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Las virtudes del misionero claretiano

Además de las virtudes pedidas expresamente a los novicios para que puedan
responder a la propia vocación, que se han presentado en el capítulo precedente,
el proyecto de vida de los claretianos, recogido fundamentalmente en su texto
constitucional, propone también una serie de virtudes [1] en las que el novicio
deberá iniciarse y ejercitarse, de suerte que pueda un día abrazar ese proyecto
mediante la profesión religiosa y vivir así con mayor plenitud su propia vocación.

En este capítulo vamos a ver cuáles son esas virtudes propias de todo
claretiano. Lo desarrollamos en dos partes:

I. LAS VIRTUDES QUE IDENTIFICAN AL MISIONERO CON CRISTO


EVANGELIZADOR.

II. EL PROGRESO HACIA LA PLENA MADUREZ EN CRISTO.

I. LAS VIRTUDES QUE IDENTIFICAN AL MISIONERO CON CRISTO


EVANGELIZADOR

El Padre Fundador dice que “el misionero apostólico debe ser el dechado de
todas las virtudes; ha de ser la misma virtud personificada” [2]. Y expone en sendos
capítulos de su Autobiografía las virtudes que están vinculadas de una u otra
manera a la vocación y a la misión: la humildad, la pobreza [3], la mansedumbre, la
modestia, la mortificación (a la que dedica dos capítulos) y el amor a Dios y al
prójimo [4].

El misionero claretiano ha de estar revestido de un conjunto de virtudes, a


imitación del primer misionero, Jesucristo. Alcanza su identificación o configuración
con Cristo no solamente por medio de los consejos evangélicos -los votos- sino
también por medio de otras virtudes [5].

Exponemos seguidamente esas virtudes, según el texto constitucional.

1. La caridad apostólica
Es un hecho significativo que san Antonio María Claret tomara como lema
de su escudo arzobispal la frase paulina La caridad de Cristo nos urge. Esta caridad
le urgía en forma de celo apostólico. Se identificaba con el evangelizador lleno de
ese celo y se retrataba a sí mismo cuando definía al misionero como “un hombre
que arde en caridad y abrasa por donde pasa” [6]. Este fuego-amor nacía de la
unción profética del Espíritu [7]. Y él lo conservaba y aumentaba con la meditación-
contemplación y con el mismo ejercicio de la predicación.

Para nosotros, la caridad apostólica es la primera y más necesaria virtud [8].

1. 1. Primacía de la caridad para el misionero

Hablando a sus misioneros, dice el Fundador:

“La virtud más necesaria es el amor. Sí, lo digo, y lo diré mil veces: la virtud
que más necesita un misionero apostólico es el amor. Debe amar a Dios, a
Jesucristo, a María Santísima y a los prójimos. Si no tiene este amor, todas sus
bellas dotes serán inútiles; pero si tiene grande amor con las dotes naturales, lo
tiene todo” [9].

Las Constituciones, inspiradas en el pensamiento del Fundador, no han


dudado en afirmar que “la caridad apostólica es la virtud más necesaria al misionero.
De tal modo que, si carece de ella, será como una campana que suena o un címbalo
que retiñe"[10], según la conocida comparación del apóstol san Pablo (1Co 13, 1).

1.2. Medios para adquirir la caridad apostólica

El Padre Fundador señala varios medios para adquirir el amor apostólico


[11]. De entre todos ellos merecen destacarse los siguientes:
a. La meditación: la meditación, realizada con fe, estimula la caridad, la hace
arder más y abrasar, y la convierte en llama de celo apostólico [12].

b. La Eucaristía: si la meditación es un medio para encenderse en celo


apostólico, la Eucaristía es el horno mismo de fuego. De la Eucaristía arranca el
mayor impulso misionero, como fuego arrollador. Claret notó esa fuerza cuando, a
raíz de la gracia mística de la conservación de las especies sacramentales,
experimentó en sí mismo un gran dinamismo apostólico [13].

c. La intercesión de María, Madre de caridad: los Hechos de los Apóstoles


nos presentan a María, la Madre de Jesús, orando con los Doce para obtener el
bautismo de fuego para evangelizar a todo el mundo. En cuanto misioneros,
podemos implorar la intercesión de María para alcanzar el don del verdadero amor
de caridad y del celo apostólico, como lo hacía nuestro Fundador [14]. Convencidos
de que su presencia en nuestra vida reviste la categoría de una experiencia
carismática peculiar [15], podemos y debemos contar con ella -Corazón y fragua
ardiente de amor-, para llegar a convertirnos en hombres de fuego apostólico, que
arden en caridad y que abrasan por donde pasan..., en conformidad con la definición
del misionero [16].

2. La humildad apostólica

De la humildad hemos hablado en el capítulo anterior. Hemos dicho que,


según nuestro Fundador [17], ella es el fundamento de todas las virtudes; nos
hemos preguntado en qué consiste, cuáles son sus motivaciones y cuáles los
medios para conseguirla. Volvemos a mencionarla en este capítulo porque figura
entre las virtudes recomendadas también a todos los misioneros claretianos [18].
Añadimos ahora un dato interesante: nuestro Padre Fundador tenía en tan gran
estima esta virtud que llevó examen particular sobre ella durante 15 años,
examinándose dos veces cada día[19].

Las Constituciones nos proponen algunos modos de ejercitar la humildad:

• reconocer los dones de Dios y hacerlos fructificar;

• recordar los pecados y defectos;


• reconocer íntimamente la propia dependencia de Dios;

• expresar este conocimiento en el modo de actuar y en las relaciones con los


demás;

• confesar los propios errores y defectos, pedir perdón a los hermanos y prestarles
los servicios de caridad [20].

El Plan General de Formación [21], inspirado en las mismas Constituciones


[22], hace una propuesta pedagógica actualizada para la adquisición y ejercicio de
esta virtud:

• dar toda la gloria a Dios;

• hacer fructificar los dones recibidos de él;

• reconocer la verdad de los propios pecados y defectos;

• aceptar y practicar la corrección fraterna;

• actuar con sencillez, pedir perdón, servir a los hermanos, tener con ellos un trato
abierto y sincero.

3. La mansedumbre apostólica

La mansedumbre, para los claretianos, es una virtud eminentemente


apostólica [23]. No es una cuestión de mera estética o de marketing, de cara al
público.
El Reino de Dios no se impone por la fuerza sino que se difunde mediante
el amor y la misericordia. El Padre Fundador estaba persuadido de que la
evangelización debía hacerse con benevolencia de corazón, como lo hacía
Jesucristo [24]. Había meditado en el Evangelio el ejemplo y las palabras de Jesús
sobre la mansedumbre y estaba convencido de que esta virtud debe acompañar
siempre al celo apostólico. Celo y mal genio o malas maneras no pueden ir juntos
en el ejercicio del ministerio apostólico [25].

En el apostolado misionero comprobó nuestro Fundador los frutos de la


mansedumbre y conoció, por el contrario, por experiencia ajena, las malas
consecuencias que se siguen de un talante agresivo [26]. Por eso, se entiende la
siguiente afirmación, que alcanza el rango de criterio de discernimiento vocacional
para quien desea dedicarse al apostolado: “La mansedumbre es una señal de
vocación al ministerio de misionero apostólico” [27].

A los claretianos, la imitación de Jesucristo, manso y humilde de corazón


(Mt 11, 29), y el anhelo de ganar a los más posibles para él, deberán ser las
motivaciones principales que nos muevan a adoptar aquellas formas de
mansedumbre que sean las más convenientes, tanto en nuestra vida comunitaria
como en el ejercicio del sagrado ministerio [28]. El Plan General de Formación [29]
sugiere las siguientes maneras de vivir la mansedumbre:

• Evitar cualquier tipo de predominio o de actitud violenta.

• Ser comprensivos ante el ritmo de cada uno, y saber esperar el tiempo de Dios en
las personas; detenerse ante el otro y escuchar.

• Mostrar paciencia ante la lentitud con la que crece el Reino.

• Expresar cordialidad y misericordia en la misión.

4. La modestia como talante de sencillez

La modestia es “una virtud moral que regula y modera las acciones


exteriores del hombre” [30].
El misionero está al servicio de la Palabra, no de sí mismo. Es un testigo, no
un actor, ni un burócrata. Es trasparencia, icono de Cristo y no quien se exhibe ante
los demás. Debe, por tanto, ser consciente de su papel y representar debidamente
al Señor. Debe, en consecuencia, obrar a su modo, imitarle, y en su nombre, pero
en manera alguna suplantarle.

El Padre Fundador destacaba por su talante modesto. Era muy circunspecto


en todas sus palabras, obras y maneras [31]. Su forma sencilla de comportarse
comenzaba por una exquisita educación e iba hacia una edificación cristiana.

Para nosotros, hoy en día, la virtud de la modestia representa un conjunto


de actitudes muy variadas que podrían recibir los siguientes nombres: mesura,
compostura, talante humilde y sencillo, porte cercano a la gente, estilo franco y
transparente, buena educación, discreción, finura y elegancia en las maneras, en
las palabras, en los comportamientos, en las relaciones, etc. En resumen, es un
porte externo que refleja una plenitud interiormente vivida, a imitación de Jesús:

“Como el Señor Jesús mostró siempre en su exterior la interna plenitud de


gracia con que el Padre le había colmado, así nosotros por la afabilidad, alegría
espiritual y modestia, hemos de poner de manifiesto la presencia de Dios en el
mundo”[32].

Todos los misioneros tenemos que esforzarnos por conseguir en nuestra


vida la nota de la sencillez, como algo realmente característico [33]. También los
novicios tendrán que ir apreciando el valor de esta virtud para la vida religiosa y
apostólica y, por lo tanto, se esmerarán en alcanzarla. En relación con esta virtud
tendrán en cuenta, concretamente, las siguientes orientaciones:

• La modestia debe nacer del corazón; no debe ser postiza, fingida. La modestia
debe ser flexible, natural, tranquila; no debe ser afectada, ni rígida y violenta [34].

• La modestia es más un talante espiritual que una mera forma externa de


comportamiento; pero implica la adopción de unos modales que sean conformes
con los valores evangélicos y que sean, a la vez, adecuados a la sensibilidad y a
las sanas costumbres de la sociedad en que se vive.
5. La mortificación

5.1. Sentido de la mortificación [35]

En nuestro tiempo, sigue teniendo valor la ascesis, esto es, el esfuerzo


humano en la búsqueda de la propia santificación o configuración con Cristo -
contando siempre con la gracia- y en el mismo ejercicio del apostolado.

Las formas aflictivas o de mortificación, tanto las que vienen impuestas por
la fuerza misma de la vida, de las circunstancias, etc., como las que se buscan
voluntariamente, tienen diverso valor según la clave de lectura que de ellas se haga.
La mortificación, en concreto, puede responder a:

• Un sentido ascético, disciplinar, de autocontrol o de entrenamiento en orden a


estar en forma espiritual y con ánimo pronto para asumir las exigencias que nuestra
misma condición humana y cristiana nos impone.

• Un sentido más hondo de oblatividad, de actitud disponible y permanente para la


entrega a Dios y al prójimo.

• Un sentido cristológico, cual es el de la identificación con Cristo paciente. Significa


ese empeño, consciente y voluntario, por llegar a una mayor configuración con
Cristo sufriente, que carga con la cruz sobre los hombros y nos invita a imitarle y a
seguirle cada día.

• Un sentido apostólico-testimonial, que avala la autenticidad de la misión.

5.2. El ejemplo de nuestro Fundador


Su vida entera estuvo marcada por la configuración con Cristo paciente:
experimentó todo tipo de contrariedades, tribulaciones y hasta persecuciones. Llevó
una vida caracterizada por un ascetismo heroico, motivado por la búsqueda
incesante de la gloria de Dios y alentado por el deseo de convertir y edificar a sus
prójimos mediante el testimonio de su propia vida. En la Autobiografía dedica dos
capítulos completos a hablar de la mortificación [36]. En ellos describe su esfuerzo
por llegar a configurarse con Cristo desde la mortificación de los sentidos hasta la
aceptación de las tribulaciones, tanto interiores como exteriores. Su ascesis llevó
siempre, ineludiblemente, el sello de un ardiente celo apostólico. Y su apostolado
estuvo marcado, a su vez, por la presencia de la cruz. Por eso pudo decir: “Conozco,
sé y me consta que las penas, dolores y trabajos son la divisa del apostolado” [37].

El Padre Fundador nos invita a aceptar también como nuestra la cruz y las
dificultades que acompañan al apóstol en su ministerio. Por eso, al definir el ideal
del misionero, dice: “Nada le arredra; se goza en las privaciones; aborda los
trabajos; abraza los sacrificios; se complace en las calumnias y se alegra en los
tormentos. No piensa sino cómo seguirá e imitará a Jesucristo en trabajar, sufrir y
en procurar siempre y únicamente la mayor gloria de Dios y la salvación de las
almas” [38].

5.3. La configuración con Cristo paciente

Las Constituciones hablan de la mortificación, asentando el cimiento de la


misma: recuerdan la motivación teológica fundamental de la configuración con
Cristo en el misterio de la cruz y hacen también algunas recomendaciones prácticas
sobre la mortificación de los sentidos.

• Hablan del sentido o fundamento de la mortificación, es decir, el estar “asociados


a la obra de la Redención” [39]. Somos discípulos de Jesús, le seguimos
renunciando a nosotros mismos y tomando a cuestas su cruz (cf. Mt 16, 24). A partir
de esta clave cobran sentido las recomendaciones que el texto constitucional hace
acerca de la abstención de los deseos de la carne, la diligente y cuidadosa guarda
de los sentidos[40], la alusión a la templanza en las comidas y bebidas[41], etc.

• La invitación a la identificación con Cristo paciente alcanza un grado llamativo [42]:


llegar a alegrarse en toda adversidad, incluso en las persecuciones y en toda
tribulación. En nuestra Congregación este ideal ha llegado a realizarse. Un ejemplo
luminoso -reconocido públicamente por la Iglesia- lo tenemos en el sacrificio heroico
de nuestros Mártires de Barbastro, durante la contienda española de 1936.

• Otra forma de mortificación importante que se apunta, desde la clave de la


solidaridad y de la lucha por la justicia en este mundo, es el reconocimiento de Cristo
paciente en los que sufren y el compromiso a favor de su causa para que también
ellos consigan la salvación.

• Y se recuerda una situación de crucifixión con Cristo que, antes o después, nos
llegará a todos: la enfermedad, con la que podremos completar lo que falta a la
pasión de Cristo (cf. Col 1, 24) [43].

5.4. Práctica de la mortificación

El Plan General de Formación hace algunas propuestas ascéticas, como las


siguientes [44]:

• Mortificación de los deseos y tendencias del propio cuerpo.

• Aceptación alegre de ciertas adversidades: hambre, sed, desnudez, trabajos y


otras contrariedades que ofrezca la vida o el apostolado.

• Aguante y resignación en las propias enfermedades y dolores.

Solidaridad y entrega por los demás.

• Renuncia a las comodidades, a la instalación y a ciertos apegos.

• Asunción serena de los errores, fracasos y frustraciones.

• Aceptación realista de las personas, situaciones, ritmo cotidiano, etc.


• Revisión continúa de las actitudes personales, comunitarias y en relación con el
apostolado.

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