el Cid, a 1099, en que muere. Lo sabemos todo;

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acaban de contárnoslo los periódicos; en la necrología que los periódicos publican del
Cid, en este día de 11 de julio de 1099, al día siguiente de su muerte, se nos relata su
vida con toda clase de detalles. La familia; el casamiento de las hijos; la muerte terrible
del hijo único, esperanza del padre; lo que el Cid hizo en Valencia; lo que hizo en Bur-
gos; su conducta con el Rey; la historia del famoso y misterioso ceñidor que el Cid ganó
en Valencia; lo que el Cid hizo en tal día: lo que le aconteció en tal otro; de qué manera,
hora por hora, efectuó la mujer del Cid el viaje a Valencia; las frases que dijo el Cid en
tal o cual ocasión, del mismo modo que ahora sabemos las frases que pronuncia tal o
cual político...; todo, en suma, nos lo cuenta don Ramón Menéndez Pidal. ¡Maravilla de
abolición de tiempo! ¡Matiz de angustia, sí, de angustia, al ver cómo de las profundida-
des de nueve siglos pueden ser traídos al presente, como si el tiempo no existiera, la
muchedumbre de detalles de una vida! Y de una vida que parecía ya sumida en la abs-
tracción, sin color y sin relieve. Y aquí la tenemos: palpitante, anhelante, en estos días
de finales del siglo XI. El vértigo se apodera durante un momento de nuestro espíritu;
dudamos si es verdad o no tanto prodigio. El Cid no es una persona abstracta, árida;
vive al lado nuestro, y tiene nuestras pasiones y nuestros sentimientos. La reconstruc-
ción de todo un mundo físico es perfecta; pero no sólo la vida material del Cid está re-
construida; Menéndez Pidal ha reconstruido también el designio moral del héroe en sus
conquistas; un mundo espiritual hace pareja al mundo físico. San Cristóbal llevando en
el hombro dos mundos. Si el Cid no detiene en Valencia el avance de los almorávides,
¿qué hubiera sido de Aragón, de Cataluña, acaso del resto de Europa? La más fina y alta
política en el Cid, aliada al más perseverante esfuerzo, a la más indomable energía. El
final del libro, dedicado a sacar las consecuencias psicológicas y morales de la vida del
Cid, es una magnífica, insuperable lección de patriotismo. ¡Qué finura y qué sobriedad!
¡Y qué actualidad tan viva y esplendente!
10 de julio de 1099; muerte del Cid; a los cincuenta y seis años. En un discurso pro-
nunciado en el Congreso los días 22 y 23 de junio de 1871, decía Castelar: «¡Oh!, los
que dicen que no hemos hecho nada por la civilización, ¿saben, adivinan que sin la co-
rona de héroes y mártires que ciñe las crestas del Pirineo, se hubiera convertido en un
pesebre de los camellos africanos el altar glorioso de San Pedro? Detuvimos a los árabes
en Covadonga, en Clavijo y en Simancas; a los almorávides, en Játiva y en Calatrava; a
los almohades, en Las Navas, y a los benimerines, en Tarifa.»
Y ahí, en esas pocas palabras, está inclusa la principal labor del Cid. En la detención
de los almorávides en Játiva. Cuatro palabras que son los dos espléndidos, soberanos
volúmenes de D. Ramón Menéndez Pidal.

AZORÍN

ABC 26 de marzo de 1930 y en Crítica de años cercanos

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SANTA TERESA

Américo Castro ha publicado una Santa Teresa. Cogemos con profunda emoción el
libro de Castro. Penetremos en el laboratorio del autor, porque los libros de Américo
Castro nos dan la impresión de un laboratorio. Laboratorio de química, de cristalografía,
de electricidad. Andemos de puntillas, pasito silencioso; una pisada un poco fuerte pue-
de determinar una vibración que haga estremecerse algunos de estos sutiles vidrios. Tu-
bitos diáfanos; retortas panzudas; pinzas brillantes; anchas campanas que resguardan del
polvo un montoncito de palabras; otras, más pequeñas, que están posadas sobre un con-
cepto delicado: todo lo vamos observando en silencio, respetuosos.
Américo Castro tiene una frase corta, precisa; con estas palabras, que él pesa y sope-
sa, va encerrando las ideas, las va apretando, las ahíla, las acendra; el lector necesita
prestar atención suma a lo que va leyendo; a veces, Castro, en su afán de precisión y de
propiedad, hace la advertencia de que la palabra que acaba de usar es un poco ruda para
expresar el concepto sutil que pretende exponer; usa la palabra nada más que provisio-
nalmente. Y sigue, para no detenerse, con el razonamiento que había emprendido. Todo
sutil, fino, delicado, exacto, profundo.
¡Qué vastísima área de estudio la que nos ofrece la Santa de Ávila! El libro de Amé-
rico Castro es sugerente en alto grado; tendríamos, para satisfacernos a nosotros mis-
mos, que dedicar todo un volumen a su comentario. Aquí tenemos, por ejemplo, la
complicada cuestión de las lecturas de Santa Teresa. Grave problema; problema que se
aplica a la estética tanto como a la mística. El libro de un erudito francés ha venido a
plantear este problema; ahora, Américo Castro, con copia de sutiles argumentos, refuer-
za la tesis de las lecturas. Lecturistas y antilecturistas: ya podemos señalar, tratándose
de la Santa de Ávila, estos dos grupos; es decir, yo no sé si habrá un grupo de antilectu-
ristas; por lo menos, hay un antilecturista convencido, acérrimo: el autor de estas líneas.
¿Cómo determinar la influencia de las lecturas en un autor? En la compleja y vastísima
nebulosa de la mística o de la estética —en la sensibilidad de un artista o un místico—,
¿de qué manera discernir el modo y la intensidad de una lectura? Alfredo de Musset no
estuvo nunca en España; escribió, sin embargo, obras con asunto español; tenía Musset
la idea de que Madrid está lleno de escaleras azules. ¿Cómo se formó Musset esta idea
de las escaleras azules de Madrid? España y Alemania han influido en el romanticismo
francés. Pocos románticos franceses sabían el español y el alemán. Lo más frecuente es
que la influencia sea, no de la cosa, no de la relación auténtica que tengamos de la cosa,
sino de la idea que nos formemos de esa cosa; idea que puede haber llegado hasta noso-
tros por el medio más absurdo y lejano de la realidad. ¿Qué diría Américo Castro si yo
le dijera que la lectura de un Tratado de carpintería ha influido decisivamente en la
última manera de cierto autor; la lectura de ese Tratado, y no la de los libros extranjeros
afines a esa tendencia? Carpintería; planos de madera grandes, lisos; líneas; superficies
pulidas; contraposición de esos mismos planos, etc., etc. Uno de los más grandes poetas
franceses modernos, Arturo Rimbaud, se complacía en leer libros populares impresos
tosca y chapuceramente, llenos de inepcias, chabacanerías y obscenidades. ¿Qué in-
fluencia han tenido esas lecturas en la poesía de Rimbaud? Si no estuviera de prisa, yo
se lo diría al lector. Lecturas; influencias de las lecturas. ¿Cómo precisarlas y determi-
narlas? En Santa Teresa podemos establecer la influencia de tales o cuales lecturas;
puede ser eso exacto y puede no haberlo sido. Nosotros, antilecturistas, por lo menos no
afirmamos ni negamos. La lectura de un libro que ignoramos, libro vulgarísimo, ha po-
dido hacer lo que se supone que han hechos otras lecturas de libros valiosos. Pero todo

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esto es lateral y subalterno; lo importante es la vasta nebulosa del espíritu teresiano, que
se ha formado a sí misma, sin necesidad de lecturas. ¿Y este religioso, que vive en un
convento, lejos del mundo, que es simplicísimo de espíritu, que no ha leído nada, que no
lee más que su libro de horas; y este religioso, que llega en su elaboración interior a una
vida tan compleja y perfecta como la del más egregio místico; este religioso, que muere
ignorado en su convento, que no deja tras sí ningún recuerdo, hasta el punto de que no
sepamos cómo se llamaba? Y al igual de tal religioso, centenares de ellos; multitud de
estas almas escogidas, que en el camino de la perfección se han aupado hasta lo más
alto, sin lecturas y sin influencias literarias de ninguna clase. Allá, en el Tíbet, otro asce-
ta que ha llegado al mismo grado de perfección en sus trabajos ulteriores.
De uno a otro, la India a Castilla, una misteriosa corriente espiritual que junta y equi-
para a los dos maravillosos espíritus.
Y después, si queremos aquilatar las influencias, no limitemos el campo a las lectu-
ras; tengamos en cuenta las influencias del paisaje y del ambiente circuidor. Américo
Castro, con dos pinceladas, nos pinta Ávila entre los arreboles del atardecer. ¿Cómo ha
influido Ávila en la Santa? Dejamos para lo último la influencia de las cosas. El paisaje,
como ha dicho en primorosa página Ortega y Gasset, no es sólo la tierra, sino las cosas
incorporadas al panorama. ¿Quién podrá contar la influencia de las cosas sobre Santa
Teresa? La Santa, tan amante de las cosas; de las cosas sencillas, primarias; de las cosas
populares. Y esto nos llevaría a tratar de otro de los aspectos, tan henchido de sugestio-
nes, que Américo Castro estudia en su libro; podría titularse este estudio Santa Teresa
en el salón o «camarín» de la duquesa de Pastrana. Y en él habría que examinar el sen-
tido de la belleza en la Santa, sentido privativo suyo, en contraposición al de la aristo-
cracia. Corolario de tal sentido sería el concepto de las maneras de la cortesía, en la San-
ta, y su modo de entender las relaciones sociales.
Pero todo esto nos llevaría harto lejos; no queríamos al presente sino hacer el elogio
de la hermosa Santa Teresa, de Américo Castro. Libro que puede ponerse a par de El
pensamiento de Cervantes, que todo buen español debe conocer, y de Juan de Mal Lara
y su «Filosofía vulgar», sutil estudio del Renacimiento en España. Américo Castro la-
bora incansable por la Patria; labor la suya depuradora, acendradora, de valores litera-
rios e históricos; poco a poco, de esta manera se va formando un concepto de patriotis-
mo sólido, amoroso, reflexivo, fuerte en su raigambre. Tributemos un férvido aplauso a
este laborador de la Patria; leamos su reciente libro, tan agudo y original, sobre una de
las más grandes españolas. A cada página encontraremos una sugestión que nos hará
meditar.

AZORÍN

ABC 28 de enero de 1930 y en Crítica de años cercanos

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SUPERSTICIÓN

Recientemente se han publicado en Francia tres libros acerca de Felipe II; los tres fa-
vorables al Monarca español. Dos de estos volúmenes los ha escrito Louis Bertrand, un
buen amigo de España; uno referente a la construcción de El Escorial; otro atañedero al
proceso de Antonio Pérez. El tercer volumen a que nos referimos es una biografía com-
pleta del Rey, y la ha trazado Jean Cassou, joven escritor, oriundo de nuestra tierra. La
persona de Felipe II suscita tres problemas: el primero, referente a la propia persona del
monarca; el segundo, relativo a la decadencia de España; el tercero, que comprende el
debatido tema de nuestra intolerancia. Hablemos rápidamente de estos tres problemas.
La vida del Monarca. En la vida de Felipe II son puntos esenciales, puntos debatidí-
simos, la muerte del príncipe don Carlos y el proceso de Antonio Pérez; esos dos asun-
tos han sido los que han hecho rodar la figura del Monarca por la pendiente de los si-
glos, de historiador en historiador, de poeta en poeta, de orador en orador, teñida con los
más negros colores. Perpetuamente, desde fray Luis de León para abajo, el Monarca,
vestido de negro, el Toisón de Oro sobre el negro terciopelo, tétrico, sombrío, duro,
cruel, frente a la figura débil, insana, frágil, flébil, de este mancebo infortunado. Y por
los siglos de los siglos, el hosco Monarca, enredado con Antonio Pérez en las mallas de
tenebrosas intrigas; intrigas sangrientas, trágicas. Pero poco a poco la lucecita de la ver-
dad ha ido abriéndose paso por los resquicios de lo pretérito. Una cosa que se llama
«política» —y que es lo mejor de todo y a la vez lo peor—; una cosa que se llama polí-
tica ha ido apartándose de la figura del Monarca, ahuyentada por documentos y papeles
que del fondo del tiempo, como de un mar inmenso, han aflorado a la superficie. Todav-
ía, hace unos meses, en París, y por un editor de obras científicas, se ha publicado un
libro con el título de Espagne, en que la antigua leyenda perdura: «Don Carlos —se
escribe en serio— fue muerto por el padre en los calabozos del Santo Oficio. Felipe II
no podía hacer otra cosa que lo que hizo con su desvariado vástago. Felipe II se portó
con una delicadeza extraordinaria con el famoso Rafael Peregrino, o sea Antonio Pérez:
no hubo ni por soñación mandato de muertes alevosas. Y Rafael Peregrino, el de las
andanzas europeas, fue traidor a su Rey y a su Patria. Eso, antes de salir de España, en
tanto desempeñaba el más alto cargo político; en el extranjero, Antonio Pérez corres-
pondió a su antiguo señor con la más terrible ingratitud.»
La decadencia de España. Múltiples teorías sobre la decadencia, la archifamosa de-
cadencia, la perdurable decadencia, la ultramanoseada decadencia. Cada historiador,
una teoría; cada teoría, un párrafo de consideraciones y disquisiciones sutilísimas. Y
Felipe II hecho responsable de tal decadencia. El descubrimiento de América, las gue-
rras múltiples, los despilfarras de la Hacienda, la expulsión de judíos y moriscos, el
abandono de la agricultura... Causas todas de la declinación y caída de la pobre
España. Y entre toda la vocinglería de historiadores Y políticos, una verdad innega-
ble; y es la enunciada por Baltasar Gracián. «Todo es fatal; todo en el mundo, en el
Universo, en los espacios inmensos en que se desenvuelven las nebulosas en espiral;
todo obedece a un ritmo que el hombre no puede explicarse. No puede hacer más que
observarlo y dar de ello constancia. Todo en el mundo físico y en el espiritual gira con
un ritmo misterioso: todo asciende y todo desciende. España fue grande; descendió;
ahora parece que de nuevo le ha llegado su hora de ascenso. Y ascenderá, pese a todos
los obstáculos que se opongan a su exaltación.» Cánovas del Castillo, en su primera
obra histórica —no tan desdeñable como creía el propio autor—, decía, en la introduc-

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ción, que las mismas causas que empujaron a España a su ascenso sirvieron después
para su caída. Y esa es, en definitiva, la verdad verdadera.
Intolerancia de la pobre España. La pobre España, improperada, desarmada, injuria-
da. Hay en los tiempos pasados una media de dureza que no es privativa de España, sino
que es común a todas las naciones. Cuando pasen los años y se estudie la realidad actual
europea, se extrañarán los historiadores, por ejemplo, de la insensibilidad que al presen-
te mostramos ante un terrible espectáculo, tan terrible o más que el de los autos de fe: el
espectáculo de millares de niños que viven en las grandes ciudades sin alimentación
suficiente, depauperados, alimentados apenas con leche aguada; leche con la que espe-
culan trágicamente los adulteradores. Y sería absurdo que en los tiempos venideros,
acabado ya este horrendo espectáculo, se hiciera exclusivo de España y no se hicieran
responsables de él a otras naciones. España ha tenido en los pasados siglos un ideal de
tolerancia formulado por hombres eminentes. Quiere esto decir que ha habido siempre
en España una conciencia de humanidad y de finura tan exquisita como pueda haber
existido en cualquier otro país de Europa. En el discurso de ingreso en la Academia de
la Historia que leyó don Fernando de Castro, rector que fue de la Universidad Central,
pueden verse textos significativos referentes a ese ideal de tolerancia y de humanidad.
Ese trabajo de don Fernando de Castro merecería ser divulgado. A los textos citados por
el autor queremos añadir uno. Lo tomamos de un precioso librito traducido por fray
Luis de Granada, traducido y adicionado; libro que, por el hecho de haber tenido tan
ilustre traductor y adicionador, podemos considerar como incorporado a la vida españo-
la. Se trata de la Escala espiritual, de San Juan Climaco. La prosa de este librito es una
maravilla. Palabras del autor: «Entre los caminos que hay para alcanzar el perdón de los
pecados, éste es muy breve; conviene, a saber, no juzgar a nadie, porque verdadera es
aquella sentencia que dice: 'No queráis juzgar y no seréis juzgados.' Muy contraria es el
agua al fuego, y así el juzgar al espíritu de la verdadera penitencia», Y agrega el autor:
«Aunque veas pecar a otro cuando está para expirar, no le condenes.»
No creemos que el ideal de humanidad que representan en Francia Montaigne y San
Francisco de Sales haya sobrepasado al ideal que se expresa en este texto y en los textos
citados por don Fernando de Castro. Ni hoy el espíritu llamado europeo está más hen-
chido de tolerancia y de humanidad.

AZORÍN

ABC 28/03/1930 y en Crítica de años cercanos

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TEMAS TEATRALES

Siguen discutiéndose en España los temas teatrales. Y es de celebrar que temas pu-
ramente literarios logren apasionar a las gentes. Frecuente era que asuntos políticos,
sociales, aun económicos, suscitaran en su torno polémicas, apologías, defensas, contra-
dicciones, toda una vorágine, en fin, de interés, de pendencias y de ansiedad. Pero el
hecho era raro tratándose de asuntos tan lejanos de la política, de los partidos y de los
Parlamentos como este de la literatura teatral. Se podrá decir que, en determinados mo-
mentos, la pasión, en este debate, ha sido llevada a extremos no loables. Por lo que hace
al autor de las presentes líneas, si se hubiera excedido —seguramente que sí— lo deplo-
raría y se mostraría pesaroso de haber dado alguna nota violenta; mas por lo que atañe a
otros elementos, los adversarios, no hay por qué lamentarse mucho de sus extremosida-
des. La pasión es siempre, o casi siempre, excelente; lo imperdonable es la insinceridad.
Con pasión y con sinceridad, se puede llegar, en la defensa de una idea, a resultados
positivos, fecundos. Pero con amaño, con artería, de mala fe, es imposible conseguir
resultado provechoso para el arte. Luchemos, sí, pero luchemos si hemos de tender a
una finalidad bienhechora, con sinceridad, con ardimiento, con amor para la literatura y
para el ambiente intelectual de España.

LA CRÍTICA

Y dicho esto vamos a concretar en breves palabras algo respecto a los puntos aquí
más debatidos. Procuraremos hacerlo con imparcialidad. El problema de la crítica tea-
tral se está discutiendo mucho, perseverantemente, desde hace meses. Dicen, oigo decir,
que ya en los países de América los escritores comienzan a tratar el asunto. Como quie-
ra que sea, el hecho, en Europa, es cosa corriente. En Francia, por ejemplo, las polémi-
cas sobre la crítica teatral, se reproducen con frecuencia. En Italia, hace poco, Luis Pi-
randello publicaba algún ingenioso artículo hablando de sus críticos. En España, en
otros tiempos (con ocasión del estreno de Los condenados, de Galdós, del estreno de
Teresa, de Clarín, en 1894, en 1895); en España, en otros tiempos, repito, se han pro-
movido algunas algaradas por autores tratados injustamente por la crítica; pero estas
discusiones de carácter puramente literario son, por desgracia, menos frecuentes que en
Francia, Alemania o Inglaterra.
¿Se puede prescindir de la crítica? ¿Quién osará contestar con la afirmativa? La críti-
ca es un elemento esencial en el desenvolvimiento del arte. La crítica es el regulador
entre el público y los autores. Dejemos aparte si hay o no hay críticos incompetentes.
Hemos de colocar el asunto en un plano elevado. Si se prescindiera de la crítica, ¿qué
sucedería? Sucedería que el arte, la literatura en general, no podría progresar. Y yo quie-
ro añadir que al hablar de crítica, o sea de examen, de observación, no me refiero a un
cuerpo de críticos profesionales. No; la crítica, el espíritu de examen y de depurada
aprobación o desaprobación, existe en un crítico profesional, puede existir —'¡quién lo
duda!—i en esos críticos; pero esparcido acá y allá, por el área social, forma como un
haz luminoso que esclarece la marcha del arte. Y a este espíritu de crítica, derramado
por la sociedad entera, aludía Rivarol en uno de sus pensamientos sobre el arte. Lo ex-
pondré sustancialmente, sin atenerme a la letra. Decía el agudo pensador que en vano
las trompetas de la fauna proclamarán gran prosista o gran poeta, a tal o cual personali-
dad. Todos esos elogios, todas esas hipérboles, serán vanos, Ineficaces, en tanto haya en
la capital veinte o treinta personas de gusto, finas, selectas, que callen y no aprueban. O

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sea, que frente a la opinión del público y de la critica oficial, tradicional, esos veinte o
treinta ciudadanos finos, cultos, valdrán más con su silencio| que toda la masa de los
demás aprobantes; e inversamente, la aprobación y el aplauso de esos pocos lectores o
espectadores será más estimada, por el verdadero artista, que el aplauso y la aprobación
entusiasta de la muchedumbre. No creemos que la cuestión de la crítica necesite de más
esclarecimientos. Agregaremos que la marcha de la humanidad se hace, se debe a la
disconformidad de un grupo social, de una minoría, con el resto de la colectividad. Las
herejías son siempre fecundas en arte. Y en arte la crítica representa, debe representar,
ese es su papel, la herejía y la disconformidad. Con el público, sí, cuando el público
juzgue rectamente —¡qué raros son estos casos!—, pero siempre, casi siempre, un po-
quito más adelante, con más atrevimiento, con más audacia que el público. Y a medida
que la disconformidad va siendo mayor, va surgiendo de esta reparación la nueva
fórmula de arte. La conformidad absoluta hacia el marasmo y la muerte.

EL PUBLICO

¿Cuántos públicos existen en el teatro? Cuando se apela al juicio del público, del
público como juez supremo inapelable ¿a qué público nos referimos? Todo el mundo
sabe que en el teatro existen diversos públicos. Ya Larra preguntaba que quién era el
público y dónde se le encontraba. Y si esto exacto —la inconsistencia y vaguedad del
público—, sí esto era exacto en 1835, calcule el lector qué se podrá ahora decir del
asunto; ahora en que el trastorno y la turbulencia sociales han aumentado; ahora en que
la multiplicación y vertiginosidad de los periódicos, de las comunicaciones, del inter-
cambio nacional e internacional han aumentado por modo prodigioso.
Todo el mundo conoce la variedad de públicos en relación con los distintos días de la
semana. Y aún el público de la tarde, dentro de un mismo día, no es el mismo del de la
noche. La muchedumbre que acude a un teatro el domingo difiere profundamente de la
que presencia el espectáculo los demás días de la semana. El público del sábado no es el
propio del jueves ¡ni el dél sábado por la tarde, Idéntico al del sábado por la noche. ¿Y
el público de los estrenos? En España existe un público especial de los estrenos. Se ha
intentado ya algunas veces suprimir ese público belicoso, arriscado, turbulento, que
asiste al estreno con el ánimo inclinado a la hostilidad; en Francia, el lector lo sabe, el
verdadero estreno se hace ante el público independiente, no prevenido, familiar y ecuá-
nime; para la crítica y los amigos de la casa se dispone un ensayo general de la obra. Y,
según ese ensayo, verdadera representación, con trajes, con todo, el crítico puede juzgar;
pero, entre nosotros no existe esa costumbre que alguna vez ha querido implantarse.
Respecto a la diversidad y mudanza de los públicos teatrales, quiero relatar un episo-
dio interesante del teatro francés. Lo relata Jehan Valter, en su curioso libro La première
de «Le roi s'amuse», de Víctor Hugo (París, 1882, pág. 10). Dice este autor que en
1832, el 12 de noviembre, se estrenó en la Comedia Francesa una obra de dos comedió-
grafos ahora desconocidos, Laffitte y Desnoyers. Se titulaba la obra Voltaire y madame
Pompadour.
Estrenada en la Comedia Francesa, autores y actores lograron un brillante éxito. To-
dos fueron llamados a escena por el público entusiasmado. Terminada la representación,
los actores, vestidos con sus trajes de teatro, montaron en los coches y se dirigieron al
Odeón. Allí estrenaron también la obra. Y el estreno fue un completo fracaso. ¿Cuál de
los dos públicos era el verdadero? ¿Cuál de estos dos veredictos deberíamos elegir si
siguiéramos el procedimiento de adoptar el criterio del público como norma?

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El público es, naturalmente, un factor en la evolución del arte, pero no el único ni el
más esencial.

SUPERREALISMO

El teatro en España se encuentra en un período de transición; no acabamos de salir de


las dudas y perplejidades propias de todo período de cambio y de transformación. En
Europa es ya ortodoxia la tendencia superrealista. El teatro naturalista, realista, ha sido
vencido. No importa el que en los grandes teatros de bulevar, en París, sea aclamado
todavía un Bernstein, por ejemplo. Todo eso es teatro pasado. Es cosa viva en Italia, en
Francia, en Alemania, en Inglaterra —y no hablemos de Rusia—, el superrealismo. En
España, el solo nombre de la cosa nos crispa los nervios. En 1827 se publica en París el
manifiesto del romanticismo, el más famoso, el prefacio puesto por Víctor Hugo a su
tragedia Cromwell. En 1830 se estrena Hernani. En España el estreno de Don Álvaro es
de 1835. Entramos retrasados en el romanticismo, y gracias a que lo trajeron los emi-
grados políticos. Ahora, mientras es cosa corriente ya en toda Europa el superrealismo,
aquí nos esforzamos por defender una ortodoxia teatral anticuada y absurda. Entrará,
claro está que entrará en España el superrealismo teatral, como acabó por entrar el ro-
manticismo; pero tardará mucho y entrará tras mil peleas, luchas, pendencias y repug-
nancias. Y entrará cuando ya en el resto de Europa se esté pensando en otra cosa.

AZORÍN

ABC 12 de junio de 1927 y en Crítica de años cercanos

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TRES PROBLEMAS

Recientemente se han publicado en Francia tres libros acerca de Felipe II; los tres fa-
vorables al Monarca español. Dos de estos volúmenes los ha escrito Louis Bertrand, un
buen amigo de España; uno referente a la construcción de El Escorial; otro atañedero al
proceso de Antonio Pérez. El tercer volumen a que nos referimos es una biografía com-
pleta del Rey, y la ha trazado Jean Cassou, joven escritor, oriundo de nuestra tierra. La
persona de Felipe II suscita tres problemas: el primero, referente a la propia persona del
monarca; el segundo, relativo a la decadencia de España; el tercero, que comprende el
debatido tema de nuestra intolerancia. Hablemos rápidamente de estos tres problemas.
La vida del Monarca. En la vida de Felipe II son puntos esenciales, puntos debatidí-
simos, la muerte del príncipe don Carlos y el proceso de Antonio Pérez; esos dos asun-
tos han sido los que han hecho rodar la figura del Monarca por la pendiente de los si-
glos, de historiador en historiador, de poeta en poeta, de orador en orador, teñida con los
más negros colores. Perpetuamente, desde fray Luis de León para abajo, el Monarca,
vestido de negro, el Toisón de Oro sobre el negro terciopelo, tétrico, sombrío, duro,
cruel, frente a la figura débil, insana, frágil, flébil, de este mancebo infortunado. Y por
los siglos de los siglos, el hosco Monarca, enredado con Antonio Pérez en las mallas de
tenebrosas intrigas; intrigas sangrientas, trágicas. Pero poco a poco la lucecita de la ver-
dad ha ido abriéndose paso por los resquicios de lo pretérito. Una cosa que se llama
«política» —y que es lo mejor de todo y a la vez lo peor—•; una cosa que se llama polí-
tica ha ido apartándose de la figura del Monarca, ahuyentada por documentos y papeles
que del fondo del tiempo, como de un mar inmenso, han aflorado a la superficie. Todav-
ía, hace unos meses, en París, y por un editor de obras científicas, se ha publicado un
libro con el título de Espagne, en que la antigua leyenda perdura: «Don Carlos —se
escribe en serio— fue muerto por el padre en los calabozos del Santo Oficio. Felipe II
no podía hacer otra cosa que lo que hizo con su desvariado vástago. Felipe II se portó
con una delicadeza extraordinaria con el famoso Rafael Peregrino, o sea Antonio Pérez:
no hubo ni por soñación mandato de muertes alevosas. Y Rafael Peregrino, el de las
andanzas europeas, fue traidor a su Rey y a su Patria. Eso, antes de salir de España, en
tanto desempeñaba el más alto cargo político; en el extranjero, Antonio Pérez corres-
pondió a su antiguo señor con la más terrible ingratitud.»
La decadencia de España. Múltiples teorías sobre la decadencia, la archifamosa de-
cadencia, la perdurable decadencia, la ultramanoseada decadencia. Cada historiador,
una teoría; cada teoría, un párrafo de consideraciones y disquisiciones sutilísimas. Y
Felipe II hecho responsable de tal decadencia. El descubrimiento de América, las gue-
rras múltiples, los despilfarras de la Hacienda, la expulsión de judíos y moriscos, el
abandono de la agricultura... Causas todas de la declinación y caída de la pobre
España. Y entre toda la vocinglería de historiadores y políticos, una verdad innega-
ble; y es la enunciada por Baltasar Gracián. «Todo es fatal; todo en el mundo, en el
Universo, en los espacios inmensos en que se desenvuelven las nebulosas en espiral;
todo obedece a un ritmo que el hombre no puede explicarse. No puede hacer más que
observarlo y dar de ello constancia. Todo en el mundo físico y en el espiritual gira con
un ritmo misterioso: todo asciende y todo desciende. España fue grande; descendió;
ahora parece que de nuevo le ha llegado su hora de ascenso. Y ascenderá, pese a todos
los obstáculos que se opongan a su exaltación.» Cánovas del Castillo, en su primera
obra histórica —no tan desdeñable como creía el propio autor—, decía, en la introduc-

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ción, que las mismas causas que empujaron a España a su ascenso sirvieron después
para su caída. Y esa es, en definitiva, la verdad verdadera.
Intolerancia de la pobre España. La pobre España, improperada, desarmada, injuria-
da. Hay en los tiempos pasados una media de dureza que no es privativa de España, sino
que es común a todas las naciones. Cuando pasen los años y se estudie la realidad actual
europea, se extrañarán los historiadores, por ejemplo, de la insensibilidad que al presen-
te mostramos ante un terrible espectáculo, tan terrible o más que el de los autos de fe: el
espectáculo de millares de niños que viven en las grandes ciudades sin alimentación
suficiente, depauperados, alimentados apenas con leche aguada; leche con la que espe-
culan trágicamente los adulteradores. Y sería absurdo que en los tiempos venideros,
acabado ya este horrendo espectáculo, se hiciera exclusivo de España y no se hicieran
responsables de él a otras naciones. España ha tenido en los pasados siglos un ideal de
tolerancia formulado por hombres eminentes. Quiere esto decir que ha habido siempre
en España una conciencia de humanidad y de finura tan exquisita como pueda haber
existido en cualquier otro país de Europa. En el discurso de ingreso en la Academia de
la Historia que leyó don Fernando de Castro, rector que fue de la Universidad Central,
pueden verse textos significativos referentes a ese ideal de tolerancia y de humanidad.
Ese trabajo de don Fernando de Castro merecería ser divulgado. A los textos citados por
el autor queremos añadir uno. Lo tomamos de un precioso librito traducido por fray
Luis de Granada, traducido y adicionado; libro que, por el hecho de haber tenido tan
ilustre traductor y adicionador, podemos considerar como incorporado a la vida españo-
la. Se trata de la Escala espiritual, de San Juan Climaco. La prosa de este librito es una
maravilla. Palabras del autor: «Entre los caminos que hay para alcanzar el perdón de los
pecados, éste es muy breve; conviene, a saber, no juzgar a nadie, porque verdadera es
aquella sentencia que dice: 'No queráis juzgar y no seréis juzgados.' Muy contraria es el
agua al fuego, y así el juzgar al espíritu de la verdadera penitencia», Y agrega el autor:
«Aunque veas pecar a otro cuando está para expirar, no le condenes.»
No creemos que el ideal de humanidad que representan en Francia Montaigne y San
Francisco de Sales haya sobrepasado al ideal que se expresa en este texto y en los textos
citados por don Fernando de Castro. Ni hoy el espíritu llamado europeo está más hen-
chido de tolerancia y de humanidad.

AZORÍN

ABC 25/07/1929 y en Crítica de años cercanos

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UN LIBRO SOBRE ESPRONCEDA

Prometimos en el artículo anterior hacer algunas indicaciones sobre el reciente Es-


pronceda del señor Cascales y Muñoz, Espronceda, su época, su vida y sus obras reza
el título del indicado libro. El contenido del volumen no da espacio para tanto. Hubié-
ramos deseado un poco más de precisión. Hubiéramos deseado un poco menos de pro-
fusión. Hubiéramos deseado un poco más de método. Hubiéramos deseado un poco me-
nos de desorden. Por ejemplo, el autor cita por extenso la partida de bautismo de Es-
pronceda; con la fecha autorizada del nacimiento del poeta hubiera bastado. Nuestros
eruditos (no todos, los de la mejor escuela), creen que es preciso dar punto por punto al
lector todos los documentos que ellos encuentran en los archivos. Es esta una cuestión
de vanidad —infantil... o senil— que sale cara y molesta a los lectores. Uno de estos
mazorrales eruditos pasa, por ejemplo, un mes, o dos meses buscando un documento en
archivos y bibliotecas; luego, llegada la hora de utilizar el papelote, establece una equi-
valencia entre el número de días que tal documento le ha costado encontrar y el espacio
que ha de ocupar en el libro que se prepara. ¿Cómo un documento que ha costado tres
meses de pesquisas podrá ser utilizado en una referencia de tres líneas, podrá reducirse
–¡horror¡- a un detalle incidental? No es posible tal cosa. Menos es posible todavía el
que los documentos sirvan a manera de armazón secreto, como sustentáculo de la moda-
lidad del erudito, sin aparecer al exterior; es decir, que los documentos sean la base so-
bre que, ocultamente, se asiente la obra. Probablemente no entenderán nada de esto
nuestros eruditos y rebuscadores farragosos e impertinentes; lean, lean, relean los tales,
por ejemplo, los libros de un Gastón París o de un Bédier.
El nombre de Gastón París nos recuerda un célebre pasaje de un libro suyo; y este
pasaje nos da pie para hacer otra observación a la obra del señor Cascales. El señor Cas-
cales ha pasado en silencio algo si no referente a Espronceda, por lo menos a figuras
con las cuales el poeta tuvo estrecha relación. Lo hace el autor invocando motivos de
discreción. Discreción, patriotismo, conveniencias sociales... ¿Qué tiene que ver todo
esto tratándose de una pura, desinteresada, objetiva obra de investigación? A menudo
encontramos invocadas todas estas razones en los libros españoles de historia, de crítica
o de erudición. ¡Eh, señores! No hay que confundir los términos. El historiador es como
el químico; cuando el químico está en su laboratorio, no sabe si él es francés, inglés,
alemán o español. Cuando el químico va a hacer un experimento arriesgado, nuevo,
¿cómo podrá invocar razones de patriotismo o de discreción para no hacerlo?
De aquí las palabras que en 1870 pronunciara Gastón París en una conferencia, dada
en el Colegio de Francia. «Yo profeso absolutamente y sin reservas la doctrina de que la
ciencia no tiene más objeto que la verdad, y la verdad, por ella misma, sin ninguna pre-
ocupación por las consecuencias, buenas o malas, desdichadas o afortunadas, que esa
verdad pueda tener en la práctica. Quien por un motivo patriótico, religioso y aun moral
represente en los hechos que estudia, en las conclusiones que deduce, la más pequeña
disimulación, la más ligera alteración, no es digno de tener su sitio en el gran laborato-
rio donde la probidad es un título de admisión, más indispensable que la habilidad. Así
entendidos, los estudios comunes, realizados con el mismo espíritu en todos los países
civilizados, forman, por encima de las restringidas nacionalidades, diversas y frecuen-
temente hostiles, una gran patria que ninguna guerra conturba, que ningún conquistador
amenaza y donde los espíritus encuentran el refugio y la unidad que la ciudad de Dios
les ha dado en otros tiempos.» ¡Qué nobles, levantadas palabras! ¡Y con qué delicadeza

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y rigurosa imparcialidad en ese mismo libro en que están recogidas —La poesía de la
Edad Media— el propio Gastón París, haciendo aplicación de su doctrina examina la
obra de su padre, Paulin París!
En su libro sobre Espronceda quisiéramos que se nos diera lo siguiente:
Primero, un resumen de la vida del poeta, escueta e imparcialmente, sin ocultar nada.
Segundo, el ambiente de la época, grado de civilización, costumbres, poética, artes.
Tercero, equivalencias de los valores de civilización española con los valores de civi-
lización extranjera. ¿A qué obra extranjera, francesa, inglesa, corresponde, en la poesía,
en la novela, una obra española? ¿Cuál es el grado de comunicación que ha habido de
España con los demás países europeos? ¿Cuál ha sido, en tal época, en tal momento de
la historia, la intensidad de nuestra curiosidad intelectual? No olvidemos —viniendo al
caso presente— que Eugenia Grandet, de Balzac, está fechada en 1830, y que la mayor
parte de las poesías de Vigny son anteriores a ese año. (Se discute en la actualidad las
alteraciones que Vigny introdujo en la fecha de sus poemas; cuestión interesante para
nosotros por lo que afecta al poema La frégate la Sérieuse, muy parecido a la Canción
del pirata, de Espronceda. (Claro está que The Corsair, de Byron, es de 1813.)
Cuarto, actitud política de Espronceda, actuación política de Espronceda. El señor
Cascales escribe en su libro lo siguiente: «Espronceda político no sólo no simpatizaba
con los elementos avanzados, sino que rompía lanzas contra ellos, combatiendo dura-
mente en su folleto El Ministerio Mendizábal al gobernante más revolucionario y de los
más anticlericales que hemos tenido.» Espronceda ha sido tenido por un espíritu liberal;
como liberal, como revolucionario, ha llegado hasta nosotros la representación formada
del poeta. ¿De qué modo se explica, pues, esta contradicción? La contradicción es to-
davía mayor en Larra, combatidor también de Mendizábal; pero mientras en Larra la
obra literaria es honda, trascendentalmente revolucionaria, en Espronceda se resuelve
toda en gritos, gestos, invocaciones y brillantes verbalismos, sin trascendencia ninguna.
Sin embargo, sería curioso, en Larra más que en Espronceda, el explicarnos por qué
estos dos hombres han ido ruda y obstinadamente contra un gobernante liberal, profun-
damente liberal. Acaso parte de esta explicación la encontráramos reconstituyendo alre-
dedor de Mendizábal un ambiente que hoy ha desaparecido y que no acertamos a com-
prender. Hoy, para nosotros, Mendizábal2 es positivamente un revolucionario. ¿Lo era
para la gente de 1835? ¿Era entonces considerado como tal este político? Aquí, a nues-
tro juicio, reside la dificultad del problema. De todos modos, la inteligencia clara y agu-
da de Larra tenía el deber de ver las cosas de distinto modo —si no en todo, en parte—
que sus coetáneos. ¡En tantas y tantas cosas vio Larra la realidad, la política, el proble-
ma de España, tal como los vemos hoy!
El libro de Espronceda y el de Larra están por hacer. En la obra que ahora publica el
señor Cascales y Muñoz hay recogidos numerosos y excelentes datos; elogiémosla co-
mo un excitante y un auxilio para la realización de la obra que hace falta.

AZORÍN

ABC 28 de junio de 1914; Leyendo a los poetas; Crítica de años cercanos

2
AZORÍN Sobre Mendizábal. ABC 1/7/1914

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