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El docente de filosofía

Alejandro Auat

Queremos reflexionar hoy sobre el rol del docente de filosofía. Un rol


que se construye intersubjetivamente en el trato cotidiano entre profesores,
alumnos, compañeros, directivos y la comunidad.

Quiero destacar tres aspectos de esta construcción que, no sólo tienen


que ver con el rol docente como tal, sino con la posibilidad misma de la
práctica del filosofar.

La filosofía es una práctica. Es una práctica inserta en una cultura, en


una comunidad histórica. Como toda práctica, la filosofía se aprende en el
tiempo que pasa un discípulo con su maestro haciendo filosofía. Como se
aprende herrería o carpintería: uno entra a un taller como aprendiz y, al
lado de los que más saben, que ofician de maestros, uno aprende haciendo.
Claro que ese hacer está atravesado de teorías, interpretaciones, conceptos,
y reflexiones, que se fueron acumulando en la tradición del oficio. Teorías
que el maestro entrega al discípulo haciéndolo partícipe de una
conversación en la que intervienen también todos los predecesores en el
arte. Y esta particular comunidad de haceres y saberes, persiste en el
tiempo porque se da en el marco de instituciones que la hacen posible.

La comunidad maestro-discípulo en torno a una práctica, la tradición


como entrega de saberes, y la institución como marco posibilitante, son los
tres aspectos que quiero destacar en la construcción del rol del docente de
filosofía.

La rutina cotidiana del profesorado pone de manifiesto más claramente


el aspecto institucional, imprescindible para la existencia de los otros dos.
Es un marco estable de obligaciones y de libertad que hace posible el
encuentro reiterado y la interacción planificada. Mediante lecturas,
explicaciones, interpretaciones, ensayos, preguntas y respuestas, se re-
edita la conversación de la humanidad en torno a las cuestiones que
motivan la reflexión. Allí es donde se produce la entrega de saberes como
posibilidades para pensar el presente. Esa es la tradición viva.

Que acontezca la formación de una comunidad maestro-discípulo es un


paso ulterior quizás, que supone la institucionalidad y la tradición. Sin
marcos de obligaciones y libertad, y sin conceptos aprendidos
rigurosamente, no es posible una verdadera comunidad filosófica, donde las
prácticas y los saberes se hacen fecundos.

En Santiago del Estero venimos dando los pasos necesarios para la


construcción de una comunidad filosófica. La existencia de los profesorados,
de la continuidad universitaria y de los distintos eventos (cursos, jornadas)
que se hacen cada vez más habituales, configuran el marco institucional
posibilitante. Creo que aún tenemos que exigirnos más, profesores y
alumnos, en el aspecto de apropiarnos de la tradición: el conocimiento a
fondo de quienes nos precedieron en el oficio del pensamiento, de sus
conceptos, categorías y métodos, constituye el haber con el que contamos
para habérnoslas con la realidad presente. Constituye el contenido por el
que el vínculo maestro-discípulo no queda en una formalidad vacía. Así, la
práctica del filosofar puede alcanzar su fin, que es pensar la realidad y
pensarnos en la realidad.

Creo que éste es el horizonte en el que podemos entender los distintos


momentos de la construcción del rol docente.

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