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El gato con botas

Había una vez un molinero cuya única herencia para sus tres hijos eran su molino, su asno y
su gato. Pronto se hizo la repartición sin necesitar de un clérigo ni de un abogado, pues ya
habían consumido todo el pobre patrimonio. Al mayor le tocó el molino, al segundo el asno, y al
menor el gato que quedaba.

El pobre joven amigo estaba bien inconforme por haber recibido tan poquito.

-”Mis hermanos”- dijo él,-”pueden hacer una bonita vida juntando sus bienes, pero por mi parte,
después de haberme comido al gato, y hacer unas sandalias con su piel, entonces no me
quedará más que morir de hambre.”

El gato, que oyó todo eso, pero no lo tomaba así, le dijo en un tono firme y serio:

-”No te preocupes tanto, mi buen amo. Si me das un bolso, y me tienes un par de botas para
mí, con las que yo pueda atravesar lodos y zarzales, entonces verás que no eres tan pobre
conmigo como te lo imaginas.”

El amo del gato no le dió mucha posibilidad a lo que le decía. Sin embargo, a menudo lo había
visto haciendo ingeniosos trucos para atrapar ratas y ratones, tal como colgarse por los
talones, o escondiéndose dentro de los alimentos y fingiendo estar muerto. Así que tomó algo
de esperanza de que él le podría ayudar a paliar su miserable situación.

Después de recibir lo solicitado, el gato se puso sus botas galantemente, y amarró el bolso
alrededor de su cuello. Se dirigió a un lugar donde abundaban los conejos, puso en el bolso un
poco de cereal y de verduras, y tomó los cordones de cierre con sus patas delanteras, y se tiró
en el suelo como si estuviera muerto. Entonces esperó que algunos conejitos, de esos que aún
no saben de los engaños del mundo, llegaran a mirar dentro del bolso.

Apenas recién se había echado cuando obtuvo lo que quería. Un atolondrado e ingenuo conejo
saltó a la bolsa, y el astuto gato, jaló inmediatamente los cordones cerrando la bolsa y
capturando al conejo.

Orgulloso de su presa, fue al palacio del rey, y pidió hablar con su majestad. Él fue llevado
arriba, a los apartamentos del rey, y haciendo una pequeña reverencia, le dijo:

-”Majestad, le traigo a usted un conejo enviado por mi noble señor, el Marqués de Carabás.
(Porque ese era el título con el que el gato se complacía en darle a su amo).”

-”Dile a tu amo”- dijo el rey, -”que se lo agradezco mucho, y que estoy muy complacido con su
regalo.”
En otra ocasión fue a un campo de granos. De nuevo cargó de granos su bolso y lo mantuvo
abierto hasta que un grupo de perdices ingresaron, jaló las cuerdas y las capturó. Se presentó
con ellas al rey, como había hecho antes con el conejo y se las ofreció. El rey, de igual manera
recibió las perdices con gran placer y le dió una propina. El gato continuó, de tiempo en tiempo,
durante unos tres meses, llevándole presas a su majestad en nombre de su amo.

Un día, en que él supo con certeza que el rey recorrería la rivera del río con su hija, la más
encantadora princesa del mundo, le dijo a su amo:

-”Si sigues mi consejo, tu fortuna está lista. Todo lo que debes hacer es ir al río a bañarte en el
lugar que te enseñaré, y déjame el resto a mí.”

El Marqués de Carabás hizo lo que el gato le aconsejó, aunque sin saber por qué. Mientras él
se estaba bañando pasó el rey por ahí, y el gato empezó a gritar:

-”¡Auxilio!¡Auxilio!¡Mi señor, el Marqués de Carabás se está ahogando!”

Con todo ese ruido el rey asomó su oído fuera de la ventana del coche, y viendo que era el
mismo gato que a menudo le traía tan buenas presas, ordenó a sus guardias correr
inmediatamente a darle asistencia a su señor el Marqués de Carabás. Mientras los guardias
sacaban al Marqués fuera del río, el gato se acercó al coche y le dijo al rey que, mientras su
amo se bañaba, algunos rufianes llegaron y le robaron sus vestidos, a pesar de que gritó varias
veces tan alto como pudo:

-”¡Ladrones!¡Ladrones!”

En realidad, el astuto gato había escondido los vestidos bajo una gran piedra.
El rey inmediatamente ordenó a los oficiales de su ropero correr y traer uno de sus mejores
vestidos para el Marqués de Carabás. El rey entonces lo recibió muy cortésmente. Y ya que los
vestidos del rey le daban una apariencia muy atractiva (además de que era apuesto y bien
proporcionado), la hija del rey tomó una secreta inclinación sentimental hacia él. El Marqués de
Carabás sólo tuvo que dar dos o tres respetuosas y algo tiernas miradas a ella para que ésta
se sintiera fuertemente enamorada de él. El rey le pidió que entrara al coche y los acompañara
en su recorrido.

El gato, sumamente complacido del éxito que iba alcanzando su proyecto, corrió
adelantándose. Reunió a algunos lugareños que estaban preparando un terreno y les dijo:

-”Mis buenos amigos, si ustedes no le dicen al rey que los terrenos que ustedes están
trabajando pertenecen al Marqués de Carabás, los harán en picadillo de carne.”

Cuando pasó el rey, éste no tardó en preguntar a los trabajadores de quién eran esos terrenos
que estaban limpiando.
-”Son de mi señor, el Marqués de Carabás.”- contestaron todos a la vez, pues las amenazas
del gato los habían amedrentado.

-”Puede ver señor”- dijo el Marqués, -”estos son terrenos que nunca fallan en dar una excelente
cosecha cada año.”

El hábil gato, siempre corriendo adelante del coche, reunió a algunos segadores y les dijo:

-”Mis buenos amigos, si ustedes no le dicen al rey que todos estos granos pertenecen al
Marqués de Carabás, los harán en picadillo de carne.”

El rey, que pasó momentos después, les preguntó a quien pertenecían los granos que estaban
segando.

-”Pertenecen a mi señor, el Marqués de Carabás.”- replicaron los segadores, lo que complació


al rey y al marqués. El rey lo felicitó por tan buena cosecha. El fiel gato siguió corriendo
adelante y decía lo mismo a todos los que encontraba y reunía. El rey estaba asombrado de las
extensas propiedades del señor Marqués de Carabás.

Por fin el astuto gato llegó a un majestuoso castillo, cuyo dueño y señor era un ogro, el más
rico que se hubiera conocido entonces. Todas las tierras por las que había pasado el rey
anteriormente, pertenecían en realidad a este castillo. El gato que con anterioridad se había
preparado en saber quien era ese ogro y lo que podía hacer, pidió hablar con él, diciendo que
era imposible pasar tan cerca de su castillo y no tener el honor de darle sus respetos.

El ogro lo recibió tan cortésmente como podría hacerlo un ogro, y lo invitó a sentarse.

-”Yo he oído”- dijo el gato, -”que eres capaz de cambiarte a la forma de cualquier criatura en la
que pienses. Que tú puedes, por ejemplo, convertirte en león, elefante, u otro similar.”

-”Es cierto”- contestó el ogro muy contento, -”Y para que te convenzas, me haré un león.”

El gato se aterrorizó tanto por ver al león tan cerca de él, que saltó hasta el techo, lo que lo
puso en más dificultad pues las botas no le ayudaban para caminar sobre el tejado. Sin
embargo, el ogro volvió a su forma natural, y el gato bajó, diciéndole que ciertamente estuvo
muy asustado.

-”También he oído”- dijo el gato, -”que también te puedes transformar en los animales más
pequeñitos, como una rata o un ratón. Pero eso me cuesta creerlo. Debo admitirte que yo
pienso que realmente eso es imposible.”

-”¿Imposible?”- Gritó el ogro, -”¡Ya lo verás!”


Inmediatamente se transformó en un pequeño ratón y comenzó a correr por el piso. En cuanto
el gato vio aquello, lo atrapó y se lo tragó.

Mientras tanto llegó el rey, y al pasar vio el hermoso castillo y decidió entrar en él. El gato, que
oyó el ruido del coche acercándose y pasando el puente, corrió y le dijo al rey:

-”Su majestad es bienvenido a este castillo de mi señor el Marqués de Carabás.”

-”¿Qué?¡Mi señor Marqués!” exclamó el rey, -”¿Y este castillo también te pertenece? No he
conocido nada más fino que esta corte y todos los edificios y propiedades que lo rodean.
Entremos, si no te importa.”

El marqués brindó su mano a la princesa para ayudarle a bajar, y siguieron al rey, quien iba
adelante. Ingresaron a una espaciosa sala, donde estaba lista una magnífica fiesta, que el ogro
había preparado para sus amistades, que llegaban exactamente ese mismo día, pero no se
atrevían a entrar al saber que el rey estaba allí.

Su majestad estaba perfectamente encantado con las buenísimas cualidades de mi señor el


Marqués de Carabás, y observando que su hija se había enamorado violentamente de él, y
después de haber visto sus grandes posesiones, y además de haber bebido ya cinco o seis
vasos de vino, le dijo:

-”Será solamente tu culpa, mi señor Marqués de Carabás, si no llegas a ser mi yerno.”

El marqués, haciendo varias pequeñas reverencia, aceptó el honor que Su Majestad le estaba
confiriendo, y enseguida, ese mismo día se casó con la princesa.
El gato llegó a ser un gran señor, y ya no tuvo que correr tras los ratones, excepto para
entretenerse.
Los músicos de Bremen
Tenía un hombre un asno que durante largos años había transportado incansablemente los
sacos al molino; pero al cabo vinieron a faltarle las fuerzas, y cada día se iba haciendo más
inútil para el trabajo. El amo pensó en deshacerse de él; pero el burro, dándose cuenta de que
soplaban malos vientos, escapó y tomó el camino de la ciudad de Bremen, pensando que tal
vez podría encontrar trabajo como músico municipal.

Después de andar un buen trecho, se encontró con un perro cazador que, echado en el
camino, jadeaba, al parecer, cansado de una larga carrera.

- Pareces muy fatigado, amigo,- le dijo el asno.


- ¡Ay! - exclamó el perro, -como ya soy viejo y estoy más débil cada día que pasa y ya no sirvo
para cazar, mi amo quiso matarme, y yo he puesto tierra por medio. Pero, ¿cómo voy a
ganarme el pan?-
- ¿Sabes qué?- dijo el asno.-Yo voy a Bremen, a ver si puedo encontrar trabajo como músico
de la ciudad. Vente conmigo y entra también en la banda. Yo tocaré el laúd, y tú puedes tocar
los timbales.

Parecióle bien al can la proposición, y prosiguieron juntos la ruta. No había transcurrido mucho
rato cuando encontraron un gato con cara de tres días sin pan:

- Y, pues, ¿qué contratiempo has sufrido, bigotazos?- preguntóle el asno.


- No está uno para poner cara de Pascua cuando le va la piel,- respondió el gato. - Porque me
hago viejo, se me embotan los dientes y me siento más a gusto al lado del fuego que corriendo
tras los ratones, mi ama ha tratado de ahogarme. Cierto que he logrado escapar, pero mi
situación es apurada: ¿adónde iré ahora?
- Vente a Bremen con nosotros. Eres un perito en música nocturna y podrás entrar también en
la banda.

El gato estimó bueno el consejo y se agregó a los otros dos. Más tarde llegaron los tres
fugitivos a un cortijo donde, encaramado en lo alto del portal, un gallo gritaba con todos sus
pulmones.

- Tu voz se nos mete en los sesos,-dijo el asno. -¿Qué te pasa?


- He estado profetizando buen tiempo,- respondió el gallo, -porque es el día en que la Virgen
María ha lavado la camisita del Niño Jesús y quiere ponerla a secar. Pero como resulta que
mañana es domingo y vienen invitados, mi ama, que no tiene compasión, ha mandado a la
cocinera que me eche al puchero; y así, esta noche va a cortarme el cuello. Por eso grito ahora
con toda la fuerza de mis pulmones, mientras me quedan aún algunas horas.
- ¡Bah, cresta roja!- dijo el asno. - Mejor harás viniéndote con nosotros. Mira, nos vamos a
Bremen; algo mejor que la muerte en cualquier parte lo encontrarás. Tienes buena voz, y si
todos juntos armamos una banda, ya saldremos del apuro.
Al gallo le pareció interesante la oferta, y los cuatro emprendieron el camino de Bremen.

Pero no pudieron llegar a la ciudad aquel mismo día, y al anochecer resolvieron pasar la noche
en un bosque que encontraron. El asno y el perro se tendieron bajo un alto árbol; el gato y el
gallo subiéronse a las ramas, aunque el gallo se encaramó de un vuelo hasta la cima,
creyéndose allí más seguro. Antes de dormirse, echó una mirada a los cuatro vientos, y en la
lejanía divisó una chispa de luz, por lo que gritó a sus compañeros que no muy lejos debía de
haber una casa.

Dijo entonces el asno:

- Mejor será que levantemos el campamento y vayamos a verlo, pues aquí estamos muy mal
alojados.

Pensó el perro que unos huesos y un poquitín de carne no vendrían mal, y, así se pusieron
todos en camino en dirección de la luz; ésta iba aumentando en claridad a medida que se
acercaban, hasta que llegaron a una guarida de ladrones, profusamente iluminada. El asno,
que era el mayor, acercóse a la ventana, para echar un vistazo al interior.

- ¿Qué ves, rucio? -preguntó el gallo.


- ¿Qué veo?- replicó el asno. - Pues una mesa puesta con comida y bebida, y unos bandidos
que se están dando el gran atracón.
- ¡Tan bien como nos vendría a nosotros! - dijo el gallo.
- ¡Y tú que lo digas! - añadió el asno. -¡Quién pudiera estar allí!

Los animales deliberaron entonces acerca de la manera de expulsar a los bandoleros, y, al fin,
dieron con una solución. El asno se colocó con las patas delanteras sobre la ventana; el perro
montó sobre la espalda del asno, el gato trepó sobre el perro, y, finalmente, el gallo se subió de
un vuelo sobre la cabeza del gato. Colocados ya, a una señal convenida prorrumpieron a la
una en su horrísona música: el asno, rebuznando; el perro, ladrando; el gato, maullando, y
cantando el gallo. Y acto seguido se precipitaron por la ventana al interior de la sala, con gran
estrépito de cristales. Levantáronse de un salto los bandidos ante aquel estruendo, pensando
que tal vez se trataría de algún fantasma, y, presa de espanto, tomaron las de Villadiego en
dirección al bosque. Los cuatro socios se sentaron a la mesa y, con las sobras de sus
antecesores, se hartaron como si les esperasen cuatro semanas de ayuno.

Cuando los cuatro músicos hubieron terminado el banquete, apagaron la luz y se buscaron
cada uno una yacija apropiada a su naturaleza y gusto. El asno se echó sobre el estiércol; el
perro, detrás de la puerta; el gato, sobre las cenizas calientes del hogar, y el gallo se posó en
una viga; y como todos estaban rendidos de su larga caminata, no tardaron en dormirse.

A media noche, observando desde lejos los ladrones que no había luz en la casa y que todo
parecía tranquilo, dijo el capitán:
- No debíamos habernos asustado tan fácilmente.

Y envió a uno de los de la cuadrilla a explorar el terreno.

El mensajero lo encontró todo quieto y silencioso, y entró en la cocina para encender luz.
Tomando los brillantes ojos del gato por brasas encendidas, aplicó a ellos un fósforo, para que
prendiese. Pero el gato no estaba para bromas y, saltándole al rostro, se puso a soplarle y
arañarle. Asustado el hombre, echó a correr hacia la puerta trasera; pero el perro, que dormía
allí, se levantó de un brinco y le hincó los dientes en la pierna; y cuando el bandolero, en su
huida, atravesó la era por encima del estercolero, el asno le propinó una recia coz, mientras el
gallo, despertado por todo aquel alboroto y, ya muy animado, gritaba desde su viga: “¡Kikirikí!”

El ladrón, corriendo como alma que lleva el diablo, llegó hasta donde estaba el capitán, y le
dijo:

- ¡Uf!, en la casa hay una horrible bruja que me ha soplado y arañado la cara con sus largas
uñas. Y en la puerta hay un hombre armado de un cuchillo y me lo ha clavado en la pierna. En
la era, un monstruo negro me ha aporreado con un enorme mazo, y en la cima del tejado, el
juez venga gritar: ‘¡Traedme el bribón aquí!’ Menos mal que pude escapar.

Los bandoleros ya no se atrevieron a volver a la casa, y los músicos de Bremen se encontraron


en ella tan a gusto, que ya no la abandonaron. Y quien no quiera creerlo, que vaya a verlo.
El traje nuevo del
Emperador
Hace muchos años había un Emperador tan aficionado a los trajes nuevos que gastaba todas
sus rentas en vestir con la máxima elegancia. No se interesaba por sus soldados, ni le atraía el
teatro, ni le gustaba pasear en coche por el bosque, a menos que fuera para lucir sus trajes
nuevos. Tenía un vestido distinto para cada hora del día, y de la misma manera que se dice de
un rey que se encuentra en el Consejo, de él se decía siempre:

-El Emperador está en el ropero.

La gran ciudad en que vivía estaba llena de entretenimientos y era visitada a diario por
numerosos turistas. Un día se presentaron dos truhanes que se hacían pasar por tejedores,
asegurando que sabían tejer las telas más maravillosas que pudiera imaginarse. No sólo los
colores y los dibujos eran de una insólita belleza, sino que las prendas con ellas
confeccionadas poseían la milagrosa virtud de convertirse en invisibles para todos aquellos que
no fuesen merecedores de su cargo o que fueran irremediablemente estúpidos.

-¡Deben ser vestidos magníficos! -pensó el Emperador-. Si los llevase, podría averiguar qué
funcionarios del reino son indignos del cargo que desempeñan. Podría distinguir a los listos de
los tontos. Sí debo encargar inmediatamente que me hagan un traje.

Y entregó mucho dinero a los estafadores para que comenzasen su trabajo.

Instalaron dos telares y simularon que trabajaban en ellos; aunque estaba totalmente vacíos.
Con toda urgencia, exigieron las sedas más finas y el hilo de oro de la mejor calidad.
Guardaron en sus alforjas todo esto y trabajaron en los telares vacíos hasta muy entrada la
noche.

«Me gustaría saber lo que ha avanzado con la tela», pensaba el Emperador, pero se
encontraba un poco confuso en su interior al pensar que el que fuese tonto o indigno de su
cargo no podría ver lo que estaban tejiendo. No es que tuviera dudas sobre sí mismo; pero, por
si acaso, prefería enviar primero a otro, para ver cómo andaban las cosas. Todos los habitantes
de la ciudad estaban informados de la particular virtud de aquella tela, y todos estaban
deseosos de ver lo tonto o inútil que era su vecino.

«Enviaré a mi viejo ministro a que visite a los tejedores -pensó el Emperador-. Es un hombre
honrado y el más indicado para ver si el trabajo progresa, pues tiene buen juicio, y no hay
quien desempeñe el cargo como él».
El viejo y digno ministro se presentó, pues, en la sala ocupada por los dos pícaros, los cuales
seguían trabajando en los telares vacíos.

«¡Dios me guarde! -pensó el viejo ministro, abriendo unos ojos como platos-. ¡Pero si no veo
nada!». Pero tuvo buen cuidado en no decirlo.

Los dos estafadores le pidieron que se acercase y le preguntaron si no encontraba preciosos el


color y el dibujo. Al decirlo, le señalaban el telar vacío, y el pobre ministro seguía con los ojos
desencajados, pero sin ver nada, puesto que nada había.

«¡Dios mio! -pensó-. ¿Seré tonto acaso? Jamás lo hubiera creído, y nadie tiene que saberlo.
¿Es posible que sea inútil para el cargo? No debo decir a nadie que no he visto la tela».

-¿Qué? ¿No decís nada del tejido? -preguntó uno de los pillos.

-¡Oh, precioso, maravilloso! -respondió el viejo ministro mirando a través de los lentes-. ¡Qué
dibujos y qué colores! Desde luego, diré al Emperador que me ha gustado extraordinariamente.

-Cuánto nos complace -dijeron los tejedores, dándole los nombres de los colores y
describiéndole el raro dibujo. El viejo ministro tuvo buen cuidado de quedarse las explicaciones
en la memoria para poder repetirlas al Emperador; y así lo hizo.

Los estafadores volvieron a pedir más dinero, más seda y más oro, ya que lo necesitaban para
seguir tejiendo. Lo almacenaron todo en sus alforjas, pues ni una hebra se empleó en el telar, y
ellos continuaron, como antes, trabajando en el telar vacío.

Poco después el Emperador envió a otro funcionario de su confianza a inspeccionar el estado


del tejido y a informarse de si el traje quedaría pronto listo. Al segundo le ocurrió lo que al
primero; miró y remiró, pero como en el telar no había nada, nada pudo ver.

-Precioso tejido, ¿verdad? -preguntaron los dos tramposos, señalando y explicando el precioso
dibujo que no existía.

«Yo no soy tonto -pensó el funcionario-, luego, ¿será mi alto cargo el que no me merezco?
¡Qué cosa más extraña! Pero, es preciso que nadie se dé cuenta».

Así es que elogió la tela que no veía, y les expresó su satisfacción por aquellos hermosos
colores y aquel precioso dibujo.

-¡Es digno de admiración! -informó al Emperador.

Todos hablaban en la ciudad de la espléndida tela, tanto que, el mismo Emperador quiso verla
antes de que la sacasen del telar.
Seguido de una multitud de personajes distinguidos, entre los cuales figuraban los dos viejos y
buenos funcionarios que habían ido antes, se encaminó a la sala donde se encontraban los
pícaros, los cuales continuaban tejiendo afanosamente, aunque sin hebra de hilo.

-¿Verdad que es admirable? -preguntaron los dos honrados funcionarios-. Fíjese Vuestra
Majestad en estos colores y estos dibujos -, y señalaban el telar vacío, creyendo que los demás
veían perfectamente la tela.

«¿Qué es esto? -pensó el Emperador-. ¡Yo no veo nada! ¡Esto es terrible! ¿Seré tonto? ¿O es
que no merezco ser emperador? ¡Resultaría espantoso que fuese así!».

-¡Oh, es bellísima! -dijo en voz alta-. Tiene mi real aprobación-. Y con un gesto de agrado
miraba el telar vacío, sin decir ni una palabra de que no veía nada.

Todos el séquito miraba y remiraba, pero ninguno veía absolutamente nada; no obstante,
exclamaban, como el Emperador:

-¡Oh, es bellísima!-, y le aconsejaron que se hiciese un traje con esa tela nueva y maravillosa,
para estrenarlo en la procesión que debía celebrarse próximamente.

-¡Es preciosa, elegantísima, estupenda!- corría de boca en boca, y todos estaban


entusiasmados con ella.

El Emperador concedió a cada uno de los dos bribones una Cruz de Caballero para que las
llevaran en el ojal, y los nombró Caballeros Tejedores.

Durante toda la noche que precedió al día de la fiesta, los dos embaucadores estuvieron
levantados, con más de dieciséis lámparas encendidas. La gente pudo ver que trabajaban
activamente en la confección del nuevo traje del Emperador. Simularon quitar la tela del telar,
cortaron el aire con grandes tijeras y cosieron con agujas sin hebra de hilo; hasta que al fin,
gritaron:

-¡Mirad, el traje está listo!

Llegó el Emperador en compañía de sus caballeros más distinguidos, y los dos truhanes,
levantando los brazos como si sostuviesen algo, dijeron:

-¡Estos son los pantalones! ¡La casaca! ¡El manto! ...Y así fueron nombrando todas las piezas
del traje. Las prendas son ligeras como si fuesen una tela de araña. Se diría que no lleva nada
en el cuerpo, pero esto es precisamente lo bueno de la tela.

-¡En efecto! -asintieron todos los cortesanos, sin ver nada, porque no había nada .
-¿Quiere dignarse Vuestra Majestad a quitarse el traje que lleva -dijeron los dos bribones-, para
que podamos probarle los nuevos vestidos ante el gran espejo?

El Emperador se despojó de todas sus prendas, y los pícaros simularon entregarle las diversas
piezas del vestido nuevo, que pretendían haber terminado poco antes. Luego hicieron como si
atasen algo a la cintura del Emperador: era la cola; y el Monarca se movía y contoneaba ante
el espejo.

-¡Dios, y qué bien le sienta, le va estupendamente! -exclamaron todos-. ¡Qué dibujos! ¡Qué
colores! ¡Es un traje precioso!

-El palio para la procesión os espera ya en la calle, Majestad -anunció el maestro de


ceremonias.

-¡Sí, estoy preparado! -dijo el Emperador-. ¿Verdad que me sienta bien? -y de nuevo se miró al
espejo, haciendo como si estuviera contemplando sus vestidos.

Los chambelanes encargados de llevar la cola bajaron las manos al suelo como para
levantarla, y siguieron con las manos en alto como si estuvieran sosteniendo algo en el aire;
por nada del mundo hubieran confesado que no veían nada.

Y de este modo marchó el Emperador en la procesión bajo el espléndido palio, mientras que
todas las gentes, en la calle y en las ventanas, decían:

-¡Qué precioso es el nuevo traje del Emperador! ¡Qué magnífica cola! ¡Qué bien le sienta!
-nadie permitía que los demás se diesen cuenta de que no veían nada, porque eso hubiera
significado que eran indignos de su cargo o que eran tontos de remate. Ningún traje del
Emperador había tenido tanto éxito como aquél.

-¡Pero si no lleva nada! -exclamó de pronto un niño.

-¡Dios mio, escuchad la voz de la inocencia! -dijo su padre; y todo el mundo empezó a
cuchichear sobre lo que acababa de decir el pequeño.

-¡Pero si no lleva nada puesto! ¡Es un niño el que dice que no lleva nada puesto!

-¡No lleva traje! -gritó, al fin, todo el pueblo.

Aquello inquietó al Emperador, porque pensaba que el pueblo tenía razón; pero se dijo:

-Hay que seguir en la procesión hasta el final.

Y se irguió aún con mayor arrogancia que antes; y los chambelanes continuaron portando la
inexistente cola.
El Cofre Volador
Érase una vez el hijo de un rico comerciante que había heredado una gran fortuna y vivía
alegremente, hasta que se le terminó el dinero. Sus amigos lo abandonaron; pero uno de ellos,
le envió un viejo cofre con este aviso: -¡Embala!-. El consejo era bueno, pero como nada tenía
que embalar, se metió él en el baúl.

Era un cofre curioso: echaba a volar en cuanto se le apretaba la cerradura. Y así lo hizo; en un
santiamén, el muchacho se vio por los aires, vuela que te vuela y de este modo llegó a tierra de
turcos. Una vez allí, con su baúl volador entró por la ventana de un gran castillo donde vivía la
hija del rey, a la que se había profetizado que quien se enamorara de ella la haría desgraciada.

Estaba ella durmiendo en un sofá; despertó asustada, pero él le dijo que era el dios de los
turcos, llegado por los aires; y esto la tranquilizó. Él joven le contó historias y luego le pidió
matrimonio, la muchacha le dio el sí sin vacilar. Lo invito a volver el sábado para conocer a sus
padres a los cuales debería impresionar con uno de sus cuentos.

Era ya sábado, y ante toda la Corte recitó su cuento.

“Érase una vez un manojo de fósforos que presumían ante los demás objetos de cocina ser los
más nobles. Los utensilios armaron un gran alboroto, defendiendo cada uno su punto.-¡Vaya
gentuza!- pensaban los fósforos. Mientras los demás se preparaban para bailar y hacer una
fiesta. En esto se abrió la puerta y entró la criada. Todos se quedaron quietos, nadie se movió;
la sirvienta cogió los fósforos y encendió fuego. -Ahora todos tendrán que percatarse de que
somos los primeros- pensaban-. -¡Gran resplandor el nuestro!-. Y de este modo se
consumieron”.

A los reyes les gustó tanto el cuento, que le dieron la mano de su hija.

Un día antes de la boda, hubo grandes iluminaciones en la ciudad, los reyes echaron la casa
por la ventana, era ¡Una fiesta magnífica!

-Tendré que hacer algo-, pensó el hijo del mercader. Compró cohetes, y cosas de pirotecnia,
las metió en el baúl y emprendió el vuelo.

¡Pim, pam, pum! ¡Ruido y luces en el cielo!

Los turcos, quedaron encantados y convencidos de que era el propio dios de los turcos el que
iba a casarse con la hija del Rey. Llevó el mozo al bosque su baúl, y volvió a la ciudad para
escuchar lo que decía la gente. Sí, escuchó cosas muy agradables, y al día siguiente era la
boda.
Regresó al bosque pero; su cofre se había incendiado. Una chispa de un cohete había
prendido fuego en el forro y reducido el baúl a cenizas. Y el hijo del mercader ya no podía volar
ni volver al palacio de su prometida.

Ella se pasó todo el día en el tejado, aguardándolo; y sigue aún esperando, mientras él recorre
el mundo contando cuentos, aunque ninguno tan alegre como el de los fósforos.
El Yesquero Mágico
Por la carretera marchaba un soldado marcando el paso. ¡Un, dos, un, dos! Llevaba la mochila
al hombro y un sable al costado, pues venía de la guerra, y ahora iba a su pueblo.

Mas he aquí que se encontró en el camino con una vieja bruja. ¡Uf!, ¡qué espantajo!, con aquel
labio inferior que le colgaba hasta el pecho.

-¡Buenas tardes, soldado! -le dijo-. ¡Hermoso sable llevas, y qué mochila tan grande! Eres un
soldado hecho y derecho. Voy a enseñarte la manera de tener todo el dinero que desees.

-¡Gracias, vieja bruja! -respondió el soldado.

-¿Ves aquel árbol tan corpulento? -prosiguió la vieja, señalando uno que crecía a poca
distancia-. Por dentro está completamente hueco. Pues bien, tienes que trepar a la copa y
verás un agujero; te deslizarás por él hasta que llegues muy abajo del tronco. Te ataré una
cuerda alrededor de la cintura para volverte a subir cuando llames.

-¿Y qué voy a hacer dentro del árbol? -preguntó el soldado.

-¡Sacar dinero! -exclamó la bruja-. Mira; cuando estés al pie del tronco te encontrarás en un
gran corredor muy claro, pues lo alumbran más de cien lámparas. Verás tres puertas; podrás
abrirlas, ya que tienen la llave en la cerradura. Al entrar en la primera habitación encontrarás en
el centro una gran caja, con un perro sentado encima de ella. El animal tiene ojos tan grandes
como tazas de café; pero no te apures. Te daré mi delantal azul; lo extiendes en el suelo, coges
rápidamente al perro, lo depositas sobre el delantal y te embolsas todo el dinero que quieras;
son monedas de cobre. Si prefieres plata, deberás entrar en el otro aposento; en él hay un
perro con ojos tan grandes como ruedas de molino; pero esto no debe preocuparse. Lo pones
sobre el delantal y coges dinero de la caja. Ahora bien, si te interesa más el oro, puedes
también obtenerlo, tanto como quieras; para ello debes entrar en el tercer aposento. Mas el
perro que hay en él tiene los ojos tan grandes como la Torre Redonda. ¡A esto llamo yo un
perro de verdad! Pero nada de asustarte. Lo colocas sobre mi delantal, y no te hará ningún
daño, y podrás sacar de la caja todo el oro que te venga en gana.

-¡No está mal!-exclamó el soldado-. Pero, ¿qué habré de darte, vieja bruja? Pues supongo que
algo querrás para ti.

-No -contestó la mujer-, ni un céntimo. Para mí sacarás un viejo yesquero, que mi abuela se
olvidó ahí dentro, cuando estuvo en el árbol la última vez.

-Bueno, pues átame ya la cuerda a la cintura – convino el soldado.

-Ahí tienes -respondió la bruja-, y toma también mi delantal azul.


Se subió el soldado a la copa del árbol, se deslizó por el agujero y, tal como le dijera la bruja,
se encontró muy pronto en el espacioso corredor en el que ardían las lámparas.

Y abrió la primera puerta. ¡Uf! Allí estaba el perro de ojos como tazas de café, mirándolo
fijamente.

-¡Buen muchacho! -dijo el soldado, cogiendo al animal y depositándolo sobre el delantal de la


bruja. Se llenó luego los bolsillos de monedas de cobre, cerró la caja, volvió a colocar al perro
encima y pasó a la habitación siguiente. En efecto, allí estaba el perro de ojos como ruedas de
molino.

-Mejor harías no mirándome así -le dijo-. Te va a doler la vista.

Y sentó al perro sobre el delantal. Al ver en la caja tanta plata, tiró todas las monedas de cobre
que llevaba encima y se llenó los bolsillos y la mochila de las del blanco metal.

Pasó entonces al tercer aposento. Aquello presentaba mal cariz; el perro tenía, en efecto, los
ojos tan grandes como la Torre Redonda, y los movía como sí fuesen ruedas de molino.

-¡Buenas noches! -dijo el soldado llevándose la mano a la gorra, pues perro como aquel no lo
había visto en su vida. Una vez lo hubo observado bien, pensó: «Bueno, ya está visto», cogió
al perro, lo puso en el suelo y abrió la caja. ¡Señor, y qué montones de oro! Habría como para
comprar la ciudad de Copenhague entera, con todos los cerditos de mazapán de las
pastelerías y todos los soldaditos de plomo, látigos y caballos de madera de balancín del
mundo entero. ¡Allí sí que había oro, palabra!

Tiró todas las monedas de plata que llevaba encima, las reemplazó por otras de oro, y se llenó
los bolsillos, la mochila, la gorra y las botas de tal modo que apenas podía moverse. ¡No era
poco rico, ahora! Volvió a poner al perro sobre la caja, cerró la puerta y, por el hueco del tronco,
gritó

-¡Súbeme ya, vieja bruja!

-¿Tienes el yesquero? -preguntó la mujer.

-¡Caramba! -exclamó el soldado-, ¡pues lo había olvidado! Y fue a buscar la bolsita, con la
yesca y el pedernal dentro. La vieja lo sacó del árbol, y nuestro hombre se encontró de nuevo
en el camino, con los bolsillos, las botas, la mochila y la gorra repletos de oro.

-¿Para qué quieres el yesquero? -preguntó el soldado.

-¡Eso no te importa! -replicó la bruja-. Ya tienes tu dinero; ahora dame la bolsita.


-¿Conque sí, eh? -exclamó el mozo-. ¡Me dices enseguida para qué quieres el yesquero, o
desenvaino el sable y te corto la cabeza!

-¡No! -insistió la mujer.

Y el soldado le cercenó la cabeza y dejó en el suelo el cadáver de la bruja. Puso todo el dinero
en su delantal, se lo colgó de la espalda como un hato, guardó también el yesquero y se
encaminó directamente a la ciudad.

Era una población magnífica, y nuestro hombre entró en la mejor de sus posadas y pidió la
mejor habitación y sus platos preferidos, pues ya era rico con tanto dinero.

Al criado que recibió orden de limpiarle las botas se le ocurrió que eran muy viejas para tan rico
caballero; pero es que no se había comprado aún unas nuevas. Al día siguiente adquirió unas
botas como Dios manda y vestidos elegantes.

Y ahí tienen al soldado convertido en un gran señor. Le contaron todas las magnificencias que
contenía la ciudad, y le hablaron del Rey y de lo preciosa que era la princesa, su hija.

-¿Dónde se puede ver? -preguntó el soldado.

-No hay medio de verla -le respondieron-. Vive en un gran palacio de cobre, rodeado de
muchas murallas y torres. Nadie, excepto el Rey, puede entrar y salir, pues existe la profecía de
que la princesa se casará con un simple soldado, y el Monarca no quiere pasar por ello.

«Me gustaría verla», pensó el soldado; pero no había modo de obtener una autorización.

El hombre llevaba una gran vida: iba al teatro, paseaba en coche por el parque y daba mucho
dinero a los pobres, lo cual decía mucho en su favor. Se acordaba muy bien de lo duro que es
no tener una perra gorda. Ahora era rico, vestía hermosos trajes e hizo muchos amigos, que lo
consideraban como persona excelente, un auténtico caballero, lo cual gustaba al soldado. Pero
como cada día gastaba dinero y nunca ingresaba un céntimo, al final le quedaron sólo dos
ochavos. Tuvo que abandonar las lujosas habitaciones a que se había acostumbrado y alojarse
en la buhardilla, en un cuartucho sórdido bajo el tejado, limpiarse él mismo las botas y coserlas
con una aguja saquera. Y sus amigos dejaron de visitarlo; ¡había que subir tantas escaleras!.

Un día, ya oscurecido, se encontró con que no podía comprarse ni una vela, y entonces se
acordó de un cacho de yesca que había en la bolsita sacada del árbol de la bruja. Buscó la
bolsa y sacó el trocito de yesca; y he aquí que al percutirla con el pedernal y saltar las chispas,
se abrió súbitamente la puerta y se presentó el perro de ojos como tazas de café que había
encontrado en el árbol, diciendo:

-¿Qué manda mi señor?


-¿Qué significa esto? -inquirió el soldado-. ¡Vaya yesquero gracioso, si con él puedo obtener lo
que quiera!

-Tráeme un poco de dinero -ordenó al perro; éste se retiró, y estuvo de vuelta en un santiamén
con un gran bolso de dinero en la boca.

Entonces se enteró el soldado de la maravillosa virtud de su yesquero. Si golpeaba una vez,


comparecía el perro de la caja de las monedas de cobre; si dos veces, se presentaba el de la
plata, y si tres, acudía el del oro. Nuestro soldado volvió a sus lujosas habitaciones del primer
piso, se vistió de nuevo con ricas prendas, y sus amigos volvieron a ponerlo por las nubes.

Un día le vino un pensamiento: «¡Es bien extraño que no haya modo de ver a la princesa! Debe
de ser muy hermosa, pero ¿de qué le sirve, si se ha de pasar la vida en el palacio de cobre
rodeado de murallas y torres? ¿No habría modo de verla? ¿Dónde está el yesquero?» y, al
encender la yesca, se presentó el perro de ojos grandes como tazas de café.

-Ya sé que estamos a altas horas de la noche -dijo el soldado-, pero me gustaría mucho ver a
la princesa, aunque fuera sólo un momento.

El perro se retiró enseguida, y antes de que el soldado tuviera tiempo de pensarlo, volvió a
entrar con la doncella, la cual venía sentada en su espalda, dormida, y era tan hermosa, que a
la legua se veía que se trataba de una princesa. El soldado no pudo resistir y la besó; por algo
era un soldado hecho y derecho.

Se marchó entonces el perro con la doncella; pero cuando, a la mañana, acudieron el Rey y la
Reina, su hija les contó que había tenido un extraño sueño, de un perro y un soldado. Ella iba
montada en un perro, y el soldado la había besado.

-¡Pues vaya historia! -exclamó la Reina.

Y dispusieron que a la noche siguiente una vieja dama de honor se quedase de guardia junto a
la cama de la princesa, para cerciorarse de si se trataba o no de un sueño.

Al soldado le entraron unos deseos locos de volver a ver a la hija del Rey, y por la noche llamó
al perro, el cual acudió a toda prisa a su habitación con la muchacha a cuestas; pero la vieja
dama corrió tanto como él, y al observar que su ama desaparecía en una casa, pensó: «Ahora
ya sé dónde está», y con un pedazo de tiza trazó una gran cruz en la puerta. Regresó luego a
palacio y se acostó; mas el perro, al darse cuenta de la cruz marcada en la puerta, trazó otras
iguales en todas las demás de la ciudad. Fue una gran idea, pues la dama no podría distinguir
la puerta, ya que todas tenían una cruz.

Al amanecer, el Rey, la Reina, la dama de honor y todos los oficiales salieron para descubrir
dónde había estado la princesa.
-¡Es aquí! -exclamó el Rey al ver la primera puerta con una cruz dibujada.

-¡No, es allí, cariño! -dijo la Reina, viendo una segunda puerta con el mismo dibujo.

-¡Pero si las hay en todas partes! -observaron los demás, pues dondequiera que mirasen veían
cruces en las puertas. Entonces comprendieron que era inútil seguir buscando.

Pero la Reina era una dama muy ladina, cuya ciencia no se agotaba en saber pasear en coche.
Tomando sus grandes tijeras de oro, cortó una tela de seda y confeccionó una linda bolsita. La
llenó luego de sémola de alforfón y la ató a la espalda de la princesa, abriendo un agujerito en
ella, con objeto de que durante el camino se fuese saliendo la sémola.

Por la noche se presentó de nuevo el perro, montó a la princesa en su lomo y la condujo a la


ventana del soldado, trepando por la pared hasta su habitación. A la mañana siguiente el Rey y
la Reina descubrieron el lugar donde habla sido llevada su hija, y, mandando prender al
soldado, lo encerraron en la cárcel.

Sí señor, a la cárcel fue a parar. ¡Qué oscura y fea era la celda! ¡Y si todo parara en eso!
«Mañana serás ahorcado», le dijeron. La perspectiva no era muy alegre, que digamos; para
colmo, se había dejado el yesquero en casa. Por la mañana pudo ver, por la estrecha reja de la
prisión, cómo toda la gente llegaba presurosa de la ciudad para asistir a la ejecución; oyó los
tambores y presenció el desfile de las tropas. Todo el mundo corría; entre la multitud iba un
aprendiz de zapatero, en mandil y zapatillas, galopando con tanta prisa, que una de las
babuchas le salió disparada y fue a dar contra la pared en que estaba la reja por donde miraba
el soldado.

-¡Hola, zapatero, no corras tanto! -le gritó éste-; no harán nada sin mí. Pero si quieres ir a mi
casa y traerme mí yesquero, te daré cuatro perras gordas. ¡Pero tienes que ir ligero!

El aprendiz, contento ante la perspectiva de ganarse unas perras, echó a correr hacia la
posada y no tardó en estar de vuelta con la bolsita, que entregó al soldado. ¡Y ahora viene lo
bueno!

En las afueras de la ciudad habían levantado una horca, y a su alrededor formaba la tropa y se
apiñaba la multitud: millares de personas. El Rey y la Reina ocupaban un trono magnífico,
frente al tribunal y al consejo en pleno.

El soldado estaba ya en lo alto de la escalera, pero cuando quisieron ajustarle la cuerda al


cuello, rogó que, antes de cumplirse el castigo, se le permitiera, pobre pecador, satisfacer un
inocente deseo: fumarse una pipa, la última que disfrutaría en este mundo.

El Rey no quiso negarle tan modesta petición, y el soldado, sacando la yesca y el pedernal, los
golpeó una, dos, tres veces. Inmediatamente se presentaron los tres perros: el de los ojos
como tazas de café, el que los tenía como ruedas de molino, y el de los del tamaño de la Torre
Redonda.

-Ayúdenme a impedir que me ahorquen -dijo el soldado-. Y los canes se arrojaron sobre los
jueces y sobre todo el consejo, cogiendo a los unos por las piernas y a los otros por la nariz y
lanzándolos al aire, tan alto, que al caer se hicieron todos pedazos.

-¡A mí no, a mí no! -gritaba el Rey; pero el mayor de los perros arremetió contra él y la Reina, y
los arrojó adonde estaban los demás. Al verlo, los soldados se asustaron, y todo el pueblo gritó:

-¡Buen soldado, serás nuestro Rey y te casarás con la bella princesa!

Y a continuación sentaron al soldado en la carroza real, los tres canes abrieron la marcha,
danzando y gritando «¡hurra!», mientras los muchachos silbaban con los dedos, y las tropas
presentaban armas. La princesa salió del palacio de cobre y fue Reina. ¡Y bien que le supo! La
boda duró ocho días, y los perros, sentados junto a la mesa, asistieron a ella con sus ojazos
bien abiertos.

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