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CREO

Creo
Edward Herskowitz
Petrus

Impreso con la debida Autorización Eclesiástica.


Censor: Pbro. Ricardo Flores González
Diócesis de Tula, Hidalgo
8 de mayo de 2003

Edward Herskowitz
Tula, Hidalgo
Teléfono: 01-773-680-0276
AGRADECIMIENTOS
UNA obra, sea pequeña o grande, depende de muchos para llegar a estar terminada.
Igual con este libro que es el fruto de muchas personas algunas conocidas, otras no,
pero cada una contribuyó algo esencial.

Por ejemplo, no sé que tantas personas fueron responsables por el Catecismo de la


Iglesia Católica y de ahí viene mucho del contenido de este. Tampoco conozco los
editores de la Biblia Latinoamérica de la cual se usaron las citas bíblicas. Otros autores
que compartieron sus ideas, sus pensamientos y sus creencias también ayudaron en
darme algo nuevo en que pensar o me ayudaron a desarrollar y madurar mi propio
credo. Escuchando homilías, platicas y teniendo conversaciones con diferentes
personas ha sido una fuente de riquísimas ideas para incluir en este libro. A todos
ellos mil gracias.

Hay algunas personas que merecen un agradecimiento especial por su amistad,


apoyo, paciencia, sus correcciones y sugerencias. Ellas son: el Padre Ricardo Flores
González, las señoras Olivia Pérez Sandoval y María de Lourdes Martínez Montfort y
sobre todo a mi esposa Vicky. A ellos les doy mis infinitas gracias y que Dios los
bendiga con dones eternos.

El éxito o fracaso de este libro en gran parte cae en tus manos, estimado lector. Le
ruego a Dios que si este libro le da honor y gloria, que sea a través de ti.
INTRODUCCION
PROFESAMOS nuestra fe en Dios Trino y su Iglesia cada domingo que asistimos a
Misa. ¿Sabemos lo que profesamos? ¿Entendemos lo que hacemos y decimos? Creer en
algo, en el sentido más estricto de la palabra, significa acogerlo mentalmente, dejar
que impregne la imaginación y luego vivir esa creencia. Al creer en una cosa o en
alguien, se hace parte de ti.

Lo que se entiende de esto es que hay que pensar en lo que profesamos en el


Credo. Lo contrario seria aceptar algo sin entenderlo. Desafortunadamente esa es la
situación de muchos católicos. Aceptan sin entender. El recitar, rezar, o murmurar el
Credo sin pensar en lo que se dice es un ejercicio inútil.

A pesar de todo esto, sí hay que creer ciertas cosas que no se entienden porque son
revelaciones que vienen de Dios. Estas revelaciones hay que aceptarles en fe. Por
ejemplo: No se puede entender el misterio de la Santísima Trinidad, pero sí podemos
entender que hay un Padre, un Hijo y un Espíritu Santo, ¿verdad?

Creer en algo o en alguien, entonces, es más que una función de la mente o de la


voluntad, es una actividad de la persona plenamente viva. Creer en algo o en alguien
se manifiesta en el comportamiento, en la manera en que vivimos la vida. “Así como el
cuerpo sin el espíritu está muerto, del mismo modo la fe que no produce obras está
muerta” (Santiago 2, 26).

Desde su origen, la Iglesia expresó y confesó su propia fe con dichos breves y


sencillos aunque profundos: “Jesús es Señor” (Romanos 10, 9) y un poco más largo
pero continúa brevemente: “…les he transmitido la enseñanza que yo mismo recibí, a
saber: que Cristo murió por nuestros pecados, tal como lo dicen las Escrituras; que fue
sepultado; que resucitó al tercer día, como lo dicen también las Escrituras…” (1ª
Corintios 15, 3-4).

Pero no pasó mucho tiempo hasta que la Iglesia quiso recoger lo esencial de la fe
en resúmenes destinados no sólo a los creyentes sino principalmente a los candidatos
al bautismo, los catecúmenos.

El Credo, que se encuentra en dos formas, se le llama “profesión de fe” porque


resume la fe que profesan los cristianos. Se llama “Credo” porque es lo que creemos
(en resumen) y también porque la primera palabra es normalmente “Creo” o
“Creemos”. El Catecismo de la Iglesia Católica (CIC) le llama un “símbolo de la fe”
porque es un signo de identificación y de comunión entre los creyentes. Así que el
CREDO es un sumario o recopilación de las principales verdades de la fe católica. Para
poder orar el Credo hay que entenderlo, saber de que se trata.
El Credo es trinitario, reconoce la Santísima Trinidad: Glorifica al Padre, al Hijo y al
Espíritu Santo. El misterio de la Santísima Trinidad es la expresión de que Dios es
Amor y, eso es todo lo que es. Dios se ama a sí mismo pero se ama en el otro. El Padre
ama al Hijo y el Hijo devuelve ese amor. El Espíritu Santo es el Testigo de ese Amor.
Son tres que se dan a sí mismos tan perfectamente que siguen siendo Uno.
Esta Profesión de Fe nos enseña a no creer en lo que somos, queremos, sentimos,
hacemos, ni lo que merecemos, sino en quien es Dios y lo que hace, permite y otorga.
Con el Credo nos podemos enfocar en Dios mismo, no en las cosas de Dios.

Esta obra, por insuficiente que sea, es un comentario o explicación del Credo y
también es la expresión de mi propio Credo: lo que Dios me ha enseñado para poder
decir con toda firmeza y sinceridad: CREO.
COMO USAR ESTE LIBRO
ESTE libro se puede usar de dos maneras: para estudio en grupo o estudio personal,
sea para reflexionar y crecer en la fe.

Cada capítulo es un módulo de estudio y están separados en partes más pequeñas


para facilitar el estudio.

Aunque no hay preguntas establecidas al final de cada capítulo, no será difícil para
la catequista elaborar algunas preguntas abiertas, que no se pueden contestar con un
“sí” o un “no”, ayudarán al discípulo a reflexionar un poco. Esto es bueno. Necesitamos
más meditación sobre la Palabra de Dios y las cosas de Dios.

En un plenario se profundiza lo significante de cada creencia que se está


reflexionando.

Las referencias bíblicas y las del Catecismo de la Iglesia Católica (CIC) que se
encuentran a menudo, se buscan y se leen para ampliar el conocimiento.

La materia contiene algunos pensamientos personales, el lector tiene todo derecho


de refutar lo que sea. Sin embargo, no hay que leer con la mente cerrada porque
entonces no será provechoso. Teniendo la mente abierta junto con un corazón abierto
son las claves necesarias para entender y sacarle provecho a la Biblia y a cualquier
libro, espiritual o no.

Usando este libro como meditación personal también es fácil. Uno puede seguir las
sugerencias que se han dado para estudio en grupo, formulando preguntas propias del
tema.

También hay otra pista muy importante: cuando un renglón, frase o idea le resalta,
es bueno dejar de leer en ese momento y ponerse a pensar en lo que le ha llamado la
atención. Cada capítulo puede dar como resultado una meditación. Se lee subrayando
lo que impresiona y al terminar el capítulo se piensa en los puntos más interesantes
revisando lo subrayado. Déjese cuestionar por las ideas presentadas aquí.

En todo caso, el autor les desea a cada lector un “viaje” agradable en cada página
con el resultado de que su fe vaya creciendo igual que su conocimiento de Dios para
acercarse más a Él y así poder amarle con todo el corazón, sin reserva alguna.
1. CREO EN DIOS, PADRE TODOPODEROSO
NUESTRA profesión de fe comienza por Dios, porque Dios es el Primero y el Ultimo
(Isaías 44, 6), el Principio y el Fin de todo:”Yo soy el alfa y la omega, dice el Señor Dios,
el que es, el que era y el que ha de venir, el Señor del Universo” (Apocalipsis 1, 8). El
Credo comienza con Dios Padre porque el Padre es la Primera Persona de la Santísima
Trinidad. “Creo en Dios”: Esta primera afirmación de nuestra fe es fundamental. Todo
el Credo se basa en Dios Padre el Creador; todo lo que sigue depende de esta primera
verdad.

UNA FUERZA MAYOR

Desde el principio del ser humano, él siempre ha tenido la idea de que hay algo o
alguien superior, una fuerza mayor, un ser supremo, algo inexplicable. Cuando el ser
humano comenzó a cuestionar la vida, el mundo y el universo se puso a pensar que
tenían una causa. ¿Sería posible que hubiese existido desde siempre? ¿Tuvo principio?
¿Tendrá fin? Y todavía más importante, el ser humano se preguntaba ¿De dónde
venimos? y ¿A dónde vamos? De estas preguntas y pensamientos surgió la idea que
era posible que sí existía un Ser Supremo. Algunos decían que no solamente había uno,
sino eran varios: dioses del sol, de la luna, del aire, del fuego, etc. Se fue pensando más
y más en un Ser Supremo, un Ser trascendente, inteligente y bueno. A éste ser se le
puso el nombre: Dios. Con el tiempo ese Dios se fue revelando como una persona viva,
un juez justo, legislador, creador y finalmente se reveló como un Padre Amoroso.

Dios se reveló progresivamente y bajo diversos nombres a su pueblo. A Israel, su


elegido, se reveló como único: “Escucha, Israel: Yavé, nuestro Dios, es Yavé-único. Y tú
amarás a Yavé, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas
(Deuteronomio 6, 4-5). Pero la revelación del Nombre Divino hecha a Moisés
demostró ser la revelación fundamental para todo el tiempo. Dios dice a Moisés: “Yo
soy el Dios de tus padres, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob” (Éxodo
3, 6). Es el Dios de los antepasados, el que había guiado a los patriarcas en sus
peregrinaciones. Uno que sigue siendo Dios de su Pueblo. Fiel y compasivo que se
acuerda de su gente y de sus promesas. Es el mismo que se identifica a Moisés con el
nombre de “Yo soy el que soy” (Éxodo 3, 14). Este nombre Divino es misterioso como
Él es Misterioso. Lo expresa mejor como lo que es, infinitamente por encima de todo lo
que podemos comprender o decir. Revela su nombre como “Yo soy” como el Dios que
siempre está allí, presente junto a su pueblo para salvarlo. Se revela como alguien que
ha existido eternamente, que no tiene origen ni fin. “Yo soy” implica una persona, viva,
dinámica. Se manifiesta como la verdad que sólo Él ES.

La revelación del Nombre “Yo soy el que soy” contiene la verdad que es fuente de la
plenitud, que es la perfección. Dios se reveló como el que es “rico en amor y fidelidad”
(Éxodo 34, 6). En todas sus obras muestra su benevolencia, bondad, gracia, amor,
constancia, fidelidad y su verdad. Por eso, las promesas del Señor siempre se realizan;
sus palabras no pueden engañar. Por ello nos podemos entregar con toda confianza a
la verdad y a la fidelidad de la palabra de Dios en todas las cosas.

YHWH ES DIOS

Por respeto a su santidad el pueblo de Israel no pronuncia el nombre de Dios. En


los tiempos bíblicos del Antiguo Testamento saber el nombre de alguien significaba
que uno tenía poder sobre esa persona, que la conocía completamente. Llamar a una
persona por su nombre era tener ventaja sobre ella. Dios le dio el poder a Adán de
nombrar a los animales porque le había dado poder sobre ellos. El pronunciar el
nombre de Dios significaba conocerlo en su totalidad y tener poder sobre Él y eso no
es posible.

En las Sagradas Escrituras, el Nombre que se usa es Yavé. “Yavé” deriva de la


palabra YHWH, que no tiene vocales y no se puede pronunciar, como no se pronuncia
el nombre Sagrado. Los judíos después de un tiempo comenzaron a usar el título
divino Señor (Adonai en hebreo, Kyrios en griego y Dominus en latín). Siglos después,
en el Nuevo Testamento, la divinidad de Jesús fue aclamada con este mismo título.

Nosotros muchas veces perdemos el sentido de lo que decimos. Repetimos


palabras, frases y oraciones con tanta frecuencia que ya no sabemos el sentido
original. Tomando la palabra “Señor” como ejemplo. Originalmente se usaba
solamente con personas importantes como reyes, profetas, y obispos. Los criados la
utilizaban con sus amos y las mujeres con sus esposos. La palabra “Señor” tenía un
sentido muy vivo, cargado de respeto. No vivimos en una sociedad de monarcas, ni de
súbditos, ni mucho menos de esclavos. Por eso se nos hace difícil entender el
verdadero sentido del título, “Señor”. El concepto es más complejo de lo que
pensamos. En latín la palabra Dominus quiere decir dueño de esclavos. La idea que
surgió en las mentes de los primeros cristianos, que eran en gran parte esclavos, fue
de un amo que realmente era dueño de seres humanos. Las palabras de María al ángel
fueron, “Yo soy la esclava del Señor; hágase en mí lo que has dicho” (Lucas 1, 38).
Pertenecemos a Dios, somos su propiedad. Cuando nos dirigimos a Él hay que hacerlo
con respeto y reverencia.

SEÑOR, CREO, PERO AUMENTA MI FE

Para conocer a Dios uno tiene que ser pobre; despojarse de sus propias ideas, abrir
la mente y decir “Creo, ¡pero ayuda mi poca fe!” (Marcos 9, 24). Y luego esperar. El
pobre es el que siente que le falta algo, el que no ha llegado, el que está en camino y en
búsqueda. Sabe que no puede confiar en lo que tiene. Su fuerza es el Señor. Al decir
“yo creo” es ofrecerle a Dios el corazón y la mente vacíos para que Él los llene
sabiendo con toda certeza que lo hará. Profesar “yo creo” quiere decir dejar de
depender de nuestro juicio y depender de Dios con la fe que nos ha dado.

Dios es Padre, Amor, Proveedor y es el Todopoderoso. Él es el Creador de la vida.


Como Padre nos ha dado vida, nos ha adoptado como hijos e hijas. Él ve por nosotros,
está al pendiente de que todo vaya bien en nuestra vida. Nos forma, instruye y
alimenta para que nuestra vida sea lo mejor posible. Como Padre siempre está
dispuesto a escucharnos, aconsejarnos y protegernos. Sus palabras resuenan en
nuestro ser como himno de amor: “Porque tú vales mucho más a mis ojos, yo te aprecio
y te amo mucho” (Isaías 43, 4).

San Pablo nos dice que toda paternidad humana se deriva de la paternidad de Dios.
Dios es nuestro Padre en el sentido que nos conoce íntimamente. “Señor, tú me
examinas y conoces: sabes cuándo me siento y cuándo me levanto; tú conoces de lejos lo
que pienso; tú sabes si camino o si me acuesto, tú conoces bien todos mis pasos” (cf.
Salmo 139).

Dios es nuestro Padre en el sentido de que nos dio vida, nos creó. Es nuestro Padre
porque nos amó desde antes de la Creación. “Con amor eterno te he amado…”
(Jeremías 31, 3). Él hizo la tierra y todo lo que contiene para darnos un lugar donde
vivir. Dios es nuestro Padre en el pleno sentido de la palabra.

La invocación de Dios como “Padre” es conocida en muchas religiones. Al


designarle este nombre de “Padre”, el lenguaje de la fe indica principalmente dos
aspectos: que Él es origen primero de todo, autoridad trascendente y que es al mismo
tiempo bondad y solicitud amorosa para todos sus hijos. Esta ternura paternal puede
ser expresada también mediante la imagen de la maternidad que indica más
expresivamente su inmanencia, la intimidad entre el Creador y su criatura. “…¿puede
una mujer olvidarse del niño que cría, o dejar de querer al hijo de sus entrañas? Pues
bien, aunque alguna lo olvidase, ¡Yo nunca me olvidaría de ti” (Isaías 49, 15).

Dios trasciende la distinción humana de los sexos. No es hombre ni mujer, es


Espíritu. Jesús ha revelado que Dios es “Padre” en un sentido nuevo, no lo es solo en
cuanto a Creador, es eternamente Padre en relación a su Hijo Único (cf. CIC 238, 239,
240), y sus hijos adoptivos.

DIOS QUIERE QUE SEAMOS FELICES

Porque es nuestro Padre y fuimos creados a su imagen y semejanza nos da de sí


mismo. Nos da sus características: amoroso; bondadoso; compasivo; misericordioso,
etc. Nos enseña como cumplir con su deseo para nosotros. Nos creó con un solo fin en
mente: ser felices con Él por toda la eternidad (cf. Isaías 43, 21; Juan 17, 21; 1ª
Tesalonicenses 4, 3).
Dios es Comunidad. Quiere una unión con nosotros semejante a un novio con su
amada. “Yo te desposaré para siempre. Justicia y rectitud nos unirán, junto con el amor y
la ternura, y la mutua fidelidad también…” (Oseas 2, 21-22). En el libro Cantar de los
Cantares nos habla como a una novia: “¡Qué bella eres, amada mía, qué bella eres! Tus
ojos son como palomas detrás de tu velo. Eres toda hermosa, amada mía…en ti no hay
ningún defecto. Me robaste el corazón…novia mía, me robaste el corazón con una sola
mirada tuya…” (Cantar 4, 1.7.9).

Dios es Creador. Alguien que no cree que su existencia es a cada minuto de cada
día el resultado de y efecto del amor de Dios, no tiene fe. Dios se glorifica en crear al
hombre y darle vida para que el hombre lo glorifique viviendo la vida en su plenitud.
Dios se vuelve a glorificar al perdonar el hombre cuando peca y, se glorifica todavía
más cuando misericordiosamente salva al hombre. Su gloria, no la nuestra, es el objeto
de nuestra existencia.

El cristiano que no cree, ni siente en su gozo y gratitud hacia el Padre quien


constantemente le está redimiendo y creando con su amor y al redimirle y amarle da
vida nueva; si no está consciente que la voluntad de Dios es dar vida en su plenitud en
todo momento, pase lo que pase, entonces no se ha esforzado para conocerle mejor, ni
rezado lo suficiente, no se ha dejado alimentar, ni se ha puesto en la Luz del Espíritu.

LA GLORIA DE DIOS

“…nuestro símbolo se inicia con la creación del cielo y de la tierra, ya que la


creación es el comienzo y el fundamento de todas las obras de Dios” (CIC 198).

El Papa Pablo VI enseña en el “Credo del Pueblo de Dios”: “Creemos en un solo


Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, creador de las cosas visibles como es este mundo en
el que transcurre nuestra vida pasajera; de las cosas invisibles como los espíritus
puros que reciben también el nombre de ángeles, y creador en cada hombre de su
alma espiritual e inmortal” .

La Biblia comienza con estas palabras: “En el principio Dios creó el cielo y la tierra”
(Génesis 1, 1). Dios es la causa de cada movimiento, de cada ser que existe, visible o
invisible: de todo lo que vive. Toda creación de una manera especial es Emmanuel:
Dios con nosotros. Viste las flores del campo, no deja que ningún pájaro caiga del cielo,
deja que el sol brille sobre todos, que la lluvia nos moje igual. Es Creador de todo lo
que existe y todo lo que existe tiene una marca indeleble de su paternidad buena.
Tomó nada en sus manos y le dio forma, como resultado nombró y colgó en su lugar a
cada estrella. Creó los cielos, la tierra, el aire, el agua, cada animal, árbol frutal,
verdura, pez, ave, gusano, insecto: todo lo que tiene vida y existencia. Y, le dio una
vista buena a su creación. Le dio un sentido de vida, sea para alimentar, para sanar,
para dar gusto, para amar y ser amado. Sea lo que sea, el Creador tuvo un propósito
para toda su creación.

Tomó un granito de arena, de polvo, y le sopló vida haciendo de cada grano un ser
humano. Pero no fue tan simple. Nos creó con inteligencia y sabiduría, con la
capacidad de pensar, razonar y escoger. Pero sobre todo nos creó con un alma, nos
creó materia y espíritu. Somos un complejo superior a cualquier otro ser que vive en
la tierra. Tan importante somos para Dios, que se quedó grabado nuestro nombre en
la palma de su mano (Isaías 49, 16). ¿Por qué tanta molestia? Porque nos ama: “Con
amor eterno te he amado, por eso prolongaré mi favor contigo” (Jeremías 31, 3). Hizo el
universo para darnos un lugar para vivir. Al principio se llamó Paraíso.

El mundo ha sido creado para la gloria de Dios, no para aumentarla, sino para
manifestarla y comunicarla. Porque la gloria de Dios es el hombre vivo, y el fin último
de la creación es que Dios, Creador de todo lo que existe, se hace “todo en todas las
cosas” (1 Corintios 15, 28).

Pertenecemos a Dios. Existimos para Él. Hacer su voluntad debe ser mucho más
importante para nosotros que hacer la nuestra. “…Yavé me lo dio, Yavé me lo ha
quitado, ¡que su nombre sea bendito!” (Job 1, 21). Como su pertenencia, Él tiene el
derecho de intervenir en nuestra vida. Si permite que nos desfiguremos a través de un
accidente, es su derecho. Si permite que alguien se haga rico de un día para otro
porque se ganó un premio, eso es su deber. Si permite que alguien sea elegido para un
puesto importante en vez de alguien más, también es su deber. Hay que confiar en las
palabras de san Pablo: “…lo que sufrimos en la vida presente no se puede comparar con
la gloria que ha de manifestarse después en nosotros…También sabemos que Dios
dispone todas las cosas para bien de los que lo aman…” (Romanos 8, 18.28).

Al terminar su obra, Dios vio que todo era bueno, muy bueno lo creó. Nos creó con
la capacidad de responder a su amor, de aceptarlo o rechazarlo, de ser colaboradores
o no. Quiso que fuéramos salvadores junto con Él, responsables uno por el otro. Quiso
intercesiones, sacramentos, redención, comunión de los santos, que cada persona
fuera un instrumento para cambiar a los demás. Por eso hay que orar por los demás.
Dios quiere que seamos felices como hijos suyos.

“Pero Dios dejó constancia del amor que nos tiene y, siendo aún pecadores, Cristo
murió por nosotros” (Romanos 5, 8). Quizá algunos pregunten, ¿por qué no vino el
Padre? Porque hizo algo mejor: mandó el mejor que tenía. No mandó a un sirviente, ni
a un profeta, tampoco mandó a un ángel, sino que mandó a su Hijo Único (cf. Juan 3,
16).

REGLAS DE DIOS
Porque nos ama y quiere lo mejor para nosotros, Dios nos ha puesto unas reglas.
“…amarás a Yavé, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas”
(Deuteronomio 6, 5). Este es el primero de los Mandamientos y está sobre los demás.
Nuestro primer amor debe ser de nuestro Padre Dios, el que nos ama tanto que nos
dio vida para poder estar unidos con Él. El amor es lo que nos hace plenamente felices.
Sin amar a Dios no hay verdadero amor de alguien mas.

Tanto nos ama que no quiere que nada ni nadie se interponga. Por eso nos manda,
como parte de este primer mandamiento, “No tendrás ídolos, no te harás figura alguna
de las cosas que hay arriba en el cielo o aquí debajo en la tierra, ni de lo que hay en las
aguas debajo de la tierra. Ante ellas no te hincarás ni les rendirás culto…”
(Deuteronomio 5, 8-9). Dios impone dos mandamientos más que se refieren a Él: “No
tomarás el nombre de Yavé, tu Dios, en vano…Cuida de santificar el día sábado…”
(Deuteronomio 5, 11-12). No pide mucho de nosotros. Solo amor, respeto, fidelidad y
obediencia.

Si en verdad creemos en Dios hay que hacer lo que pide de nosotros. Al hacer estas
cosas se hacen porque lo amamos, no por otra razón. Nuestra preocupación
primordial debe ser amar a Dios sobre todas las cosas.

Cuando el hombre desobedeció a Dios, Dios quiso glorificarse todavía más y se


encarnó para perdonarnos y salvarnos. Su amor se manifiesta en la Encarnación: el
Amor se hizo Hombre. Dios se hizo Humano para perdonar y dar vida a sus hijos e
hijas. Nuestra fe nos da la esperanza de anticipar la resurrección del alma y cuerpo.
Esto es fe: gozosamente confiando en alguien más que haga posible nuestra salvación
y reunión con el Padre.

No importa la manera que podamos pensar en traicionar a Dios y escapar de su


presencia, cualquiera que sea nuestro próximo pecado, Dios estará llamándonos al
arrepentimiento. Al regresar a su lado, Él estará preparado para aceptarnos y
dejarnos comenzar de nuevo. Dios es suficientemente fuerte y suficiente Padre como
para perdonar nuestros pecados.

DIOS ES TODOPODEROSO.

Dios es Todopoderoso. Es fácil decir que es Todopoderoso pero ¿qué queremos


decir con eso? En la vida nos dejamos influir por los sentimientos más que por la
razón. Al decir que Dios es Todopoderoso nos guiamos más por los conceptos de
grandeza, de fuerza, de poder y creación. También pensamos a veces que es
Todopoderoso sólo cuando quiere serlo. Pensamos esto cuando nos enfrentamos con
un problema que aparentemente no tiene solución y Dios no hace nada para
resolverlo. Igual cuando hay una enfermedad. Le pedimos que sane a la persona, pero
no lo hace. Nos cuestionamos si en verdad es benévolo, sordo, o simplemente no
quiere hacer lo que le pedimos.
Estrictamente cuando decimos que Dios es Todopoderoso hablamos en el sentido
de que no puede ser limitado por algo fuera de sí mismo. Él es la causa principal de
todo, pero no puede hacer cosas contradictorias. Se pone por ejemplo el don de la
libertad. Nos dio plena libertad de hacer o no hacer, de amar o no amar, de obedecer o
desobedecer, de escoger o no escoger. Si nos ha dado esa libertad, entonces no puede
hacer algo contra ella, ni contra las consecuencias que resultan del hecho. Si alguien
decide robarle sus ahorros a una viuda, Dios no puede evitar que la viuda se quede sin
sus ahorros. Si alguien mata a otra persona, Dios no puede evitar que esa persona
muera. Dios permite que nos hagamos daño unos a otros, porque de lo contrario, la
libertad no tendría ningún sentido.

Dios al ser Todopoderoso no puede actuar contra sí mismo. En el estudio de


filosofía se les propone a los estudiantes la siguiente pregunta: “¿Es posible que Dios
tome una piedra y haga de ella un hombre?” La respuesta es que no puede porque
sería ir contra la naturaleza de la piedra. Dios es coherente y no cambiaría la
naturaleza de un objeto por la de otro objeto, eso no sería ser coherente. No hace lo
que hacen en las películas: cambiar una bestia en un hombre.

Por otro lado, san Agustín dice que Dios nos creó sin nosotros, pero no nos puede
salvar sin nosotros. El sufrimiento, agonía, crucifixión, muerte y resurrección de
nuestro Señor Jesucristo fueron en vano si nosotros no los aceptamos. Dios no nos
obliga a aceptar la salvación aunque sí usaría todos los medios para convencernos.
Esto no quiere decir que Dios se encuentra obstaculizado por algo fuera de Él. Como Él
es Verdad y las leyes de la razón son la verdad, no puede estar contra sí misma.

En el libro de Job, comenzando en le capítulo 38 Yavé le hace una larga serie de


preguntas a Job: ”¿Dónde estabas tú cuando yo fundaba la tierra?…¿Sabes tú quién fijó
sus dimensiones, o quién la midió con una cuerda?…¿Quién encerró con doble puerta el
mar cuando salía brotando del seno materno…?…¿Has mandado una vez en tu vida a la
mañana o indicado a la aurora su lugar…?…¿Has llegado a los depósitos de nieve? ¿Has
visto las reservas de granizo que guardo yo…?…¿Serás tú quien arroje los relámpagos?
¿Acaso te dirán: «Aquí estamos»?” El libro de Job nos abre los ojos a la grandeza de
Dios. Nos hace ver que Dios sí es el Todopoderoso.

CONSECUENCIAS DEL AMOR

El creer en un Dios Único y amarlo con todo el ser tiene consecuencias inmensas
para toda nuestra vida (cf. CIC 222-227):
Reconocer la grandeza y la majestad de Dios. Dios debe ser el primer servido.
Vivir en acción de gracias. Si Dios es el Único, todo lo que somos y todo lo que
poseemos viene de Él.
Reconocer la unidad y la verdadera dignidad de todos los hombres. Hemos
sido hechos a imagen y semejanza de Dios. Somos custodios porque vive en nosotros.
Usar bien las cosas creadas. La fe en Dios nos lleva a usar de todo lo que no es Él
en la medida en que nos acerca a Él, y separarnos de ello en la medida en que nos
aparta de Él.
Confiar en Dios en todas las circunstancias, incluso en la adversidad.
Verdaderamente Él es Dominus.
2. JESUCRISTO, HIJO ÚNICO DE DIOS.
¿QUÉ idea hemos formado de Dios? ¿Cómo le dirigimos? ¿Cómo lo imaginamos?
¿Ante qué imagen de Él preferimos hacer nuestra oración? ¿Cómo lo presentamos a
nuestros hijos, amigos o cualquiera que puede conocerle mejor a través de nosotros?

Dios ya contestó todas estas preguntas para nosotros. La única manera de


imaginar a Dios es en la manera que se reveló. Sin embargo nosotros tomamos esa
imagen y la ponemos a un lado haciendo una imagen diferente, de acuerdo con
nuestra creencia. Constantemente le atribuimos a Dios las características que
nosotros, pecadores, ambiciosos, envidiosos, egoístas pensamos deberían pertenecer
a Dios. Lo queremos hacer a nuestra imagen y semejanza.

DIOS ES PADRE, HIJO Y AMOR

Porque Dios quiere que lo conozcamos nos ha dicho que es Padre, que es Hijo y
que el amor que se tienen el uno al otro es su Espíritu. Nos ha revelado que los tres
comparten todo lo que tienen, que entre ellos es una comunión de amor. “Todo lo mío
es tuyo y todo lo tuyo es mío” (Juan 17, 10). Así quiere que seamos nosotros: un grupo
de personas que se aman unas a otras.

¿Cómo podemos seguir pensando en un Dios solitario? Dios es el Ser que tiene que
ser múltiple para ser Único. No hay Dios, no hay hombre ni mujer, no hay amor en el
aislamiento o egoísmo de una persona solitaria. El Hijo ama al Padre y el Padre ama al
Hijo: no hay amor sin tener alguien a quien amar. El amor entre el Padre y el Hijo se
llama el Espíritu Santo. No hay lugar en el cristianismo para la felicidad en solitario.

Al revelarse como Hijo también nos revela que el Hijo tiene nombre. Buscando en
la Biblia los diferentes nombres o títulos que tiene el Hijo nos podemos confundir.
“Emmanuel”, “Hijo del Hombre”, “Verbo de Dios”, “Cristo”, “Mesías”, “Cordero de Dios”,
etc. son varios nombres y títulos. Su nombre es “Jesús”.

En el momento en que el ángel Gabriel anuncia la Encarnación le dio como nombre


propio el nombre de “Jesús” que expresa su identidad y su misión. Jesús en hebreo
quiere decir: Dios salva. El nombre de Jesús significa que el Nombre mismo de Dios
está presente en la persona de su Hijo hecho hombre para la redención universal y
definitiva de los pecados. Él es el Nombre divino, el único que trae la salvación y de
ahora en adelante puede ser invocado por todos los hombres de tal forma que “no hay
bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos”
(Hechos 4, 12). Este nombre es tan poderosos que solo proclamándolo puede traer
sanación, paz y perdón.
El nombre “Cristo” viene del griego y quiere decir “ungido”, igual que lo hebreo
“Mesías”. Ni una ni otra son nombres propios de Jesús sino más como títulos que
hablan de su misión. En Israel eran ungidos en el nombre de Dios los que eran
consagrados para una misión que habían recibido de Él. Como en el caso de los reyes,
los sacerdotes y los profetas. En el anuncio a los pastores, el ángel fue muy claro en
decir que el recién nacido era “el Cristo Señor” (Lucas 2, 11). Así que Jesús es el Cristo,
el ungido de Dios, enviado por Dios Padre a salvar su pueblo extraviado.

HIJO DE DIOS

Los Evangelios nos hablan de dos momentos en la vida de Cristo, el bautismo y la


transfiguración, que la voz del Padre lo designó como su “Hijo amado”. Los apóstoles y
los primeros discípulos comenzaron a usar el título “Señor” para referirse a Jesús.
Hemos visto que este título se le fue dado a Yavé en el Antiguo Testamento y por su
divinidad también se usa con Jesús.

“Esta gloria que me diste, se la di a ellos, para que sean uno como tú y yo somos uno.
Así seré yo en ellos y tú en mí, y alcanzarán la perfección en esta unidad. Entonces el
mundo reconocerá que me has enviado y que yo los he amado como tú me amas a mí”
(Juan 17, 22-23). Este es el deseo de Cristo para cada uno de nosotros. Para lograrlo su
vida tuvo que ser de alabar al Padre, de estar en su presencia y en comunicación con
Él a menudo. Nunca debemos pensar en el Hijo sin el Padre, “Pues ésta es la vida
eterna: conocerte a ti, único Dios verdadero, y al que enviaste, Jesús, el Cristo” (Juan 17,
3).

Antes de ser hijo de María y nuestro hermano, Jesús es Hijo de Dios. Toda su vida
interior fue una intimidad cariñosa con su Padre. Mientras hacía oración fue
alimentado. “Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y llevar a cabo su obra”
(Juan 4, 34).

Desde adolescente, Jesús buscaba cada oportunidad para estar con el Padre. A los
doce años se quedó en el templo tres días sin que sus padres supieran donde estaba.
Al encontrarlo, su respuesta fue muy sencilla, “¿Y por qué me buscaban? ¿No saben que
tengo que estar donde mi Padre” (Lucas 2, 49). El niño, quizá no se había dado cuenta
que sus padres se habían ido. El tiempo pasó y ni siquiera le dio hambre. Estaba feliz
en la casa de su Padre donde todo estaba bien, tranquilo y su presencia era su deleite.

Cuando Jesús se apartaba de los discípulos y se iba a orar, buscaba un lugar


tranquilo, pacífico para estar a solas con su Abbá. Sus pensamientos no eran tanto de
que había que salvar el mundo, sino del amor mutuo entre ambos. Jesús lo glorificaba
en toda ocasión.
¿Cuál es el sentido de ser hijo? En primer lugar hijo significa ser de la misma
naturaleza del padre. Segundo, significa que el padre le dio vida. Tercero, el hijo va
tomando las características de este y lo va imitando. Jesús cumple con todo esto
excepto que el Padre no le dio vida en el sentido biológico sino “engendrado, no
creado”. El Padre le da vida al Hijo con el poder del Espíritu Santo en el sentido de que
le dio un cuerpo humano y lo hizo hombre. Ser padre e hijo también implica amor,
obediencia, confianza, y fidelidad entre ambos. Ciertamente esto existe entre ellos.

Jesús nos dio un tesoro de gran valor al invitarnos a llamarle Padre a Dios. Con esto
estaba compartiendo con nosotros el poder que se le había dado en el cielo y en la
tierra (cf. Mateo 28, 18): el poder que un hijo tiene sobre su padre.

“He manifestado tu Nombre…” (Juan 17, 6). El nombre de una persona expresa su
esencia, su identidad y el sentido de su vida. Dios tiene un nombre. No es una persona
anónima. Cuando Jesús comunica el nombre de Dios —Padre— nos da a conocerlo.
Así, es más capaz de ser íntimamente conocido y de ser invocado personalmente.
Jesús, al darnos conocer el nombre, nos comparte la ventaja que tiene nuestro
Hermano mayor de saber que Dios es nuestro Padre y lo podemos conocer tal como
es. “El que me ha visto a mí ha visto al Padre” (Juan 14, 9). Como verdadero Hijo de
Dios, Jesús tenía todas sus características y las hizo nuestras. Compartió lo que más
quería con nosotros, nos dio a su Padre para que sea Padre nuestro.

CRISTO DESDE TRES PUNTOS DE VISTA

“Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo Único, para que todo el que crea en
él no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Juan 3, 16). Aunque solamente hay un
Cristo se puede ver desde tres diferentes puntos de vista: Cristo de la historia; Cristo
de la fe; Cristo de la vida.

1. Cristo de la historia. El Cristo de la historia es un hombre que vivió hace 2000


años. Se dice que hizo muchos milagros. Según lo que está escrito sobre él, era un
hombre humilde pero fuerte de carácter. Hablaba muy bien, con autoridad, con
sencillez y no demoraba. Le gustaba hablar del amor y la paz. También tenía unas
ideas y decía unas cosas muy raras. Por ejemplo tomó pan y vino y les dijo a los que
comían con él que el pan era su Cuerpo y el vino su Sangre y que tenían que comerlo y
beberlo para tener vida eterna. Algunos que oyeron eso se alejaron.

Nació en un pesebre y trabajó como carpintero. Un día decidió dejar a su madre


(su padre había muerto) y se fue a predicar sobre lo que él llamaba el Reino de Dios.
Le rogaba a la gente que se convirtiera. Este hombre (su nombre era Jesús de Nazaret)
decía que Dios era su Padre y que lo había enviado a este mundo, pero sus familiares
pensaron que estaba loco.
Pensaban así por lo que decía: que podía perdonar el pecado y todos sabían que
solamente Dios podía hacer eso; decía que era Hijo del Hombre y hablaba mucho con
parábolas, echaba demonios y algunos lo acusaban de estar endemoniado. También
dijo que si se derrumbaba el Templo, lo podía reconstruir en tres días. Otra cosa que
dijo fue que valía más una oveja que noventa y nueve y a alguien le pidió que vendiera
todo para seguirle. Una vez se puso furioso porque algunos estaban haciendo
comercio en el templo; tumbó las mesas y puestos y corrió a todos los vendedores.

Durante tres años caminó de pie de ciudad en ciudad, de una aldea a otra. Tenía
muchos seguidores, la mayoría hombres sin preparación. Eran pescadores, obreros y
un cobrador de impuestos. No se sabe si sabían leer o escribir. Dicen que cuando
tenían hambre él sacaba pan de no se sabe donde y les daba a todos de comer: hasta
cinco mil hombres sin contar mujeres y niños. Fue bautizado en un río, el Jordán.

Nunca fue casado, no tuvo un domicilio permanente. Era tan pobre que no tenía ni
un burro a su nombre. No era militar ni oficial de un templo. Se puede decir que era un
hombre común.

Y al final de todo, los judíos lo condenaron porque dijo que era Hijo de Dios y los
romanos lo condenaron porque dijo que era un rey. Murió muy violentamente clavado
en una cruz. Dicen unos que resucitó al tercer día, otros dicen que fue mentira, aunque
existen pruebas que sí resucitó. Algunos admitieron que era un gran profeta, otros que
es el Mesías, o el Salvador del mundo y pocos que verdaderamente es el Hijo de Dios.

Lo raro de todo esto es que aunque nunca fue presidente de ningún país ni se
recibió de ninguna universidad, ni siquiera fue padre de familia, y solo vivió treinta
tres años: cambió el mundo. Hasta el calendario se cambió en su honor. Ahora se
cuentan los años antes o después de su nacimiento. No cabe duda: fue un hombre muy
importante y se hizo muy famoso.

2. Cristo de la Fe. Cuando uno tiene fe en el Señor Jesús se dice que cree en Él. Se
cree en Jesucristo como verdadero Dios y verdadero hombre, que es el Salvador, el
Redentor de la humanidad y el Hijo de Dios: la segunda Persona de la Santísima
Trinidad.

Aceptamos con nuestra inteligencia y por el don de fe que por obra del Espíritu
Santo nació de la Virgen María, sufrió, murió y resucitó por nosotros para el perdón de
los pecados.

Aceptamos, aunque no entendemos cómo, que está presente en el Pan y el Vino


Consagrados.
Si nuestra creencia es solamente intelectual, no hay que desesperarnos porque
podemos crecer en la fe. La fe, aunque es totalmente don de Dios, supone que hay que
poner de nuestra parte. Ese esfuerzo de parte nuestra es desear la fe y ponernos
disponibles en oración a recibirla como un obsequio de Dios. Entre más abramos
nuestro corazón para recibir, más y más fe recibiremos. Poco a poco y con el tiempo
podremos ver a Cristo vivo y presente en nuestra vida.

Cristo de la fe va tomando una forma más humana. Ya no es solamente un


personaje de tiempos pasados sino es una persona que tiene sentido de vida, tiene
propósito, hace el bien y sobretodo ama a los demás. ¡Está vivo hoy! Está aquí con
nosotros porque sigue viviendo con nosotros aunque no lo podemos ver. Considera a
todo ser humano igual. En una cultura donde las mujeres y niños toman un lugar
inferior, Él los estima. “Les aseguro que si no cambian y vuelven a ser como niños, no
podrán entrar al Reino de los Cielos” (Mateo 18, 3).

Hace milagros y curaciones sin número. Habla de los milagros como testimonio de
su presencia, como afirmación de su Divinidad, como signo de amor a los demás. Los
milagros son para reafirmar la fe. Jesús nos dice que son señales de la presencia del
Reino de Dios, el poder del bien está triunfando sobre el mal: “Pero si yo echo los
demonios con el soplo del Espíritu de Dios, comprendan que el Reino de Dios ha llegado a
ustedes” (Mateo 12, 28).

Jesucristo tiene solamente una ley y una meta. Su ley es la ley del amor, su meta es
hacer la voluntad del Padre. No hay más, no se necesita más. “El entusiasmo de la gente
era increíble; y decían: «Todo lo ha hecho bien; los sordos oyen y los mudos hablan”
(Marcos 7, 37).

La ley del amor nos dice: “ama a Dios con toda tu alma, con todo tu corazón, con
toda tu mente, y con todas tus fuerzas y también a tu prójimo del mismo modo,
como Cristo te ama”. Si amamos así, entonces no pecaríamos, no violaríamos los
derechos de nuestros hermanos, ni robaríamos ni contaríamos mentiras contra ellos.
Respetaríamos sus bienes y no los codiciaríamos, tampoco cometeríamos adulterio
porque amaríamos como Jesús nos ama.

Hacer la voluntad del Padre es tirar nuestro egoísmo, soberbia y caprichos por
fuera de la ventana para hacernos humildes y mansos de corazón (Mateo 11, 29). Hacer
la voluntad de Dios es llevar su Buena Nueva, anunciando el Reino de los Cielos a todo
mundo (Mateo 28, 19). La voluntad de Dios es reconocer a su Hijo Jesús como
verdadero hombre y verdadero Dios, seguirlo y guardar su mandamiento del amor.

Creer en Jesús es tomarlo como ejemplo para vivir la vida con más justicia, paz y
amor. Jesús lo dice y lo promete: “…el que cree en mí hará las mismas cosas que yo
hago, y aún hará cosas mayores” (Juan 14, 12).
No basta creer en Jesús. Hay que creerle a Jesús. Tener fe es aceptar su palabra,
hacer lo que pide de nosotros.

3. Cristo de la Vida. Viéndolo bien Cristo no puede ser el Cristo de la vida hasta
que no lo aceptemos en nuestro corazón y lo hagamos el centro de nuestra vida.
Podemos ver y aceptar a Cristo desde este punto de vista solamente entregados a su
vida. “Yo soy la vid y ustedes las ramas. Si alguien permanece en mí, y yo en él, produce
mucho fruto, pero sin mí no pueden hacer nada” (Juan 15, 5)

Cristo no puede ser el Cristo de la vida hasta que aceptemos que está vivo. No
solamente murió en la cruz también resucitó y vive. No está muerto sino que vive en
todo y en todos. Dice, “Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie viene al Padre sino
por mí” (Juan 14, 6). Cuando en realidad lo aceptamos como verdadero Señor nuestro
y hacemos todo el esfuerzo para seguirlo, entonces vamos viendo mas claro el camino
que nos llevará donde el Padre.

Jesús es Señor, no cabe duda. Es su título propio en el Nuevo Testamento. En la


carta de san Pablo a los Efesios leemos que Dios puso todo bajo los pies de Jesús.
Poner todo bajo los pies de alguien quiere decir: hacer que esa persona sea la dueña y
domine sobre todas las cosas. Ser Señor significa ser principio y fin, el encargado, el
jefe, el que manda, el que tiene el poder, autoridad, potestad, el dueño de nuestra vida,
y todo lo que tenemos. “¿Por qué me llaman Señor, Señor, y no hacen lo que yo digo?”
(Lucas 6, 46).

Si Jesús es el Señor de nuestra vida, el verdadero Dominus, entonces es nuestro


dueño y nosotros sus esclavos: “yo soy la esclava del Señor”. Un esclavo no tiene
derechos, hace sólo lo que su amo le dirige. El esclavo es sumiso a su amo, la
obediencia es primordial. El dueño habla y el esclavo escucha, obedeciendo cualquier
mandato.

¿Qué tendría que cambiar en tu vida para que Jesús fuera Señor de tu vida? ¿De tu
familia? ¿De tu trabajo? ¿Escuela? ¿Dinero? ¿Cómo imaginas tu vida con el Señor Jesús
al centro de ella?

¿QUÉ LUGAR OCUPA JESÚS EN TU VIDA?

¿Dónde se encuentra Jesús en nuestra vida? Hay tres posibilidades:


completamente fuera; a la periferia; o en el centro.

Cuando está fuera de nuestra vida no le damos importancia ni le hacemos caso.


Nos creemos autosuficientes, todo lo podemos, no necesitamos ayuda de nadie. Vamos
a misa cuando hay algo “importante” como una boda, XV años, o un funeral, y aún
tratamos de evitarlo. Nuestras oraciones, si existen, son de pedir favores y pedir
soluciones a problemas que nosotros mismos hemos causado por nuestro alejamiento
de Dios. Rara es la vez que nos acordamos de Dios y de que existe. Mas bien, por falta
de oración vamos perdiendo la fe.

Cuando Jesús está en nuestra vida pero en la periferia lo tenemos dando vueltas y
vueltas, siempre a la mano por si hay necesidad de “usarlo”. Nos acordamos de Él
cuando algo grave ocurre. Si todo va relativamente bien en nuestra vida, no
necesitamos del Señor. Pensamos que nosotros podemos con nuestra propia fuerza y
Jesús es necesario solamente en los casos difíciles. Cuando Jesús no responde a
nuestras necesidades, nos enojamos con Él y consecuentemente nos alejamos más y
más cada vez.

Vamos a misa cuando nos “nace” y no tenemos algo más importante que hacer. Ir a
misa una vez al mes es más que suficiente. Nuestras oraciones son de pedir la mayoría
del tiempo. Aunque de repente nos sale un “Dios mío” cuando enfrentamos con un
peligro. Nos acordamos de “decir” un Padrenuestro o un Avemaría de vez en cuando.
Aun cuando vamos al rosario de un querido difunto nos quedamos platicando con
alguien que no hemos visto en mucho tiempo. También nos persignamos cuando
pasamos rápidamente frente a la iglesia porque no “tenemos tiempo” de entrar.
Decimos que somos creyentes pero no practicantes. Otra contradicción. Jesús está en
nuestra vida pero muy a la orilla y difícil de ver.

Al hacer a Jesús el Señor de nuestra vida lo ponemos al centro como eje alrededor
de cual da vueltas nuestra vida. Con Jesús al centro hacemos oración diaria, aún varias
veces al día. Constantemente nos viene el pensamiento de que Jesús está con nosotros,
que está vivo y nos acompaña en todo momento del día y de la noche. Lo podemos ver
en nuestros hermanos, hasta y especialmente en los más despreciados.

Nos damos cuenta de su presencia en la naturaleza, en los acontecimientos


comunes que ocurren cada día, lo vemos en todo, incluso lo adverso. No solamente
vamos a misa, sino vamos con gozo, ansiando escuchar su Palabra, el mensaje que nos
tiene y anhelando recibir a Jesús en la Eucaristía. Nuestra vida está llena de amor y
tratamos de hacer el bien a otros. Con Jesús al centro de nuestra vida no hay necesidad
de preocuparse por nada, no hay lugar en nuestra vida para el miedo, carencias ni
angustias. Consultamos a nuestro Señor en todo momento para todo lo que hacemos o
pensamos hacer.

Cuando pecamos nos arrepentimos porque hemos ofendido a Dios. Estamos


conscientes de que somos pecadores y fácilmente caemos en el pecado. Pero también
somos conscientes de que Dios nos perdona y es sumamente paciente con nosotros.

Los primeros cristianos afirmaban su fe con las palabras: “Jesús es Señor”


(Romanos 10, 9). Le consultaban para todo, para cualquier decisión que se tenía que
hacer. Pero sobre todo lo alababan con sus oraciones, cantos y con el culto. “Acudían
diariamente al Templo con mucho entusiasmo y con un mismo espíritu y «compartían el
pan» en sus casas, comiendo con alegría y sencillez. Alababan a Dios y gozaban de la
simpatía de todo el pueblo; y el Señor hacía que los salvados cada día se integraran a la
Iglesia en mayor número” (Hechos 2, 46-47).

San Pablo nos dice que hay que orar en todo tiempo: “Estén siempre alegres, oren
sin cesar y en toda ocasión den gracias a Dios: ésta es, por voluntad de Dios, vuestra
vocación de cristianos” (1ª Tesalonicenses 5, 17).

Para hacer de Jesús el Señor de nuestra vida hay varios pasos a seguir: conocerlo,
aceptarlo; invitarlo a acompañarnos; consagrarse a Él, rindiendo cada área de nuestra
vida a su Señorío. Es una consagración total. Nada debe quedar sin entregarse al
Señorío de Jesús.
3. SE HIZO HOMBRE
“LA VIRGEN está embarazada y da a luz un varón a quien le pone el nombre de
Emmanuel” (Isaías 7, 14).

Emmanuel, una palabra tan sencilla y tan complicada. Quiere decir: Dios con
nosotros. Y si con eso nos satisfacemos cuando menos creemos en algo. Pero lo
complicado viene cuando pensamos en qué quiere decir: Dios con nosotros. Él ya no
está aquí en la tierra, ya no vive en Galilea. Pero, ¿qué tal si viviera aquí, en nuestro
pueblo? Y si lo viéramos en la calle, ¿lo reconoceríamos? ¿Si hubiéramos vivido en su
tiempo, hace dos mil años, ¿habíamos reconocido a Cristo? ¿Cómo?

Tantos que lo vieron durante su vida no lograron reconocerle. ¿Y nosotros?


¿Quiénes de nosotros lo hubiéramos reconocido? Protestamos, “Si hubiéramos vivido
en su día lo podríamos oír, ver y hasta tocar. ¡Cuán tan cariñosamente lo hubiéramos
amado, con todo gusto hubiéramos dejado todo para seguirlo!”. ¿Qué nunca lo hemos
visto? ¿Nunca lo hemos oído ni tocado? ¿Nunca nos hemos encontrado con Él?

“Tuve hambre…tuve sed…estaba desnudo” (Mateo. 25, 35).

No pasa un día sin que Él esté en un vecino, un compañero, un desconocido


caminando por la misma calle que nosotros. “Yo estoy con ustedes todos los días…”
(Mateo 28, 20).

No hay nada más alejado de la verdad que el cristiano que piensa que si hubiera
vivido hace veinte siglos podría estar más cerca al Señor Jesús. Al contrario, ¿sería
posible que nuestros vicios hubieran hecho que un velo cubriera nuestros ojos para
no reconocerlo?

DIOS SE MANIFIESTA A NOSOTROS Y NO LO CONOCEMOS

La historia se sigue repitiendo. Dios no cambia y tampoco nosotros. Los evangelios


están llenos de revelaciones, revelaciones de Dios, y revelaciones de nosotros. Nos
hablan de los encuentros que tuvo Cristo con hombres y mujeres, toda clase de
hombres, toda clase de mujeres. Toda clase de encuentros.

Los Evangelios nos revelan cómo Dios nos trata y cómo nosotros maltratamos a
Dios. No hay que pensar que aquellos que torturaron a Cristo, los que lo condenaron a
la muerte, ni los que lo clavaron en la cruz fueron peor que nosotros. Pasa lo mismo
hoy, el ser humano no cambia.
Ellos hacían todo con buenas intenciones, por el bien común. Pensaban que
seguían su conciencia, que era lo correcto. Defendían a su Dios, y crucificaron a Jesús.

Como nosotros que hacemos tanto mal en el nombre del Señor. Las guerras que
peleamos en el nombre de Dios. Las ejecuciones que hacemos en nombre de la justicia.
¿Cuál justicia? ¿Es justo torturar un preso? “Padre perdónalos, porque no saben lo que
hacen” (Lucas 23, 34).

Juan Bautista lo dijo muy claro: “…hay uno en medio de ustedes a quien no conocen”
(Juan 1, 26). Durante treinta años Jesús vivió entre su gente, jugando, trabajando,
haciéndoles favores, platicando y comiendo con ellos y lo trataron como a cualquiera.
No sabían quien era.

Los apóstoles tuvieron una experiencia muy parecida. “Hace tanto tiempo que estoy
con ustedes ¿y todavía no me conoces, Felipe?” (Juan 14, 9).

Después de dos mil años nos puede decir lo mismo a nosotros: “Ha pasado tanto
tiempo y todavía no me conocen. No han entendido que tengo hambre, tengo sed, que
soy pobre, que soy indígena, soy niño de la calle, sufro en ustedes. No han entendido
que yo estaba donde no había nada de que admirar ni apreciar; estaba precisamente
donde pensaban que no me veían”.

Después de los siglos la presencia de Cristo sigue siendo oculta, a pesar de que
Jesús está encarnado en cada uno de los bautizados. Su presencia está oculta porque
tenemos los ojos cerrados, vendados o simplemente volteamos la vista a otro lado.

Solamente cuando terminemos de intentar formarlo a nuestra imagen y dejar de


buscarlo donde nosotros pensamos que debe estar, solamente entonces lo
reconoceremos. Solamente cuando lo amemos tanto que prefiramos su Palabra a la
nuestra, cuando aceptemos su manera de actuar, solo entonces lo vamos a ver y
aceptar. ¿Cuándo nos daremos cuenta de que Él es la indita que pide limosna, Él es el
niño sucio que pide un peso? Cuando aceptemos su voluntad sobre la nuestra,
solamente entonces lo vamos a descubrir.

Por miles de años los judíos se prepararon para recibir al Mesías. Su adviento duró
dos mil años, y al fin llegó el Mesías y no lo recibieron. Había muchos que creían en lo
que sus padres contaban, en los Maestros de la Ley, los escribas y los teólogos.
Aprendieron su “catecismo” bien, memorizaron las Sagradas Escrituras y al oír el
primer versículo de un Salmo recitaban el resto. Eran el pueblo de Dios, escogidos por
Él y Dios estaba con ellos pero no lo tomaron en cuenta. Decían: “…¿qué cosa buena
puede salir de Nazaret?” (Juan 1, 46).
En cuanto a nosotros, los israelitas modernos, hay que tener cuidado de no
apegarnos a las fórmulas de dogma y perder el sentido; no hay que enfocarnos en los
signos y olvidar lo que significan; hemos creído por tanto tiempo que nuestra fe se ha
enfriado. ¿Creemos en Dios o en aquellos que nos hablan de Dios?

Por ejemplo, ¿Cuánta gente ha perdido su fe en el catolicismo y ha cambiado de


religión porque alguien (un sacerdote, una religiosa, un laico comprometido, etc.) en
quien tenían demasiada fe los engañó? Todos cometemos errores, todos somos
pecadores, nadie es perfecto excepto Dios. Nuestra fe debe ser en Dios, no en el
hombre. “¡Maldito el hombre que confía en otro hombre, que busca su apoyo en un
mortal, y que aparta su corazón de Yavé! ¡Bendito el que confía en Yavé, y que en él pone
su esperanza!” (Jeremías 17, 5.7).

Otro ejemplo será la tradición de ir en peregrinación año tras año y al llegar al


destino sacar la botella para celebrar.

Cristiano no es el que se cuelga un crucifijo o una medalla del cuello y no vive lo


que significa aquello. El creer en Jesucristo supone no tanto tener imágenes, datos o
libros sobre Él, sino en haber conocido a una persona viva; implica acercarse y tocarlo,
escucharle y unirse a Él y a su causa.

“Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros
ojos. Lo que hemos mirado y nuestras manos han palpado acerca del Verbo que es Vida”
(1ª Juan 1, 1). Algún día podremos decir un gran amén a estas palabras de San Juan.
Un verdadero encuentro con el Resucitado nos lleva a una conversión. Todos los que
se encontraron con Jesús ya tenían una religión, Los que decidieron seguirlo tuvieron
que rechazar mucho de su religión, de cambiar ideas aceptando una manera nueva de
pensar y actuar. Muy diferente a lo que estaban acostumbrados.

La religión de los israelitas consistía en lo que hacemos por Dios, la religión


verdadera de Jesucristo es lo que hace Dios por nosotros. Algunos de nosotros todavía
vivimos como los israelitas, tratando de impresionar a Dios con nuestros hechos e
intentando hacerle cambiar de opinión. Al encontrarse con Cristo muchos dejan una
religión tibia y mediocre que no progresa y la cambian por una religión dinámica llena
de amor y fe.

El mejor ejemplo que nos da la Biblia es el de san Pablo. Este era un hombre bien
adoctrinado en las Sagradas Escrituras, tenía todos los conocimientos necesarios para
ser un gran testigo. Y fielmente cuando su religión fue amenazada, cuando atacaron a
su Dios (según su punto de vista) lo defendió con toda valentía junto con su credo y
tradiciones.
Luego llegó ese día tan sorprendente: Pablo quedó atónito. Se quedó con la boca y
los ojos abiertos pero no podía ver y lo único que salió de su boca fue, “¿Quién eres,
Señor?” (Hechos 9, 5). El Dios que había conocido tan bien y al que servía con tanto
fervor se evaporó y tuvo que comenzar nuevamente: no lo conocía. Cristo se encarnó
en Pablo para que pudiera decir con toda humildad y certeza: “…no vivo yo, sino que
Cristo vive en mí…” (Gálatas 2, 20).

CRISTO SE ENCARNÓ EN NOSOTROS

Cristo está presente, encarnado en cada uno de nosotros. Es un Dios amable,


sonriente, benévolo y prodigioso. Es el Señor de las maravillas, que hace maravillas en
nosotros, y a través de nosotros. Él nos ruega por nuestra amistad y si nos alejamos
sale corriendo detrás de nosotros. Nos espera con los brazos abiertos para
abrazarnos, besarnos y acariciarnos. Nos recibe otra y otra vez en su familia. Somos el
hijo pródigo (Lucas 15, 11-32) que regresa a donde su padre, o ¿el hijo mayor?.

Si no hemos conocido a éste Jesús, ¿de quién es la culpa? ¿De Él o nuestra? En las
Sagradas Escrituras Dios toma la iniciativa. Desde Génesis: “¿Dónde estás?” Hasta el
Apocalipsis: “Mira que estoy a la puerta y llamo…”. Él tomó la iniciativa, se hizo hombre
y vino a este mundo a vivir entre nosotros, “Hoy ha nacido para ustedes en la ciudad de
David un salvador, que es Cristo Señor” (Lucas 2, 11).

¿Quieres ver a Jesús? ¿Quieres verlo vivo? ¿Quieres que se manifieste, se


transfigure ante tus propios ojos? Entonces dedica una mañana a Él, o pasa una tarde
con Él a solas (preferible en el Sagrario), o vete a un día de campo debajo de un árbol
con solo la Biblia como compañía. Si no te gusta la soledad, entonces pasa parte —la
mayor parte— de un día visitando enfermos, ancianos o presos. Habla con ellos trata
de ver a Jesús que sufre en su rostro, trata de escuchar la voz del Señor en su voz, trata
de ver el amor, la tristeza o la pena de Jesús que habita en su hermano. Que es también
tu hermano. Si hacemos esto entonces vamos enterándonos poco a poco que nuestros
ojos se van abriendo para ver a Cristo junto a nosotros en el hermano y podremos oír
su voz en el mismo.

En ese momento de gozo y alegría descubrimos “…no somos nosotros los que hemos
amado a Dios sino que él nos amó primero y envió a su Hijo como víctima por nuestros
pecados: en esto está el amor” (1ª Juan 4, 10).

Con nuestros ojos abiertos nos vemos a nosotros mismos junto a Él. Lo veremos
con una claridad que no pensábamos posible. Tan clara será nuestra visión que
podremos ver todo lo que hemos escondido, nuestras fallas y pecados, aunque
hayamos estado o no consientes de ellos. Escucharemos su voz diciéndonos las cosas
que siempre nos ha dicho pero no hicimos caso. Sabremos lo que pide de nosotros. Su
presencia será tan real que lo magnífico y radiante de su rostro será más de lo que
hemos imaginado y a la vez tan sencillo y tan común, como la del hermano. Y nos
oiremos diciendo, como muchos han dicho, anteriormente: “…Maestro, ¡qué bueno que
estamos aquí!…” (Marcos 9, 5).

¿Por qué tanto gozo y alegría? Porque al fin nos daremos cuenta que Jesús, a quien
creíamos invisible, es visible y ha estado con nosotros desde siempre. Lo que pasó es
que no lo habíamos reconocido: “Hay uno en medio de ustedes a quien no conocen”
(Juan 1, 26).

El Verbo sí se hizo hombre y sigue habitando entre nosotros. Jesucristo se encarnó


y tomó el cuerpo de un hombre. También se encarnó y tomó la forma de la Palabra de
Dios. Jesús se sigue encarnando en cada sacramento, especialmente en la Eucaristía.
Pero pocos de nosotros lo vemos encarnado en nuestro hermano. Y por eso perdemos
el verdadero sentido de la Encarnación: Dios se hizo hombre para que el hombre se
haga como Dios: eso es lo que quiere decir Emmanuel: Dios con nosotros.

Jesús se hizo hombre. Esto quiere decir que es Dios y también es hombre:
verdadero Dios y verdadero hombre. No dejó de ser Dios para hacerse hombre,
sino que retuvo las dos naturalezas: divina y humana. Jesucristo es Hijo de Dios por
naturaleza y no por adopción: “engendrado, no creado, de la misma naturaleza que el
Padre”.

En su alma como en su cuerpo, Cristo expresa humanamente las costumbres


divinas de la Trinidad. “El Hijo de Dios… trabajó con manos de hombre, pensó con
inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre.
Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo
semejante a nosotros, excepto en el pecado” (GS 22,2).

VERDADERO DIOS Y VERDADERO HOMBRE

Como la segunda Persona de la Santísima Trinidad se encarna asumiendo una


verdadera humanidad, el cuerpo de Jesús era limitado. Él tenía fuerzas pero no podía
hacer algo más allá de sus fuerzas. Podía hablar en los idiomas de su región, pero no
en idiomas como español o japonés. Tenía dos voluntades y dos naturalezas: divina y
humana, no opuestas, sino que cooperan en forma tal, que todo lo que el Verbo hecho
hombre quiere en relación con el Padre, lo quiere también en relación humana con
Dios.

Desde las primeras formulaciones de la fe, la Iglesia ha mantenido que Jesús fue
concebido en el seno de la Virgen María únicamente por el poder del Espíritu Santo,
sin elemento humano de parte de hombre. La misión del Espíritu Santo está siempre
unida a la del Hijo y fue enviado para santificar el seno de la Virgen María y fecundar
por obra divina, el que es Señor de la vida. Por lo tanto, toda la vida de Jesucristo
manifiesta cómo es ungido con el Espíritu Santo y con poder. “Para Dios, nada será
imposible” (Lucas 1, 37).
4. NACIÓ DE LA VIRGEN MARÍA
…Darás a luz a un hijo, al que pondrás el nombre de Jesús. Será grande, y con
razón lo llamarán Hijo del Altísimo…” (Lucas 1, 31-32).

Estas famosas palabras del ángel Gabriel a la Virgen María son proclamadas año
tras año en las liturgias de la Iglesia para recordarnos del hecho de que “Hoy ha
nacido (…) un Salvador, que es Cristo Señor” (Lucas 2, 11).

Por el bautismo somos incorporados en Cristo, pero en realidad, como María,


nosotros también tenemos que dar a luz a Jesús, hacerlo nacer, crecer y vivir, no
solamente en nosotros sino en su pueblo entero. Somos llamados a este acto maternal
de dar a luz, o sea sacar a Jesús de la oscuridad y hacerlo visible. Tenemos la comisión
de traerlo al mundo, hacerlo cuerpo vivo, prestarle nuestras manos para sanar,
prestarle nuestros ojos para ver el mal y corregirlo, nuestros oídos para escuchar el
clamor de los oprimidos, prestarle nuestra boca para anunciar la Buena Nueva de
salvación, y hay que prestarle nuestro corazón para consolar y amar. Y María es en
verdad nuestra madre porque su gracia especial nos hace nacer como hijos que son
instrumentos de su Hijo. Es ella quien nos obtiene la gracia del Espíritu Santo para
hacer todo esto. Juntos con Cristo debemos y podemos decir:

“El Espíritu del Señor está sobre mí. Él me ha ungido para traer la buena
nueva a los pobres, para anunciar a los cautivos su libertad y a los ciegos que
pronto van a ver, para despedir libres a los oprimidos y para proclamar el año
de la gracia del Señor” (Lucas 4, 18-19).

Dios nos llama a cada uno por diferentes caminos hacia el mismo destino. Nos pide
algo de nosotros según la capacidad que Él nos ha dado. A todos nos toca una gran
parte del plan de salvación. Cada uno camina por un diferente camino poniendo su
granito de arena. Cuando Dios pide algo de nosotros es que ya nos ha dado la manera
de cumplir, nos ha otorgado el don o los dones necesarios. “En cada uno el Espíritu
revela su presencia con un don, que es también un servicio” (1ª Corintios 12, 7).

Hay que descubrir el don o dones que tenemos y ponerlos en práctica para ayudar
a construir el Reino. Pidiéndole al Espíritu Santo que nos ayude en el discernimiento y
como usar los dones que nos ha dado, y lo hará.

Este discernimiento o conocimiento de cuál es mi llamada puede venir en varias


diferentes formas. La de María vino a través de un ángel que le explicó exactamente lo
que se le pedía. La de Jesús se fue desarrollando poco a poco durante su juventud
hasta que llegó el día que se apareció Juan el Bautista, Jesús oyó hablar de él y lo fue a
ver. El resultado fue el bautismo de Jesús y la voz del Padre que se oyó del cielo y el
Espíritu Santo se manifestó en forma de una paloma, confirmando la vocación de
Jesús.

Sabiendo cual es la voluntad de Dios para nosotros, entonces podemos iniciar


nuestro apostolado. Lo importante de nuestra llamada a servir a Dios es hacer todo lo
posible, lo mejor que podemos, con lo que Dios nos ha dado (Mateo 25, 14; Lucas 19,
12). Así lo hizo la Virgen María. En vez de poner pretextos, ella, sin vacilar le contestó
al ángel: “Yo soy la esclava del Señor; hágase en mí lo que has dicho” (Lucas 2, 38).
Recordemos que el único deber del esclavo o la esclava es obediencia.

Unos 15 años, más o menos, antes de la primera Navidad, Dios Padre estaba
haciendo los últimos preparativos para que toda la humanidad pudiera celebrar el
acontecimiento más grande de la historia.

La pareja de Joaquín y Ana fue bendecida por el nacimiento de una bella niña. Esta
niña era diferente a los demás niños y niñas que habían nacido y tenían el destino de
nacer en este mundo. María fue dotada por Dios con dones a la medida de una misión
muy importante. El ángel Gabriel en el momento de la anunciación la saluda con:
“llena de gracia”. Esto indica que posee la vida divina en su plenitud, que es
favorecida por Dios, escogida para algo maravilloso.

Una de las cosas que separaba esta hija de Joaquín y Ana de los demás es que Dios
la había escogido para ser la Madre de su Hijo. Fue concebida inmaculada, o sea sin la
más mínima mancha de pecado original. Maria fue liberada de esta mancha por los
méritos de Jesús, su hijo que todavía no nacía. Fue necesario que ella estuviera
totalmente poseída por la gracia de Dios para poder dar la afirmación libre de su fe a
la llamada: su vocación.

La adolescencia de María fue muy similar a los de los otros adolescentes de su


tiempo, con una excepción importante. Ella estudió asiduamente las Sagradas
Escrituras y tenía un mejor conocimiento de las cosas de Dios que cualquier persona
de su edad. Esto, en sí, fue algo extraordinario porque en esos tiempos a las mujeres
no se les facilitaba el estudio. Ella siguió preparándose, no porque sabía que iba ser la
escogida Madre de Dios, (algo que ni siquiera se le había ocurrido) sino por su amor a
Dios. Ella amaba tanto a Dios que consagró su virginidad a Él.

Así cuando llegó el día que el ángel anunció la gran noticia tenía una buena idea de
lo que le esperaba: calumnias, criticas y quizá peligro de ser apedreada. Aunque fue
sorprendida, a razón de su humildad, en ser escogida, ella consintió ser la Madre de
Dios sabiendo lo que le podría suceder. Pues como esclava su voluntad era cumplir
con amor la voluntad de Dios.
Es verdadera Madre de Dios, no en el sentido de que le dio vida a Dios mismo,
porque eso sería ridículo pensarlo, sino porque es la madre del Hijo eterno de Dios
hecho hombre, que es Dios mismo. Y, por su obediencia ella se convirtió en la nueva
Eva, madre de los vivientes.

Hay que tomar ejemplo de María y aprender como darle gusto a Dios. Maria le
responde al ángel Gabriel: “Yo soy la esclava del Señor; hágase en mí lo que has
dicho”. Esto nos enseña que hay que cumplir con la voluntad de Dios sin cuestionarle.
Y lo primero que hace después de esto es ir apresuradamente a ayudar a su prima
Isabel. Esto nos da el ejemplo de ser serviciales.
Años después en una boda, María dice: “hagan todo lo que Él les mande”. Con
estas palabras nos pide hacerle caso a su Hijo. La Madre nos instruye.

Al nacer Jesús lo visitaron unos pastores porque el ángel de Dios les había dicho
que “Hoy ha nacido para ustedes en la ciudad de David un Salvador; que es
Cristo Señor” (Lucas 2, 11).

“María, por su parte, observaba cuidadosamente todos estos


acontecimientos y los guardaba en su corazón” (Lucas 2, 19).

Cuando el niño Jesús se quedó en el templo y sus padres no lo podían encontrar,


sin duda fue una experiencia ansiosa para María. Al encontrarlo el niño le dice, “¿Por
qué me buscan, no saben que tengo que estar donde mi Padre?”. Luego la Biblia
nos dice que “Su madre guardaba fielmente en su corazón todos estos recuerdos”
(Lucas 2, 41-52).

Al pie de la cruz estaba María, pero no dice nada. Estaba espantada, horrorizada.
Esto fue su gran acto de amor y humildad. En todo esto hay una lección muy
importante. María nos enseña a vivir el dolor con fe y en silencio.

“Jesús les dijo: «si Dios fuera el Padre de ustedes, ustedes me amarían,
porque de él salí yo y de él vengo. Yo no he venido por iniciativa propia, sino que
él me envió. ¿Por qué, pues, no reconocen mi lenguaje? Porque no pueden
aceptar mi mensaje” (Juan 8, 42-43).

Estas palabras del Señor, muy bien las podría decírnoslas la Virgen María. No
podemos amar al Padre sin amar a María, y no se puede amar a María sin amar al
Padre y su Hijo. Sin embargo constantemente ocurre lo contrario. Hay muchos que no
aman ni a uno ni a otro. Además, la devoción a la Virgen se puede decir que en algunos
casos se ha ido al extremo. Pongo como ejemplo dos hechos. Primero la de una
persona que dijo que quería cambiar de religión pero no podía dejar de creer en su
“Virgencita”. Dejar los sacramentos, dejar la verdadera Iglesia fundada por Cristo sí lo
podía hacer, pero dejar a María, eso no. Segundo: si entra uno a cualquier Iglesia
Católica puede estar seguro que encontrará más gente ante un cuadro o imagen de la
Virgen que en el Santuario donde está el Señor Jesús Sacramentado.

Puede resultar que algunos no crean que el Padre los ama y se olvidan de Él. Esos
mismos aunque no creen en el amor del Padre sí creen en el amor de la Madre y
enfocan su fe en ella. El ser humano es muy propenso a enamorarse de una criatura
sin fijarse en su Creador. Esto sucede muy a menudo cuando no hubo una buena
relación con su papá o cuando hay una separación entre la persona y Dios.

Lo contrario puede ser posible. Hay algunos que no recibieron mucho amor de su
madre y consecuentemente no tienen el cariño para con María que deben tener. Estas
personas —las pocas que sean— tuvieron una mejor relación con su papá que con su
mamá y por eso no tienen tanta devoción a la Virgen que tienen otros. Algunos
prefieren dirigirse directamente a Dios a quien identifican como hombre y no como
mujer. Pueden caer en el peligro de no tener ninguna devoción a la Virgen.

También existen aquellos que piensan conseguir algo de nuestra Señora que no
pueden conseguir de Dios. Creen que ella tiene poderes únicos y exclusivos. O piensan
que le pueden pedir a la Virgen y ella va a hacer que Dios cambie su opinión o
intención. Se sienten más cerca de María que al Ser Supremo. Le atribuyen a ella
hechos maravillosos sin tomar en cuenta que Dios es el origen y la fuerza que hace
todo posible. Dios es el único que hace milagros.

EL OFICIO DE MARÍA

Lo primero que hay que entender es que sólo Dios es Dios y nadie nos ama más
que Él. No hay más que Uno y todos los poderes de sus criaturas son poderes que Él
les dio. Da, y al dar, da el poder de dar. Los dones que nos da no son para
envidiosamente guardarlos para nosotros mismos sino para compartirlos con los
demás.

Dios ha decidido santificarnos a través de uno y otro. No se glorifica en amarse a sí


mismo, sino que nos ama y desea que nos amemos unos a otros. “Les doy este
mandamiento nuevo: que se amen unos a otros. Ustedes se amarán unos a otros
como yo los he amado” (Juan 14, 34).

“Para ser la Madre del Salvador, María fue dotada por Dios con dones a la medida
de una misión tan importante” (LG 56). El ángel Gabriel en el momento de la
anunciación la saluda como “llena de gracia”(Lucas 1, 28). En efecto, para poder dar el
asentimiento libre de su fe al anuncio de su vocación era preciso que ella estuviese
totalmente poseída por la gracia de Dios” (CIC 490). La Iglesia ha sabido que María fue
redimida desde su concepción.
INTERCESORA

María, como todos los santos es intercesora. ¿Qué quiere decir esto? Hay un
sentido común de lo que es ser intercesor: rezar por alguien más. Eso es el sentido
más sencillo. Pero, hay un mal entendimiento sobre la oración que hacemos uno por el
otro. Muchos creemos que nuestra oración está dirigida a Dios con el propósito de
hacerle cambiar su manera de pensar. Le recordamos de una situación que existe en la
cual pensamos que no está enterado o no le está poniendo la debida atención. Después
de articular muchas palabras bonitas le pedimos que cambie los hechos según nuestra
voluntad.

Al contrario la oración cristiana en verdad es dejar al Espíritu Santo invadir todo


nuestro ser y dejarlo hacer la oración que más le conviene, o sea, que se haga su
voluntad. “Además el Espíritu nos viene a socorrer en nuestra debilidad; porque no
sabemos pedir de la manera que se debe, pero el propio Espíritu intercede por nosotros
con gemidos que no se pueden expresar” (Romanos 8, 26). Así el intercesor es un
instrumento de Dios que hace lo que Dios quiere.

María es Madre porque Dios es Padre. Ella fue la criatura que Dios encontró más
capaz de ser la persona que quiso que fuera: Madre de su Hijo. Cuando ella consintió
en ser la Madre de Dios, ella en ese momento fue la primera en comulgar con Cristo.
Sin embargo, ella sabia que su hijo no le iba a pertenecer a ella, sino que era del Padre.
Durante la niñez y adolescencia de Jesús, ella fue una verdadera madre que le enseñó,
guió, formó y le permitió caminar por el buen camino. Pero, fue al pie de la Cruz que se
realizó como verdadera madre en todo sentido de la palabra porque, allí entregó todo
lo más precioso de su corazón, lo que más amaba en este mundo.

Y al entregar a su hijo al Padre y al mundo fue entonces que ella recibió hijos e
hijas sin número. Todas las gracias, todos los privilegios que ella había recibido desde
su Inmaculada Concepción y su aceptación de lo dicho por el ángel Gabriel fueron
precisamente para este momento.

La obra maestra del amor de Dios es su Iglesia; la obra maestra de la Iglesia son los
santos; y la obra maestra de la santidad es María. Porque Dios la coronó como Reina
del Cielo y la tierra; no hay otro ser humano que pueda alcanzarla ni tomar su lugar.
Ella es única y no habrá otra igual. Todo esto fue posible por su humildad y su fe.
“…¡Bendita eres entre todas las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! (…)
¡Dichosa por haber creído que de cualquier manera se cumplirán las promesas
del Señor!” (Lucas 1,42-45).

MEDIADORA
María ha sido declarada Mediadora. Esto puede ser otra fuente de confusión
porque sabemos que solo Jesús es el Mediador. María y Jesús son tan apegados que
obran juntos. Uno no puede ver a Jesús sin ver a su Madre que está siempre a su lado.
Uno no puede pedirle a María un favor sin pedírselo a Jesús que responde por ella.

Dios hizo a Jesús Mediador, no como alguien que se interpone entre Dios y
nosotros sino alguien que nos une a Dios. En el mismo sentido María es la Mediadora
con Cristo que nos une no solo a su Hijo sino al Padre también. Esta unión es una de
intimidad. María une a toda la Iglesia a su Hijo. Ella fue, al principio, la Iglesia total. Por
su consentimiento ella ha llegado a lo que aspira llegar la Iglesia y algún día llegará.

Nosotros por nuestro bautismo somos hechos parte de la Iglesia, somos injertados
en Cristo e igual como lo hizo María hay que dejarlo crecer y madurar en nosotros
para que demos fruto. “Ustedes no me escogieron a mí. Soy yo quien los escogí a
ustedes y los he puesto para que vayan y produzcan fruto, y ese fruto
permanezca…” (Juan 15, 16).

LOS HERMANOS DE JESÚS

Jesús no tuvo hermanos carnales. ¿Por qué hay referencias en los Evangelios sobre
los hermanos de Jesús? Los Evangelios están repletos de referencias sobre los
"hermanos" de Jesús (Mateo 12, 46-47; Marcos 6, 2-3; Mateo 13, 55-56, son algunos).
Tomamos el anuncio que le hacen a Jesús: "Tu madre y tus hermanos están afuera y
quieren verte" (Lucas 8, 20).

Muchos han tomado este renglón —u otros— como prueba de que Jesús tuvo
hermanos y consecuentemente su madre, la Virgen María tuvo otros hijos, o sea que
no fue virgen.

Es fácil concluir, de estos textos, que María sí tuvo otros hijos si uno no se pone a
pensar en el uso de las palabras. La palabra "hermano" en tiempos bíblicos igual que
en nuestros tiempos es un término que se usa no sólo con familiares sino también con
personas que tienen algo en común: miembros de la familia, la misma religión, la
misma organización fraternal, etc. Es muy ordinario referirse a miembros de la
comunidad como “hermanos” y “hermanas”. Entre los católicos se está acostumbrando
cada vez más. El bautismo nos hace hermanos de Cristo e hijos de Dios. Si tenemos el
mismo Padre, entonces somos todos hermanos. Todo bautizado es hermano o
hermana de otro bautizado. Es propio, entonces, decirnos “hermanos” o “hermanas”.

Entre los judíos, incluso hoy en día, es propio referirse a otro judío como
“hermano” y, eso es lo que hacían los que le hablaban a Jesús de sus hermanos o
hermanas. Un ejemplo muy claro de esto se encuentra en el Antiguo Testamento
(Génesis 11, 27-28) donde se dice que Lot es sobrino de Abrám. Luego más adelante
en Génesis 13, 8, Abrám le llama "hermano". Se vuelve a nombrar a Lot como hermano
de Abrám en Génesis 14, 14.

Los Evangelios claramente explican que María, la madre de Jesús, no fue la misma
María que fue madre de Santiago, y José: “También estaban allí, observando de
lejos, algunas mujeres que desde Galilea habían seguido a Jesús para servirlo.
Entre ellas, María Magdalena, María, madre de Santiago y de José, y la madre de
los hijos de Zebedeo” (Mateo 27, 55-56). “Cuando pasó el sábado, María
Magdalena, María madre de Santiago, y Salomé compraron aromas para
embalsamar el cuerpo” (Marcos 15, 40-41).

Y ¿qué de las palabras de Jesús a su Madre y a Juan?: "Mujer, ahí tienes a tu


hijo…Ahí tienes a tu madre" (cf. Juan 19, 25-27). Es evidente que María no tenía
esposo (José había muerto) ni hijos para cuidarla en adelante. En la tradición hebrea
una viuda sin hijos para acogerla, era una desgracia. Jesús, sabiendo esto, encargó su
Madre al discípulo para que la acogiera. Fue, al menos, un acto de misericordia de
parte del Hijo con su Madre.

La virginidad de María es congruente. ¿Cómo puede ser un seno digno de cargar a


una persona después de haber sido el Tabernáculo de Dios? María fue concebida sin
pecado original y permaneció sin pecar toda su vida. Su Inmaculada Concepción
quiere decir precisamente eso: que fue concebida sin pecado, permaneció sin pecado y
la concepción de su ÚNICO HIJO fue sin relación sexual. Ella nació virgen y murió
virgen.

Muy a menudo usamos palabras o frases que, sin darnos cuenta al momento,
tienen doble sentido. Mucho depende de la mentalidad del oyente y en qué sentido
toma lo dicho o lo escrito. Sucede que hay gente que se molesta por lo que alguien dijo,
pero no lo piensa dos veces antes de decir algo parecido con el sentido que él o ella
quiere darle.

Hay casos en que podemos tomar lo dicho o escrito tal como nos convenga mejor.
Como ejemplos hay renglones de la Biblia que aparentemente son contradictorios y si
no los investigamos los podemos interpretar mal. Algunos toman este renglón de la
Biblia y lo interpretan a su gusto: "Y dio a luz a su primogénito…" (Lucas 2, 7).
Interpretan "primogénito" como el primero de muchos. Pero así no es. El uso de la
palabra "primogénito" era para designar el primer nacido aunque fuera el único o el
primero de muchos. La ley de Moisés exigía que el primogénito —el primer nacido—
fuera consagrado a Dios (Éxodo 13, 12). Por eso se refiere a Jesús como el
primogénito, porque tuvo que ser consagrado a Dios (Lucas 2, 22-24).

Nosotros los católicos siempre hemos tenido la fe de que María es virgen, que
Jesús fue su único hijo (concebido por obra del Espíritu Santo sin la necesidad de un
hombre), que María es la Madre de Dios y nuestra madre por ser hijos de Dios y
porque Jesús nos la dio cuando se la dio a Juan.

"…el Ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: «José, descendiente


de David, no temas llevar a tu casa a María, tu esposa, porque la criatura que
espera es obra del Espíritu Santo" (Mateo 1, 20).

"El Señor, pues, les dará esta señal: La Virgen está embarazada y da a luz un
varón…" (Isaías 7, 14).

Hay que pedirle a nuestra Madre que interceda no solo por nosotros, sino por
todos los "hermanos" que están equivocados en la manera en que la conciben.
5. FUE CRUCIFICADO
“…pOR ellos voy al sacrificio que me hace santo, para que ellos también sean
verdaderamente santos” (Juan 17, 19).

Jesús comenzó su Pasión mucho antes de que estuviera ante Pilato. En realidad la
comenzó cuando todavía estaba con los Doce en lo que le nombramos la Última Cena.

Algunos piensan que Jesús vino a este mundo a sufrir y “pagar” por nuestros
pecados. Pero ¿a quién le pagó? Y si pagó, ¿por qué tenemos que sufrir nosotros y
pagar por nuestros pecados? Asocian la Pasión de nuestro Señor con el sacrificio: “Se
sacrificó por nuestros pecados”, dicen. Muy a menudo hay una equivocación en el
sentido del sacrificio. Pensamos que hay que dejar algo, o hacer algo nocivo para
agradarle a Dios, hasta hay que derramar sangre para que el sacrificio sea completo, o
válido. Sacrificar, en el sentido Bíblico, quiere decir hacer algo sagrado, santificar,
darle algo a Dios, consagrar a Dios. Sacrificar algo es darle un valor máximo, hacerlo
divino. Sacrificar es hacer algo en amor, amar más. No podemos demostrar nuestro
amor de mejor manera que al hacer un sacrificio. Por ejemplo el bautismo es un
sacrificio porque consagramos, sacrificamos a nuestros hijos, dándolos a Dios.
Viéndolo así, la Crucifixión fue, sin negar el dolor ni el horror, una ofrenda que se hizo
a Dios; fue algo sagrado. Entonces se pueden apreciar mejor las palabras del Señor:
“…por ellos voy al sacrificio que me hace santo, para que ellos también sean
verdaderamente santos” (Juan 17, 19).

Cuando miramos el sacrificio de Jesús en la Cruz lo podemos entender mejor


sabiendo que Él se ofreció a sí mismo voluntariamente, sin prejuicio, junto con
nuestros pecados para redimirnos de la muerte. Esto no niega el hecho que hubo dolor
y sufrimiento. Lo que sufrió Jesús durante la Última Cena, en el jardín de Getsemaní,
en el Tribunal de Pilato y finalmente en la Cruz no tiene descripción propia..

LAS HERIDAS DE JESÚS

Hace unos años se hizo un estudio del manto que se usó para envolver el cuerpo de
Jesús. Se descubrió que el cuerpo tenía más de doscientas veinte heridas de los
latigazos y flagelaciones que recibió. Había heridas en los hombros por cargar el
madero de la Cruz y las rodillas estaban abiertas como resultado de las caídas. Su
cabeza tenía las marcas de las espinas de una corona que le habían puesto sobre la
cabeza. La corona era una burla dolorosa porque las espinas no eran pequeñas como
los de un rosal. Eran más como las de un maguey y no se doblaban contra la cabeza
sino que la penetraban, cortaron la piel provocando que la sangre corriera sobre el
rostro de Jesús.
Las heridas múltiples en la espalda, el pecho, y las piernas fueron el resultado de
los latigazos que le dieron. Los romanos eran muy ingeniosos para la tortura y el
castigo. Inventaron unos fuetes con cinco lenguas. En las puntas de cada lengua estaba
un hueso o un pedazo de metal. Cuando el látigo caía sobre una persona los huesos o
metales se enterraban en la piel, desgarrando la carne. Los judíos tenían un limite de
azotes, treinta y seis, los romanos azotaban sin limite. Así sucedió con el Señor Jesús.

Al llegar al Gólgota le clavaron las manos y pies a la Cruz y lo colgaron así. Cada vez
que se movía para respirar o acomodar mejor su espalda, que era carne viva, se
raspaba sobre la madera áspera y se astillaba. Tenía que subirse y bajarse para poder
respirar y todo el peso de su cuerpo estaba sobre los clavos en sus manos y en sus
pies. Su martirio siguió hasta que murió.

Jesús también sufrió mentalmente. Este sufrimiento comenzó durante la cena con
sus queridos Doce. Se dio cuenta que uno de ellos lo iba a traicionar, los demás a
abandonar y eso le causó mucha angustia. Al salir al jardín su angustia fue más fuerte.
Sintió la pena de que sus más íntimos amigos no pudieron quedarse despiertos para
velar con Él.

En su oración se le fue revelando lo que le esperaba. Los pecados del mundo y de


cada uno de nosotros, se le fueron encima, la pena y el peso fueron insoportables.
Sentía los pecados de cada persona que había vivido antes de Él, durante su tiempo y
en el futuro. Quedo débil y exhausto. Comenzó a sudar sangre. Los médicos han dicho
que cuando uno tiene demasiada preocupación la tensión puede causar que las venas
más cercanas a la piel se revienten y brote la sangre como si fuera sudor. Persistió en
la oración. Su Padre lo sostuvo en esos momentos tan difíciles y eso fue lo que le dio la
fuerza de aceptar lo terrible de la noche y del día siguiente.

Él no quiso aceptarlo pero se puso en las manos de su Padre y aceptó su voluntad.


Teniendo la certeza de lo que le esperaba y sabiendo que era la voluntad del Padre,
salió al encuentro de su traidor y aceptó la crueldad del ser humano sin decir otra
palabra más que: “…Se acabó. Llegó la hora: el Hijo del Hombre va a ser entregado en
manos de los pecadores…” (Marcos 14, 41)..

LA OBRA DE REDENCIÓN

Dios creó todo en amor, o sea en unidad. El demonio es el que quiere dividir,
apartar, separar. La Redención es la reunión de los hijos con el Hijo y
consecuentemente con el Padre. Es la reunión de hijos de Dios que son hermanos en
Cristo gozando de la vida en su plenitud. Es el deseo de Dios que seamos uno con Él:
“Esa gloria que me diste, se la di a ellos, para que sean uno como tú y yo somos uno”
(Juan 17, 22).
La Redención es una obra de amor. Una obra de amor de parte del Padre que no
pide de nosotros un rescate, sino que manda a su Único Hijo a regresarnos a los brazos
del Padre que nos espera cariñosamente. La Redención es una obra de amor de parte
del Hijo que se revela a nosotros no para sufrir, sino porque nos ama. Porque la
Redención es una obra de amor que tuvo que tomar lugar en el sufrimiento. Ser fiel es
un resultado del amor. La fidelidad trae consigo el sufrimiento. Cristo en la Cruz es el
mayor ejemplo de lo que puede ser la fidelidad.

Cristo no buscó la crucifixión sino que la aceptó, entregándose para demostrar el


amor que tiene para el Padre y para nosotros. No fue algo planeado, ni programado,
fue la manifestación del amor siendo fiel, a pesar del maltrato de los hombres contra
ese amor.

Cristo no quiso la cruz, fue algo que se le agregó. Él buscaba la vida, el amor, la paz,
la justicia; todo lo contrario a lo que representaba la cruz. Si buscamos nuestra propia
cruz estamos haciendo lo contrario de lo que hizo Cristo.

Cuando contemplamos o reflexionamos en lo que significa la Cruz, no tardamos en


saber que negarse a sí mismo es perderse; hacer la voluntad de otro es renunciar la
propia; pertenecer a alguien más implica no ser amo de uno mismo y que amar quiere
decir sacrificarse a sí mismo: darse totalmente sin reserva. Cuando nos proponemos a
amar entramos en los intereses, perspectivas, pensamientos, gustos y disgustos de los
demás. Antes de ser transformados hay que dejar nuestra vieja forma de ser; antes de
ser transfigurados tenemos que renunciar a la imagen propia. El amar nos sacude, nos
asusta. Pensamos que estamos perdiendo todo, nuestra vida y alma pero solamente
estamos aprendiendo a amar como ama Dios. “Ustedes se amarán unos a otros como yo
los he amado” (Juan 13, 34).

Cristo es el inocente sin interés propio, sin egoísmo, completamente preocupado


por los demás. El se da totalmente en amor a los que lo necesitan; a todos. Se entregó
en las manos de sus verdugos y antes de morir los perdonó. Esto es el amor de Dios
personificado en la situación humana. Cristo fue crucificado no porque quería sufrir,
sino porque tomó la naturaleza humana sin dejar de ser Amor. Seremos crucificados
con Cristo según nos permitamos aceptar y entremos en este misterio del amor.

SE ENTREGÓ TOTALMENTE

No hay que imaginarnos a Cristo doblado ante el enojo o la venganza de su Padre,


sino imaginarlo sostenido por el amor de su Padre a pesar del peso de nuestros
pecados. Tampoco hay que imaginarnos a Dios castigando a los inocentes por los
pecados de los culpables, sino imaginarnos a un hijo que se gasta y desgasta en amar a
su Padre a pesar de una naturaleza de rebeldía y miedo.
Llegó el momento, el final: “Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu” (Lucas 23,
46). Por un instante se abrieron las compuertas del Cielo y se pudo contemplar la
eterna alegría de Dios, la intensidad de su gozo, el poder de su amor. Nosotros le
nombramos a todo esto crucifixión, pasión, cruz, sacrificio, muerte. En verdad es:
amor y felicidad. Jesús había regresado a la derecha del Padre, había cumplido su
misión en la tierra..

Y, todo lo hizo porque nos ama, porque te ama a tí.


6. RESUCITÓ
“NOSOTROS mismos les traemos ahora la promesa que Dios hizo a nuestros padres, y
que cumplió para nosotros, sus hijos, al resucitar a Jesús, como está escrito en el Salmo:
Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy” (Hechos 13, 32-33).

La Resurrección de Jesús es la verdad culminante de nuestra fe en Cristo, creída y


vivida por la primera comunidad cristiana de la cual hay que tomar el ejemplo.

Cuando pensamos en la resurrección, ¿qué creemos? Algunos de nosotros


pensamos más en la vida eterna de nuestra alma. No creemos ni tenemos esperanza
en la resurrección del cuerpo. Vivimos la vida sin pensar mucho en lo que en verdad
nos espera. La Biblia no habla de la inmortalidad del alma porque Dios quiere que el
hombre entero se salve y tenga vida eterna.

Se puede decir que la Encarnación y la Resurrección son el mismo misterio. La


Resurrección es la Encarnación eternizada, perpetuada, pero en un cuerpo que es
incorruptible que tiene y da vida. El cuerpo de Cristo resucitado es un cuerpo visible
—cuando Él lo permite— o invisible. En el plan de Dios la única manera de salvarse es
a través de la Encarnación. Por eso es permanente: Cristo murió pero resucitó para
seguir viviendo. Formó un nuevo cuerpo y nosotros somos miembros y partícipes de
ese cuerpo. La vida eterna es conocer al Padre y a Jesús: “Pues ésta es la vida eterna:
conocerte a ti, único Dios verdadero, y al que enviaste, Jesús, el Cristo” (Juan 17, 3).

LA MISIÓN DE LOS APÓSTOLES

Los Apóstoles consideraron que su misión era ser testigos de la Resurrección. Por
ello fueron perseguidos. Los sacerdotes del Templo “Estaban muy molestos porque
Pedro y Juan enseñaban al pueblo y anunciaban que la resurrección de los muertos se
había verificado en Jesús” (Hechos 4, 2).

La fe de los apóstoles estaba firme en la resurrección:

“Dios confirmaba con su poder el testimonio de los apóstoles respecto de la


resurrección del Señor Jesús, y todos ellos vivían algo muy maravilloso” (Hechos 4, 33)

“Este Mesías es Jesús, y todos nosotros somos testigos de que Dios lo resucitó”
(Hechos 2, 32).

“…Dios lo resucitó de entre los muertos, y nosotros somos testigos de ello” (Hechos 3,
15).
Cuando fueron arrestados y presentados ante el Sanedrín su testimonio fue: “El
Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien ustedes dieron muerte colgándolo de un
madero” (Hechos 5, 30).

San Pablo enseña que lo esencial de la fe es la Resurrección: “En primer lugar les he
transmitido la enseñanza que yo mismo recibí, a saber: que Cristo murió por nuestros
pecados, tal como lo dicen las Escrituras; que fue sepultado; que resucitó al tercer día,
como lo dicen también las Escrituras, que se apareció a Pedro y luego a los Doce (…)
Porque si los muertos no resucitan, tampoco resucitó Cristo. Y si Cristo no resucitó,
ustedes no pueden esperar nada de su fe y siguen con sus pecados” (1ª Corintios 15, 3-
5.16-17).

LA IMPORTANCIA DE LA RESURRECCIÓN

La Resurrección es importante para nosotros porque nos pertenece a nosotros. Es


en Cristo Jesús que somos llamados a la vida eterna porque somos una parte integral
de su Cuerpo Místico. No es importante que Cristo haya resucitado, lo importante es
que está resucitado, está vivo. La resurrección de Lazaro, del hijo de la viuda, de la hija
del dignatario son un regreso a la vida; continuaron viviendo pero con el tiempo
volvieron a morir. Su resurrección no fue permanente. No es así con la Resurrección
de Cristo, el vivirá para siempre. Y, como Él es la Vida, nos da vida, sin morir, en
nuestra resurrección. Pero, no es vida solamente de nuestra alma sino de todo nuestro
ser: cuerpo y alma. La resurrección de Cristo es capital porque abre o inicia el proceso
de nuestra resurrección personal.
“…Cristo resucitó de entre los muertos. El es el primero y como las primicias
de los que duermen. Un hombre trajo la muerte; un hombre también trae la
resurrección de los muertos. Todos mueren por ser de Adán, y todos también
recibirán la vida por ser de Cristo. Pero a cada cual su turno; en un primer
tiempo, Cristo; luego, el pueblo de Cristo, cuando él los visite” (1ª Corintios 15,
20-23).
La Resurrección de Cristo no tiene importancia para mí si no me resucita consigo.
¿Qué diferencia tendría para mi el que haya salido de la tumba si no me saca del
sepulcro de mis pecados? No me importa que se haya aparecido a los apóstoles y a
María Magdalena si no se revela ante mis propios ojos y oídos. La Resurrección de
Cristo es valiosa para mí porque me afecta, me da la esperanza de que algún día
participaré en ella.

Obviamente el cuerpo resucitado es diferente a nuestro cuerpo. Pablo usa el


término “cuerpo espiritual” que no es una contradicción porque el cuerpo continúa
siendo materia. Si no fuera así entonces no se podría ver. Pero, tiene unas
características de las que nuestro cuerpo carece. Cristo permitió ser visto, pasó por
puertas cerradas, pudo ser tocado y comía. Jesús podía estar presente ante los que
quería, cuando quería y por el tiempo necesario.
El cuerpo resucitado ignora toda referencia a color de piel, idioma, nacionalidad,
sexo: “Ya no hay diferencia entre quien es judío y quien es griego, entre quien es esclavo
y quien es hombre libre; no se hace diferencia entre hombre y mujer. Pues todos ustedes
son uno solo en Cristo Jesús (Gálatas 3, 28).

Nuestra participación en la Resurrección se lleva a cabo, se renueva y se intensifica


a través de los sacramentos. Entre más que vive Cristo en nosotros más nos pertenece
su Resurrección. Los sacramentos son el Cuerpo de Cristo que nos invitan a ver, oír,
tocarle y ser transformados por Él y en Él. La Eucaristía es la participación en la vida,
pasión, muerte y resurrección de Cristo. La Comunión es comer el Cuerpo de Cristo
Resucitado y participar en el poder de su Resurrección para hacerla nuestra.

El Cuerpo de Cristo es la Iglesia y éste es el único cuerpo que es visible. El amor de


Cristo se hace visible en los cristianos. Nos incumbe ser testigos de la Resurrección.
Todavía hay muchos que no creen en Cristo Resucitado, piensan que murió en viernes
Santo y allí se acabó todo. Los cristianos de toda edad tienen la responsabilidad de dar
a conocer a Cristo Resucitado, de crear su propia resurrección con su manera de
actuar, hablar y predicar.

El amor en la Iglesia, liturgias que dan fruto, comunidades comprometidas, fieles


apóstoles (sean sacerdotes, religiosas o laicos); esto es lo que da testimonio de un
Cristo resucitado. La gloria de Jesús resucitado es que ha creado un nuevo cuerpo que
lo seguirá a la Resurrección en el último día.
7. CREO EN EL ESPÍRITU SANTO
NADIE puede decir “¡Jesús es Señor!” sino por el poder del Espíritu Santo (1ª
Corintios 12, 3). Este Espíritu de Dios nos enseña a aclamar “¡Abbá, Padre!” (Gálatas 4,
6). Estas proclamaciones de fe no son posibles sin el Espíritu Santo. Para entrar en
contacto con Cristo, es necesario primeramente haber sido atraídos por el Espíritu
Santo. Él es quien nos precede y despierta en nosotros la fe. Mediante el Bautismo,
primer sacramento de la fe, la Vida, que tiene su fuente en el Padre y se nos ofrece por
el Hijo, se nos comunica íntima y personalmente por el Espíritu Santo en la Iglesia.

El Espíritu con su gracia es el primero que nos despierta en la fe y nos inicia en la


vida nueva. No obstante, es el último en la revelación de las personas de la Santísima
Trinidad.

Jesús, cuando anuncia y promete la venida del Espíritu Santo, le llama el


“Paráclito”, o sea: “aquel que es llamado junto a uno”. También lo llama “abogado” o
“consolador” y en el Evangelio de Juan. el “Espíritu de Verdad” (Juan 16, 13).

LOS SÍMBOLOS DEL ESPÍRITU SANTO

En toda la Biblia se encuentran referencias al Espíritu Santo usando diferentes


símbolos, los cuales indican, en parte, el papel que le toca.

El agua. El simbolismo del agua es significativo de la acción del Espíritu Santo en


el Bautismo, ya que, después de la invocación del Espíritu Santo, éste se convierte en
el signo sacramental eficaz del nuevo nacimiento (Juan 3, 1-8). La sangre y el agua que
brotan del costado de Cristo crucificado que se nos da para la vida eterna.

La unción. La unción con el óleo es el signo sacramental de la Confirmación. Este


sacramento confirma la presencia del Espíritu Santo en nosotros. La unción, en la
iniciación cristiana (Bautismo, Eucaristía, Confirmación), y en el Orden Sacerdotal, es
símbolo del Espíritu que viene al ungido a darle su dones.(cf. Marcos 6, 13)

El fuego. El fuego simboliza la energía transformadora de los actos del Espíritu


Santo. Juan el Bautista lo anunció cuando dijo: “…él los bautizará en el Espíritu Santo y
en fuego” (Lucas 3, 16). El Señor Jesús anunció su venida: “He venido a traer fuego
sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviese encendido!” (Lucas 12, 49). En el día
de Pentecostés, el Espíritu Santo bajó como fuego en forma de lenguas, se posó sobre
los apóstoles y los llenó de su poder.

La nube y la luz. Estos dos símbolos son inseparables en referencia al Espíritu


Santo. Desde el Antiguo Testamento la nube, a veces obscura y a veces dando luz, guió
a Moisés y a los israelitas por el desierto, en el monte Sinaí y estuvieron con Salomón
en la dedicación del Templo. En el Nuevo Testamento el Espíritu Santo descendió
sobre María y le cubre con su sombra para que ella concibiera y diera a luz a Jesús.
Otra vez en la montaña fue el Espíritu Santo, en forma de una nube el que cubrió con
su luz a Jesús, Moisés, Elías y los apóstoles que estaban con Jesús. Finalmente fue la
misma nube que ocultó a Jesús de la vista de los apóstoles en la Ascensión. (Cf. Ex 13,
21; Lucas 9, 28-36).

El sello. El símbolo del sello es cercano a la unción. Es Cristo a quien Dios ha


marcado con su sello (Juan 6, 27) y el Padre nos unge a nosotros también con el sello
de Cristo en los sacramentos del Bautismo, Confirmación y Orden Sacerdotal. El sello
indica el carácter indeleble que se nos da a través de la Unción del Espíritu Santo. Este
sello indica que pertenecemos a Cristo y por eso nos nombramos cristianos. (Cf.
Apocalipsis 9, 3-4).

La mano. Con la imposición de manos Jesús sanaba a los enfermos, bendecía a los
niños y en su Nombre sus discípulos harían igual. Este símbolo se ha utilizado en la
Iglesia como un signo del poder del Espíritu Santo y para enviar a apóstoles y
misioneros. (Cf. Mateo 19, 13; Hechos 6, 6; Hechos 13, 3)

El dedo. Con el dedo de Dios Jesús expulsó demonios y con el dedo de Dios la Ley
fue escrita en tablas de piedra. Se ha dicho del Espíritu Santo que es el dedo de la
diestra de Dios. (Cf. Salmo 8, 4; Lucas 11, 20)

La paloma. Desde la Creación cuando el Espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas
y después del diluvio que vivió Noé, que fue símbolo del bautismo, la paloma fue signo
de vida en la tierra. El Espíritu Santo tomó forma de paloma cuando Jesús fue
bautizado en el Jordán. Igualmente, el Espíritu Santo viene y toma posada en el
corazón de los bautizados. La paloma es el signo más usado para manifestar el
Espíritu Santo en la Iglesia.(cf. Lucas 3, 22)

HAY QUE INVOCAR AL ESPÍRITU SANTO.

El Espíritu Santo es el amor entre Dios Padre y el Hijo. Este amor se va


manifestando en nosotros como un poderoso don. El don del Espíritu Santo nos
facilita la vida espiritual, nos permite entrar en las intimidades del Corazón de Dios y,
nos da la fuerza y la docilidad para seguir los impulsos del Espíritu Santo. (Cf. Hechos
8, 29-39; 10, 19-20; 16, 7)

La Virgen de Medugorie dijo: “La gente no sabe orar. Muchos van a la Iglesia y los
santuarios solamente para ser sanados de sus males físicos, o para pedir gracias
particulares, y nunca ahondan en la profundidad de la fe: esto es puro fatalismo.
Poquísimos piden el don del Espíritu Santo. Lo más importante es pedir el Espíritu
Santo; si tienen este don, no les faltará nada, todo lo demás se les concederá”.

En otra ocasión dio una respuesta a unos médicos que preguntaron como deben
portarse en su profesión: “Lo más necesario es orar. Pidan al Espíritu Santo que
descienda sobre la tierra y entonces, todo se hará muy claro y el mundo cambiará”.

La Virgen de Medugorie también advierte que somos débiles porque es poca


nuestra oración. “Hay muchos cristianos que son débiles, porque oran poco; otros que
ya no creen, porque no hacen oración. Hay que volver a la oración. El mínimo de
oración que podemos rezar son: el Credo, siete Padrenuestros, siete Avemarías y siete
Glorias: cinco en honor de la llagas de Jesús, uno por las intenciones del Santo Padre, y
uno para pedir el don del Espíritu Santo”.

Hace poco una señora contó su experiencia: “Se me enfermó mi niña —comenzó—
y la tuvimos que internar. Se puso grave y cuando entró en coma me desesperé. No
sabía que hacer. En ese momento me acordé de lo que se dijo en una charla: “Hay que
pedirle al Espíritu Santo todo lo que queremos que esté en conformidad con la
voluntad de Dios Padre”. Le dije a mi familia y nos pusimos a orar. Rezamos desde las
9 de la mañana hasta como a las dos de la tarde cuando la niña salió del coma. Los
médicos nunca supieron lo que le pasó. La dieron de alta y el sábado la bautizamos”.
(cf. Romanos 8, 26-27)

DONES DEL ESPÍRITU SANTO.

El don del Espíritu Santo es lo que nos moviliza, nos da vida. San Pablo nos dice
que el Espíritu reparte según su deseo. A algunos les da un don y a otros otro, pero lo
que da lo da en abundancia.

El Espíritu Santo nos fue dado en nuestro bautismo y en su plenitud cuando fuimos
confirmados. Cuando llegó a nuestra vida, como es su costumbre, llegó con las manos
llenas. Siempre nos trae numerosos dones, regalos, que solo Él puede dar. “En cada
uno el Espíritu revela su presencia con un don, que es también un servicio” (1ª Corintios
12, 7).

Los dones del Espíritu Santo no son para codiciarlos o esconderlos sino son “un
servicio”, son para el crecimiento de la Iglesia más que para el individuo. “Sírvanse
mutuamente con los talentos que cada cual ha recibido; es así como serán buenos
administradores de los dones de Dios” (1ª Pedro 4, 10).

Muchos católicos no nos damos cuenta de lo que recibimos el día de nuestro


bautismo y el día de nuestra confirmación. Hay que tomar en cuenta que cada
bautizado es una fuerza poderosa en el Espíritu Santo. “…el que cree en mí hará las
mismas cosas que yo hago, y aun hará cosas mayores” (Juan 14, 12).

LA PARÁBOLA DEL BOLETO DE EMPEÑO

Un hombre caminaba por la calle y se encontró un boleto de empeño. Lo recogió y


se lo puso en la bolsa de su chamarra donde permaneció por mucho tiempo porque el
hombre olvidó que lo tenía.

Pasó el tiempo y un día que hizo frío el hombre se puso su chamarra y descubrió el
boleto en la bolsa. Fue al lugar donde se podía pagar el empeño y preguntó cuánto era.
Cuando recibió la respuesta se le hizo mucho, y salió del lugar triste. Tenía curiosidad
de saber lo que estaba empeñado y si valía el rescate pero no quería pagar el precio.

Al fin, un día su curiosidad ganó y juntó sus pocos recursos y fue a rescatar lo que
estaba empeñado. Para su sorpresa le dieron una caja enorme, envuelta
preciosamente y con un listón hecho en un arreglo lujoso.

Al abrir la caja, para su asombro, contenía muchísimos más regalos, cada uno
envuelto como los regalos de alta calidad y valor. No sabía cual destapar primero
porque cada uno le llamaba la atención.

Viendo más cerca se dio cuenta que había un grupo de regalos del mismo color y
tamaño; casi idénticos y eran siete en número.

Este grupo de siete regalos era una pequeña representación de lo que había en la
caja; los regalos eran numerosos y les faltaba poco para desbordarse de la caja en que
venían.

El hombre comenzó a abrir cada regalo, uno por uno. Algunos los pudo usar de
inmediato, otros no sabía cómo usarlos. Los que sí podía usar y compartir eran como
una vitamina de energía y su vida comenzó a mejorar. Sus relaciones con su familia —
hasta consigo mismo— tomaron un giro completo y desde ese momento hubo más
armonía y paz en el hogar. Le fue mejor en el trabajo. Y lo más raro de todo, su salud
también tuvo un cambio. Sus dolores y penas fueron aminorando con el tiempo.

LA EXPLICACION DE LA PARÁBOLA

Tu eres el hombre y el boleto de empeño es el sacramento de confirmación. El


rescate es regresar a la oración y entregarse en las manos de Jesucristo. La caja es el
Espíritu Santo a quien recibes a través del sacramento. Los regalos son dones del
Espíritu que le da a cada confirmado. Algunos no los entendemos y, consecuentemente
no los podemos emplear. Otros se nos dan automáticamente y toman efecto de
inmediato pero se tienen que cultivar para que vayan creciendo.

Los siete que son casi igual son: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia,
piedad y temor de Dios. Pertenecen en plenitud a Cristo (Isaías 11, 1-2) y
complementan las virtudes. Nos hacen dóciles para obedecer con prontitud a las
inspiraciones divinas (CIC 1831).

Los demás regalos que nos trae el Espíritu Santo en la confirmación se van
utilizando según nuestra disposición y la necesidad de la comunidad en que vivimos.
Entre estos dones se encuentran los dones espirituales de sabiduría, enseñanzas, fe,
curaciones, milagros, profecía, discernimiento de espíritus, lenguas e interpretación
de lenguas (cf. 1ª Corintios 12, 4-11). En realidad los regalos del Espíritu Santo no se
pueden contar porque son tan numerosos como los granos de arena de las playas.

La vida eficaz del Espíritu Santo en una parroquia o en una diócesis es evidente en
las celebraciones de los sacramentos, en las obras que se logran, en el compromiso de
los sacerdotes igual que de los laicos. Al contrario, la ausencia del Espíritu Santo es
igualmente evidente en todas las actividades de la comunidad (cf. Hechos 19, 1-7).
Cuando una parroquia no es guiada por el Espíritu Santo no se puede decir de ella que
es apostólica porque es una contradicción. “Se conocerán por sus frutos” (Mateo 7, 16).

CREER EN EL ESPÍRITU SANTO

Creer en el Espíritu Santo es creer que nos puede dar los dones para mejorar la
vida, para mejorar la parroquia, para hacer oración efectiva con y por los necesitados,
para entender las Sagradas Escrituras, incluso para hacer milagros.

Confiar en el Espíritu Santo es saber con certeza que al entregarnos a Él nuestra


vida será completamente diferente y gozaremos de una paz como nunca lo
imaginábamos posible. No solamente paz en el sentido de que no habrá guerras sino
también en el sentido de paz interior; poder dormir noches enteras. “Para Dios todo es
posible” (Mateo 19, 26; Marcos 10, 27).

Creer en el Espíritu Santo es dejarnos llevar a donde Él quiera y hacer de nosotros


lo que se le ofrezca confiados en que si quiere puede lograr milagros a través de
nosotros.

Confiar en el Espíritu Santo es dejarlo hacer y lograr en nosotros el milagro de


milagros: la conversión. Será un verdadero milagro si el Espíritu de Verdad
convirtiera nuestro corazón de odio en un corazón de amor; los rencores en
sentimientos de perdón; la venganza en dar de nosotros mismos; la inconformidad en
aceptación. El milagro sería completo si fuéramos muriendo por Cristo. Esa
conversión total valdría más que cualquier otro milagro. “No hay amor más grande que
éste: dar la vida por sus amigos” (Juan 15, 13).

El verdadero ateo no es el que dice que Dios no existe, sino el que cree que Dios no
lo puede cambiar, quien niega el poder de Dios para transformar corazones. El ateo no
cree que el Espíritu Santo tiene el poder de crear y renovar, mucho menos que hace
milagros aún en estos tiempos.

¿QUIEN ES EL ESPÍRITU SANTO?

Hemos hablado del papel del Espíritu Santo, de sus símbolos, de sus dones, de su
fuerza, pero ¿Quién es el Espíritu Santo?

La respuesta puede venir del catecismo el cual nos dice que el Espíritu Santo es la
tercera persona de la Santísima Trinidad. Esta enseñanza tan sencilla nos dice
muchísimo. Nos dice que Dios es familia, no está solo. es comunidad, vive unido. En
Dios hay creación, conocimiento y amor. El Espíritu Santo es el Amor que une al Padre
y al Hijo.

Para nosotros el amor es un poder —el más poderoso del mundo— que logra lo
más increíble, lo más imposible. Pero para Dios el amor es diferente. No es algo sino
alguien, una persona: la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, el Espíritu Santo.
“…el amor de Dios ya fue derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se
nos dio” (Romanos 5, 5). Uno de los más profundos misterios se nos dio en la persona
del Espíritu Santo que es el Amor de Dios en toda su plenitud.

La Iglesia enseña que Dios Padre es Creador, Dios Hijo es Salvador y Dios Espíritu
Santo es Santificador. El Espíritu Santo es quien nos ayuda llegar a ser santos. Nos
impulsa y anima a tomar el camino a la perfección. Sin su ayuda nos quedaríamos
pecadores sin remedio. Es cierto que Jesús murió y resucitó por nosotros pero el
Espíritu Santo hace posible obtener el beneficio de esa muerte y resurrección a través
de su poderosa intercesión. Es el Espíritu Santo que nos da la vida que Jesús obtuvo
por nosotros.

El Espíritu es un don, una gracia dada a nosotros por Dios Padre y constituye la
manera con que participamos en su naturaleza. El Espíritu se expresa en nosotros con
el deseo de volver al Creador, de ver a Dios. Pues, hemos sido creados para ver a Dios
y estar con Él.

Es propio del Espíritu Santo gobernar, santificar y animar la creación, porque Él es


Dios igual que el Padre y el Hijo. La tarea del Espíritu Santo es revelar a Cristo a cada
uno de nosotros, hacerlo presente en nuestra vida. Llevarnos a la Verdad. El Señor
Jesús lo mandó para que perdure con nosotros para siempre.
Somos partícipes de la naturaleza divina. “Su poder divino nos ha dado todo lo que
necesitamos para la Vida y la Piedad. Primero, el conocimiento de Aquel que nos llamó
por su propia Gloria y poder, entregándonos las promesas más extraordinarias y
preciosas. Por ellas ustedes participan de la naturaleza divina…” (2ª Pedro 1, 3-4).

Así que esta participación en la naturaleza divina es una participación en Cristo en


el Espíritu. Y aquel que imprime en el hombre la imagen de Dios es el Espíritu Santo.
Sin el Espíritu de Dios no podemos existir. El Espíritu es el creador de toda criatura;
actúa para que cada ser humano pueda experimentar el misterio de la comunión con
Dios y sus semejantes. “Si vivimos por el Espíritu, dejémonos conducir por el Espíritu”
(Gálatas 5, 25).
8. LA IGLESIA.
LA EPIFANÍA del Espíritu Santo es la Iglesia, es ahí donde se manifiesta a través de
sus obras de caridad, de unir y santificar. Cuando la Iglesia está repleta de amor sigue
siendo una: abierta a todos, recibiendo a todos, fiel a su Novio, Jesús. Al contrario,
cuando la Iglesia carece de caridad se divide, se cierra, se encuentra tratando de
apaciguar revoluciones.

Lo que Cristo, que fue concebido por el poder del Espíritu Santo, inició en este
mundo, el Espíritu lo sigue haciendo: formando un cuerpo digno de su amor y
fidelidad. Intenta crear un cuerpo universal y eterno que ame como Cristo lo ama. Ese
cuerpo se llama Iglesia.

¿QUÉ ES LA IGLESIA?

Cuando uno piensa en la palabra “Iglesia” se le viene a la mente un concepto


preestablecida. Para uno quiere decir un edificio o un templo, para otro el sentido
puede ser de los obispos, sacerdotes y religiosas, o sea, lo que se conoce como la
jerarquía. Muchos ya saben que la Iglesia son todos los bautizados. Somos el Pueblo de
Dios, los elegidos para una tarea maravillosa y grandísima. Cada miembro de la Iglesia
tiene una función dentro de ella. El Papa es el vicario de Cristo, la cabeza visible. Él es
el director espiritual de todos los fieles. Los obispos son los pastores de regiones que
se llaman diócesis y arquidiócesis (las diócesis están formadas por varias parroquias y
las arquidiócesis están formadas por varias diócesis). Los sacerdotes son los
encargados de áreas más chicas que se llaman parroquias. Nosotros los laicos y laicas
(los fieles) junto con las religiosas y los religiosos también somos parte del plan de
Salvación: tenemos el papel de evangelizadores igual que los obispos y sacerdotes.
Entonces la Iglesia es el pueblo de Dios formado de la gente de todos los pueblos del
mundo; en una comunidad de comunidades o comunión de comunidades.

Dios creó al hombre para que fuera su pueblo. Creó a los seres humanos para que
vivieran en armonía, paz y amor. Su plan es que seamos un pueblo unido, una gran
comunidad. Unidos en la fe y en el amor, guiados por el Espíritu Santo. Pero la
humanidad no quiere aceptar este plan, cada uno tiene su idea de cómo debe ser el
mundo y como deben actuar las personas. Somos rebeldes contra ese plan. Nuestra fe
se ha quebrantado y hacemos de ella lo que pensamos nos más conviene. Sin embargo,
el proyecto de Dios sigue adelante, sigue triunfando.

En los tiempos del Antiguo Testamento, Dios llamó a Abraham, hombre de fe,
(Génesis 12) para que fuera el padre de un gran pueblo, Israel. Este fue el primer paso
en formar el Pueblo de Dios. A través de los israelitas, Dios inició su plan de salvación.
A pesar de persecuciones, desobediencia y todo tipo de pecado, Dios permaneció con
su pueblo. Le dio fuerzas para vencer en guerras y para superar obstáculos. Dios
nombró a varias personas, como Moisés, el Rey David y los profetas para animar a la
gente. Pese a ellos el pueblo de Israel se desvió muchas veces de los caminos de la Ley.
Los Profetas anunciaban la Palabra de Dios y pedían que la gente se arrepintiera pero
la mayoría no les hicieron caso. Estos mensajeros también comenzaron a anunciar a
un Mesías, un Salvador. Esa persona, anunciada y esperada por el pueblo de Dios es
Jesús. El Nuevo Testamento es la historia y las enseñanzas de Jesús. Dios se hace
hombre y viene a este mundo y forma un Pueblo Nuevo. Como el pueblo de Israel no
obedeció y no quiso hacer la voluntad divina, Cristo tuvo que formar otro Pueblo. Lo
bueno es que este está abierto a todos, incluso a los judíos que no quisieron aceptar al
Mesías. Lo formado por Jesús se llama Iglesia y los únicos requisitos para ser miembro
de ella es ser bautizado y seguir a Jesús, para estar en comunión de fe, de sacramentos
y de régimen o autoridad eclesiástica.

LA IGLESIA ES UNA, SANTA, CATÓLICA Y APOSTÓLICA

Cada vez que rezamos el Credo decimos que creemos en la Iglesia que es una,
santa, católica y apostólica. Cuando se dice que la Iglesia es una, se admite que
Jesucristo fundó únicamente una: “Tú eres Pedro, o sea Piedra, y sobre esta piedra
edificaré mi Iglesia y las fuerzas del infierno no la podrán vencer” (Mateo 16, 18). Jesús
no usó lo plural sino el singular cuando se la encargó a Pedro.

Se dice que es santa porque el Santo de los santos la instituyó y cada miembro es
llamado a la santidad. El Espíritu Santo se encarga de santificar la Iglesia. “Si vivimos
por el Espíritu, dejémonos conducir por el Espíritu” (Gálatas 5, 25).

La palabra católica significa universal. Esto dice que la Iglesia es igual en todas
partes del mundo, está abierta a toda la gente sin tomar en consideración su
nacionalidad, color de piel, estatura ni su edad o sexo. No hay discriminación ninguna.
También siendo universal indica que los mismos ritos, sacramentos y Escrituras se
usan en todo el mundo. Se enseña la misma doctrina. La Misa de hoy es la misma que
se celebra hoy en el mundo entero, solo el idioma es diferente. Pero sí es permitido
celebrar la Misa en un idioma diferente al nativo cuando es propio y necesario.

Ser apostólica indica que la doctrina de la Iglesia viene de las enseñanzas de los
Apóstoles; es la misma enseñanza que dieron Pedro, Pablo, Santiago, y los demás
primeros evangelizadores. Pedro fue el primer Papa y sus sucesores siguen sin mayor
interrupción hasta el presente Papa. Su Santidad Juan Pablo II es el número 267.
Jesucristo le dio a su Iglesia la misión apostólica de ir por todo el mundo para hacer
discípulos de todos (Mateo 28, 18-20). Consecuentemente es evangelizada y
evangelizadora.

UNA IGLESIA LLAMADA A VIVIR LA UNIDAD


Jesús formó una sola Iglesia (Mateo 16, 18). No pasó mucho tiempo antes de que se
fuera dividiendo. El Señor la comparó a un rebaño con un solo pastor. Pero muchos de
los fieles, las ovejas del rebaño, se fueron saliendo y separando sin hacerle caso al
Pastor.

Existen muchas iglesias que siguen a Jesús y que usan la Biblia. La historia de estas
es de una lucha constante, de una contra otra. Cada una proclama tener la verdad. Esta
división es equivalente a mutilar al cuerpo de Jesús. San Pablo nos habla precisamente
de esta división en su primera carta a los Corintios (1, 10-13). “Les ruego, hermanos, en
el nombre de Cristo Jesús, nuestro Señor, que se pongan de acuerdo y superen sus
divisiones; lleguen a ser una sola cosa, con un mismo sentir y los mismos criterios. Tuve
noticias de ustedes por gente de la casa de Cloe, y me hablan de rivalidades. Así lo
entiendo yo, puesto que unos dice: «Yo soy de Apolo», o: «Yo soy de Pedro», o: «Yo soy de
Cristo». ¿Acaso está dividido Cristo? ¿O yo, Pablo, he sido crucificado por ustedes? ¿O
fueron ustedes bautizados en nombre de Pablo?”

Las divisiones fueron los resultados de varios desacuerdos. Por mucho tiempo el
Papa llegó a ser la autoridad más grande del mundo, y esto causó muchos abusos. En
un tiempo la Iglesia de Roma con el Papa quería obligar a las iglesias del resto del
mundo a hacer las mismas cosas que se hacían en Roma. Esto era injusto porque las
diferentes iglesias observaban diferentes costumbres y tradiciones de su propio país y
sobretodo, tenían su propio lenguaje. Las iglesias del Oriente y Occidente luchaban
para dominar el mundo. Los resultados de esta lucha fueron dados en el año 821
cuando se separó la Iglesia en dos: romanos y ortodoxos. Por mucho tiempo el idioma
oficial ha sido el Latín y consecuentemente hasta el Concilio Vaticano II todas las
misas en todo el mundo se celebraban en ese lenguaje, aunque la gente no entendía.
Desde 1965 la Misa se celebra en el idioma del país donde se celebra.

Las Iglesias Protestantes nacieron de una segunda división. Un fraile piadoso de


Alemania, Martín Lutero, comenzó a protestar contra algunas ideas y prácticas del
catolicismo. Las autoridades civiles de Alemania estaban en oposición con Roma;
apoyaron a Lutero y se hizo la separación. A través de los siglos ha habido
separaciones y divisiones entre los ya separados, resultando en un sin número de
sectas, religiones e iglesias por todo el mundo. Aún la Iglesia Católica existe porque
tiene a Cristo como fundador que prometió que “las fuerzas del infierno no la podrán
vencer” (Mateo 16, 18).

LA ESTRUCTURA DE LA IGLESIA

La Iglesia es una jerarquía, no es una democracia. Como consecuencia no hay


elecciones abiertas para elegir el que gobierna. El Señor Jesús nombró a Pedro como
primer Papa y le da el derecho de nombrar a sus obispos y ordenar a los sacerdotes.
Esto no quiere decir que se escoge a cualquiera sino antes de elegir a un candidato
para ser obispo tiene que haber una recomendación e investigación de la conducta del
candidato. A través de resultados favorables el Papa nombra al candidato y en un rito
presidido por un obispo el sacerdote es elevado al rango de pastor.

Antes de ser ordenado al sacerdocio se requiere estudios extensivos y el obispo


que está encargado lo ordena cuando ya ha cumplido con sus estudios y los demás
requisitos.

El Papa sí es elegido por los que se llama el Colegio Cardenalicio. El término


“cardenal” designó en principio a ciertos clérigos al servicio de iglesias importantes. El
título se transformó en el privilegio de determinados miembros del clero de Roma.
Poco a poco constituyeron el consejo del Papa. Tal fue el origen del Colegio. El tercer
Concilio de Letran, en 1179, decretó que los Cardenales fueran los únicos electores del
Sumo Pontífice. Para elegir al Vicario de Cristo se necesita una mayoría de dos tercios
más uno de los votos.

EL CUERPO DE CRISTO

San Pablo nos hace una bella comparación del Cuerpo de Cristo: “Del mismo modo
que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros, aun siendo muchos,
forman un solo cuerpo, así también Cristo. Todos nosotros, ya seamos judíos o griegos,
esclavos o libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un único
cuerpo. Y a todos se nos ha dado a beber del único Espíritu. El cuerpo no se compone de
un solo miembro, sino de muchos. Por eso, aunque el pie diga: Yo no soy mano, y por eso
no soy del cuerpo, no por esto deja de ser del cuerpo. Asimismo, aunque la oreja diga: Ya
que no soy ojo, no soy del cuerpo, no por eso deja de ser del cuerpo (…) Pero Dios ha
puesto cada parte del cuerpo como ha querido (…) hay muchos miembros y un solo
cuerpo” (1ª Corintios 12, 12-20).

Somos el Cuerpo de Cristo y cuando ese Cuerpo actúa en relación a la Cabeza,


entonces es Cristo quien está actuando. Cristo es la cabeza y nosotros los miembros,
las partes que mueve la cabeza para hacer el trabajo necesario. La única manera de
ver el rostro de Cristo es verlo en el rostro de cada miembro de su Cuerpo. La Iglesia
es el reflejo de Cristo.

Como Cuerpo su función es coordinarse para el bien de todo el cuerpo. El mundo


entero está compuesto de muchos miembros con una diversidad enorme de creencias.
Hay mucho miedo, angustia, odio, venganza y desesperación. Todo esto puede
cambiar y la manera de cambiar es a través del mismo cuerpo, la Iglesia. El milagro
que busca el mundo, que necesita, que desea es el mismo milagro que necesitaba la
Samaritana, los novios de la boda de Caná, las multitudes en los cerros: el milagro del
amor, de la caridad.
El mundo está a la orilla de la conversión porque nunca en la historia del mundo
ha existido el anhelo tan fervoroso del amor. Pero, el mundo nunca ha estado tan lejos
de la conversión porque la Iglesia está fallando como nunca. La misma Iglesia es una
controversia de actitudes, ideas, y creencias. Vamos a misa por tradición sin saber lo
significativo de la celebración; bautizamos, damos la Primera Comunión y
confirmamos con el mínimo de preparación (de parte de los catequistas y de parte de
los que reciben los sacramentos). Pensamos que ya logramos una meta de no tener
que seguir en la fe porque hemos recibido los tres sacramentos de iniciación y eso es
nuestra dispensa. Cuando queremos ayuda, compañía de alguien o consejos vamos a
los compañeros de trabajo, los vecinos, la cantina de la esquina pero jamás recurrimos
a la Iglesia. ¿Dónde está nuestra fraternidad, nuestra caridad? ¿Nuestro sentido de
pertenecer? La gente no se convertirá jamás a Dios si no encuentra una Iglesia
verdadera.

La prueba de que Cristo vive, es la comunidad de hermanos y hermanas que se


aman y dan testimonio de ello: “Así reconocerán todos que ustedes son mis discípulos: si
se tienen amor unos a otros” (Juan 3, 35). El objetivo de la parroquia es revelar el
glorioso rostro de Cristo Resucitado, hacerlo visible en la gente y en las actividades
parroquiales. La Biblia nos da una buena descripción de cómo debe ser una
comunidad cristiana.
“Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la convivencia, a la fracción
del pan y a las oraciones. Toda la gente estaba asombrada, ya que se multiplicaban los
prodigios y milagros hechos por los apóstoles en Jerusalén. Todos los creyentes vivían
unidos y compartían todo cuanto tenían. Vendían sus bienes y propiedades y se los
repartían de acuerdo a lo que cada uno de ellos necesitaba. Acudían diariamente al
Templo con mucho entusiasmo y con un mismo espíritu y «compartían el pan» en sus
casas, comiendo con alegría y sencillez. Alababan a Dios y gozaban de la simpatía de
todo el pueblo; y el Señor hacía que los salvados cada día se integraran a la Iglesia en
mayor número” (Hechos 2, 42-47).
LA ALEGRÍA DEL SEÑOR

La gente de Dios, el Cuerpo de Cristo debe ser alegre, gozoso y feliz, aun cuando
alguien esté enfermo, herido o ha muerto porque es una gente enamorada.. “Les dejo la
paz, les doy mi paz. (…) Que no haya en ustedes ni angustia ni miedo” (Juan 14, 27).

Estas son las palabras de nuestro Señor Jesucristo. Y más adelante nos dice: “Yo les
he dicho todas estas cosas para que en ustedes esté mi alegría, y la alegría de ustedes sea
perfecta” (Juan 15, 11). La religión cristiana es una religión de gozo. El Evangelio es
una Buena Noticia y, a pesar de nuestro aspecto más bien fúnebre, nosotros somos los
mensajeros del gozo, los testigos de la resurrección. Hay que ser alegres y cantar,
danzar y saltar cuando estamos alabando al Señor, tal como lo hizo el rey David:
“David vestido con un efod de lino, danzaba con todas sus fuerzas en presencia de
Yavé. David y toda la gente de Israel subían el Arca de Yavé, entre clamores y toques de
corneta” (2ª Samuel 6, 14-15).
Imagínate a miles de personas cantando, bailando y tocando música con el rey al
frente de la procesión. Sería algo inolvidable, glorioso. ¿Por qué nosotros no podemos
hacer igual? Por ejemplo durante la procesión de Corpus Cristi. Aún en la Secuencia de
la Misa de ese día decimos: “Sea plena la alabanza y llena de alegres cantos; que
nuestra alma se desborde en todo un concierto santo”.

Los Evangelios están repletos de promesas que nos hace el Señor que se han
cumplido y siguen cumpliéndose, ¿por qué no vivimos gozosamente? Ya basta de
cantos tristes en tiempos de alegría. Ya basta de misas aburridas en las cuales el
sacerdote quiere terminar rápido y los fieles no participan, ya basta de homilías vacías
de inspiración.

Algún domingo llega temprano a misa y ponte en la puerta. Fíjate en la gente que
va llegando: ¿andan con ánimo, o, arrastrándose? La mayor parte llegan tarde,
corriendo para alcanzar la bendición y poder decir, “fui a misa”. Basta también de la
falta de respeto al llegar tarde.

La Iglesia celebra cuarenta días en preparación para el día de la Resurrección y


cincuenta días de gozo porque el Señor Resucitó. Estamos listos —hasta ansiosos en
algunos casos— para hacer el vía crucis, y está bien, nos hará bien. Pero ¿quiénes de
nosotros nos tomamos la molestia de hacer la vía gozosa?

LA VIA GOZOSA

Es verdad que la vía gozosa es un camino que no figura entre nuestras devociones,
sin embargo, la Iglesia, después de Pascua, nos invita a meditar en las “estaciones de
gozo” que duran cuarenta días hasta la Ascensión del Señor y concluyen con
Pentecostés diez días después.

Con demasiada frecuencia nuestra vida religiosa se toma unas vacaciones,


iniciando con Semana Santa y termina después del domingo de Pascua. Sin embargo la
Iglesia persiste en su invitación de gozar en las maravillas del Señor durante la
cincuentena del gozo que precede Pentecostés.

¡OH, FELIZ CULPA!

El primer gozo se trata del pecado original. Le damos gracias a Dios que por ese
pecado, Jesucristo vino a este mundo para salvarnos. Si no fuera por nuestros pecados,
no habría necesidad de Jesús. Su pasión, muerte y resurrección nos han salvado y nos
han dado una vida nueva. Al confesarnos podemos decir: “Regocíjate conmigo, Padre,
no porque he pecado, sino porque soy pecador el Señor Jesús me ha llamado a esta
reconciliación”.
¡RESUCITÓ! (Juan 20, 1-9)

¿Delante de qué imagen de Dios te gusta rezar? La mayoría de nosotros rezamos


ante un crucifijo. Para muchos no hay otra imagen, su Cristo está muerto, murió en esa
cruz. Despierta, ya ¡Resucitó!

Cambia tu crucifijo por una imagen de Jesús resucitado y rézale al Cristo que vive,
al Cristo que quiere vivir en tu corazón. Porque si crees que Cristo murió en esa cruz y
se quedó ahí sin resucitar, tu religión está incompleta. Tu religión es una de
sufrimiento, de tristeza. No es la de Cristo, porque no es la de la resurrección, de
nuestra apertura a Dios y a los demás, la religión de la alegría. “…Si ustedes me
amaran, se alegrarían de que voy al Padre…” (Juan 14, 28).

El gozo cristiano resplandece en las bienaventuranzas: “Felices los que tienen


Espíritu de pobre, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Felices los que lloran, porque
recibirán consuelo. Felices los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia. Felices
los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados… Alégrense y muéstrense
contentos, porque será grande la recompensa que recibirán en el cielo…” (Mateo 5, 3-
12).

DICHOSOS LOS QUE, SIN VER, CREYERON


(Juan 20, 19-31)

Santo Tomás como muchos otros santos tuvo su momento de duda. El no creía que
Jesús había resucitado, se quedó como algunos de nosotros: triste. Tristes porque
nuestro Cristo estaba muerto. Tomás tuvo la dicha de ver El Resucitado en persona. En
ese momento de gloria, todas sus dudas desaparecieron y exclamó de lo profundo de
su ser: “¡Señor mío y Dios mío!” (Juan 20, 28).

Antes de que el apóstol hiciera su profesión de fe, el Señor había dado a todos en la
casa su Paz. “La paz esté con ustedes”. Podemos creer en paz, sin duda alguna que Jesús
resucitó de entre los muertos y la muerte ya no nos puede alcanzar.

LO CONOCEMOS EN LA PARTIDA DEL PAN


(Lucas 24, 13-35)

Los dos discípulos que iban en camino a Emaús habían perdido toda esperanza.
Ellos oyeron unos rumores pero no se quedaron a averiguar si eran ciertos o no.
Estaban tan deprimidos que lo único que querían era regresar a casa. Su alegría la
dejaron atrás y llevaban consigo tan sólo tristeza. En eso llegó el Señor a quien no
reconocieron y les habló tan bonito que sus corazones ardían. Aún no lo conocieron a
través de su extensa explicación, sólo cuando se sentaron a la mesa y Jesús partió el
Pan. En ese instante los ojos de los discípulos se abrieron, lo reconocieron y salieron
corriendo a ser testigos de la Resurrección.

¡Que alegría cuando conocemos al Señor, de la manera que sea, y podemos ser
testigos fieles y gozosos de su amor, misericordia, bondad y resurrección!

EL BUEN PASTOR (Juan 10, 1-10).

¡Qué felicidad saber que tenemos un Pastor que nos ama, vela por nosotros y nos
conoce por nuestro nombre! Nos conduce por pastos verdes y hacia agua fresca
(Salmo 23). Jesús se nos revela como el Buen Pastor y para poder llegar a su redil hay
que entrar por la puerta angosta. Él, y sólo Él, es la puerta angosta. Nos da la alegría
que el Señor Jesús nos ha dicho, que podemos llegar al Padre, al redil del Cielo porque
Él es la manera de entrar en la presencia del Padre.

NUESTRA HABITACIÓN (Juan 14, 1-12)

El gozo que nos da Jesús al decirnos que se va a preparar una habitación para
nosotros. Jesús quiere que estemos unidos, no separados. Él es el camino, la verdad y
la vida. Hay muchísimo gozo en saber que algún día podremos regresar a la Casa de
nuestro Padre y vivir en plena alegría y alabarle en su presencia.

EL CONSOLADOR (Juan 14, 15-21)

No nos va a dejar huérfanos sino que va a mandar un Consolador que esté siempre
con nosotros. El Consolador es el Espíritu Santo que estará con nosotros y no nos
dejará desamparados. El Espíritu es el Espíritu de Verdad que nos dará a conocer la
verdad.

VAYAN Y HAGAN (Mateo 28, 18-20)

La maravilla de ver al Señor ascender al Cielo nos da una alegría victoriosa. El


Señor no solamente resucitó, sino que Ascendió al Cielo. Pero antes de hacerlo nos
deja una tarea: “Vayan y hagan discípulos de todas las naciones. Bautícenlos en el
nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo y enséñenles todo lo que yo les he
encomendado” (Mateo 28, 19-21). ¡Qué dichosos somos! Somos elegidos para ser
testigos de Cristo, ¡qué gozo! ¡qué felicidad al saber que confía tanto en nosotros!

LENGUAS DE FUEGO (Hechos 2, 1-11)

Cincuenta días después de celebrar la Pascua del Señor, se celebra Pentecostés, el


día que llega el Prometido, la Fuerza de arriba. No llega a escondidas sino como “una
violenta ráfaga de viento” y “unas lenguas de fuego” (Hechos 2, 2-3). Pentecostés es el
nacimiento de la Iglesia. En ese día el Espíritu Santo impulsó a los Apóstoles para que
fueran a llevar la Buena Nueva a los cuatro rincones del mundo.
El Espíritu Santo nunca llega con las manos vacías. Al contrario, trae muchos
dones, según la necesidad de la Iglesia en ese lugar y de acuerdo con la voluntad del
Espíritu. Nos llena de gozo, poder y sabiduría. Nos da una vida nueva en Jesús.

Esto que hemos visto es la “vía gozosa” que la Iglesia nos propone durante el
tiempo de Pascua y terminando con Pentecostés. También hay otras ocasiones de gozo
y alegría: el Adviento, la Navidad, la Epifanía, son unas de las más importantes. Son
poco más de cuarenta días de tristeza y luto y más de 300 días de alegría y gozo. La
religión católica está basada en la alegría del Señor Resucitado. Hay que vivir esa vida
de gozo y alegría que el Señor nos ofrece.
9. LA COMUNIÓN DE LOS SANTOS
¿QUÉ es la Iglesia, sino la asamblea de todos los santos?” La comunión de los santos
es precisamente la Iglesia.

“Como todos los creyentes forman un solo cuerpo, el bien de los unos se comunica
a los otros… Es, pues, necesario creer que existe una comunión de bienes en la Iglesia.
Pero el miembro más importante es Cristo, ya que Él es la cabeza… así, el bien de
Cristo es comunicado a todos los miembros, y esta comunicación se hace por los
sacramentos de la Iglesia” (Santo Tomás, symb. 10).

“Como esta Iglesia está gobernada por un solo y mismo Espíritu, todos los bienes
que ella ha recibido forman necesariamente un fondo común” (Catech. R. 1, 10,24).

DOS SENTIDOS

La comunión (unión común) de los santos tiene dos sentidos: una comunión en
cosas sagradas, y comunión entre los santos. En el primer sentido decimos que Dios se
comunica con nosotros a través de lo visible. Por ejemplo, la Sagrada Hostia es visible
y a través de ella recibimos a Jesucristo en cuerpo y alma con toda su divinidad y
humanidad. Dios también se comunica con nosotros a través de la naturaleza y el fruto
de ella misma: el agua, el aire, la vegetación, pan, vino.

En el segundo sentido decimos y pensamos que la comunión de los santos es un


cambio de favores entre los de la tierra y los santos que están en el cielo e incluso las
almas del Purgatorio. En el caso del primero nosotros rezamos y ellos nos consiguen
favores; en el caso del segundo, nosotros rezamos y les conseguimos favores y, cuando
llegan al cielo, rezarán por nosotros.

UNA VIDA UNIDA EN CRISTO

Una vida singular circula entre los que están incorporados en Cristo. Jesús nació,
vivió, sufrió y murió por nosotros. Todos los que estamos unidos a Él estamos unidos
uno con el otro: no vivimos o sufrimos o morimos solos. Porque pertenecemos a su
Cuerpo, porque vivimos la vida que Él pide de nosotros, porque pedimos uno por el
otro somos un solo Cristo. Por eso hasta cierto punto, tenemos que dar cuentas por
uno u otro. Porque fuimos creados a la imagen de Dios y estar en su Iglesia es ser uno.
Así que cada cristiano, junto con los demás, está invisiblemente unido a toda
humanidad.

Recibimos la vida sólo para darla, dejar de comunicar es dejar de vivir, es el


compromiso de todo el Cuerpo de Cristo. Hace dos mil años Cristo murió para unir en
un solo cuerpo los hijos de Dios. Solamente el poder del amor del Resucitado puede
juntar a todo ser humano mientras los deja ser libres.

El Espíritu Santo constantemente nos impulsa a amar a los demás un poco más, a
molestarnos un poco más cuando vemos sufrir a alguien, y ser un poco más felices con
sus alegrías. Entre más entramos en la solidaridad con los demás, mejor vivimos la
solidaridad. Entre más inspirados estamos, más conscientes nos hacemos. Hasta llegar
a ese momento en el que formamos un solo cuerpo donde Dios es todo en todos. Sería
bueno agregar a nuestra oración de la mañana lo siguiente: “Señor llévame donde te
puedo amar más, donde te puedo servir mejor. O tráeme alguien quien puedo amar y
servir.”

Hasta los mejores cristianos se sorprenderían al saber qué tan poco creen sin la
presencia física de acontecimientos y personas. Se manifiesta más cuando hay una
muerte de un ser querido. La tristeza y los llantos son porque ya no tenemos a esa
persona a la vista, ya no podemos reírnos juntos ni hablar con ella. En ciertas
situaciones nos llega el remordimiento de no haberle llamado por teléfono, porque no
fuimos a visitarlo, por lo que hicimos o no hicimos.
“…ahora me voy a juntarme con el que me envió. Me voy: esta palabra los llena de
tristeza, y ninguno de ustedes me pregunta a dónde voy. En verdad, les conviene que yo
me vaya, porque si no me voy, el Intercesor no vendrá a ustedes. Pero si me voy, se lo
mandaré” (Juan 16, 5-7).
Estas palabras de Jesús se pueden entender mejor cuando nos damos cuenta que
es natural ponerse triste con la ida de alguien que estimamos, apreciamos o amamos.
Pero si fuéramos fuertes en nuestra creencia, si de veras lo quisiéramos, querríamos
saber a dónde va. Si lo amáramos nos interesaría su destino y estaríamos dispuestos a
seguirles a donde sea, sabiendo que ya no sufren, no tienen penas y ya están con el
Padre. Nuestra reacción debe ser nada menos de que regocijo. “… Si ustedes me
amaran, se alegrarían de que voy al Padre…” (Juan 14, 28).

Hay una tristeza pagana en demasiados velorios cristianos, un sentido de


desesperación, de haber perdido a alguien, de que la despedida es final. Para un
verdadero creyente, la persona muerta se vuelve más viva que nunca con una vida que
lo acerca más a nosotros de una manera nueva.

La soledad no existe en la comunión de los santos. El cristiano hace más que


preservar la memoria del muerto. Reza por ellos y le reza a ellos. Los consulta, se deja
que lo inspiren y regresa con ellos frecuentemente. Quizá el mejor servicio que le
podemos brindar a nuestros seres queridos es atraerlos a nosotros cuando dejamos
esta tierra para ir a la nueva. No podemos entrar al cielo solos, siempre hay que estar
acompañados. “Les conviene que me vaya”.
Los primeros cristianos tenían un nombre especial para el día de la muerte: dies
natalis que quiere decir día del nacimiento. Porque en ese día la vida del muerto entra
(nace) en una vida todavía más gloriosa y espléndida que la que deja.

La comunión de los santos es algo que empieza aquí, ahora y nunca terminará
porque cuando llegue el fin del mundo será un solo Cristo amándose a sí mismo.
10. EL PERDÓN DE LOS PECADOS
HAY muchos que tienen su interpretación privada sobre el pecado. Para ellos el
pecado es un mal que comete otro. Muchos no aceptan el hecho de que somos
pecadores: para ellos el pecado no existe. “Pues todos pecaron y a todos les falta la
gloria de Dios…” (Romanos 3, 23).

La verdad es que el pecado sí existe. No solamente existe sino que es un poder muy
fuerte que está dominando el mundo. “Si decimos: «Nosotros no tenemos pecado», nos
engañamos a nosotros mismos: y la Verdad no está en nosotros” (1ª Juan 1, 8).

Del otro lado de la moneda, hay perdón de los pecados. Adán tuvo que pecar una
sola vez para perder la Gracia de Dios para siempre. Pero para nosotros el manantial
del perdón nunca se seca. Siempre podemos ser perdonados. Dios nos ama sin mérito
de nuestra parte y por eso no se desanima de seguir amándonos y perdonándonos.
Así, si amas a Dios, y no solo a ti mismo, debes alegrarte en la felicidad que Dios siente
cuando te perdona. ”…habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que vuelve a
Dios que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de convertirse” (Lucas 15,
7).

Aunque caemos frecuentemente, aunque seguimos con los mismos pecados año
tras año, hay que arrepentirnos y pedir el perdón de esos pecados. Y al recibir el
perdón darnos cuenta que hay que perdonar a los que nos han ofendido porque Dios
los perdona igual que nos perdona a nosotros. Nuestra esperanza es confiar en la
eterna oferta que nos extiende Dios en su misericordia.

El mensaje cristiano siempre ha sido uno de llamar al arrepentimiento, a la


conversión: volver a Dios con la esperanza de recibir el perdón. Juan el Bautista
atravesó la región del Jordán predicando el arrepentimiento (cf. Lucas 3).

Después que fue arrestado, Jesús comenzó en Galilea a predicar el arrepentimiento


y la conversión (cf. Marcos 1, 14ss). En los Hechos de los Apóstoles en el día de
Pentecostés Pedro asombra a la gente con su discurso tan admirable. Cuando terminó
le preguntaron “¿qué debemos hacer?”. Pedro les contestó: “Arrepiéntanse” (cf. Hechos
2).

LA RESPUESTA AL ARREPENTIMIENTO

Siempre son las mismas dos respuestas. Ha sido así por toda la historia del hombre
y su relación con Dios.
La primera es: “Nosotros somos hijos de Abraham” (Lucas 3, 8). O sea, somos
irreprochables, tenemos de herencia nuestras virtudes y por eso somos mejores que
los demás. “Oh, Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son
ladrones, injustos, adúlteros, o como ese…” (Lucas 18, 11).

La otra respuesta es: “La gente le preguntaba: «¿Qué debemos hacer?» El les
contestaba: «El que tenga dos capas dé una al que no tiene, y quien tenga qué comer
haga lo mismo»…” (Lucas 3, 10-14).

Cuando llegue el momento de nuestro juicio vamos a ser juzgados en el amor.


Cuánto amamos y cuánto no amamos. Pero Señor, diremos, yo pagué mi diezmo, e hice
mis oraciones, fui a misa todos los domingos. Y el Señor nos preguntará: “¿Lo hiciste
por amor o por obligación?”.

Pedro había sido discípulo por tres años. Llegó el momento de la graduación,
Pedro estaba por recibirse y tenía que calificar bien en el último examen. El Señor
Jesús lo iba a calificar, Él era el que haría las preguntas. No le preguntó detalles de la
Última Cena, no le preguntó sobre las pescas milagrosas, ni la caminata sobre el agua.
La pregunta, la única pregunta, que le hizo Jesús a Pedro se la repitió tres veces:
“Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?” (Juan 21, 15-17). Esto es todo lo que le
preguntó el Señor a Pedro antes de darle el cargo de toda su Iglesia.

¿POR QUÉ ME PERSIGUES?

El pecado no es desobedecer el tercer, sexto, noveno o décimo mandamientos. El


pecado consiste en no querer amar al dador de los mandamientos. El Sacramento de la
Reconciliación nos devuelve la gracia para poder amar a Dios de nuevo. Pero no es
suficiente pedirle perdón en el cielo, hay que pedirle perdón a través de las personas
que hemos herido, que hemos ofendido. Por eso está el sacerdote tomando el lugar de
Cristo y como representante de la Iglesia contra la que hemos pecado. “…cuando lo
hicieron con alguno de estos más pequeños, que son mis hermanos, lo hicieron conmigo”
(Mateo 25, 40). “¿Por qué me persigues?” (Hechos 9, 4). En otras palabras Jesús nos
dice que lo hemos herido en sus miembros, hemos golpeado su cuerpo. Ahí es donde
tenemos que pedir perdón, en el cuerpo que hemos lastimado.

Cuando salimos del confesionario frecuentemente salimos agachados, viendo al


piso, más apenados que cuando entramos. Sería bueno cambiar eso y salir cantando y
bailando de alegría. Y la gente esperándonos, aplaudiéndonos, echándonos porras
porque hemos regresado, “estábamos muertos y hemos vuelto a la vida” (cf. Lucas 15,
32).

Cada vez que hubo una confesión en los Evangelios terminaba con una celebración.
Jesús se invitó a comer a la casa de Zaqueo; Mateo tiene una comida para todos sus
amigos después de que el Señor lo llama al arrepentimiento; el padre del hijo pródigo
le hace matar el ternero más gordo para la fiesta después de que regresó arrepentido;
Magdalena se confiesa y es perdonada durante una cena y luego invita a Jesús a comer
a su casa. Si tuviéramos esta costumbre, sería la señal de que entramos en el gozo de
la penitencia y el perdón. La reconciliación es un encuentro con el Señor en el que nos
damos cuenta de que Él está vivo, de que nos ama y que nos perdonará “setenta veces
siete” (Mateo 18, 21-22).

RESISTENCIA A CONFESARNOS

Algunos no nos queremos confesar porque tenemos pena, miedo o nos disgusta
tener que decirle nuestros pecados a un sacerdote, un hombre igual que nosotros.
Pero, no pensamos dos veces cuando recitamos el Yo Pecador en misa y nos
confesamos en voz alta con Dios y nuestros hermanos y luego imploramos a los santos
que intercedan por nosotros. ¿Qué no nos damos cuenta de lo que hacemos y
decimos? Es como hablar mal de alguien y descubrir que está detrás de nosotros
escuchando cada palabra.

Todo lo que no estamos acostumbrados a hacer se nos hace difícil, o nos da flojera
hacerlo. Así es con la confesión, con el Sacramento de Reconciliación. Se nos hace
difícil hacer un buen examen de conciencia, se nos hace penoso tener que pensar en
nuestros pecados. Nos justificamos diciendo que Dios ya sabe cuáles son. Lo peor de
todo es que se nos hace humillante ir con un sacerdote. Pero el sacerdote no va a
decir, si es que se acuerda, nada de lo que confesaste. En primer lugar está prohibido y
en segundo lugar no le interesa hablar de los pecados de otros. Chismoso no es.

No hay pecado tan grande que sea más grande que el perdón de Dios. Dios perdona
todo. Para poder perdonar nuestros pecados primero hay que admitir que hemos
pecado y cuáles son. Luego hay que arrepentirnos de ellos.

Hay dos clases de arrepentimiento, perfecto e imperfecto. El perfecto es darnos


cuenta que hemos ofendido a Dios y nos arrepentimos por haber pecado en su contra.
“Contra ti, contra ti solo pequé, lo que es malo a tus ojos yo lo hice” (Salmo 51, 6).

El imperfecto es cuando reconocemos el mal que hemos hecho a otra persona y


sentimos pena por haberlo hecho. Dios acepta este arrepentimiento imperfecto,
porque el pecador reconoce que ha agraviado a Cristo en sus hermanos. Hay que
reconocer nuestros pecados y admitir que somos pecadores necesitados de la
salvación de Dios.
Después de haber reconocido nuestros pecados y habernos arrepentido de ellos, el
siguiente paso para conseguir el perdón de ellos es confesarlos. Dios no puede
perdonar algo que no se confiesa.

Después de la confesión recibimos el perdón, pero para que la reconciliación sea


completa hay que hacer reparación del daño que hemos causado. Esto puede tomar la
forma de restitución o penitencia. Aquella sería regresar algo robado, reparar un daño
físico o corregir una falsedad. Esto puede tomar la forma de oraciones, obras de
caridad o algo adecuado al pecado.

En los primeros siglos de la Iglesia este sacramento se celebraba de distintas


maneras. Una de ellas era confesar los pecados y hacer penitencia públicamente y
durar cuarenta días cubierto de ceniza.
Hoy en comparación, es más fácil.

Hasta que seamos liberados de nuestros pecados, reconciliados con Dios y su


Iglesia, y sanados de la culpabilidad, no podremos decir que somos verdaderos
seguidores de Cristo. La Sangre de Cristo fue derramada para el perdón de nuestros
pecados, pero hay que aplicar su Sangre a nuestras ofensas confesándolas. Por eso el
Sacramento de reconciliación es tan extremadamente importante.

Sin embargo en muchas parroquias este sacramento es relegado a un lugar de


menos importancia. Muchos se confiesan con Dios pero no con un sacerdote. Pues, es
necesario confesar nuestros pecados a Dios pero también hay que reconciliarnos con
Él y su Cuerpo, confesándonos con un sacerdote que representa la comunidad.
Confesión sin tomar en cuenta la comunidad, es contra las enseñanzas bíblicas y
promueve una actitud de individualismo.

Sería bueno formar la costumbre de confesarnos cada mes e invitar a nuestros


familiares y amigos a hacer lo mismo. También sería bueno si algunos se pusieran en
oración de intercesión durante las horas que se celebra el Sacramento de
Reconciliación en la parroquia. Es curioso que Cristo nos habla del gozo y la alegría
que hay en el Reino de Dios cuando se convierte un pecador, pero nosotros no nos
ponemos alegres y gozosos cuando nos confesamos. ¿Por qué no formar un grupo
para ir a confesarse y después tener una fiesta para celebrar? (cf. Lucas 15, 7; 10, 32).
11. LA RESURRECCIÓN DE LA CARNE Y LA
VIDA ETERNA
GRACIAS a Cristo la muerte cristiana tiene un sentido positivo. “Para mí, la vida es
Cristo y morir una ganancia” (Filipenses 1, 21). “Es cierta esta afirmación: si hemos
muerto con él, también viviremos con él” (2ª Timoteo 2, 11). La novedad esencial de la
muerte cristiana está ahí: por el Bautismo, el cristiano está ya sacramentalmente
“muerto con Cristo”, para vivir una vida nueva: y si morimos en la gracia de Cristo, la
muerte física consuma este “morir con Cristo” y perfecciona así nuestra incorporación
a Él en su acto redentor (cf. CIC 1010).

La muerte es el fin de la peregrinación terrena del hombre. La visión cristiana de la


muerte (cf. 1ª Tesalonicenses 4, 13-14) se expresa de modo privilegiado en la liturgia
de la Iglesia:
“La vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y, al
deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo”.
(Misal Romano, Prefacio de difuntos).
El cristiano que une su propia muerte a la de Jesús ve la muerte como una
encaminada a la vida eterna. El Sacramento de Unción de Enfermos cuando es
administrado a una persona que muere enseguida es el viático como alimento para el
viaje. Por eso no hay que tenerle miedo a la muerte. Como decía la Santa Madre Teresa
de Calcuta, la muerte es el regreso a la casa del Padre. La muerte es la entrada al Cielo.

¿CÓMO TE IMAGINAS EL CIELO?

¿Cómo te imaginas el Cielo? Jesús nos hizo unas comparaciones pero muy
inadecuadas para poder saber como es el “lugar”, o sea lo “físico”. No sé lo que tú
pienses, pero alguien platicó que se imaginaba el Cielo como el de verano: azul y con
nubes luminosas, blancas y de diferentes formas paseándose tranquilamente sin nada
que hacer. Las nubes son las almas, los espíritus que van “flotando” sin
preocupaciones. Cuando no hay nubes es que Dios convocó a todos sus santos y
ángeles a una asamblea de alabanza.

Pensamos, algunos, que la resurrección consiste en que nuestra alma “flotará” al


cielo como un globo lleno de helio, uniéndose con esas nubes tan hermosas que
admiramos los días cálidos.

No es así. La resurrección es la resurrección de la persona completa: cuerpo y


alma, incluyendo todo lo que nos hace humanos. Así fue la resurrección del Señor y así
será la nuestra. Cristo nos abre las puertas a una felicidad sin par y el hecho de que su
Resurrección haya sido en cuerpo y alma nos muestra que Dios quiere que gocemos
no solamente en una manera divina sino humana también.
Tampoco deberíamos pensar que el efecto de la redención es que nuestro cuerpo
tendrá vida como los que resucitó Cristo en los Evangelios. Ellos volvieron a morir, la
resurrección es permanente. Todo en nosotros tiene que ser purificado y
perfeccionado para poder gozar del Reino de Dios en su plenitud. Esta purificación no
hará de nosotros unos ángeles, pero nos hará más humanos. La actitud del cristiano
no es de aborrecer la muerte sino anticiparla con gozo, con la esperanza que nos va a
hacer “perfectos como su Padre es perfecto” (Mateo 5, 48).

HAY QUE SABER AMAR PARA ENTRAR AL CIELO

Seremos salvados con todo lo que amamos. Nuestra capacidad para amar va a ser
la medida de nuestra redención. El Cielo es un lugar donde se aman. Uno no puede
llegar ahí sin saber amar. Dios nunca obligará a nadie a amar. Si no hemos aprendido a
amar a Dios, entonces no tiene caso irnos al Cielo. El infierno es el refugio de aquellos
que rehusaron amarlo. Cuando Cristo nos promete vida eterna, nos ofrece una
participación en su Vida. No es simplemente tener vida otra vez, como despertar en la
mañana a un nuevo día, sino es una vida permanente en el amor. Nuestra vida llegará
a la perfección solo cuando lleguemos a tener el deseo de vivir unidos para siempre.

Nuestra vida eterna comenzó con nuestro bautismo. Desde ese momento cada
acción, cada pensamiento, cada oración o falta de ellos nos van preparando para el
lugar donde pasaremos la eternidad. El Reino de Dios ya está en nosotros. Los dones
del Espíritu Santo nos ayudan a experimentar las cosas de Dios y su amor. Si no las
estamos experimentando, o no tienen sentido para nosotros, ni nos interesan es
porque estamos resistiendo la acción del Espíritu en nosotros; no estamos dejando el
Reino de Dios desarrollarse en nosotros.

EL FINAL DEL MUNDO

¿Cómo te imaginas el fin del mundo? ¿Va a venir el Señor con un paraíso
prefabricado o nos invitará a ayudarle a construirlo? La vida eterna para nosotros va
ser lo que hemos hecho en la tierra. Tenemos la libertad y la capacidad de edificar un
castillo o una choza; un paraíso o un infierno. Nosotros decidimos.

Si hemos amado, vamos a estar con aquellos que nos aman, si hemos sido
compasivos vamos a recibir compasión, si hemos vivido felices vamos a continuar
viviendo en la felicidad, gozando de todo el pasado, presente y futuro. Nuestra
generosidad será premiada con bendiciones sin número. (cf. Mateo 5).

No sabemos cómo es el infierno. Cristo nos ha dicho que es un lugar de mucho


sufrimiento. ¿Qué tipo de sufrimiento? Pienso que no son tanto las llamas de fuego
como las conocemos, sino más bien un vacío. La pena más grande, el dolor
insoportable, será la total ausencia de amor autentico: haber perdido a Dios.

Los placeres que más deseamos en este mundo son los que vamos a tener en el
infierno: una fiesta inagotable con todo lo que nos encanta, pero nadie vendrá a
celebrar. Vamos a tener todo el dinero que siempre hemos querido tener, solamente
que no va a haber donde gastarlo; vamos a tener todo el éxito que siempre hemos
buscado, pero nadie nos va a felicitar; tendremos toda la fama que quisimos sin nadie
que nos reconozca, tendremos la libertad que anhelamos sin tener a dónde ir, sin
poder movernos. Todo poder de los cielos y la tierra va estar en nuestras manos, pero
nadie nos va a hacer caso. Sobre todo vamos a tener muy presente a la vista a las
personas que más odiábamos, las que no les hablamos en años, a las que guardábamos
un rencor contra ellas (cf. Lucas 16, 19-31). Nuestra muerte y resurrección comienzan
en el día de nuestro bautismo. El juicio también: somos juzgados en cada encuentro
que tenemos con nuestro prójimo (cf. Mateo 25, 40).

El fin del mundo ya llegó, ya sucedió: a la muerte de Cristo tembló la tierra, el sol
se oscureció, los muertos resucitaron, el príncipe del mundo fue derrotado y aquellos
que lo vieron se llenaron de temor: “En verdad, éste era Hijo de Dios” (Mateo 27, 54).
Pero el fin del mundo fue suspendido para que la gran mayoría de los hombres y
mujeres puedan participar y tomar ventaja de ello.
12. CONCLUSIÓN
PROFESAMOS nuestra fe en diferentes situaciones y en diferentes formas, en
muchísimas personas, sean familiares o desconocidos, pero sobretodo profesamos
nuestra fe en Jesucristo y su Iglesia.

Tener fe es una necesidad. Hay que tener fe en la gente aunque no tengamos fe en


Dios, porque lo contrario, según nosotros, resultaría en una vida imposible. Tenemos
fe en nuestros padres, sacerdotes, ingenieros, plomeros, médicos, carniceros,
comerciantes y un sin número de personas. Le creemos a la vecina cuando nos cuenta
un acontecimiento. Entregamos a nuestros hijos con toda confianza a los maestros de
escuela y a las catequistas de la doctrina, teniendo fe que van a formar a nuestros hijos
como es propio y necesario. Ponemos nuestro dinero en un banco, creyendo que va a
estar seguro y ponemos nuestra vida en las manos del chofer de un microbús o de un
taxi sin pensar que pueda haber consecuencias peligrosas. Confiamos nuestra salud a
un médico y la propia vida la entregamos en las manos del cirujano que nos va a
intervenir con un cuchillo. En otras situaciones confiamos más en nuestro propio
conocimiento, sabiduría y poder que en el de otra persona incluso un experto. Pero no
le tenemos la misma confianza, la misma fe, la misma facilidad de entregar nuestro
bienestar y nuestra vida a la persona que nos dio la vida: Dios.

Todos conocemos a personas que han creído por tanto tiempo que ya no saben en
lo que creen. Sustituyen el dogma por la fe; el rito por el hecho; a Dios por el santo o el
sacerdote. Hay algunos que tienen más fe en lo que dice el cura que en lo que dice la
Biblia. Otros creen que el mal comportamiento de algunos es suficiente para no tener
fe en Dios: se salen de la Iglesia porque alguien los ofendió. Estamos en una revolución
en la cual no sabemos dónde queda lo celestial ni lo terreno.

Creer es ponerse a la disposición de Dios. Nadie puede escuchar la Palabra de Dios


sin oír la voz del Señor Jesús decirle, “Sígueme”. Al seguir al Señor nos ponemos donde
debemos estar. Estar con el Hijo es nuestro deber como hijos del mismo Padre. Para
eso fuimos creados: “dejen que los niños vengan a mí” (Marcos 10, 14). Fuimos creados
a la imagen del Hijo. Creer es regresar a lo sencillo, a la confianza, a la fe: entrar en el
Reino desde ahora. “El Reino de Dios es para los que se parecen a los niños, y les aseguro
que quien no reciba el Reino de Dios como niño, no entrará en él” (Marcos 10, 14-15).
Creer implica esperar, tener paciencia, confiar en Él. Como María, por la fe guarda
fielmente muchas cosas para meditarlas porque con paciencia darán fruto algún día.

La fe es un don de Dios. Como crece, madura y da fruto es en parte un misterio,


quizás más todavía: un milagro. Los milagros físicos nos sorprenden y nos dejan con la
boca abierta y sin palabras. Pero el milagro que ocurre dentro de nosotros por el cual
Dios nos va modelando, madurando, santificando para poder amar a través de
nosotros y hacernos útiles en la construcción de su Reino, a pesar de nuestros
pecados, debilidades y flaquezas, ¿no es esto un milagro todavía más maravilloso?

Esto es posible porque la fe es un don de Dios que se le da a todos. Las facultades


del hombre lo hacen capaz de conocer la existencia de un Dios personal. Pero para que
el hombre pueda entrar en su intimidad, Dios ha querido revelarse al hombre y darle
la gracia de poder acoger con fe esa revelación. Dios puede ser conocido con certeza
mediante la luz natural de la razón humana a partir de las cosas creadas. El hombre
tiene esta capacidad porque ha sido creado “a imagen de Dios” (Génesis 1, 26).

Por nuestra parte, la fe es un acto personal: la respuesta libre del hombre a la


iniciativa de Dios que se revela. Hay que cooperar con Dios para hacer que la fe crezca
en nosotros. Pero la fe no es un acto aislado. Nadie puede creer solo, como nadie
puede vivir solo. El hombre necesita ser iluminado por la revelación de Dios. Sin
embargo, al hombre se le dificulta expresar esa fe que tiene dentro de sí. Nuestras
palabras humanas quedan siempre más acá del Misterio de Dios. Nuestro lenguaje se
expresa de modo humano: ¿cómo se puede expresar lo divino con palabras
mundanas?

Creer en Dios es creer en alguien que siempre estará más allá de nosotros, fuera de
nuestro alcance, alguien quien siempre nos va cambiando las circunstancias, nuestras
ideas y hasta nuestras creencias. La fe no es algo que tenemos, no es algo que
poseemos, sino un llamado; no es seguridad sino un riesgo, no es consolación sino una
aventura. Fe no es estar tranquilo en un lugar sino expuesto en actividad, crecimiento
y peligro. Creer es ponerse a la disposición de Dios. La fe nos mueve, es dinámica. La fe
o se vive o se pierde; o se vive con obras o se muere.

La fe es un acto de obediencia, es someterse libremente a la Palabra porque su


verdad está garantizada por Dios. De esta obediencia, de esta fe, Abraham es el
modelo que nos propone las Sagradas Escrituras: “Acuérdense de Abraham: Creyó a
Dios, que se lo tomó en cuenta para considerarlo justo…De modo que los que toman el
camino de la fe reciben la bendición junto con el creyente Abraham” (Gálatas 3, 6.9; cf.
Génesis 12ss). La Virgen María es la realización más perfecta de la fe. “Yo soy la
servidora del Señor; hágase en mí lo que has dicho” (Lucas 1, 38).

La fe es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios; es al mismo tiempo e
inseparablemente el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado. Para el
cristiano creer en Dios es inseparablemente creer en Aquel que ha enviado: Jesucristo.
No se puede creer en Jesucristo sin tener parte en su Espíritu. Es el Espíritu Santo
quien revela a los hombres quién es Jesús. La Iglesia no cesa de confesar su fe en un
solo Dios: Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo: la Santísima Trinidad.

El cristiano puede comprobar la verdad de su Credo con la manera que vive y


platica su experiencia. Hace poco estaba una señorita de 19 años como anfitriona de
un programa de televisión. Estaba tan sonriente, radiante y enamorada de Dios que no
tenía que decir mucho para que la gente lo supiera. Ella irradiaba su Credo. Transmitía
su fe a un compañero del más del doble de su edad y le aseguraba que él también
podía participar en las promesas de Dios. Era impresionante como esta chica confiaba
tanto en Dios con toda seguridad. Hay pocas personas así y se necesitan más
urgentemente. “…todo lo que pidan en la oración, crean que ya lo han recibido y lo
tendrán” (Marcos 11, 24).

La vida de fe lleva al cristiano a una oración más profunda. La oración lleva al


creyente a un acercamiento cada vez más próximo a Dios como ni se imagina sería
posible. El Credo es una oración, aunque no pensemos en ella como oración en sí, sino
en unas palabras que salen de nuestra boca cada vez que vamos a Misa los domingos.
El Credo es la oración de nuestro Bautismo, Confirmación, vida y muerte. El Credo es
nuestra manera de dar testimonio de que somos hijos de Dios si vivimos lo que
decimos que creemos. Entonces oiremos el Señor decir, “Puedes irte, y que te suceda
como creíste” (Mateo 8, 13).

El Credo es una oración diferente a lo que normalmente estamos acostumbrados


porque no habla de nosotros sino que se enfoca en Dios. Por ejemplo, el Padrenuestro
se enfoca, en parte, en nuestras necesidades igual que el Avemaría. El Credo, al
contrario, es una oración trinitaria porque habla primero del Padre y su obra
magnífica de la Creación, en seguida se habla del Hijo y su gran obra de Redención y
luego se dedica al Espíritu Santo y su don que Santifica. Es una oración de
recogimiento, una que da gracias y alaba. Es oración de regocijo. ¿No sería hermoso
cantarla todos juntos cuando estamos reunidos en la Misa? También es una oración
contemplativa. Se puede tomar frase por frase y meditar cada una.

Anteriormente, en esta obra escribimos que la Virgen de Medugorie dijo: “La gente
no sabe orar. Muchos van a la Iglesia y los santuarios solamente para ser sanados de
sus males físicos, o para pedir gracias particulares, y nunca ahondan en la profundidad
de la fe: esto es puro fatalismo. Poquísimos piden el don del Espíritu Santo. Lo más
importante es pedir el Espíritu Santo; si tienen este don, no les faltará nada, todo lo
demás se les concederá”.

También nos advierte la Virgen que somos débiles porque es poca nuestra oración.
“Hay muchos cristianos que son débiles, porque oran poco; otros ya no creen, porque
no hacen oración. Hay que volver a la oración. El mínimo de oración que podemos
rezar son: el Credo, siete Padrenuestros, siete Avemarías y siete Glorias: cinco en
honor de la llagas de Jesús, uno por las intenciones del Santo Padre, y uno para pedir
el don del Espíritu Santo”.

En otras ocasiones nuestra Madre nos ha pedido rezar por la “Conversión de


Rusia” y el perdón del pecado. Nos ha dado ánimo al decirnos: “¿Qué no estoy aquí que
soy tu Madre?”. Pero ahora pone énfasis en el Espíritu Santo y en el pedir para
recibirlo. ¿Qué no lo recibimos cuando fuimos bautizados y luego en su plenitud en la
Confirmación? Al decirnos que pidamos el don del Espíritu Santo, lo hace con razón.
Ella sabe muy bien que nuestra preparación no fue adecuada y nos hemos hecho flojos
en la oración, por eso carecemos del Espíritu Santo.

San Pablo cuando se hallaba en Éfeso pudo ver a los discípulos y saber si estaban
llenos del Espíritu o no (cf. Hechos 19). Nuestra Madre nos ve desde el Cielo y puede
saber que estamos en las mismas condiciones que estuvieron esos hombres de Éfeso:
bautizados pero sin el poder del Espíritu Santo en nosotros. Es porque no lo tenemos
que lo necesitamos y hay que pedir por ese don a diario.

Hay mucha ignorancia sobre la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, el


Espíritu Santo. En parte viene por la carencia de fe que tenemos. No creemos en el
poder del Espíritu de Dios. Decimos que Jesús es el mismo hoy, ayer y mañana, pero
hacemos la excepción de ciertas cosas como sanaciones, orar en lenguas, profecías y
milagros. Se nos olvida que el Señor Jesús nos prometió que el que cree en Él hará las
mismas cosas, y aún cosas mayores (cf. Juan 14, 12). La falta de fe, como avisa la
Virgen, viene de no hacer oraciones y porque no hacemos oración perdemos el poder
de ella.

Estamos a punto de cruzar una línea muy delicada: podemos cruzar a la catástrofe
o a la conversión. La conversión solamente puede venir a través del Señor Jesús:
teniendo un encuentro personal con Él. El Espíritu Santo es el único que puede hacer
ese encuentro posible. Pero necesita tu cooperación, tu voluntad.

Si has llegado a esta página de este libro es porque el Espíritu Santo te ha guiado
hasta este momento. ¿Ahora qué?

Te suplico sinceramente de todo corazón y con toda humildad que hagas lo posible
y lo imposible para apegarte más y más al Espíritu Santo. Es esencial que lo hagas y te
digo porque: solamente así vas a ser feliz, solamente con Cristo vas a tener una vida
plena, solamente con el poder del Espíritu Santo vas a lograr lo que más quieres en
esta vida y solamente así vas a regocijarte en la presencia del Padre. Es necesario que
te confieses y comiences de nuevo. Es necesario que comulgues porque el Señor
anhela compartir su vida contigo.

Te invito a ser un católico vivo, activo, alegre y “ahondar en la profundidad de la


fe”. Ve a Misa lo más seguido posible, no faltas de ir los domingos. Haz las oraciones de
que habla la Virgen de Medugorie, agrégale algo de los Evangelios (puedes meditar las
lecturas del día), reza un Salmo y un rosario. Verás cómo tu vida va cambiando,
mejorando cada vez más.
También te invito a repasar este libro otra vez, deja que cuestione tu fe. Crece en
ella. Sería maravilloso escuchar la voz del Señor dirigida a ti personalmente: “Tu fe te
ha salvado; vete en paz” (Lucas 7, 50).

Sin fe es imposible agradar a Dios.

INDICE

Agradecimientos………………………………………………..3

Introducción………………………………………………………4

Cómo Usar Este Libro………………………………………..6

Creo en Dios Padre Todopoderoso……………………….7

Jesucristo, Hijo Único de Dios……………………………14

Se Hizo Hombre………………:……………………………….21

Nació de la Virgen María……………………………………26

Fue Crucificado…………………………………………………33

Resucitó……………………………………………………………36

Creo en el Espíritu Santo…………………………………….39

La Iglesia…………………………………………………………..45

La Comunión de los Santos………………………………….53

El Perdón de los Pecados……………………………………..55

La Resurrección de la Carne y la Vida Eterna…………59

Conclusión………………………………………………………….62
Índice…………………………………………………………………66

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