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Este mapa del continente americano, "Novus Orbis", fué recogido en el llamado códice
de Ptolomeo editado por Munster en 1540. Así se veía al nuevo mundo medio siglo
después del descubrimiento de Colón. Con el tiempo, aventureros audaces que
recorrieron el mismo camino del Gran Almirante fueron cambiando contornos y
trasladando fronteras hacia el Oeste, en una tarea ciclópea no siempre comenzada con
nobles propósitos, pero a la que sirvieron a pesar de ellos mismos.
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VEA Y LEA, La gran revista de América, Año XI, Nº 249, 15-XI-56, Suplemento nº 84. El
tema conforma tres notas publicadas en sucesivas ediciones.
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HACE cuatro siglos, América no era más que el "Novus Orbis", es decir, un
nuevo espacio por conocer y descubrir, una tierra inexplorada y hostil: selvas,
desiertos, ríos y praderas. La primera "frontera" de América, el primer "Oeste",
estaba entonces sobre las desoladas playas del Atlántico, en los umbrales de la
selva virgen llena de asechanzas y poblada de indios. Un puñado de hombres
aventureros, quizás cargados con iguales dosis de rencor y esperanza, pusieron
un día el pie, en nombre del Señor y de su lejano rey, sobre esa tierra nueva y
erigieron, aún a la vista del mar que los había traído allí, sus nuevos hogares.
Sembraron el grano, tuvieron hijos, conocieron a los indios, organizaron su
existencia, dieron un sentido y un valor a sus grandes aventuras. Como los
antiguos patriarcas de la humanidad, se hallaron en la imperiosa necesidad de
descubrir y conocer el mundo y la naturaleza. Dieron nombres nuevos a las
plantas, a las montañas, a los golfos, a los lagos, a los animales y a los ríos.
Merced a sus fatigas y sufrimientos, los contornos de los mapas geográficos se
hicieron día a día más precisos. Los enigmáticos espacios en blanco, donde
hasta entonces no habían existido más que imágenes de hombres pavorosos y
animales jamás vistos, se cubrieron de caminos y aldeas. Sólo entonces el
"Novus Orbis" de los primeros navegantes se convirtió finalmente en América. A
medida que el hombre blanco avanzaba en el continente desconocido, los
indígenas perdían su reino. Colón había cometido un error genial al
denominarlos indios. En realidad, habían venido de Asia, quizá 25.000 años
atrás, pasando a la altura del actual estrecho de Bering y dejando por todas
partes rastros de su épica migración.
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No se sabe exactamente cuánto tiempo demoró aquel pueblo migratorio en
ocupar el inmenso espacio del nuevo continente. Lo cierto es que supo
adaptarse bastante bien a las condiciones del medio. Los indios del Este, que
vivían en las selvas, desarrollaron una notable agricultura: la mitad de las
legumbres que se conocen hoy en el mundo fueron descubiertas y aclimatadas
por ellos y particularmente por los indios iroqueses. Estos últimos también se
distinguieron por otra particularidad: habían constituido una "liga de las seis
naciones", con principios democráticos federativos que contenían en germen
aquella idea de los Estados Unidos que llegaría luego a realizarse por obra de los
"caras pálidas" en el mismo continente. Entre los iroqueses las mujeres tenían
iguales derechos que los hombres y hasta se puede hablar de sociedad
matriarcal. La vivienda —por ejemplo— siempre era propiedad de la mujer.
Los indios de las praderas, aquellos que más comúnmente se conocen con el
nombre de "pieles rojas", tenían una economía basada esencialmente en el
bisonte, animal del que sacaban todo. Por lo mismo, fueron excelentes
cazadores. Su mundo espiritual, podríamos decir también religioso, era de
carácter mágico y estaba poblado de fuerzas naturales, unas veces amigas, otras
veces hostiles, a las que debían servir, engañar, huir o adorar. Era un complejo
sistema animístico que, sin embargo, constituía para el pueblo indio una
poderosa fuerza de cohesión.
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LOS PRIMEROS CONQUISTADORES
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En el norte los franceses establecieron los primeros puestos: marineros y
pescadores bretones, normandos y vizcaínos sobre los bancos de pesca de
Terranova y del Labrador, soldados en Fort Carolina, comerciantes en pieles y
misioneros en las bocas del San Lorenzo. En el Sur la iniciativa estuvo en manos
de los españoles: la ciudad fortificada de San Agustín, en Florida; Hernando de
Soto, en el descubrimiento involuntario del Misisipí; Francisco de Coronado y
sus desesperados en los desiertos del sudoeste; don Gaspar de Portolá en las
costas del Pacífico, hacia la Puerta de Oro.
Pero la obra de penetración de los españoles, impulsada sólo por la fiebre del
oro y de la plata, dejó bien pocos rastros, y ni siquiera los franceses, en el
Canadá, supieron poner las bases de una auténtica colonización2.
2
ESTE PÁRRAFO ES ABSOLUTAMENTE FALSO. Y en los anteriores y posteriores
hay gruesos errores, ya que toda la monografía es sectaria e inspirada en la
Leyenda Negra, menoscabando el papel jugado por España y enalteciendo no
sólo a los ingleses sino hasta a los indios, a los que se les adjudica temperamento
democrático. No es pertinente aquí señalar errores, que serán estudiados en un
trabajo específico.
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Las expediciones francesas, iniciadas
por el jesuita Marquette y el
comerciante Jollet, que redescubrieron
el Misisipí en 1673, fueron
complementadas por su compatriota
Robert de La Salle, quien soñó con
fundar un gran imperio en el corazón
de Norteamérica. Como Hernando de
Soto había muerto sin poder anunciar
el descubrimiento del Misisipí, y
Marquette y Jollet se habían vuelto
atrás por temor a ser capturados por
los españoles, La Salle impuso la
soberanía francesa sobre el gran río al
saber por los indios que era el primer
hombre blanco que lo había navegado.
"Así llegados a una ensenada apta para el desembarco y habiendo puesto el pie
en tierra sanos y salvos, cayeron de rodillas y dieron gracias al Dios de los Cielos
que los había llevado allende el furioso Océano, que los había preservado de
todos los peligros y de todas las calamidades de aquél, hasta poner nuevamente
el pie sobre la tierra firme y estable, su elemento natural". Con estas palabras,
William Bradford, uno de los jefes reconocidos de los Padres Peregrinos,
comienza el relato del desembarco en Cape Cod de los 102 viajeros del
"Mayflower" acontecido el 11 de noviembre de 1620. Ésos hombres no fueron los
primeros ingleses que tocaron, con la intención de establecerse allí, el suelo de
las colonias atlánticas. Con anterioridad se habían verificado las tentativas
fracasadas de sir Walter Raleigh en Roanoke, y aquella en cambio afortunada de
los colonizadores de Jamestown; sin embargo, la pequeña colonia de los
"pilgrims" tiene un valor y un significado particulares en la historia civil, política
y moral de la Nueva Inglaterra.
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Los 102 del "Mayflower" eran campesinos y artesanos de un pequeño pueblo
rural inglés del condado de Nottingham, llamado Scrooby. Una vida dura y
difícil había impulsado a esos hombres a concebir un nuevo orden de cosas, una
sociedad organizada según principios de justicia. Sin duda no eran hombres
cultos e instruidos, pues los más dotados apenas sabían deletrear la Biblia. Sin
embargo, entre ellos circulaban ya ideas de libertad y democracia. Perseguidos
en su propio país por sus conceptos religiosos que se apartaban del
anglicanismo oficial, fueron obligados a abandonar Inglaterra y refugiarse en
Holanda, en Leyden, donde hallaron hospitalidad y tolerancia. Finalmente, en
1620, obtuvieron del gobierno inglés y de la Compañía de Virginia la
autorización para establecer una colonia permanente en Norteamérica.
Volviendo a Inglaterra, en septiembre del mismo año zarparon desde Plymouth
a bordo de la nave "Mayflower", en busca de la gran aventura, Tres meses más
tarde, los peregrinos se hallaban en América.
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Aquellos ideales de libertad y democracia que los habían impulsado al exilio
voluntario no fueran olvidados. A los piadosos colonos de Cape Cod, a su
sectarismo de la tolerancia, se debe sin duda en gran parte el hecho de que el
espíritu de libertad no se apartara de la vida de la Nueva Inglaterra y fuera el
germen fecundo de la naciente democracia.
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Hasta en sus relaciones con los indígenas, la colonia de Jamestown tuvo una
vida más difícil que la de los Padres Peregrinos de Cape Cod. Los pioneros de
Virginia, en efecto, se trabaron en lucha con los feroces indios powhatanes, que
disputaron su territorio a los ingleses, pulgada a pulgada, a lo largo de más de
treinta años de sangrienta guerrilla. Sólo después de 1645 los colonos de
Jamestown pudieron finalmente vivir en paz.
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colonia comenzó a extenderse hacia el sudoeste, se hizo inevitable un conflicto
con los indios pequots del valle de Conneeticut. Los indígenas fueron los
primeros en atacar, y los blancos respondieron con una decidida acción
ofensiva. Los jefes de la expedición, ampliamente dotada de hombres y armas,
fueron John Mason y John Underhill, quienes, con la ayuda de los holandeses
del Hudson que atacaban desde el sudoeste, hicieron una incursión nocturna en
el principal campamento de los pequots, sorprendiendo dormidos a los indios y
matando en menos de tres horas más de seiscientos indígenas, entre hombres,
mujeres y niños.
Sin embargo, las relaciones con los indios no se resolvieron siempre con la
sangre, la violencia y el engaño. Las colonias cuáqueras de Pensilvania, en
efecto, siguiendo el noble ejemplo de su fundador, Willíam Penn, trataron de
establecer con los indios relaciones amistosas, basadas en pactos claros y
honestos, concebidos en el espíritu de estima y respeto recíprocos.
Desgraciadamente, muchos no siguieron ese camino. Varios hechos extraños a
la vida americana sobrevinieron hacia mediados del siglo XVIII, haciendo más
difícil la cuestión india. Las tribus de las selvas se hallaron envueltas sin
quererlo en las guerras que por aquellos años enfrentaban a Inglaterra y
Francia. En ese juego peligroso, los indios fueron utilizados por ambas partes
para hacer más dura y sangrienta la guerra en la frontera canadiense.
HACIA EL OESTE
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pueblos y las chacras del Este y se ponen en marcha, con todas sus pertenencias
y muchas esperanzas, en grandes carros arrastrados por bueyes, hacia esa nueva
Tierra Prometida.
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Los cazadores de la frontera y los mercaderes en pieles establecieron relaciones
comerciales con los indios en base al trueque de objetos sin valor y bebidas alcohólicas
por pieles de gran precio.
Revelado así a la nación norteamericana, el Oeste vive, entre 1804 y 1850, los
años de su gran aventura. En apenas medio siglo, el inmenso territorio al oeste
del Misisipí se transforma en un país animado por una febril actividad.
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En 1847 comienza la carrera hacia el Oeste. Arriba, a la izquierda, una circular del
gobernador de Oregón y superintendente de Asuntos Indios recomienda a los
emigrantes tratar bien a los indígenas y les aconseja no tomar caminos distintos de los
trazados, a riesgo de correr mortales peligros. En 1848 los diarios estaban llenos de
anuncios entusiastas sobre el descubrimiento de oro en California. A la derecha se ven
reproducciones de periódicos de la época informando sobre la acumulación de rápidas
y fáciles riquezas en el Oeste, y anunciando la partida de nuevas expediciones desde
Boston y Charleston.
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La anexión del Oeste se verifica a través de una serie afortunada de
acontecimientos de distinto origen y significación. El Noroeste —es decir,
Oregón— es ganado a la nación por los cazadores y los comerciantes en pieles
que, siguiendo los rastros de Jacob Astor, se internan cada vez más en el
territorio, estableciendo, a lo largo de la pista abierta por Lewis y Clark, una
serie de fortines para proteger sus caravanas —Fort Laramie, Fort Bridger, Fort
Hall, Fort Walla Walla, Fort Vancouver— y fundando estaciones permanentes
de posta, invernadero y recolección. Cuando, en 1842, comienza la gran
migración de los colonos, la región ha dejado de ser un país desconocido y del
todo hostil: los agentes de la Compañía Americana de Pieles y de la Compañía
de la Bahía de Hudson, inglesa, habían creado las condiciones necesarias para
una rápida y fácil colonización de Oregon.
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LA HORA DE CALIFORNIA
En California, las primeras misiones católicas aparecen hacia mediados del siglo
XVIII, pero la obra de los religiosos no afecta profundamente la vida del país,
habitado por más de doce mil blancos, en gran parte de origen español. En 1833
dos atrevidos viajeros norteamericanos, Joseph Walker y el capitán Bonneville,
luego de haber explorado la región del Gran Lago Salado, siguen hacia el
Pacífico hasta Monterrey. A lo largo del camino abierto por esa expedición
comienzan a acudir a California colonos anglosajones. Entre 1843 y 1846, los
viajes exitosos de John C. Fremont hacen conocer aún mejor esa grande y fértil
región, fomentando la emigración. En 1846 se hallan establecidos en California
más de mil doscientos norteamericanos, desde ya dueños del país, pues no
reconocen el anacrónico dominio mexicano.
La guerra de 1846 contra México ofrece el pretexto para anexar California a los
Estados Unidos. Por su propia iniciativa, Fremont proclama la República,
levantando la bandera con el oso. Un cuerpo expedicionario regular, al mando
del coronel Stephen W. Kearney, avanza sobre California, anula el rasgo de
independencia y establece su unión con los Estados Unidos. Entran así a formar
parte de la Unión más de dos millones de kilómetros cuadrados de territorio.
Pero los norteamericanos no saben aún de qué inmenso tesoro se han
apoderado.
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Quien, en la primavera de 1848, se hubiese encontrado de paso por New
Helvetia, la colonia fundada por Juan Augusto Sutter, en California, hubiera
notado seguramente una insólita animación cerca de Fort Sutter. Pero nadie
quizá hubiera querido explicarle lo que estaba sucediendo. Hacia mediados de
mayo, sin embargo, la nación entera tomaba de golpe conocimiento de la
extraordinaria novedad: el molinero James Marshall había descubierto, en las
arenas del American River, oro en gran cantidad. La noticia recorrió el país,
tocando las aldeas, los campos, las grandes ciudades, y dejando un rastro
profundo. Algunos permanecieron escépticos, y se encogieron de hombros;
otros pidieron consejo y luego decidieron esperar; otros — y fueron los más
numerosos— cerraron sus casas, vendieron su ganado, cargaron sus
pertenencias sobre un carro y salieron para la gran aventura. La carrera hacia el
oro había comenzado. Hacia fines del verano, todo el territorio californiano
comprendido entre los ríos Sacramento y San Joaquín, se había transformado
en una inmensa mina, "la riqueza está en el suelo, ¡recójanla!", decían los avisos
de los diarios, mientras los relatos de los viajeros y de los agentes del gobierno
infirmaban que, efectivamente, en las arenas de cualquier río brillaban al sol
miles de pepitas. El 5 de diciembre, el mismo presidente habló sin rodeos del
oro, en un mensaje al Congreso. "Las minas de California —decía— son más
ricas de lo que se creía. Quizá pueden asegurar ellas solas él bienestar de la
nación entera por años".
La ruta más frecuentada por las caravanas fue la llamada pista de California,
desvío meridional de la clásica pista de Oregón, que salía de Fort Hall y llegaba
hasta San Francisco. Algunos siguieron otro itinerario más al Sur: la antigua
pista española que desde Fort Bridger, sobre la pista de Oregon, se internaba en
las tierras de los mormones sobre el Gran Lago Salado y luego, a través del
terrible Valle de la Muerte, llegaba hasta el mar, a la altura de Los Angeles. Una
tercera pista, aproximándose a lo largo del itinerario realizado en el Sudoeste
por Josiah Gregg en 1839, fue seguida desde la primavera de 1849, con salida a
Arkansas, posta en Santa Fe y llegada también en Los Angeles.
Fueron muchos los que salieron del Este hacia el sueño dorado de California,
muchos los que llegaron, y muchos también los que se hicieron ricos a millones.
Pero muchos no alcanzaron a ver jamás los verdes valles del Mokelumme, del
San Joaquín y del Sacramento. Sus pobres osamentas, descarnadas por los
coyotes y los buitres, permanecieron, como Inútil advertencia para los que
seguían, señalando, en el desierto y en los cañones, el incierto trazado de las
pistas. Y, a su lado, esqueletos de mulas, bueyes, caballos, carros
desmantelados, rastros de inútiles vivaques. La sed, el hambre, los indios y el
cólera diezmaron las filas de los pioneros sobre los caminos hacia Eldorado. "En
memoria de Daniel Maloy, de Callitin Co., Illinois, fallecido aquí el 18 de junio
de 1849, de cólera, a los cuarenta y ocho años de edad", aún hoy se lee sobre una
vieja piedra a lo largo del Platte River. Pero la mayor parte no tuvo lápidas ni
epitafios y sus nombres se perdieron para siempre.
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La existencia no resultó fácil ni alegre siquiera para los que sobrevivieron al
terrible viaje. En la ciudad del oro la vida era dura y violenta. California aplicaba
a la letra el principio famoso de Edward Eggleston: "Agarrar, agarrar en
seguida, agarrar todo lo que se pueda". El trabajo de los buscadores era
extenuante: durante semanas y meses con la barrena, los cedazos y las sartenes,
tamizando agua y arena a lo largo de los ríos y torrentes, y luego las largas
marchas a través de los montes y el desierto, con la mula, para hallar un lugar
donde buscar con más suerte, y finalmente las tristes noches heladas, en los
bosques, con la carabina al alcance de la mano: indios, osos, competidores sin
escrúpulos. Luego el día en la ciudad: recobrar el tiempo perdido, divertirse,
gastar finalmente aquel terrible polvo amarillo en los bares y garitos.
Los años venturosos del oro vieron nacer y deshacerse fortunas en cuestión de
horas. San Francisco, Stockton, Sacramento y, años más tarde, luego del
descubrimiento del oro en el Colorado, Denver, se convirtieron en otros tantos
paraísos de los estafadores, jugadores profesionales, especuladores y
aventureros.
Así cantaban, sobre la melodía de la famosa canción " ¡Oh, Susana!", los
pioneros en marcha a lo largo de las pistas del Oeste, durante los años terribles
de la fiebre del oro. Algunos lograron ver aquel famoso polvo, tenerlo en la
mano, fino, brillante, amarillo, casi impalpable entre los dedos. Y para ellos
cambió la canción:
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como Big Bertha, recitadora muy aplaudida de baladas sentimentales; actores
dramáticos como el pequeño Oofty Goofty, famoso por sus interpretaciones de
"Romeo y Julieta" y "Mazeppa"; bailarinas como Little Egypt, veterana de los
triunfos de la Feria Mundial de Chicago, ¡en 1897! "Toda la gente con sangre
cálida es invitada esta noche al "Belle Union" para presenciar un espectáculo
rápido como una afeitada y duro como un golpe de hacha", advertía el cartel de
la "Barbary Coast", y más de un testimonio nos lleva a creer que no exageraba
mucho...
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