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Edward Herskowitz
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Edward Herskowitz
Tula, Hidalgo
Teléfono: 01-773-680-0276
AGRADECIMIENTOS
UNA obra, sea pequeña o grande, depende de muchos para llegar a estar terminada.
Igual con este libro que es el fruto de muchas personas algunas conocidas, otras no,
pero cada una contribuyó algo esencial.
El éxito o fracaso de este libro en gran parte cae en tus manos, estimado lector. Le
ruego a Dios que si este libro le da honor y gloria, que sea a través de ti.
INTRODUCCION
PROFESAMOS nuestra fe en Dios Trino y su Iglesia cada domingo que asistimos a
Misa. ¿Sabemos lo que profesamos? ¿Entendemos lo que hacemos y decimos? Creer en
algo, en el sentido más estricto de la palabra, significa acogerlo mentalmente, dejar
que impregne la imaginación y luego vivir esa creencia. Al creer en una cosa o en
alguien, se hace parte de ti.
A pesar de todo esto, sí hay que creer ciertas cosas que no se entienden porque son
revelaciones que vienen de Dios. Estas revelaciones hay que aceptarles en fe. Por
ejemplo: No se puede entender el misterio de la Santísima Trinidad, pero sí podemos
entender que hay un Padre, un Hijo y un Espíritu Santo, ¿verdad?
Pero no pasó mucho tiempo hasta que la Iglesia quiso recoger lo esencial de la fe
en resúmenes destinados no sólo a los creyentes sino principalmente a los candidatos
al bautismo, los catecúmenos.
Esta obra, por insuficiente que sea, es un comentario o explicación del Credo y
también es la expresión de mi propio Credo: lo que Dios me ha enseñado para poder
decir con toda firmeza y sinceridad: CREO.
COMO USAR ESTE LIBRO
ESTE libro se puede usar de dos maneras: para estudio en grupo o estudio personal,
sea para reflexionar y crecer en la fe.
Aunque no hay preguntas establecidas al final de cada capítulo, no será difícil para
la catequista elaborar algunas preguntas abiertas, que no se pueden contestar con un
“sí” o un “no”, ayudarán al discípulo a reflexionar un poco. Esto es bueno. Necesitamos
más meditación sobre la Palabra de Dios y las cosas de Dios.
Las referencias bíblicas y las del Catecismo de la Iglesia Católica (CIC) que se
encuentran a menudo, se buscan y se leen para ampliar el conocimiento.
Usando este libro como meditación personal también es fácil. Uno puede seguir las
sugerencias que se han dado para estudio en grupo, formulando preguntas propias del
tema.
También hay otra pista muy importante: cuando un renglón, frase o idea le resalta,
es bueno dejar de leer en ese momento y ponerse a pensar en lo que le ha llamado la
atención. Cada capítulo puede dar como resultado una meditación. Se lee subrayando
lo que impresiona y al terminar el capítulo se piensa en los puntos más interesantes
revisando lo subrayado. Déjese cuestionar por las ideas presentadas aquí.
En todo caso, el autor les desea a cada lector un “viaje” agradable en cada página
con el resultado de que su fe vaya creciendo igual que su conocimiento de Dios para
acercarse más a Él y así poder amarle con todo el corazón, sin reserva alguna.
1. CREO EN DIOS, PADRE TODOPODEROSO
NUESTRA profesión de fe comienza por Dios, porque Dios es el Primero y el Ultimo
(Isaías 44, 6), el Principio y el Fin de todo:”Yo soy el alfa y la omega, dice el Señor Dios,
el que es, el que era y el que ha de venir, el Señor del Universo” (Apocalipsis 1, 8). El
Credo comienza con Dios Padre porque el Padre es la Primera Persona de la Santísima
Trinidad. “Creo en Dios”: Esta primera afirmación de nuestra fe es fundamental. Todo
el Credo se basa en Dios Padre el Creador; todo lo que sigue depende de esta primera
verdad.
Desde el principio del ser humano, él siempre ha tenido la idea de que hay algo o
alguien superior, una fuerza mayor, un ser supremo, algo inexplicable. Cuando el ser
humano comenzó a cuestionar la vida, el mundo y el universo se puso a pensar que
tenían una causa. ¿Sería posible que hubiese existido desde siempre? ¿Tuvo principio?
¿Tendrá fin? Y todavía más importante, el ser humano se preguntaba ¿De dónde
venimos? y ¿A dónde vamos? De estas preguntas y pensamientos surgió la idea que
era posible que sí existía un Ser Supremo. Algunos decían que no solamente había uno,
sino eran varios: dioses del sol, de la luna, del aire, del fuego, etc. Se fue pensando más
y más en un Ser Supremo, un Ser trascendente, inteligente y bueno. A éste ser se le
puso el nombre: Dios. Con el tiempo ese Dios se fue revelando como una persona viva,
un juez justo, legislador, creador y finalmente se reveló como un Padre Amoroso.
La revelación del Nombre “Yo soy el que soy” contiene la verdad que es fuente de la
plenitud, que es la perfección. Dios se reveló como el que es “rico en amor y fidelidad”
(Éxodo 34, 6). En todas sus obras muestra su benevolencia, bondad, gracia, amor,
constancia, fidelidad y su verdad. Por eso, las promesas del Señor siempre se realizan;
sus palabras no pueden engañar. Por ello nos podemos entregar con toda confianza a
la verdad y a la fidelidad de la palabra de Dios en todas las cosas.
YHWH ES DIOS
Para conocer a Dios uno tiene que ser pobre; despojarse de sus propias ideas, abrir
la mente y decir “Creo, ¡pero ayuda mi poca fe!” (Marcos 9, 24). Y luego esperar. El
pobre es el que siente que le falta algo, el que no ha llegado, el que está en camino y en
búsqueda. Sabe que no puede confiar en lo que tiene. Su fuerza es el Señor. Al decir
“yo creo” es ofrecerle a Dios el corazón y la mente vacíos para que Él los llene
sabiendo con toda certeza que lo hará. Profesar “yo creo” quiere decir dejar de
depender de nuestro juicio y depender de Dios con la fe que nos ha dado.
San Pablo nos dice que toda paternidad humana se deriva de la paternidad de Dios.
Dios es nuestro Padre en el sentido que nos conoce íntimamente. “Señor, tú me
examinas y conoces: sabes cuándo me siento y cuándo me levanto; tú conoces de lejos lo
que pienso; tú sabes si camino o si me acuesto, tú conoces bien todos mis pasos” (cf.
Salmo 139).
Dios es nuestro Padre en el sentido de que nos dio vida, nos creó. Es nuestro Padre
porque nos amó desde antes de la Creación. “Con amor eterno te he amado…”
(Jeremías 31, 3). Él hizo la tierra y todo lo que contiene para darnos un lugar donde
vivir. Dios es nuestro Padre en el pleno sentido de la palabra.
Dios es Creador. Alguien que no cree que su existencia es a cada minuto de cada
día el resultado de y efecto del amor de Dios, no tiene fe. Dios se glorifica en crear al
hombre y darle vida para que el hombre lo glorifique viviendo la vida en su plenitud.
Dios se vuelve a glorificar al perdonar el hombre cuando peca y, se glorifica todavía
más cuando misericordiosamente salva al hombre. Su gloria, no la nuestra, es el objeto
de nuestra existencia.
LA GLORIA DE DIOS
La Biblia comienza con estas palabras: “En el principio Dios creó el cielo y la tierra”
(Génesis 1, 1). Dios es la causa de cada movimiento, de cada ser que existe, visible o
invisible: de todo lo que vive. Toda creación de una manera especial es Emmanuel:
Dios con nosotros. Viste las flores del campo, no deja que ningún pájaro caiga del cielo,
deja que el sol brille sobre todos, que la lluvia nos moje igual. Es Creador de todo lo
que existe y todo lo que existe tiene una marca indeleble de su paternidad buena.
Tomó nada en sus manos y le dio forma, como resultado nombró y colgó en su lugar a
cada estrella. Creó los cielos, la tierra, el aire, el agua, cada animal, árbol frutal,
verdura, pez, ave, gusano, insecto: todo lo que tiene vida y existencia. Y, le dio una
vista buena a su creación. Le dio un sentido de vida, sea para alimentar, para sanar,
para dar gusto, para amar y ser amado. Sea lo que sea, el Creador tuvo un propósito
para toda su creación.
Tomó un granito de arena, de polvo, y le sopló vida haciendo de cada grano un ser
humano. Pero no fue tan simple. Nos creó con inteligencia y sabiduría, con la
capacidad de pensar, razonar y escoger. Pero sobre todo nos creó con un alma, nos
creó materia y espíritu. Somos un complejo superior a cualquier otro ser que vive en
la tierra. Tan importante somos para Dios, que se quedó grabado nuestro nombre en
la palma de su mano (Isaías 49, 16). ¿Por qué tanta molestia? Porque nos ama: “Con
amor eterno te he amado, por eso prolongaré mi favor contigo” (Jeremías 31, 3). Hizo el
universo para darnos un lugar para vivir. Al principio se llamó Paraíso.
El mundo ha sido creado para la gloria de Dios, no para aumentarla, sino para
manifestarla y comunicarla. Porque la gloria de Dios es el hombre vivo, y el fin último
de la creación es que Dios, Creador de todo lo que existe, se hace “todo en todas las
cosas” (1 Corintios 15, 28).
Pertenecemos a Dios. Existimos para Él. Hacer su voluntad debe ser mucho más
importante para nosotros que hacer la nuestra. “…Yavé me lo dio, Yavé me lo ha
quitado, ¡que su nombre sea bendito!” (Job 1, 21). Como su pertenencia, Él tiene el
derecho de intervenir en nuestra vida. Si permite que nos desfiguremos a través de un
accidente, es su derecho. Si permite que alguien se haga rico de un día para otro
porque se ganó un premio, eso es su deber. Si permite que alguien sea elegido para un
puesto importante en vez de alguien más, también es su deber. Hay que confiar en las
palabras de san Pablo: “…lo que sufrimos en la vida presente no se puede comparar con
la gloria que ha de manifestarse después en nosotros…También sabemos que Dios
dispone todas las cosas para bien de los que lo aman…” (Romanos 8, 18.28).
Al terminar su obra, Dios vio que todo era bueno, muy bueno lo creó. Nos creó con
la capacidad de responder a su amor, de aceptarlo o rechazarlo, de ser colaboradores
o no. Quiso que fuéramos salvadores junto con Él, responsables uno por el otro. Quiso
intercesiones, sacramentos, redención, comunión de los santos, que cada persona
fuera un instrumento para cambiar a los demás. Por eso hay que orar por los demás.
Dios quiere que seamos felices como hijos suyos.
“Pero Dios dejó constancia del amor que nos tiene y, siendo aún pecadores, Cristo
murió por nosotros” (Romanos 5, 8). Quizá algunos pregunten, ¿por qué no vino el
Padre? Porque hizo algo mejor: mandó el mejor que tenía. No mandó a un sirviente, ni
a un profeta, tampoco mandó a un ángel, sino que mandó a su Hijo Único (cf. Juan 3,
16).
REGLAS DE DIOS
Porque nos ama y quiere lo mejor para nosotros, Dios nos ha puesto unas reglas.
“…amarás a Yavé, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas”
(Deuteronomio 6, 5). Este es el primero de los Mandamientos y está sobre los demás.
Nuestro primer amor debe ser de nuestro Padre Dios, el que nos ama tanto que nos
dio vida para poder estar unidos con Él. El amor es lo que nos hace plenamente felices.
Sin amar a Dios no hay verdadero amor de alguien mas.
Tanto nos ama que no quiere que nada ni nadie se interponga. Por eso nos manda,
como parte de este primer mandamiento, “No tendrás ídolos, no te harás figura alguna
de las cosas que hay arriba en el cielo o aquí debajo en la tierra, ni de lo que hay en las
aguas debajo de la tierra. Ante ellas no te hincarás ni les rendirás culto…”
(Deuteronomio 5, 8-9). Dios impone dos mandamientos más que se refieren a Él: “No
tomarás el nombre de Yavé, tu Dios, en vano…Cuida de santificar el día sábado…”
(Deuteronomio 5, 11-12). No pide mucho de nosotros. Solo amor, respeto, fidelidad y
obediencia.
Si en verdad creemos en Dios hay que hacer lo que pide de nosotros. Al hacer estas
cosas se hacen porque lo amamos, no por otra razón. Nuestra preocupación
primordial debe ser amar a Dios sobre todas las cosas.
DIOS ES TODOPODEROSO.
Por otro lado, san Agustín dice que Dios nos creó sin nosotros, pero no nos puede
salvar sin nosotros. El sufrimiento, agonía, crucifixión, muerte y resurrección de
nuestro Señor Jesucristo fueron en vano si nosotros no los aceptamos. Dios no nos
obliga a aceptar la salvación aunque sí usaría todos los medios para convencernos.
Esto no quiere decir que Dios se encuentra obstaculizado por algo fuera de Él. Como Él
es Verdad y las leyes de la razón son la verdad, no puede estar contra sí misma.
El creer en un Dios Único y amarlo con todo el ser tiene consecuencias inmensas
para toda nuestra vida (cf. CIC 222-227):
Reconocer la grandeza y la majestad de Dios. Dios debe ser el primer servido.
Vivir en acción de gracias. Si Dios es el Único, todo lo que somos y todo lo que
poseemos viene de Él.
Reconocer la unidad y la verdadera dignidad de todos los hombres. Hemos
sido hechos a imagen y semejanza de Dios. Somos custodios porque vive en nosotros.
Usar bien las cosas creadas. La fe en Dios nos lleva a usar de todo lo que no es Él
en la medida en que nos acerca a Él, y separarnos de ello en la medida en que nos
aparta de Él.
Confiar en Dios en todas las circunstancias, incluso en la adversidad.
Verdaderamente Él es Dominus.
2. JESUCRISTO, HIJO ÚNICO DE DIOS.
¿QUÉ idea hemos formado de Dios? ¿Cómo le dirigimos? ¿Cómo lo imaginamos?
¿Ante qué imagen de Él preferimos hacer nuestra oración? ¿Cómo lo presentamos a
nuestros hijos, amigos o cualquiera que puede conocerle mejor a través de nosotros?
Porque Dios quiere que lo conozcamos nos ha dicho que es Padre, que es Hijo y
que el amor que se tienen el uno al otro es su Espíritu. Nos ha revelado que los tres
comparten todo lo que tienen, que entre ellos es una comunión de amor. “Todo lo mío
es tuyo y todo lo tuyo es mío” (Juan 17, 10). Así quiere que seamos nosotros: un grupo
de personas que se aman unas a otras.
¿Cómo podemos seguir pensando en un Dios solitario? Dios es el Ser que tiene que
ser múltiple para ser Único. No hay Dios, no hay hombre ni mujer, no hay amor en el
aislamiento o egoísmo de una persona solitaria. El Hijo ama al Padre y el Padre ama al
Hijo: no hay amor sin tener alguien a quien amar. El amor entre el Padre y el Hijo se
llama el Espíritu Santo. No hay lugar en el cristianismo para la felicidad en solitario.
Al revelarse como Hijo también nos revela que el Hijo tiene nombre. Buscando en
la Biblia los diferentes nombres o títulos que tiene el Hijo nos podemos confundir.
“Emmanuel”, “Hijo del Hombre”, “Verbo de Dios”, “Cristo”, “Mesías”, “Cordero de Dios”,
etc. son varios nombres y títulos. Su nombre es “Jesús”.
HIJO DE DIOS
“Esta gloria que me diste, se la di a ellos, para que sean uno como tú y yo somos uno.
Así seré yo en ellos y tú en mí, y alcanzarán la perfección en esta unidad. Entonces el
mundo reconocerá que me has enviado y que yo los he amado como tú me amas a mí”
(Juan 17, 22-23). Este es el deseo de Cristo para cada uno de nosotros. Para lograrlo su
vida tuvo que ser de alabar al Padre, de estar en su presencia y en comunicación con
Él a menudo. Nunca debemos pensar en el Hijo sin el Padre, “Pues ésta es la vida
eterna: conocerte a ti, único Dios verdadero, y al que enviaste, Jesús, el Cristo” (Juan 17,
3).
Antes de ser hijo de María y nuestro hermano, Jesús es Hijo de Dios. Toda su vida
interior fue una intimidad cariñosa con su Padre. Mientras hacía oración fue
alimentado. “Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y llevar a cabo su obra”
(Juan 4, 34).
Desde adolescente, Jesús buscaba cada oportunidad para estar con el Padre. A los
doce años se quedó en el templo tres días sin que sus padres supieran donde estaba.
Al encontrarlo, su respuesta fue muy sencilla, “¿Y por qué me buscaban? ¿No saben que
tengo que estar donde mi Padre” (Lucas 2, 49). El niño, quizá no se había dado cuenta
que sus padres se habían ido. El tiempo pasó y ni siquiera le dio hambre. Estaba feliz
en la casa de su Padre donde todo estaba bien, tranquilo y su presencia era su deleite.
Jesús nos dio un tesoro de gran valor al invitarnos a llamarle Padre a Dios. Con esto
estaba compartiendo con nosotros el poder que se le había dado en el cielo y en la
tierra (cf. Mateo 28, 18): el poder que un hijo tiene sobre su padre.
“He manifestado tu Nombre…” (Juan 17, 6). El nombre de una persona expresa su
esencia, su identidad y el sentido de su vida. Dios tiene un nombre. No es una persona
anónima. Cuando Jesús comunica el nombre de Dios —Padre— nos da a conocerlo.
Así, es más capaz de ser íntimamente conocido y de ser invocado personalmente.
Jesús, al darnos conocer el nombre, nos comparte la ventaja que tiene nuestro
Hermano mayor de saber que Dios es nuestro Padre y lo podemos conocer tal como
es. “El que me ha visto a mí ha visto al Padre” (Juan 14, 9). Como verdadero Hijo de
Dios, Jesús tenía todas sus características y las hizo nuestras. Compartió lo que más
quería con nosotros, nos dio a su Padre para que sea Padre nuestro.
“Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo Único, para que todo el que crea en
él no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Juan 3, 16). Aunque solamente hay un
Cristo se puede ver desde tres diferentes puntos de vista: Cristo de la historia; Cristo
de la fe; Cristo de la vida.
Durante tres años caminó de pie de ciudad en ciudad, de una aldea a otra. Tenía
muchos seguidores, la mayoría hombres sin preparación. Eran pescadores, obreros y
un cobrador de impuestos. No se sabe si sabían leer o escribir. Dicen que cuando
tenían hambre él sacaba pan de no se sabe donde y les daba a todos de comer: hasta
cinco mil hombres sin contar mujeres y niños. Fue bautizado en un río, el Jordán.
Nunca fue casado, no tuvo un domicilio permanente. Era tan pobre que no tenía ni
un burro a su nombre. No era militar ni oficial de un templo. Se puede decir que era un
hombre común.
Y al final de todo, los judíos lo condenaron porque dijo que era Hijo de Dios y los
romanos lo condenaron porque dijo que era un rey. Murió muy violentamente clavado
en una cruz. Dicen unos que resucitó al tercer día, otros dicen que fue mentira, aunque
existen pruebas que sí resucitó. Algunos admitieron que era un gran profeta, otros que
es el Mesías, o el Salvador del mundo y pocos que verdaderamente es el Hijo de Dios.
Lo raro de todo esto es que aunque nunca fue presidente de ningún país ni se
recibió de ninguna universidad, ni siquiera fue padre de familia, y solo vivió treinta
tres años: cambió el mundo. Hasta el calendario se cambió en su honor. Ahora se
cuentan los años antes o después de su nacimiento. No cabe duda: fue un hombre muy
importante y se hizo muy famoso.
2. Cristo de la Fe. Cuando uno tiene fe en el Señor Jesús se dice que cree en Él. Se
cree en Jesucristo como verdadero Dios y verdadero hombre, que es el Salvador, el
Redentor de la humanidad y el Hijo de Dios: la segunda Persona de la Santísima
Trinidad.
Aceptamos con nuestra inteligencia y por el don de fe que por obra del Espíritu
Santo nació de la Virgen María, sufrió, murió y resucitó por nosotros para el perdón de
los pecados.
Hace milagros y curaciones sin número. Habla de los milagros como testimonio de
su presencia, como afirmación de su Divinidad, como signo de amor a los demás. Los
milagros son para reafirmar la fe. Jesús nos dice que son señales de la presencia del
Reino de Dios, el poder del bien está triunfando sobre el mal: “Pero si yo echo los
demonios con el soplo del Espíritu de Dios, comprendan que el Reino de Dios ha llegado a
ustedes” (Mateo 12, 28).
Jesucristo tiene solamente una ley y una meta. Su ley es la ley del amor, su meta es
hacer la voluntad del Padre. No hay más, no se necesita más. “El entusiasmo de la gente
era increíble; y decían: «Todo lo ha hecho bien; los sordos oyen y los mudos hablan”
(Marcos 7, 37).
La ley del amor nos dice: “ama a Dios con toda tu alma, con todo tu corazón, con
toda tu mente, y con todas tus fuerzas y también a tu prójimo del mismo modo,
como Cristo te ama”. Si amamos así, entonces no pecaríamos, no violaríamos los
derechos de nuestros hermanos, ni robaríamos ni contaríamos mentiras contra ellos.
Respetaríamos sus bienes y no los codiciaríamos, tampoco cometeríamos adulterio
porque amaríamos como Jesús nos ama.
Hacer la voluntad del Padre es tirar nuestro egoísmo, soberbia y caprichos por
fuera de la ventana para hacernos humildes y mansos de corazón (Mateo 11, 29). Hacer
la voluntad de Dios es llevar su Buena Nueva, anunciando el Reino de los Cielos a todo
mundo (Mateo 28, 19). La voluntad de Dios es reconocer a su Hijo Jesús como
verdadero hombre y verdadero Dios, seguirlo y guardar su mandamiento del amor.
Creer en Jesús es tomarlo como ejemplo para vivir la vida con más justicia, paz y
amor. Jesús lo dice y lo promete: “…el que cree en mí hará las mismas cosas que yo
hago, y aún hará cosas mayores” (Juan 14, 12).
No basta creer en Jesús. Hay que creerle a Jesús. Tener fe es aceptar su palabra,
hacer lo que pide de nosotros.
3. Cristo de la Vida. Viéndolo bien Cristo no puede ser el Cristo de la vida hasta
que no lo aceptemos en nuestro corazón y lo hagamos el centro de nuestra vida.
Podemos ver y aceptar a Cristo desde este punto de vista solamente entregados a su
vida. “Yo soy la vid y ustedes las ramas. Si alguien permanece en mí, y yo en él, produce
mucho fruto, pero sin mí no pueden hacer nada” (Juan 15, 5)
Cristo no puede ser el Cristo de la vida hasta que aceptemos que está vivo. No
solamente murió en la cruz también resucitó y vive. No está muerto sino que vive en
todo y en todos. Dice, “Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie viene al Padre sino
por mí” (Juan 14, 6). Cuando en realidad lo aceptamos como verdadero Señor nuestro
y hacemos todo el esfuerzo para seguirlo, entonces vamos viendo mas claro el camino
que nos llevará donde el Padre.
¿Qué tendría que cambiar en tu vida para que Jesús fuera Señor de tu vida? ¿De tu
familia? ¿De tu trabajo? ¿Escuela? ¿Dinero? ¿Cómo imaginas tu vida con el Señor Jesús
al centro de ella?
Cuando Jesús está en nuestra vida pero en la periferia lo tenemos dando vueltas y
vueltas, siempre a la mano por si hay necesidad de “usarlo”. Nos acordamos de Él
cuando algo grave ocurre. Si todo va relativamente bien en nuestra vida, no
necesitamos del Señor. Pensamos que nosotros podemos con nuestra propia fuerza y
Jesús es necesario solamente en los casos difíciles. Cuando Jesús no responde a
nuestras necesidades, nos enojamos con Él y consecuentemente nos alejamos más y
más cada vez.
Vamos a misa cuando nos “nace” y no tenemos algo más importante que hacer. Ir a
misa una vez al mes es más que suficiente. Nuestras oraciones son de pedir la mayoría
del tiempo. Aunque de repente nos sale un “Dios mío” cuando enfrentamos con un
peligro. Nos acordamos de “decir” un Padrenuestro o un Avemaría de vez en cuando.
Aun cuando vamos al rosario de un querido difunto nos quedamos platicando con
alguien que no hemos visto en mucho tiempo. También nos persignamos cuando
pasamos rápidamente frente a la iglesia porque no “tenemos tiempo” de entrar.
Decimos que somos creyentes pero no practicantes. Otra contradicción. Jesús está en
nuestra vida pero muy a la orilla y difícil de ver.
Al hacer a Jesús el Señor de nuestra vida lo ponemos al centro como eje alrededor
de cual da vueltas nuestra vida. Con Jesús al centro hacemos oración diaria, aún varias
veces al día. Constantemente nos viene el pensamiento de que Jesús está con nosotros,
que está vivo y nos acompaña en todo momento del día y de la noche. Lo podemos ver
en nuestros hermanos, hasta y especialmente en los más despreciados.
San Pablo nos dice que hay que orar en todo tiempo: “Estén siempre alegres, oren
sin cesar y en toda ocasión den gracias a Dios: ésta es, por voluntad de Dios, vuestra
vocación de cristianos” (1ª Tesalonicenses 5, 17).
Para hacer de Jesús el Señor de nuestra vida hay varios pasos a seguir: conocerlo,
aceptarlo; invitarlo a acompañarnos; consagrarse a Él, rindiendo cada área de nuestra
vida a su Señorío. Es una consagración total. Nada debe quedar sin entregarse al
Señorío de Jesús.
3. SE HIZO HOMBRE
“LA VIRGEN está embarazada y da a luz un varón a quien le pone el nombre de
Emmanuel” (Isaías 7, 14).
Emmanuel, una palabra tan sencilla y tan complicada. Quiere decir: Dios con
nosotros. Y si con eso nos satisfacemos cuando menos creemos en algo. Pero lo
complicado viene cuando pensamos en qué quiere decir: Dios con nosotros. Él ya no
está aquí en la tierra, ya no vive en Galilea. Pero, ¿qué tal si viviera aquí, en nuestro
pueblo? Y si lo viéramos en la calle, ¿lo reconoceríamos? ¿Si hubiéramos vivido en su
tiempo, hace dos mil años, ¿habíamos reconocido a Cristo? ¿Cómo?
No hay nada más alejado de la verdad que el cristiano que piensa que si hubiera
vivido hace veinte siglos podría estar más cerca al Señor Jesús. Al contrario, ¿sería
posible que nuestros vicios hubieran hecho que un velo cubriera nuestros ojos para
no reconocerlo?
Los Evangelios nos revelan cómo Dios nos trata y cómo nosotros maltratamos a
Dios. No hay que pensar que aquellos que torturaron a Cristo, los que lo condenaron a
la muerte, ni los que lo clavaron en la cruz fueron peor que nosotros. Pasa lo mismo
hoy, el ser humano no cambia.
Ellos hacían todo con buenas intenciones, por el bien común. Pensaban que
seguían su conciencia, que era lo correcto. Defendían a su Dios, y crucificaron a Jesús.
Como nosotros que hacemos tanto mal en el nombre del Señor. Las guerras que
peleamos en el nombre de Dios. Las ejecuciones que hacemos en nombre de la justicia.
¿Cuál justicia? ¿Es justo torturar un preso? “Padre perdónalos, porque no saben lo que
hacen” (Lucas 23, 34).
Juan Bautista lo dijo muy claro: “…hay uno en medio de ustedes a quien no conocen”
(Juan 1, 26). Durante treinta años Jesús vivió entre su gente, jugando, trabajando,
haciéndoles favores, platicando y comiendo con ellos y lo trataron como a cualquiera.
No sabían quien era.
Los apóstoles tuvieron una experiencia muy parecida. “Hace tanto tiempo que estoy
con ustedes ¿y todavía no me conoces, Felipe?” (Juan 14, 9).
Después de dos mil años nos puede decir lo mismo a nosotros: “Ha pasado tanto
tiempo y todavía no me conocen. No han entendido que tengo hambre, tengo sed, que
soy pobre, que soy indígena, soy niño de la calle, sufro en ustedes. No han entendido
que yo estaba donde no había nada de que admirar ni apreciar; estaba precisamente
donde pensaban que no me veían”.
Después de los siglos la presencia de Cristo sigue siendo oculta, a pesar de que
Jesús está encarnado en cada uno de los bautizados. Su presencia está oculta porque
tenemos los ojos cerrados, vendados o simplemente volteamos la vista a otro lado.
Por miles de años los judíos se prepararon para recibir al Mesías. Su adviento duró
dos mil años, y al fin llegó el Mesías y no lo recibieron. Había muchos que creían en lo
que sus padres contaban, en los Maestros de la Ley, los escribas y los teólogos.
Aprendieron su “catecismo” bien, memorizaron las Sagradas Escrituras y al oír el
primer versículo de un Salmo recitaban el resto. Eran el pueblo de Dios, escogidos por
Él y Dios estaba con ellos pero no lo tomaron en cuenta. Decían: “…¿qué cosa buena
puede salir de Nazaret?” (Juan 1, 46).
En cuanto a nosotros, los israelitas modernos, hay que tener cuidado de no
apegarnos a las fórmulas de dogma y perder el sentido; no hay que enfocarnos en los
signos y olvidar lo que significan; hemos creído por tanto tiempo que nuestra fe se ha
enfriado. ¿Creemos en Dios o en aquellos que nos hablan de Dios?
“Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros
ojos. Lo que hemos mirado y nuestras manos han palpado acerca del Verbo que es Vida”
(1ª Juan 1, 1). Algún día podremos decir un gran amén a estas palabras de San Juan.
Un verdadero encuentro con el Resucitado nos lleva a una conversión. Todos los que
se encontraron con Jesús ya tenían una religión, Los que decidieron seguirlo tuvieron
que rechazar mucho de su religión, de cambiar ideas aceptando una manera nueva de
pensar y actuar. Muy diferente a lo que estaban acostumbrados.
El mejor ejemplo que nos da la Biblia es el de san Pablo. Este era un hombre bien
adoctrinado en las Sagradas Escrituras, tenía todos los conocimientos necesarios para
ser un gran testigo. Y fielmente cuando su religión fue amenazada, cuando atacaron a
su Dios (según su punto de vista) lo defendió con toda valentía junto con su credo y
tradiciones.
Luego llegó ese día tan sorprendente: Pablo quedó atónito. Se quedó con la boca y
los ojos abiertos pero no podía ver y lo único que salió de su boca fue, “¿Quién eres,
Señor?” (Hechos 9, 5). El Dios que había conocido tan bien y al que servía con tanto
fervor se evaporó y tuvo que comenzar nuevamente: no lo conocía. Cristo se encarnó
en Pablo para que pudiera decir con toda humildad y certeza: “…no vivo yo, sino que
Cristo vive en mí…” (Gálatas 2, 20).
Si no hemos conocido a éste Jesús, ¿de quién es la culpa? ¿De Él o nuestra? En las
Sagradas Escrituras Dios toma la iniciativa. Desde Génesis: “¿Dónde estás?” Hasta el
Apocalipsis: “Mira que estoy a la puerta y llamo…”. Él tomó la iniciativa, se hizo hombre
y vino a este mundo a vivir entre nosotros, “Hoy ha nacido para ustedes en la ciudad de
David un salvador, que es Cristo Señor” (Lucas 2, 11).
En ese momento de gozo y alegría descubrimos “…no somos nosotros los que hemos
amado a Dios sino que él nos amó primero y envió a su Hijo como víctima por nuestros
pecados: en esto está el amor” (1ª Juan 4, 10).
Con nuestros ojos abiertos nos vemos a nosotros mismos junto a Él. Lo veremos
con una claridad que no pensábamos posible. Tan clara será nuestra visión que
podremos ver todo lo que hemos escondido, nuestras fallas y pecados, aunque
hayamos estado o no consientes de ellos. Escucharemos su voz diciéndonos las cosas
que siempre nos ha dicho pero no hicimos caso. Sabremos lo que pide de nosotros. Su
presencia será tan real que lo magnífico y radiante de su rostro será más de lo que
hemos imaginado y a la vez tan sencillo y tan común, como la del hermano. Y nos
oiremos diciendo, como muchos han dicho, anteriormente: “…Maestro, ¡qué bueno que
estamos aquí!…” (Marcos 9, 5).
¿Por qué tanto gozo y alegría? Porque al fin nos daremos cuenta que Jesús, a quien
creíamos invisible, es visible y ha estado con nosotros desde siempre. Lo que pasó es
que no lo habíamos reconocido: “Hay uno en medio de ustedes a quien no conocen”
(Juan 1, 26).
Jesús se hizo hombre. Esto quiere decir que es Dios y también es hombre:
verdadero Dios y verdadero hombre. No dejó de ser Dios para hacerse hombre,
sino que retuvo las dos naturalezas: divina y humana. Jesucristo es Hijo de Dios por
naturaleza y no por adopción: “engendrado, no creado, de la misma naturaleza que el
Padre”.
Desde las primeras formulaciones de la fe, la Iglesia ha mantenido que Jesús fue
concebido en el seno de la Virgen María únicamente por el poder del Espíritu Santo,
sin elemento humano de parte de hombre. La misión del Espíritu Santo está siempre
unida a la del Hijo y fue enviado para santificar el seno de la Virgen María y fecundar
por obra divina, el que es Señor de la vida. Por lo tanto, toda la vida de Jesucristo
manifiesta cómo es ungido con el Espíritu Santo y con poder. “Para Dios, nada será
imposible” (Lucas 1, 37).
4. NACIÓ DE LA VIRGEN MARÍA
…Darás a luz a un hijo, al que pondrás el nombre de Jesús. Será grande, y con
razón lo llamarán Hijo del Altísimo…” (Lucas 1, 31-32).
Estas famosas palabras del ángel Gabriel a la Virgen María son proclamadas año
tras año en las liturgias de la Iglesia para recordarnos del hecho de que “Hoy ha
nacido (…) un Salvador, que es Cristo Señor” (Lucas 2, 11).
“El Espíritu del Señor está sobre mí. Él me ha ungido para traer la buena
nueva a los pobres, para anunciar a los cautivos su libertad y a los ciegos que
pronto van a ver, para despedir libres a los oprimidos y para proclamar el año
de la gracia del Señor” (Lucas 4, 18-19).
Dios nos llama a cada uno por diferentes caminos hacia el mismo destino. Nos pide
algo de nosotros según la capacidad que Él nos ha dado. A todos nos toca una gran
parte del plan de salvación. Cada uno camina por un diferente camino poniendo su
granito de arena. Cuando Dios pide algo de nosotros es que ya nos ha dado la manera
de cumplir, nos ha otorgado el don o los dones necesarios. “En cada uno el Espíritu
revela su presencia con un don, que es también un servicio” (1ª Corintios 12, 7).
Hay que descubrir el don o dones que tenemos y ponerlos en práctica para ayudar
a construir el Reino. Pidiéndole al Espíritu Santo que nos ayude en el discernimiento y
como usar los dones que nos ha dado, y lo hará.
Unos 15 años, más o menos, antes de la primera Navidad, Dios Padre estaba
haciendo los últimos preparativos para que toda la humanidad pudiera celebrar el
acontecimiento más grande de la historia.
La pareja de Joaquín y Ana fue bendecida por el nacimiento de una bella niña. Esta
niña era diferente a los demás niños y niñas que habían nacido y tenían el destino de
nacer en este mundo. María fue dotada por Dios con dones a la medida de una misión
muy importante. El ángel Gabriel en el momento de la anunciación la saluda con:
“llena de gracia”. Esto indica que posee la vida divina en su plenitud, que es
favorecida por Dios, escogida para algo maravilloso.
Una de las cosas que separaba esta hija de Joaquín y Ana de los demás es que Dios
la había escogido para ser la Madre de su Hijo. Fue concebida inmaculada, o sea sin la
más mínima mancha de pecado original. Maria fue liberada de esta mancha por los
méritos de Jesús, su hijo que todavía no nacía. Fue necesario que ella estuviera
totalmente poseída por la gracia de Dios para poder dar la afirmación libre de su fe a
la llamada: su vocación.
Así cuando llegó el día que el ángel anunció la gran noticia tenía una buena idea de
lo que le esperaba: calumnias, criticas y quizá peligro de ser apedreada. Aunque fue
sorprendida, a razón de su humildad, en ser escogida, ella consintió ser la Madre de
Dios sabiendo lo que le podría suceder. Pues como esclava su voluntad era cumplir
con amor la voluntad de Dios.
Es verdadera Madre de Dios, no en el sentido de que le dio vida a Dios mismo,
porque eso sería ridículo pensarlo, sino porque es la madre del Hijo eterno de Dios
hecho hombre, que es Dios mismo. Y, por su obediencia ella se convirtió en la nueva
Eva, madre de los vivientes.
Hay que tomar ejemplo de María y aprender como darle gusto a Dios. Maria le
responde al ángel Gabriel: “Yo soy la esclava del Señor; hágase en mí lo que has
dicho”. Esto nos enseña que hay que cumplir con la voluntad de Dios sin cuestionarle.
Y lo primero que hace después de esto es ir apresuradamente a ayudar a su prima
Isabel. Esto nos da el ejemplo de ser serviciales.
Años después en una boda, María dice: “hagan todo lo que Él les mande”. Con
estas palabras nos pide hacerle caso a su Hijo. La Madre nos instruye.
Al nacer Jesús lo visitaron unos pastores porque el ángel de Dios les había dicho
que “Hoy ha nacido para ustedes en la ciudad de David un Salvador; que es
Cristo Señor” (Lucas 2, 11).
Al pie de la cruz estaba María, pero no dice nada. Estaba espantada, horrorizada.
Esto fue su gran acto de amor y humildad. En todo esto hay una lección muy
importante. María nos enseña a vivir el dolor con fe y en silencio.
“Jesús les dijo: «si Dios fuera el Padre de ustedes, ustedes me amarían,
porque de él salí yo y de él vengo. Yo no he venido por iniciativa propia, sino que
él me envió. ¿Por qué, pues, no reconocen mi lenguaje? Porque no pueden
aceptar mi mensaje” (Juan 8, 42-43).
Estas palabras del Señor, muy bien las podría decírnoslas la Virgen María. No
podemos amar al Padre sin amar a María, y no se puede amar a María sin amar al
Padre y su Hijo. Sin embargo constantemente ocurre lo contrario. Hay muchos que no
aman ni a uno ni a otro. Además, la devoción a la Virgen se puede decir que en algunos
casos se ha ido al extremo. Pongo como ejemplo dos hechos. Primero la de una
persona que dijo que quería cambiar de religión pero no podía dejar de creer en su
“Virgencita”. Dejar los sacramentos, dejar la verdadera Iglesia fundada por Cristo sí lo
podía hacer, pero dejar a María, eso no. Segundo: si entra uno a cualquier Iglesia
Católica puede estar seguro que encontrará más gente ante un cuadro o imagen de la
Virgen que en el Santuario donde está el Señor Jesús Sacramentado.
Puede resultar que algunos no crean que el Padre los ama y se olvidan de Él. Esos
mismos aunque no creen en el amor del Padre sí creen en el amor de la Madre y
enfocan su fe en ella. El ser humano es muy propenso a enamorarse de una criatura
sin fijarse en su Creador. Esto sucede muy a menudo cuando no hubo una buena
relación con su papá o cuando hay una separación entre la persona y Dios.
Lo contrario puede ser posible. Hay algunos que no recibieron mucho amor de su
madre y consecuentemente no tienen el cariño para con María que deben tener. Estas
personas —las pocas que sean— tuvieron una mejor relación con su papá que con su
mamá y por eso no tienen tanta devoción a la Virgen que tienen otros. Algunos
prefieren dirigirse directamente a Dios a quien identifican como hombre y no como
mujer. Pueden caer en el peligro de no tener ninguna devoción a la Virgen.
También existen aquellos que piensan conseguir algo de nuestra Señora que no
pueden conseguir de Dios. Creen que ella tiene poderes únicos y exclusivos. O piensan
que le pueden pedir a la Virgen y ella va a hacer que Dios cambie su opinión o
intención. Se sienten más cerca de María que al Ser Supremo. Le atribuyen a ella
hechos maravillosos sin tomar en cuenta que Dios es el origen y la fuerza que hace
todo posible. Dios es el único que hace milagros.
EL OFICIO DE MARÍA
Lo primero que hay que entender es que sólo Dios es Dios y nadie nos ama más
que Él. No hay más que Uno y todos los poderes de sus criaturas son poderes que Él
les dio. Da, y al dar, da el poder de dar. Los dones que nos da no son para
envidiosamente guardarlos para nosotros mismos sino para compartirlos con los
demás.
“Para ser la Madre del Salvador, María fue dotada por Dios con dones a la medida
de una misión tan importante” (LG 56). El ángel Gabriel en el momento de la
anunciación la saluda como “llena de gracia”(Lucas 1, 28). En efecto, para poder dar el
asentimiento libre de su fe al anuncio de su vocación era preciso que ella estuviese
totalmente poseída por la gracia de Dios” (CIC 490). La Iglesia ha sabido que María fue
redimida desde su concepción.
INTERCESORA
María, como todos los santos es intercesora. ¿Qué quiere decir esto? Hay un
sentido común de lo que es ser intercesor: rezar por alguien más. Eso es el sentido
más sencillo. Pero, hay un mal entendimiento sobre la oración que hacemos uno por el
otro. Muchos creemos que nuestra oración está dirigida a Dios con el propósito de
hacerle cambiar su manera de pensar. Le recordamos de una situación que existe en la
cual pensamos que no está enterado o no le está poniendo la debida atención. Después
de articular muchas palabras bonitas le pedimos que cambie los hechos según nuestra
voluntad.
María es Madre porque Dios es Padre. Ella fue la criatura que Dios encontró más
capaz de ser la persona que quiso que fuera: Madre de su Hijo. Cuando ella consintió
en ser la Madre de Dios, ella en ese momento fue la primera en comulgar con Cristo.
Sin embargo, ella sabia que su hijo no le iba a pertenecer a ella, sino que era del Padre.
Durante la niñez y adolescencia de Jesús, ella fue una verdadera madre que le enseñó,
guió, formó y le permitió caminar por el buen camino. Pero, fue al pie de la Cruz que se
realizó como verdadera madre en todo sentido de la palabra porque, allí entregó todo
lo más precioso de su corazón, lo que más amaba en este mundo.
Y al entregar a su hijo al Padre y al mundo fue entonces que ella recibió hijos e
hijas sin número. Todas las gracias, todos los privilegios que ella había recibido desde
su Inmaculada Concepción y su aceptación de lo dicho por el ángel Gabriel fueron
precisamente para este momento.
La obra maestra del amor de Dios es su Iglesia; la obra maestra de la Iglesia son los
santos; y la obra maestra de la santidad es María. Porque Dios la coronó como Reina
del Cielo y la tierra; no hay otro ser humano que pueda alcanzarla ni tomar su lugar.
Ella es única y no habrá otra igual. Todo esto fue posible por su humildad y su fe.
“…¡Bendita eres entre todas las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! (…)
¡Dichosa por haber creído que de cualquier manera se cumplirán las promesas
del Señor!” (Lucas 1,42-45).
MEDIADORA
María ha sido declarada Mediadora. Esto puede ser otra fuente de confusión
porque sabemos que solo Jesús es el Mediador. María y Jesús son tan apegados que
obran juntos. Uno no puede ver a Jesús sin ver a su Madre que está siempre a su lado.
Uno no puede pedirle a María un favor sin pedírselo a Jesús que responde por ella.
Dios hizo a Jesús Mediador, no como alguien que se interpone entre Dios y
nosotros sino alguien que nos une a Dios. En el mismo sentido María es la Mediadora
con Cristo que nos une no solo a su Hijo sino al Padre también. Esta unión es una de
intimidad. María une a toda la Iglesia a su Hijo. Ella fue, al principio, la Iglesia total. Por
su consentimiento ella ha llegado a lo que aspira llegar la Iglesia y algún día llegará.
Nosotros por nuestro bautismo somos hechos parte de la Iglesia, somos injertados
en Cristo e igual como lo hizo María hay que dejarlo crecer y madurar en nosotros
para que demos fruto. “Ustedes no me escogieron a mí. Soy yo quien los escogí a
ustedes y los he puesto para que vayan y produzcan fruto, y ese fruto
permanezca…” (Juan 15, 16).
Jesús no tuvo hermanos carnales. ¿Por qué hay referencias en los Evangelios sobre
los hermanos de Jesús? Los Evangelios están repletos de referencias sobre los
"hermanos" de Jesús (Mateo 12, 46-47; Marcos 6, 2-3; Mateo 13, 55-56, son algunos).
Tomamos el anuncio que le hacen a Jesús: "Tu madre y tus hermanos están afuera y
quieren verte" (Lucas 8, 20).
Muchos han tomado este renglón —u otros— como prueba de que Jesús tuvo
hermanos y consecuentemente su madre, la Virgen María tuvo otros hijos, o sea que
no fue virgen.
Es fácil concluir, de estos textos, que María sí tuvo otros hijos si uno no se pone a
pensar en el uso de las palabras. La palabra "hermano" en tiempos bíblicos igual que
en nuestros tiempos es un término que se usa no sólo con familiares sino también con
personas que tienen algo en común: miembros de la familia, la misma religión, la
misma organización fraternal, etc. Es muy ordinario referirse a miembros de la
comunidad como “hermanos” y “hermanas”. Entre los católicos se está acostumbrando
cada vez más. El bautismo nos hace hermanos de Cristo e hijos de Dios. Si tenemos el
mismo Padre, entonces somos todos hermanos. Todo bautizado es hermano o
hermana de otro bautizado. Es propio, entonces, decirnos “hermanos” o “hermanas”.
Entre los judíos, incluso hoy en día, es propio referirse a otro judío como
“hermano” y, eso es lo que hacían los que le hablaban a Jesús de sus hermanos o
hermanas. Un ejemplo muy claro de esto se encuentra en el Antiguo Testamento
(Génesis 11, 27-28) donde se dice que Lot es sobrino de Abrám. Luego más adelante
en Génesis 13, 8, Abrám le llama "hermano". Se vuelve a nombrar a Lot como hermano
de Abrám en Génesis 14, 14.
Los Evangelios claramente explican que María, la madre de Jesús, no fue la misma
María que fue madre de Santiago, y José: “También estaban allí, observando de
lejos, algunas mujeres que desde Galilea habían seguido a Jesús para servirlo.
Entre ellas, María Magdalena, María, madre de Santiago y de José, y la madre de
los hijos de Zebedeo” (Mateo 27, 55-56). “Cuando pasó el sábado, María
Magdalena, María madre de Santiago, y Salomé compraron aromas para
embalsamar el cuerpo” (Marcos 15, 40-41).
Muy a menudo usamos palabras o frases que, sin darnos cuenta al momento,
tienen doble sentido. Mucho depende de la mentalidad del oyente y en qué sentido
toma lo dicho o lo escrito. Sucede que hay gente que se molesta por lo que alguien dijo,
pero no lo piensa dos veces antes de decir algo parecido con el sentido que él o ella
quiere darle.
Hay casos en que podemos tomar lo dicho o escrito tal como nos convenga mejor.
Como ejemplos hay renglones de la Biblia que aparentemente son contradictorios y si
no los investigamos los podemos interpretar mal. Algunos toman este renglón de la
Biblia y lo interpretan a su gusto: "Y dio a luz a su primogénito…" (Lucas 2, 7).
Interpretan "primogénito" como el primero de muchos. Pero así no es. El uso de la
palabra "primogénito" era para designar el primer nacido aunque fuera el único o el
primero de muchos. La ley de Moisés exigía que el primogénito —el primer nacido—
fuera consagrado a Dios (Éxodo 13, 12). Por eso se refiere a Jesús como el
primogénito, porque tuvo que ser consagrado a Dios (Lucas 2, 22-24).
Nosotros los católicos siempre hemos tenido la fe de que María es virgen, que
Jesús fue su único hijo (concebido por obra del Espíritu Santo sin la necesidad de un
hombre), que María es la Madre de Dios y nuestra madre por ser hijos de Dios y
porque Jesús nos la dio cuando se la dio a Juan.
"El Señor, pues, les dará esta señal: La Virgen está embarazada y da a luz un
varón…" (Isaías 7, 14).
Hay que pedirle a nuestra Madre que interceda no solo por nosotros, sino por
todos los "hermanos" que están equivocados en la manera en que la conciben.
5. FUE CRUCIFICADO
“…pOR ellos voy al sacrificio que me hace santo, para que ellos también sean
verdaderamente santos” (Juan 17, 19).
Jesús comenzó su Pasión mucho antes de que estuviera ante Pilato. En realidad la
comenzó cuando todavía estaba con los Doce en lo que le nombramos la Última Cena.
Algunos piensan que Jesús vino a este mundo a sufrir y “pagar” por nuestros
pecados. Pero ¿a quién le pagó? Y si pagó, ¿por qué tenemos que sufrir nosotros y
pagar por nuestros pecados? Asocian la Pasión de nuestro Señor con el sacrificio: “Se
sacrificó por nuestros pecados”, dicen. Muy a menudo hay una equivocación en el
sentido del sacrificio. Pensamos que hay que dejar algo, o hacer algo nocivo para
agradarle a Dios, hasta hay que derramar sangre para que el sacrificio sea completo, o
válido. Sacrificar, en el sentido Bíblico, quiere decir hacer algo sagrado, santificar,
darle algo a Dios, consagrar a Dios. Sacrificar algo es darle un valor máximo, hacerlo
divino. Sacrificar es hacer algo en amor, amar más. No podemos demostrar nuestro
amor de mejor manera que al hacer un sacrificio. Por ejemplo el bautismo es un
sacrificio porque consagramos, sacrificamos a nuestros hijos, dándolos a Dios.
Viéndolo así, la Crucifixión fue, sin negar el dolor ni el horror, una ofrenda que se hizo
a Dios; fue algo sagrado. Entonces se pueden apreciar mejor las palabras del Señor:
“…por ellos voy al sacrificio que me hace santo, para que ellos también sean
verdaderamente santos” (Juan 17, 19).
Hace unos años se hizo un estudio del manto que se usó para envolver el cuerpo de
Jesús. Se descubrió que el cuerpo tenía más de doscientas veinte heridas de los
latigazos y flagelaciones que recibió. Había heridas en los hombros por cargar el
madero de la Cruz y las rodillas estaban abiertas como resultado de las caídas. Su
cabeza tenía las marcas de las espinas de una corona que le habían puesto sobre la
cabeza. La corona era una burla dolorosa porque las espinas no eran pequeñas como
los de un rosal. Eran más como las de un maguey y no se doblaban contra la cabeza
sino que la penetraban, cortaron la piel provocando que la sangre corriera sobre el
rostro de Jesús.
Las heridas múltiples en la espalda, el pecho, y las piernas fueron el resultado de
los latigazos que le dieron. Los romanos eran muy ingeniosos para la tortura y el
castigo. Inventaron unos fuetes con cinco lenguas. En las puntas de cada lengua estaba
un hueso o un pedazo de metal. Cuando el látigo caía sobre una persona los huesos o
metales se enterraban en la piel, desgarrando la carne. Los judíos tenían un limite de
azotes, treinta y seis, los romanos azotaban sin limite. Así sucedió con el Señor Jesús.
Al llegar al Gólgota le clavaron las manos y pies a la Cruz y lo colgaron así. Cada vez
que se movía para respirar o acomodar mejor su espalda, que era carne viva, se
raspaba sobre la madera áspera y se astillaba. Tenía que subirse y bajarse para poder
respirar y todo el peso de su cuerpo estaba sobre los clavos en sus manos y en sus
pies. Su martirio siguió hasta que murió.
Jesús también sufrió mentalmente. Este sufrimiento comenzó durante la cena con
sus queridos Doce. Se dio cuenta que uno de ellos lo iba a traicionar, los demás a
abandonar y eso le causó mucha angustia. Al salir al jardín su angustia fue más fuerte.
Sintió la pena de que sus más íntimos amigos no pudieron quedarse despiertos para
velar con Él.
LA OBRA DE REDENCIÓN
Dios creó todo en amor, o sea en unidad. El demonio es el que quiere dividir,
apartar, separar. La Redención es la reunión de los hijos con el Hijo y
consecuentemente con el Padre. Es la reunión de hijos de Dios que son hermanos en
Cristo gozando de la vida en su plenitud. Es el deseo de Dios que seamos uno con Él:
“Esa gloria que me diste, se la di a ellos, para que sean uno como tú y yo somos uno”
(Juan 17, 22).
La Redención es una obra de amor. Una obra de amor de parte del Padre que no
pide de nosotros un rescate, sino que manda a su Único Hijo a regresarnos a los brazos
del Padre que nos espera cariñosamente. La Redención es una obra de amor de parte
del Hijo que se revela a nosotros no para sufrir, sino porque nos ama. Porque la
Redención es una obra de amor que tuvo que tomar lugar en el sufrimiento. Ser fiel es
un resultado del amor. La fidelidad trae consigo el sufrimiento. Cristo en la Cruz es el
mayor ejemplo de lo que puede ser la fidelidad.
Cristo no quiso la cruz, fue algo que se le agregó. Él buscaba la vida, el amor, la paz,
la justicia; todo lo contrario a lo que representaba la cruz. Si buscamos nuestra propia
cruz estamos haciendo lo contrario de lo que hizo Cristo.
SE ENTREGÓ TOTALMENTE
Los Apóstoles consideraron que su misión era ser testigos de la Resurrección. Por
ello fueron perseguidos. Los sacerdotes del Templo “Estaban muy molestos porque
Pedro y Juan enseñaban al pueblo y anunciaban que la resurrección de los muertos se
había verificado en Jesús” (Hechos 4, 2).
“Este Mesías es Jesús, y todos nosotros somos testigos de que Dios lo resucitó”
(Hechos 2, 32).
“…Dios lo resucitó de entre los muertos, y nosotros somos testigos de ello” (Hechos 3,
15).
Cuando fueron arrestados y presentados ante el Sanedrín su testimonio fue: “El
Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien ustedes dieron muerte colgándolo de un
madero” (Hechos 5, 30).
San Pablo enseña que lo esencial de la fe es la Resurrección: “En primer lugar les he
transmitido la enseñanza que yo mismo recibí, a saber: que Cristo murió por nuestros
pecados, tal como lo dicen las Escrituras; que fue sepultado; que resucitó al tercer día,
como lo dicen también las Escrituras, que se apareció a Pedro y luego a los Doce (…)
Porque si los muertos no resucitan, tampoco resucitó Cristo. Y si Cristo no resucitó,
ustedes no pueden esperar nada de su fe y siguen con sus pecados” (1ª Corintios 15, 3-
5.16-17).
LA IMPORTANCIA DE LA RESURRECCIÓN
La mano. Con la imposición de manos Jesús sanaba a los enfermos, bendecía a los
niños y en su Nombre sus discípulos harían igual. Este símbolo se ha utilizado en la
Iglesia como un signo del poder del Espíritu Santo y para enviar a apóstoles y
misioneros. (Cf. Mateo 19, 13; Hechos 6, 6; Hechos 13, 3)
El dedo. Con el dedo de Dios Jesús expulsó demonios y con el dedo de Dios la Ley
fue escrita en tablas de piedra. Se ha dicho del Espíritu Santo que es el dedo de la
diestra de Dios. (Cf. Salmo 8, 4; Lucas 11, 20)
La paloma. Desde la Creación cuando el Espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas
y después del diluvio que vivió Noé, que fue símbolo del bautismo, la paloma fue signo
de vida en la tierra. El Espíritu Santo tomó forma de paloma cuando Jesús fue
bautizado en el Jordán. Igualmente, el Espíritu Santo viene y toma posada en el
corazón de los bautizados. La paloma es el signo más usado para manifestar el
Espíritu Santo en la Iglesia.(cf. Lucas 3, 22)
La Virgen de Medugorie dijo: “La gente no sabe orar. Muchos van a la Iglesia y los
santuarios solamente para ser sanados de sus males físicos, o para pedir gracias
particulares, y nunca ahondan en la profundidad de la fe: esto es puro fatalismo.
Poquísimos piden el don del Espíritu Santo. Lo más importante es pedir el Espíritu
Santo; si tienen este don, no les faltará nada, todo lo demás se les concederá”.
En otra ocasión dio una respuesta a unos médicos que preguntaron como deben
portarse en su profesión: “Lo más necesario es orar. Pidan al Espíritu Santo que
descienda sobre la tierra y entonces, todo se hará muy claro y el mundo cambiará”.
Hace poco una señora contó su experiencia: “Se me enfermó mi niña —comenzó—
y la tuvimos que internar. Se puso grave y cuando entró en coma me desesperé. No
sabía que hacer. En ese momento me acordé de lo que se dijo en una charla: “Hay que
pedirle al Espíritu Santo todo lo que queremos que esté en conformidad con la
voluntad de Dios Padre”. Le dije a mi familia y nos pusimos a orar. Rezamos desde las
9 de la mañana hasta como a las dos de la tarde cuando la niña salió del coma. Los
médicos nunca supieron lo que le pasó. La dieron de alta y el sábado la bautizamos”.
(cf. Romanos 8, 26-27)
El don del Espíritu Santo es lo que nos moviliza, nos da vida. San Pablo nos dice
que el Espíritu reparte según su deseo. A algunos les da un don y a otros otro, pero lo
que da lo da en abundancia.
El Espíritu Santo nos fue dado en nuestro bautismo y en su plenitud cuando fuimos
confirmados. Cuando llegó a nuestra vida, como es su costumbre, llegó con las manos
llenas. Siempre nos trae numerosos dones, regalos, que solo Él puede dar. “En cada
uno el Espíritu revela su presencia con un don, que es también un servicio” (1ª Corintios
12, 7).
Los dones del Espíritu Santo no son para codiciarlos o esconderlos sino son “un
servicio”, son para el crecimiento de la Iglesia más que para el individuo. “Sírvanse
mutuamente con los talentos que cada cual ha recibido; es así como serán buenos
administradores de los dones de Dios” (1ª Pedro 4, 10).
Pasó el tiempo y un día que hizo frío el hombre se puso su chamarra y descubrió el
boleto en la bolsa. Fue al lugar donde se podía pagar el empeño y preguntó cuánto era.
Cuando recibió la respuesta se le hizo mucho, y salió del lugar triste. Tenía curiosidad
de saber lo que estaba empeñado y si valía el rescate pero no quería pagar el precio.
Al fin, un día su curiosidad ganó y juntó sus pocos recursos y fue a rescatar lo que
estaba empeñado. Para su sorpresa le dieron una caja enorme, envuelta
preciosamente y con un listón hecho en un arreglo lujoso.
Al abrir la caja, para su asombro, contenía muchísimos más regalos, cada uno
envuelto como los regalos de alta calidad y valor. No sabía cual destapar primero
porque cada uno le llamaba la atención.
Viendo más cerca se dio cuenta que había un grupo de regalos del mismo color y
tamaño; casi idénticos y eran siete en número.
Este grupo de siete regalos era una pequeña representación de lo que había en la
caja; los regalos eran numerosos y les faltaba poco para desbordarse de la caja en que
venían.
El hombre comenzó a abrir cada regalo, uno por uno. Algunos los pudo usar de
inmediato, otros no sabía cómo usarlos. Los que sí podía usar y compartir eran como
una vitamina de energía y su vida comenzó a mejorar. Sus relaciones con su familia —
hasta consigo mismo— tomaron un giro completo y desde ese momento hubo más
armonía y paz en el hogar. Le fue mejor en el trabajo. Y lo más raro de todo, su salud
también tuvo un cambio. Sus dolores y penas fueron aminorando con el tiempo.
LA EXPLICACION DE LA PARÁBOLA
Los siete que son casi igual son: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia,
piedad y temor de Dios. Pertenecen en plenitud a Cristo (Isaías 11, 1-2) y
complementan las virtudes. Nos hacen dóciles para obedecer con prontitud a las
inspiraciones divinas (CIC 1831).
Los demás regalos que nos trae el Espíritu Santo en la confirmación se van
utilizando según nuestra disposición y la necesidad de la comunidad en que vivimos.
Entre estos dones se encuentran los dones espirituales de sabiduría, enseñanzas, fe,
curaciones, milagros, profecía, discernimiento de espíritus, lenguas e interpretación
de lenguas (cf. 1ª Corintios 12, 4-11). En realidad los regalos del Espíritu Santo no se
pueden contar porque son tan numerosos como los granos de arena de las playas.
La vida eficaz del Espíritu Santo en una parroquia o en una diócesis es evidente en
las celebraciones de los sacramentos, en las obras que se logran, en el compromiso de
los sacerdotes igual que de los laicos. Al contrario, la ausencia del Espíritu Santo es
igualmente evidente en todas las actividades de la comunidad (cf. Hechos 19, 1-7).
Cuando una parroquia no es guiada por el Espíritu Santo no se puede decir de ella que
es apostólica porque es una contradicción. “Se conocerán por sus frutos” (Mateo 7, 16).
Creer en el Espíritu Santo es creer que nos puede dar los dones para mejorar la
vida, para mejorar la parroquia, para hacer oración efectiva con y por los necesitados,
para entender las Sagradas Escrituras, incluso para hacer milagros.
El verdadero ateo no es el que dice que Dios no existe, sino el que cree que Dios no
lo puede cambiar, quien niega el poder de Dios para transformar corazones. El ateo no
cree que el Espíritu Santo tiene el poder de crear y renovar, mucho menos que hace
milagros aún en estos tiempos.
Hemos hablado del papel del Espíritu Santo, de sus símbolos, de sus dones, de su
fuerza, pero ¿Quién es el Espíritu Santo?
La respuesta puede venir del catecismo el cual nos dice que el Espíritu Santo es la
tercera persona de la Santísima Trinidad. Esta enseñanza tan sencilla nos dice
muchísimo. Nos dice que Dios es familia, no está solo. es comunidad, vive unido. En
Dios hay creación, conocimiento y amor. El Espíritu Santo es el Amor que une al Padre
y al Hijo.
Para nosotros el amor es un poder —el más poderoso del mundo— que logra lo
más increíble, lo más imposible. Pero para Dios el amor es diferente. No es algo sino
alguien, una persona: la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, el Espíritu Santo.
“…el amor de Dios ya fue derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se
nos dio” (Romanos 5, 5). Uno de los más profundos misterios se nos dio en la persona
del Espíritu Santo que es el Amor de Dios en toda su plenitud.
La Iglesia enseña que Dios Padre es Creador, Dios Hijo es Salvador y Dios Espíritu
Santo es Santificador. El Espíritu Santo es quien nos ayuda llegar a ser santos. Nos
impulsa y anima a tomar el camino a la perfección. Sin su ayuda nos quedaríamos
pecadores sin remedio. Es cierto que Jesús murió y resucitó por nosotros pero el
Espíritu Santo hace posible obtener el beneficio de esa muerte y resurrección a través
de su poderosa intercesión. Es el Espíritu Santo que nos da la vida que Jesús obtuvo
por nosotros.
El Espíritu es un don, una gracia dada a nosotros por Dios Padre y constituye la
manera con que participamos en su naturaleza. El Espíritu se expresa en nosotros con
el deseo de volver al Creador, de ver a Dios. Pues, hemos sido creados para ver a Dios
y estar con Él.
Lo que Cristo, que fue concebido por el poder del Espíritu Santo, inició en este
mundo, el Espíritu lo sigue haciendo: formando un cuerpo digno de su amor y
fidelidad. Intenta crear un cuerpo universal y eterno que ame como Cristo lo ama. Ese
cuerpo se llama Iglesia.
¿QUÉ ES LA IGLESIA?
Dios creó al hombre para que fuera su pueblo. Creó a los seres humanos para que
vivieran en armonía, paz y amor. Su plan es que seamos un pueblo unido, una gran
comunidad. Unidos en la fe y en el amor, guiados por el Espíritu Santo. Pero la
humanidad no quiere aceptar este plan, cada uno tiene su idea de cómo debe ser el
mundo y como deben actuar las personas. Somos rebeldes contra ese plan. Nuestra fe
se ha quebrantado y hacemos de ella lo que pensamos nos más conviene. Sin embargo,
el proyecto de Dios sigue adelante, sigue triunfando.
En los tiempos del Antiguo Testamento, Dios llamó a Abraham, hombre de fe,
(Génesis 12) para que fuera el padre de un gran pueblo, Israel. Este fue el primer paso
en formar el Pueblo de Dios. A través de los israelitas, Dios inició su plan de salvación.
A pesar de persecuciones, desobediencia y todo tipo de pecado, Dios permaneció con
su pueblo. Le dio fuerzas para vencer en guerras y para superar obstáculos. Dios
nombró a varias personas, como Moisés, el Rey David y los profetas para animar a la
gente. Pese a ellos el pueblo de Israel se desvió muchas veces de los caminos de la Ley.
Los Profetas anunciaban la Palabra de Dios y pedían que la gente se arrepintiera pero
la mayoría no les hicieron caso. Estos mensajeros también comenzaron a anunciar a
un Mesías, un Salvador. Esa persona, anunciada y esperada por el pueblo de Dios es
Jesús. El Nuevo Testamento es la historia y las enseñanzas de Jesús. Dios se hace
hombre y viene a este mundo y forma un Pueblo Nuevo. Como el pueblo de Israel no
obedeció y no quiso hacer la voluntad divina, Cristo tuvo que formar otro Pueblo. Lo
bueno es que este está abierto a todos, incluso a los judíos que no quisieron aceptar al
Mesías. Lo formado por Jesús se llama Iglesia y los únicos requisitos para ser miembro
de ella es ser bautizado y seguir a Jesús, para estar en comunión de fe, de sacramentos
y de régimen o autoridad eclesiástica.
Cada vez que rezamos el Credo decimos que creemos en la Iglesia que es una,
santa, católica y apostólica. Cuando se dice que la Iglesia es una, se admite que
Jesucristo fundó únicamente una: “Tú eres Pedro, o sea Piedra, y sobre esta piedra
edificaré mi Iglesia y las fuerzas del infierno no la podrán vencer” (Mateo 16, 18). Jesús
no usó lo plural sino el singular cuando se la encargó a Pedro.
Se dice que es santa porque el Santo de los santos la instituyó y cada miembro es
llamado a la santidad. El Espíritu Santo se encarga de santificar la Iglesia. “Si vivimos
por el Espíritu, dejémonos conducir por el Espíritu” (Gálatas 5, 25).
La palabra católica significa universal. Esto dice que la Iglesia es igual en todas
partes del mundo, está abierta a toda la gente sin tomar en consideración su
nacionalidad, color de piel, estatura ni su edad o sexo. No hay discriminación ninguna.
También siendo universal indica que los mismos ritos, sacramentos y Escrituras se
usan en todo el mundo. Se enseña la misma doctrina. La Misa de hoy es la misma que
se celebra hoy en el mundo entero, solo el idioma es diferente. Pero sí es permitido
celebrar la Misa en un idioma diferente al nativo cuando es propio y necesario.
Ser apostólica indica que la doctrina de la Iglesia viene de las enseñanzas de los
Apóstoles; es la misma enseñanza que dieron Pedro, Pablo, Santiago, y los demás
primeros evangelizadores. Pedro fue el primer Papa y sus sucesores siguen sin mayor
interrupción hasta el presente Papa. Su Santidad Juan Pablo II es el número 267.
Jesucristo le dio a su Iglesia la misión apostólica de ir por todo el mundo para hacer
discípulos de todos (Mateo 28, 18-20). Consecuentemente es evangelizada y
evangelizadora.
Existen muchas iglesias que siguen a Jesús y que usan la Biblia. La historia de estas
es de una lucha constante, de una contra otra. Cada una proclama tener la verdad. Esta
división es equivalente a mutilar al cuerpo de Jesús. San Pablo nos habla precisamente
de esta división en su primera carta a los Corintios (1, 10-13). “Les ruego, hermanos, en
el nombre de Cristo Jesús, nuestro Señor, que se pongan de acuerdo y superen sus
divisiones; lleguen a ser una sola cosa, con un mismo sentir y los mismos criterios. Tuve
noticias de ustedes por gente de la casa de Cloe, y me hablan de rivalidades. Así lo
entiendo yo, puesto que unos dice: «Yo soy de Apolo», o: «Yo soy de Pedro», o: «Yo soy de
Cristo». ¿Acaso está dividido Cristo? ¿O yo, Pablo, he sido crucificado por ustedes? ¿O
fueron ustedes bautizados en nombre de Pablo?”
Las divisiones fueron los resultados de varios desacuerdos. Por mucho tiempo el
Papa llegó a ser la autoridad más grande del mundo, y esto causó muchos abusos. En
un tiempo la Iglesia de Roma con el Papa quería obligar a las iglesias del resto del
mundo a hacer las mismas cosas que se hacían en Roma. Esto era injusto porque las
diferentes iglesias observaban diferentes costumbres y tradiciones de su propio país y
sobretodo, tenían su propio lenguaje. Las iglesias del Oriente y Occidente luchaban
para dominar el mundo. Los resultados de esta lucha fueron dados en el año 821
cuando se separó la Iglesia en dos: romanos y ortodoxos. Por mucho tiempo el idioma
oficial ha sido el Latín y consecuentemente hasta el Concilio Vaticano II todas las
misas en todo el mundo se celebraban en ese lenguaje, aunque la gente no entendía.
Desde 1965 la Misa se celebra en el idioma del país donde se celebra.
LA ESTRUCTURA DE LA IGLESIA
EL CUERPO DE CRISTO
San Pablo nos hace una bella comparación del Cuerpo de Cristo: “Del mismo modo
que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros, aun siendo muchos,
forman un solo cuerpo, así también Cristo. Todos nosotros, ya seamos judíos o griegos,
esclavos o libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un único
cuerpo. Y a todos se nos ha dado a beber del único Espíritu. El cuerpo no se compone de
un solo miembro, sino de muchos. Por eso, aunque el pie diga: Yo no soy mano, y por eso
no soy del cuerpo, no por esto deja de ser del cuerpo. Asimismo, aunque la oreja diga: Ya
que no soy ojo, no soy del cuerpo, no por eso deja de ser del cuerpo (…) Pero Dios ha
puesto cada parte del cuerpo como ha querido (…) hay muchos miembros y un solo
cuerpo” (1ª Corintios 12, 12-20).
La gente de Dios, el Cuerpo de Cristo debe ser alegre, gozoso y feliz, aun cuando
alguien esté enfermo, herido o ha muerto porque es una gente enamorada.. “Les dejo la
paz, les doy mi paz. (…) Que no haya en ustedes ni angustia ni miedo” (Juan 14, 27).
Estas son las palabras de nuestro Señor Jesucristo. Y más adelante nos dice: “Yo les
he dicho todas estas cosas para que en ustedes esté mi alegría, y la alegría de ustedes sea
perfecta” (Juan 15, 11). La religión cristiana es una religión de gozo. El Evangelio es
una Buena Noticia y, a pesar de nuestro aspecto más bien fúnebre, nosotros somos los
mensajeros del gozo, los testigos de la resurrección. Hay que ser alegres y cantar,
danzar y saltar cuando estamos alabando al Señor, tal como lo hizo el rey David:
“David vestido con un efod de lino, danzaba con todas sus fuerzas en presencia de
Yavé. David y toda la gente de Israel subían el Arca de Yavé, entre clamores y toques de
corneta” (2ª Samuel 6, 14-15).
Imagínate a miles de personas cantando, bailando y tocando música con el rey al
frente de la procesión. Sería algo inolvidable, glorioso. ¿Por qué nosotros no podemos
hacer igual? Por ejemplo durante la procesión de Corpus Cristi. Aún en la Secuencia de
la Misa de ese día decimos: “Sea plena la alabanza y llena de alegres cantos; que
nuestra alma se desborde en todo un concierto santo”.
Los Evangelios están repletos de promesas que nos hace el Señor que se han
cumplido y siguen cumpliéndose, ¿por qué no vivimos gozosamente? Ya basta de
cantos tristes en tiempos de alegría. Ya basta de misas aburridas en las cuales el
sacerdote quiere terminar rápido y los fieles no participan, ya basta de homilías vacías
de inspiración.
Algún domingo llega temprano a misa y ponte en la puerta. Fíjate en la gente que
va llegando: ¿andan con ánimo, o, arrastrándose? La mayor parte llegan tarde,
corriendo para alcanzar la bendición y poder decir, “fui a misa”. Basta también de la
falta de respeto al llegar tarde.
LA VIA GOZOSA
Es verdad que la vía gozosa es un camino que no figura entre nuestras devociones,
sin embargo, la Iglesia, después de Pascua, nos invita a meditar en las “estaciones de
gozo” que duran cuarenta días hasta la Ascensión del Señor y concluyen con
Pentecostés diez días después.
El primer gozo se trata del pecado original. Le damos gracias a Dios que por ese
pecado, Jesucristo vino a este mundo para salvarnos. Si no fuera por nuestros pecados,
no habría necesidad de Jesús. Su pasión, muerte y resurrección nos han salvado y nos
han dado una vida nueva. Al confesarnos podemos decir: “Regocíjate conmigo, Padre,
no porque he pecado, sino porque soy pecador el Señor Jesús me ha llamado a esta
reconciliación”.
¡RESUCITÓ! (Juan 20, 1-9)
Cambia tu crucifijo por una imagen de Jesús resucitado y rézale al Cristo que vive,
al Cristo que quiere vivir en tu corazón. Porque si crees que Cristo murió en esa cruz y
se quedó ahí sin resucitar, tu religión está incompleta. Tu religión es una de
sufrimiento, de tristeza. No es la de Cristo, porque no es la de la resurrección, de
nuestra apertura a Dios y a los demás, la religión de la alegría. “…Si ustedes me
amaran, se alegrarían de que voy al Padre…” (Juan 14, 28).
Santo Tomás como muchos otros santos tuvo su momento de duda. El no creía que
Jesús había resucitado, se quedó como algunos de nosotros: triste. Tristes porque
nuestro Cristo estaba muerto. Tomás tuvo la dicha de ver El Resucitado en persona. En
ese momento de gloria, todas sus dudas desaparecieron y exclamó de lo profundo de
su ser: “¡Señor mío y Dios mío!” (Juan 20, 28).
Antes de que el apóstol hiciera su profesión de fe, el Señor había dado a todos en la
casa su Paz. “La paz esté con ustedes”. Podemos creer en paz, sin duda alguna que Jesús
resucitó de entre los muertos y la muerte ya no nos puede alcanzar.
Los dos discípulos que iban en camino a Emaús habían perdido toda esperanza.
Ellos oyeron unos rumores pero no se quedaron a averiguar si eran ciertos o no.
Estaban tan deprimidos que lo único que querían era regresar a casa. Su alegría la
dejaron atrás y llevaban consigo tan sólo tristeza. En eso llegó el Señor a quien no
reconocieron y les habló tan bonito que sus corazones ardían. Aún no lo conocieron a
través de su extensa explicación, sólo cuando se sentaron a la mesa y Jesús partió el
Pan. En ese instante los ojos de los discípulos se abrieron, lo reconocieron y salieron
corriendo a ser testigos de la Resurrección.
¡Que alegría cuando conocemos al Señor, de la manera que sea, y podemos ser
testigos fieles y gozosos de su amor, misericordia, bondad y resurrección!
¡Qué felicidad saber que tenemos un Pastor que nos ama, vela por nosotros y nos
conoce por nuestro nombre! Nos conduce por pastos verdes y hacia agua fresca
(Salmo 23). Jesús se nos revela como el Buen Pastor y para poder llegar a su redil hay
que entrar por la puerta angosta. Él, y sólo Él, es la puerta angosta. Nos da la alegría
que el Señor Jesús nos ha dicho, que podemos llegar al Padre, al redil del Cielo porque
Él es la manera de entrar en la presencia del Padre.
El gozo que nos da Jesús al decirnos que se va a preparar una habitación para
nosotros. Jesús quiere que estemos unidos, no separados. Él es el camino, la verdad y
la vida. Hay muchísimo gozo en saber que algún día podremos regresar a la Casa de
nuestro Padre y vivir en plena alegría y alabarle en su presencia.
No nos va a dejar huérfanos sino que va a mandar un Consolador que esté siempre
con nosotros. El Consolador es el Espíritu Santo que estará con nosotros y no nos
dejará desamparados. El Espíritu es el Espíritu de Verdad que nos dará a conocer la
verdad.
Esto que hemos visto es la “vía gozosa” que la Iglesia nos propone durante el
tiempo de Pascua y terminando con Pentecostés. También hay otras ocasiones de gozo
y alegría: el Adviento, la Navidad, la Epifanía, son unas de las más importantes. Son
poco más de cuarenta días de tristeza y luto y más de 300 días de alegría y gozo. La
religión católica está basada en la alegría del Señor Resucitado. Hay que vivir esa vida
de gozo y alegría que el Señor nos ofrece.
9. LA COMUNIÓN DE LOS SANTOS
¿QUÉ es la Iglesia, sino la asamblea de todos los santos?” La comunión de los santos
es precisamente la Iglesia.
“Como todos los creyentes forman un solo cuerpo, el bien de los unos se comunica
a los otros… Es, pues, necesario creer que existe una comunión de bienes en la Iglesia.
Pero el miembro más importante es Cristo, ya que Él es la cabeza… así, el bien de
Cristo es comunicado a todos los miembros, y esta comunicación se hace por los
sacramentos de la Iglesia” (Santo Tomás, symb. 10).
“Como esta Iglesia está gobernada por un solo y mismo Espíritu, todos los bienes
que ella ha recibido forman necesariamente un fondo común” (Catech. R. 1, 10,24).
DOS SENTIDOS
La comunión (unión común) de los santos tiene dos sentidos: una comunión en
cosas sagradas, y comunión entre los santos. En el primer sentido decimos que Dios se
comunica con nosotros a través de lo visible. Por ejemplo, la Sagrada Hostia es visible
y a través de ella recibimos a Jesucristo en cuerpo y alma con toda su divinidad y
humanidad. Dios también se comunica con nosotros a través de la naturaleza y el fruto
de ella misma: el agua, el aire, la vegetación, pan, vino.
Una vida singular circula entre los que están incorporados en Cristo. Jesús nació,
vivió, sufrió y murió por nosotros. Todos los que estamos unidos a Él estamos unidos
uno con el otro: no vivimos o sufrimos o morimos solos. Porque pertenecemos a su
Cuerpo, porque vivimos la vida que Él pide de nosotros, porque pedimos uno por el
otro somos un solo Cristo. Por eso hasta cierto punto, tenemos que dar cuentas por
uno u otro. Porque fuimos creados a la imagen de Dios y estar en su Iglesia es ser uno.
Así que cada cristiano, junto con los demás, está invisiblemente unido a toda
humanidad.
El Espíritu Santo constantemente nos impulsa a amar a los demás un poco más, a
molestarnos un poco más cuando vemos sufrir a alguien, y ser un poco más felices con
sus alegrías. Entre más entramos en la solidaridad con los demás, mejor vivimos la
solidaridad. Entre más inspirados estamos, más conscientes nos hacemos. Hasta llegar
a ese momento en el que formamos un solo cuerpo donde Dios es todo en todos. Sería
bueno agregar a nuestra oración de la mañana lo siguiente: “Señor llévame donde te
puedo amar más, donde te puedo servir mejor. O tráeme alguien quien puedo amar y
servir.”
Hasta los mejores cristianos se sorprenderían al saber qué tan poco creen sin la
presencia física de acontecimientos y personas. Se manifiesta más cuando hay una
muerte de un ser querido. La tristeza y los llantos son porque ya no tenemos a esa
persona a la vista, ya no podemos reírnos juntos ni hablar con ella. En ciertas
situaciones nos llega el remordimiento de no haberle llamado por teléfono, porque no
fuimos a visitarlo, por lo que hicimos o no hicimos.
“…ahora me voy a juntarme con el que me envió. Me voy: esta palabra los llena de
tristeza, y ninguno de ustedes me pregunta a dónde voy. En verdad, les conviene que yo
me vaya, porque si no me voy, el Intercesor no vendrá a ustedes. Pero si me voy, se lo
mandaré” (Juan 16, 5-7).
Estas palabras de Jesús se pueden entender mejor cuando nos damos cuenta que
es natural ponerse triste con la ida de alguien que estimamos, apreciamos o amamos.
Pero si fuéramos fuertes en nuestra creencia, si de veras lo quisiéramos, querríamos
saber a dónde va. Si lo amáramos nos interesaría su destino y estaríamos dispuestos a
seguirles a donde sea, sabiendo que ya no sufren, no tienen penas y ya están con el
Padre. Nuestra reacción debe ser nada menos de que regocijo. “… Si ustedes me
amaran, se alegrarían de que voy al Padre…” (Juan 14, 28).
La comunión de los santos es algo que empieza aquí, ahora y nunca terminará
porque cuando llegue el fin del mundo será un solo Cristo amándose a sí mismo.
10. EL PERDÓN DE LOS PECADOS
HAY muchos que tienen su interpretación privada sobre el pecado. Para ellos el
pecado es un mal que comete otro. Muchos no aceptan el hecho de que somos
pecadores: para ellos el pecado no existe. “Pues todos pecaron y a todos les falta la
gloria de Dios…” (Romanos 3, 23).
La verdad es que el pecado sí existe. No solamente existe sino que es un poder muy
fuerte que está dominando el mundo. “Si decimos: «Nosotros no tenemos pecado», nos
engañamos a nosotros mismos: y la Verdad no está en nosotros” (1ª Juan 1, 8).
Del otro lado de la moneda, hay perdón de los pecados. Adán tuvo que pecar una
sola vez para perder la Gracia de Dios para siempre. Pero para nosotros el manantial
del perdón nunca se seca. Siempre podemos ser perdonados. Dios nos ama sin mérito
de nuestra parte y por eso no se desanima de seguir amándonos y perdonándonos.
Así, si amas a Dios, y no solo a ti mismo, debes alegrarte en la felicidad que Dios siente
cuando te perdona. ”…habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que vuelve a
Dios que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de convertirse” (Lucas 15,
7).
Aunque caemos frecuentemente, aunque seguimos con los mismos pecados año
tras año, hay que arrepentirnos y pedir el perdón de esos pecados. Y al recibir el
perdón darnos cuenta que hay que perdonar a los que nos han ofendido porque Dios
los perdona igual que nos perdona a nosotros. Nuestra esperanza es confiar en la
eterna oferta que nos extiende Dios en su misericordia.
LA RESPUESTA AL ARREPENTIMIENTO
Siempre son las mismas dos respuestas. Ha sido así por toda la historia del hombre
y su relación con Dios.
La primera es: “Nosotros somos hijos de Abraham” (Lucas 3, 8). O sea, somos
irreprochables, tenemos de herencia nuestras virtudes y por eso somos mejores que
los demás. “Oh, Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son
ladrones, injustos, adúlteros, o como ese…” (Lucas 18, 11).
La otra respuesta es: “La gente le preguntaba: «¿Qué debemos hacer?» El les
contestaba: «El que tenga dos capas dé una al que no tiene, y quien tenga qué comer
haga lo mismo»…” (Lucas 3, 10-14).
Pedro había sido discípulo por tres años. Llegó el momento de la graduación,
Pedro estaba por recibirse y tenía que calificar bien en el último examen. El Señor
Jesús lo iba a calificar, Él era el que haría las preguntas. No le preguntó detalles de la
Última Cena, no le preguntó sobre las pescas milagrosas, ni la caminata sobre el agua.
La pregunta, la única pregunta, que le hizo Jesús a Pedro se la repitió tres veces:
“Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?” (Juan 21, 15-17). Esto es todo lo que le
preguntó el Señor a Pedro antes de darle el cargo de toda su Iglesia.
Cada vez que hubo una confesión en los Evangelios terminaba con una celebración.
Jesús se invitó a comer a la casa de Zaqueo; Mateo tiene una comida para todos sus
amigos después de que el Señor lo llama al arrepentimiento; el padre del hijo pródigo
le hace matar el ternero más gordo para la fiesta después de que regresó arrepentido;
Magdalena se confiesa y es perdonada durante una cena y luego invita a Jesús a comer
a su casa. Si tuviéramos esta costumbre, sería la señal de que entramos en el gozo de
la penitencia y el perdón. La reconciliación es un encuentro con el Señor en el que nos
damos cuenta de que Él está vivo, de que nos ama y que nos perdonará “setenta veces
siete” (Mateo 18, 21-22).
RESISTENCIA A CONFESARNOS
Algunos no nos queremos confesar porque tenemos pena, miedo o nos disgusta
tener que decirle nuestros pecados a un sacerdote, un hombre igual que nosotros.
Pero, no pensamos dos veces cuando recitamos el Yo Pecador en misa y nos
confesamos en voz alta con Dios y nuestros hermanos y luego imploramos a los santos
que intercedan por nosotros. ¿Qué no nos damos cuenta de lo que hacemos y
decimos? Es como hablar mal de alguien y descubrir que está detrás de nosotros
escuchando cada palabra.
Todo lo que no estamos acostumbrados a hacer se nos hace difícil, o nos da flojera
hacerlo. Así es con la confesión, con el Sacramento de Reconciliación. Se nos hace
difícil hacer un buen examen de conciencia, se nos hace penoso tener que pensar en
nuestros pecados. Nos justificamos diciendo que Dios ya sabe cuáles son. Lo peor de
todo es que se nos hace humillante ir con un sacerdote. Pero el sacerdote no va a
decir, si es que se acuerda, nada de lo que confesaste. En primer lugar está prohibido y
en segundo lugar no le interesa hablar de los pecados de otros. Chismoso no es.
No hay pecado tan grande que sea más grande que el perdón de Dios. Dios perdona
todo. Para poder perdonar nuestros pecados primero hay que admitir que hemos
pecado y cuáles son. Luego hay que arrepentirnos de ellos.
¿Cómo te imaginas el Cielo? Jesús nos hizo unas comparaciones pero muy
inadecuadas para poder saber como es el “lugar”, o sea lo “físico”. No sé lo que tú
pienses, pero alguien platicó que se imaginaba el Cielo como el de verano: azul y con
nubes luminosas, blancas y de diferentes formas paseándose tranquilamente sin nada
que hacer. Las nubes son las almas, los espíritus que van “flotando” sin
preocupaciones. Cuando no hay nubes es que Dios convocó a todos sus santos y
ángeles a una asamblea de alabanza.
Seremos salvados con todo lo que amamos. Nuestra capacidad para amar va a ser
la medida de nuestra redención. El Cielo es un lugar donde se aman. Uno no puede
llegar ahí sin saber amar. Dios nunca obligará a nadie a amar. Si no hemos aprendido a
amar a Dios, entonces no tiene caso irnos al Cielo. El infierno es el refugio de aquellos
que rehusaron amarlo. Cuando Cristo nos promete vida eterna, nos ofrece una
participación en su Vida. No es simplemente tener vida otra vez, como despertar en la
mañana a un nuevo día, sino es una vida permanente en el amor. Nuestra vida llegará
a la perfección solo cuando lleguemos a tener el deseo de vivir unidos para siempre.
Nuestra vida eterna comenzó con nuestro bautismo. Desde ese momento cada
acción, cada pensamiento, cada oración o falta de ellos nos van preparando para el
lugar donde pasaremos la eternidad. El Reino de Dios ya está en nosotros. Los dones
del Espíritu Santo nos ayudan a experimentar las cosas de Dios y su amor. Si no las
estamos experimentando, o no tienen sentido para nosotros, ni nos interesan es
porque estamos resistiendo la acción del Espíritu en nosotros; no estamos dejando el
Reino de Dios desarrollarse en nosotros.
¿Cómo te imaginas el fin del mundo? ¿Va a venir el Señor con un paraíso
prefabricado o nos invitará a ayudarle a construirlo? La vida eterna para nosotros va
ser lo que hemos hecho en la tierra. Tenemos la libertad y la capacidad de edificar un
castillo o una choza; un paraíso o un infierno. Nosotros decidimos.
Si hemos amado, vamos a estar con aquellos que nos aman, si hemos sido
compasivos vamos a recibir compasión, si hemos vivido felices vamos a continuar
viviendo en la felicidad, gozando de todo el pasado, presente y futuro. Nuestra
generosidad será premiada con bendiciones sin número. (cf. Mateo 5).
Los placeres que más deseamos en este mundo son los que vamos a tener en el
infierno: una fiesta inagotable con todo lo que nos encanta, pero nadie vendrá a
celebrar. Vamos a tener todo el dinero que siempre hemos querido tener, solamente
que no va a haber donde gastarlo; vamos a tener todo el éxito que siempre hemos
buscado, pero nadie nos va a felicitar; tendremos toda la fama que quisimos sin nadie
que nos reconozca, tendremos la libertad que anhelamos sin tener a dónde ir, sin
poder movernos. Todo poder de los cielos y la tierra va estar en nuestras manos, pero
nadie nos va a hacer caso. Sobre todo vamos a tener muy presente a la vista a las
personas que más odiábamos, las que no les hablamos en años, a las que guardábamos
un rencor contra ellas (cf. Lucas 16, 19-31). Nuestra muerte y resurrección comienzan
en el día de nuestro bautismo. El juicio también: somos juzgados en cada encuentro
que tenemos con nuestro prójimo (cf. Mateo 25, 40).
El fin del mundo ya llegó, ya sucedió: a la muerte de Cristo tembló la tierra, el sol
se oscureció, los muertos resucitaron, el príncipe del mundo fue derrotado y aquellos
que lo vieron se llenaron de temor: “En verdad, éste era Hijo de Dios” (Mateo 27, 54).
Pero el fin del mundo fue suspendido para que la gran mayoría de los hombres y
mujeres puedan participar y tomar ventaja de ello.
12. CONCLUSIÓN
PROFESAMOS nuestra fe en diferentes situaciones y en diferentes formas, en
muchísimas personas, sean familiares o desconocidos, pero sobretodo profesamos
nuestra fe en Jesucristo y su Iglesia.
Todos conocemos a personas que han creído por tanto tiempo que ya no saben en
lo que creen. Sustituyen el dogma por la fe; el rito por el hecho; a Dios por el santo o el
sacerdote. Hay algunos que tienen más fe en lo que dice el cura que en lo que dice la
Biblia. Otros creen que el mal comportamiento de algunos es suficiente para no tener
fe en Dios: se salen de la Iglesia porque alguien los ofendió. Estamos en una revolución
en la cual no sabemos dónde queda lo celestial ni lo terreno.
Creer en Dios es creer en alguien que siempre estará más allá de nosotros, fuera de
nuestro alcance, alguien quien siempre nos va cambiando las circunstancias, nuestras
ideas y hasta nuestras creencias. La fe no es algo que tenemos, no es algo que
poseemos, sino un llamado; no es seguridad sino un riesgo, no es consolación sino una
aventura. Fe no es estar tranquilo en un lugar sino expuesto en actividad, crecimiento
y peligro. Creer es ponerse a la disposición de Dios. La fe nos mueve, es dinámica. La fe
o se vive o se pierde; o se vive con obras o se muere.
La fe es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios; es al mismo tiempo e
inseparablemente el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado. Para el
cristiano creer en Dios es inseparablemente creer en Aquel que ha enviado: Jesucristo.
No se puede creer en Jesucristo sin tener parte en su Espíritu. Es el Espíritu Santo
quien revela a los hombres quién es Jesús. La Iglesia no cesa de confesar su fe en un
solo Dios: Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo: la Santísima Trinidad.
Anteriormente, en esta obra escribimos que la Virgen de Medugorie dijo: “La gente
no sabe orar. Muchos van a la Iglesia y los santuarios solamente para ser sanados de
sus males físicos, o para pedir gracias particulares, y nunca ahondan en la profundidad
de la fe: esto es puro fatalismo. Poquísimos piden el don del Espíritu Santo. Lo más
importante es pedir el Espíritu Santo; si tienen este don, no les faltará nada, todo lo
demás se les concederá”.
También nos advierte la Virgen que somos débiles porque es poca nuestra oración.
“Hay muchos cristianos que son débiles, porque oran poco; otros ya no creen, porque
no hacen oración. Hay que volver a la oración. El mínimo de oración que podemos
rezar son: el Credo, siete Padrenuestros, siete Avemarías y siete Glorias: cinco en
honor de la llagas de Jesús, uno por las intenciones del Santo Padre, y uno para pedir
el don del Espíritu Santo”.
San Pablo cuando se hallaba en Éfeso pudo ver a los discípulos y saber si estaban
llenos del Espíritu o no (cf. Hechos 19). Nuestra Madre nos ve desde el Cielo y puede
saber que estamos en las mismas condiciones que estuvieron esos hombres de Éfeso:
bautizados pero sin el poder del Espíritu Santo en nosotros. Es porque no lo tenemos
que lo necesitamos y hay que pedir por ese don a diario.
Estamos a punto de cruzar una línea muy delicada: podemos cruzar a la catástrofe
o a la conversión. La conversión solamente puede venir a través del Señor Jesús:
teniendo un encuentro personal con Él. El Espíritu Santo es el único que puede hacer
ese encuentro posible. Pero necesita tu cooperación, tu voluntad.
Si has llegado a esta página de este libro es porque el Espíritu Santo te ha guiado
hasta este momento. ¿Ahora qué?
Te suplico sinceramente de todo corazón y con toda humildad que hagas lo posible
y lo imposible para apegarte más y más al Espíritu Santo. Es esencial que lo hagas y te
digo porque: solamente así vas a ser feliz, solamente con Cristo vas a tener una vida
plena, solamente con el poder del Espíritu Santo vas a lograr lo que más quieres en
esta vida y solamente así vas a regocijarte en la presencia del Padre. Es necesario que
te confieses y comiences de nuevo. Es necesario que comulgues porque el Señor
anhela compartir su vida contigo.
INDICE
Agradecimientos………………………………………………..3
Introducción………………………………………………………4
Se Hizo Hombre………………:……………………………….21
Fue Crucificado…………………………………………………33
Resucitó……………………………………………………………36
La Iglesia…………………………………………………………..45
Conclusión………………………………………………………….62
Índice…………………………………………………………………66