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La sed del Verdugo

Es una cálida -en sentido anímico- jornada en la sede microcéntrica de la editorial


Siglo XXI. Allí, transcurre la presentación del primer libro de Martin Holkschbauer,
“La sed del verdugo”, novela con la cual debuta dentro del ámbito literario. El autor
se encuentra en primera fila, junto con sus padres y su director de tesina, el profesor
Chargoy. No habrá más de 35 personas en la sala.

Cerca de finalizar el segundo comentarista, se prepara para hablar Leopoldo J.


Beauchene, reconocido escritor y dramaturgo, Dr. en Letras y Antropología (UBA),
Magister en Historia del Arte Checoslovaca (ESSEX) y Cine Soviético (HULL). De
camisa adentro del pantalón, peinado prolijo hacia su costado derecho y grandes
anteojos de grueso marco negro, el último orador de la velada espera con algo de
ansiedad (toca entre sí las puntas de sus dedos) su turno para disertar sobre el libro
de Martín.

Finalizada la segunda presentación, deviene un aplauso, el cual el señor Beauchene


acompaña con tibias palmadas de una mano hacia otra. Llega su turno, toma el
micrófono y comienza a hablar.

-Bueno, buenas tardes. Antes que nada, me gustaría agradecer a Martín por la
invitación. Realmente me tomó por sorpresa así que, de nuevo, agradezco la
invitación y la oportunidad que me dio para presentar su libro. [Bebe delicadamente
un sorbo de agua] Bien, primero: voy a diferir respecto a las dos anteriores
intervenciones en lo que hace a la forma como al contenido. En cuanto a éste, esto
es una obviedad, si dijese exactamente lo mismo que mis predecesores pues no
tendría mucho sentido ninguna intervención adicional. En cuanto a aquella, a
diferencia de ellos yo no traje ningún escrito preparado ya de antemano. Creo más
entretenido -para ustedes y para mí- pues transmitir mis ideas a partir del
espontaneísmo de mis palabras. Sino simplemente hubiese enviado un mail para que
alguien lo lea en voz alta, o que lo reflejen con un proyector sobre alguna pared y
que cada uno lo lea por su cuenta [algunas risas; Beauchene bebe su segundo sorbo
de agua]. Digo esto sin ánimos de polemizar con mis colegas, por supuesto, solo
que –y quizás hasta fruto del azar- siempre me sienta bien el lugar del iconoclasta.
Bien, salvada esta aclaración, me gustaría comenzar por lo siguiente. En el por
demás conocido libro de Hannah Arendt, “La condición humana”, la filósofa
alemana sostiene con excelsa brillantez que aquello que distingue a los seres
humanos es su capacidad de inmortalidad. Es decir, la posibilidad que tiene el
hombre de ir más allá de sí, de trascender su finito paso por la Tierra. ¿Qué es la
muerte entonces para esta autora? Lo obvio. Porque no somos-para-la-muerte
como decía Heidegger, otro gran filósofo alemán del siglo pasado, pues ella, la
muerte, no es más que un mero denominador común, algo que todos ya sabemos
que algún día llegará. Pero la cuestión, dice Arendt, es que no venimos al mundo tan
sólo a morir, y por eso mismo el hombre es capaz de acción: sólo de él nace lo
inesperado, lo nuevo, lo creativo, lo distinto. Quiero decir, que el significado de las
relaciones diarias no se revela en la cotidianeidad o lo común de nuestras conductas
sino en los hechos excepcionales, los hechos no corrientes, lo extraordinario. Allí, y
sólo allí, encontramos la grandeza de los mortales: sus palabras imperecederas, sus
acciones ilimitadas, todas esas cosas que dejan huellas imborrables. Por eso, cada
nacimiento humano es un nuevo comienzo, porque el recién llegado al mundo tiene
el poder de empezar algo nuevo. Y a ese recién llegado -dice Arendt- cabe
preguntarle: ¿quién eres tú? ¿A qué has venido al mundo? En este sentido creo que
estos mismos interrogantes son los que debemos aplicar al libro que presentamos
hoy. “La sed del Verdugo”: ¿a qué has venido al mundo? Bueno Martín, pienso que
Hannah Arendt estaría un tanto enojada con tu libro. [Bebe lo último que le queda
de agua al vaso] Perdón ¿podrían alcanzarme más agua? [El anterior comentarista le
cede su vaso]. Gracias [bebe el agua rápidamente]. Estaba un poco caliente, pero no
importa. Bien, decía, a ver… ¿qué podemos decir de este libro? Creo que es un libro
legible. Es decir: se puede leer, es susceptible de lectura. Ahora bien, si somos muy
literales, el prospecto de un medicamento también cuadra con el calificativo
“legible” y no por ello éste constituye una obra literaria. Así que trataré de
profundizar aún más el análisis dada la imperfección de la primera definición. [Se
toma una pausa mientras mira hacia el techo] A ver… lo que encuentro a lo largo de
toda la obra, yendo desde la retórica, la trama, la prosa, hasta incluso la
caracterización de los personajes, es un problema personal de Martín que vuelve
viscosa cada página del texto. Esto es, creo yo, aún sin conocer tanto a Martín, la
contradicción entre 1) un superfluo y precario humanismo que él deja trascender y
2) su propia condición de clase. Por desgracia -o no, depende quién juzgue- este
hecho produce en Martín severas consecuencias que contaminan toda la novela.
Paso a explicarme. Por un lado se exalta una y otra vez a los personajes pobres (en
sentido económico), resaltando lo heroico de sus luchas y sus historias, y
describiendo sus miserias, tragedias y desigualdades con ingenuo tono de denuncia.
Al mismo tiempo, los personajes ricos (de nuevo en sentido económico, aclaro) se
presentan como caricaturas, malos, maltratadores, con una crueldad y perversidad
tan inhumana que empalaga. Sin embargo, y aquí la contradicción, es notorio el
esfuerzo de Martín por escribir con cierta “calidad” o “altura”: pasajes en latín y en
francés, metáforas complejas y rebuscadas, referencias claras a Goethe, Borges,
Flaubert, Artaud. Entonces, llegamos a un callejón sin salida: Martín es un
humanista “new age”, acaso un predicador de la “lucha de clases reloaded” si se
quiere, pero a su vez él es un pequeño-burgués hijo de padres profesionales
universitarios acomodados, cuyo afán y ahínco por pertenecer e ingresar a la
“intelligentsia” del campo literario me resulta a esta altura claramente notorio. Si sus
desgarrados personajes pobres y vulnerables existieran en la realidad y compraran el
libro (si es que les alcanza el dinero, por supuesto) creo que no entenderían mucho
de lo que allí se expresa, incluso Martín a pesar de tu loable…bueno, loable es
demasiado, pongámosle “sano”, tu “sano” intento por reivindicarlos. Dramática
situación de quedar atrapado en el medio ¿no? Pues, es cómo invitar con simpatía a
un indigente a jugar al golf o a beber un Legacy de veinticinco mil dólares ¿Podría
pedir más agua? [Le alcanzan una botella desde la primera fila] ¿Mineral y baja en
sodio? ¡Me saqué la lotería hoy! [Se sirve en el vaso y bebe el agua con muecas de
placer] Encima bien fría, te agradezco. Bien, pensaba ahora profundizar sobre la
estructura argumentativa y la banalidad del conflicto en la trama pero veo algunos
rostros enfurecidos, también los ojos de Martín algo vidriosos. Gestos de
desconcierto además; no me extraña dada la excelencia de mi prosa. “Jazyk není
citlivý na průměrný” [La lengua no es susceptible de mediocres] decía Nikolaiev
Nikolaveiositonov. Así que, para cerrar, me encuentro quizás ante la necesidad de
volver al principio, a aquello que en su momento nominé como incompleto (como
verán, Martín no es el único con contradicciones [Beauchene se ríe conteniéndose,
tapando su boca con la mano derecha; es la única risa en la sala]). Creo que la obra
es ante todo legible. Sí, es un libro que se puede leer. No más que eso. Muchas
gracias.

Leopoldo J. Beauchene se sirve lo poco que quedaba lo de la botella y vuelve a


beber el agua con regocijo. Una vez que termina, se levanta de la silla y se dirige
hacia la puerta de salida. Entre medio de un silencio lastimoso, se retira silbando la
ópera “La Boheme” de Giacomo Puccini.

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