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Por eso, no
puede ser hija, y menos sierva, del régimen político Ignacio Sánchez Cámara
La genuina educación repele toda igualdad. Por eso, no puede ser hija, y menos sierva,
del régimen político. Ni siquiera, por supuesto, del democrático. No hay pretensión tan
extravagante como la de los estados que aspiran a ser pedagogos.
Aunque la democracia entrañe la asunción de elevados valores morales, nada tiene que
ver con la determinación del contenido de la moral. La verdad no depende del sufragio
universal. No hay, en este sentido, una moral democrática. La democracia sólo tiene que
ver con la moral por vía indirecta, jurídica. Eso quiere decir que la opinión de la
mayoría, por lo demás relativa y cambiante, no puede erigirse en criterio moral. Puede
hablarse de moral en tres sentidos relacionados entre sí, pero sustancialmente diferentes:
la moral de los sistemas religiosos o filosóficos (así, la moral cristiana o existencialista
o marxista); la moral social (es decir, las convicciones morales vigentes en una sociedad
o en la mayoría de ella); la moral de la convicción personal. Este último es, quizá, el
sentido más profundo y genuino de ella.
Uno de los ataques más letales contra la moral consiste en la imposición, como moral de
la convicción, de la moral social y, más aún, del derecho vigente. Por ejemplo, la
imposición como moral personal de la Constitución o de los derechos humanos. Es lo
que con frecuencia se cobija bajo la expresión de “moral pública” o “ética mínima”.
Acaso también, de lo que se pretende imponer bajo la asignatura, noble en su
apariencia, de educación para la ciudadanía.