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Y CERROS HAMBRIENTOS
AGUAS MORTÍFERAS
Y CERROS HAMBRIENTOS
2004
AGUAS MORTÍFERAS Y CERROS HAMBRIENTOS
Ritos agrarios y formación de clases en un pueblo andino
Peter Gose
ISBN: 9978-22-458-0
Agradecimientos ........................................................................................ 7
Presentación ................................................................................................ 9
Prefacio ........................................................................................................ 15
Capítulo 1
Introducción ............................................................................................... 23
Ritual y las relaciones de producción en el ciclo anual ............................ 24
Clase e "indianidad".................................................................................... 37
Capítulo 2
"Raza", propiedad y comunidad ............................................................... 53
EI pueblo .................................................................................................... 55
Campos de cultivo y de pastoreo .............................................................. 66
Comunidad y distrito ................................................................................ 82
Educación y migración .............................................................................. 88
Capítulo 3
Estética y política en los ritos de la época seca ........................................ 101
Fiestas Patrias ............................................................................................. 101
El techado de Santiago................................................................................ 107
Santiago ....................................................................................................... 124
La Virgen de la Asunción ........................................................................... 125
Santa Rosa ................................................................................................... 127
Limpieza de acequias .................................................................................. 129
Resumen ...................................................................................................... 136
Capítulo 4
La siembra, la muerte y el ayni.................................................................. 143
El riego......................................................................................................... 144
La siembra de maíz ..................................................................................... 146
La muerte..................................................................................................... 154
Versiones sobre la otra vida ....................................................................... 163
Síntesis ......................................................................................................... 166
6 / Peter Gose
Capítulo 5
De todos santos a navidad ......................................................................... 191
Todos santos y el día de los difuntos ........................................................ 191
Segundo riego.............................................................................................. 196
Primer aporque .......................................................................................... 197
La siembra de papa ..................................................................................... 200
Segundo aporque ........................................................................................ 207
Navidad........................................................................................................ 209
Capítulo 6
Carnaval y la cosecha ................................................................................. 230
Carnaval....................................................................................................... 230
El barbecho.................................................................................................. 239
Robo de cultivos y conciencia de propiedad ............................................. 241
La cosecha.................................................................................................... 244
Capítulo 7
Las t’inkas.................................................................................................... 253
Capítulo 8
Conclusiones ............................................................................................... 297
La contradicci6n de la producción y la apropiación................................. 298
Totalidad de producción y apropiación .................................................... 304
Sacrificio, clase e historia............................................................................ 309
Epílogo......................................................................................................... 329
safíos de estos aportes para los activistas religiosos cristianos son múl-
tiples, ya que muestran la complejidad y unidad de un sistema religio-
so bastante coherente con el mundo campesino. Muchos activistas re-
ligiosos valoran la religiosidad popular, pero no toman en cuenta todo
el sistema religioso campesino de la manera como Gose la presenta, de-
jan de lado aquello que tiene que ver con la brujería, el culto a los
muertos, y otras creencias que tienen que ver con la existencia de seres
maléficos, como los kharisiris. Las prácticas selectivas que diferencian
entre lo bueno, a ser escogido y valorado, y lo malo, a ser combatido y
olvidado, no toman en cuenta al propio sujeto que articula estos ele-
mentos en su sistema religioso y que le permiten enfrentar su paso por
este mundo de manera coherente y con sentido.
El texto de Gose es un desafió a los investigadores sociales que se
resisten a meterse en el campo religioso, y por su menosprecio al con-
siderarlo ligado a lo ideológico y en proceso de extinción. Nada más su-
perfluo y negado por la cultura nacional y mundial. En la medida en
que este texto sea leído por activistas cristianos, que tienen alguna
preocupación por lo andino, provocaría algunas molestias, ya que
quien escribe sobre actividades religiosas en una comunidad campesi-
na, no es el acostumbrado autor teísta, investigador social y teólogo a la
vez. Las interpretaciones de las actividades religiosas están lejos de los
dogmas cristianos y el autor no se preocupa en articular líneas pastora-
les, sino que procura presentar el sistema religioso tal y como lo conci-
ben los propios campesinos.
Una rápida mirada a las universidades e instituciones de educa-
ción superior constata la ausencia de materias referidas al campo reli-
gioso, olvidando la importancia que tiene la religión en la estructura-
ción de las sociedades andinas, tanto rurales como urbanas, Conocer
mas sobre la vida en una sociedad andina puede ayudar a superar las
constantes prácticas de “extirpación de idolatrías” realizadas en pleno
siglo XXI, disfrazadas, no pocas veces, de ayuda al desarrollo.
Las investigaciones y los proyectos de desarrollo no toman en
cuenta el sistema religioso andino como aspecto central y cohesionan-
te de prácticas económicas y políticas del campesinado. Gose nos hace
ver no sólo las articulaciones entre estos diferentes campos, sino como
lo religioso llega a marcar un modo de vida y una praxis que bordea en-
tre la subordinación al orden establecido y la movilización colectiva
contra los detentores del poder. Las prácticas religiosas andinas pueden
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Notas
1. Véase también Stein (1961: 227), Núñez del Prado y Bonino Nievez (1969: 59-
60), Bourricaud (1970: 193), Flores (1974: 189), Malengreau (1974: 187), Isbell
(1978: 73), Ossio (1978a: 17) y Montoya (1980: 202-3).
2. Fonseca (1974: 88) nota la naturaleza asimétrica de mink’a. Su naturaleza po-
tencialmente explotativa ha sido mencionada por Carter (1964: 49), Fonseca
(1974: 91), Mayer (1974: 47), Malengreau (1980: 515), Orlove (1980: 118) y
Sánchez (1982: 182).
3. Véase también Stein (1961: 230), Arguedas (1968: 335), Mayer (1970: 120),
Montoya, Silveira y Lindoso (1979: 26) y Montoya (1980: 68).
4. Véase también Adams (1959: 83), Stein (1961: 232), Fuenzalida (1970a: 40), Is-
bell (1978: 83), Ossio (1978a: 18), Montoya, Silveira y Lindoso (1979: 26) y
Montoya (1980: 68).
5. Véase también Stein (1961: 232), Quispe (1969: 55), Earls (1970: 76), Fuenzali-
da (1970a: 53), Flores (1974: 191) y Ossio (1978a: 22)
Capítulo 1
INTRODUCCIÓN
q
Este estudio enfoca los ritos para descubrir los conceptos cultu-
rales que informan la economía política de un campesinado andino.
Como la mayoría de los autores modernos, doy por supuesto que vale
la pena estudiar los ritos porque ellos orientan y modelan otras prácti-
cas que los rodean. Esto es cierto sobre todo para la categoría de “ritos
reguladores” destacada por Tambiah (1985: 136-7). Un rito regulador
coincide con otros actos prácticos y los dirige. Los ritos del ciclo anual
en Huaquirca caen en esta categoría porque se traslapan con los proce-
sos del trabajo agrícola e interactúan muy de cerca con ellos. Los ritos
reguladores ejemplifican la aseveración de Leach (1964: 13) de que el
rito es un aspecto de toda acción social, porque siempre se junta con
campos mayores de la práctica y no intenta constituirse como un tipo
de actividad independiente.
Teorías generales del rito en antropología suelen definir a éste
como una categoría separada de otros actos mundanos, negando así su
rol regulador. Una de las pocas cosas que une a escritores tan diversos,
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Figura 2
Relaciones de producción andina
préstamo y devolución de jornadas comparables
(poco énfasis sobre el consumo durante la jornada)
piarse de los cultivos que prevalecen durante la estación seca. Otra vez
estamos frente a un complejo integral de práctica y representación.
Las distinciones estacionales del ciclo anual tienen implicaciones
adicionales para el acercamiento al rito como regulador. En vez de tra-
tar la “sociedad” como algo abstracto, como una totalidad al estilo de
Durkheim, los ritos del ciclo anual estructuran, cada uno, una gama es-
pecífica de actividades (Cfr. Firth, 1967: 24). Como argumenta Bour-
dieu (1977: Capítulo 3), la práctica social nunca se despliega de golpe,
sino de manera secuencial de un momento cualitativamente distinto a
otro. La secuencia seguida no significa que la experiencia esté comple-
tamente destotalizada y fragmentada, como sugieren Bourdieu y la ma-
yoría de los posmodernistas; pero sí niega que los ritos sean capaces de
estructurar la experiencia de manera absoluta y permanente. De hecho,
la mayoría de las sociedades producen una multiplicidad de ritos por-
que el efecto regulador de cada uno es localizado y de duración limita-
da. El rito sólo puede estructurar la acción social de manera plural, he-
terogénea y descentralizada. Así, en términos metodológicos, es prefe-
rible estudiar una secuencia entera de ritos, cada uno con su propio ca-
rácter específico y contexto pragmático, en vez de enfocar uno solo y
confundirlo con un caso paradigmático del rito en general (Cfr. Firth,
1967: 5). A diferencia de quienes contribuyeron al auge de estudios ri-
tuales durante los últimos veinte años, voy a intentar documentar y ex-
plicar la diversidad estructurada de los ritos dentro de un solo ciclo
local.
Cuando se lo considera como una totalidad, el ciclo anual de-
muestra a la vez continuidad y disyunción entre las dos estaciones que
lo componen. La continuidad es evidente en muchos niveles, desde las
propuestas compartidas entre la muerte y el sacrificio como temas or-
ganizadores, hasta la orientación todavía más fundamental de la activi-
dad social hacia los cultivos durante todo el año. Es claro que las dis-
yunciones estacionales del ciclo anual ocurren en un contexto de uni-
dad. Sin embargo, lejos de ocultar las diferencias estacionales, esta uni-
dad sólo sirve para acentuarlos, dado que ninguno de los regímenes
puede evitar definirse en contra del otro. Por lo tanto, se da una situa-
ción de contradicción, “no-identidad bajo el aspecto de identidad”
(Adorno, 1973: 5). Esto se ve con mayor claridad en la manera en que
ayni y mink’a enfatizan trabajo y consumo como aspectos opuestos de
lo que es efectivamente el mismo formato del grupo de trabajo. A la
36 / Peter Gose
Clase e “indianidad”
sio (1978a) y Skar (1982). Ossio argumenta que los comuneros y los ve-
cinos son grupos socioculturales distintos basados en las reglas de ma-
trimonio y herencia (Ossio, 1978a: 22), aunque no se puede diferen-
ciarlos claramente según rasgos culturales como el idioma, la vestimen-
ta y la música, ni tampoco en términos de ingresos u ocupación (Os-
sio, 1978a: 7). Va más allá al sugerir que la queja principal de los comu-
neros en contra de los vecinos es que son extraños que introducen de-
sorden en el orden cultural del lugar, no que explotan el trabajo de los
comuneros, y concluye que los comuneros definen su oposición a los
vecinos de manera étnica y no como una clase (Ossio, 1978a: 22, Cfr.
van den Berghe y Primo, 1977: 187). Skar (1982: 76) argumenta que los
comuneros son étnicos, en primer lugar, porque ellos se llaman runa,
“gente”, en un sentido exclusivista y tribal, y no se identifican con con-
ceptos universalistas de clase. Pero también escribe que demuestran po-
ca conciencia étnica (Skar, 1982: 77), una aseveración que sería cuestio-
nada por muchas personas, pero si es verídica, invalidaría su interpre-
tación étnica de la misma manera en que se servía para rechazar el con-
cepto de clase.
Lo que une a estos escritores es la suposición de que los grupos
sociales son lo que ellos mismos se definen ser, y que los comuneros no
son una clase porque ellos no se ven como tal. E.P. Thompson (1963:
11) ha argumentado de manera parecida: “la clase es definida por los
hombres [sic], al vivir su propia historia, y al fin, esta es su única defi-
nición”. Acepto este énfasis en autodefinición, aunque puede conducir
a un voluntarismo simplista donde la “conciencia” de un grupo social
define su identidad en abstracción de la interacción con otros grupos
sociales bajo específicas condiciones materiales e históricas. Lo que yo
encuentro problemático es la aseveración de que la clase no figura en la
autodefinición de los comuneros. Una vía para resolver esta cuestión es
mirar el vocabulario social de Los Andes rurales. Después de todo, si la
gente realmente construye sus identidades sociales alrededor de con-
ceptos como ‘clase’ y ‘etnicidad’, esto debería ser evidente en los modos
de hablar de sí mismos y de otros. Por supuesto, esto no quiere sugerir
que la diferenciación social es provocada enteramente por el uso de ca-
tegorías lingüísticas. El capítulo 2 mostrará que hay una masiva base
extra-lingüística para el sentido de diferencia que subyace en el voca-
bulario social de pueblos como Huaquirca, y que la clase y la etnicidad
nunca son un asunto de cómo la gente se define solamente al hablar.
Aguas mortíferas y cerros hambrientos / 39
nativas casi tanto como los economismos que buscaban curar. Las in-
terpretaciones étnicas conceden mucho a la interpretación economicis-
ta del orden social, que la relación entre los dos es más una complici-
dad que una oposición. Esto es evidente en la manera en que los estu-
diosos de las relaciones étnicas en Los Andes han capitulado a la idea
de que la economía es separada de la cultura y fuera del alcance de su
influencia.9 Con demasiada frecuencia, esto implica que el carácter ét-
nico de la economía política occidental pasa totalmente no reconocido,
y se disfraza como una especie de telón de fondo neutro y sin señas
contra el cual se puede destacar la ‘etnicidad’ de pueblos no-occidenta-
les. Por ejemplo, la teoría de la etnicidad (en su versión weberiana) pre-
supone que los grupos étnicos han de compartir el mercado y el Esta-
do como un marco común de acción social, y van a ubicar sus diferen-
cias fuera de esta esfera en el campo auxiliar y algo folklórico de la ‘cul-
tura’. Sin duda esto ofrece una descripción superficialmente creíble de
la situación en muchos países capitalistas desarrollados, pero precisa-
mente falla en abarcar lo que está ocurriendo en el campo andino: una
disputa sobre cuál modelo “étnico” de la economía política ha de pre-
valecer como el marco hegemónico de la acción social. En breve, al ex-
cluir la economía política del alcance de la lucha cultural, la teoría de la
etnicidad trivializa el fenómeno de la indianidad tal como existe en Los
Andes.
Es igualmente importante que las interpretaciones clasistas de la
sociedad rural andina investiguen las tradiciones locales de la econo-
mía política en vez de asumir la aplicabilidad de las teorías occidenta-
les. La razón por la cual debe dirigirse a los ritos del ciclo anual para
comprender las relaciones andinas de producción es bastante directa:
no hay mejor lugar donde buscar el significado de los actos de produc-
ción y de apropiación que en los ritos que los rodean y los acompañan.
Hay que encontrar las comprensiones locales y otorgarles el mayor pri-
vilegio analítico porque, como argumenta E.P Thompson (1978a: 147-
8), la clase es algo que actualmente ocurre en las relaciones humanas:
lo conocemos a través de las maneras en que la gente interpreta y ex-
presa su experiencia, y no porque poseemos una fórmula analítica a
priori desde la cual podemos deducir su existencia.10 Si la clase es real,
es porque se objetiva en la cultura y la historia y no porque ocurre so-
lamente en la mirada del observador.
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Notas
1 Véase Mayer y Zamalloa (1974: 79), Brush (1977a: 140-1), Guillet (1979: 153-
7) y Sánchez (1982: 167).
2 Los siguientes autores han notado la naturaleza simétrica e igualitaria del ayni:
Núñez del Prado (1972: 136), Fioravanti (1973: 122), Fonseca (1974: 87-8) y
Malengreau (1974: 185). Evidentemente ésta es una razón importante porque
no se practica ayni entre vecinos y comuneros, y porque define tan fuertemen-
te a estos últimos como grupo.
3 Esto es especialmente importante de notar en el caso del trabajo “asalariado” en
Los Andes, cuya peculiaridad, desde una perspectiva comparativa, es que el
dueño siempre tiene que proporcionar comida y bebida al trabajador, como en
cualquier grupo de trabajo en Los Andes, un punto citado por Stein (1961:
110), Fioravanti (1973: 123), Brush (1977b: 106) y Malengreau (1980: 506). Así,
el sueldo (jornal) no representa el costo de reproducción de la fuerza de traba-
jo, como sería el caso en una economía realmente capitalista.
4 A diferencia de la mayoría de los etnógrafos de Los Andes, no considero el tra-
bajo asalariado y el uso del dinero como un rasgo distintivo cuya ausencia de-
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El pueblo
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Figura 5
Barrios de Huaquirca
y los adultos se alistan para el trabajo del día. Durante el día, las únicas
personas que se encuentran en la plaza son niños pequeños jugando y
hombres emborrachándose conspicuamente en las tiendas. Al final de
la tarde, los niños regresan de la escuela; los mayores vuelven de las cha-
cras, y otra ronda de mandados trae a la gente a la plaza antes de la ce-
na. Así, raras veces es la plaza más que una zona de tránsito. Si la igle-
sia y la plaza eran alguna vez el pilar de fondo de Huaquirca, ahora se
han convertido en una especie de tierra de nadie, y conocer este pueblo
es conocer sus tres barrios (véase Figura 5), sus reputaciones y sus in-
terrelaciones.
Detrás de la iglesia está el barrio tradicionalmente llamado Hua-
chacayllo, ahora conocido como Barrio Alto. Dos calles principales van
hacia arriba a través de este barrio, y varias sendas menores las unen si-
guiendo las curvas de nivel a varias alturas. Dentro de este tramo, agru-
paciones sueltas de casas aparecen de manera casi casual en la ladera,
unidas más por redes de senderos que por las avenidas principales. En-
tre los grupos de casas hay áreas de ladera vacía, cubierta por monte ba-
jo y árboles de eucalipto, que eventualmente predominan en las partes
superiores del barrio.
Las casas son rectangulares, raras veces miden más de cinco por
diez metros o tienen más de un piso. Sus paredes de adobe se interrum-
pen sólo con una puerta baja de madera, que será cerrada con un can-
dado cuando los habitantes no estén. De las setenta y cinco casas en es-
te barrio, durante el período 1981-83 había el mismo número con te-
chos de paja, de teja y de calamina. De estos materiales de techumbre,
la paja es la única disponible en la localidad; también es la de menor
prestigio. La teja tiene más prestigio como material, pero tiene que ser
traída de Matara, al otro lado del valle. La calamina es traída en camión
desde Abancay con un costo mucho mayor, pero es el material preferi-
do. La privacidad de la casa referido al mundo externo, por lo general,
no se extiende a divisiones internas adicionales; la mayoría de las casas
en este barrio consisten de un solo cuarto grande, y las que están divi-
didas raras veces tienen más de dos cuartos. Se cocina, come, socializa
y duerme por lo general en un único cuarto multiuso, en medio de he-
rramientas, tinajas de chicha (laqto en quechua) puestas a fermentar,
cueros de oveja y frazadas para dormir, utensilios de cocina y los cuyes
que siempre se crían dentro de la casa. Por lo general se almacenan los
víveres en un desván improvisado debajo del techo de dos aguas. El
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área, como la del Barrio Alto, también promueve esta asociación con la
puna al destacar la elevación como su rasgo sobresaliente.
El barrio de Champine colinda tanto con la plaza como con
Huachacayllo, pero es mucho menos extendido que este último, aun-
que también tiene unas setenta y cinco casas. Una de las calles princi-
pales de Champine lo separa de Huachacayllo y sigue el descenso de la
ladera. El otro sale del pueblo siguiendo la curva de nivel, hacia el cerro
de Utupara, que proporciona el nombre moderno alternativo del ba-
rrio (Barrio Utupara). La densidad de habitación en Champine es mu-
cho mayor que en Huachacayllo, dejando pocos espacios de vegetación
natural. En algunas áreas las casas incluso se orientan de forma parale-
la, casi en un tramo ajedrezado. Aproximadamente cuarenta de las ca-
sas en Champine tienen techos de calamina; los techos de las treinta y
cinco restantes se dividen por número casi igual entre tejas y paja. Hay
varias casas de dos pisos, y muchas más divididas en dos o más cuartos.
La mayoría de las casas todavía comparten un patio común con otras,
pero a diferencia de Huachacayllo, la mayoría de estos patios están, al
menos parcialmente, cerrados por muros de piedra o de adobe. Sende-
ros informales rodean estos patios. Otras casas son independientes, con
sus propios patios cerrados, donde no entra ningún sendero común.
Champine no posee tiendas, pero sí incluye el cementerio del pueblo,
su plaza de toros, su jardín de infantes y una posta sanitaria que nunca
se ha abierto porque el Estado no puede persuadir a personal califica-
do de ir a trabajar allí.
Los habitantes de Champine son todos comuneros, pero no es
un barrio tan pobre como Huachacayllo, como sugiere la proporción
mayor de techos de calamina y casas de dos pisos. Se habla quechua en
la casa, y sólo raras veces se escucha castellano en la calle, aunque la ma-
yoría de los habitantes saben hablarlo bien. La misma pauta de activi-
dad diaria descrita por Huachacayllo también prevalece en Champine,
dado que todos sus habitantes son agricultores. Pero el barrio tiene un
ambiente significativamente distinto. En parte, esto se debe a la con-
centración de la familia Aiquipa en Champine. Al parecer, los Aiquipa
eran gobernantes indígenas en la región, y los españoles les mantenían
en esta capacidad durante el período colonial. En el siglo XVIII, un fun-
cionario llamado Zola y Castillo les otorgó el título de una amplia ex-
tensión de andenerías justamente aguas arriba de Champine (Tamayo,
1947: 58). Los habitantes modernos de Huaquirca universalmente con-
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Figura 6
Recinto de Vecinos
podría producir (Cfr. Concha, 1971: 65). Varios viudos y unas pocas fa-
milias sin tierra existen de manera perenne en los márgenes de la co-
munidad bajo estas condiciones, con sus hijos mayores afiliados a uni-
dades domésticas vecinas como sirvientes domésticos. Como pastores,
es muy difícil para una pareja joven acumular bastantes posesiones co-
mo para establecer una unidad doméstica propia, y el robo menor a los
patrones es casi institucionalizado (Cfr. Stein, 1961: 42, 299).11 Cuan-
do los vecinos se dirigen a sus pastores como “hijito” e “hijita” lo hacen
con cierta tolerancia paternalista que expresa con certeza la incorpora-
ción dependiente de estos sirvientes en su economía doméstica. Una
dinámica similar existe en las familias extensas de comuneros, donde la
incorporación de una pareja joven involucra una explotación compa-
rable a la servidumbre,12 y niega la igualdad de consuegros implicada
por la neolocalidad. Finalmente, hay comuneros que poseen terrenos
apenas suficientes para establecer su propia unidad doméstica, y por lo
tanto tienen que trabajar en mink’a (es decir, por la comida y bebida del
día) para los vecinos, para conseguir que su propia producción les
abastezca. Este grupo se compone principalmente de viudos y recién
casados. Hasta en esta versión suave, la servidumbre se predica en la
frustración del ciclo de desarrollo de los grupos domésticos de los co-
muneros.
No obstante el hecho de que hoy en día, en Huaquirca, el único
uso de los terrenos terraplenados en el valle es el de proporcionar una
unidad doméstica con bastante maíz como para existir como una uni-
dad económica independiente, se dividen tales terrenos en dos catego-
rías locales: terrenos ‘privados’ y terrenos ‘de la comunidad’. Según la
costumbre local, las unidades individuales de terreno ‘privado’ son de-
finidas por cercos de piedra que los encierran por su borde externo. En
contraste, terrenos ‘de la comunidad’ no tienen cercos individuales, si-
no forman grandes bloques de cientos de parcelas que comparten un
cerco común donde bordean caminos, senderos y otros puntos de ac-
ceso. La distinción entre estas dos categorías de terreno no afectan los
derechos de uso agrícola, que son idénticos. Ambos involucran dere-
chos exclusivos de la unidad doméstica sobre los productos de una par-
cela dada, y ambos se sujetan a la regulación colectiva del tiempo de la
cosecha y de la venta de la tierra.13 Pero estas formas de cercamiento sí
definen derechos diferentes de pastoreo sobre los rastrojos que quedan
en los campos después de la cosecha: los terrenos ‘privados’ involucran
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70 / Peter Gose
Aguas mortíferas y cerros hambrientos / 71
Figura 8
Utilización agrícola y pastoral de la Puna Baja
pítulo). Cuando una pareja mayor incorpora uno de sus hijos casados
en una familia extensa, los derechos sobre ciertas parcelas en los laymi
pueden ser transferidos de una generación a otra. Pero el terreno no es-
casea en los laymi con los niveles actuales de población (Cfr. Skar, 1982:
157), y cualquier sector dado bajo cultivo tiene menos de la mitad de
su área total abierta. Esta situación ha prevalecido probablemente a
partir de 1950, cuando un pasto con una raíz dura y trepadora, cono-
cido como grama o kikuyu, fue introducido como un forraje milagro-
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lizar los lugares fuera de las rutas transitadas, incluyendo el valle de An-
tabamba. No obstante, es muy significativo que en su ciclo de desarro-
llo, una unidad doméstica en Huaquirca tenga que satisfacer una de-
manda mercantil de carne de vaca para poder obtener el dinero y con-
seguir bastante terreno del valle para sostener su propia “economía de
subsistencia”.15
Se mantienen las vacas, en los siete sectores de laymi en descan-
so, a partir de mediados de septiembre, cuando empieza la siembra,
hasta la cosecha, cuando son bajadas a los andenes para comer los ras-
trojos. Dado que la presencia de las vacas en los sectores en descanso en
la puna corresponde a la estación agrícola, cuando hay mucho trabajo
para realizar en el valle, no siempre es posible tener a alguien cuidán-
dolas, aunque hay un peligro muy real de abigeato. Las unidades do-
mésticas comuneras muchas veces designan a un hijo mayor para el
cuidado de las vacas, pero por lo general esto entra en conflicto con las
obligaciones de la escuela o del trabajo agrícola. Hay pocas unidades
domésticas con más de diez cabezas de ganado vacuno, ya sea debido al
abigeato o como precaución contra el mismo. El único tiempo prolon-
gado que los comuneros pasan con sus vacas, tomando leche, haciendo
queso y descansando, es durante unas semanas a fines de enero, cuan-
do la intensidad del trabajo agrícola en el valle se rebaja. Entonces, uni-
dades domésticas enteras de comuneros suben a sus vaquerías: territo-
rios de pastoreo flexibles y no exclusivos centrados en pequeñas chozas
de paja. Mientras tanto, las unidades domésticas de los vecinos tienen
vaqueros para cuidar sus vacas durante el año agrícola, y así evaden los
problemas de insuficiente mano de obra doméstica como para cuidar
la propiedad de la unidad que azotan a los comuneros (Cfr. Stein, 1961:
56), sobre todo en relación al ganado vacuno.
Dado que los sitios de pastoreo se ubican en los circuitos de los
laymis, más arriba del pueblo, se puede ocuparlos durante un máximo
de siete años (es decir, el tiempo de descanso). Aunque las unidades do-
mésticas individuales tienden a volver a los mismos lugares para cons-
truir sus chozas, esto no conduce a derechos exclusivos sobre esos terri-
torios particulares, ni tampoco a su sobresaturación, porque la gente
busca áreas de rico pasto cuando consideran movilizarse, y se dispersan
según aquello. Pero para los comuneros, la proximidad al pueblo para
permitir la vigilancia de los animales es una consideración que al me-
nos es tan importante como la calidad del pasto. Entonces, los sectores
Aguas mortíferas y cerros hambrientos / 75
ral es mucho más monetarizada que la del valle. Los pastores reciben
ingresos significativos de la venta de lana de alpaca y de oveja, y duran-
te mucho tiempo han usado sus llamas como bestias de carga a cambio
de una parte de la cosecha de maíz que transportan desde las chacras
hasta los pueblos en el valle (véase Capítulo 6 y Concha, 1971), y en
combinaciones muy rentables de comercio y trueque a larga distancia
(Custred, 1974). Esto no escapó al conocimiento de los vecinos de Hua-
quirca y otros pueblos en el valle de Antabamba, quienes empezaron a
adquirir estancias en la puna alta a partir de los 1920, según algunos de
mis informantes más viejos. La lana, trasquilada de sus animales en fe-
brero, junto con lo que podrían quitar a comuneros vecinos, propor-
cionaba la base de todo un ciclo de comercio arriero probablemente
inspirado en los pastores de llamas de la puna.
En abril, los arrieros vecinos salían con su lana en un viaje de un
mes, ida y vuelta a Arequipa, volviendo a casa con sus mulas cargadas
de libros, vinos, artículos de ferretería y hasta máquinas de coser, mer-
cancías que definían la vida civilizada. Cualquier efectivo que sobraba
podía iniciar una ronda nueva de comercio después de la cosecha en ju-
nio. Se obtenían manzanas y ajíes durante un viaje a los valles de la cos-
ta y se los traía de vuelta al valle de Antabamba, junto con los más fi-
nos vinos importados, que los vecinos se servían orgullosamente en
esos tiempos. El viaje seguía hasta el Cusco, donde se vendía el ají. Con
las ganancias se compraba hojas de coca en la montaña de la provincia
de La Concepción en Cusco, que los arrieros llevaban al valle de Anta-
bamba. Algunos seguían el viaje hasta el pueblo de Coracora en Parina-
cochas, Ayacucho, para realizar transacciones adicionales, y apenas re-
gresaban a casa para la siembra a mediados de septiembre. En 1950 los
compradores de lana habían llegado al valle de Antabamba como resul-
tado de la habilitación de la carretera Lima-Cusco en 1942. Esto señaló
la caída de las actividades comerciales de los vecinos, porque ya había
modos más fáciles de vender su lana y de obtener las mercancías que
deseaban. No obstante, hay mucha nostalgia entre los vecinos por el co-
mercio arriero, porque ahí se empapaban tanto del refinamiento me-
tropolitano como de los mitos y ritos de la puna. Esto les permitía ser
a la vez más “blancos” y más auténticamente “indios” que los comune-
ros del valle, y de presentarse como los portadores de una subcultura
distintivamente “mestiza” que les convertía en mediadores privilegia-
dos entre dos mundos.
78 / Peter Gose
Comunidad y distrito
(Davies, 1974: 85) la conscripción vial fue oficialmente abolida. Pero las
misma prácticas fueron subrepticiamente revividas para terminar las
carreteras principales en muchos lugares de Los Andes del sur del Perú
en el período 1935-42 (véase Montoya, Silveira y Lindoso 1979: 36).
Con casi todos los gobiernos de turno, las agencias y programas basa-
dos en faena se cambian, pero la fórmula sigue siendo la misma: el Es-
tado proporciona materiales y conocimiento técnico, y las autoridades
del distrito proporcionan el trabajo de los comuneros. Aunque los co-
muneros modernos ya no son conocidos como indios tributarios, en la
práctica esto sigue siendo su condición, y después del ayni (el intercam-
bio generalizado de trabajo por comida y bebida en terrenos ‘de la co-
munidad’), la faena es todavía uno de los rasgos más concluyente de la
posición social de los comuneros (Cfr. Stein, 1961: 227; Montoya, 1980:
202-3).
Generalmente los vecinos participan en faenas como capataces,
ya sea cuando ocupan cargos como cuando no los tienen, aunque en los
últimos años pueden realizar muestras ocasionales de trabajo manual
(véase Grondin, 1978: 123; Isbell, 1978: 177). Sin embargo, la mayoría,
y todos los profesores, simplemente se declaran propietarios residentes
del distrito, dado que ser miembro de la Comunidad Campesina nun-
ca ha sido obligatorio. Teóricamente pagan una pequeña multa que se-
ría el equivalente de un impuesto municipal, en caso de ser levantado
con regularidad. Supuestamente este dinero sirve para alquilar un tra-
bajador como suplente del propietario, pero dado que todos los comu-
neros mayores de diecisiete años ya tienen sus propias obligaciones que
cumplir,25 efectivamente no hay a quien alquilar. Como resultado,
cuando se reúnen las multas, son utilizadas para comprar alcohol para
los comuneros (véase también Stein, 1961: 111; Doughty, 1967: 678-81;
Isbell, 1978: 176) cuya cuota de trabajo es aumentada para compensar
la ausencia de los vecinos (Cfr. Montoya, Silveira y Lindoso, 1979: 83).
Pero incluso este reclamo residual de festividad durante la faena por
parte de los comuneros, algo que durante mucho tiempo ha sido parte
de las sensibilidades andinas (Murra, 1978: 149), está siendo erosiona-
do, y la mayoría de las faenas que yo presencié carecían totalmente de
trago.
A partir de esto, corta es la distancia para presentar informes so-
bre vecinos ofreciendo en alquiler el trabajo de sus comuneros a indi-
viduos privados (Davies, 1974: 13; Flores, 1974: 190). Esta clase de abu-
86 / Peter Gose
so, como la mayoría dentro del gamonalismo, sólo puede ser medido
contra la norma cívica que infringe. Dado que esa norma también pre-
supone que los comuneros son una fuerza de trabajo servil, quizás pa-
recería que hay poco sentido en condenar los excesos de los gamonales.
Pero esto no es la conclusión política que los comuneros de Huaquirca
han sacado.
A pesar de preguntar a varios comuneros sobre el tema, nunca
escuché a uno de ellos quejándose de las obligaciones de la faena. Qui-
zás sea porque sólo sumaban unos diez días por año durante mi esta-
día en Huaquirca. Sin embargo lo que parece más probable es que el
tributo en trabajo sea un modo de mantener o insistir en un “pacto de
reciprocidad” con el Estado, en el cual se reconoce la tenencia comunal
de la tierra (Isbell, 1978: 171; Platt 1982: 139, 145). Dado que el Estado
todavía depende tácitamente de este tributo en trabajo, no puede igno-
rar totalmente los reclamos de tierra realizados a través del mismo. No
obstante, el Estado moderno no se asemeja a la economía moral de los
Incas, donde el Estado proporcionaba comida, bebida y música para
sus tributarios. El asunto principal es la tierra, y las movilizaciones po-
líticas del período 1945-60 demuestran que los comuneros de Huaquir-
ca no solamente percibían el Estado como un aliado potencial en la lu-
cha para limitar el gamonalismo, sino que eran realmente capaces de
hacerlo funcionar como tal. Entonces, podemos perdonar a los comu-
neros de pueblos como Huaquirca por ver en la faena algo más que su
subordinación institucionalizada a los vecinos del distrito (Stein, 1961:
96, 188-9) o su “explotación calculada” (Grondin, 1978), porque han
logrado convertir la faena en una afirmación de otro tipo de propiedad
y otro tipo de soberanía que los que resultan de las transgresiones sin
fin de los gamonales.
Además, cuando nos dirigimos a los diversos proyectos realiza-
dos a través de la faena en Huaquirca, varios conceptos de la sociedad
civil están funcionando; no un esquema monolítico de dominación. Se
pueden señalar las escuelas y los edificios municipales como construc-
ciones colectivas del poder vecino, pero también fue en estas escuelas
donde el castellano y la alfabetización se hicieron disponibles por pri-
mera vez para los comuneros. Estas habilidades fueron utilizadas con
rapidez para enfrentar el gamonalismo, aunque también conducían a la
ambivalencia frente a la cultura comunera tradicional y en muchos ca-
sos a su rechazo (véase Montoya, 1982: 296). Agua potable y luz son los
Aguas mortíferas y cerros hambrientos / 87
Educación y migración
padres pagan la educación de sus hijos vendiendo sus vacas, porque es-
ta es la única actividad local que puede reunir el dinero requerido. Esas
unidades domésticas vecinas que incluyen a profesores también gastan
proporciones significativas de sus ingresos salariales en la educación. El
resultado es un flujo neto de capital desde el campo a la ciudad, dado
que pocos de estos hijos educados regresan a Huaquirca.
La migración de Huaquirca raras veces es el resultado directo de
la pobreza aguda o la desapropiación, aunque la situación quizás fue
diferente cuando la población del pueblo llegó a su cima en 1960. Hoy
en día, los muy pobres no pueden pagar siquiera el pasaje en camión
para salir del pueblo, y es mucho más probable que se conviertan en sir-
vientes de los vecinos en vez de migrantes. Más bien, la mayoría de los
migrantes proceden de las familias más acomodadas de comuneros y
vecinos. Normalmente tienen más educación formal que los miembros
de sus familias que se quedan en Huaquirca; muchas veces esto parece
formar parte de una estrategia deliberada donde se escoge a algunos hi-
jos para migrar y otros para permanecer en la zona. Para las familias
comuneras, la escuela tiene un rol especialmente importante en este
proceso, porque proporciona no solamente la alfabetización, sino tam-
bién el dominio del castellano, ambos importantes para las posibilida-
des de los migrantes. Esta migración masiva de comuneros a las ciuda-
des del Perú se debe tanto a la disponibilidad general de la educación
básica como a la pobreza.
En 1940 el Estado peruano expandía su sistema de educación bá-
sica a pueblos como Huaquirca, algo que tuvo muchas consecuencias
aparte de la migración a las ciudades. De hecho, la primera generación
de comuneros escolarizados en Huaquirca no migró, sino que utilizó
sus habilidades trabajando en la localidad en las movilizaciones políti-
cas de 1945-60. Muchos comuneros describen cómo la educación les
“despertó” frente a los abusos de los gamonales de Huaquirca, y les per-
mitió hacer cosas como leer libros de leyes. Hay pocas dudas de que los
líderes educados jugaban un rol importante en todas las luchas comu-
neras sobre la tierra y la organización comunal descritas antes. Hasta
hoy, la migración es como un acto político para los comuneros, dado
que es la única vía por la cual pueden escapar de su condición local de
“indios” y tributarios. En Lima, por ejemplo, las distinciones provincia-
les entre vecinos y comuneros valen poco, y una considerable movili-
dad hacia arriba es posible para comuneros cuya habla no les traiciona
Aguas mortíferas y cerros hambrientos / 91
Notas
1 Véase el “Expediente sobre la completa desmoralización eclesiástica en Ayma-
raes”, 1841, Archivo Arzobispal del Cusco, y la descripción de Raimondi (1874:
226) de iglesias arruinadas en Totora-Oropeza. Nótese que se menciona a un
cura como residente en Huaquirca en el documento de 1838, “Provincia de ai-
maraes, Matrícula de los Individuos poseedores de Tierras Sobrantes de Comu-
nidades”, Fondo de Tesorería Fiscal, Aimaraes, Doc.4, Archivo Departamental
del Cusco; pero ya no aparece en un documento similar de 1872 (“Margesí de
los Terrenos Sobrantes de la Comunidad de la Provincia de Aymaraes”, Fondo
de Tesorería Fiscal, Aymaraes Doc.8, Archivo Departamental del Cusco).
2 Este barrio es notable para una rivalidad feroz entre dos apellidos, los Huacha-
ca y los Pumacayllos. Quizás la razón más importante para la emergencia de Ba-
rrio Alto como un nombre alternativo para el barrio era que los Pumacayllo no
94 / Peter Gose
1973: 122; Isbell 1978: 51,72; Montoya, Silveira y Lindoso 1979: 63; Montoya
1980: 54). Tengo que anotar que el problema con estos estudios es que no espe-
cifican qué tipo de terreno, bajo qué tipo de tenencia y qué tipo de uso, se in-
cluye en estas cifras; distinciones que este capítulo va mostrar significativa-
mente.
8 Considera el caso hipotético de dos unidades domésticas de padres, cada una
con 0,75 ha. de tierra en la víspera de un matrimonio entre sus hijos. Si cada
una diera 0,25 ha. para ayudar a establecer a sus hijos en una unidad domésti-
ca independiente, los tres grupos domésticos resultantes tendrían cada uno 0,50
ha., a lo mejor el mínimo adecuado para una existencia autónoma. Cualquier
otro hijo no recibirá terreno alguno en su dotación. Esta situación parece indi-
car que las posesiones domésticas no dependen tanto del número de bocas pa-
ra alimentar (dado que esto no cambia de manera significativa hasta que la pa-
reja joven tenga hijos grandes), como de los costos de mantener una unidad do-
méstica autónoma, como por ejemplo los de patrocinar grupos de trabajo. No
basta tener una cosecha que simplemente alimenta a los miembros de la unidad
doméstica, porque el mismo proceso de trabajo agrícola que produce la cose-
cha exige una redistribución significativa de las reservas domésticas de víveres
de los que patrocinan los grupos de trabajo hacia los que trabajan en ellos. Si,
según la letra del ayni, hubiera intercambios equivalentes de días de trabajo, el
efecto global sería uno de cancelación, pero esto es exactamente lo que los ve-
cinos rehúsan hacer, lo que implica que su parte del trabajo agrícola en Hua-
quirca se transfiere en su totalidad a los comuneros, que sí trabajan en los te-
rrenos de otras personas. Como veremos, los comuneros que logran manejar
una unidad doméstica independiente ya están bastante avanzados para evitar la
necesidad de trabajar para los vecinos. Algunos de estos comuneros reciben más
días de trabajo de los que devuelven, y dan más comida y bebida de la que re-
ciben, en un sistema de intercambio generalizado que salva a los comuneros po-
bres de morir de hambre, y a los comuneros ricos de renunciar completamen-
te a todo trabajo en parcelas de otros, como han hecho los vecinos. Es en este
sentido que manejar una unidad doméstica “autónoma” implica una relación
compleja con una comunidad más amplia, que no se puede reducir a propor-
ciones entre individuos y a las diferencias en cantidades de tierra entre afines.
9 Aquí, los cálculos tienen que proceder (de manera algo artificial) en base al he-
cho de que se compraba y vendía cantidades reducidas de maíz en Huaquirca,
durante 1982, en unos S/.3.000 la arroba, principalmente para aplacar el ham-
bre de los tenderos puneños. Dado que la cosecha de una propiedad promedio,
en el valle, en un año normal, es aproximadamente de 1.500 a 1.800 kg de maíz
(una arroba = 11,5 kg) su valor teórico en dinero sería entre S/.390.000 y
S/.470.000, antes de los costos de producción, cuyo cálculo monetario no sería
menos problemático. Si se compara esto con el alquiler, en dinero, de S/.5.000
por año y el precio de venta de S/.500.000, que sé que fue pagado por un terre-
no, en 1982, se subraya lo obvio: la compra y venta de terrenos no se realiza ba-
jo condiciones de mercado (Cfr. Ossio 1983: 35). Estudios anteriores, en su afán
de demostrar la penetración capitalista, han informado sobre un “mercado” es-
96 / Peter Gose
tablecido hace tiempo en terrenos del valle, sin molestarse en realizar este tipo
de cálculo; y es casi cierto que nos engañan (p.e. Montoya, Silveira y Lindoso
1979: 25). Puesto que los que alquilaban o vendían su terreno, en todos los ca-
sos que yo conocía, habían migrado de Huaquirca a un centro urbano, los pa-
gos relativamente reducidos que recibían (en términos de mercado) podrían ser
entendidos como un compromiso entre dos principios generalmente reconoci-
dos que entran en conflicto en el caso de migrantes: de un lado, se supone que
los derechos de uso de terrenos del valle son exclusivos; de otro lado, se supone
que dependen de la residencia en Huaquirca. Los diversos derechos y limitacio-
nes que comprenden la propiedad en esta zona serán tratados en el texto. Lo
que es importante ahora es que la compra-venta de terrenos no indica necesa-
riamente el tipo de derecho absoluto, libre de limitaciones, de propiedad, que el
capitalismo tiende a promover y presuponer.
10 Los términos variaban entre S/.10.000 y S/.40.000 por año durante mi residen-
cia en Huaquirca.
11 Este robo no necesariamente perjudica a los vecinos, a largo plazo, y hasta pue-
de ser visto como parte de una pauta estructural que mantiene a los vaqueros
como dependientes de sus patrones. Un ejemplo especialmente revelador trata
de un vaquero que robó y carneó la vaca de la suegra del hermano de su patrón.
Ella le encontró tratando de enterrar el cuero y fue inmediatamente donde el
hermano de su yerno, quien no podía hacer más que reponer la pérdida. Pero
se utilizó esta suma para prolongar el período de servidumbre del vaquero du-
rante unos años más, que a la vez iba a aumentar la motivación de seguir ro-
bando. Dado que los vaqueros están amarrados por sus responsabilidades a
cierta localidad, y no son abigeos profesionales con redes de compadres en va-
rios valles, no pueden deshacerse de animales robados con facilidad, y es muy
probable que sean encontrados. Otro ejemplo trata de un joven comunero que
forzó la entrada de una tienda en Huachacayllo y escapó con una lata grande de
alcohol, sólo para caer inconsciente en la calle momento después, todavía abra-
zado del cuerpo del delito. Después de unos días en la cárcel, el juez de paz ofre-
ció al tendero pagar el costo del alcohol, a cambio de un año de servicio del co-
munero en su propiedad en la puna, una oferta que el culpable no pudo recha-
zar. Entonces, se puede ver el robo como un mecanismo de reclutamiento para
el peonaje por deuda. Al comentar el robo por parte de comuneros, sin embar-
go, no quisiera negar que algunos vecinos están involucrados en el abigeato, que
parece bastante probable en la región de Antabamba, y ha sido comentado en
otras partes como un elemento del complejo global del gamonalismo (Skar
1982: 246; Poole 1988).
12 Un caso extremo trata de un joven de la puna que no recibió dotación alguna
cuando se casó con la hija (y mayor de todos los hijos) de un comunero relati-
vamente acomodado de Ñapaña, uno de los pocos que poseen terrenos tanto en
el valle como en la puna, al igual que los vecinos. Probablemente, como resul-
tado de la discrepancia extrema en riqueza entre las dos familias, la joven pare-
ja se fue a cuidar a las ovejas y alpacas del padre de ella en la puna. Esta situa-
ción se diferencia de la servidumbre a los vecinos sólo en la cantidad relativa-
Aguas mortíferas y cerros hambrientos / 97
mente liberal de productos del valle que reciben de los padres de ella, y un pa-
go anual en animales en vez de dinero, que algún día puede servir para estable-
cer una unidad doméstica independiente. Pero este pago anual empezaba a pa-
recer algo teórico, ya que no se había entregado animal alguno después de ser-
vir durante tres años.
13 A veces se ha extendido esta provisión a la ocupación y reapropiación de terre-
nos sin uso dejados por migrantes. Durante mi residencia en Huaquirca, había
al menos un caso de un residente local que utilizaba un pedazo de terreno, en
el valle, que pertenecía a un migrante cuyos parientes estaban incapaces o in-
dispuestos a obligar al ocupante a pagar alquiler. Esto había continuado duran-
te tres años, y yo escuché a la gente decir del ocupante: “Ya es casi suyo.” Pero la
debilidad final de estas limitaciones corporativas sobre la tenencia individual, y
conceptos relacionados de cómo se deben afirmar los derechos de posesión a
través de la residencia y el trabajo, se demuestra en la falta de éxito de las ocu-
paciones de terrenos en 1960 (descritas en el texto) que estableció, en efecto,
que los comuneros relativamente poderosos tienen el derecho a excluir a otros
del cultivo de los terrenos que ellos poseen, pero no se molestan en cultivar. Así,
en Huaquirca, hoy, el acceso a terrenos del valle es un problema agudo para mu-
chos comuneros jóvenes, pero a la vez hay andenes abandonados utilizados so-
lo para el pastoreo durante la época seca.
14 La misma situación ha sido comentada en otras partes de Los Andes por Brush
(1977b: 116), Isbell (1978: 49), Montoya, Silveira y Lindoso (1979: 90), Monto-
ya (1980: 292) y Skar (1982: 163). Antes de la expansión del Estado local en el
valle de Antabamba, durante las últimas décadas, cuando casi no había trabajo
asalariado, el ganado vacuno fue la fuente principal de ingresos en efectivo pa-
ra los vecinos, y era el factor principal de su diferenciación económica frente a
los comuneros. Varias unidades domésticas de vecinos siguen dependiendo de
la venta de vacunos para la mayoría de sus ingresos.
15 Consideraciones como éstas hacen del concepto de la comunidad andina una
entidad autónoma y autodeterminante que escoge no participar en el mercado
(p.e. Isbell 1978: 19, 21, 168), algo tan equivocado como el punto de vista
opuesto, criticado en la nota 9, de que hay un “mercado” de tierras para encon-
trar allí. Tal vez lo importante sea que la forma mercancía juega un rol subor-
dinado en la organización de la sociedad rural andina, no que está ausente. Po-
siciones románticas, como la adoptada por Isbell (1978), reflejan el economis-
mo extremo de la teoría de la dependencia, en que ambos atribuyen un signifi-
cado injustificado a actos relativamente aislados de intercambio mercantil.
16 Esta propiedad se llama Huaylla-Huaylla, y consiste en 5.15 ha. Está cercado y
recibe riego de la acequia del mismo nombre que la propiedad, una práctica al-
tamente anómala en un terreno a esta altura (4.000 msnm). Esta propiedad era
de un vecino, pero formó parte de la única expropiación de terrenos que ocu-
rrió en Huaquirca durante la Reforma Agraria de 1969-1975. El terreno fue
comprado en 1944 por siete individuos, quienes han debido vender sus pose-
siones en los laymi, en el sector donde se estableció la propiedad. Al ser devuel-
to a la tenencia comunal por la expropiación de 1975, este terreno no fue rein-
98 / Peter Gose
tegrado al sistema de laymis, sino que seguía en descanso hasta 1982, cuando
fue efectivamente parcelizado y cada comunero recibió una extensión minús-
cula de terreno para cultivar.
17 Los ricos pastos de Huaquirca siempre han sido objeto de codicia de los veci-
nos, en especial de los de Antabamba. Algunos de ellos no sólo siguen poseyen-
do estancias en la puna lejana de Huaquirca (alrededor del cerro Supayco, cuyo
significado ritual será tratado en el Capítulo 7); otros hasta suelten sus vacas en
los territorios de pastoreo comunal en Huaquirca, y reclaman el derecho de pa-
gar a la Comunidad Campesina de Huaquirca por el acceso a ellos. Se ha co-
mentado arreglos parecidos en otros lugares (Montoya 1980: 239). Aunque la
Comunidad parecía sentir que esto iba en contra de los derechos, no rehusaba
este alquiler obligado de sus pastos, entonces esta práctica puede tener cierta le-
gitimidad de costumbre.
18 La razón más importante por la que no se puede aplicar la ley, es que supone la
existencia de una autoridad comunal con un mandato para redistribuir todos
los terrenos bajo su jurisdicción, como si fueran terrenos de laymi. Aunque hay
rumores persistentes de comunidades que todavía tienen redistribuciones
anuales de terrenos, o los tenían hasta hace poco (p.e. Arguedas 1968: 331;
Fuenzalida 1970b: 238-9; Malengreau 1980: 533-4), lo que nunca se especifica
es qué tipo de terreno. No hay informes que especifiquen una redistribución
comunal de terrenos del valle, y sin tal arreglo, el alquiler y la compraventa se
convierten en casi la única manera de coordinar el ciclo de desarrollo del con-
junto de grupos domésticos en la comunidad, dado lo inadecuado de la heren-
cia, descrita en la nota 8. Suprimir la venta y el alquiler de terrenos en Huaquir-
ca sería también suprimir el ciclo de desarrollo de sus grupos domésticos; así,
nadie ha intentado alguna vez aplicar la ley.
19 La pauta general de terrenos privatizados en el valle y el acceso comunal a los
terrenos de pastoreo en la puna han sido comentados por Malengreau (1974:
179) e Isbell (1978: 38); mientras Matos Mar (1964: 73, 119) y Ossio (1983: 46)
hablan de derechos privados de uso agrícola en general, sin distinguir entre te-
nencia en el valle y en laymi. No obstante, Ossio (1983: 47) comenta un uso pa-
recido de los cercos para definir la propiedad “privada” tradicional, y nota que
su ausencia en los campos de papa en descanso es tomado como un indicio de
control comunal. Skar (1982: 144) señala que tales parcelas cercadas de terreno
en el valle se llaman michkas. Montoya (1980: 53, 294) nota el cercamiento de
terrenos de valle en Puquio y en las orillas de los ríos Pampas, Pachachaca y
Apurimac. Arguedas (1968;202-3, 330, 332) refiere la retención de derechos co-
munales de pastoreo en los rastrojos dejados por la cosecha en terrenos de va-
lle definitivamente parcelados, y que este último prevalece en Puquio y en Los
Andes en general. Todo esto parece estar de acuerdo con lo que he descrito pa-
ra Huaquirca. Aunque Mishkin (1964: 144-6) comenta la conversión de terre-
nos de ejido (de pastoreo comunal) en terrenos agrícolas privados de la comu-
nidad en Kauri, lo presenta como una desviación de la pauta general en la re-
gión, que también parece conformarse al modelo dado aquí.
20 Referente a esto, Fuenzalida (1970a: 71) tiene todo el derecho de argumentar
Aguas mortíferas y cerros hambrientos / 99
25 La lista de algo más que 200 comuneros en Huaquirca incluye los nombres de
todos los varones de dieciocho años para arriba, más todas las mujeres jefas de
unidades domésticas que no cuentan con la presencia de un hombre. Se espera
de tales mujeres que sólo salen a trabajar en ciertas ocasiones, por ejemplo, du-
rante la limpieza de las acequias (véase Capítulo 3), pero están presentes en las
asambleas comunales para representar los intereses de sus unidades domésticas.
Esto indica que el status de comunero se basa en varios criterios (es decir mas-
culinidad, edad, representar una unidad doméstica), que no tienen que coinci-
dir para ser miembro.
26 El razonamiento para cementar las acequias es el impedir la pérdida de agua,
pero dado que simplemente se echa cemento en la acequia existente, también
hay una reducción considerable de volumen, y algunos aseveran que como re-
sultado llega menos agua. Hay desventajas adicionales: la estación agrícola de
1982 empezó con lluvias torrenciales y un derrumbe que destruyó un tramo ce-
mentado de una acequia. Esto fue seguido por una sequía durante la cual el
agua de esa acequia hacía mucha falta durante el mes y medio que tardaba la
solicitud de cemento dirigido al gobierno. En el curso de este episodio, era ob-
vio que Huaquirca ya no tenía control efectivo sobre la acequia cementada;
ahora depende del Estado, cosa que no sucedía cuando la acequia permanecía
en su condición “rústica” anterior. Referente a los estanques, son mucho mejor
vistos por los que critican los canales cementados, pero no bastaban para impe-
dir que la sequía de 1982-83 arruine el noventa por ciento de los cultivos de
maíz en Huaquirca. Uno de los dos estanques que había sido terminado cuan-
do yo estaba investigando, después de miles de horas de trabajo gratuito, ya es-
taba rajándose debido a un error de diseño, y nunca fue realmente utilizado
desde que fue construido.
27 Algo del mismo concepto seguía vigente en 1982, cuando un enorme grupo de
trabajo de cuarenta y cinco personas se reunió para sembrar el maíz del gober-
nador. Pero otras tareas en sus chacras no recibían una asistencia tan masiva;
entonces debo concluir que este gran grupo de trabajo fue un acontecimiento
excepcional relacionado tanto con el inicio del año agrícola como con el poder
coercitivo de la autoridad en cuestión.
28 Algunos comuneros aseveran que el uso de sueldos y cantidades mayores de al-
cohol y coca por parte de los profesores para atraer a trabajadores ha elevado la
cantidad de estas mercancías que todos tienen que proporcionar al patrocinar
un grupo de trabajo. Aunque no pienso que el reclutamiento de trabajadores en
Huaquirca es un asunto de quien paga más en un mercado abierto, sí parece ha-
ber algo de verdad en la idea de que estas mercancías han desplazado, hasta cier-
to punto, a la chicha y comida caseras como parte del consumo inmediato du-
rante la jornada que figura en todas las relaciones de producción andinas. Esto
se basa en los relatos de comuneros mayores que hubiesen estado trabajando en
los campos, antes del inicio del empleo asalariado en las escuelas locales, pero
no pude obtener un conocimiento sistemático de lo que eran los niveles ante-
riores (excepto que había más comida servida en las chacras), o qué otros fac-
tores hubieran entrado en los cambios que ocurrían.
Capítulo 3
ESTÉTICA Y POLÍTICA
EN LOS RITOS DE LA ÉPOCA SECA
q
Fiestas patrias
El techado de casa
Figura 9
El ciclo anual de trabajo y ritos en Huaquirca
chas veces son descritas como platos o comidas. Sin embargo, cuando
un espíritu del cerro desea iniciar una relación más intensa y próspera
con una unidad doméstica, sus demandas ya no pueden ser restringi-
das a la comida, y enfocan la hija del ritualista como pareja sexual (véa-
se Gose, 1986: 302-3). En estos casos, el espíritu del cerro virtualmente
se convierte en un ‘yerno’; mientras, en el techado de casa, se recluta al
‘yerno’ a través de un paquete de bienes de consumo que, como los pla-
tos para el espíritu del cerro, constituye un sustituto de bajo nivel para
una hija casadera. Así, el tomador de la mujer y el espíritu del cerro,
hasta cierto punto, se ven en los mismos términos (véase también Ha-
rris, 1982: 65).
Una razón por la que esta unión conceptual ocurre es que tanto
el ‘espíritu del cerro’ como el ‘yerno’ reciben ofrendas que legitiman la
apropiación privada por parte de unidades domésticas durante la tem-
porada de crecimiento. Al redistribuir su propiedad a través del sacrifi-
cio y el matrimonio, una unidad doméstica comprueba que la apropia-
ción privada es compatible con un beneficio mayor, que estas figuras
llegan a representar. Voy a mostrar en el Capítulo 7 cómo los sacrificios
a los espíritus de los cerros legitiman la conversión de los productos
agrícolas en la propiedad privada de unidades domésticas individuales
durante la época seca. Pero también es digno de notar que en muchos
lugares de Los Andes, la gente trata de coordinar el matrimonio con la
época seca, antes o durante la temporada de renovación de techos.4
Cuando la colaboración agrícola se ha suspendido, y durante meses se
ha enfatizado la propiedad, el matrimonio es una forma únicamente
apropiada de compartir entre unidades domésticas. Ya hemos visto que
los padres, tanto de la novia como del novio, suelen contribuir con la
propiedad a la formación de una unidad doméstica nueva, que vive
neolocalmente. De otro lado, el techado de casa representa el matrimo-
nio de otra forma, como la entrega de una ‘hija’, por parte de una uni-
dad doméstica patrocinadora, a un ‘yerno’ reclutado entre los que tra-
bajan para ellos. Al representar el matrimonio como la pérdida de una
hija en un sistema virilocal basado en el intercambio de mujeres, el ri-
to sugiere que los patrocinadores están realizando un sacrificio a un to-
mador de mujeres de rango más elevado, precisamente en el momento
en que realmente se están beneficiando del trabajo de los demás en lo
que parecen ser relaciones de mink’a.
Aguas mortíferas y cerros hambrientos / 113
al mink’ay. Pero esta misma ambigüedad persiste fuera del rito en la vi-
da cotidiana, donde los yernos actúan tanto como co-propietarios legi-
timadores y como trabajadores a quienes se puede explotar sin fin a
través de la mink’a. Es interesante saber que esta ambigüedad de condi-
ción se limita enteramente a los valores sociales propietarios apropia-
dos a la época seca: el ‘yerno’ puede ser o inferior o superior, pero no
un igual según el modelo de compañeros en ayni durante la tempora-
da de crecimiento. Pero cuando nos dirigimos al desarrollo secuencial
del ‘yerno’ durante este rito, su asociación con las preocupaciones pro-
pietarias de la época seca se vuelve menos absoluta.
Antes de sobresalir como tal, al encontrar el paquete de bienes de
consumo, el ‘yerno’ no es más que otro amigo de los patrocinadores,
ayudándoles en un grupo de trabajo del tipo que tiene lugar de mane-
ra rutinaria entre compañeros de ayni durante la época de crecimien-
to. Al abandonar el trabajo de colaboración para una forma de consu-
mo que equivale a la conyugalidad, el ‘yerno’ recapitula el movimiento
del ciclo anual desde los carnavales hasta la cosecha. Como en la vida
real, el reclamo matrimonial del ‘yerno’ resulta de un período anterior
de trabajo en los campos. El encuentro “conyugal” que define al ‘yerno’
ocurre en el lugar de trabajo en la puna; sólo al día siguiente se presen-
ta en la casa, en el pueblo. Por lo general, los comuneros de pueblos del
valle como Huaquirca ven las chacras y la puna como lugares apropia-
dos para encuentros sexuales sin compromiso, mientras las relaciones
matrimoniales ocurren en las casas del pueblo (véase Isbell, 1978: 59;
Harris, 1980: 78). Así, las dos apariciones del “yerno” en este rito corres-
ponden a dos modos o etapas diferentes de la conyugalidad. Además,
mientras el matrimonio se asocia conceptualmente con la época seca,
estos encuentros sin compromiso en el espacio salvaje se asocian con la
época de cultivo. Estos encuentros eran institucionalizados en bailes
nocturnos para los solteros y solteras, llamados qhashwa o ayla, que se
solían realizar en los campos después de la limpieza de las acequias pa-
ra señalar el reinicio de la temporada de crecimiento en Huaquirca y
muchos lugares de Ayacucho. Al parecer, tales bailes todavía se realizan
en el altiplano boliviano entre las celebraciones de Todos los Santos y
Cuaresma (Buechler y Buechler, 1971;76-7; Carter, 1977: 181), es decir,
durante el período de crecimiento más intenso. Primero encontramos
al ‘yerno’ bajo esta modalidad no doméstica, apropiada para el período
de crecimiento de cultivos, y sólo cuando aparece en el pueblo al día si-
Aguas mortíferas y cerros hambrientos / 115
mayo, adornadas con los productos que han estado protegiendo, para
ser bendecidas en la iglesia. Esto es una especie de “segundos frutos”
que suplementa los primeros frutos celebrados en Carnavales y antece-
de inmediatamente la cosecha, anticipando e indicando su abundancia.
Dado que la paja para el techo también sigue este movimiento hacia
abajo, desde la puna hacia el pueblo, y es cosechada con segaderas, co-
mo los productos, unos meses antes, parece que la cruz subraya la co-
nexión metonímica entre cosecha y techo que resulta del almacena-
miento de la primera debajo del segundo. De hecho, la gente, en mu-
chos lugares de Los Andes, hace explícita esta conexión al colgar una
canasta o una cruz decorada con productos y flores silvestres de la viga
principal durante el techado,8 para que la cruz signifique abundancia
debajo del techo.
Estos dos aspectos de la cruz, como un señal de la abundancia
agrícola y una fuerza mitigante contra el incesto, se unen directamente
en una opinión difundida en Los Andes: el incesto provoca malas cose-
chas en una comunidad donde puede ocurrir (Stein, 1961: 35; Bur-
chard, 1980: 600; Valderrama y Escalante, 1980: 260); una idea que se
puede extender hasta incluir el adulterio (Flores, 1973: 51). Para garan-
tizar la abundancia, la cruz también tiene que prevenir el incesto. Pero
no fue siempre así, dado que en los mitos de los Laymi, “el tiempo an-
tes del tabú del incesto era una época de abundancia, cuando todas sus
comidas favoritas crecían ya preparadas para ellos, y la ropa se produ-
cía milagrosamente de la tierra, una verdadera edad de oro cuando el
trabajo era innecesario” (Harris, 1980: 79). Esta claro que la cruz repre-
senta un tipo específico de abundancia, la que es legítima y ha sido ob-
tenida a través del trabajo, no la que es silvestre, espontánea o incestuo-
sa. Como resultado, la cruz no sólo significa la abundancia y la apro-
piación privada de la cosecha, sino también proporciona un resguardo
en contra del exceso inaceptable en ese sentido, y así se convierte en una
fuerza para el reinicio de la temporada de cultivos, durante la cual el so-
lapado de las relaciones de ayni y las del compadrazgo dan un sabor
cristiano al trabajo en colaboración. Así, al proporcionar a sus suegros
una cruz para la cumbrera de su techo, el yerno también les empuja ha-
cia una fase de colectividad renovada en torno al trabajo en los culti-
vos, a la vez significados por la cruz. Esto es así sobre todo en el contex-
to del rito, donde hay un elemento de duda sobre si el ‘yerno’ y su cruz
Aguas mortíferas y cerros hambrientos / 117
tivos, durante la cual la casa devuelve una buena proporción de sus re-
servas a los campos en la forma de semilla y chicha, y los cerros se va-
cían del agua acumulada a través de las libaciones (t’inka) que la gente
ha ofrecido durante la época seca, para que crezcan los cultivos.
De todas las imágenes en el techado de la casa, la del zorro pare-
ce menos relacionada con el acto como un proceso de trabajo, pero a la
vez es la que regresa con mayor seguridad a la materialidad del techo,
al ser confeccionada con los restos de soga y paja. Debido a esta cone-
xión sustantiva, el zorro merece una consideración especial como un
vehículo para comprender el techo mismo, el objeto de todo el aconte-
cimiento. Sobre todo, la gente andina ve al zorro como una criatura de
apetito y glotonería, un estereotipo confirmado por sus asaltos destruc-
tivos a los animales domésticos y hasta campos sembrados (véase Stein,
1961: 33; Tomoeda, 1982: 278). Podemos concluir que la imagen del zo-
rro transfiere estas calidades al techo, como depósito de la cosecha
apropiada de forma privada, y que los dos comparten una oposición
común frente al orden productivo. Pero en un mito difundido en Los
Andes, la proclividad del zorro al consumo excesivo, explica los oríge-
nes de la agricultura. Un día el zorro logró convencer al cóndor para
que lo llevara a un banquete celestial; su glotonería provocó que el cón-
dor, ese parangón entre aves, lo abandonara. Gracias a unos pajaritos
papachuichi, el zorro consiguió una soga para empezar su bajada a la
tierra. Pero en el proceso insultó a unos loros que estaban de paso,
quienes cortaron la soga más arriba de él. Entonces el zorro cayó a tie-
rra y se reventó “como una naranja podrida”; pero toda clase de culti-
vos salieron de la tierra de los néctares celestiales que el había consumi-
do (véase Tomoeda, 1982: 277-8). Este origen mítico de las plantas cul-
tivadas es subrayado por el hecho de que su espíritu (sawasiray) y sus
prototipos silvestres muchas veces tienen el prefijo “atoq”, que quiere
decir “zorro” en quechua (véase Valderrama y Escalante, 1978: 132; To-
moeda, 1982: 291). Así, aunque al parecer las plantas domesticadas de-
rivan del zorro, él sigue siendo un extraño silvestre frente a la produc-
ción agrícola, y sólo puede incorporarse a ella al morir.
Hasta en el inicio anual de la producción agrícola, en oposición
a sus orígenes míticos, la conducta del zorro y la naturaleza de sus con-
tenidos gástricos no carecen de importancia. En algunos pueblos andi-
nos se cree que la calidad de la época de lluvias, y el éxito global del año
agrícola, puede ser pronosticado por la fuerza del grito del zorro du-
Aguas mortíferas y cerros hambrientos / 119
Santiago
La Virgen de la Asunción
Santa Rosa
Pero sería incorrecto tratar la fiesta de Santa Rosa como una ré-
plica exacta de la fiesta tradicional de la Virgen de la Asunción. Duran-
te Santa Rosa, los dos alferados proporcionan un día de corridas de to-
ros y una banda militar cada uno, mientras estos deberes antes caían en
patrocinadores independientes durante la fiesta de la Asunción: terce-
ros proporcionaban las corridas, y los capitanes, las bandas militares
(véase Centeno, 1949: 10). Así, ha ocurrido una consolidación alrede-
dor de los dos aferrados, que asumen lo que antes eran obligaciones ce-
remoniales distintas. La mayoría de la gente con quien yo comentaba el
asunto atribuyeron esta transformación al hecho de que menos gente
tiene los recursos para participar en el sistema de cargos. En tanto que
los alferados asumen deberes que antes eran de otras personas, sus cos-
tos también aumentan, aunque la mayoría de la gente esta de acuerdo
en que los banquetes que dan raras veces alcanzan los niveles de los
tiempos pasados. Esto significa que menos gente está dispuesta a inten-
tar el asumir estos cargos por miedo de fallar en cumplir con sus obli-
gaciones, como pasó a un alferado (un comunero) en 1982. Sólo los co-
muneros más prósperos pueden esperar mantenerse en pie en este ni-
vel, entonces no sorprende que la mayoría del énfasis ritual en la vida
comunera se encuentre no en el sistema de cargos, sino en el trabajo en
las chacras. La dificultad de pasar uno de estos cargos consolidados só-
lo acentúa la competencia entre aferrados, que es una dinámica toda-
vía más central en Santa Rosa que en la Virgen de la Asunción.
La fiesta de Santa Rosa contrasta con la de la Virgen en que la se-
gunda es la santa patrona de Huaquirca, mientras la primera se identi-
fica con Lima, tanto en la liturgia como en la mente popular. Los veci-
nos, sobre todo, sienten que la fiesta de Santa Rosa es más cosmopolita
que la de la Virgen, aunque de otra manera su contenido es casi idénti-
co. Este sentimiento se confirma por la manera en que muchos de sus
parientes que han migrado a Lima regresan a Huaquirca por una visi-
ta durante Santa Rosa. En todo Ñapaña, hay muchos banquetes priva-
dos en honra de su regreso, muchos de ellos rivales en lo suntuoso de
los montados por los aferrados. En su conjunto, las fiestas de la Virgen
y Santa Rosa establecen una interacción entre ‘lo local’ y ‘lo nacional’
rasgo que es típico del folklore en los estados nacionales modernos.
Ciertos elementos que significan “colorido local” (p.e. corridas de toros
y procesiones religiosas) están subsumidos bajo una pauta genérica de
Aguas mortíferas y cerros hambrientos / 129
Limpieza de acequias
Figura 10
Canales de Huaquirca
criben los hijos ilegítimos como “del cerro” (véase Earls, 1970: 87-8).
Varios etnógrafos han extendido estas observaciones hasta argumentar
que la limpieza de las acequias representa una fertilización agrícola de
la pachamama (como “madre tierra”) por el agua de los espíritus de los
cerros, que representa su semen.15 En Huaquirca, sin embargo, lo que
la gente describe es la preñez de mujeres, no de una “diosa” agraria. Es-
to es parte de un énfasis más generalizado en la sexualidad no-domes-
ticada como una fuerza productiva durante la temporada de creci-
miento,16 como he propuesto en el análisis del techado de casa. Un as-
pecto de este tema general fue quizás la transferencia performativa de
la fecundidad no-domesticada de las mujeres jóvenes a las chacras.
Igualmente importante, sin embargo, es el hecho de que estas mujeres
atraen a hombres jóvenes y a espíritus de los cerros a entrar en el orden
productivo del tiempo de cultivo.
Es poco probable que la limpieza de acequias en Huaquirca fue-
ra alguna vez tan festiva como en los pueblos del valle en Ayacucho. No
obstante, el pueblo cercano de Mollebamba (véase Figura 3) tiene una
fiesta elaborada de limpieza de acequias,17 que sugiere que la desritua-
lización de esta tarea en Huaquirca no fue inevitable ni tampoco un
asunto de distancia del área cultural de Ayacucho, donde el acto está
más elaborado. La instrumentalidad relativa de la yarqa faena en Hua-
quirca tiene que ver más con ser combinado con otras tareas para cum-
plir la faena antes de Santa Rosa (construir estanques para agua, man-
tener la carretera y la iglesia, limpiar la plaza de toros) que una caren-
cia original de sentido. En los varios cabildos para nombrar jueces de
agua, el gobernador también se presentó, nombrando los faltantes que
no se habían presentado en faenas anteriores, y asignándoles tareas
complementarias. Hasta en esas esporádicas ocasiones (p.e. durante la
limpieza del canal de Totora en 1982) cuando las multas recogidas de
los vecinos financiaban la compra de ron para los tributarios comune-
ros, su trabajo no necesariamente se convierte en una fiesta. En regio-
nes donde la limpieza de acequias es altamente ritualizada, se puede
prohibir el beber durante el trabajo mismo (véase Isbell, 1978: 139), pe-
ro lo que no se olvida, durante la faena o en las celebraciones posterio-
res, es que las acequias son el foco de lo que se está haciendo.
No obstante, la desritualización de la limpieza de acequias en
Huaquirca es un asunto complejo. Aunque algunos comuneros mayo-
res lamentan el ocaso de los ritos de limpieza de acequias, esto bien
Aguas mortíferas y cerros hambrientos / 135
Resumen
Notas
1 La gente en Huaquirca traducía qatay como “yerno” en castellano (marido de la
hija) y utilizaba el término “cuñado” para el marido de la hermana incluso al
hablar en quechua. Pero en la mayor parte de Los Andes, qatay y sus equivalen-
tes en los dialectos Ayacucho y Wanka del quechua (mása/másha) designan tan-
to al marido de la hija como al marido de la hermana, y puede ser glosado me-
jor como “tomador de mujer” (Cfr. Earls 1970: 101; Custred 1977: 123; Webs-
ter 1977: 39, 1981: 620; Isbell 1978: 100; Ossio 1980: 250-1; Skar 1982: 192). El
foco del término qatay ha sido comentado también por Quispe (1969;14) y
probablemente utiliza la mayoría generacional para enfatizar la superioridad de
dadores sobre tomadores de mujeres (véase Albo y Mamani 1980: 324), aunque
esto está lejos de ser absoluto. En todo caso, el uso constante del qatay en con-
textos rituales para referir a “extraños” que realizan servicios esenciales, sugiere
que la función fundamental del término es de clasificar a hombres como no-
consanguíneos.
2 No obstante, Mayer (1977: 74) comenta un cálculo estricto de larga duración de
los débitos y créditos de trabajo en los techados de casa, que sugiere las relacio-
nes de ayni que otros han citado en esta tarea (véase Adams 1959: 124; Bourri-
caud 1970: 191; Isbell 1978: 168). Dado que muchos de los participantes en los
techados, que yo observé, tenían casas con techos de teja, una reciprocación es-
tricta del mismo servicio, por parte de los patrocinadores según el modelo de
ayni, sería imposible; tampoco, dado la vida útil de los techos de paja en la re-
gión, parecería que la gente piensa que es factible mantener relaciones de igual-
dad calculada en este proceso de trabajo. Sin duda, las diferencias regionales in-
fluyen aquí, pero quizás algo de la ambigüedad sobre qué relaciones de produc-
ción prevalecen en el techado de casa, resulta de su posición transicional entre
períodos de apropiación privada y de producción colectiva, que se caracterizan
por mink’a y ayni respectivamente. En algunos casos, se dice que el techado se
realiza en base a yanapa (Aranguren paz 1975: 122) o “voluntad” (Mayer 1977:
69), formas intermedias donde el trabajo es remunerado por el consumo du-
rante la jornada, y a la vez por una obligación mal definida y conceptual por
parte del patrocinador de reciprocar de alguna manera en el futuro. En mi ex-
periencia, estas formas secundarías tienden a ser invocadas cuando no se pue-
de proclamar ni la jerarquía de la mink’a ni el igualitarismo del ayni de mane-
ra directa y no-problemática.
138 / Peter Gose
3 En otras regiones, las obligaciones de los así clasificados son mucho mayores
(véase Arguedas 1968: 106; Fonseca 1974: 102-3; Mayer 1977: 71-2). En ciertas
regiones, la situación se complica más con un conjunto de obligaciones de cos-
tumbre para las clasificadas como “lumtshuy” (o “qhachun” en el dialecto de
Cusco), un término que designa a las afines femeninas (Mayer 1977: 69-71), pe-
ro tiende a enfocar la nuera (Fonseca 1974: 99) y, por lo tanto, es el equivalen-
te femenino de qatay o másha. Para los fines del techado de casa, sin embargo,
se clasifica a los consanguíneos varones de los patrocinadores como luntshuys,
es decir, en términos de las “nueras” con quienes se han casado, mientras las
consanguíneas femeninas serán clasificadas como máshas de manera parecida
(Mayer 1977: 71-2). Esto sugiere una transformación de la categoría de másha-
/qatay de “afín masculino” hacia “grupo recibidor de mujeres” y de lumtshuy/q-
hachun de “afín femenino” hacia “grupo dador de mujeres”. Una interpretación
de estos términos propuesta por Skar (1982: 192) y Webster (1977: 39). Por lo
general, sin embargo, el concepto de “dador de mujer”, parece ser designado por
el término quechua kaka. No obstante, lo más importante es la extrema flexibi-
lidad de la terminología afín en quechua; los mismos términos en un momen-
to pueden expresar una división simétrica entre afines masculinos y femeninos,
y en otro momento, una dominación jerárquica de dadores de mujeres sobre
tomadores de mujeres.
4 Mayer (1977: 69) ha sugerido que, de manera ideal, el techado de la casa se re-
laciona con el matrimonio, y varios otros etnógrafos han sugerido que los ma-
trimonios involucran la construcción de una casa como uno de la serie de ac-
tos que significan la unión de una pareja (Stein 1961: 71, 122; Buechler y
Buechler 1971: 80-2; Palacios Ríos 1977: 100). También se comenta que en cier-
tas localidades los matrimonios se restringen al período entre el 3 de mayo y el
8 de septiembre (Buechler y Buechler 1971: 68; Buechler 1980: 40), apoyando
más la sugerencia de una coincidencia entre el matrimonio y la época seca. Pe-
ro Skar observa que se prohíbe los casamientos en agosto debido a vientos ma-
léficos y la inminencia de la siembra (1982: 209). No hubo casamientos en Hua-
quirca durante mi estadía allí, y tampoco logré descubrir si el matrimonio es
prescrito o proscrito durante épocas particulares del año. Sólo el predominio de
imágenes conyugales en los ritos principales de la estación seca, los t’inkas (véa-
se Capítulo 7) y los del techado de la casa, sugieren que el matrimonio quizás
corresponde a esta parte del año, y no quisiera sugerir que esta asociación es al-
go más que categórica.
5 Varios autores han enfatizado la naturaleza subordinada del “yerno” de mane-
ra algo unilateral para mi gusto (véase, por ejemplo, Earls 1970: 80; Webster
1973: 124; Isbell 1978: 114, 117; Malengreau 1980: 529; Ossio 1980: 367; Skar
1982: 192; Allen 1988: 93). Según argumentó Harris (1986: 268-9), en realidad
los “tomadores de mujeres” pueden gozar de un rango superior a los “dadores
de mujeres”, no obstante los muchos servicios que les deben.
6 Aquí, vemos cómo la mink’a crea un límite social no sólo al fijar la relación en-
tre trabajador y patrón en la dirección de clase, sino también al desdoblar esto
con el rechazo de la unión matrimonial. De la misma manera, el ayni implica
Aguas mortíferas y cerros hambrientos / 139
tan ser equivalentes, habría una base lingüística adicional para la identificación
entre zorro y “suegros” que estoy proponiendo. Quisiera agradecer a Olivia Ha-
rris por haberme despertado al campo semántico de lari, pero asumo toda la
responsabilidad para este análisis (tentativo) del mismo.
11 En la fiesta de Santa Rosa, los dos aferrados proporcionan un día de corridas de
toros y una banda militar cada uno; mientras estos deberes recaen sobre los pa-
trocinadores independientes durante la Virgen de la Asunción: terceros propor-
cionan las corridas y los capitanes facilitan las bandas militares (véase Centeno
1949: 10). Esta consolidación de la mayoría de las obligaciones ceremoniales al-
rededor de dos patrocinadores hace que la competencia entre ellos sea el rasgo
sobresaliente de Santa Rosa.
12 Hasta la abolición del sistema de varayoq en 1947, los papa kamayoq, o guardia-
nes de los laymi, eran escogidos durante una faena en una parcela pertenecien-
te a la iglesia y asociada con uno de los pasantes de Navidad (Taytaq), donde
tradicionalmente se inauguraba la siembra en septiembre.
13 La única excepción que yo vi a este orden fijo de acceso ocurrió durante una se-
quía en diciembre de 1982, cuando normalmente el riego ya se habría termina-
do para ese año. En varios momentos, la gente intentaba salvar sus cultivos con
riego, y pidió permiso a los jueces de agua, pero no se observaba una rotación
fija.
14 Isbell (1978: 144) escribe que angoripa, una planta de la puna alta, “simboliza”
los ancestros, sin indicar cómo se establece esta relación. No obstante, la cone-
xión propuesta es muy interesante porque la relación íntima entre estas plantas
silvestres y el agua que brota aquí, también caracteriza la relación entre el agua
y el país de los muertos, como veremos en el Capítulo 4. Con referencia a la
unión de lo alto y lo bajo, Earls y Silverblatt (1978: 300-7) han mostrado de mo-
do particularmente sugestivo el hecho de que se interpreta un flujo unidireccio-
nal del agua, en un ciclo hidráulico, como un movimiento simultáneo hacia
abajo y hacia arriba en el pensamiento andino. Esto se desarrolla en el concep-
to de pallqa, una bifurcación y confluencia simultáneas, usado para describir
acequias (Earls y Silverblatt 1978: 312) y puntos hondos de ríos donde se reali-
zan ofrendas durante la limpieza de acequias (Arguedas 1956: 245).
15 Véase Isbell (1978: 143), Ossio (1978b: 379-81) y Skar (1982: 225). De hecho,
estos autores no ofrecen evidencia clara de que se mencione la pachamama du-
rante los ritos de limpieza de acequias en Ayacucho. Además, simplemente asu-
men que pachamama denota una “madre tierra” monolítica, cuando muchas
veces se utiliza el término en un sentido plural para describir los espíritus espe-
cíficos de lugares habitados (Cfr. Roel Pineda 1965: 28). En adición, estos espí-
ritus pueden ser andróginos o principalmente masculino, en la forma. La idea
de que el agua de riego representa el semen de los espíritus de los cerros es tam-
bién algo problemático. En Huaquirca, parece que el agua de riego se conecta
con sobrenaturales femeninos debido a la manera en que la limpieza de las ace-
quias se realiza entre las fiestas de la Virgen de la Asunción y Santa Rosa. Ade-
más, Isbell (1978: 94) nota que el agua está bajo el control de la luna, un sobre-
natural femenino cuyas fiestas se han unido con las de Santa Rosa, una fecha
Aguas mortíferas y cerros hambrientos / 141
clave para la limpieza de acequias en todos Los Andes del sur del Perú. En Aya-
cucho, Ossio (1978b: 381) describe la representación del agua como un niño.
Díaz (1969: 115-6) comenta una imagen del Niño Jesús y una bandera peruana
encabezando una procesión de limpieza de acequias, y Zorilla (1978) informa
sobre apariciones de la Virgen y el Niño Jesús en asociación con el agua duran-
te la limpieza de acequias. Estas imágenes sugieren que la Concepción Inmacu-
lada podría proporcionar el molde más apropiado para cualquier concepto de
fertilidad atribuido al agua de riego. Interpretar el agua como semen oscurece
la posibilidad muy real de que una oposición cristiana entre lo espiritual y lo
carnal está funcionando en algunas ideas andinas sobre la agricultura. Si el agua
aparece como el Niño Jesús, posee una individualidad ya formada, asociada con
la salvación espiritual y la redención; no puede ser tratada simplemente como
una sustancia carnal incompleta relacionada con la reproducción biológica,
aunque puede actuar como tal en ciertos contextos. Este debate será desarrolla-
do en mayor detalle en los Capítulos 4 y 5.
16 Nótese que el qhashwa no se asocia con la limpieza de acequias en todas partes:
en el altiplano boliviano se realiza entre Todos los Santos y Cuaresma (Buech-
ler y Buechler 1971: 76-7; Carter 1977: 181), es decir, durante las lluvias más in-
tensas. Esto sugiere que puede ser visto como parte de un proceso más conti-
nuo de crecimiento, y no como un acto único y definitivo de fertilización.
17 En Mollebamba se realiza la limpieza de acequias el 8 de septiembre, y es acom-
pañada por las payasadas de dos hombres y sus comparsas respectivas conoci-
das como negros o chacreros, con sombreros de paja y máscaras negras, que a
veces, se dice, representan a los yanaconas negros que trabajaban en las hacien-
das de la costa (véase Adams 1959: 66 para personificaciones comparables). El
10 de septiembre, en la fiesta de San Nicolás (santo patrón de Mollebamba), es-
tos chacreros aparecen delante de una procesión en la plaza del pueblo, rom-
piendo la tierra con un arado de pie, o con un arado arrastrado por un yugo de
toros, en dos columnas. Detrás de ellos viene una variedad de personas imitan-
do a llameros (pastores que utilizan sus llamas por el comercio y el transporte),
arrieros, mineros (en guardatojos azules de Electroperú), profesores y autorida-
des políticas (quienes pueden dar órdenes durante la fiesta). Una mesa grande,
rodeada por árboles enteros que han sido cortados y traídos del campo, es aten-
dida por un grupo de mujeres que sirven chicha de grandes jarros a todos los
que se paran allí. Un espectáculo parecido ha sido descrito por Isbell (1976: 50).
La representación satírica de varios tipos sociales es un rasgo común en las fies-
tas después de la limpieza de acequias en todo Ayacucho (véase Arguedas 1956:
248-9; Isbell 1978: 141-4; Ossio 1978b: 387; Montoya 1980: 255; Manrique
1983: 36).
Capítulo 4
LA SIEMBRA, LA MUERTE Y EL AYNI
q
El riego
Aunque para este tiempo del año durante el día hace un calor
agradable, las temperaturas nocturnas pueden acercarse a cero grados,
lo que significa que el agua de riego sigue siendo muy fría, y congela los
pies de los hombres, que trabajan con ojotas de goma. Esto es un res-
quicio de los contrastes agudos de temperatura entre día y noche du-
rante la época seca, que sólo están empezando a cambiar hacia el equi-
librio relativo de la estación de lluvias. Los hombres constantemente
expresan miedo de contraer enfermedades debido a su contacto pro-
longado con el agua. Esto es parte de un concepto más general en Los
Andes, de que las primeras lluvias traen enfermedades (Cfr. Earls y Sil-
verblatt, 1978: 304), y que el agua corriente es categóricamente “fresca”
y peligrosa (Stein, 1961: 295). En Huaquirca, muchas veces se me pre-
vino de tomar “agua cruda” (es decir, agua fría). Stein (1961: 83) por la
peligrosidad de contraer el paludismo, menciona la convicción especí-
fica que trabajar en agua fría es un referente y significativo que una de
las acequias de Huaquirca se llama Chuqchuka, de chuqchu, el término
quechua para paludismo. El verbo chuqchuy también quiere decir “tiri-
tar”, y al fin de un día de riego, esto es exactamente lo que están hacien-
do muchos hombres.
Las mujeres normalmente trabajan en las chacras, pero no parti-
cipan en el riego, excepto preparando la comida de la mañana y trayen-
do chicha a la chacra para servir a los hombres. Cerca del mediodía, la
mujer de la unidad doméstica patrocinadora y quizás una o dos muje-
res (que pueden ser amigas, ahijadas o afines) llegan a la chacra. Esto
señala el primer descanso en el trabajo. Los hombres se sientan en el
pasto al borde de la chacra donde el piso está seco; las mujeres sirven
chicha, y los hombres distribuyen trago, como en todos los grupos de
trabajo agrícola en Huaquirca. Durante este descanso (llamado el sa-
makuy, “descansarse”) las mujeres también sirven a los hombres una
bebida llamado pito, que se hace mezclando harina de maíz tostado en
chicha hasta que alcance la consistencia de cemento líquido. Pito no es
fácil de tomar, y los hombres tampoco parecen gustar de ello como gus-
tan de la chicha normal. Es casi como si su pegajosidad y turgencia tu-
viera algún valor medicinal, aunque a nadie parecía importarle excep-
to a mi al decirme: “Toma nomás, sin asco.” Durante los períodos de
trabajo que siguen a cada uno de estos descansos, el riego prosigue en
un andén tras otro, hasta terminar en el más alto, y la gente regresa a
146 / Peter Gose
Figura 11
Método de riego
La siembra de maíz
Figura 12
Método de la siembra
ces como un clavel (la misma flor silvestre que figura en la siembra ce-
remonial al fin de la “t’inka de la semilla”). El rasgo definitivo de una
wanka es que termina cada estrofa con una exclamación en tono subi-
do: ¡wuuu!
Si hay algo de luz del día cuando se termina la siembra, y a veces
incluso cuando no la hay, una ultima sesión de tomar, conversar y des-
cansar antecederá el viaje a casa. Al volver al pueblo, los hombres reali-
zan una marcha y canto conjunto que se conoce como la wayliya (que-
chua; alegría, felicidad), probablemente debido a su lírica:
Wayliya, wayliya, wayliya, wayliya
Wayliya-hiya, wayliya
La muerte
más común de detectar estas almas.13 Dado que se supone que el áni-
mo mantiene los sentidos, es lógico que estas almas que vagan en un es-
tado de separación ignorarán la presencia de otros. Tal escenario se
proponía en el diagnóstico del alcalde de Huaquirca durante una enfer-
medad grave: “El alma mayor ya se fue, sólo queda el alma menor”. Se-
gún esta línea de pensamiento, la muerte resulta cuando, en ausencia
del alma, el ánimo se disipa o abandona el cuerpo como una mosca
azul (chiririnka), que otra vez enfatiza su pequeñez y no corresponden-
cia relativa al cuerpo humano. La palabra quechua para cadáver es
“aya”, pero como insistió uno de mis informantes, también refiere al al-
ma antes de ser enterrado. La relación íntima entre alma y cuerpo per-
siste;14 por lo tanto, mucha gente andina siente que una autopsia con-
tamina el alma (véase Valderrama y Escalante, 1980: 263; Allen, 1988:
123-4). Como veremos, el objeto principal de los ritos de la muerte es
romper este lazo y despachar el alma a la otra vida. Pero esas versiones
que dan tres almas a la gente siempre reservan una para el cadáver en-
terrado (el “alma del centro”, véase Valderrama y Escalante 1980: 252).
En Huaquirca, a veces se piensa que las almas, que se quedan en
los cementerios de este mundo, actúan como agentes de la muerte: los
apaq (“los que traen”) o apaqata, figuras fantasmagóricas vestidas con
capuchas negros. En la noche, pueden salir en masa del cementerio, ca-
da uno con una vela encendida en la mano. Con un movimiento rápi-
do y etéreo, van a la casa de alguien destinado a morir esa noche. Pasan
en fila delante de la puerta de la casa donde su victima languidece, lue-
go vuelven al cementerio y apagan sus velas al volver a la tumba. Su
aparición señala una muerte certera; escuché varios relatos de gente,
que despavorida había huido por las noches del avance de los apaq en
los caminos, sólo para descubrir que tenían otras victimas en mente.
Zuidema y Quispe (1968: 359) comentan otras manifestaciones pareci-
das al apaq. En estos casos, la gente andina parece atribuir un rol cau-
sativo a los conceptos del alma en la muerte, a diferencia de un rol me-
ramente descriptivo.
La gente puede morir en cualquier momento del día, pero el ta-
ñido incesante de las campanas de la iglesia, que anuncia públicamen-
te la muerte, no empieza hasta temprano por la mañana siguiente, co-
mo si la muerte hubiera ocurrido en la noche. Los parientes consanguí-
neos del difunto se visten inmediatamente de negro y asumen el luto,
Aguas mortíferas y cerros hambrientos / 157
che, y posee muchas variantes en Los Andes del sur del Perú (véase Val-
derrama y Escalante, 1980: 237). Los jugadores son hombres, sean afi-
nes o amigos del difunto, pero nunca consanguíneos y nunca mujeres.
Nunca observe la versión que a veces se juega en Huaquirca, pero me
dijeron que se tiende una tela negra en el piso y se coloca varias habas
secas encima. Desde una posición vertical, cada jugador se apoya sobre
una rodilla, dejando todo su peso sobre un haba puesta verticalmente,
en un intento de romperla en dos. Si el haba se parte, el jugador gana,
pero si no pierde, y tiene que recitar himnos para el alma y/o comprar
trago para el velorio. En la puna de Huaquirca y en Matara, se rompe
seis habas en dos, y se tira los doce cotiledones resultantes como dados
sobre la tela negra. Si más de la mitad caen con el lado plano hacia arri-
ba, el jugador gana, al contrario si el número es menor pierde y se so-
mete a las mismas condiciones citadas en Huaquirca. Centeno (1960:
103) describe otra variante del juego para el pueblo de Antabamba,
donde se echa semillas de maíz, pintadas de negro en uno de los lados,
sobre la tela, y luego se les saca de par en par, el resultado de un par se-
ñala un viaje a la otra vida sin problemas para el alma, y una sola semi-
lla señala la necesidad de varios actos mágicos por parte de los vivos pa-
ra ayudarle.
Después del desayuno en la mañana del entierro, las amistades
masculinas cercanas de la familia (querendones en castellano, khuyaq
en quechua: “los que aman”), sobre todo los afines masculinos, se reú-
nen en la casa del difunto para dos tareas: cavar la tumba y lavar la ro-
pa del difunto. Las querendonas femeninas llegan más tarde, a media
mañana, para preparar la comida que será servida a los miembros de la
comunidad que vienen a la casa después del entierro. Cerca de las
9H00, después de unos tragos preliminares, un grupo de hombres sale
a cavar la tumba. Cerca de las 10H30, otro grupo de hombres dirigido
por un ‘yerno’ sale rumbo a un arroyo a unos dos kilómetros del pue-
blo para lavar la ropa. Este horario asegura que el entierro mismo y el
lavado de ropa se realizarán de manera más o menos simultánea, un
hecho significativo dado que ambos ritos tienen el fin de iniciar el via-
je del alma hacia la otra vida y parecen, en virtud de su propia separa-
ción en el espacio, avanzar el proceso de separación ya iniciada por el
deceso fisiológico.
Aunque muchos hombres van a cavar la tumba, sólo dos pueden
trabajar a la vez; entonces el trabajo avanza vigorosamente por turnos,
Aguas mortíferas y cerros hambrientos / 159
que se cuelga del medio de un palo que dos hombres cargan al pueblo.
Los lavadores regresan al pueblo al trote, ya que el ‘yerno’ corta una ra-
ma espinosa para azotarlos, al avanzar nadie mira hacia atrás por mie-
do de sentirse obligado a seguir al alma del difunto en su viaje a la otra
vida, viaje que prosigue alejándose del pueblo por el mismo camino
por donde los lavadores ahora regresan.
Cuando los lavadores llegan resoplando al cementerio en el bor-
de del pueblo, el entierro ha terminado, pero la gente sigue en la puer-
ta del cementerio tomando y esperando su regreso. Los lavadores se pa-
ran a varios metros de los dolientes y reciben unos tragos de alcohol,
pero no se acercan. Despacio, todos se van a la casa del difunto, mas los
lavadores no se mezclan con los demás debido a la amenaza de azote,
del ‘yerno’. Al llegar, los lavadores entregan la ropa a la familia del di-
funto, que la guarda para las vigilias que se realizan en la víspera de To-
dos los Santos. Se sirve comida a los lavadores antes que a todos. Pue-
de haber más que de unas cien personas presentes para la comida pre-
parada por las afines femeninas y querendones. Los invitados van por
turnos a consolar a los consanguíneos del difunto, que muchas veces
rompen a llorar o a cantar el aya taki. Durante el transcurso de la tar-
de la gente se va poco a poco y finalmente el escenario vuelve a la tran-
quilidad, lo que queda son las dos velas después de que el cuerpo ha si-
do enterrado. Por la mañana siguiente, algunos afines al difunto volve-
rán a la tumba en busca de huellas de gente o ganado, en busca de sa-
ber qué clase de ser, el alma va a llevar consigo a la otra vida, porque los
sobrevivientes esperan esto como asunto regular. Cuando el período de
duelo finalmente termina, varios días después del entierro, un ‘yerno’
lava las lágrimas de las cara del cónyuge del difunto y la de los consan-
guíneos.
Esto concluye la descripción de los ritos de la muerte en Hua-
quirca. Quizás su rasgo más notable es un énfasis incesante en dualidad
y separación. No sólo se representa la muerte como una separación del
alma del ánimo, sino la llegada del momento de separar al muerto de
los vivos, se despacha el alma a la otra vida, a través de las ceremonias
simultáneas del entierro y la del lavado de ropa. Este despacho dual
avanza el proceso de separación de la muerte, cuando el alma es desa-
lojada del cadáver y mandada al viaje. Aunque los vivos siguen apega-
dos al muerto, estos ritos inician su separación.
162 / Peter Gose
Antes de proseguir con relatos sobre la otra vida, vale la pena es-
tablecer algunos nexos entre los ritos de la siembra y la muerte. Éstos se
organizan de una manera paralela, y cada uno proporciona una estruc-
tura consistente para el otro. En el ceremonial de la muerte, la cavada
de la tumba y el lavado de la ropa se dividen en tres períodos de traba-
jo y dos períodos de bebida y descanso, de la misma manera que una
jornada normal en los campos, aunque sólo se tarda unas dos horas en
completar cada tarea. De esta manera, estos ritos mortuorios se equiva-
len implícitamente con el trabajo agrícola. De otro lado, la distribución
de las semillas en las chacras, se ordenan según una imagen de dualidad
generativa (sawasira/pitusira) que se modela últimamente en la rela-
ción entre almas humanas (ánimo/alma). De esta manera el crecimien-
to de los cultivos se relaciona con conceptos de almas humanas que son
prominentes en el rito mortuorio.
Esta conexión entre semillas y almas se hace todavía más eviden-
te en las adivinaciones que se realizan durante la siembra y el velorio.
Ambas adivinaciones utilizan semillas para saber el destino y disposi-
ción de las almas humanas. De hecho, las adivinaciones en el velorio
simplemente extienden el concepto de salvación que fue desarrollado
en las adivinaciones de la siembra al indicar el progreso del alma en la
otra vida. Pero lo que es más digno de notar de las adivinaciones de la
siembra y del velorio es como intercambian términos de referencia: el
trabajo en el contexto competitivo de los equipos de siembra se repre-
senta en términos de “salvación”, mientras durante el velorio, se trata el
destino del alma en términos de “ganar”. Esta contrarreferencia subra-
ya la similitud formal entre las dos adivinaciones, mas evidentemente
estamos frente a más que una simple homología entre campos semán-
ticos distintos. El hecho de que las semillas son aptas como medio de
adivinar el destino de las almas humanas en el trabajo y en la otra vida
ya presupone conexión entre las dos, misma que se desarrolla más
cuando sawasira y pitusira están modelados según alma y ánimo, y en
el énfasis en parejas, división y negrear en las adivinaciones, que se ba-
san en la separación de almas en la muerte. No solamente se modifica
las semillas para que correspondan a ideas sobre almas humanas, sino
la gente hace esto para aprender sobre las disposiciones espirituales de
los vivos y los muertos. Esta interacción entre semilla y almas va más
allá que la homología formal, y sugiere que no son campos separados
para los participantes en estos ritos.
Aguas mortíferas y cerros hambrientos / 163
Como cuando vaga antes de la muerte, los vivos pueden ver el al-
ma en su viaje hacia el occidente y la otra vida, mientras ella no notará
su presencia. Después de una larga caminata por la puna y sobre los pi-
cos altos de la División Continental, el alma empieza su bajada por la
vertiente occidental de Los Andes, y alcanza su primer hito significati-
vo: ‘Campanayoq’. Este es una piedra enorme en forma de campana que
supuestamente ha de tañer cuando el alma pasa, anunciando su llega-
da a lugares más adelante. Luego, el alma llega a una gran pampa árida
conocida como “Pueblo de Perros” (Alqollaqta), sembrado con grandes
figuras de piedra parecidas a perros, que se dice son sus almas. Cual-
quiera que haya maltratado perros en la vida probablemente será gra-
vemente mordido, o hasta devorado por completo allí (véase Valderra-
164 / Peter Gose
ciones del velorio, y es un perro negro quien lleva el alma al pie del ce-
rro de los muertos. De otro lado, muchas versiones de la muerte en Los
Andes proponen una inversión de la noche y el día entre los mundos
respectivos de los muertos y los vivos;26 entonces el simbolismo del
blanco y el negro pueden representar con menor claridad estos mun-
dos en si y, más bien, corresponden al contraste formal entre ellos, co-
mo parte del énfasis general, en separación, durante los ritos de la
muerte. En todo caso, la tradición de matar un perro negro en Waña-
qota, el lugar del lavado de ropa, y la suspensión de un cordel lloqe allí,
evidentemente, anticipan las necesidades del alma para cruzar el Map’a
Mayo. Durante un lavado de ropa en el cual participé, los hombres de
hecho bromeaban con gente pasando por Wañaqota que estaban cru-
zando el Map’a Mayo para volver al país de los vivos, de manera implí-
cita igualando los dos arroyos. Es como si Wañaqota y el Map’a Mayo
fueran de alguna manera el mismo lugar, uno que es cerca para los vi-
vos y lejos para los muertos. Esta diferencia es proporcional al hecho de
que el Map’a Mayo es un riachuelo para los vivos, pero crece hasta ser
un océano vasto para los muertos, que pierden su sentido de propor-
ción cuando pierden su ánimo.27
Según una versión, la subida del alma por Qoropuna lo lleva por
“Pueblo de Gatos” (Michillaqta), “Pueblo de Pollos” (Wallpallaqta),
“Pueblo de Cuyes” (Qowillaqta) y “Pueblo de Ollas” (Mank’allaqta),
donde cada uno de estos seres castiga al alma por cualquier maltrato
que hubiese hecho a ellos en vida (Cfr. Valderrama y Escalante, 1980:
258-60). La incapacidad del alma de dominar estos seres, como lo ha-
cia en la vida, es otro indicio de su desprendimiento, proceso que em-
pezó con la pérdida del habla y la escucha y que, además se lo puede
atribuir a la pérdida del ánimo. Pero, la mayoría de las versiones de la
otra vida que escuché, en Huaquirca, simplemente, sostenían que el al-
ma está subiendo por un largo camino que va en zetas encima de la nie-
ve hasta la cumbre del Qoropuna,28 donde hay un lago en medio de
tres picos. Aquí, hay una especie de juicio por parte de Dios o de San
Juan Bautista,29 según la versión. Existe la tentación de interpretar este
paso del Map’a Mayo y juicio por San Juan Bautista como una especie
de bautismo en la otra vida, especialmente porque el alma ha sido re-
ducida al estado de un bebé.
Varias versiones estaban de acuerdo que una vez dentro de Qo-
ropuna, los muertos se vuelven a casar con alguien que no era su cón-
166 / Peter Gose
Síntesis
Figura 13
Cerros de maíz y cerros de los muertos
Figura 14
Método de riego
remita al país de los vivos, donde es absorbida por las plantas. Así, las
plantas son los beneficiarios iniciales de la muerte humana, y dependen
de ella para su propia vida.
Como formas de vida, la gente y las plantas son a la vez unidas y
divididas por su dependencia del agua como fuerza animadora. Aun-
que el agua es el denominador común de la vida para ambos, el mismo
hecho de que puede ser reciclada de gente a plantas (y viceversa) sugie-
re que se incorpora en una forma, a costo de la otra. Este juego de su-
ma cero es una razón poderosa porque las imágenes rituales de la
muerte saturan las tareas del riego y la siembra que señalan el reinicio
de la temporada de crecimiento. Pero, en otro nivel, la vida humana se
sustenta con los cultivos y, a través de ellos los vivos logran recapturar
la energía soltada por los muertos. Al enterrar la semilla, los vivos lo-
gran recuperar en parte los subproductos de la disolución espiritual y
física de los muertos en una síntesis agrícola regenerativa. La agricultu-
ra es una mediación central compleja entre vivos y muertos, porque si-
multáneamente renueva y extingue la vida humana.
Hay un concepto andino que une la separación de la muerte y la
síntesis agrícola en una sola palabra: pallqa. Esta palabra denota la bi-
furcación y confluencia simultánea del agua corriente (véase Earls y Sil-
verblatt, 1978: 312). Dado que la gente andina muchas veces sostiene
que hay ríos subterráneos que corren en direcciones opuestas a sus
equivalentes en la superficie de la tierra (véase Allen, 1988: 52), el flujo
bi-direccional del agua postulado por el concepto de pallqa se hace me-
nos paradójico. Aquí, la unidad y la separación se funden en un solo
concepto esotérico que capta perfectamente el flujo de agua entre la
muerte y la vida, gente y plantas. Una imagen relacionada es la de los
picos gemelos de Sawasiray y Pitusiray, los espíritus de los cerros a car-
go del maíz, que muchas veces son representados por dos mazorcas de
maíz unidas en la base (véase Capítulo 7). En tiempos anteriores, tales
gemelos siameses de mazorcas se llamaban aya apa chocllo: “mazorcas
de los muertos” (véase González Holguín, 1608: 31). Es como si ellos se
encuentran a medio camino entre la síntesis de los cultivos y la separa-
ción de la muerte, e incorporan aspectos de ambos.
Pero no son sólo los muertos quienes sostienen la agricultura lo-
cal. El rol de los vivos es crítico también, pero como hemos visto, se re-
presenta metafóricamente su trabajo como muerte y juicio espiritual
en los ritos del riego y la siembra. Ahora que hemos trazado la cone-
172 / Peter Gose
xión entre los muertos y la agricultura podemos ver cómo estos con-
ceptos de la muerte estructuran el trabajo de los vivos. Así, volveremos
a los detalles del riego y de la siembra que han sido relegados antes pa-
ra completar su análisis.
Ya hemos notado la correspondencia entre el riego y el lavado de
ropa, pero ahora es posible explicar el sentido de peligro en ambas ta-
reas al conectarlo con el origen simbólico del agua en el país de los
muertos. Parece probable que los regadores teman su contacto con el
agua porque el chuqchu (paludismo, tiritar) que provoca es demasiado
parecido a la disolución de la muerte que da lugar al agua.36 En el pa-
sado, cuando comuneros de Apurimac y Ayacucho viajaban a los valles
de la costa, asociándolo con el país de los muertos, muchas veces vol-
vían con casos fatales de paludismo (Montoya, 1980: 274). Entonces,
aunque el contacto con el agua de riego no llega al antagonismo abso-
luto que el agua experimenta ante el Map’a Mayo, el miedo de que pro-
ducirá chuqchu es algo parecido. Pero sería equivocado igualar esta
agua con la muerte, primero porque es expulsada de Qoropuna, y se-
gundo porque es la fuerza catalítica que va activar el crecimiento del
maíz (la interacción de sawasira y pitusira). Más bien, debe ser visto co-
mo una fuerza vital enteramente des-incorporada, ánimo puro, extraí-
do de la reducción del alma por calor en Qoropuna, y expulsado del
país de los muertos como una sustancia ajena. Es la hostilidad de esta
agua a la incorporación que la hace peligrosa y corrosiva, y el tiritar es
un indicio de vitalidad no-incorporable. Así, en la vida como en la
muerte, el agua es “el enemigo de nuestra alma” como lo expresan los
Macha de Bolivia (Platt, 1982: 247).
Pito es un antídoto efectivo contra el efecto de esta agua. Al ser
una chicha espesada con grandes cantidades de harina de maíz tostado,
pito casi exige ser diluido. Esta harina de maíz tostado puede absorber
el agua fría y enérgica expulsada del país de los muertos de la misma
manera en que, se espera, lo van a hacer las semillas de maíz, que los
cuerpos y almas de los hombres no pueden. Por lo tanto, pito funciona
como un aislador. No sólo restaura el equilibrio entre lo húmedo y se-
co, sino también entre lo caliente y frío, así reuniendo estas separacio-
nes polares provocadas por la muerte. Esta interpretación recibe otro
apoyo en la derivación lingüística de pitusira de pito, dado que a veces
se considera que el primero es el alma del maíz y, por lo tanto, sería un
vehículo apropiado para absorber el ánimo sin cuerpo del agua. Apar-
Aguas mortíferas y cerros hambrientos / 173
vos como los muertos expulsan energía acuática, a costo del cuerpo,
que es convertida o consumida para producir la “animación” deseada.
Esto sugiere que la chicha no añade energía tan mecánicamente al cuer-
po, sino que genera energía en base a una transformación interna co-
rrosiva. El efecto animador de la chicha tiene un lazo profundo con el
concepto del trabajo como muerte y juicio espiritual porque se basa en
la misma separación mortal de la energía de la incorporación.
La fermentación es clave en la comprensión de como la chicha
causa esta separación “animadora”, pero mortal en el trabajador. En la
siembra, se combina agua y maíz para provocar germinación y creci-
miento, pero en la producción de la chicha, estos dos elementos se
combinan a través de la fermentación, proceso aliado de cerca con la
descomposición de la muerte (Cfr. Lévi-Strauss, 1964: 158-60). Los que
toman chicha pasan por una especie de proceso de fermentación ellos
mismos, donde la fuerza de trabajo es soltada como el alcohol durante
un proceso de “salvación” que deja un residuo orgánico (wanu): el
cuerpo transformado por la muerte. Las adivinaciones de la siembra
identifican a los hombres con los subproductos de esta transformación,
y al hacerlo, los diferencian. Pero evidentemente la “muerte” que resul-
ta del consumo de chicha es más sutil y dirigida que el tiritar que resul-
ta del contacto con el agua de riego. Esto es porque la chicha es una sus-
tancia más compleja y mediada que templa la vitalidad pura del agua
con las virtudes incorporadoras del maíz. Como resultado, la energía li-
berada por la chicha no es tan incontrolable como las aguas turbulen-
tas del Map’a Mayo; y es canalizada en la forma institucionalizada del
ayni. Esta transformación se demuestra de manera ordenada en los
nombres que se da a varias modalidades de servir la chicha.
La más frecuente es donde una mujer sirve un solo vaso o cuer-
no de chicha a un hombre, se llama maña. Esto viene de mañay, que re-
fiere al procedimiento de solicitud formal en ayni, cuando un dueño
pide ayuda para un grupo de trabajo con unos tragos de alcohol y mu-
chos ruegos, con frecuencia en un tono álgido y con gemidos exagera-
dos (Cfr. Mayer, 1974: 46-50, 1977: 63-7; Flores y Najar, 1980: 487-90).
Otra definición de maña, “lo que se debe prestar, lo que se debe pedir”
(Lira, 1944: 628), enfoca con mayor claridad el ayni para ser prestado o
reciprocado. Según una mujer, con quien debatí, el tema, maña quiere
decir “algo que no tiene su par”. Más que un simple trago, entonces,
maña establece la falta de, y necesidad de devolver, algo equivalente:
176 / Peter Gose
Notas
1 Aunque se seguía este orden en la acequia de Huaylla-Huaylla, el primer terre-
no a ser regado y sembrado en la acequia de Totora pertenecía al gobernador, y
se ubicaba cerca del centro del orden ideal. En otras partes de Los Andes tam-
bién se cuenta que los vecinos ignoran la distribución acostumbrada del agua
(Cfr. Malengreau 1974: 195; Montoya, Silveira y Lindoso 1979: 177; Skar 1982:
138). Aunque esto parece ser una aseveración más del poder vecino, el asunto
resulta ser más complejo. En Huaquirca se esperaba que los comuneros que
ocupaban cargos religiosos o políticos también fueran a saltar su turno en el
riego, y la práctica parece ser legítima para cualquiera que ha asumido deberes
formales frente a la comunidad, incluyendo a los vecinos. Antes de la abolición
del sistema de varayoq, en 1947, las primeras chacras en ser regadas estaban li-
gadas con los cargos de Navidad en Huaquirca. Una de estas chacras se conoce
como Taytaq (“del Padre”) y se ubica en el fondo del valle, cerca del final de la
acequia de Totora. La otra es Mamaq (“de la Virgen”) y está cerca del inicio de
la acequia de Totora, en el límite superior de la zona de andenes. Ambas eran
sembradas en faenas organizadas por el juez de aguas del canal de Totora. En el
momento de mi investigación, estas chacras eran trabajadas como cualquier
otra, por el ocupante del cargo asociado con ellas.
2 En tiempos de escasez de agua, se puede almacenarla de las acequias, en estan-
ques, durante la noche, y usarla para aumentar la cantidad disponible a la ma-
ñana siguiente. Quispe (1969: 63) nota una interesante división administrativa
entre agua corriente y agua del estanque como parte de una distribución com-
pleja de agua según rakis (porciones, acciones) en Huancasancos.
182 / Peter Gose
3 El fin principal del riego en todos Los Andes es prolongar la temporada de cul-
tivo del maíz (Cfr. Dollfuss 1981: 49), no sustituir a la lluvia natural. Esto le da
un carácter opcional en muchas regiones, sobre todo en años de lluvias tempra-
nas.
4 Debido a que utilizan arados de pie, la gente en Huaquirca no siembra sus cul-
tivos en surcos, a diferencia de muchas regiones de Los Andes donde se siem-
bra con yugo y arado. Por lo tanto, sus chacras carecen de la pauta de camello-
nes y zanjas que después serán tan útiles para el riego. En regiones donde se
siembra en surcos, también se comentan conceptos muy precisos sobre cómo se
deben distribuir las semillas; por ejemplo, que la unidad básica de distribución
para una semilla debe ser de dos filas paralelas, o que se debe sembrar el trigo
en terrenos, bajo el maíz, de manera perpendicular a los surcos (Skar 1982:
141). Aunque hay buenas razones técnicas para estas prácticas, yo argumenta-
ría que también poseen su dimensión simbólica. La unidad mínima de dos fi-
las paralelas, por ejemplo, refleja la estructura diádica (igual por igual) del ay-
ni, mientras la configuración perpendicular del maíz y el trigo sugiere la cruz,
cuya función es proteger los cultivos.
5 Hay una variación considerable en la pronunciación de estos nombres en Hua-
quirca: sawasiri/pitusiri, sawasere/pitusere, hasta saywasere. Wallis (1980: 251)
añade sawasiri/pitusayri; mientras Gow y Condori (1976: 40) reportan hawasi-
ray y pitusiray como los nombres de los cerros para los cuales se nombran estas
calidades. El análisis semántico de estos nombres es difícil, pero evidentemente
deseable. Parece que sawa puede ser una corrupción del quechua sara (“maíz”)
y entre los muchos significados de pitu (que serán discutidos luego en relación
con la bebida pito) se encuentra el de harina de maíz tostado. No pude encon-
trar un significado para el sufijo sira, pero el verbo quechua siray se refiere a la
acción de torcer un cuello o degollar. El sufijo siri señala la posesión en ayma-
ra; así, sawasiri indicaría “teniendo sawa” y pitusiri significaría “teniendo pitu”.
Estas traducciones me parecen las más probables. Las variantes adicionales se
distribuyen como sigue; saywa es “mojón”, sayri es “tabaco”, hawa es “afuera”. No
percibo una pauta subyacente en esta variación semántica y por lo tanto me
apoyo en las varias explicaciones locales de estos términos, que en todo caso son
más relevantes.
6 En quechua, “Manam qespikunchu,” una frase que siempre me fue traducida co-
mo “No se salva”, aunque qespikuy puede ser traducido como “liberarse” o “dar
a luz” (Cusihuamán 1976; Lara 1978: 201). Como “salvarse”, qespikuy puede re-
ferirse tanto al concepto metafísico cristiano como al acto más mundano de es-
capar de un peligro. Toda la evidencia sugiere que el primer sentido es más re-
levante.
7 Se puede interpretar estas wankas como una continuación de las relaciones en-
tre mujeres jóvenes y espíritus de los cerros establecidas en los bailes de qhash-
wa, descritos en el Capítulo 3. En tiempos precolombinos, este estilo de canto
era asociado con cultos de la fertilidad agrícola alrededor de monolitos de pie-
dra (también conocidos como wanka), ubicados en las chacras (véase Duviols
1979). Estos monolitos representaban los ancestros, en gran manera como los
Aguas mortíferas y cerros hambrientos / 183
espíritus de los cerros los representan hoy en día (nótese que uno de los signi-
ficados de apu es padre del padre del padre del padre). La wanka precolombina
se asocia con ritos de desfloración (véase Duviols 1979;22), al igual que el
qhashwa moderno; la ocasión cuando se dice que los espíritus de los cerros se-
ducen e impregnan a mujeres jóvenes. Ambas prácticas parecen involucrar un
intento mágico de transformar la sexualidad no-domesticada en fertilidad agrí-
cola, y bien puede haber una conexión histórica entre ellas.
8 Véase Carter (1968: 245), Duviols (1973: 158, 164), Bastien (1978: 175), Valcár-
cel (1980: 81) y Harris (1982: 52).
9 Lira (1944: 873) da la definición siguiente de samakuy: “Reposar, descansarse
con gusto, descansar del trabajo o de la fatiga. Dormir, descansar. Yacer enterra-
do, durmiendo el sueño de la muerte.” Sólo falta el aspecto adivinatorio, pero
esto parece estar cubierto por el termino “samancha”, que es un rito de bendi-
ción en la siembra que involucra adivinación y conceptos de conducta moral
(Lira 1944: 875; Urbano 1976: 137-40). Me uno a Urbano (1976: 137) y Car-
penter (1992: 133) en sugerir que hay una semblanza semántica, y no mera-
mente fonética, entre estos derivados de samay y sami, principalmente en base
a los varios referentes del primero en el rito descrito aquí. El único referente
principal de la raíz samay que no está presente de manera inmediata en este ri-
to es “respirar”, “aire soplado” y conceptos relacionados. Pero al otro lado del va-
lle de Huaquirca, los hombres trabajando en equipos de arado de pie, durante
la siembra de los andenes de Antabamba, mantienen un ulular constante, alter-
nando entre dos tonos, que llega como eco a Huaquirca, y forma parte del am-
biente de la siembra allí. Aunque sería ir más allá de la evidencia decir que este
canto se incorpora al sentido de samay desarrollado en la siembra, tampoco se
puede excluir la posibilidad por completo. En el Capítulo 3 ya hemos visto un
caso donde un rito une dos conceptos que son homónimos aparentes (raki-ra-
ki como helecho y como muchas acciones de agua de riego) y realiza una cone-
xión motivada entre ellos. La fusión del descanso, la adivinación y el entierro
realizado alrededor del término samakuy es sólo uno de varios casos similares
que han de aparecer en este capítulo. Lo interesante aquí es cómo el rito, en vez
de proceder a manipular signos verbales según sus usos cotidianos y fragmen-
tados, parece re-abrir la cuestión de la relación del significante fonético al con-
cepto significado, y negar que es arbitrario al hacer interactuar los varios senti-
dos designados por sonidos similares o idénticos (Cfr. Turner 1969: 64).
10 Sin poder aseverar que he estudiado la medicina tradicional en Huaquirca de
manera seria, me parece que los que curan con ofrendas relacionan sus medici-
nas con conceptos del alma de manera mucho más sistemática que los que cu-
ran con yerbas. En todo caso, no hay un discurso estándar sobre la naturaleza
de la persona viviente, sino más bien una variedad de prácticas e ideas coexis-
tentes (que pueden ser invocadas en diferentes momentos según su valor heu-
rístico), sin conformar necesariamente un sistema unificado.
11 En las palabras de Bastien (1978: 45), alma sería el “principio de vida” y ánimo
el “principio de energía”. En al menos una región de Los Andes se da una iden-
tidad sexual a estas calidades, y constituyen una teoría de la concepción: “La
184 / Peter Gose
participar normalmente en grupos de trabajo, algo que antes hubiera sido im-
pensable.
18 Véase Harris (1982: 52) y Flores (1979: 63), quienes comentan que una insufi-
ciencia de tierra al rellenar la tumba indica que más gente tendrá que morir
dentro de poco.
19 Skar nota que incumbe a un qatay (por preferencia, el marido de la hija) gol-
pear la tierra suelta de la tumba con una piedra pesada y plana, que subraya la
idea de que se está empujando el cadáver hacia abajo. Observado el rol del “yer-
no” en la muerte, que consiste casi exclusivamente en asegurar la salida de su
“suegro” de este mundo, resulta atractivo proponer un significado nuevo para
la colocación, por parte del “yerno”, de una cruz en la cumbrera del techo una
vez cubierto de paja, que se basa en la cruz como señal de la tumba.
20 Valderrama y Escalante (1980: 235) presentan evidencias de que este ayni no es
para ser devuelto por el alma misma, sino por los dolientes (sobre todo los afi-
nes), cuando los contribuyentes enfrentan una nueva muerte. Esta impresión
también surge del comentario de Malengreau (1974: 193) sobre la muerte co-
mo una ocasión de intercambio generalizado, donde se realizan servicios al di-
funto como yanapa (“ayuda”, sin esperanza de reciprocidad estricta). Sin negar
estos puntos, yo argumentaría que todavía hay un sentido en que el alma mis-
ma devuelve el ayni de los vivos, sobre todo el que se le ofrece en libaciones, al
proveer este mundo con agua.
21 Guamán Poma (1615: 294) menciona a Qoropuna como domicilio de los
muertos, lo cual sugiere que al menos algunos elementos de esta tradición son
de origen precolombino. Otros etnógrafos que mencionan Qoropuna son Ar-
guedas (1956: 265-6), Roel Pineda (1965: 27-8) y Valderrama y Escalante
(1980). Aunque Harris (1982: 62-3) menciona el pueblo de Tacna, en la costa,
como el país de los muertos, y no Qoropuna, al parecer un conjunto similar de
ideas está funcionando. Se puede decir lo mismo del relato en Zuidema y Quis-
pe (1968), basado en la subida de un cerro no-identificado. Mucho menos fácil
de integrar, por motivos que resultarán evidentes, es la idea proveniente de Ca-
jamarca, de que los muertos van a la selva (Arguedas 1975: 16), y la comunica-
ción de Bastien (1978: 85-6. Capítulo10) sobre un reciclaje de los muertos a tra-
vés de cerros locales.
22 Normalmente se denota el riego en quechua con los términos qarpay y mall-
may. Es el paralelismo extra-lingüístico entre el riego y el lavado de ropa que
proporciona un motivo para la elisión de la diferencia fonética entre pacha y
p’acha, y permite que p’acha t’aqsana sea entendido como “lavado de la tierra”
o riego. Pero esto no es una ocurrencia lingüística aislada, porque he escucha-
do p’acha usado como sinónimo de hallp’asqa (“terrenado”, refiriéndose a la ex-
tracción sobrenatural del corazón y los bofes de una persona viva), en Huaquir-
ca, cuando, según la teoría, debe referir sólo a la ropa porque empieza con un
explosivo (p’). Mannheim (1988) ha proporcionado una excelente discusión de
los explosivos, en quechua, que sugiere que a veces se utilizan por énfasis a cos-
ta de la distinción fonémica de sus equivalentes no-explosivos. Cualquier com-
paración sistemática de los diccionarios quechuas va a confirmar que la función
186 / Peter Gose
Núñez del Prado 1975a: 395). Malengreau (1980: 510) insiste que esto debe ser
visto como yanapa, sin cálculo, y aunque yo estuviera de acuerdo que en gene-
ral este es el caso, no es necesariamente así. Cuando las mujeres trabajan en la
chacra, también entran en relaciones de ayni y yanapa con otras mujeres. A ve-
ces se ignora el hecho de que las mujeres sí practican ayni entre ellas, porque
menos trabajo femenino que masculino circula más allá de los límites de la uni-
dad doméstica, y porque como productoras de comida y bebida, las mujeres en-
tran en relaciones parecidas a la mink’a con los hombres. El punto final aquí es
si se puede definir la práctica del ayni exclusivamente desde una perspectiva
masculina. En tanto que el ayni está culturalmente elaborado alrededor de imá-
genes de la muerte, parece ser prototípicamente masculino, pero también hay
un sentido (quizás secundario) donde se aplica igualmente bien a servicios en-
tre mujeres.
39 Véase, por ejemplo, Allen (1988: 78, 81). Tanto Núñez del Prado (1975a: 394,
398, 1975b: 624) como Skar (1982: 144) notan el control femenino exclusivo de
las reservas de víveres, y los hombres no pueden entrar al cuarto donde están
almacenadas. Lund Skar (1979: 453-5) presenta un momento bastante diferen-
te, donde todos los miembros de la familia tienen derechos sobre los conteni-
dos del depósito, aunque no se los especifica. Una afirmación igualmente con-
fusa del control femenino del abastecimiento de víveres, de un lado, y de otro el
derecho de cada miembro del grupo doméstico a una acción de la cosecha, se
encuentra en Stein (1961: 221, 128). En otros lugares, la administración feme-
nina de las reservas de comida conduce a una identificación del depósito como
femenino (Wallis 1980: 252, 256), pero no se comentan los derechos de acceso.
Finalmente, Harris (1978a: 31) reporta que las mujeres son dominantes dentro
de la unidad conyugal porque controlan el consumo, pero dice que sólo la co-
cina se asocia con las mujeres, mientras el depósito se asocia con los hombres
(Harris 1978a;26), y que los productos agrícolas son vistos como pertenecien-
tes a toda la unidad doméstica debido a su trabajo conjunto (Harris 1978a: 29).
Este definitivamente no es el caso en Huaquirca. No obstante el hecho de que
los hombres generalmente están presentes en número superior a las mujeres, en
una relación de dos a uno en los grupos de trabajo agrícolas, el producto cae
bajo un control femenino exclusivo una vez que ha sido cosechado. La expre-
sión más clara de esto es que cuando marido y mujer pelean, a él no se le per-
mitirá comer en la casa, y no tratará de exigir acceso independiente a los víve-
res cocinando él mismo.
40 Aunque es enteramente normal que un hombre cocine o cuide a los niños de
vez en cuando, llegado el fin de mi trabajo de campo, sugerí en broma que
pronto tendría que hacer mi propia chicha; hasta vecinos que aseveraban nun-
ca haber tomado laqto, apenas suprimían su horror. Estaba bien que yo supie-
ra hacerlo, pero ¿acaso no podría encontrar al menos una mujer que me lo pre-
parara?
41 La chicha escupida por las mujeres se llama laqto, y es posible que su saliva ten-
ga cierto impacto en el proceso de fermentación, aunque sea sólo convirtiendo
carbohidratos en azúcares. Pero algunas mujeres aseveran que no escupen en la
Aguas mortíferas y cerros hambrientos / 189
masa y que los resultados son los mismos. En todo caso, la chicha preferida por
los vecinos se llama chicha de jora, hecha de semillas germinadas de maíz (wi-
ñapu) que dan otro color y sabor a la bebida.
42 En ausencia de una entidad englobante como la semilla, el encuentro de enti-
dades similares, en ayni, muchas veces se hace destructivo, como en las peleas
que estallan entre grupos de trabajo al realizar la wayliya, en el camino a casa
después de la siembra. Aquí, ayni se convierte en un principio de venganza
(González Holguín 1608: 33; Núñez del Prado 1972: 138). Esto no es del todo
sorprendente, dado que la dualidad simétrica, y la transformación yanantin que
lo logra, representan un asalto al cuerpo.
Capítulo 5
DE TODOS LOS SANTOS A NAVIDAD
q
Flores, 1979: 64). Ciertos hombres, de la comunidad, que han sido en-
trenados como sacristanes son muy buscados para recitar rezos en la-
tín sobre las tumbas los que reciben recompensas generosas de trago.
Todos los demás echan libaciones de chicha o trago en las tumbas. El
acontecimiento rápidamente devuelve en una borrachera extrema, y
por la media tarde, si lluvias intensas no han obligado a la gente a reti-
rarse ya a las casas, los dolientes están zeteando camino a sus hogares,
para caerse inconscientes o seguir con sus vigilias. Por lo general, un
cura del pueblo vecino de Antabamba llega a decir misa en la tarde; en
1982 la gente estaba decepcionada cuando no vino. Al fondo de la igle-
sia en Huaquirca hay un altar rústico de adobe con varios nichos, cada
uno conteniendo una calavera, que según se dice es dedicado al Día de
los Difuntos (véase también Harris, 1982: 61).
El Día de los Difuntos existe la costumbre de comer phatawa en
Huaquirca. Este plato se prepara haciendo hervir mazorcas enteras de
maíz seco. Se contrasta con el modo normal de cocinar maíz seco, don-
de se desgrana la mazorca antes de hervir los granos para preparar un
plato llamado mote. Phatawa es duro de mascar; los granos nunca se
rehidratan por completo porque siguen pegados al marlo. Algunas per-
sonas comen phatawa en todo el mes de noviembre; y a veces se sirve
en entierros también, pero es el plato clásico y muchas veces exclusivo
que se sirve al atardecer el Día de los Difuntos,2 y por lo general se li-
mita a esta ocasión. Es durante esta segunda noche de vigilia, me con-
taban, que el alma vuelve a salir rumbo a Qoropuna, pero su viaje no
parece involucrar las mismas tribulaciones como el de después de la
muerte. Por la mañana del 3 de noviembre, la mayoría de la gente está
otra vez trabajando en las chacras, y sólo los que han estado conducien-
do una vigilia para alguien que murió durante el año pasado pueden
quedarse en casa.
Todos los Santos y el Día de los Difuntos recapitulan muchos as-
pectos de la muerte individual, pero con algunas diferencias importan-
tes. Primero, la ropa lavada reemplaza al cadáver durante la vigilia, co-
mo si tuviera el poder de atraer al alma desde Qoropuna hacia su ante-
rior condición en vida. Lo mismo se puede decir de las ofrendas de co-
mida en el altar y la comida de mediodía servida para el alma. Mientras
los vivos quemaron la ropa y la comida del alma para despacharle de
este mundo e iniciar su viaje a la otra vida, ahora parecen reconsiderar
y hasta invertir este proceso al tender otra vez estas cosas para el alma
194 / Peter Gose
con fines de invitarle a volver. De otro lado, la idea de que el alma re-
gresa como mosca es la evidencia de la transformación que ha sufrido
en la otra vida. Dado que a veces se dice que el ánimo abandona el cuer-
po como una mosca azul (chiririnka) al morir, ahora parece que el al-
ma ha sido reducida al mismo tamaño y condición en Qoropuna (véa-
se Arguedas, 1956: 266). La asimetría que existía entre alma y ánimo (o
en otros términos, alma mayor y alma menor) se reduce a una simetría
de moscas en la separación de la muerte, parecido a la manera en que
la asimetría entre mujeres y hombres se reducen a una pareja simétrica
de hombres a través de la transformación de yanantin (Cfr. Platt, 1986:
248, 252). No obstante, estas moscas todavía son almas: tienen una es-
pecie de nostalgia por la vida, y regresan a la ropa y comida que la
acompaña. Nunca pierden totalmente su afinidad para la incorpora-
ción social y física que caracterizaba su vida, como tampoco son total-
mente olvidadas por sus parientes. Es este estado del asunto que con-
duce tanto a los vivos como a los muertos a volver a los lazos mutuos
de su período de duelo, y deshace la separación anteriormente lograda
en los ritos funerarios.
Otro aspecto de este proceso regresivo es el comer phatawa, maíz
cocido de una manera que rehúsa separar el grano del marlo, sawasira
de pitusira. Esta técnica de cocina parece diseñada a restaurar la unidad
viva de una mazorca fresca de maíz que no ha sido secada todavía en el
sol y la helada de la época seca. Pero, precisamente, este rechazo de la
separación que no permite una restauración real del la vida. Phatawa es
cocida y, por lo tanto, no puede servir como semilla, pero sigue siendo
duro y seco adentro, entonces tampoco se adapta a los códigos culina-
rios locales. El consumo productivo del maíz, sea como comida o como
semilla, exige la destrucción de la unidad formal de una mazorca seca.
De manera parecida, la “salvación”, o el expendio correcto de la energía
productiva en la siembra, exige que primero se acepte la muerte. Pare-
ce que de la misma manera en que Todos los Santos y el Día de los Di-
funtos niegan o deshacen la separación de los vivos y los muertos, tam-
bién niegan la separación entre el grano (sawasira) y el marlo (pitusira)
en el maíz. Se mantiene el paralelismo y la interconexión sustantiva en-
tre estos dos campos.
El paqpako desafía este lazo renovado con los parientes muertos.
Aunque une todas las vigilias en su ronda, el paqpako también roba la
comida que sigue ligando el alma con sus parientes vivos, y que man-
Aguas mortíferas y cerros hambrientos / 195
Segundo riego
de cuatro o cinco hombres. También habrá una o dos mujeres para ser-
vir la chicha, pero como en el primer riego, no trabajan la chacra ni tie-
nen contacto con el agua. De hecho, el tamaño reducido de estos gru-
pos de trabajo se debe, en parte, a la naturaleza intensiva del riego.
También se debe al hecho de que las tareas ya se empiezan a acumular
y coincidir. El mismo número de personas se distribuyen entre un nú-
mero mayor de grupos de trabajo. En 1982, lluvias intensas llegaban
temprano, y se realizó el segundo riego sólo en unas pocas de las pri-
meras parcelas sembradas; así que no pude participar en esta tarea.
Primer aporque
ción con una tarea que por costumbre viene después de Todos los San-
tos. La relación mágica de música de flautas con lluvia sugerida por Ha-
rris (1982: 58) recibe una vuelta interesante en Huaquirca por la toca-
da de quenas en las t’inkas (“libaciones”) de la época seca, no sólo en
estas tareas que coinciden con el inicio de las lluvias intensas. En vez de
expresar la presencia literal de los muertos, se puede ver la música de la
quena como un modo de solicitar la lluvia. Los hombres me decían in-
cansablemente que tocan quenas para seducir a las mujeres, no para
atraer la lluvia. Según ellos, la música de la flauta es objeto de deseo fe-
menino, quizás algo que contrapesa su propio deseo de chicha. Si es así,
los descansos en el trabajo donde chicha y música de quena circulan la
una contra la otra expresarían una forma más recíproca de la comple-
mentariedad de género (“falta por falta” acercando a “igual por igual”)
que la relación jerárquica de mink’a no-declarada comentada en el ca-
pítulo anterior, donde el poder de la chicha era absoluta.
La siembra de papa
Segundo aporque
maíz en competencia para la luz del sol. Conforman equipos que van
adelante de los hombres y ayudan con su visión a ubicar las yerbas.
Cuando los hombres terminan una área, las mujeres también reúnen y
sacan las yerbas desarraigadas por los hombres. No obstante esta cola-
boración, es durante la kutipa que escuché a los hombres despreciar
más ruidosamente el trabajo de las mujeres en las chacras.
Los descansos del trabajo durante la kutipa presentan las mismas
formas de sentarse y de distribuir la chicha (incluyendo yanantin) an-
tes descritos. También tienen melodías distintivas de quena. Al fin del
período final de trabajo, hay un rito modesto pero distintivo conocido
como sara p’ampa (entierro del maíz). Las plantas de maíz que han si-
do accidentalmente desarraigadas durante la jornada son reunidas en
un poncho y llevadas a un hoyo poco profundo, de unos cincuenta cen-
tímetros, que ha sido cavado para ellas. En el pueblo de Antabamba,
hay un sitio particular en cada parcela conocido como el qoturipata
(lugar o andén de almacenamiento), donde siempre se realiza este rito.
En consecuencia se supone que el sitio es especialmente fértil y produc-
tivo. En Huaquirca, parece que no se utiliza el mismo lugar de un año
a otro, o que se espera algún incremento de fertilidad. No obstante, al-
guien va a reunir un coca k’intu (tres hojas perfectas de coca superpues-
tas, lado oscuro arriba) y colocarlo en el fondo del hoyo. Al igual que se
lleva un cadáver a la tumba en un poncho, de la misma manera se baja
los tallos de maíz al hoyo. Los que así desean vierten libaciones de chi-
cha sobre las plantas y luego utilizan sus lampas para tapar el hoyo. En
ciertos aspectos, el acto es comparable a la siembra ritual que se realiza
al finalizar la adivinación de samakuy de la siembra, dado que ambos
incluyen un coca k’intu y ambos pueden ser realizados en el mismo lu-
gar en la chacra. Pero a veces se discute el sitio de la plantada ritual du-
rante la siembra, no así la ubicación del sara p’ampa. Aquí se confirma
el concepto de la siembra como un entierro ritual que renueva la vida,
ahora en el re-entierro de las víctimas de este proceso regenerativo.
Otra vez, las antiguas pautas del entierro humano en los andenes y los
laymis no parecen tan remotas.
El regreso al pueblo de la kutipa procede lentamente, los hom-
bres tocando flautas y las mujeres a veces cantando. Como en la siem-
bra, la gente puede esperar para que todo el grupo se junte en el cami-
no en las afueras del pueblo antes de entrar, para lograr un impacto
máximo.8 Los allegados de los patrocinadores del grupo de trabajo re-
Aguas mortíferas y cerros hambrientos / 209
Navidad
parsa se compone de dos filas paralelas de hombres, con los más altos
y mejor vestidos adelante, y los demás ordenados según altura decre-
ciente hacia atrás. Este orden establece una simetría lateral entre las dos
filas, al marchar separados por unos cuatro metros. Entre las dos filas,
más o menos en el medio, hay un violinista sin disfraz que toca estro-
fas alternas de la wayliya. Cuando la estrofa del violín termina, los
hombres casi dejan de marchar, mientras las dos filas se vuelven cara a
cara y cantan:
wayliya wayliya wayliya
wayliya-hiya wayliya
wayliya-hiya wayliya
Terminado esto, el violinista resume su melodía, y los hombres
su marcha. Los hombres que van adelante en cada fila (los punteros)
introducen cambios periódicos en el tono y ánimo de la wayliya, pero
aparte de esto, se repite esta pauta básica una y otra vez mientras las
comparsas desfilan alrededor de la plaza, por lo general evitando
irrumpir cada una en el espacio de la otra. Las dos comparsas no inten-
tan coordinar sus alternaciones respectivas entre cantar y marchar, y se
ignoran seriamente en un intento de convertir su propia actuación en
el foco exclusivo del acontecimiento. Después de cerca de una hora de
este baile por la tarde del 24 de diciembre, una imagen del Niño Jesús
es sacada de la iglesia por parte del carguyoq de Mamaq o de Exaltación
(pero nunca por Taytaq). Las dos comparsas entonces empiezan a su-
bir al Niñupata (“lugar del Niño Jesús”, una capilla pequeña por enci-
ma del barrio de Huachacayllo, véase Figura 3), con sus carguyoq ade-
lante, uno de ellos lleva la imagen del Niño Jesús en brazos. Durante es-
ta subida, las comparsas intercambian la delantera varias veces; las filas
de la comparsa de adelante se apartan, y dejan que la otra comparsa pa-
se por medio de ellos a asumir la delantera. La imagen del Niño Jesús
es colocada en la capilla, y las dos comparsas bailan en las pequeñas
pampas a ambos lados de esta construcción, rodeados por cientos de
espectadores. El baile sigue hasta el atardecer, cuando las comparsas
desfilan por la bajada abrupta hasta el pueblo, intercambiando la de-
lantera como hacían en la subida, y se retiran a las casas de sus patroci-
nadores respectivos, donde comen y reciben más bebida, antes de acos-
tarse temprano.
Los bailarines se levantan antes del amanecer la mañana del 25
de diciembre y comen antes de seguir con la wayliya, subiendo de vuel-
212 / Peter Gose
Figura 16
El ciclo anual y la Inmaculada Concepción
túan una inversión lateral correctiva, son otra manera de eliminar esta
asimetría (véase Platt, 1986: 247) y aquí es significativo que se integren
en los disfraces de los bailarines. La vuelta de Lisa el travesti alrededor
de la plaza, y los intentos de los layqa (hechiceros/as), con sus falsetes
gritones, de agarrar el jarro de chicha en su espalda, sugieren una apro-
piación simbólica de lo femenino centrada en esta manifestación críti-
ca del poder femenino.15 Hasta cierto punto, el episodio puede repre-
sentar una apropiación del poder de incorporación, dado que después
de esta actuación, se vierte libaciones para los familiares de los bailari-
nes para asegurar su bienestar y salud. Principalmente, el énfasis sigue
en el proceso opuesto de equivalencia corrosiva y liberación de energía.
El principio fundamental de la wayliya de Navidad es la identi-
dad competitiva entre las dos comparsas, una que recuerda la compe-
tencia entre equipos de sembradores de maíz y el concepto de “salva-
ción” como un gasto mortal de la energía del cuerpo. La simetría late-
ral de cada comparsa sugiere no sólo el concepto de yanantin (Cfr.
Platt, 1986: 245-6), sino también la fórmula dual del ayni, “igual por
igual”, que se desarrolla más en la alternación del canto y la música del
violín dentro de cada comparsa, la alternación de versos cantados
cuando las comparsas se enfrentan, y el intercambio de la delantera al
ir y volver de Niñupata. Hasta la culminación de este proceso en la ba-
talla ritual entre las dos comparsas, el momento de presencia máxima,
es marcado por ayni, como un principio de venganza (véase Núñez del
Prado, 1972: 138, Núñez del Prado, 1973: 30-1), fruto de la polarización
de la comunidad en alianzas con dos patrocinadores. Como el carguyoq
de Taytaq observo con razón en 1982: “Es la pelea que hace Navidad.”
Esta pelea es más viva cuando se realiza entre Taytaq y Mamaq, los car-
gos entre los cuales hay “más rivalidad”. Antagonismo, y no comple-
mentariedad, es lo que caracteriza el uso del simbolismo de género en
esta actuación.
Hay algo malévolo en la transformación de género en la wayliya
de Navidad, sugerido por el uso del término layqa (hechicero/a) para
referir a los bailarines que hablan en falsete, entre quienes se recluta al
travesti. La ambigüedad de género y/o apropiación de lo femenino por
parte de los layqa parece ligada con la transformación mortal de la gen-
te en maíz que se dramatiza cuando los muchachos cortan y aporcan
espectadores delante de la procesión del travesti.16 En otros pueblos del
220 / Peter Gose
Notas
1 Al parecer, han pasado varios años desde la última vez que alguien realizó los de-
beres del paqpako en Huaquirca; pero en 1982 un hombre había dicho que lo iba
a hacer, sólo para ser prohibido de hacerlo por una muerte en su propia fami-
lia. Había opiniones divergentes en la comunidad sobre si el cargo todavía exis-
te, pero al parecer todavía se alquila la chacra asociada con ello de manera anual,
mientras el cargo sigue vacante, sin asignarlo definitivamente a otro fin. Me di-
jeron que el oficio de paqpako todavía se ocupa de manera regular en el pueblo
de Machaconas, en el valle bajo de Antabamba, y es cierto que todos los pueblos
aguas arriba lo tenían como parte de su vida ceremonial hasta hace poco.
Aguas mortíferas y cerros hambrientos / 223
2 En otros lugares, mazamorra, o lagua espesa, de maíz negro es el plato que se-
ñala este acontecimiento (Hartman 1973: 188). Harris (1982: 55) menciona
una lagua similar de color no-especificado.
3 Este tipo de protesta metodológica ha sido desarrollado con fuerza por parte de
Needham (1972), Bourdieu (1977), Rosaldo (1980), Keesing (1985) y muchos
otros. Aunque acepto sus argumentos, el peligro es que van a desalentar cual-
quier investigación seria de cómo los conceptos cosmológicos podrían estar im-
plícitos en los ritos, el discurso convencional, el trabajo, la organización de la
experiencia sensorial, etc. Hasta puede conducir a una negación a priori de que
existe algo parecido a una cosmología, como en el estudio de Rosaldo (1980),
no obstante la evidencia abundante que ella proporciona al contrario.
4 Aunque no escuché tales pronunciamientos en Huaquirca, es cierto que la gen-
te allí hablaba de la luna como femenina. Dado que la siembra de tubérculos se
liga muy de cerca con la luna creciente, ésta sí proporciona cierta relación entre
mujeres y papas.
5 Nótese que no sigo a Harris (1986) o Allen (1988: 209-10) al tratar las imáge-
nes triádicas como un resultado directo de la dualidad asimétrica, sino que lo
veo como producto de la interacción entre la dualidad simétrica y la asimétri-
ca.
6 Aquí, quizás es significativo que el término q’ala se utiliza tanto para referir a la
cáscara de frutos y legumbres (entre ellos la papa) como para insultar a los ve-
cinos, para implicar que están desnudos. Esta equivalencia implícita de cásca-
ras y ropa tiene un interés particular en vista de la manera en que la gente an-
dina come maíz, habas y papas, con un cuidado especial en quitar toda la cás-
cara, sobre todo en el caso de las papas.
7 Tanto papas como maíz son formas de vida que en parte son rivales de la hu-
manidad, pero de modo diferente. El maíz se nutre de la muerte humana, y del
agua enérgica liberada por ella. Pero esto beneficia a los vivos, que no pueden
someter la muerte de otra manera que a través del crecimiento del maíz, y su
transformación en sustancias “animadoras” como la chicha. Relativo al agua, el
maíz es una fuerza de incorporación, y por lo tanto posee una dimensión pare-
cida al alma; pero relativo a la humanidad, proporciona energía incorporada o
ánimo. El maíz también sigue a la humanidad en su orientación básica hacia el
sol, y el mundo encima de la tierra; hasta el agua que incorpora del mundo sub-
terráneo de los muertos sigue un ciclo solar, donde la muerte en el occidente
(Qoropuna y Solimana) conduce a una renovación de la vida en el oriente (Sa-
wasira y Pitusira). De otro lado, la papa llega a la fruición debajo de la tierra, y
se piensa que crece en la fase creciente de la luna. Como los muertos, posee una
oposición diurna a los vivos. Debido a esta orientación opuesta, el crecimiento
de la papa puede llegar a ser una amenaza directa a los vivos y provocar su
muerte. Es una forma de vida más fuerte que el maíz y se parece al alma huma-
na, y hasta puede entrar en una identidad competitiva con ella. Así, podemos
concluir que la papa es al maíz como el alma humana es al ánimo, lo mismo que
parece haber hecho Guamán Poma (1615: 336) hace mucho tiempo, cuando es-
cribió que el consumo habitual de papas heladas y disecadas (ch’uño) hace al in-
224 / Peter Gose
dividuo grande y corpulento, pero débil; mientras que el consumo del maíz
promueve un cuerpo que es pequeño, pero “animoso”. Esta conexión con culti-
vos se refuerza cuando consideramos las ubicaciones post mortem de las almas
humanas: el alma permanece bajo tierra durante la mayor parte del tiempo, co-
mo la papa, mientras el ánimo desincorporado es expulsado, otra vez, a este
mundo en forma de agua, y es incorporado en el maíz.
8 En Cotabambas me dijeron que grupos de trabajo que vuelven a casa de la ku-
tipa pueden enfrentarse, como durante su regreso de la siembra de maíz en
Huaquirca. Después de tocar sus flautas cara a cara, mientras la tensión aumen-
ta, las dos tropas estallan en una pelea intensa, y luego se recomponen para lo
que queda del viaje a casa, todavía tocando sus flautas.
9 La única excepción se da en los pueblos de Antilla y Sabayno, donde la wayliya
no empieza hasta Reyes (6 de enero). Dado que estos dos pueblos se ubican
aguas abajo en el valle alto de Antabamba, puede haber un sentido en cuanto
que la wayliya “baja” a estos pueblos durante los doce días de Navidad.
10 El pueblo de San Antonio, en la provincia vecina de Grau, también tiene una
wayliya en Navidad, aunque supuestamente es bastante diferente a la del valle
de Antabamba, y también lo tienen los pastores de la puna entre los dos luga-
res. También he escuchado de actuaciones similares en la provincia de Anda-
huaylas, pero el único relato de algo parecido se encuentra en Adams (1959: 66,
188-95).
11 Con el criterio de uniformidad en mente, los patrocinadores de la wayliya de
Navidad, en Sabayno, solían proporcionar a sus bailarines un disfraz completo,
y los de Antabamba proporcionaban máscaras y pañuelos.
12 Es probable que estos bailes fueran introducidos por la Iglesia durante el perío-
do colonial, y quizás eran modelados, originalmente, en el matachín español,
un baile folklórico que representa y festeja la victoria de los españoles sobre los
moros en la Reconquista de España. Esto explicaría la idea de que los bailarines
representan españoles.
13 Quizás no es acertado hablar de la Sagrada Familia, porque es incierto si Taytaq
representa a Dios Padre o a San José. Nadie con quien yo comentaba Navidad
sentía la necesidad de clarificar este punto. Tampoco puede ser ignorado por
completo, pues ciertos aspectos de la Navidad en Huaquirca pueden ser in-
fluenciados por la teología de la Concepción Inmaculada, como voy a argumen-
tar.
14 No argumento que Taytaq y Mamaq necesariamente representen las relaciones
masculinas/femeninas en la sociedad andina, porque según ese modelo, sería
absurdo para una figura masculina como Taytaq asociarse con la semilla. Más
bien, enfatizaría la importancia de la Concepción Inmaculada, como modelo,
que va en contra y hasta invierte las relaciones humanas de género.
15 Skar (1982: 235-6) señala que los travestís son un rasgo de confrontaciones en-
tre mitades codificadas por género. El único caso donde los cargos portan los
nombres Tayta y Mama también corresponde a la actuación de un par de hom-
bres (Quispe 1969: 64), que sugiere que esta tensión entre diferencia y similitud
de género es endémico.
Aguas mortíferas y cerros hambrientos / 225
dos los días de trabajo agrícola, hay dos descansos largos para tomar
trago y chicha, y mascar coca. Por lo general, se ha terminado el apor-
que de papa cuando llega Carnaval, en febrero o a principios de marzo,
pero este calendario no es sancionado por conceptos de que trabajar los
cultivos después de Candelaria (2 de febrero) es dañino para su creci-
miento, como se ha informado en otras partes (Buechler y Buechler,
1971: 11).
El Carnaval
enérgico, que puntean con hondazos. Son las esposas de los kamayoq.
De vez en cuando, un hombre puede intentar bailar con una de ellas
durante unos minutos. Las mujeres responden azotando las piernas del
hombre con la honda hasta que se retire y deje a las mujeres seguir so-
las, en extremos opuestos de la plaza, donde persisten durante toda la
tarde, incluso cuando la gente ya ha empezado a irse.
El kamayoq anda entre los músicos, sirviendo trago y distribu-
yendo papas a cada participante. También pinta tres rayas coloradas
paralelas en cada mejilla de todos los que le han dado ayuda material
para patrocinar este evento. Dado que, en teoría, todos los comuneros
deben servir como kamayoq una vez en su vida, muchos escogen hacer-
lo cuando su fortuna material está en un punto bajo, para disminuir la
inconveniencia creada por tener que vivir en el laymi mientras uno in-
tenta cultivar terrenos en el valle. Por lo tanto, muchos kamayoq no
pueden costear este espectáculo solos, ni siquiera con la ayuda de otros;
en este caso no bajan de los laymi, sino reciben visitas allí de amistades
y de los que le desean el bien. Pero en años de abundancia, los dos ka-
mayoq no sólo se presentan en la plaza, sino que pueden utilizar hon-
das para arrojar papas, manzanas o duraznos al otro desde sus mesas
respectivas. No obstante, no hay una polarización desarrollada de la
gente entre los dos kamayoq, y tampoco hostilidad, como durante Na-
vidad. Más bien, músicos y espectadores pasan libremente entre ambas
mesas, y muchos comuneros pasan la mayor parte del tiempo sentados
en las gradas de la iglesia, a media distancia entre los dos, recibiendo
bebida y socializando con la gente ayudando a ambos patrocinadores.
Los vecinos estaban enteramente ausentes de este acontecimiento du-
rante ambos años cuando yo lo vi en Huaquirca. Faltando una hora pa-
ra la puesta del sol, el acontecimiento empieza a dispersar, permitien-
do a la gente volver a sus vaquerías. Finalmente, las esposas de los ka-
mayoq dejan de bailar con la honda y los músicos se retiran. Esto es la
última manifestación pública y orquestada del Carnaval, aunque las pe-
leas con agua y las t’inkas pueden durar durante unos diez días más.
La oposición entre Domingo de los Vecinos y Martes de los Co-
muneros es fundamental al Carnaval en Huaquirca, y colorea las acti-
vidades e imágenes específicas de cada acontecimiento con un tinte que
lleva bastantes aspectos de clase. Primero, es altamente significativo que
esta aparición de camafeo de los vecinos en las actuaciones del ciclo
anual sería para inaugurar el período entrante de consumo y apropia-
Aguas mortíferas y cerros hambrientos / 235
nos siembre serán un hombre y una mujer, porque es una pareja que
corta la yunsa. Así, una dualidad simétrica de hombres (yanantin) ca-
racteriza el aspecto del Carnaval que mantiene continuidad con la tem-
porada de crecimiento (Martes de los Comuneros), mientras la ruptu-
ra hacia la apropiación privada (Domingo de los Vecinos) es señalada
por la dualidad asimétrica de hombre y mujer, una asociación que se ha
de mantener durante la época seca. Dados los lazos entre música de
flautas y lluvia establecidos en el capítulo anterior; sin embargo, es,so-
bre todo el asalto musical de Martes de los Comuneros el que afirma la
temporada de lluvias frente al intento de los vecinos de cortarlo el do-
mingo. La razón para una solicitud tan masiva de más lluvia sería acla-
rada cuando nos dirigimos a la tarea de barbechar en los laymi, que vie-
ne después de Carnaval en el ciclo anual.
Los comuneros de Matapuquio, quienes escapaban sólo hace po-
co del dominio de una hacienda local, también parecen utilizar el Car-
naval como pretexto para una afirmación univocal del tiempo de llu-
vias. Esto se expresa en un paralelismo pronunciado entre el Carnaval
y Todos los Santos en Matapuquio. En ambas ocasiones, la gente trae
las cruces que protegen varias chacras y caminos al cementerio, donde
proceden a comer y beber, invocar a los ancestros, y participar en bata-
llas rituales (Skar, 1982: 232, 235). Durante el Carnaval, también se
planta y adorna un árbol aquí, pero recibe el nombre malki, que sólo
refiere a “árbol” en el quechua moderno, pero alguna vez incluyó semi-
llas y ancestros en su significado (véase Duviols, 1979: 22). En vez de
tumbar este árbol, los hombres intentan subir por su tronco engrasado
(Skar, 1982: 242). Rehusar tumbar el árbol es bastante raro en el con-
texto andino (véase Tomoeda, 1982: 284-6), y anuncia una renuencia
de cortar el lazo con los muertos y la temporada de crecimiento; inter-
pretación reforzada por la contra-referencia de entre Todos los Santos
y el Carnaval en Matapuquio.
La situación es más compleja en Hualcán, un asentamiento de
mestizos cimarrones vueltos comuneros, que cae bajo la dominación
política del Distrito de Carhuaz y sus vecinos. Otra vez, se baja las cru-
ces de las chacras y los otros lugares que protegen para ser limpiadas,
reparadas y llevadas a la misa en Carhuaz, y luego reciben un velorio
festivo, incluyendo los rezos de un rezador especializado, como en To-
dos los Santos (Stein, 1961: 262, 269-70). Después de cortar la yunsa en
la plaza el martes, se coloca cruces asociadas con el cementerio y la pla-
Aguas mortíferas y cerros hambrientos / 237
za cerca del lugar donde estaba (Stein, 1961: 270). Es cierto que se ob-
serva las formas de duelo colectivo apropiadas a Todos los Santos y la
temporada de crecimiento aquí, pero como nota Stein (1961: 269), en
otros lugares el movimiento de las cruces hacia abajo y al pueblo se aso-
cia con la Santa Cruz el 3 de mayo, y el inicio de la cosecha (p.e. Isbell,
1978: 145-51). Esto es un caso directo de contradicción estacional, co-
mo en Huaquirca, excepto con una fusión más aprieta de tendencias
opuestas. También transfiere las acotaciones de la muerte humana a la
muerte de los cultivos, que va ocurrir pronto durante las heladas de
abril.
Mirando más de cerca, hasta las acotaciones divididas por clase
en Huaquirca, que a primera vista parecen alinear los vecinos entera-
mente con la fase de apropiación y los comuneros enteramente con la
producción, también revelan ciertas contradicciones internas. Como
una ceremonia de primeros frutos caracterizada por la dualidad asimé-
trica de masculino y femenino, Domingo de los Vecinos inaugura el
consumo de maíz y habas. Pero estos cultivos se asocian de manera sis-
temática con la dualidad simétrica en las adivinaciones de la siembra y
la muerte, y a veces se representa su interrelación por la imagen de Sa-
wasiray y Pitusiray, picos gemelos compartiendo una sola base. Martes
de los Comuneros solicita más lluvia, y es estructurado por la pareja
masculina idéntica de yanantin. Pero los patrocinadores del aconteci-
miento son los guardianes de las chacras de papa, que regalan papas
crudas, que incorporan la dualidad asimétrica y el numero tres, como
hemos observado en las adivinaciones de la siembra de papa. En otras
palabras, las asociaciones de estos cultivos durante la temporada de cre-
cimiento corren en contra de los contextos donde se encuentran du-
rante el Carnaval. Siguiendo a Bourdieu (1977: 105-6, 141-2), se puede
decir que esta contradicción simplemente demuestra la futilidad de in-
tentar sumar y totalizar los varios usos de un signo en un significado fi-
jo. De otro lado ¿qué mejor manera de señalar un fin de la temporada
de crecimiento, sino a través del consumo de maíz y habas, y el princi-
pio simétrico de crecimiento que ellos representan; y que mejor mane-
ra de sustentarla que realizando una batalla ritual de papas crudas, ne-
gando su consumo y asimetría al emplearlas en una generación de
energía a través de la simetría y la disolución? En un rato del año cuan-
do ocurre un cambio de énfasis de producción a consumo, la disyun-
238 / Peter Gose
con facilidad. Esta tensión resultará cada vez más clara en el resto de es-
te capítulo, y es sólo en los ritos de la t’inka comentados en el Capítulo
7 que algo parecido a una resolución de la contradicción entre la pro-
ducción y la apropiación surgirá.
El barbecho
La cosecha
SE C TOR
POMAC HE
HUAQUIRC A
SE C TOR DE LA C OMUNIDAD
(INC LUYE LUC RE PAMPA)
0 1 km
Aguas mortíferas y cerros hambrientos / 245
246 / Peter Gose
mada para aprovechar una luna llena que permitirá trabajar de noche.
Los reglamentos comunales prohíben a los individuos cosechar sus cul-
tivos cuando quieren, aunque sí permiten llevar cantidades reducidas
de productos para el consumo inmediato. En vez de eso, se agrupa las
chacras en grandes sectores de cosecha y cada uno de los cuales recibe
una fecha de apertura en una asamblea comunal. A partir de esta fecha,
todos los que poseen terrenos en el sector empiezan a cosechar en un
apuro frenético, con poco o nada de ayuda de otras unidades domésti-
cas, que están igualmente ocupadas. Arguedas (1968: 45) describe esta
pauta para España, y es parte íntegra del sistema de tenencia de la tie-
rra descrito en el Capítulo 2, también de origen español. Hay dos sec-
tores de laymi, uno sembrado con papas, y el otro con cultivos de se-
gundo año. Los sectores de cosecha en los andenes consisten del bloque
grande de terrenos “privados” alrededor de Pomache, de un lado, y las
“tierras de la comunidad” del otro (véase Figura 17). La secuencia es
siempre la siguiente: los terrenos “privados” de Pomache, los laymi ba-
jo papas, los laymi bajo cultivos del segundo año, los circuitos menores
de laymi en la puna de Huaquirca, y, finalmente, las “tierras de la comu-
nidad” terraplenadas. Lo que hay que decidir en la asamblea son las fe-
chas de apertura particulares de cada sector. Se propone dos o tres fe-
chas posibles antes de que la asamblea se convierta en un caos de fac-
ciones, cada uno gritando frenéticamente una fecha y tratando de re-
clutar otros a su causa. Los individuos deciden según el tiempo que ne-
cesitan para terminar la cosecha en un sector antes de la fecha de aper-
tura del siguiente. Dos personas pueden encontrarse gritando juntos
para una fecha dada en un sector, y en bandos opuestos para el siguien-
te, tratando de hacer callar al otro. La suma de estos variados intereses
particulares se toma por voto para cada nueva fecha de entrada, y la
que tiene más apoyo gana. En 1982, se asignó las siguientes fechas: 10
de mayo, Pomache; 15 de mayo, laymi bajo papa; 25 de mayo, laymi ba-
jo cultivos del segundo año; 30 de mayo, laymis de la puna; 12 de junio,
“tierras de la comunidad”. El retraso largo entre las dos últimas fechas
fue, en teoría, para acomodar Corpus Christi, aunque este aconteci-
miento ya no se celebra en Huaquirca.4
No me es claro porque hay que regular la cosecha tan estricta-
mente. Cuando pregunté porque las fechas fijas son necesarias, la pri-
mera respuesta que solía recibir era que sin ellas habría más robo de
cultivos. Pero es igualmente posible argumentar que estas reglas crean
Aguas mortíferas y cerros hambrientos / 247
más robo al imponer esperas excesivas para las fechas de apertura. Otra
respuesta fue que las bestias de carga transportando los productos de
los que cosechan primero pisarían los cultivos en las chacras de otros.
Claro que esto puede ocurrir, pero sería fácil prevenirlo. Lo que de-
muestra esta racionalización, pero, es la falta de confianza que predo-
mina entre la gente una vez que los cultivos son consumibles. Un co-
lapso de la colaboración entre unidades domésticas es casi inscrito en
el reglamento comunal de la cosecha, dado que obliga a todos a termi-
nar su trabajo en un intervalo mucho más corto que cualquier de las ta-
reas de la temporada de crecimiento, donde predomina el ayni. Los cul-
pables de adelantarse a la fecha de entrada en un sector de cosecha re-
ciben una multa fuerte (con relación a los niveles de ingresos moneta-
rios de los comuneros: S/.4.000). Los rumores y acusaciones de tales
violaciones abundan.
Así, la cosecha se realiza de modo que se acerca al extremo de ca-
da unidad doméstica para si misma. Como observa Skar (1982: 141-2),
cada miembro de la unidad doméstica puede trabajar hasta bien entra-
da la noche durante casi una semana para completar la tarea. Muchas
familias van a habitar en las chacras para la duración de la cosecha, y ni
siquiera dejan un miembro para guardar sus bienes en su casa en el
pueblo. Una familia puede sentir una presión considerable en la tarea
si la próxima fecha de apertura se acerca antes de que ellos terminan de
trabajar en el sector actualmente abierto, porque dan por supuesto que
la gente va robar cualquier cultivo que no estén ocupados en cosechar.
Pero para una unidad doméstica grande que no tiene que preocuparse
por su capacidad de trabajo, la cosecha puede ser muy placentera.
Hay maneras de reclutar mano de obra extra-doméstica para la
cosecha, aunque la mayoría de la gente está ocupada en sus propios te-
rrenos. Por ejemplo, se espera que los ahijados van a ayudar a sus pa-
drinos de alguna manera en todas las tareas agrícolas, pero es en esta
época del año que los padrinos normalmente poco exigentes probable-
mente van a pedir ayuda, y es muy difícil negarles, no importa las obli-
gaciones propias del ahijado. Siempre hay algunas familias que no po-
seen terrenos en el sector actualmente abierto, o poseen muy pocos.
Miembros de estas unidades domésticas se ofrecen a los que tienen par-
celas muy grandes, que no se puede cosechar a tiempo sin ayuda adi-
cional. Esta gente es reclutada por mink’a, y recibe una arroba de pro-
ductos para cada día de trabajo proporcionado. Esto es aproximada-
248 / Peter Gose
cionados arriba son perseguidos durante más que unos días consecuti-
vos sin un día de tomar “por gusto”. Sólo hacia fines de julio este perío-
do de relajo relativo da lugar a las expresiones públicas de Santiago y las
Fiestas Patrias comentadas en el Capítulo 3.
Notas
1 La palabra cheqche lleva una semblanza fonética cercana a la palabra quechua
para ‘granizo’ (citado como chikchi por Cusihuamán 1976 y chiqchi por Lira
1944). Esta semblanza fonética fue elaborada en un chiste por una de mis in-
formantes, que me dijo en castellano: “Vamos a hacer granizo,” cuando estaba
por hacer cheqche con unas mazorcas que acabábamos de traer de la chacra. A
la similitud fonética de las palabras involucradas, se puede añadir la similitud
de referentes (piedras de granizo y granos de maíz, a los cuales se puede agre-
gar dientes, del verbo cheqchiy “sonreír”), pero la base conceptual de este chis-
te que más quisiera enfatizar vuelve a las conexiones sistemáticas entre almas
humanas, maíz y precipitación, comentadas en el Capítulo 4. Se entierra a las
almas de niños no-bautizados en la noche, sin un lavado de ropa o la participa-
ción de no-consanguíneos. El alma no va a Qoropuna, sino que asciende direc-
tamente a las nubes, donde es llamado un limbo o ch’uncho (“salvaje”), y causa
granizadas periódicas (Cfr. Ossio 1978b: 379), que provocan un daño intenso
en los cultivos. Si el granizo resulta de esta salida prematura del ciclo de vida
humana, y representa una liberación destructiva de energía por parte de un al-
ma joven y esencialmente amoral, entonces hay cierta correspondencia con un
choclo tierno, tomado de la chacra antes de haberse secado plenamente al sol y
horneado en la brasa de fuego, en un proceso de cocción esencialmente igual al
que se sujetan los muertos cuando el agua es extraída de ellos y devuelta a este
mundo.
2 Véase Stein (1961: 19), Gade (1970), Bolton (1974b: 192), Burchard (1980: 608-
12), Harris (1982: 57) y Skar (1982: 141).
3 Véase Forbes (1870: 232), Tschopik (1951: 206), Gade (1970: 4), Aranguren Paz
(1975: 131-2) y Gow y Condori (1976: 5-6).
4 En el pasado, Corpus Christi fue ocasión de banquetes patrocinados por los ve-
cinos, iguales a los que todavía se realizan en Carnaval (véase Centeno 1949: 7).
Quizás había otros acontecimientos en este momento, pero no pude recons-
truirlos de las preguntas, limitadas a gente mayor, que realicé sobre el tema.
5 Una manera de considerar la arroba de maíz que se da a cada mink’ay es como
un jornal o sueldo. Dado que el valor de una arroba de maíz en esta época del
año (cuando todavía es algo húmeda) es de S/.2.000, se compara favorablemen-
te con el jornal de S/.500 que prevalece durante la temporada de crecimiento.
Lo que hace algo engañosa la comparación es que el jornal local siempre inclu-
ye provisiones de comida y bebida mucho mejores que lo que una unidad do-
méstica ofrece a sus mink’ays durante el frenesí de la cosecha. Otra manera de
evaluar el pago de una arroba por jornada durante la cosecha es en relación con
252 / Peter Gose
Las t’inkas son los ritos más complejos que ocurren en el ciclo
anual de Huaquirca. Tales ritos se realizan en todos Los Andes bajo una
gran variedad de nombres1. En quechua, el verbo t’inkay quiere decir
aspergear o libar, y se refiere no sólo a estos ritos complejos, sino tam-
bién a los actos más simples que inician cada sesión de beber en Los
Andes, donde se aspergea alcohol en el suelo, se lo echa con las puntas
de los dedos en el aire hacia cerros importantes, o se sopla su humo ha-
cia ellos. Aunque se incluye tales libaciones simples en los ritos a ser
descritos aquí, sus acontecimientos principales son ofrendas quemadas
y sacrificios de sangre. Por lo tanto, lo interesante es el uso del término
t’inka para referir a estos ritos como totalidad; destaca la restauración
de los fluidos a las montañas. Tomando en cuenta la fuerza vital acuá-
tica proporcionada por los muertos durante todo el tiempo de lluvias,
argumentaría que estas “libaciones” son una deuda de ayni de los vi-
vos.2
En el capítulo anterior, hemos visto que la gente del valle realiza
t’inkas separadas para su ganado vacuno y caballar durante Carnaval y
Santiago, y que sus vacunos también reciben ritos en San Marcos (véa-
se Figura 18). Los pastores que viven arriba de Huaquirca también rea-
lizan t’inkas separadas para sus ovejas, llamas y alpacas durante el Car-
naval y Santiago. Dentro de la memoria reciente, también patrocinaban
una tercera ronda de estos ritos en San Andrés (30 de noviembre), aun-
que esta práctica ya está desechada. A pesar de que existe una variación
local en el calendario de estos ritos en Los Andes, la pauta más común
entre agricultores presenta una ronda de t’inkas al inicio del período de
apropiación privada (Carnaval) y otro en anticipación del reinicio de la
producción colectiva (Santiago o a principios de agosto). Hay algunas
excepciones significativas, sobre todo entre pastores.3 Aunque por lo
general la gente dice que realizan estos ritos para el bienestar y la ferti-
254 / Peter Gose
Figura 18
Estacionalidad de las T’inkas
to, formando una totalidad mayor. La ubicación de las t’inkas en los dos
principales puntos de transición del año, y en la época seca, es una su-
gerencia adicional de esta función totalizadora. No es una exageración
decir que estos son los ritos más importantes en el ciclo anual, y en to-
da la cultura andina.
Una vez que una unidad doméstica escoge una fecha para una
t’inka4, la mujer tiene que preparar chicha, comprar alcohol y coca,
mientras el hombre avisa a parientes cercanos, amistades y vecinos en
los territorios de pastoreo. Aunque las t’inkas se realizan fuera del con-
texto del trabajo agrícola, utilizan el grupo de trabajo agrícola como
una especie de forma organizacional, así que la gente puede asistir a los
ritos de otros como ayni o como yanapa, y el desarrollo del rito inclu-
ye períodos de descanso (Cfr. Quispe, 1969: 25,67).
Cerca del mediodía, en el día donde se lleva a cabo el rito, se
arrea los animales a un corral cerca de la choza en el territorio del pas-
toreo.5 Luego, los patrocinadores toman medidas preliminares para
prevenir brujería en contra de sus animales, generalmente antes que
lleguen los invitados. El procedimiento básico es que el hombre pren-
de una vela de mecha gruesa (del tipo que se usa en devociones en la
iglesia) y da vueltas tres veces al rededor del corral, en sentido contra
las agujas del reloj (hacía la izquierda) mientras recita el Credo.6 Mien-
tras tanto, la mujer de la unidad doméstica patrocinadora muele maíz
blanco y maíz amarillo en montones separados que sirven para hacer
una harina llamada llampu. Cantidades reducidas de esta harina entran
en las varias ofrendas del rito, pero su función principal es de proteger
la “parafernalia ritual” o “mesa del ritualista de la brujería”. Por lo tan-
to, nunca debe faltar esta harina durante el rito. Una vez que se termi-
na el rito, hay que derramar bastante llampu sobre la mesa antes de en-
volverlo. En otros lugares, se utiliza esta harina al caminar al rededor
del corral, y para absorber el poder peligroso durante el rito; procedi-
mientos que coinciden bien con lo que yo constate en Huaquirca.7
Después de tomar estas precauciones, el hombre de la unidad
doméstica patrocinadora empieza a desenvolver un bulto de tela en el
corral. La envoltura de encima del atado es una lliqlla (tela de cargar)
de forma rectangular, que el hombre tiende en el suelo, mostrando un
montón de atados menores de tela y bolsas de plástico. Esta lliqlla y su
contenido se conocen como “mesa”. La pronunciación quechua inter-
medio de las vocales castellanos i y e otorga dos significados posibles a
256 / Peter Gose
reflejo de cultivar para ganarse la vida, sino es una respuesta a los gus-
tos y necesidades imaginados de pachamamas y espíritus de los cerros.
Es la posesión de animales que provoca una proliferación de ofrendas
agrícolas en estos ritos. Según la misma muestra, las preocupaciones
agrícolas están mediadas a través de los animales, dinámica que condu-
ce de manera eventual al sacrificio.
La ronda siguiente en la t’inka particular aquí relatada fue dedi-
cada a una yunta miniatura de toros, tallada en madera. Dado que esto
fue un rito para ganado vacuno (waka t’inka) patrocinado por una pa-
reja anciana, muchos deseos e invocaciones realizadas para ellos llama-
ban al nacimiento de un par de terneros machos que serían fuertes,
mansos y compatibles como una yunta, para reducir la cantidad de tra-
bajo en ayni, que el anciano se veía obligado a realizar. Otra vez, due-
ños de yuntas y en especial de buenos toros figuraban mucho en las in-
vocaciones.
En otras t’inkas que presencié, rondas similares de libaciones
fueron dedicadas a amuletos de piedra conocidos como kantas (proba-
blemente del castellano “encanto”) o illas. Estos son invariablemente
objetos encontrados por el “cura”, a veces en un encuentro sobrenatu-
ral. Se dice que estas kantas se parecen a categorías específicas de gana-
do o cultivos, y son conocidos bajo una variedad de nombres en todas
partes de Los Andes.28 A veces también son rocas grandes que forman
parte del paisaje, y se reviven como animales sólo en las noches de lu-
na llena (Cfr. Roel Pineda, 1965: 27; Núñez del Prado, 1970: 91) para
fecundar los rebaños del territorio particular donde se ubican, o para
indicar un cambio en el clima a través de un cambio de 180 grados en
su orientación. Mucha veces se dice que son los animales del espíritu
del cerro (véase Núñez del Prado, 1970: 91, Isbell, 1978: 151), que se
transforman en amuletos cuando uno se les acerca en la niebla (Cfr.
Flores, 1977: 220-1). Un hombre me dijo que, cuando era joven, estaba
viajando por la puna alta al rededor del cerro Supayco en un día de ne-
blina alrededor del Carnaval y que en cierto momento, perdió el cami-
no en la neblina y encontró un lago donde tres crías de alpaca blanca
estaban nadando. Siendo joven y al encontrarse perdido en el valle sin
conocimiento de estos asuntos, siguió hasta el territorio de pastoreo
donde iba a visitar, y contó a la gente allí lo que había visto. Apenados,
ellos le explicaron que los animales eran illas, y que debería haber in-
tentado sacarles del agua con una soga, porque se hubiera hecho un
266 / Peter Gose
pastor exitoso de alpacas. En otros casos, los espíritus de los cerros pue-
den entregar estos amuletos directamente a la gente, como pasó al
abuelo de un profesor vecino que esta asistiendo a una sesión de espi-
ritismo con el Apu Phakusiri. Para aplacar el escepticismo de este veci-
no, Phakusiri le dio tres kantas, que rápidamente incrementó sus vacas
a 100 cabezas. Luego, el padre de mi informante profesor perdió las
kantas de alguna manera, y desde entonces el rebaño ha ido decayendo
debido al abigeato, enfermedad y pobre reproducción, hasta que ahora
cuenta apenas con cincuenta cabezas de ganado. El profesor me dijo
que ya había visto bastante como para creer que no iba a recuperar el
rebaño hasta que se recuperen las kantas, y el estaba considerando se-
riamente la oferta de un adivinador local de ubicarlos por el precio de
un ternero de un año. Este relato ilustra bien la función universal de es-
tos amuletos en conservar y asegurar la reproducción de los rebaños.29
Las kantas pueden aparecer solas, y no entre tres como en estos
relatos pero su semblanza en tamaño y forma con las figuritas kallpa
hace que estos amuletos sean especialmente dispuestos a ocurrir en tri-
nidades. Esta semblanza es tan pronunciada, que en ciertas regiones
términos como kanta e illa refieren a las figuritas perecederas (véase
Arguedas, 1956: 244; Tomoeda, 1985: 285), no sólo a amuletos. Esta
unión es enteramente comprensible dado su papel común en la repro-
ducción animal. Varias veces la gente me dijo que una kanta es “lo mis-
mo que el ánimo” de lo que representa (Cfr. Gow, 1975: 147, 150). De
manera parecida el concepto de kallpa que da su nombre a las figuritas
perecederas, denomina “fuerza vital”, un concepto enteramente empa-
rentado con el de ánimo. Pero el sentido del ánimo involucrado aquí no
excluye ideas de incorporación normalmente asociadas con el alma
(véase Arguedas, 1968: 340; Flores, 1977: 244); más bien, las incluye co-
mo parte de la preocupación más general con sexualidad y fecundidad.
Así, incluso cuando se da cierta importancia a una división de amule-
tos en dos categorías que podrían ser interpretadas según las líneas de
alma y ánimo (véase Gow y Gow, 1975: 150; Flores, 1977: 217-28; Obli-
tas Poblete, 1978: 223-4), nunca se diferencian o se independizan com-
pletamente. Se supone que todos estos amuletos hacen más afectiva la
invocación de espíritus del ganado de otros territorios de pastoreo. Una
versión hasta sugiere que estos amuletos obligan al espíritu del cerro
del lugar a repetir las invocaciones hechas en la mesa, que virtualmen-
te aseguraría los traslados de vitalidad propuestos (Gow y Gow, 1975:
Aguas mortíferas y cerros hambrientos / 267
Figura 20
Alcanzo plato
T'IKA P LATO
OF RE NDAS
DE C HALA
NORMALE S
Es como servir una comida grande, algo extra, a las autoridades, mien-
tras los bultos de abajo son para los plebeyos; es decir, los apus de me-
nor valor. El cerro más importante se llama “Cabildo”, y eso, (el t’ika
plato) es como servir un vaso de champán al prefecto.
cerros más altos es mayor que la de los cerros más bajos que conduce a
una incorporación jerárquica de los segundos por parte de los prime-
ros, a través de lo cual surgen “consejos”, “directivas” y “capitales” regio-
nales (véase Favre, 1967: 140; Earls, 1969: 68-70; Isbell, 1978: 59, 151).
De hecho el título apu o “señor” por el cual se conoce estos espíritus,
antes fue portado por los gobernadores y administradores indígenas a
principios de la colonia.
En el valle de Antabamba, como en la mayor parte de Los Andes,
todavía se piensa que los espíritus de los cerros son los gobernadores y
dueños de los territorios mirados por ellos (Cfr. Earls, 1969: 67). Cuan-
do aparecen en forma humana, generalmente es como un hombre ru-
bio, de ojos azules, vestido como un hacendado o vecino de la vieja es-
cuela.37 Los apus emulan estas autoridades seglares tan literalmente
que muchas versiones simplemente refieren a ellos como gringos o mis-
tis (p.e. Gow y Condori, 1976: 52; Fuenzalida, 1980: 161). Quizás su ac-
tividad más típica en forma humana es el pago de tributos en oro y pla-
ta según la cadena de mando administrativo, utilizando vicuñas y otras
bestias salvajes como sus animales de carga (véase Morote Best, 1956b:
293; Casaverde, 1970: 142-3; Gow y Condori, 1976: 45). En una versión
se dice que estas redes de tributo terminan en la oficina del Presidente
en Lima, y proporcionan al Estado Peruano con su renta (Earls, 1969:
69-70). Como nota Earls (1969: 70), máquinas especiales en los cerros
convierten las ofrendas de estos ritos en el oro y la plata recolectada en
estas jerarquías tributarias. Una idea parecida está presente en la insis-
tencia categórica en las piedras mesas como oro y plata. Aquí, el pleno
significado tributario del alcanzo como entregar o rendir se aclara, y re-
vela la dimensión política de las t’inkas en algo de su magnitud.
Pero en ningún momento la integración de los espíritus de los
cerros en jerarquías de poder les aleja de divisiones restringidas del tra-
bajo, donde cada uno se ocupa de cierto tipo de ganado o cultivo. Al
contrario, típicamente se expresa el poder de un cerro a través de su po-
sición en una jerarquía de responsabilidades agrarias. Por ejemplo, los
dos apus más importantes en la región de Antabamba son Supayco,
fuente y “dueño” de todas las alpacas, y Suparaura, fuente y “dueño” de
todos los vacunos (véase Figura 21). Los relatos presentan Suparaura
como el yerno de Supayco, que constantemente intenta el abigeato de
las alpacas de su suegro, animales emblemáticos de la superioridad de
Supayco. Como los cerros encargados de los camélidos son superiores
Figura 21
Espíritus de Cerros locales y regionales
a los encargados de los vacunos, también se sugiere que los cerros asig-
nados a ciertos cultivos son de rango menor que los asignados a los ani-
males (Núñez de Prado, 1970: 82; Gow y Condori, 1976: 41-2). Así, las
funciones agrarias de los apus conforman una jerarquía que correspon-
de a su poder político. Así asumimos que los gustos y las preferencias
idiosincrásicas atribuidas a cada cerro (véase Favre, 1967: 129) señalan
su posición en la división del trabajo agrario dentro de un grupo regio-
nal, entonces las ofrendas se convierten en un indicio importante del
nicho específico ocupado por cada montaña. Varios ritualistas del valle
me explicaron que hasta el rango político de los apus es determinado
por las ofrendas hechas por la gente, y no es un rango intrínseco de la
montaña misma, como lo es su altura.
Dado que las ofrendas modifican el carácter de los cerros que los
reciben, los ritualistas pueden negociar con sus gobernadores imagina-
rios, cuyo poder de otra manera sería absoluto. Aquí, los aspectos jerár-
quicos y cualitativos de la ofrenda funcionan juntos de modo impor-
tante. Por ejemplo, el t’ika plato confiere un honor a un espíritu de un
cerro local, pero también el empuje hacia una función agrícola muy es-
pecífica. En otras partes de Los Andes, se nombra a cerros particulares
para encargarse de la producción agrícola de un año determinado
(Martínez, 1983: 92), y el t’ika plato sería un medio muy apto para im-
plementar tal responsabilidad. Muchos ritualistas del valle consideran
que las figuritas kallpa ocupan el rango de ofrenda más alto que el t’i-
ka plato. No había un acuerdo universal en este punto, pero fue confir-
mado por la manera en que apus más alejados y más importantes eran
invocados en la ronda para figuritas kallpa. Otra vez, los cerros y ofren-
das asociados con ganado tienen un rango mayor que los asociados con
la agricultura. Esos cerros encargados de la reproducción de animales
con lana requiere una ofrenda más alta todavía: sullu (feto disecado,
preferiblemente de vicuña, pero muchas veces de llama o alpaca). Los
agricultores de Huaquirca sienten que no poseen ni el conocimiento ri-
tual ni la necesidad de hacer ofrendas de fetos, pero entre los pastores,
tales ofrendas figuran en cada t’inka de manera regular.38 Aquí, el pres-
tigio de los animales lanudos en la división del trabajo entre apus se re-
fleja en la potencia mayor de esta ofrenda, aunque el feto también es-
pecifica lo que desea el ritualista: animales nuevos. Esta corte en la con-
tinuidad de las ofrendas entre agricultores y pastores en la región de
Antabamba corresponde a un cambio de la ofrenda al entierro o a la su-
276 / Peter Gose
mersión en un cuerpo de agua, los dos métodos usados por los pasto-
res para ofrendar fetos.
La ronda siguiente en la secuencia que estamos siguiendo fue de-
dicada a Pukarumiyoq, el territorio de pastoreo particular donde este
rito tuvo lugar. La ofrenda de amarros de chala libada en nombre del
Apu Phakusuri quedaba en el centro de la mesa ritual. Ahora recibió li-
baciones en nombre de Pukarumiyoq, un apu subordinado en el “Ca-
bildo” encabezado por Phakusuri. Una invocación que recuerdo de es-
ta ronda fue “qorikiraw, qolqekiraw” (cuna de oro, cuna de plata). Esto
representaba el corral donde se llevaba a cabo el rito como una cuna, y
un punto de fuente para la nueva vida animal solicitada en la t’inka. Es-
te concepto se apoya en los corrales ceremoniales especiales que han si-
do mencionados en la literatura (Favre, 1967: 124; Flores, 1977: 233;
Quispe, 1984: 611), que invariablemente incluyen repositorios tapados
y forrados con piedra para enterrar ofrendas. Muchas veces se piensa
que estos repositorios son de donde nacen nuevos animales en el terri-
torio de pastoreo (Martínez, 1984: 94). En la puna de Huaquirca, estos
corrales ceremoniales muchas veces se encuentran alrededor de ma-
nantiales, otro sitio donde se piensa que animales entran a este mundo
(véase Gow y Gow, 1975: 142; Flores, 1977: 210; Bastien, 1978: Capítu-
lo 10). La creencia que animales jóvenes salen de fuentes subterráneas,
acuáticas, explicaría por qué la gente ofrece fetos disecados a los cerros
a través del entierro y la sumersión. Aunque los agricultores de la re-
gión de Antabamba no poseen corrales ceremoniales, ni hacen ofren-
das tan poderosas, las imágenes de cuna de sus invocaciones sugieren
que ellos esperan que sus espíritus modestos de lugar o pachamama,
como Pukarumiyoq, vayan a proveer animales de manera parecida,
aunque no con tanta abundancia. Una vez que se terminó esta ronda de
libaciones, los amarros de chala fueron quemados como es debido en el
fuego especial en el corral.
La siguiente ronda de libaciones fue dedicada a la qocha (lago);
es decir, el vaso en que se sirve la chicha durante el rito. Este vaso no es
el mismo que se toma de manera colectiva, también llamado qocha, que
apareció en la siembra de maíz (véase Capítulo 4). Otra vez, sin embar-
go, hay una conexión clara entre libaciones alcohólicas y reservas de
agua. En varios ritos que presencié se colocó conchas de mar en el cen-
tro de la mesa y se los libó durante esta ronda, con o sin el vaso de chi-
cha. Esta sustitución es una sugerencia adicional de la conexión mági-
Aguas mortíferas y cerros hambrientos / 277
energía pura en una sustancia viva. Aquí, la imagen del lago sigue la de
las kallpa o figuritas de fuerza vital, donde la energía ya no se opone a
la incorporación, como era el caso durante la temporada de crecimien-
to, sino lo engloba. Debido a esta transformación, los apus locales y re-
gionales proporcionan una mediación crítica entre los vivos y los
muertos, y ayudan a impulsar al cielo que los une. Al crear nuevas for-
mas de vida de energía desincorporada, revelan una dimensión profun-
damente femenina de su identidad andrógena dominada por lo mascu-
lino.
La ronda final en todas las t’inkas del valle de Antabamba, inclu-
yendo a la que hemos estado siguiendo aquí, se llama “despedida” (ka-
charpari). En ritos para vacunos y caballos realizados por agricultores,
el cura prepara una pócima para libar los animales al terminar esta ron-
da. Primero, echa chicha en un jarro con dos cuellos o en dos vasos in-
dependientes de madera, luego añade raspaduras de las piedras mesa,
potosí, conchas y pezuñas de venado, pedazos de manzana silvestre, du-
razno, habas y maíz, y cualquier flor silvestre disponible, sobre todo cla-
veles rojos y blancos. Aunque la gente todavía se asoma a la mesa para
tomar durante esta ronda, ya no invocan deidades u objetos poderosos,
sino simplemente brindan. Cuando todos han terminado, una pareja
de mujeres, incluyendo a la mujer de la unidad doméstica patrocinado-
ra, toman tallos de maíz de la cabeza de la mesa y la pócima preparada
a propósito, y proceden a aspergear a los animales con ella, pegándoles
con los tallos en el proceso, para que salgan del corral. A veces la pare-
ja de mujeres dispersa a la gente en la mesa de la misma manera.
La ronda de “despedida” en los ritos realizados por pastores en la
puna de Huaquirca es diferente. En vez de preparar una pócima y as-
pergear los animales con ella, esta ronda se trata del entierro (en un ni-
cho especial forrado con piedra en el “altar” del corral donde se realiza
la t’inka) de un jarro de dos cuellos lleno de agua traída del lago Ku-
chillpo al pie del cerro Supayco, junto con pedazos cortados de mane-
ra ceremonial de las orejas de los animales jóvenes, hojas de coca, y gra-
sa de pecho de llama. Cada año, se renueva el agua del jarro en Kuchill-
po, y se saca los restos de las ofrendas del año anterior del nicho. Este
entierro del agua evidentemente expresa la pauta de una domesticación
subterránea de la energía salvaje del agua para la fertilidad que acaba de
surgir del comentario sobre el concepto qocha. Como alternativa, se
puede depositar los pedazos cortados de las orejas en un manantial
Aguas mortíferas y cerros hambrientos / 279
Notas
1 Entre los nombres más comunes para estos ritos están los de “herranza” (mar-
car con fierro candente) en la región de Ayacucho; “despacho” y “haywarisqa”
(convidado) en la región del Cusco, y “ch’alla” (libación, sinónimo de t’inka) en
quechua boliviano.
2 Quispe (1984: 622-3) enfatiza la “reciprocidad” entre comuneros y espíritus de
los cerros en estos ritos, al igual que Custred (1979: 383) que lo hace de mane-
ra más sutil, señalando una tensión entre simetría y asimetría (p.e. entre ayni y
mink’a) en las relaciones involucradas. La posición de Custred será ampliamen-
te confirmada en este capítulo.
3 Entre los que han mencionado esta distribución bipolar básica de t’inkas en el
ciclo anual, se encuentran Roel Pineda (1965: 30), Favre (1967: 123), Morisset-
te y Racine (1973: 173), Isbell (1978: 155), Nash (1979: 134-5) y Platt (1983: 54-
5, 59). Una pauta más completa asigna fechas distintas a ritos para diferentes
animales, donde típicamente se reserva Carnaval para llamas y alpacas; San
Marcos para vacunos; San Juan (24 de junio) para ovinos; Santiago para caba-
llos, y el 1 de agosto para ofrendas a la tierra. Entre los que han notado obser-
vancias parciales de esta pauta se encuentran Casaverde (1970: 126-31), Gow y
Condori (1976: 82), Custred (1979: 381) y Quispe (1984: 611). Debido a los ri-
tos para vacunos celebrados en San Marcos, Huaquirca también se orienta par-
cialmente a esta pauta. Lo que es más digno de notar en esta secuencia de fe-
286 / Peter Gose
chas es cómo se alinea tan claramente con la época seca o fase de apropiación
privada en el ciclo anual, al igual que el comentario que tales ritos se realizan
después de la cosecha (Matos Mar 1964: 70). Pero también se menciona Navi-
dad como fecha para estos ritos (Aranguren Paz 1975: 108), y sospecho que en-
tre pastores es bastante común que hay una tercera ronda de estos ritos en esta
época del año, como era el caso en la puna de Huaquirca hasta el deceso recien-
te de los festejos de San Andrés. Otro comentario, más anómalo, para pastores,
cita una ronda única de ritos entre diciembre y Carnaval (Flores 1977: 212). Es-
to indica que entre pastores, la tendencia de integrar estos ritos en una oposi-
ción estacional entre períodos de producción colectiva y apropiación privada se
encuentra muy disminuida, probablemente como resultado de la colaboración
entre unidades domésticas que por lo general es menos desarrollado entre pas-
tores. Pero hay informes sobre ofrendas sacrificiales realizadas antes de cada ta-
rea agrícola (Custred 1979: 382) y durante toda la temporada de crecimiento de
la papa (Gow y Condori 1976: 17-18, 40-1), que sugieren que las ofrendas no
necesitan ser estacionalmente opuestas a un período de producción colectiva,
tampoco entre agricultores. Hasta cierto punto, se encuentra un contrapeso a
esto en el análisis de la papa desarrollado en el Capítulo 5, donde su afinidad
constante con la dualidad asimétrica y la trinidad lo une muy de cerca con las
t’inkas, y lo aleja de la dualidad simétrica que caracteriza el maíz y el ayni. Al fi-
nal, sin embargo, es mejor admitir que la afiliación estacional que propongo
aquí no es universal, sino sólo la pauta más común.
4 En Huaquirca, martes y viernes no son considerados infortunados para la rea-
lización de las t’inkas, como ha sido notado para otras regiones por Favre (1967:
128), Casaverde (1970: 180) y Flores (1977: 212); pero tampoco se los busca in-
tencionalmente, como describe Nash (1979: 155) en las minas bolivianas de es-
taño. Algunos ritualistas pueden realizar adivinaciones simples en hoja de coca
para determinar si un día dado es aceptable a los espíritus de los cerros, pero es-
to no parece llegar al nivel de elaboración descrito por Valderrama y Escalante
(1976: 179-81).
5 La única excepción a esto son los ritos realizados por agricultores en Santiago
para sus vacunos y caballos, que se realizan en los campos terraplenados de
maíz en el valle, donde pastan los animales en esta época del año. Entre pasto-
res, tales ritos generalmente se realizan en un corral ceremonial especial (véase
Favre 1967: 124; Flores 1977: 233; Quispe 1984: 611), o en cuartos o viviendas
especiales construidos para este fin (Valderrama y Escalante 1976: 178-9; Wallis
1980: 256).
6 Véase también Quispe (1969: 27) e Isbell (1978: 159). Los pastores en la puna
recurren habitualmente a un procedimiento más elaborado. Antes de una t’in-
ka, el ritualista reúne doce sapos y los amarra en un nido de pájaro con un pe-
dazo de tela. Otra vez, el ritualista anda tres veces alrededor del corral “hacia la
izquierda”, emitiendo un sonido cortado, fuerte y seco, en el fondo de su gar-
ganta: “qhas-qhas-qhas”… Alternativamente, se puede amarrar pedazos de la
planta urilla junto con los sapos, y se utiliza el amarro entero para frotar a los
animales en un procedimiento conocido como morasqa, brujo o desgracia. Es-
Aguas mortíferas y cerros hambrientos / 287
tos amarros absorben cualquier ataque que esté dirigido a los animales, y son
abandonados en un lugar alejado de la puna antes de iniciar el rito. Se dice que
cualquier animal o pájaro que pasa encima de tal bulto muere al instante.
7 Véase Quispe (1969: 71, 1984: 613-4) e Isbell (1978: 156, 159). Este uso de ha-
rina de maíz para absorber energía peligrosa es enteramente consistente con el
uso antes mencionado de la harina pito para espesar chicha hasta hacer una be-
bida del mismo nombre (véase Capítulo 4 y 5). Esto sugiere un paralelismo in-
teresante entre la energía mal dirigida del ataque del hechicero y la energía de-
sincorporada, liberada por los muertos en forma de agua, que ya hemos encon-
trado en los layqas (hechiceros) del wayliya de Navidad. Hay al menos un caso
donde se utiliza llampu como término genérico para conchas del mar (Roel Pi-
neda 1965: 30) y no sólo para referirse a esta harina. Veremos que las conchas
del mar tienen la función mágica de estimular la lluvia en estos ritos. Sea como
concha del mar o como harina de maíz, la función de llampu es absorber y des-
viar energías de formas de vida que podrían ser dañadas por ella. En los ritos
descritos por Quispe (1968: 79), esta harina de maíz se llama rit’i (nieve); ima-
gen que recuerda la nieve que se forma en los cerros de los muertos, y su coor-
dinación de color con el maíz.
8 Esta misma sustitución del sirviente para el dueño, en el rol directivo de estos
ritos, ha sido notado por Montoya (1980: 228). Como me dijeron varios veci-
nos, tal sirviente tiene que ser “de máxima confianza” porque el uso inapropia-
do de una mesa puede provocar daño a los animales y hasta a sus dueños. En
casos de mal uso extendido o especialmente serio, puede convertirse en lo que
se conoce como una “mesa lisa”, que consistentemente mata a los que lo utili-
zan y a los miembros de sus familias, y se necesitará los servicios de un chamán
especialmente hábil para neutralizarlo. No obstante, el grado de escepticismo
de la mayoría de los vecinos frente a las t’inkas, quita importancia a estas con-
sideraciones, y en muchos casos significa que los sirvientes tienen que ser muy
insistentes si los ritos se han de realizar siquiera. (Cfr. Aranguren Paz 1975:
107). Algunos de los ritualistas más hábiles en Huaquirca son vaqueros de los
vecinos, conforme con la tendencia a la marginalidad social que Favre (1967:
134) nota para los oráculos de los espíritus de los cerros. Estos últimos son co-
nocidos como pongos, en Huaquirca, un término que se aplica también a los
porteros, y tiende a representar la relación entre oráculo y espíritu del cerro en
esa forma. No obstante esta gravitación marcada hacia la inferioridad social, la
gente en Huaquirca considera que estos pongos son sus ritualistas más califica-
dos.
9 La gente en Huaquirca parecía sentir que la cristiandad de las t’inkas es proble-
mática, actitud que no la encontré frente a otros ritos. No sólo hay la ofrenda
preliminar a Nuestro Alto; y hasta los que estaban más convencidos que yo
aprobaba estos ritos decían cosas como “claro que somos católicos y cristianos,
y creemos en un solo Dios, pero hay que reconocer las cosas de este mundo, ¿no
es cierto?, para evitar problemas”. Había muchos comentarios según los cuales
las t’inkas son una sobrevivencia histórica directa de la época (pre-cristiana) de
los gentiles, y esto fue hábilmente convertido en un reordenamiento de unas es-
288 / Peter Gose
cenas clásicas del Antiguo Testamento por parte de mi madre adoptiva. Cuan-
do Abraham estaba por sacrificar a su hijo Isaac, el Señor intervino para expli-
car que en adelante, solo serán necesarios sacrificios de incienso y claveles. Ade-
más, prosiguió ella, Caín lo hizo con maíz podrido y plantas marchitadas; Abel,
con ovejas; así, la distinción entre agricultores y pastores, en Los Andes, tiene su
origen en tiempos bíblicos. Aunque todo esto tiende a incluir las t’inkas en la
tradición judeo-cristiana, va algo más allá de la cristiandad debido a su carác-
ter sacrificial.
10 La única ocasión que escuché las pachamamás comentadas con cierto detalle
fue durante las t’inkas. Cuando pregunté a una mujer qué era una pachamama,
ella alzó una pizca de tierra entre su dedo gordo y el índice, y contestó: “Esto”.
Se ha reportado una identificación parecida con la tierra en otras partes (Platt
1986: 238-9), pero esto no agota la especificidad del gesto. Mientras viajaba en
la puna, arriba de Huaquirca, dos veces me advirtieron sobre el dormir afuera
en corrales con “altares”, porque las pachamamás pueden aparecer en sueños,
tratando de seducir a los descuidados. Me avisaron que hay que resistir a toda
costa porque “siempre sacan algo” (es decir, capan o arrancan el corazón y pul-
mones). En caso de ser obligado a dormir en tal corral, las instrucciones eran
de persignarme, invocar la Santísima Trinidad y comer un pequeño pellizco de
tierra del piso de la casa conectada al corral; pero, sobre todo, echar libaciones
para la pachamama, sin olvido, cada vez y en cada lugar donde tomase. En otros
lugares, besar la tierra del piso de la casa ha sido citado como un modo de apla-
car a un espíritu de la vivienda, conocido como cóndor mamani (Buechler 1980:
56), y el ingerir una pizca de tierra ha sido citado como un modo de evitar un
ataque sobrenatural (Manya 1969: 137; Oblitas Poblete 1978: 38, 95). Pienso
que la pizca de tierra no representa la tierra en general, sino el espíritu de un
particular territorio de pastoreo o lugar de habitación (Cfr. Roel Pineda 1965:
28; Malengreau 1980: 493).
11 En quechua: ¿Imata samanki? Esta traducción de samay como “invocar” tam-
bién se encuentra en Tomoeda (1985: 286), que describe ritos parecidos en la
provincia colindante de Aymaraes. Las definiciones más comunes de samay en
los diccionarios son “descansar”, “estar enterrado” y “aire soplado” (Lira 1944:
874). Evidentemente, el último es significativo en el contexto de invocaciones.
12 En quechua: Ñoqa samásaq t’año.
13 En quechua: ¡Hampuchun, hampuchun!
14 En quechua: Phukawasimanta, Ch’aynawirimantapas.
15 En quechua: ¡Hampullachun, hampullachun!
16 En quechua: Manam hampusqachu k’asqullayki.
17 Nótese que estas entidades aquí se representan como plural y masculino.
18 Nombres rituales son un rasgo común de estos ritos, y muchas veces son secre-
tos (Cfr. Platt 1983: 54) o al menos bastante idiosincrásicos. Es necesario apo-
yarse en el conocimiento y la creatividad de otras personas para asegurar que
muchos de ellos sean aplicados a las entidades en cuestión, como para obligar-
los a venir donde se está realizando el rito. Sospecho que el principio involucra-
do es una especie de correspondencia entre el nombre ritual y el ánimo de la
Aguas mortíferas y cerros hambrientos / 289
entidad en cuestión, que ejerce una especie de influencia involuntaria sobre ella.
En todo caso, entre los nombres rituales que encontré en Huaquirca aparecían
t’año para vacunos, castaño para caballos, castellano para ovinos, qarwaraso y
hachuski para las alpacas, waswa y hayuncha para las llamas, lázaro y michiq pa-
ra perros, y ashwa para chicha.
19 Nótese la continuidad del simbolismo de amarillo y blanco en los comentarios
sobre la muerte. En ambos casos, amarillo señala el alma o figurita más grande;
blanco, el más pequeño. A diferencia del contexto de la muerte, sin embargo, el
énfasis aquí no es en la división y la dualidad, sino más bien en asimetría, cre-
cimiento y la trinidad.
20 Esta preocupación también se demuestra cuando la gente trae animales jóvenes
a la mesa y ensayan la copulación (véase Quispe 1969: 28, 71, 1984: 614; Isbell
1978: 161). Roel Pineda (1965: 31) describe un animal macho joven colocado
entre dos hembras, como el cura y las dos mujeres mencionados arriba.
21 Para Roel Pineda (1965: 26) y Yaranga (1979: 713), linaje connota los ancestros
humanos, no de los animales. En Huaquirca, sin embargo, solo escuché el con-
cepto en relación con esta ofrenda específica. Algunos ritualistas en Huaquirca
actualmente guardan mechas de pelo de las colas de varios toros que ellos y sus
antepasados poseían y les dan rondas de libaciones como es debido. Esto sugie-
re otra manera en que se puede aplicar ideas de la descendencia, a los animales,
en el contexto de la t’inka. Pero puede ser forzado diferenciar rígidamente en-
tre lo que es pertinente a la gente y lo que es pertinente a los animales en estos
ritos, debido al uso constante de metáforas y el alto nivel de identificación en-
tre gente y animales (Cfr. Quispe 1969: 91).
22 En la puna de Huaquirca, estos nichos se encuentran en “altares” hechos de
montones de piedras, que están presentes en corrales ceremoniales, y otros si-
tios donde se realizan t’inkas. Bastien (1978: 57-8) comenta los “adomomenta-
rios de la tierra” parecidos sin dar su nombre callawaya; mientras Favre (1967:
124) y Fuenzalida (1980: 163) dan el nombre allpaqa sonqo (“corazón de la tie-
rra”) y Quispe (1969: 34-7, 1984: 613) e Isbell (1978: 153, 158) mencionan ni-
chos forrados de piedra llamados “cajas”, cuyas tapas-lozas de piedra se llaman
“cerradura y llaves”. Flores (1979: 78) describe nichos cilíndricos similares lla-
mados juturi que no sólo reciben ofrendas, sino que son concebidos como el si-
tio donde animales nuevos nacen en el territorio de pastoreo. Como se mencio-
nó en el comentario sobre las pachamamás en la nota 10, estos adomomento-
rios o “altares” son constantemente culpados de provocar la enfermedad huma-
na a través de la extracción invisible de corazones, bofes y testículos, y es muy
probable que sean el espacio donde el espíritu del lugar, pachamama, de cada
estancia esté localizado, como una fuerza tanto arrancadora como reproduc-
tiva.
23 Hay varias facetas de la unidad semántica de samay y sami: primero, samay co-
mo “aire soplado” corresponde muy de cerca a sami, como el olor esencial de
una sustancia dada; segundo, sama(ku)y, como adivinación, coincide plena-
mente con samay(a), como contar ritualmente (véase Roel Pineda 1965: 31-2;
Urbano 1976: 137-8); tercero, samay como entierro se relaciona con la clase de
290 / Peter Gose
225; Aranguren Paz 1975: 104; Flores 1977: 212) es quizás la razón más impe-
rante para limitar las posibles traducciones de alcanzo a “entrega”. Esto restrin-
ge considerablemente la multivocalidad de alcanzar en castellano, y destaca la
naturaleza tributaria de estas ofrendas, correctamente enfatizado por Custred
(1979: 80-1). Pero también se utiliza ‘alcanzo’ para describir el decomiso de co-
razones y bofes humanos por parte de los espíritus de los cerros (Morote Best
1956b: 291), aunque este acto se designa más comúnmente con términos como
hallp’asqa o chuqali (Favre 1967: 130). Tales decomisos son especialmente co-
munes cuando la gente no ha hecho ofrendas adecuadas a las montañas o han
invadido sus santuarios interiores. Aquí, parece que el sentido de “acercar” en el
‘alcanzar’ castellano puede ser particularmente relevante, cuando las montañas
subsumen y engullen el cuerpo del ritualista. Esto sugiere, como contraste, que
uno de los fines principales del sacrificio andino es evitar una comunión san-
grienta con ellos (Cfr. Evans-Pritchard 1956). Así, la práctica descrita por Isbell
(1978: 157) de “tomar ventaja” sobre los espíritus de los cerros a través de ofren-
das de nivel menor, es probablemente una medida defensiva, un modo de ase-
gurar que los espíritus de los cerros no se aprovechen de los ritualistas mismos.
Parece que la tensión en esta relación sacrificial se expresa a través de una me-
táfora espacial inscrita en el verbo alcanzar, donde uno “entrega” para evitar que
“se acerque”.
36 Véase Arguedas (1956: 235), Roel Pineda (1965: 27), Favre (1967: 122), Earls
(1969: 69), Núñez del Prado (1970: 82), Morissette y Racine (1973: 171), Gow
y Condori (1976: 40), Oblitas Poblete (1978: 114-5). A veces los espíritus de los
cerros de menor rango se conocen con el nombre de awki (p.e. Núñez del Pra-
do 1970: 82), y se los cree menos benevolentes que los apus, y más vinculados
con la agricultura que con la ganadería. Sospecho que las pachamamás se vin-
culan con la agricultura, y los espíritus de los cerros con la ganadería (p.e. Quis-
pe 1969: 102; Morissette y Racine 1973: 175). En realidad forman parte de esta
pauta de espíritus más locales a cargo de los cultivos, y los de significancia re-
gional más amplia vigilan los animales.
37 Aunque los espíritus de los cerros generalmente aparecen en esta forma, tam-
bién pueden presentarse como mujeres o niños de tez blanca o negra (véase
Earls 1969: 67; Morissette y Racine 1973: 179; Gow y Condori 1976: 38, 96, 98).
Me dijeron que cuando los apus aparecen como vecinos, es cuando hay que te-
ner más cuidado, porque ésta es la forma en la cual son más dispuestos a aga-
rrar los órganos de la gente. Pero también asumen varias formas no humanas,
como cóndores (sugerido por el título Mallku) y halcones (sugerido por el títu-
lo wamani), y hasta pueden manifestarse como “un fuego que sale de las piedras
y se lanza al aire” (Earls 1969: 67). Quizás lo que se debe enfatizar más en su ca-
pacidad de transformarse y las ofrendas entregadas a ellos.
38 Los agricultores de Huaquirca sí hacen ofrendas de feto (en un rito llamado ku-
tichiy: “reemplazar”) para curar la condición llamada hallp’asqa, cuyo síntoma
típico es la hemorragia nasal, interpretada como el resultado de la apropiación
de corazón, pulmones o testículos por los apus/pachamamás. Generalmente
tendrán que conseguir la ofrenda de un ritualista de la puna, quien ya habrá
Aguas mortíferas y cerros hambrientos / 293
41 Véase Arguedas (1956: 239), Isbell (1978: 143), Ossio (1978b: 379-81) y Skar
(1982: 225).
42 Aquí la idea parece ser que el rayo actualmente inyecta el cadáver con un con-
tenido metálico mayor que lo acostumbrado, y por lo tanto puede ser tomado,
no obstante las pérdidas inmediatas involucradas, como una señal de que los
apus están intentando conferir mayor riqueza al dueño del animal. Ejemplos
adicionales son los olores parecidos al fierro y manchas blancas en la piel (men-
cionados por varios informantes referente a animales matados por el rayo) que
caracterizan ritualistas que han recibido poderes especiales al ser tocados por el
rayo (véase Roel Pineda 1965: 29). Otra vez parece que el olor metálico en cues-
tión puede ser tomado como si mostrara una conexión causal con la transferen-
cia de poderes rituales. Colecciones rituales de monedas del tipo asociado con
el concepto de potosí, se piensa, emiten un olor poderoso parecido, llamado
waspi (Isbell 1978: 121, o huapci, véase Urbano 1976: 136). Además, se asocia
un olor comparable con tesoros enterrados (tapados) en la región de Antabam-
ba. Un informante me dijo una vez que el Apu Utupara le había encontrado
arriba en los territorios de pastoreo, en la punta del cerro, y, después de abra-
zarle, le avisó que debía cavar en cierto sitio en la falda del cerro, donde el hom-
bre y algunos amigos regresaron con palas en la noche. Al cavar, descubrieron
un zorrino con una cola de brasa candente, pero su olor les venció con sueño,
y cuando despertaron a la mañana siguiente, no había nada. Después de cavar
infructuosamente un momento más, se dieron cuenta de que el zorrino era una
illa y debían haberlo capturado de inmediato si iban a encontrar el tesoro. Este
mismo olor de zorrino ha sido comentado para cementerios donde un ser co-
nocido como el kharisiri (o ñakaq) extrae grasa de los cuerpos de los muertos
(Oblitas Poblete 1978: 123), y también sugiere que sus cuerpos podrían ser una
fuente de tesoro metálico enterrado. Esto es confirmado por Roel Pineda (1965:
28), que escribe que Surimana (Solimana) no sólo es considerado como la ha-
bitación final de los muertos en Chumbivilca, sino que “tiene mucho oro y mu-
cha plata, es decir, tiene ‘potosí’, que es riqueza.” Esta relación generativa entre
los muertos y los metales preciosos es la base conceptual de todo el aspecto tri-
butario del sacrificio andino. Como nota final, es interesante que los que han
recibido los poderes de un pongo a través del rayo, y como consecuencia tienen
sus cuerpos impregnados de metal, son relacionados con el poder de conversar
con los muertos en las sesiones que realizan (sobre todo en el pueblo de Macha-
conas, en el valle bajo de Antabamba), y en algunas regiones hasta se piensa que
tienen el poder de hacer “pagos” que les ha de devolver la vida (Flores 1979: 80).
Aquí, parece que el metal es un lazo importante entre los pongos y los muertos.
43 Aunque los comuneros de la región de Antabamba están en buena compañía
cuando insisten en la presencia de afines masculinos clasificatorios en todas las
t’inkas (véase Roel Pineda 1965: 32; Quispe 1969: 28; Earls 1970: 101; Valderra-
ma y Escalante 1976: 180; Isbell 1978: 158), también hay lugares donde todos
los extraños están definitivamente excluidos (véase Favre 1967: 134; Flores
1977: 213). Cuando este es el caso, muchas veces se acompaña de un nivel casi
fanático de secreto referente a la ubicación de los nichos donde se entierran
Aguas mortíferas y cerros hambrientos / 295
ofrendas (véase Matos Mar 1951, citado en Quispe 1969: 98; Favre 1967: 124),
y prohibiciones sobre no-parientes (véase Delgado de Thays 1965, citado en
Quispe 1968: 99; Dalle 1969: 140; Flores 1977: 214). Hasta en donde se institu-
cionaliza la presencia “afinal”, se pueden tratar los sitios de entierro con una es-
pecie de exclusividad agnática, según Isbell (1978: 162). Matrimonios imagina-
rios de hijas con espíritus de cerros locales pueden ser vistos como parte de es-
ta pauta, cuando se considera que estos últimos son ancestros agnáticos de los
dueños de un territorio. Bajo estas circunstancias, el apu puede ser reincorpo-
rado al grupo detentor de propiedad de una generación a otra como un “yer-
no” perpetuo en una pseudo-afinidad que nunca representa una dispersión del
poder de la localidad.
44 Por ejemplo: Favre (1967: 131-2), Núñez del Prado (1970: 76), Vallé y Palomi-
no (1973: 14), Aranguren Paz (1975: 123), Velasco de Tord (1978: 197), y Ortíz
(1980: 85).
Capítulo 8
CONCLUSIONES
q
to más amplio del ciclo anual. De hecho, es sólo contra el telón de fon-
do del ayni que podemos entender porqué esta parte del año es tan do-
minada por los imágenes rituales de la muerte.
Al igual que el ayni, la muerte es un campo de anti-consumo: el
viaje del alma a Qoropuna empieza con la quema de comida y ropa, y
el énfasis en la ingestión de comidas ardientes, o bosta y cenizas (Ar-
guedas, 1956: 266) en la otra vida apunta a la disolución y encogimien-
to del alma, mientras se le extrae de ella su energía que es devuelta al
mundo de los vivos como agua. La ilustración más gráfica de esta re-
ducción del alma es su regreso como una mosca en Todos los Santos, es
decir, en la misma forma en que el ánimo se fue del cuerpo en el mo-
mento de la muerte, indicando una equivalencia de las almas “mayo-
res” y “menores”. La fuerza de trabajo es extraída del cuerpo humano en
un proceso similar de reducción y equivalencia de almas, puesto en
movimiento por el consumo de chicha, que “anima” al trabajador. Por
lo tanto, la muerte se convierte en modelo cultural para el trabajo rea-
lizado a través del ayni. La mayoría de los ritos de la temporada de cre-
cimiento enfocan la imagen de una pareja idéntica (generalmente mas-
culina), que une la fórmula “igual por igual” del ayni con la simetría de
las almas después de la muerte, para conformar un solo complejo. Des-
de esta perspectiva, el ayni deja de ser una relación opcional o contrac-
tual entre individuos y se convierte en parte de un proceso mucho más
amplio orientado por la metáfora de “trabajo como muerte”, que en la
derivación equivalente de fuerza de trabajo y de agua convierte el cre-
cimiento de los cultivos en un asunto de ayni entre los vivos y los
muertos.
La circulación de los hombres a través de los límites entre unida-
des domésticas, o su sustitución mutua dentro de sus relaciones conyu-
gales, es un aspecto importante de la dinámica de equivalencia que sub-
yace tanto la muerte como el ayni. Esta circulación demuestra que los
hombres trabajan debido a su deseo hacia las mujeres, y para el produc-
to femenino, la chicha. También demuestra que el marco dominado
por las mujeres de la apropiación conyugal (tanto sexual como econó-
mico) proporciona la estructura dentro de la cual los hombres se equi-
valen momentáneamente a través de la circulación generalizada. Las re-
laciones de compadrazgo y la prohibición del incesto que les acompa-
ña, dirigen esta colaboración a alejarse del compartir sexual hacia el re-
conocimiento mutuo de los derechos de propiedad a través del trabajo.
300 / Peter Gose
sión del bien limitado que prevalece durante la época seca. No hay du-
da de que las t’inkas sobrepasan la función de legitimar la propiedad,
que Quispe (1969: 102) tiene razón en darles, y se nutren del intento de
apropiar lo que pertenece a otros. Las t’inkas bien pueden ser vistos co-
mo la base cultural de la práctica desastrosa y difundida del abigeato en
Los Andes, y del arte con el cual se lo practica en algunas regiones. Es-
tos actos desagradables muestran que los comuneros son totalmente
capaces de seguir el ejemplo de los vecinos hacia un período de apro-
piación amoral modelado en la brujería, y de repudiar el período ante-
rior de colaboración cristiana una vez que su objeto se vuelve
consumible.
No obstante la fuerza con que la apropiación surge como un va-
lor social en esta parte del año, no es sólo un fin en sí mismo, sino que
también restaura ciertas relaciones de jerarquía que han sido reducidas
a la simetría por el gasto productivo del tiempo de cultivos. Esta restau-
ración es más obvia en el nivel del trabajador masculino individual, cu-
ya alma necesita ser recompuesta a través del consumo después de su
desgaste productivo durante la temporada de crecimiento. La relación
jerárquica de la mink’a es central en este proceso, donde el propieta-
rio/apropiador remunera al trabajador con comida. Dentro de la uni-
dad conyugal, la transferencia de los productos de la chacra a la despen-
sa durante la cosecha renueva el dominio de las mujeres, dado que su
conversión de los productos en comida puede dirigir el trabajo de mu-
chos hombres, y es la base irreducible de la relación de mink’a (Cfr.
Skar, 1982: 216). Esta inferioridad del trabajador masculino dentro del
marco de la apropiación doméstica es el modo a través del cual la min-
k’a puede ser extendida hasta conformar una relación de clase, como la
que prevalece entre los vecinos y los comuneros en Huaquirca. Aquí lle-
gamos a una segunda unidad asimétrica, la unidad política dominada
por un gobernante, donde vale la pena notar que incluso en tiempos
precolombinos, la mink’a era la relación a través de la cual se realizaban
trabajos para el gobernante local (véase Fonseca, 1974: 91). Es también
probable que mink’a yazca en el fondo del tributo en trabajo tradicio-
nal en Los Andes, que se distingue de su equivalente moderno instru-
mental por la provisión de comida y bebida para los trabajadores por
parte del Estado (véase Murra, 1980: 98). A través de su trabajo, los
hombres reconocen la soberanía de las mujeres dentro de la unidad do-
méstica y de los gobernantes dentro de la unidad política, a cambio del
Aguas mortíferas y cerros hambrientos / 303
( A) MESA
(D) C ORAZÓN Y PULMONE S ( E ) C ORAZÓN Y TE STÍC ULOS Aguas mortíferas y cerros hambrientos / 305
306 / Peter Gose
das para fines fuera del ciclo anual sugiere que no ocupan una posición
desequilibrada dentro de ello. Esta idea es confirmada por el calenda-
rio de estos ritos, con su peso hacia la época seca debido a su preocu-
pación predominante con la apropiación y la incorporación, pero de
manera más común y universal se asocian con los puntos de transición
en el año, Carnaval y agosto. Los poderes totalizantes de la t’inka son lo
que le hacen el rito más polifuncional y más importante de la cultura
andina.
De manera parecida, imágenes de la afinidad cubren el ciclo en-
tero; la figura del ‘yerno’ es casi una constante en los ritos que hemos
comentado. Esto no quiere decir, sin embargo, que la afinidad significa
exactamente lo mismo en ambas fases del ciclo anual. Durante la tem-
porada de crecimiento, las obligaciones del yerno y sus deberes en los
ritos de la muerte predominan. Durante la época seca, su presencia en
las t’inkas y en el techado de casa impide que el consumo y la apropia-
ción se vuelvan incestuosas. Pero esta legitimación es altamente ambi-
valente, dado que pone en movimiento la disolución de la propiedad de
los patrocinadores, y prefigura su muerte en la temporada de creci-
miento por venir. Así, la estación de crecimiento enfatiza los servicios y
obligaciones del yerno a los parientes de su mujer, mientras durante la
época seca él es sobre todo un heredero de su propiedad. Estos derechos
y deberes se combinan en la formación y mantención de unidades do-
mésticas. Así, el paso entre una estación y la otra puede ser modelado
en el ciclo de desarrollo del grupo doméstico, cuyo motor es la afini-
dad.
El espíritu del cerro es otra imagen que cubre el ciclo anual en-
tero. Bastien (1978) describe largamente el papel del cerro como una
metáfora central que organiza la cultura andina, y la misma conclusión
surge aquí a través de otras rutas etnográficas. Primero, se puede argu-
mentar que el cerro es el prototipo de esta imagen triangular de la to-
talidad en la cultura andina. Aunque la misma pauta de un elemento
dominante sobre dos elementos simétricos que son su base productiva
encuentra un eco en el techo de la casa y los órganos del cuerpo, éstos
no son más que microcosmos del cerro. Además, como participantes en
el proceso productivo y apropiadores consumados, los espíritus de los
cerros encarnan y unifican las dos fases estacionales de la vida social co-
munera. Sabemos a partir de sus varios títulos regionales, y de sus ha-
zañas míticas, que se concibe a los apus como cóndores y halcones, con-
Aguas mortíferas y cerros hambrientos / 309
lidad comunera (véase Labrousse, 1985: 98). A la vez, las formas ritua-
les andinas parecen haber ayudado a los comuneros a mantener su pro-
pia agenda, no obstante los intentos repetidos de la izquierda organiza-
da de adueñarse de sus movimientos políticos.
Con el regreso del Perú a la democracia formal en 1980, el go-
bierno derechista elegido se enfrentó con una campaña guerrillera en-
cabezada por el grupo maoísta Sendero Luminoso. Esta confrontación
condujo rápidamente a la militarización del Departamento de Ayacu-
cho y regiones vecinas de Huancavelica y Apurimac, incluyendo, de
manera esporádica, el valle de Antabamba.3 El conflicto se profundizó
y se amplió a otras regiones del Perú, en 1985, y ha involucrado viola-
ciones masivas de los derechos humanos (en primer lugar por parte de
las fuerzas peruanas de contra-insurgencia), incluyendo las muertes de
casi 30.000 personas, en su mayoría comuneros no-combatientes. Aun-
que la lucha armada nunca fue motivo de mi investigación, formaba un
telón de fondo importante y un motivo significativo para estudiar las
tradiciones comuneras de acción política. La autonomía de los movi-
mientos campesinos frente a la izquierda organizada, durante el perío-
do 1956-79, y su carácter verdaderamente popular, se ve mejor en las
formas culturales distintivas que asumían. La ausencia de algo pareci-
do a estas formas en la lucha armada, después de 1980, es la verdadera
medida de la usurpación política cometida por Sendero en contra de
los comuneros. No hay duda que representa una fase nueva, y mucho
más devastadora, en los intentos persistentes de la “vanguardia” leninis-
ta de tomar por asalto la política comunera. Aunque un análisis deta-
llado de Sendero Luminoso está fuera del alcance de este libro,4 se pue-
den hacer varios comentarios específicos.
Primero, es un hecho bien documentado que los orígenes de
Sendero Luminoso están en la Universidad Nacional San Cristóbal de
Huamanga, en Ayacucho (véase Labrousse, 1985: 111-14; Degregori,
1990). La mayoría de sus militantes en las fases tempranas de la lucha
armada procedían de la pequeña burguesía de Ayacucho y del vecinda-
rio de los pueblos rurales, en el radio de captura a estudiantes de la uni-
versidad en los Departamentos de Huancavelica, Ayacucho y Apuri-
mac. Sendero también reclutaba con éxito a muchos estudiantes que no
podían acceder a la educación pos-secundaria debido a la capacidad li-
mitada del sistema universitario (véase Labrousse, 1985: 115). Los orí-
genes de Sendero en el sistema escolar son evidentes en muchos aspec-
Aguas mortíferas y cerros hambrientos / 327
tos, algunos de los cuales se relacionan con esta etnografía. Por ejem-
plo, los ritos con banderas rojas que los militantes senderistas realizan
en las cárceles, estarían en su lugar en cualquier escuela rural y, sobre
todo, en las fiestas patrias. La calidad ritualizada, fórmula del ‘Pensa-
miento Gonzalo’, la ideología que Sendero presenta como la ciencia de
la lucha armada, también refleja el aprendizaje por repetición y defe-
rencia no-cuestionada hacia el profesor, que es la que prevalece en la
mayoría de las escuelas rurales. En su estilo y su organización, Sendero
es un brote directo del sistema educativo rural y, por extensión, de la
cultura vecina en los pequeños pueblos andinos. Pero Sendero también
representa una crisis en la educación, y en la esperanza irreal de que és-
ta podría transformar totalmente la sociedad rural, alejándola del ga-
monalismo. En tanto que la economía nacional se volvía cada vez más
incapaz de absorber la juventud educada provincial, el proceso de re-
construcción social que había ocurrido en las décadas anteriores fue
frustrado, y hasta empezaba a retroceder. Degregori (1989, 1990: 211-
17) ha analizado astutamente las matanzas de comuneros en masa por
parte de Sendero como una especie de neo-gamonalismo. Es sólo a par-
tir de la posición de clase de los vecinos que Sendero podría asumir un
derecho inalienable de representar políticamente a los comuneros y su-
jetarles a tales “medidas disciplinarias”.
Desde el punto de vista de las relaciones rurales de clase, Sende-
ro Luminoso no es un movimiento revolucionario; es una reversión al
mito de la conquista. Como los gamonales, los militantes de Sendero
descubren su identidad ultra revolucionaria a través de la violencia re-
dentora. Esta violencia estaba siempre implícita en el mito de la con-
quista, pero ahora está en el ‘Pensamiento Gonzalo’, la ciencia de la lu-
cha armada. La guerra entre Sendero y el gobierno no es una guerra
campesina de comuneros contra el Estado misti, ni tampoco un estalli-
do de milenarismo andino (véase Poole y Menique, 1991). Si lo fuera,
entonces veríamos alguna continuidad con las tradiciones comuneras
de movilización política comentadas arriba. No es posible equivocarse:
el programa de Sendero se deriva de los ritos de la escuela y no de los
de la chacra. La expresión cultural identifica los intereses sociales que
se apuestan en la guerra actual en el Perú. Además, la intensidad de es-
ta guerra muestra qué tanto los neo-gamonales de Sendero están dis-
puestos a sacrificar para demostrar el poder de un modo de expresión
que aprendían en la escuela. Como en el mito de la conquista, los co-
328 / Peter Gose
Aunque los comuneros han sido atacados (y, en algunos lugares, diez-
mados) durante la guerra sucia en el Perú, su modo de vivir no ha sido
desacreditado por ella. ¿Se puede decir lo mismo de las escuelas?
Epílogo
Notas
1 Inevitablemente, hay problemas metodológicos con este ejercicio. Los movi-
mientos políticos a ser comentados no tuvieron lugar en Huaquirca, y siempre
será discutible si conclusiones extraídas del ciclo anual en una región de Los
Andes son comparables con información fragmentaria sobre movilizaciones
políticas en otra. Lan (1985) evitó estos problemas haciendo investigación en
una región donde un movimiento político mayor acabó de ocurrir, pero hasta
su estudio ejemplar asume un nivel de homogeneidad cultural entre las regio-
nes que participaban en el movimiento. Tales suposiciones son inevitables en el
uso de métodos etnográficos para explorar acontecimientos históricos más am-
plios; la cuestión es si se les puede justificar empíricamente, no si se les puede
evitar. Una cuestión relacionada es si las identidades de clase del campesinado
andino son de naturaleza local, o si se basan en un sentido más amplio de cul-
tura y experiencia común. Estas con cuestiones importantes a las cuales ya se
han ofrecido algunas respuestas provisionales (véase Albo 1979; Platt 1983).
Respuestas definitivas no serán posibles hasta que sepamos mucho más que hoy
sobre el grado de variación en la cultura andina rural. Pero no hubiera citado a
tantos autores en esta obra si no percibiera algunas similitudes fundamentales
en lo que ellos describen y lo que yo he experimentado en Huaquirca. Para pre-
sentar el argumento en términos conservadores, si el comentario sobre produc-
ción, propiedad y poder político encarnado en el ciclo anual de Huaquirca nos
ayuda a comprender acciones políticas llevadas a cabo en otras partes de Los
Andes, entonces es de presumir que es más que un fenómeno puramente local.
2 Así, propongo que hay que describir la categoría de clase en términos sincróni-
cos, si no vamos a perder formas de expresión políticamente marginadas. Con-
centrarse en el hacer heroico (o cobarde) de la historia es invitar este tipo de
omisión. Los métodos etnográficos, que se contentan con explorar la rutina cí-
clica de la vida cotidiana, nos pueden decir mucho más sobre la realidad expe-
rimentada de la clase que los intentos de Thompson de redimir y trascender la
clase a través de la historiografía.
3 Varios meses antes de mi trabajo de campo en Huaquirca, había un brote de ac-
tividad senderista en el pueblo vecino de Antabamba. Se pintaba slogan en va-
rios edificios prominentes en el pueblo, y se sacó la tambaleante puerta de ma-
dera del Banco de la Nación de un dinamitazo. Poco tiempo después, cinco pro-
fesores y varios alumnos del colegio de Antabamba fueron arrestados, acusados
de “terrorismo”. Después de casi dos años en la cárcel, sin juicio, todos menos
uno de los alumnos fueron liberados. Según rumores, el pensador jefe detrás de
las actividades de Sendero en el Valle de Antabamba fue un universitario del
pueblo de Mollebamba, que murió en el espectacular asalto de Sendero a la cár-
cel de Ayacucho en marzo de 1982. Mientras el ejército vigilaba la región muy
de cerca, por fines de 1981, quitó un paquete de cigarrillos a un profesor en el
camión que me llevó a la región por primera vez, no había otros incidentes de
terrorismo guerrillero o del Estado en el valle de Antabamba durante mi esta-
día allí. Áreas cercanas, incluyendo el pueblo de Chalhuanca, eran afectadas y
Aguas mortíferas y cerros hambrientos / 331
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ANEXO FOTOGRÁFICO
Aguas mortíferas y cerros hambrientos / 357
El pueblo de Huaquirca
358 / Peter Gose
Carnaval en Huaquirca
Aguas mortíferas y cerros hambrientos / 359
El pueblo de Huaquirca
360 / Peter Gose