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Revista de Psicología
Social: International
Journal of Social
Psychology
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Situaciones sociales: su
poder de transformación
a
Philip Zimbardo
a
Universidad de Stanford (EE. UU.)
Published online: 23 Jan 2014.

To cite this article: Philip Zimbardo (1997) Situaciones sociales: su poder de


transformación, Revista de Psicología Social: International Journal of Social
Psychology, 12:1, 99-112, DOI: 10.1174/021347497320892054

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Situaciones sociales: su poder de
transformación*
PHILIP ZIMBARDO
Universidad de Stanford (EE. UU.)

Resumen
A través de investigaciones experimentales y análisis socio-históricos, en los cuales hombres y mujeres norma-
les y corrientes son inducidos a comportarse de modo perverso, se muestra una perspectiva situacional sobre las
causas de la conducta antisocial de los individuos y sobre la violencia sancionada por las naciones. Esta aproxi-
mación socio-psicológica se contrapone al enfoque disposicional más tradicional que se centra en las causas inter-
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nas, o en la personalidad, para explicar la conducta antisocial. Los resultados de este trabajo confirman el
principio lewiniano que postula que es posible investigar, dentro del “mundo real”, fenómenos sociales vitales
mediante procedimientos experimentales. El trabajo se centra principalmente en mis propios estudios, tanto en
aquellos realizados en el laboratorio como en los de campo, sobre la desindividuación, la agresión y el vandalis-
mo, y el experimento de la “Prisión de Stanford”, junto con un proceso de análisis de los estudios de obediencia de
Milgram y el análisis de “Desvinculación Moral” de Bandura. Este corpus de investigación demuestra el poder
que tienen las situaciones sociales para modificar las representaciones mentales y la conducta de los individuos,
grupos y naciones. Como contexto de referencia inmediato he escogido la epidemia de violencia en los Estados
Unidos.
Palabras clave: Perversidad, maldad, violencia, poder situacional, análisis disposicionales,ideología.

The power of social situations to alter the


mental representations and behaviors
Abstract
A situacionist perspective on the causes of anti-social behavior by individuals and violence sanctioned by
nations is illustrated through experimental research and social-historical anlyses in which “ordinary”, good
men and women are induced into behaving in evil ways. This social psychological view is contrasted with the
more traditional dispositional focus on the internal, or personality-based, causes of anti-social behavior. The
research foundation of this lecture demonstrates the Lewinian principle that it is possible to investigate social
phenomena vital in the “real world” using experimental procedures. The presentation features my laboratory
and field studies on deindividuation, aggression, vandalism, and the Stanford Prison Experiment, along with
a process analyses of Milgram’s obedience studies, and Bandura’s analyses of Moral Disengagement. This
body of research demonstrates the under-recognized power of social situations to alter the mental representations
and behavior of individuals, groups and nations. The immeditate context for this talk will be the epidemic of
violence in the U.S.
Keywords: Evil, violence, situational power, dispositional analyses, ideology.

* Traducción revisada por E. Garrido, C. Herrero y C. Tabernero.


Correspondencia con el autor: Philip G. Zimbardo. Psychology Department. Stanford University.
Palo Alto, CA (EE. UU.).

© 1997 by Fundación Infancia y Aprendizaje, ISSN: 0213-4748 Revista de Psicología Social, 1997, (12) 1, 99-112
100
LA VIOLENCIA EN LOS ESTADOS UNIDOS

El crimen violento en los Estados Unidos de Norteamérica se ha disparado y


está fuera de control en cuanto a su extensión y al alcance de sus consecuencias.
Los Centros Nacionales Estadounidenses para el Control de Enfermedades han
declarado que se trata de una verdadera “epidemia” nacional. Estudios realizados
sobre los índices de homicidios por países (según la tasa de población) revelan
que las cifras en los EE. UU. sobrepasan con creces las de otros 20 países indus-
trializados; datos del año 1987 arrojaban un índice de 22 homicidios por cada
100.000 habitantes en los Estados Unidos, mientras que el índice del segundo
país más violento (Escocia) era de sólo 5. Japón tenía el índice más bajo de todos
los países incluidos en el estudio. Según otra información más detallada y más
reciente que corresponde al año 1992; de cada 100.000 personas en los EE. UU.,
758 fueron víctimas directas de crímenes violentos durante ese mismo año; en el
año 1992 se cometía un crimen violento cada 22 segundos y un asesinato cada
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22 minutos.
Estas estadísticas encierran dos ideas aterradoras: primero, que ésto suceda en
los Estados Unidos a pesar de ser el país con el índice de encarcelaciones por cri-
minales convictos más elevado del mundo; y segundo, que haya un número tan
elevado de niños implicados, como víctimas o autores, de esta violencia mortífe-
ra. En el año 1994, el índice de encarcelamiento de criminales era de 517 por
cada 100.000 habitantes, cifra comparable con la de 355 correspondiente a
Sudáfrica, que ocupa el segundo puesto en cuanto a encarcelamientos.
Para comprender la violencia en los EE. UU., o en cualquier país, es preciso
adoptar un modelo multivariado de causalidad que reconozca los factores que
contribuyen a la agresión y que provienen de, al menos, 8 fuentes: factores indi-
viduales (tales como la genética, funciones cerebrales, personalidad); factores de
estímulos (como, por ejemplo, la disponibilidad de armas, el calor, imágenes de
los medios de comunicación); factores sociales (como las normas sociales, las tri-
bus urbanas violentas, el modelado, la desindividuación); factores estructurales
(como los sistemas de creencias/valores, estructuras de dominio institucional,
valores y estructuras familiares, el racismo); factores económicos (tales como la
privación relativa, el desempleo, las condiciones de vida); factores políticos
(como la utilización de la fuerza militar, la confianza depositada en ciertos ciu-
dadanos, las ambiciones de expansión territorial, la utilización de “chivos expia-
torios” para lograr ventajas políticas); factores históricos (tales como, una tradi-
ción que glorifica la violencia, las conquistas, una historia idealizada de la gue-
rra, el fomento de un odio constante hacia enemigos tradicionales); factores
ideológicos (considerar la violencia como un medio aceptable para defender el
honor y la seguridad nacional, así como las ideologías políticas o religiosas que
crean imágenes de enemigos de la Iglesia o del Estado-nación).
La actual violencia en los Estados Unidos resulta, pues, más comprensible en
términos de intervención de muchos de estos factores que se combinan en formas
complejas para crear un clima de violencia que envuelve a todos los ciudadanos.
No sabemos cómo evaluar los coeficientes de ponderación y su aplicación a cada
uno de estos factores causales; lo único que podemos afirmar es la influencia, en
distinto grado y forma, de estos factores.
Con este panorama actual de violencia americana como fondo, quisiera explo-
rar la cuestión más general de cómo entendemos la existencia de una violencia
humana de tales características, situándonos en el contexto más amplio de la
“psicología de la perversidad” que existe desde hace muchísimo tiempo. Primero
consideraremos el enfoque más tradicional que identifica a las “personas perver-
101
sas” para así intentar explicar la existencia del Mal, y luego señalaremos los
defectos que este tipo de enfoque tiene. A continuación perfilaremos la perspec-
tiva social o situacional de la maldad, principalmente a través de la investigación
realizada por la psicología social experimental.

SITUAR LA PERVERSIDAD EN INDIVIDUOS DETERMINADOS:


LANZARSE A LO DISPOSICIONAL

“¿Quién es responsable de la perversidad en el mundo, dado que existe un


Dios omnisciente y todopoderoso que es todo bondad?” Con esta pregunta se
establecieron los cimientos intelectuales de la Inquisición de los siglos XVI y
XVII en Europa. Como se puede apreciar en Malleus Maleficarum, el manual de
los inquisidores alemanes de la Iglesia Católica, pronto se llegó al Diablo como
la fuente de toda maldad. Sin embargo, el Diablo ejerce el mal a través de inter-
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mediarios, demonios de menos categoría y, por supuesto, brujas humanas. Por lo


tanto, la “caza” de la maldad se centraba en aquellas personas marginadas cuyo
aspecto físico era distinto o que se comportaban de forma diferente a la gente
corriente, personas que podrían, bajo un examen riguroso de conciencia, ser con-
sideradas como “brujas” y ejecutadas. En una reciente monografía titulada
Witchcraze (1994), la historiadora Anne Barstow nos ofrece un análisis muy inte-
resante de este legado de violencia contra las mujeres.
La teoría psicodinámica, así como la mayor parte de la psiquiatría tradicional,
también sitúa la fuente de la violencia individual y el comportamiento antisocial
en la psique de personas perturbadas, remontándose con frecuencia a tempranas
raíces nacidas en conflictos infantiles no resueltos. Sin embargo, las mismas
acciones violentas pueden surgir en muy diferentes tipos de personas. Mis cole-
gas y yo (Lee, Zimbardo y Berthoff, 1973) hicimos entrevistas y aplicamos tests
a 20 presos de distintas instituciones penitenciarias de California que habían
sido recientemente encarcelados por homicidio. La mitad de estos asesinos tenía
un largo historial de violencia. Mostraron una falta de control del impulso en el
MMPI, eran decididamente masculinos en su identidad sexual y, por norma
general, extrovertidos. Los otros 10 asesinos eran totalmente distintos. Nunca
habían cometido ningún crimen antes del homicidio, sus asesinatos fueron total-
mente inesperados dada su afabilidad y la poca predisposición que parecían
tener. Su problema era el excesivo control de impulsos que inhibía la expresión
de cualquier sentimiento. Su identidad sexual era femenina o andrógina, y la
mayoría de los sujetos eran tímidos. Estos “tímidos asesinos repentinos” habían
matado con tanta violencia como lo habían hecho los criminales habituales y sus
víctimas habían sufrido el mismo destino. Sin embargo, hubiera sido imposible
prever esta violencia con antelación basándose en el simple conocimiento de sus
personalidades, ya que éstas eran muy distintas a las de los criminales habituales.
La teoría del “Síndrome de la Personalidad Autoritaria” fue desarrollada por
un equipo de psicólogos (Adorno et al., 1950) tras la Segunda Guerra Mundial
en un intento de hallar algún sentido al Holocausto y el atractivo del Fascismo
nacionalista y de Hitler. Su sesgo disposicional les llevó a centrarse en un conjun-
to de factores de personalidad. Sin embargo, pasaron por alto multitud de proce-
sos que intervienen en cada uno de los niveles de análisis —político, económico,
social e histórico— que influyen y dirigen a tantos millones de individuos por
un cauce conductual restringido.
Esta tendencia a explicar la conducta observada mediante referencias a la dis-
posición, a la vez de hacer caso omiso o de minimizar el impacto de las variables
102
situacionales, ha sido denominado Error Fundamental de Atribución por mi
colega, Lee Ross (1977). Todos estamos sujetos a este doble sesgo de la sobreuti-
lización de los análisis disposicionales y de la infrautilización de los situacionales
cuando se nos presentan escenarios causales ambiguos. Sucumbimos a este efecto
debido al hecho de que gran parte de nuestra educación, de nuestra formación
profesional y social y de nuestras instituciones sociales están dirigidas hacia un
enfoque que se centra en las orientaciones disposicionales del individuo. Los aná-
lisis disposicionales son una característica fundamental de las culturas basadas en
valores individuales en lugar de colectivos (véase Triandis, 1994). Por lo tanto,
son los individuos quienes reciben los elogios, la fama y las riquezas por sus
logros y quienes son estimados por su unicidad; no obstante, también se culpa a
los individuos de los males de la sociedad. Los análisis disposicionales de las con-
ductas antisociales o no normativas siempre incluyen estrategias destinadas a
modificar la conducta para hacer que los individuos desviados encajen mejor en
la sociedad mediante la educación o la terapia, o para excluirlos de la misma, con
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el encarcelamiento, el exilio o la ejecución. Sin embargo, situar la maldad en


determinados individuos o grupos siempre ha tenido la “virtud social” de librar
a la sociedad de toda culpa, de exonerar a las estructuras sociales y a los que
toman las decisiones políticas de su contribución generando circunstancias que
crean pobreza, una existencia marginal para algunos ciudadanos, racismo, sexis-
mo y elitismo.

SOBRE LA TRANSFORMACIÓN DE NIÑOS Y ADULTOS BUENOS


EN AGENTES DE DESTRUCCIÓN

Mi sesgo, desde luego, se inclina más hacia los análisis situacionales de la con-
ducta y proviene tanto de mi formación como psicólogo social experimental
como de haberme criado en la pobreza en un gueto neoyorquino del South
Bronx. Yo creo que es más probable que las orientaciones disposicionales correla-
cionen con el origen social, puesto que los ricos quieren atribuirse todo el mérito
de sus éxitos, mientras que los situacionistas surgen de las clases más bajas que
quieren buscar explicaciones a sus vidas disfuncionales, y las hallan en circuns-
tancias externas. Pero lo que me interesa principalmente es comprender la diná-
mica tanto social como psicológica implicada cuando una persona corriente,
“buena”, empieza a comportarse de forma antisocial y, en casos extremos, de
forma destructiva contra las personas o contra las propiedades. A esta conducta
destructiva la llamo “maldad” cuando la conducta va más allá de una clara reac-
ción de autodefensa.
¿Qué lleva a una persona a perder el respeto por una autoridad justa y obede-
cer a una autoridad injusta? Hemos visto que cada vez hay más americanos que
asesinan a otros; sin embargo, esta violencia personal “descontrolada” debe con-
siderarse dentro de un contexto de violencia institucionalizada que el Estado
sanciona y que típicamente oculta a los ciudadanos. Se aprende mucho a cerca de
la violencia y la transformación del bien al mal al estudiar las técnicas que
emplean los gobiernos para reclutar a hombres jóvenes y transformarlos en asesi-
nos.
Nuestra misión es la de profundizar en el conocimiento de cómo es posible
que prácticamente cualquier persona pueda ser reclutada para participar en actos
perversos, que priven a otros seres humanos de su dignidad, de su humanidad e
incluso de sus vidas. El análisis disposicional tiene el reconfortante efecto secun-
dario de permitir que aquéllos que aun no han cometido ningún acto de este tipo
103
puedan afirmar virtuosamente que “¡Yo no, yo soy diferente a esa clase de perso-
nas que hicieron eso tan horrible!”. Al postular una distinción de “Yo-Nosotros-
Ellos”, vivimos con la sensación de una superioridad moral firmemente arraigada
en la ignorancia pluralista que resulta del no reconocer el conjunto de circuns-
tancias situacionales y estructurales que hace posible que otros, como nosotros,
hagan cosas que antes pensaban que eran totalmente contrarias a su forma de ser.
Plantearé que la mente humana es tan maravillosa que puede adaptarse a casi
cualquier circunstancia del entorno para sobrevivir, para crear y, si es necesario,
para destruir. No nacimos con tendencias hacia el bien o el mal, sino con los
patrones mentales para hacer cualquiera de los dos. Sólo si reconocemos que nin-
gún hombre es una isla, que todos formamos parte del entramado humano, sólo
si se admite nuestra vulnerabilidad ante las fuerzas situacionales puede primar la
humildad sobre el orgullo infundado. Parece esencial llegar a entender hasta qué
punto la gente corriente puede dejarse seducir, o puede ser persuadida para parti-
cipar en actos malvados, si queremos desarrollar mecanismos para combatir tales
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transformaciones; mecanismos aplicables a los factores causales que influyen en


tanta gente, como en la epidemia de violencia en los Estados Unidos y en otros
muchos lugares del mundo actual.

LOS EXPERIMENTOS DE OBEDIENCIA DE MILGRAM

La fuerza de lo demostrado en los experimentos de Stanley Milgram (1974)


sobre la obediencia ciega a la autoridad reside, en parte, en los índices tan inespe-
radamente elevados de obediencia; la mayoría de los sujetos, dos tercios, llegó a
administrar descargas a la víctima que, aparentemente, eran mortales. En algu-
nas de las 18 variaciones experimentales de Milgram llevadas a cabo con más de
1000 sujetos de muy distintas características, la obediencia llegó a tal punto que
el 90% de los sujetos administró a la víctima la descarga máxima de 450 voltios.
La intención de Milgram era la de proporcionar un paradigma en el que fuese
posible cuantificar la “maldad” según la fuerza de la descarga producida al pulsar
los botones en un generador de descargas que, supuestamente, hacían sufrir a un
cómplice del experimentador que hacía el papel de alumno, mientras que el
sujeto hacía el papel de profesor. Vamos a ver algunos de los procedimientos de
este paradigma que hizo que tantos ciudadanos corrientes tomaran parte de un
acto perverso. De esta forma, podemos establecer paralelismos con las estrategias
de conformidad utilizadas por “profesionales de la influencia” en escenarios del
mundo real.
a) Presentar una justificación aceptable, o racional, para participar en una
actividad indeseable.
b) Darles a los sujetos papeles significativos (profesor, estudiante) que conlle-
ven valores previamente aprendidos y guiones de respuesta.
c) Alterar la semántica del acto y la acción, pasar de hacer daño a ayudar.
d) Iniciar el acto perverso con un “pequeño” primer paso insignificante (sólo
15 voltios).
e) Aumentar cada nivel de agresión de manera gradual.
f) Hacer que los “costes del abandono” sean elevados y el proceso de abandono
difícil.
Tales procedimientos son utilizados en situaciones muy variadas de influencia
en las cuales las personas con autoridad quieren que otros las obedezcan, pero a la
vez saben que pocos llegarían a tomar parte en el “juego último” de la solución
final sin antes recibir una preparación psicológica para hacer lo “impensable”.
104
EL SEÑOR DE LAS MOSCAS Y LA PSICOLOGÍA DE LA
DESINDIVIDUACIÓN
La novela del Premio Novel, William Golding (1962), de la transformación
de unos niños de coro ingleses en unas bestias asesinas se centra en la idea de que
el cambio de aspecto físico de la persona produce un cambio en su visión psicoló-
gica. Pintarse, cambiar el aspecto externo, les permitía a algunos de los chicos
desinhibirse de impulsos anteriormente reprimidos -de matar un cerdo para
comerlo. Una vez cometido el acto de matar a otra criatura, antes tan ajeno a
ellos, podían pasar a matar con placer -tanto a animales como a personas. Psicológi-
camente ¿es ésto explicable? Ésta es la pregunta que contestamos con una serie de
experimentos y estudios de campo sobre la psicología de la desindividuación (resu-
midos en el Simposio sobre Motivación celebrado en Nebraska en 1969).
En el procedimiento básico, unas jóvenes administraban una serie de descar-
gas eléctricas dolorosas a otras dos jóvenes a quienes podían ver y oír a través de
un espejo unidireccional. La mitad fue asignada aleatoriamente a una condición
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de anonimato, o desindividuación, y la otra mitad a la condición de individua-


ción. Las cuatro participantes universitarias de cada grupo de desindividuación
estaban tapadas y se identificaban por números en lugar de por sus nombres. Las
otras mujeres utilizaban sus propios nombres y se les hacía sentir únicas, aunque
también estaban en grupos de cuatro y también se les pedía actuar de la misma
manera, es decir, administrar descargas a cada una de las otras dos mujeres.
Los resultados fueron muy claros: las mujeres de la condición de desindivi-
duación administraban dos veces más voltaje a las víctimas que las mujeres de la
condición individual. Además, a lo largo de las 20 pruebas, administraban más
descargas a ambas víctimas, tanto a la que con anterioridad se calificaba de “agra-
dable” como a la calificada de “desagradable”; en cambio, las mujeres de la con-
dición de individuación administraban menos descargas a la víctima ”agradable”
que a la “desagradable”. Destaca una conclusión importante de esta investiga-
ción y de las distintas repeticiones y extensiones de la misma: cualquier cosa que
haga que una persona se sienta anónima, como si nadie la conociera, crea un
potencial para actuar de forma malvada siempre y cuando la situación parezca
“permitir” la violencia.
Pero, la gente también se pone máscaras para divertirse, como en los rituales
de Carnaval de muchos países católicos. Los niños en EEUU se disfrazan para las
fiestas de Halloween. Scott Fraser y yo (1974) preparamos una fiesta especial,
experimental, de Halloween para unos niños de EGB supuestamente organizada
por su maestra. Había muchos juegos nuevos y por cada juego que se ganaba, los
niños recibían unos vales que al final de la fiesta podían canjear por regalos. La
mitad de los juegos era de tipo no violento, y la otra mitad era de parecido conte-
nido, pero implicaba cierta violencia, con confrontaciones físicas entre dos niños
para poder ganar. El diseño experimental era de un formato ABA: al principio,
no llevaban disfraces durante los juegos, luego, al llegar los disfraces, se los poní-
an y finalmente en la tercera fase de los juegos, y hasta finalizar los mismos, se los
quitaban. El resultado es un testimonio impresionante del poder del anonimato.
Tan pronto como empezaron a llevar los disfraces aumentó la agresión, duplican-
do con creces la media del nivel A. Pero cuando se quitaron los disfraces, la agre-
sión disminuyó otra vez a la tasa media de A. Igualmente interesante fue el
segundo resultado, que la agresión tuvo consecuencias instrumentales negativas
sobre la ganancia de los vales. El ser agresivo tenía un precio, pero no parecía
importar cuando los niños llevaban sus disfraces y eran anónimos. La fase en la
que se ganó el menor número de vales fue en la segunda (la del anonimato), fase
en la que el nivel de agresión fue mayor.
105
Dejemos el laboratorio, los juegos y la diversión de las fiestas infantiles y
vayamos al mundo real, donde estas cuestiones de anonimato y violencia pueden
conllevar un sentido de vida o muerte. Algunas sociedades hacen la guerra sin
que sus jóvenes guerreros tengan que modificar su aspecto físico, mientras que
otras incluyen transformaciones rituales de aspecto, ya sea pintando a sus guerre-
ros o colocándoles máscaras (como en El señor de las moscas). ¿Supone esto alguna
diferencia en la forma en que tratan a sus enemigos? Ésta es la pregunta que for-
muló el antropólogo de Harvard, John Watson (1974); Watson buscó en los
Archivos de Antropología datos sobre sociedades en las que se cambiaba, o no, el
aspecto de los guerreros antes de ir a la guerra, y el grado en que éstos tortura-
ban, mutilaban o mataban a sus víctimas. Los resultados son una sorprendente
confirmación de que el anonimato fomenta la conducta destructiva. De las 23
sociedades en las que estas dos variables estaban presentes, 11 de las 15 socieda-
des cuyos guerreros cambiaban su aspecto para entrar en batalla resultaron ser las
más destructivas; sin embargo, esto sólo sucedía en 1 de las 8 sociedades en las
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que no había cambio alguno de imagen. La sabiduría cultural establece, enton-


ces, que si queremos que nuestros jóvenes pacíficos lesionen y maten a otros
jóvenes como ellos, es más fácil lograrlo si primero conseguimos que cambien su
aspecto, que renuncien a su fachada exterior habitual y así, bajo ese anonimato,
desaparecerá su fachada interior habitual de compasión y preocupación por el
prójimo.

EL MODELO TEÓRICO DE DESINDIVIDUACIÓN Y EL MODELO


DE BANDURA DE DESVINCULACIÓN MORAL

Los mecanismos psicológicos implicados en conseguir que gente buena haga


cosas malas se explican desde dos modelos teóricos. El primero, que yo mismo
elaboré (1969) y modifiqué con datos de posteriores variantes sobre las condicio-
nes de la desindividuación, principalmente las de Diener (1980). El segundo es
el modelo de Bandura de la desvinculación moral (1988) que especifica las con-
diciones bajo las que cualquier individuo puede ser persuadido para actuar de
forma inmoral, incluso aquellas personas a las que normalmente se les atribuye
altos niveles de moralidad.
El modelo de Bandura describe cómo es posible desvincularse moralmente de
una conducta destructiva mediante el empleo de un conjunto de mecanismos
cognitivos que modifican:
a) la percepción que uno tiene de la conducta reprensible (con justificaciones
morales, haciendo comparaciones paliativas, asignando etiquetas eufemistas a la
propia conducta).
b) la percepción que uno tiene de los efectos perjudiciales de esa conducta
(minimizando, ignorando o tergiversando sus consecuencias).
c) la percepción de responsabilidad que uno tiene del vínculo entre la conduc-
ta reprensible y sus efectos perjudiciales (desplazando o difuminando la respon-
sabilidad).
d) la visión que uno tiene de la víctima (deshumanizándola y atribuyéndole la
culpa de lo que le sucede).
Un importante, aunque poco mencionado estudio de Bandura, Underwood y
Fromson (1975), revela lo fácil que es conseguir que unos universitarios acepten
una etiqueta deshumanizante asignada a otras personas, y luego, basándose en
ella, actúen de forma agresiva.
106
Los sujetos creían estar oyendo cómo el ayudante de la investigación comen-
taba al experimentador que los estudiantes de otra escuela estaban listos para
comenzar el estudio en el que los sujetos tenían que administrarles descargas
eléctricas de distinta intensidad (de acuerdo con una razonable historia inventa-
da). En una de las condiciones oían cómo el ayudante contaba al experimentador
que los otros estudiantes parecían “agradables”; en una segunda condición que
eran unos “animales”; en una tercera condición, correspondiente a un tercer
grupo de sujetos asignados aleatoriamente, el ayudante no ponía ninguna eti-
queta al otro grupo. La variable dependiente de la intensidad de la descarga refle-
jaba claramente esta manipulación situacional. Los sujetos administraron descar-
gas más intensas a los que tenían una etiqueta más deshumanizante, como “ani-
males”, y el nivel de descarga aumentó de forma lineal a lo largo de las 10
pruebas. Los “agradables” recibieron menos descargas, mientras que el grupo sin
etiquetar se situaba en el medio de los dos extremos. Por consiguiente, una sola
palabra bastó para incitar a unos universitarios inteligentes a que tratasen a otras
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personas, que previamente habían sido etiquetadas, como si realmente las cono-
cieran y como si merecieran ser tratadas con respeto o ser maltratadas.
Lo que mi modelo añade a la mezcla de lo que hace falta para que gente buena
haga cosas malas es el centrarse en el papel de los controles cognitivos que, en
condiciones normales, guían la conducta socialmente deseable y personalmente
aceptable. Yo creo que esto puede lograrse simplemente eliminando estos proce-
sos de control, bloqueándolos, minimizándolos o reorientándolos. Al hacer esto
se aminora la conciencia, el conocimiento de sí mismo, el sentido de responsabi-
lidad personal, la obligación, el compromiso, la moralidad y los análisis en tér-
minos de coste y beneficios de determinadas acciones. Las dos estrategias más
generales para alcanzar esta meta perversa son: reducir los impulsos de responsa-
bilidad social del actor (nadie sabe quién soy, ni quiere saberlo), y reducir el inte-
rés de una autoevaluación por parte del actor. La primera reduce el interés por la
valoración social, por recibir la aprobación social y se produce al lograr que el
actor se sienta anónimo, actuando dentro de un entorno que propicia el anoni-
mato y diluyendo la responsabilidad la responsabilidad personal entre otras per-
sonas. La segunda estrategia pone fin a la automonitorización y a la monitoriza-
ción de congruencia al depender de tácticas que alteran el estado de conciencia
del individuo (mediante las drogas, suscitando emociones fuertes, conductas
desmedidas, agrandando la orientación del presente y desapareciendo la perspec-
tiva de pasado y futuro) y al proyectar la responsabilidad hacia otros.
Mi investigación y la de otros psicólogos (véase Prentice-Dunn y Rogers,
1983) sobre la desindividuación difieren del paradigma de los estudios de Mil-
gram en que no hay una figura de autoridad presente que anime a sujeto a obe-
decer. Al contrario, se crea la situación de tal forma que los sujetos actúen
siguiendo los caminos que han sido puestos a su disposición, sin pensar en el sig-
nificado ni en las consecuencias de esas acciones. Sus acciones no se guían cogni-
tivamente, como suele hacerse, sino que son dirigidas por las acciones de los que
le rodean, o por sus estados emocionales intensos, o por impulsos elicitados por
la situación, como la presencia de armas.
Ciertos entornos pueden llegar a transmitir una sensación de anonimato a las
personas que viven o actúan dentro de ellos. Los individuos que allí residen pier-
den el sentido de comunidad. El vandalismo y los graffiti pueden interpretarse
como intentos para alcanzar notoriedad pública por parte de individuos de una
sociedad que los personaliza.
Realicé un sencillo estudio de campo para demostrar las diferencias ecológicas
que existen entre un lugar donde predomina el anonimato y otro en el que pre-
107
domina el sentido de comunidad. Lo que hice fue abandonar coches usados, en
buen estado, en el barrio del Bronx dentro de la ciudad de Nueva York, y en Palo
Alto, California, a una manzana de la Universidad de Nueva York y de la Uni-
versidad de Stanford respectivamente. Como facilitador ambiental de la conduc-
ta agresiva de los vándalos en potencia, quitamos la matrícula y levantamos lige-
ramente el capó de cada coche. En el Bronx, los resultados no se hicieron esperar.
Desde nuestra posición estratégica al otro lado de la calle vimos cómo a los diez
minutos del comienzo “oficial” del experimento aparecieron los primeros vánda-
los. El desfile de vándalos continuó durante dos días, al cabo de los cuales ya no
quedaba nada que mereciese la pena llevarse. A partir de ese momento los vánda-
los empezaron a destruir lo que quedaba del coche. En un período de 48 horas
registramos un total de 23 contactos destructivos distintos realizados por un solo
sujeto o por grupos de personas que, o bien robaban algo del vehículo, o hacían
algo para destrozarlo. Curiosamente, sólo en uno de estos episodios fueron prota-
gonistas adolescentes; en todos los demás casos fueron protagonistas adultos,
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muchos de los cuales iban bien vestidos y/o en sus propios coches, por lo que se
les podía clasificar fácilmente miembros de la clase media-baja. El anonimato nos
convierte a todos en vándalos. Pero, ¿cuál fue el destino del coche abandonado en
Palo Alto? Las imágenes tomadas a intervalos prefijados revelaron que no se pro-
dujo ningún acto de vandalismo en ningún elemento del coche durante el perio-
do de los cinco días en que filmamos. Cuando retiramos el coche, tres de los resi-
dentes de la zona llamaron a la policía para informar sobre el robo de un coche
abandonado (la policía ya estaba al corriente de nuestro experimento).
Ahora creo que cualquiera condición ambiental o social que contribuya a
hacer que algunos de los miembros de la sociedad se sientan anónimos, que
nadie sepa quiénes son, que nadie reconozca su individualidad y, por tanto, su
humanidad, les convierte en asesinos y vándalos en potencia, un peligro para mi
persona y para la suya (Zimbardo, 1976).

LAS CARAS DEL “ENEMIGO”: LAS IMÁGENES DE PROPAGANDA


CONDICIONAN A LOS HOMBRES PARA MATAR ABSTRACCIONES

Es preciso añadir algunos principios operacionales más al arsenal de armas


que desencadena actos malvados entre hombres y mujeres que normalmente son
personas “buenas”. Podemos aprender sobre algunos de estos principios si consi-
deramos cómo las naciones preparan a sus jóvenes para participar en guerras en
las que se verán obligados a matar a otros jóvenes como ellos. Esta difícil trans-
formación se logra mediante una forma especial de condicionamiento cognitivo:
Las representaciones del “Enemigo” son creadas por los responsables de la propa-
ganda nacional para preparar a los jóvenes a matar, cuando reciben la orden, a
cualquiera que haya sido calificado de “enemigo” del pueblo. Este condiciona-
miento psicológico se convierte en el arma más poderosa de un soldado; sin ella
sería prácticamente imposible que pudiese matar a otro joven cara a cara. Un
relato fascinante de cómo se crea esta “imagen hostil” en las mentes de los solda-
dos y de sus familiares se encuentra en Faces of the Enemy de Sam Keen (1986). La
propaganda ideada por los gobiernos de la mayoría de las naciones crea arqueti-
pos de los adversarios como los peligros “otros”, “foráneos”, “enemigos”. Estas
representaciones visuales crean una paranoia colectiva centrada en el enemigo
que puede hacer daño a mujeres, niños, hogares, y al dios de la patria del solda-
do. El análisis que hace Keen de esta propaganda a escala mundial revela la exis-
tencia de un número selecto de categorías utilizadas por el “homo hostilis” para la
108
creación de un enemigo cruel en la mente de los buenos miembros de las honra-
das tribus. Las distintas categorías lo representan como: agresor, sin rostro, ani-
mal deshumanizado, enemigo de Dios, bárbaro, codicioso, criminal, torturador,
la muerte una abstracción y, finalmente, el enemigo como un oponente digno y
heroico.

LA MALDAD COMO PARTE DE LA SOCIALIZACIÓN: CÓMO LOS


“MANUALES DE ODIO NAZI” PREPARABAN Y
CONDICIONABAN LAS MENTES DE LA JUVENTUD ALEMANA
PARA QUE ODIASEN A LOS JUDÍOS

El segundo gran conjunto de principios eficaces por los que personas habitual-
mente “buenas” pueden ser reclutadas para hacer el mal, se manifiesta mediante
procesos de socialización sancionados por el gobierno en el poder, recogidos en los
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programas escolares, y respaldados por los padres. Un excelente ejemplo es la


forma en que los niños alemanes de los años treinta y cuarenta fueron sistemática-
mente adoctrinados para odiar a los judíos, para considerarles el enemigo absolu-
to, causante de todos los males de la nueva nación alemana. No es posible dar aquí
todos los detalles de este proceso; mencionaré algunos ejemplos sólo de una de las
formas en que los gobiernos son responsables de sancionar el mal.
En la Alemania de 1933, a medida que el partido Nazi subía al poder, “nin-
gún objetivo de nazificación tiene mayor prioridad que la juventud alemana...
(escribe Hitler). No consentiré ninguna formación intelectual. El conocimiento
es la ruina para mis jóvenes. Una juventud brutal, dominante, violentamente
activa -esa es mi meta.” (The new order, 1989. pp. 101-2). Para enseñar geogra-
fía y raza a los jóvenes se crearon unos manuales especiales que se leían ya desde
el primer año de colegio. Estos “manuales de odio” eran tebeos de vivos colores
en los que se contrastaban hermosos arios rubios con la caricatura del judío
depreciablemente feo. Se vendieron cientos de miles de ejemplares; el título de
uno de ellos era: Trust no fox in the green meadows and no jew on his oath (No fiarse ni
de la zorra en el prado ni de la palabra de un judío). Lo que resulta más insidioso
de esta clase de condicionamiento del odio es que los textos se presentaban como
materia que había que aprender y que se incluía en exámenes posteriores o se
empleaba para hacer ejercicios de caligrafía. En el ejemplar de “Trust no fox ...”
que revisé hay una serie de viñetas caricaturescas que describen todas las formas
cómo los judíos engañan a los arios, cómo se hacen ricos y engordan a costa de
ellos, cómo son de lascivos, mezquinos y despiadados con los ancianos arios
pobres. Los últimos dibujos representan la retribución que reciben los niños
arios por expulsar a los profesores y niños judíos, primero de sus escuelas —para
que se pudiese enseñar la forma “correcta” de “disciplina y orden”— y luego del
país. En el cartel que figura en el dibujo se lee de forma premonitoria “Calle de
dirección única”.
Sin embargo, el libro que mejor ilustra el tema fundamental de mi trabajo
sobre cómo las personas corrientes pueden transformarse en personas capaces de
cometer actos de maldad totalmente ajenos a su historia personal y a su desarro-
llo moral, es una obra del historiador británico Christopher Browning, titulada
Ordinary Men: Reverse Police Battalion 101 and the Final Solution in Poland (1992).
En marzo de 1942 aún vivían casi el 80% de las víctimas del holocausto; tan sólo
11 meses después ya había muerto el 80%. En este breve periodo de tiempo, casi
llegó a cumplirse la Endlöslung (la solución final) de Hitler gracias a una intensa
movilización de escuadrones itinerantes para llevar a cabo asesinatos masivos en
109
Polonia. Este genocidio exigía el desplazamiento de una máquina de matar a
gran escala, a la vez que exigía una apremiante demanda de soldados sanos y
fuertes en el frente ruso. Dado que la mayoría de los polacos vivían en pueblos
pequeños y no en ciudades grandes, la pregunta que se plantea Browning es
“logísticamente, ¿dónde encontraron hombres suficientes, en ese año tan crucial
de la guerra, para lograr un asesinato masivo de tal magnitud?” (p. xvi). Brow-
ning encontró la respuesta en archivos de crímenes de guerra nazis -las activida-
des del Batallón 101 de Reserva, unidad formada por unos 500 hombres en
Hamburgo. Eran padres de familia, de mediana edad, demasiado mayores para el
ejército, procedentes de la clase obrera o de la clase media-baja, sin ninguna
experiencia en la policía militar: eran simplemente unos reclutas verdes que fue-
ron enviados a Polonia sin ninguna preparación y sin ser informados cuál iba a
ser su misión -el total exterminio de todos los judíos que vivían en los pueblos
remotos de Polonia. En sólo cuatro meses estos hombres mataron a tiros, por lo
menos, a 38.000 judíos deportaron a unos 45.000 al campo de concentración de
Treblinka. Entre el 80 y el 90 por ciento de los hombres del Batallón 101 estuvo
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directamente implicado en los asesinatos, mientras que el resto del Batallón


evitó participar o se negó a cumplir órdenes. No existe prueba alguna de que
hubiera una selección especial de estos hombres; sólo podemos suponer que eran
tan “corrientes” como uno pueda imaginarse hasta que se vieron en una situación
en la que tenían permiso y fueron animados a comportarse de modo sádico y
brutal con aquellas personas etiquetadas como “enemigos”.

EL EXPERIMENTO DE LA “PRISIÓN DE STANFORD”: ¿QUIÉN


SALE GANANDO CUANDO PERSONAS BUENAS SE ENFRENTAN
A UNA SITUACIÓN PERVERSA?
En cierto sentido esta pregunta se plantea como el escenario de una tragedia
neo-griega, donde la “situación” equivale a las fuerzas externamente impuestas
por los “dioses y el destino”. Visto así, podemos esperar un desenlace desfavora-
ble para la humanidad. Pero en términos psicológicos más mundanos, esta inves-
tigación combinaba muchos de los procesos y variables descritos anteriormente,
aquellos de anonimato de persona y de lugar que contribuyen a crear estados de
desindividuación, de deshumanización de las víctimas, de autorizar a algunos
actores (carceleros) para controlar a otros (prisioneros), y de ubicar esta situación
en entorno único (la prisión) que la mayoría de las sociedades del mundo recono-
ce como lugar que disfruta de aprobación institucional en el que existe alguna
forma de sanción de la maldad.
En 1971 diseñé un experimento que iba a realizarse durante un período de
dos semanas para así darles tiempo a los participantes de la investigación a llegar
a comprometerse plenamente con sus roles experimentales, ya sea de carceleros o
de prisioneros. Los “prisioneros” habían de vivir en ese entorno día y noche,
mientras que los “carceleros” trabajarían en turnos de ocho horas; esto facilitaría
el desarrollo de normas situacionales y la aparición, cambio y cristalización de
patrones de interacción social. La segunda característica del experimento era la
de asegurarnos que al inicio del experimento cada participante fuese lo más nor-
mal posible, física y psíquicamente sano, y sin antecedentes de consumo de dro-
gas, violencia ni actividades criminales. Este punto era fundamental si quería-
mos deshacer el nudo “situacional-disposicional”: lo que la situación provoca en
el grupo de jóvenes semejantes, intercambiables, frente a los datos arrojados por
los participantes de investigaciones basadas en las disposiciones únicas que éstos
aportaban al experimento. La tercera característica del estudio era que no habría
110
ninguna preparación anterior al experimento sobre cómo interpretar los papeles,
asignándolos aleatoriamente, de prisionero o carcelero. La interpretación de roles
dependería del anterior aprendizaje social de cada sujeto sobre el significado de
las prisiones y de los “guiones” conductuales que se asociaban a los roles antagó-
nicos de prisionero-carcelero. La cuarta característica consistía en hacer que el
entorno experimental fuese lo más parecido posible a una simulación de la psico-
logía del encarcelamiento. Los detalles de cómo creamos un estado mental com-
parable al de los prisioneros y carceleros reales se encuentran en varios artículos
que escribí sobre el estudio (véase Zimbardo et al., 1973; Zimbardo, 1975). Fue-
ron esenciales para esta mentalización las siguientes cuestiones: poder e impo-
tencia, dominación y sumisión, libertad y servidumbre, control y rebelión, iden-
tidad y anonimato, roles coercitivos y roles restrictivos. En general, estos cons-
tructos psicosociales se hicieron reales a través del empleo de uniformes
apropiados, la utilización de accesorios varios (esposas, porras de policía, silbatos,
letreros en puertas y pasillos), la sustitución de barrotes de prisión por las puertas
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de los corredores para crear celdas de cárcel, la ausencia de relojes y ventanas y,


por tanto, la imposibilidad de saber la hora ni de distinguir entre noche y día,
normas institucionales que sustituían números (prisioneros) o nombre de cargo
(Sr. Oficial de Correccional, Alcaide, Director, Superintendente) por nombres
individuales, lo cual otorgaba a los carceleros mayor poder de control sobre los
prisioneros.
Los sujetos fueron reclutados a través de anuncios publicados en el periódico
local y evaluados por medio de una batería de tests psicológicos, su historia per-
sonal y una entrevista exhaustiva. Los 24 individuos que fueron considerados
como los más normales y sanos en todos los aspectos fueron asignados aleatoria-
mente a los papeles de prisionero (12) o carcelero (12). En colaboración con noso-
tros, oficiales del Departamento de Policía arrestaron a los estudiantes-prisione-
ros en sus domicilios en una operación sorpresa muy realista. En cada caso el ofi-
cial llevaba a cabo un arresto y llevaba al sujeto a la Comisaría y después a
nuestra cárcel construida en el sótano del Departamento de Psicología de la Uni-
versidad de Stanford. El uniforme del prisionero consistía en un vestido con el
número de identificación en la espalda. Los carceleros, en cambio, llevaban uni-
formes de estilo militar y gafas de sol reflectantes que aumentaban el anonimato.
En todo momento había nueve prisioneros en “el módulo”, tres en cada celda, y
tres carceleros haciendo turnos de 8 horas. La recogida de datos se hacía a través
de grabaciones sistemáticas de vídeo, grabaciones secretas de audio de las conver-
saciones que mantenían los prisioneros en sus celdas, entrevistas y tests que se
realizaban en distintos momentos del estudio, y a través de la observación direc-
ta, sin que los sujetos lo supieran.
Para una cronología más detallada de las reacciones conductuales les remiti-
mos a las referencias citadas anteriormente. Aquí les diré simplemente que las
fuerzas situacionales arrollaron a las tendencias disposicionales. La situación de
maldad triunfó sobre la gente buena. Debido a la patología de la que fuimos tes-
tigos, al cabo de seis días tuvimos que poner fin a un experimento cuya duración
prevista había sido de dos semanas. Jóvenes pacifistas se comportaban de modo
sádico en sus roles de carceleros; infligían humillación, dolor y sufrimiento a
otros jóvenes si el estatus de éstos era el de prisionero e informaban que gozaban
haciéndolo. Otros, que habían sido universitarios inteligentes y sanos, se com-
portaban de forma patológica experimentando muchos de ellos “crisis emociona-
les”, como en los trastornos de estrés, tan extremas que hubo de retirar a cinco de
ellos del experimento antes de finalizar la primera semana. Sus compañeros pri-
sioneros que mejor se habían adaptado a la situación resultaron ser aquellos que
111
obedecían órdenes mecánicamente, que obedecían ciegamente a la autoridad, y
que permitían que los carceleros les deshumanizaran y degradaran cada vez más
a medida que transcurrían los días y las noches.
Puse fin al experimento no sólo a causa de la reciente escalada de violencia y
degradación de los prisioneros por parte de los carceleros que resultó evidente
cuando visionamos las grabaciones en vídeo de sus interacciones, sino porque me
dí cuenta de la transformación que yo mismo estaba sufriendo. Me había conver-
tido en Superintendente de la prisión, el segundo rol que desempeñaba a parte
del de investigador principal. Comencé a hablar, andar y comportarme como
una figura rígida de autoridad institucional que se interesaba más por la seguri-
dad de la prisión que por las necesidades de los jóvenes confiados a mi cuidado
como psicólogo investigador. En cierto modo, creo que la evidencia más mani-
fiesta del poder de esta situación fue el grado de transformación que se operó en
mí. Finalmente, realizamos extensivas sesiones de desindoctrinación con los car-
celeros y prisioneros al término del estudio, y revisiones periódicas a lo largo de
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muchos años. Afortunadamente no hubo que lamentar ninguna consecuencia


negativa duradera de esta impactante experiencia.

CONCLUSIONES

Personalidades y situaciones, al igual que influencias culturales y sociales,


interactúan para generar la conducta. No obstante, en las investigaciones que he
llevado a cabo durante 25 años de trabajo he intentado demostrar que las situa-
ciones ejercen más influencia sobre las acciones humanas que la que normalmen-
te reconoce la mayoría de los psicólogos y el público en general. Reconocer el
poder de las fuerzas situacionales no justifica la conducta por ellas inducida; más
bien nos proporciona una base de conocimientos para poder desviar la atención
de la tendencia simplista a culpar a la víctima y de los tratamientos individualis-
tas destinados a cambiar al malhechor hacia otros intentos más profundos de des-
cubrir cómo modificar esas situaciones y cómo evitarlas. El mensaje situacional
tiene otras dos dimensiones: la conciencia de que si la mayoría de las personas
corrientes puede dejarse vencer por tales fuerzas, la minoría que resiste ha de ser
considerada heroica; y segundo, la humildad personal de saber que tanto Usted
como Yo somos capaces también de cometer cualquier acto, para bien o para
mal, que cualquier otro ser humano haya hecho -dada la misma situación.

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