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Tras la huella
del hombre rojo
Prehistoria 02
A mis hijos, que son jóvenes;
y a todos aquellos que un día lo
fueron
Datos del libro
MASCULINAS
FEMENINAS
Haitz (roca): Diosa de las rocas
Ilbete (luna): Diosa de la luna
Lorea (flor): Diosa de la primavera
Umet (fértil): Diosa de la fertilidad
Ur (agua): Diosa de las aguas
... Dos familias, semejantes en dignidad,
inician una nueva discordia por un
antiguo agravio, y sangre de ciudadanos
mancha manos de ciudadanos. De las
fatídicas entrañas de estos dos enemigos
nace una pareja de amantes con mal
sino...
William Shakespeare,
Romeo y Julieta
UNO
—¿Cómo te llamas?
Bid la miró perplejo. Por el tono de
voz y el gesto, la mujer oscura parecía
preguntarle algo. Pero no lo entendió.
¿Qué significaban aquellas palabras?
Hasta entonces, había dado por supuesto
que todos los seres humanos podían
comunicarse entre sí sin dificultad.
Recordó que la tribu del ocaso
pronunciaba algunos sonidos de forma
peculiar, pero se les podía entender sin
problemas. Incluso habría podido hablar
con las malvadas tribus de las montañas
y del mediodía, si tuviese interés en
intercambiar con ellas algo más que
insultos y amenazas.
Pero lo que decía la mujer no tenía
ningún sentido, ni siquiera se parecía a
ninguna palabra que él conociese. Era
tan diferente de las voces humanas como
el canto de los pájaros o el aullido de
los lobos.
Sin embargo, él sabía interpretar los
sonidos animales. Incluso un simple
rugido de león cavernario podía indicar
ira, temor, hambre, llamada, placer o
desafío. Si conocía el sentido de todos y
cada uno de los sonidos que
pronunciaban fieras y presas, también
podría aprender la forma de hablar de
aquella oscura que, a pesar de su color,
tenía forma humana.
Trató de ponerse en el lugar de la
mujer. ¿Qué sería lo primero que
preguntaría él a un desconocido? Sin
duda, de dónde venía y el nombre de su
tribu. Pero no quería decírselo. Aunque
aquella hembra parecía amistosa, Bid
recordaba los miedos de su infancia,
poblados por taimados y crueles
oscuros. No resultaban tan temibles
como los había imaginado; sin embargo,
era mejor ser prudente.
—Lo siento, no quiero ofenderte,
pero no puedo decirte de dónde vengo.
Ahora le tocó a Ibai mostrarse
perpleja ante unas palabras
incomprensibles. Aquel hombre no
podía llamarse así. La longitud de su
expresión era la habitual para un nombre
completo y nadie sería tan insensato
como para decir su verdadero nombre a
una desconocida, poniéndose bajo el
poder de su magia.
Ibai imaginó otra manera de
comunicarse.
—Ibai —dijo ella, llevándose la
mano al vientre, el espacio donde
habitaba el alma y, por tanto, la sede de
las emociones y la conciencia de los
seres humanos—. Ibai.
Bid trató de entender a la mujer.
¿Tenía hambre? ¿Tal vez «itai»
significaba hambre? Le ofreció un
puñado de moras, aunque bien podía
cogerlas ella misma. A lo mejor
esperaba un regalo, quizá entre los
oscuros se ofrecían los obsequios
después de la cópula y no antes.
Ibai movió la cabeza a un lado,
hacia el hombro, mientras sacaba la
lengua sobre el labio inferior,
rechazando las moras que se le ofrecían.
Al menos, aquel hombre entendería su
gesto, pues constituía la forma natural de
negar: ¿acaso no era el ademán de
rechazo que los niños realizaban al
comer algo que les disgustaba?
Ahora Bid estuvo seguro de que
tenía hambre y de que la mujer estaba
esperando un obsequio con el que
alimentarse. Y nada de moras, sino
carne y, mejor aún, vísceras: las
hembras oscuras eran parecidas a las de
su tribu, se dijo resignado ante lo
inevitable. Por lo menos, la desconocida
había tenido la delicadeza de girar a un
lado la cabeza; sacar la lengua hacia él
habría constituido una provocación
difícil de olvidar. Pues si sacar la
lengua quiere decir que se está
hambriento, dirigirla contra alguien
implica amenazarlo con matarlo y
comérselo.
«Pero no puedo cazar estando solo»,
se repitió Bid una vez más. Aquello lo
obsesionaba, no sólo por el hambre,
sino porque le hacía dudar de su
virilidad para obsequiar a la mujer.
Enrojeció de vergüenza, tiró las moras
al suelo, se acuclilló y escondió la
cabeza entre las manos.
Ibai se sintió impotente para
establecer la menor comunicación. Tomó
al extranjero de la mano, obligándolo a
levantarse, y volvieron a emprender la
marcha. Durante largo rato, trató de
encontrar la forma de, al menos,
intercambiarse los nombres. Cuando
creyó haber encontrado la solución, se
detuvo y se volvió hacia él, que
caminaba tras ella con aspecto abatido.
—Ibai —dijo ella, tocándose el
vientre pero también el pecho, la
cabeza, los brazos y las piernas—. Ibai.
—Itai —respondió Bid,
comprendiendo por fin que la oscura le
decía su nombre. ¡Qué extraño sonaba!
¿Y por qué le decía su nombre personal
antes que el de su tribu o el de su
madre? ¡Un egoísmo absurdo! ¿Acaso no
era más importante la tribu que
cualquiera de sus miembros? ¿Y no
resultaba más digna de memoria la
madre que daba la vida, en vez del hijo
que sólo la recibía? No tenía mucho
sentido, pero si quería que la oscura lo
condujese donde la esperaban sus
compañeros para poder matarlos y
obtener un trofeo memorable, era mejor
adaptarse a aquellas costumbres
ridículas—. Itai —repitió.
—Ibai —lo corrigió ella, con una
sonrisa.
—Ibai.
—Y tú, ¿cómo te llamas? —preguntó
la muchacha. Ante la perplejidad del
hombre rojo, se tocó a sí misma
mientras repetía el nombre de Ibai.
Luego tocó el cuerpo del hombre y
esperó una respuesta.
—Bid.
—Bid. ¿Y qué más? No seas tan
precavido, no hay peligro en confiarme
un poco más de tu nombre.
—Bid.
—No puedes llamarte así, todos se
reirán si sólo eres Bid. Además de
corto, no quiere decir nada. Ya que no
confías en mí, te llamaré... Bidea. Bidea,
¿te gusta? Es un bonito nombre, aunque
su significado no resulte demasiado
impresionante, pues quiere decir
«camino». Pero no puedo imaginar nada
mejor que empiece por «bid».
«Bidegabe», se me ocurre, pero eso
quiere decir injusticia y no sería
adecuado llamarte de esa forma. Sí, tu
nombre será Bidea.
Entonces, Ibai se dio cuenta de que
un espíritu estaba hablando por su boca,
porque aquel enviado del Gran Río sería
quien mostrase a su tribu la manera de
vencer al malvado Negu, dios del frío,
o, por lo menos, la forma de escapar a
su poder. Él les mostraría el sendero de
la supervivencia; a ella sólo le
correspondía permanecer atenta e
interpretar el mensaje que las
divinidades les enviarían a través de
aquel hombre rojo.
—Bid.
—No. Bidea —replicó ella,
tocándole vientre, pecho y labios—.
Bidea.
Bid comprendió el sentido de aquel
gesto; sin embargo, su cuerpo se excitó
ante el contacto de las manos morenas.
En respuesta, él le acarició los hombros
y el cuello:
—Ibai.
—Bidea.
Nuevamente la piel rojiza se
entremezcló con piel oscura, y se
mordieron como si los dos tuviesen
hambre del otro. Pero ahora podían
decirse el nombre. Sólo el nombre,
aunque fue suficiente para que ambos
experimentasen una sutil diferencia.
Bid volvió a actuar con extremo
cuidado, tratando de complacer a
aquella hembra extraña que aceptaba
volver a copular sin obsequios.
Resultaba sorprendente, pero no sería él
quien se quejase, desde luego. Después,
ya no pensó en regalos ni en nada más
sino en el instinto que lo gobernaba.
Cuando reemprendieron la marcha,
Ibai se sintió confusa, traicionada por su
propio cuerpo. Todavía no había llegado
su primera sangre de luna y ya había
incumplido el tabú dos veces. Tenía que
controlar aquellos deseos peligrosos,
hasta que pudiera realizarlos dentro de
la ley y de la costumbre. Se estremeció
al imaginar lo que le sucedería si en su
tribu descubrían que se había unido a un
hombre antes de que las divinidades lo
permitieran. Y, además, con un
extranjero cuya piel era de un color
nunca visto. La declararían muerta y su
alma abandonaría su cuerpo. Y como tal
muerta, nadie le hablaría, ni siquiera su
madre. Ni siquiera la verían o la oirían,
incluso simplemente tocarla a ella o a su
sombra atraería la desgracia. Su cuerpo
sin alma tal vez siguiese existiendo
algunos días más, caminando como un
fantasma, como un urogallo al que se le
ha cortado la cabeza y todavía es capaz
de aletear y moverse durante un tiempo
aunque el alma ya lo ha abandonado.
Pero pronto, para su alivio y el de todos,
su cuerpo también moriría.
No merece la pena, se dijo, tratando
de convencer al ardor de su vientre. Ella
podía, debía dominar el impulso de ser
abrazada por brazos poderosos, de ser
penetrada por una virilidad incansable,
de ser mordida por aquellos dientes que
parecían hechos para devorar el placer.
Al menos, se juró que controlaría esa
pasión hasta que llegase su primera
sangre de luna. Luego, ya no importaría
y podría entregarse a las sensaciones
que se habían despertado en su cuerpo a
orillas del Gran Río.
Continuaron hasta que llegaron
adonde estaban acampados los tres
hombres de su escolta. Como era el
principio del otoño y aún no hacía
mucho frío, se habían limitado a levantar
unos sombrajos de arbustos para
resguardarse del sol y del viento. En
torno a la hoguera, asaban una cierva
que habían cazado hacía poco; pero se
pusieron en pie y empuñaron sus
jabalinas cuando comprobaron que Ibai
volvía acompañada.
—¿Qué es eso que traes? ¿Hombre o
espíritu?
—Hombre —replicó Ibai, tratando
de ocultar una sonrisa. Claro que era un
hombre, bien lo sabía ella. Aunque el
espíritu del Gran Río habitaba en su
interior.
—No parece humano. Nunca
habíamos visto a alguien con el pelo
rojo y la piel tan clara. Además, fíjate
qué piernas tan cortas. ¡Y ojos azules!
Apártate y lo mataremos; aunque ahora
no tengamos hambre, podemos hacerlo
tiras y secarlo para más adelante. No
creo que sea muy tierno, pero nos será
útil durante el viaje de regreso si no
encontramos nada mejor que cazar.
—No lo matéis —ordenó Ibai—. Me
ha salvado la vida cuando me atacó un
león cavernario.
—¿Un hombre solo? ¿Con una
lanza? ¿De cerca? —No se lo creían,
aunque tampoco querían insultar a una
chamán dudando de su palabra.
—Podéis ver en su costado las
marcas de las zarpas.
—Y por la separación de las uñas,
debía de ser un león de los grandes —
concedieron. Miraron con un nuevo
respeto a aquel hombre rojo tan extraño.
Sentían una subterránea e instintiva
hostilidad hacia un ser diferente de
ellos; sin embargo, admiraban su valor.
—¿Por qué no lleva tatuajes?
—Porque había jurado a sus
espíritus protectores que iría desnudo
hasta que matase un león cavernario —
inventó Ibai. No sabía por qué la piel de
Bidea carecía de tatuajes, pero trató de
encontrar una explicación razonable. ¿O
tal vez había nacido en el mismo
momento en que salió del río? Los niños
nacían desnudos, aunque enseguida se
les pintaba—. Ni siquiera llevaba
dibujos cuando lo encontré y...
—¡Tampoco dibujos! —la
interrumpieron, escandalizados; e
instintivamente se apartaron un poco
más de Bidea—. ¡Como un animal!
—... Y dibujé la marca del león en
su hombro. Vosotros vestís multitud de
pinturas y tatuajes, pero admitiréis que
ninguna es tan magnífica como ésa.
No, ninguna se le aproximaba
siquiera. Uros, lobos, perros, caballos,
asnos, cabras... eso sí. Sin embargo,
todos los dibujos que les cubrían la piel
llevaban la marca de la jabalina: eran
presas cazadas desde una distancia
prudente y segura.
Uno de ellos había perseguido y
matado un leopardo que había devorado
a un imprudente niño de la tribu. Se
sentía tan orgulloso que se había hecho
tatuar la escena sobre su pecho y había
adoptado el sobrenombre de «la
venganza contra el leopardo», aunque
todos lo abreviaban en Mendek,
venganza. Pero incluso esta proeza había
sido realizada con jabalinas, sin
arriesgarse a luchar cuerpo a cuerpo.
Ibai no quiso desvelar que también
ella había arrojado sus jabalinas sobre
el león; prefería renunciar a su propia
gloria para conseguir que Bidea fuese
aceptado. Sabía que en aquel hombre
rojo se ocultaba el mensaje del espíritu
del Gran Río que salvaría a su pueblo, y
debía mantenerlo vivo hasta que los
dioses manifestasen su voluntad. Para
conservarlo con vida, debía
proporcionarle el suficiente prestigio
ante los demás cazadores de la tribu: así
lo respetarían.
A Ibai también le costaba aceptar
que muriese quien le había
proporcionado tanto placer, pero no
pensaba permitir que esta consideración
nublase su entendimiento o la apartase
de su deber. Envió esta idea y este
recuerdo a lo más profundo del lago de
su memoria.
Bid se extrañó cuando vio de cerca a
los tres oscuros. Tal como había
supuesto, tenían la piel como Ibai, eso
no constituía una sorpresa. Sin embargo,
a pesar de superarle a él en casi una
cabeza de estatura, parecían delgados y
débiles. ¿Cómo había podido temerlos
en la infancia? ¿En qué se basaba el
miedo que su mención provocaba en
niños y adultos? No parecían peligrosos,
aunque cada uno llevaba en las manos
varias de esas curiosas lanzas
voladoras.
Cuando se acercó un poco más, los
rostros imberbes reforzaron su primera
impresión. ¡Casi no tenían barba! Al
principio creyó que los tres eran tan
jóvenes como él; sin embargo, con la
proximidad se dio cuenta de que sólo
uno tenía su misma edad, más o menos.
Sobre el cuello y los párpados de los
otros dos, el paso de las estaciones y de
los vientos había marcado arrugas, y
teñido canas en su pelo crespo. No se
podía decir que fueran ancianos, pero
desde luego no eran unos muchachos.
Unos pelos ridículos, a los que nadie
consideraría una barba, se insinuaban en
el mentón de uno de ellos. En el otro
adulto, ni siquiera eso: tan lampiño
como una mujer. ¿Cómo podían
considerarse hombres? Y sobre todo,
¿cómo podían atraer a las hembras?
Sintió náuseas al imaginar un futuro sin
barba.
A lo mejor por eso se tatuaban la
cara y el cuerpo, para disimular su
vergüenza. O para distraer a las mujeres
y evitar que se fijasen en la ausencia de
barba.
La falta de cejas dignas de tal
nombre acentuaba la debilidad del
rostro de los oscuros. Sólo poseían unas
ridículas líneas de pelillos, menos
gruesas que el más fino de los dedos.
Sus miradas parecían candorosas e
infantiles, no había ninguna amenaza en
ellas. Eso ya era bastante malo en una
mujer como Ibai; pero ¡en un hombre!
Y aquellas narices minúsculas... La
de Ibai no era una malformación, como
él había creído, sino lo habitual entre
aquellos oscuros contrahechos, feos y
casi sin musculatura. Además, apestaban
desde lejos.
Sin embargo, había que concederles
que sus piernas parecían adecuadas para
correr. Bid se vio a sí mismo
compitiendo en una carrera contra
aquellos hombres y supo que perdería.
Sus cuerpos ligeros y sus piernas largas
les darían una ventaja decisiva. Cuando
él llegase a la presa, los oscuros ya la
habrían despellejado. Así nunca le
corresponderían partes sabrosas que
ofrecer como regalo a Ibai. O a otra
mujer cualquiera, se corrigió.
Sintió miedo de fracasar como
cazador y se ruborizó al imaginarse
volviendo una y otra vez con sólo carne,
sin probar una víscera durante el resto
de su vida. Experimentó el impulso de
matar a los tres guerreros de inmediato,
para evitar aquella indignidad. Y luego,
echarse al hombro a Ibai y regresar a su
tribu natal, más allá del Gran Río, donde
sería recibido como un héroe. Allí
podría cazar como los demás y
obsequiar a Ibai los mejores bocados,
aunque ella no se los exigiera para
copular.
Si los oscuros hubiesen llevado
lanzas, no lo habría dudado mucho; se
creía capaz de vencer a los tres en una
lucha cuerpo a cuerpo. Pero había visto
volar una jabalina y sentía un saludable
respeto hacia ellas, así es que decidió
esperar y no atacar por el momento a
aquellos enclenques aniñados.
Ibai hablaba con ellos y lo señalaba
a él varias veces. No había forma de
saber lo que decían, por lo que se
despreocupó y trató de desentrañar el
significado de los dibujos y tatuajes que
cubrían aquellos cuerpos morenos. Sin
duda, tenían algún sentido, eran
demasiado complejos como para no
querer decir nada. Así como en su tribu
las cicatrices recordaban las heridas y
el valor demostrado en... ¡Alto! ¡Los
oscuros casi no tenían cicatrices! En el
caso de Ibai y del joven, resultaba
explicable; pero los dos hombres
adultos deberían haber sufrido muchas
heridas. Y aunque los dibujos y los
tatuajes no le permitían estar seguro del
todo, parecía que sus pieles oscuras se
mantenían casi intactas. Sólo poseían
unas pequeñas marcas medio borradas
de las que hasta un niño se avergonzaría.
Sintió asco al encontrarse tan cerca de
unos cobardes. «¡Ojalá cuando yo muera
mi piel muestre las huellas de mi valor y
no se mantenga indignamente lisa!»,
pensó Bid supuso que, con aquella
musculatura tan débil, los enclenques
oscuros no se atreverían a cazar cuerpo
a cuerpo, la única forma honorable, y se
verían obligados a arrojar sus armas y a
fabricar trampas. Aquella vida no
merecía la pena de ser vivida.
FIN